DECIMOQUINTA JORNADA

Madrugada, 15 de diciembre de 1662

Metió las manos en la jofaina y, casi de inmediato, el agua se tiñó de rojo al frotar los dedos y las palmas. Estaba nervioso y no tenía motivos para ello; al final, todo había salido bien.

Se secó con un lienzo pardo y rugoso, que dejó sobre la mesa antes de dirigirse con pasos rápidos a la entrada del cuarto. ¿De dónde salía aquel muchacho? ¿Cómo había dado con él? ¿Cómo supo que tenía el libro? Demasiadas preguntas y ninguna respuesta, pero sin embargo lo que más le inquietaba en ese momento era saber si detrás de él había alguien más. Por mucho que le desagradase, pensar lo contrario le parecía ridículo. Tenía la certeza de que no tardaría en aparecer otro hombre con el fin de arrebatarle ese volumen. Colgó la capa junto a la percha de la entrada y se sentó en una silla ya un poco más sosegado.

Ahora más que nunca debía andar con cuidado, ser más precavido, no como ese pretencioso mozo que se acercó a él de manera tan audaz. La arrogancia de la juventud le había costado la vida. Se conocía muy bien y sabía que no era un hombre temible, uno de esos jaques endurecidos que deambulaban por las calles de Madrid prestos a dar cuenta de quien fuera por unas pocas monedas. Ni por asomo era así, pero tampoco era un espantajo incapaz de hacer frente a ese mancebo que carecía de habilidad, fuerza o cualquier otra cualidad que no fuera arrojo en exceso.

Se quitó las botas y después se tumbó en la cama. No dejaba de pensar en el percance; por supuesto, no le pilló desprevenido, desde lejos le vio. Llamaba la atención por su aspecto extranjero, con esa facha de hereje y esas ropas de colores vivos: verde, rojo, morado; buena vestimenta para quien quiera llamar la atención de las damas, pero mala indumentaria para un asesino. Avanzó hacia él, con su rostro imberbe, simulando un gesto de dureza que tan mal le cuadraba a esa faz barbilampiña.

¿Cómo se le ocurriría la idea de detenerle en plena calle? ¿Por qué no se buscó un par de compañeros o alguien con una facha más intimidatoria? Sin duda, era un jovenzuelo audaz y estúpido. Aunque desconocía de quién se trataba, no le costó adivinar de dónde venía y lo que ansiaba. Debía reconocer que Alonso llevaba razón, le habían seguido la pista desde esas tierras lejanas. Ahora ellos estaban aquí, dispuestos a darle caza. Habían dado muerte a Alonso y ahora le buscaban a él. Notó un escozor en el rostro, se levantó para mirarse en el espejo, un cristal de azogue que sólo reflejaba una imagen brumosa y distorsionada, y aun así, pudo ver los arañazos en el rostro provocados por la disputa.

El primer golpe lo había dado él, aún recordaba la cara de sorpresa del muchacho. No reaccionó con presteza cuando propinó el primer puñetazo, que le partió la ceja, ni cuando le golpeó en la nariz, justo antes de sacar la daga y clavársela en el vientre. Quiso gritar pero le tapó la boca; sólo comprendió que iba a morir cuando se desplomó y vio su mano empapada en sangre.

La vista de esa sangre le conmovió. No por la muerte del muchacho, sino por evitar que se desperdiciara aquel precioso líquido, así que una vez que expiró contuvo la hemorragia. Estaba tan cerca de su guarida que de inmediato se le ocurrió trasladarle allí para aprovechar la sangre. Era tarde, a esas horas no habría nadie y abriría el portón con su llave. Le costaría recorrer el camino, pero el muchacho no pesaba demasiado.

La situación había sido apurada, pero tenía motivos para sentirse satisfecho. De un golpe eliminaba a uno de sus perseguidores y además obtenía algo más de la sangre que le era tan precisa. Le desagradaba reconocer que las sospechas de Alonso eran ciertas, ¿cuántas veces le pareció que era un loco? No podía recordarlas, tal vez fuera un demente, pero ahora tenía claro que la amenaza que tantas veces le había cuestionado era algo real, tan real como la muerte.

Calle de las Damas

Amanecer

Poco después de amanecer, Gonzalo estaba ya en un bodegón en la misma calle de las Damas, sólo unos pasos más allá de la casa donde tenía alquilado su cuarto. Era un sitio pequeño y oscuro, pero estaba tan a mano que el alguacil tomaba cada mañana una copa de aguardiente y unas frutas cuando todavía estaba somnoliento.

Antes de acabar la bebida apareció Carlos, el más veterano de sus corchetes, jadeante y sudoroso. Al ver a Gonzalo al fondo del local, se dirigió hacia él.

—Ha sucedido algo escabroso. Eulogio, uno de los corchetes de Ramiro, me ha informado de la aparición de un cadáver cerca del Rastro.

Gonzalo echó un trago a su bebida mientras observaba a Carlos con sorpresa.

—Cada noche aparecen unos cuantos muertos en las calles —aseguró encogiéndose de hombros—, ha pasado siempre y seguirá pasando.

—Eso ya lo sé —replicó el corchete—, lo que no es muy común es que tenga una herida en el cuello y esté desangrado.

—¿Dónde está ahora el cadáver?

—De momento lo custodia Samuel, un sepulturero que trabajaba para la cofradía de los desamparados; ya sabéis, esa que se dedica a enterrar a los que no tienen dinero o familiares. Esperarán a ver si alguien lo reclama. Su local está muy cerca, es la primera planta de un edificio al lado de la iglesia de San Cosme y San Damián.

—Carlos, id a avisad a fray Diego y contadle lo que me habéis dicho. Le espero allí, que venga lo antes posible.

* * *

Samuel vestía un jubón negro y una camisa basta de lienzo, calzones largos no muy ajustados, y deslustrados ya por el mucho uso, que desprendían un olor fuerte y acre. Era uno de los hombres más alegres que pueda imaginarse, lo que era extraordinario dado su oficio de sepulturero. Al abrir la puerta les lanzó una sonrisa que quería ser acogedora, pero que sólo dejaba ver una dentadura en la que faltaban casi todos los dientes; peor aún, los supervivientes presentaban un aspecto disparejo y parduzco. Había tratado de remediar ese mal efecto proveyéndose de una barba redondeada con gruesos bigotes, pero la treta no tuvo éxito.

—Buenos días tengáis, señores, me disponía a salir a unos asuntos, pero vos me diréis qué deseáis —dijo lanzando una fuerte efluvio a vino sobre el rostro de los visitantes.

—Buenos días, sabemos que habéis recibido un cadáver encontrado al amanecer cerca del Rastro. Si no os importa, nos gustaría verlo.

—¿Sois vos deudos del difunto?

—No, pero representamos a la justicia y al Santo Oficio.

—Mucho me temo entonces que no es posible. Tengo órdenes estrictas del alguacil don Ramiro para que nadie, salvo familiares directos, pueda ver el cadáver. Yo no encuentro nada especial, pero ya se sabe que donde manda capitán no manda marinero.

—Comprendemos vuestro celo, pero no creo que haya nada malo en que la justicia eche un breve vistazo a ese cadáver —insistió el dominico, tendiendo un par de monedas que Samuel recogió al instante—. ¿Dónde está?

—Decís bien, una cosa es que un difunto sea solaz de gente impía, como esos médicos que se dedican a profanar cadáveres con la excusa de la ciencia, y otra cosa son las pesquisas de la justicia —dijo Samuel, satisfecho al comprobar la generosidad del dominico—. El muerto está en la sala del fondo. En verano los bajo al sótano porque se mantienen mejor. Ahora da lo mismo, tanto arriba como abajo hace un frío que los conservaría durante años.

Samuel encendió una vela de sebo que desprendía un olor fuerte y desagradable, antes de encaminarse arrastrando los pies al lugar donde almacenaban los cadáveres.

—Aquí tenemos a todos los difuntos que recogemos a lo largo del día. Casi todos han muerto de manera violenta y nadie los reclama, como este tudesco que queréis ver.

—¿Decís que es tudesco? —inquirió Gonzalo.

—Tudesco, francés, inglés, ¡cualquiera sabe! Lo que quiero decir es que por su aspecto no parece de estas tierras. Es de piel muy clara, pelo rubio, ojos claros…, en fin, me jugaba el pellejo a que ese hombre es un extranjero del norte. Un hereje o algo peor, si es que hay algo que pueda serlo.

Samuel abrió la puerta y les hizo un ademán para que pasaran. Nada más entrar les sorprendió el frío de la sala, en la que dominaba el mismo olor fuerte y desagradable que Samuel llevaba impregnado a sus ropas. El cadáver reposaba en el suelo cubierto con la mortaja que mostraba un rostro de rasgos foráneos. El semblante estaba magullado, con una ceja partida y un fuerte golpe en la nariz.

—No me cabe duda de que es uno de tantos que vino a mamar de la corona de España —aseguró Samuel—. Fijaos cómo está Madrid, repleto de extranjeros por todas partes, portugueses leales huidos de los rebeldes que por la prisa que nos estamos dando en recuperar el reino van a morir de viejos; milaneses, napolitanos y flamencos solicitantes de favores reales; irlandeses y tudescos que huyen de la plaga hereje, genoveses que vienen a por el oro de las Indias… Sin olvidar a los franceses, siempre prestos a ganar dineros y quitar el pan a los españoles.

Samuel siguió hablando, pero fray Diego y Gonzalo no le hicieron caso, se concentraron en examinar el cuerpo que al retirar la mortaja quedó al descubierto. Lo primero que les sorprendió fue ver el tature de un dragón idéntico al que tenía Alonso. Era una figura exacta en diseño y tamaño, incluso estaba emplazado en el mismo lugar.

—¿Cómo encontrasteis el cadáver? —preguntó el dominico.

—Pues como se descubren todos, tirado en la calle, sin vida, sin bolsa y sin nada de valor salvo las ropas —respondió Samuel.

—¿Dónde estaba? —insistió fray Diego.

—Al final de la calle de San Pedro, junto al cerrillo del Rastro. Ya sabéis, ese pequeño monte que hay bajando la calle de las Tenarías.

—Advertisteis algo que os llamara la atención.

Samuel se encogió de hombros mientras su rostro reflejaba la perplejidad provocada por la pregunta del clérigo.

—¿Qué queréis decir con algo extraño?

—No sé, algún detalle chocante —explicó el dominico—. Algo que, aunque fuera poco llamativo, no acabase de cuadrar.

—No, la verdad es que era un cadáver como tantos otros. Bueno, esperad…, sí, la forma en que estaba en el suelo era extraña. Es cierto, muy extraña.

—Podéis precisar un poco más —insistió fray Diego.

—No sé, era una postura muy poco natural, estaba hecho un gurruño. Los muertos toman posturas raras, pero éste tenía los brazos y las piernas entremezclados. Pobre muchacho, supongo que se aventuraría por las calles de Madrid sin saber lo peligrosas que son. Bien una disputa con alguien, bien algún desalmado que viendo el bello plumaje que vestía el pájaro supuso que era una buena víctima para desplumar. Nunca sabremos lo que le pasó, y casi prefiero no saberlo. Venir desde tan lejos para acabar así…

—¿Encontrasteis mucha sangre alrededor del cadáver? —preguntó el dominico, mientras inspeccionaba con detenimiento la herida en el cuello.

—No, apenas había una minúscula mancha en el suelo —respondió Samuel.

Fray Diego continuó examinando el rostro magullado del muerto. Al igual que a los otros cadáveres se le había extraído la sangre, pero lo más sorprendente fue ver un emplasto en el vientre, que el dominico retiró con delicadeza, para descubrir un corte producido por un arma blanca. ¿Acaso el asesino trató de matarlo y, por paradójico que pudiera parecer, también de curarlo? Todo aquello quedaba sin respuesta.

El clérigo guardó silencio mientras examinaba las manos del fallecido. Luego volvió a posarlas sobre el cadáver.

—Lo que debió de causarle la muerte fue la cuchillada en el vientre. La herida es reciente y no está cicatrizada. Alguien se molestó en taparla, pero su fin no era sanarlo, sino evitar la pérdida de sangre. No creo que fuera un robo, como dice Samuel. El muchacho buscaba a alguien y, tras encontrarlo, luchó con él. De ahí el fuerte golpe en la ceja, la nariz sangrante y los moratones que tiene en los nudillos como consecuencia de golpear a su enemigo. Incluso hay restos de piel en sus uñas. Eso es lo poco que podemos deducir del examen del cadáver.

—¿Habéis llegado a alguna conclusión? —preguntó Gonzalo.

—Existen similitudes con los casos anteriores —dijo de manera pausada, como si estuviera sopesando lo que decía—. Me refiero a los muertos de San Martín y a Jorge. Al igual que las víctimas de ese pueblo, aquí tenemos una persona asesinada a la que se le ha extraído la sangre. Aunque también hay otra serie de datos que no encajan. No ha recibido un fuerte golpe en la cabeza, y luego está ese chocante tatuaje, el mismo que tenía Alonso. Debo investigar su significado de manera inmediata, era un detalle que parecía secundario pero que ahora adquiere un interés excepcional. Mañana al amanecer id a mi convento y os diré si he sacado algo en claro. No es la única incógnita, también se nos escapa el lugar de origen del muchacho, a quién buscaba y por qué lo mató.

—Es decir, casi todo —concluyo lúgubre el alguacil.

—Eso es cierto, sería muy provechoso saber más cosas de este mozo, pero de momento es imposible.

—De momento, y a menos que los muertos hablen —remachó irónico Samuel.

—Decís bien —dijo fray Diego—, los muertos no hablan, pero los vivos sí, y creo casi seguro que ese hombre vino acompañado de alguien más experto. De hecho, posiblemente su muerte se deba a que intentó enfrentarse en solitario a un hombre peligroso y sediento de sangre. Era un muchacho que trató de acaparar toda la gloria, pero lo que obtuvo fue la muerte.

—O sea, que según vos —señaló indignado Samuel—, vino con otro extranjero o varios. Como si no tuviéramos bastantes. Aquí no hay cama para tanta gente, pero ellos a lo suyo a ver si sacan algo. Fijaos en este hombre, sólo Dios sabe qué hacía aquí, pero las ropas que llevaba son más elegantes de las que yo nunca vestiré.

—¿Nos permitís verlas? Sé que es mucha molestia, pero sería una gran ayuda —dijo el dominico, dejando una moneda más en la mano abierta de Samuel.

El rostro del enterrador se iluminó con una sonrisa al ver la nueva recompensa.

—Por supuesto, señores, no faltaba más. Tengo apartadas esas prendas allí, seguidme —dijo mientras andaba hacia un arcón desvencijado—. Lo primero que hago con los cadáveres es quitarles las ropas, que luego se ponen tan duros que resulta casi imposible hacerlo. Con eso me saco unos cuartos como ropavejero. Muchas veces los muertos no llevan más que harapos y piojos, pero otras hay buen género, en el caso de este caballero. Damos tres días para reclamar al difunto. Si nadie lo hace se le da sepultura y sus ropas pasan a ser de mi propiedad.

»Aquí las guardo —dijo Samuel abriendo el arcón—, mi mujer las lava y luego las recompone con tan buena maña que apenas se nota la entrada de la daga, puñal o espada, que estos tres apóstoles son los que hacen crecer mi rebaño.

»Fijaos en este gabán, es material de primera, mirad qué lana, gruesa y confortable. Con una pieza así es imposible pasar frío incluso en un invierno tan duro como éste. Eso sin hablar de la elegancia, observad estos botones de plata. ¿Cuándo habéis visto una cosa así? Es cierto que tiene esa fea mancha roja y el corte provocado por la daga, pero mi mujer lo arreglará para dejarlo como nuevo.

—¿Cuánto pedís por él? —preguntó el alguacil.

—Gonzalo, no hemos venido a esto —le censuró fray Diego—. Revisadlas a ver si descubrimos algo que nos pueda orientar sobre quién era el muchacho.

—Poco vais a encontrar —dijo Samuel—. Cualquier cadáver de los que aparecen en la calle está más limpio que una patena. Como ya he dicho, guardamos el cadáver aquí tres días, es decir, a este le enterraremos el día 18.

—¿Os importaría informarnos si alguien lo reclama y dónde va a celebrarse el funeral? —preguntó el dominico.

—En absoluto, informaré al señor alguacil cuando tenga noticia de ello.

Unos fuertes golpes en la puerta interrumpieron la conversación y Samuel cubrió de nuevo el cadáver con la mortaja.

—Si me perdonáis, parece que hay gente impaciente. ¡Como si los muertos tuvieran prisa!

El sepulturero se dirigió a la puerta arrastrando los pies, pero al abrir se le desencajó el rostro. Ramiro quedó igualmente sorprendido al ver a Gonzalo y fray Diego en aquel lugar.

—Don Ramiro, llegáis muy a tiempo. Decid a estos caballeros que no es posible ver el cadáver del extranjero —se apresuró a decir el astuto enterrador—, insisten a pesar de que ya les he dicho que tengo órdenes estrictas de vos de que nadie vea a ese pobre joven.

El recién llegado guardó silencio durante unos instantes, pero echó una mirada reprobatoria a Gonzalo.

—Hemos sido amigos durante mucho tiempo —dijo Ramiro—, no quería que dejáramos de serlo pero no me queda alternativa. Te he dicho de todas las maneras posibles que abandones este asunto, aunque veo que pedir eso es tarea imposible. No me parece mal, es tu elección y en su momento responderás de sus consecuencias, que te anticipo no serán muy buenas.

»En cualquier caso, eso no me incumbe, lo que no estoy dispuesto a tolerar es que metas tu nariz en asuntos que no te atañen en absoluto. El asesinato de este muchacho no se ha producido en tu calle de rameras, así que nada justifica tu presencia aquí. Quién sea ese muerto, quién lo haya hecho, o cómo le mató es un asunto que concierne al alguacil correspondiente, es decir, a mí. No estás autorizado a realizar ningún tipo de pesquisa, examen, interrogatorio o cualquier otra encomienda en este asunto.

—Ramiro, este crimen puede estar relacionada con la herencia de Alonso y su asesinato —explicó Gonzalo.

—Eso lo dices tú y ese fraile que parece haberte sorbido el seso. No quiero más intromisiones en mi trabajo. Si veo a cualquiera de los dos tratando de inmiscuirse en mis asuntos, actuaré de otra manera. Me duele decirlo, Gonzalo, pero esto no es una advertencia, es una amenaza.

—No os molestamos más —dijo fray Diego—. No debéis preocuparos, señor alguacil. Perdonad si os hemos agraviado de alguna manera; ahora, si nos permitís, debemos irnos.

Ramiro se apartó de la puerta para dejar paso al clérigo, que, acompañado de Gonzalo, salió a la calle.

Anochecer

Aunque la sala era enorme estaba sumida casi en la oscuridad, Ramiro esperaba silencioso e inquieto a que apareciera la persona que requería su presencia. A pesar del tiempo transcurrido desde su encuentro con Gonzalo, aún estaba enfadado. ¿Cómo podía evitar que ese maldito dominico y Gonzalo dejaran de investigar esos crímenes? No se le ocurría nada, no habían valido los consejos ni las amenazas; tal vez por eso se le notaba tan tenso. Le apetecía echar una pipa para tranquilizarse, pero no se atrevía por respeto a su anfitrión.

Un solitario candelabro con un par de velas situado sobre la mesa iluminaba la estancia, que, dada su magnitud, quedaba cubierta en su mayor parte por las sombras. Eso aumentaba aún más la inquietud, ya de por sí grande, del alguacil. Algunos de los que le trataba a diario se sorprenderían al ver la cortedad de Ramiro en esa circunstancia.

El ruido de la puerta abriéndose le sobresaltó, y al ver a la persona que entraba se levantó respetuosamente con el sombrero en las manos.

—¿Qué es lo que habéis averiguado desde la última vez que nos vimos? —preguntó su anfitrión, con voz cansada.

—Tal como supuse, el alguacil y el dominico decidieron ir a ese pueblo a recoger la herencia de Alonso. De nada han servido mis consejos para que abandonase su propósito. En cualquier caso, parece ser que poca cosa ha sacado Gonzalo de tal viaje. Descubrió al culpable del asesinato de Alonso, un leñador llamado José Castillo, pero de la supuesta riqueza que iba a encontrar nada de nada.

»Tuvo que conformarse con unos cuantos cachivaches y libros, lo único valioso en realidad. He movido mis hilos y sé cuáles son esos volúmenes. Para vuestra desgracia, entre ellos no está ese que tanto os interesa llamado Clave de Salomón.

—¿Sabéis dónde está ahora ese ejemplar?

—Lo ignoro y ellos también, puesto que desde entonces han iniciado una serie de pesquisas cuyo único fin a todas luces tiene que ver con la búsqueda del libro.

»Tal como me ordenasteis, desde que volvieron a la villa los he tenido vigilados por un par de hombres de mi confianza. Son hábiles y discretos como pocos, a los que habrá que recompensar con generosidad.

—Del dinero ya hablaremos más tarde, aunque ya sabéis que premiaré con largueza vuestros esfuerzos.

—No me malinterpretéis, en ningún caso quería importunaros con esas minucias pecuniarias.

—Lo sé, lo sé, continuad.

—Pues el caso es que el dominico ha encontrado un comprador para esos libros, que no es otro que el licenciado Melchor de Molina, un hombre que pretende ser grande de España o algo así, aunque es descendiente de tenderos y no me extrañaría que fuera un marrano de sangre judía. Por lo visto, está tratando de formar uno de esos gabinetes de maravillas a los que son tan dados los grandes de la corte; por supuesto, esos libros formarían parte de él.

—El comprador y el destino de esos libros no me importa en absoluto. ¿A qué más se dedica esa extraña pareja?

—Además de tratar de colocar a buen precio esos ejemplares, están investigando sobre el actual propietario de la casa de San Martín. Por eso acudieron al domicilio del abogado David Silva, que se ocupó del asunto de las propiedades del antiguo dueño, un tal Pedro Vargas, tras su muerte. Eso les llevó al Consejo de la Inquisición, ya que al parecer este hombre legó sus propiedades al Santo Oficio, intentando así que se perdonaran sus pecados.

—En verdad habéis hecho un trabajo magnífico.

—Sin embargo, me queda por contaros lo más importante. Ligado al libro, la casa, o ese tal Alonso, están sucediendo una serie de muertes de lo más escabrosas. Los hombres son asesinados y se les encuentra sin una gota de sangre.

—Eso es sumamente extraño.

—Sí, lo es, pero todo en este asunto parece un poco peliagudo. Jorge, un antiguo soldado de los tercios que conoció a Alonso, fue muerto. También lo ha sido un joven extranjero y un dominico del convento de Atocha con el que fray Diego guardaba un extraordinario parecido.

—¿Me estáis diciendo que alguien trata de eliminar al dominico para detener sus investigaciones?

—Así es. No me cabe la menor duda. No sois el único que ha mandado seguir a estos hombres, otra persona también lo hace. ¿Queréis que le detenga y le identifique?

—No, no, de momento, no. Me sorprende todo lo que me decís, aunque me agrada comprobar vuestra eficiencia. Seguid así, pero a partir de ahora mantenedme informado de inmediato de cualquier detalle que consideréis relevante.