DÉCIMA JORNADA

Calle de las Damas

Amanecer, 10 de diciembre de 1662

Los golpes en la puerta le despertaron de un sueño incómodo. Tenía el cuerpo revuelto y había pasado la noche con la garganta irritada y tosiendo. Los paseos por las calles de Madrid expuesto a las frías temperaturas de diciembre le pasaban cuenta en aquel momento. Al incorporarse de la cama sintió un tenue mareo, notaba con claridad cómo le ardía la cabeza, pero a pesar de ello se levantó presto para echarse la capa sobre la camisola de dormir. Mientras dirigía sus pasos hacia la puerta, sintió el frío de las tablas de madera del suelo que traspasaba los gruesos calcetines de lana con los que combatía la gelidez de la noche. Rogó para que no fuera Isabel, puesto que no le agradaba que le viera así, enfermo, con el pelo desordenado y la barba crecida.

Al abrir la puerta le sorprendió encontrarse con un rapaz vestido con ropas ajadas que ofrecía un aspecto aún más lamentable que el suyo.

—Esto os lo manda un caballero, no espera respuesta —dijo tendiendo un pliego de papel.

—Espera —gritó Gonzalo, viendo que el muchacho se daba la vuelta para descender las escaleras—. No me gustan los mensajes anónimos, aguarda a que lea esto, seguro que tendré que hacerte alguna pregunta.

El muchacho se detuvo para mirar con cierto temor al alguacil que desdoblaba el pliego. A Gonzalo le bastó echar un vistazo para que el corazón le diera un vuelco. Había visto antes esa caligrafía recargada y estilosa en la carta que contenía la última voluntad de Alonso. Volvió a mirarla, pero tuvo que reconocer que sin duda era la letra de su amigo fallecido. Así que comenzó a leerla con una mezcla de aprensión y avidez.

Amigo mío,

La muerte no es el final si ya estás muerto. Aunque decir esto es impreciso, ya que estoy muerto y vivo. De hecho, soy casi inmortal. Como puedes comprobar no he desaparecido del mundo de los vivos.

Permanezco junto a ti, más cerca de lo que crees. Con mi última voluntad pretendía ser generoso, pero ahora soy consciente de que mi legado sólo puede traerte desgracia e infortunios. No lo persigas, olvídate de ese libro de tinieblas o ellas se apoderarán de ti. Vive, porque si sigues detrás de La Clave de Salomón pronto dejarás de hacerlo. No olvides las muertes que han sucedido, si continúas en este asunto habrá más y es probable que seas una de las próximas víctimas.

No sigas los consejos de ese dominico perverso, ni los de ninguna otra persona dominada por la codicia. Ése es el camino a la perdición. Lo que te doy no es un consejo, es la advertencia de que una amenaza te acecha. Evita que lo que pretendía ser una dádiva se convierta en una condena.

Tu amigo,

ALONSO

El alguacil carraspeó y, una vez con la garganta aclarada, se dirigió al muchacho.

—¿Quién te dio este mensaje?

—Aunque quisiera decíroslo, señor, no me dijo su nombre ni puedo deciros mucho más —respondió el muchacho, con una voz que era casi un murmullo—. Me la entregó anoche un hombre alto embozado en una capa negra.

—¿Pudiste verle el rostro?

—La verdad, me fijé más en lo que me ofreció por entregaros ese papel —dijo mostrando dos monedas que sacó de su pantalón lleno de remiendos— que en su rostro. Aparte del dinero, sólo me dio la carta, vuestro nombre y el lugar donde debía entregarla. Poco más os puedo decir.

—¿Dónde te encontraste con ese sujeto?

—En la Puerta del Sol. Estaba, como tantos otros, alrededor de la fuente del Buen Suceso, para tratar de sacarme algo haciendo mandados, cuando apareció este hombre. Iba envuelto en su capa de tal manera que casi le cubría la cara; y no me extraña, porque hacía un frío que pelaba.

Gonzalo contempló al muchacho de nuevo, las calzas tenían casi tantos remiendos como los zapatos, algo grandes para sus pies. A la vista estaba que era uno de tantos pillos que malvivían buscándose la vida de cualquier manera en las duras calles de la corte.

—Bien, muchacho, puedes irte —ordenó el alguacil, doblando la hoja de papel.

Nada más oír esto comenzó a bajar de manera apresurada la escalera. Gonzalo cerró la puerta y se dirigió a la jofaina para lavarse la cara y peinarse. No sabía qué pensar, aquella era la carta de un hombre fallecido, pero ahora ese muerto le dirigía una misiva a medio camino entre la amenaza y el consejo.

Vistió el jubón y las calzas con premura, era el momento de ir al convento de Atocha y comunicar a fray Diego el contenido de ese mensaje de ultratumba. No sabía si Alonso era un vampir o un ser endemoniado, pero de lo que no cabía duda era de que estaba pendiente de sus actos, al acecho; como él mismo aseguraba en su carta, más cerca de lo que creía.

* * *

Fray Diego quedó tan estupefacto como el alguacil al ver la caligrafía de la carta. El dominico se acercó a la ventana de la biblioteca para leerla con más claridad y, tras examinarla detenidamente, miró a Gonzalo.

—Habrá que contrastar este mensaje con la carta en la que os confiaba todas sus posesiones, pero desde luego parece la misma letra.

—¿Creéis que es un mensaje de Alonso?

—No sé qué pensar. Todo es extraño en este caso; os confieso que estoy atónito. No nos dejemos dominar por las emociones y examinemos la situación a la luz de la razón.

—¿Alonso es un muerto viviente, un vampir?

—Bueno, eso no me parece muy razonable, pero debemos examinar ese aspecto también —aseguró fray Diego mientras abría un libro.

—¿Qué aspecto?

—El aspecto sobrenatural. Es decir, supongamos que un hombre puede ser poseído por una fuerza demoníaca y se convierte en un ente medio vivo medio muerto, lo que llamáis un vampir. Cuando José Castillo acabó con Alonso siguió el procedimiento de manera canónica salvo un paso, el más importante.

—¿Quemar el cadáver?

—Exacto, nos dijo que no pudo hacerlo debido a la disputa que surgió en la posada. El cadáver de un vampir debe ser quemado. Según las supersticiones, muchos arden cuando se exponen a la luz solar. Mirad la ilustración de este libro.

Gonzalo observó un grabado que mostraba a un hombre con una clava en el pecho situado sobre una pila de troncos mientras unos aldeanos se disponían a prenderle fuego con teas.

—Queréis decir que, al no haber incinerado el cadáver, Alonso volvió a la vida y cometió el asesinato de su antiguo compañero de armas Jorge.

Fray Diego cerró el libro y lo dejó en un anaquel a la espalda de Gonzalo.

—Ésa puede ser una explicación, pero todo ello se me antoja improbable. Os lo repito, debemos examinar los hechos a la luz de la razón, no de las supersticiones.

—¿Cuál es entonces esa otra teoría que puede explicar la llegada de esta carta días después de su muerte?

—La respuesta es obvia, pero antes tengo que haceros una pregunta. ¿Visteis alguna vez escribir a Alonso en vuestra época de soldado?

—Supongo que alguna vez le vería, pero lo que sí recuerdo con claridad es la letra del primer mensaje y la de éste que acabo de recibir.

—Exacto. Es decir, no sabemos con certeza que lo hubiera escrito él. Suponemos que así fue, pero no tenemos la certeza. La misma persona que escribió la primera carta pudo redactar esta segunda y tratar de atemorizaros para que no continuemos investigando el paradero de ese libro.

—Puede ser —aseguró el alguacil, pensativo, mesándose la perilla—. En cualquier caso, ¿no os parece extraño que el mismo hombre que me pone tras la pista de un libro, escriba ahora una nota en la que trata de apartarme de su búsqueda?

—Sí, es raro, pero todo en este caso lo es. Aquí está —dijo sacando de un cajón el pliego que contenía la última voluntad de Alonso—. Si me permitís, más adelante me gustaría comparar esta nota con la primera que recibimos.

Gonzalo se la entregó y el dominico guardó ambas en un cajón del bargueño que había en la sala de lectura.

—Ahora nos toca otra cosa. Encargué a un fámulo del convento que le dieran referencia de David Silva, el hombre que recogió la última voluntad de Pedro Vargas. Ese muchacho es una joya, astuto, rápido y con don de gentes, así que, pese a que sólo teníamos un nombre, regresó con informaciones muy satisfactorias.

»David Silva vive en la plazuela del Conde de Barajas, justo enfrente del palacio del señor conde. Allí tiene su despacho y vivienda. No os tengo que decir lo importante que es seguir tirando de la madeja y entrevistarse con ese hombre para aclarar este turbio asunto.

—Vayamos para allá —dijo Gonzalo sin más.

* * *

El despacho donde les había conducido el sirviente era como el resto de la casa, ordenada, amplia y señorial, pero sin lujos. Su dueño, un hombre bajito y ligeramente grueso que se toqueteaba los bigotes mientras contemplaba con cierta desconfianza a la extraña pareja de individuos que se había presentado de manera imprevista en su casa. Al ser domingo, estaba libre de trabajo y no se había atrevido a despedirlos, pero ahora que los tenía ante sí se preguntaban si aquellos dos hombres, un sujeto robusto que decía ser alguacil y un enjuto dominico, no serían un par de picaros simuladores en busca de una ganancia deshonesta.

—¿Qué es lo que deseáis? —preguntó David Silva.

—Soy fray Diego, del Santo Oficio, y mi compañero es Gonzalo García, alguacil de la justicia. Estamos tratando de resolver un asunto en el que se ha visto implicada una de las posesiones de un antiguo cliente vuestro, Pedro Vargas.

—Sí, lo recuerdo, un hombre dedicado a malbaratar la fortuna paterna a pesar de mis consejos. Vino a vivir a la corte para dilapidar lo que no tenía. Los últimos años los pasó en su pueblo, casi arruinado, viviendo de las pocas rentas que le quedaban.

—Hemos sabido que dejó su casa y lo que restaba de su fortuna a mi orden.

—No sé quién os habrá dicho tal cosa, pero es falso. Por otra parte, es normal, mucha gente identifica a los dominicos con la Santa Inquisición, pero quien heredó todos sus bienes fue el Santo Oficio.

—¿Estáis seguro de ello? —insistió fray Diego.

—Segurísimo, yo fui el primer sorprendido, pero así fue. Es posible que algún dominico visitara las propiedades y de ahí proceda el error de los habitantes del pueblo. Pero tengo copia del documento de cesión y el Santo Oficio tiene otra copia en sus archivos que atestigua su legalidad.

—¿No os sorprendió ese legado?

—Todo en Pedro era sorprendente —respondió el abogado, haciendo un ademán con la mano—. Vino a la corte a vivir como un potentado y se fue arruinando al intentar llevar una vida de gran señor. Algo que no era bajo ningún aspecto.

—También hemos sabido que esa decisión fue súbita, ya que se produjo tras la visita de un desconocido.

—Puede que sea desconocido para vos, pero no para mí. Si no me equivoco, ese hombre al que os referís debe de ser Miguel Corral. Ya entonces era un joven ambicioso que buscaba llegar alto. En aquella época recorría el reino buscando legados y donaciones para mantener a la Santa Inquisición.

»No se si sabréis que los métodos de financiación del Santo Oficio son múltiples. Una parte proviene de las confiscaciones y multas que impone, por otra parte están los ingresos por préstamos e inversiones y, por último, las donaciones y legados. Muchas personas dejan parte o toda su fortuna a la institución esperando que Dios lo tenga en cuenta a la hora de presentarse ante él. Por lo visto, Miguel Corral era un especialista en que los moribundos aflojaran la bolsa. En cualquier caso, andaos con cuidado. Ahora es procurador fiscal de la Inquisición.

—Me vais a perdonar —dijo Gonzalo—, pero ignoro lo que significa ese cargo, aunque parece importante y de lustre.

—En las dos cosas lleváis razón —respondió el abogado—, pero hay otro aspecto que deberíais añadir. Me refiero a que puede resultaros peligroso. El procurador fiscal se encarga de revisar si una denuncia es susceptible o no de ser convertida en acusación. Dicho de otro modo, él decide quién ha de personarse ante el Santo Oficio. Ésa es su tarea principal, aunque en caso de ponerse en marcha el proceso, se encarga también de examinar e interrogar a los testigos y reos.

—Bueno, me parece que aquí ya hemos acabado —concluyó fray Diego—, ahora nos toca entrevistarnos con ese hombre que consideráis tan terrible. Mañana será un buen día para verlo.

A Gonzalo lo que acababa de escuchar le dejó sobrecogido. Más valía no importunar a ese hombre, ya que hacerlo sería como remover una colmena y confiar en que allí no pasara nada.

—Muchas gracias por vuestro tiempo y amabilidad, todo lo que nos habéis dicho es esclarecedor —dijo el dominico, levantándose de la silla.

—Veo que tenéis valor, así que permitidme una advertencia. Sabed que respeto mucho a la orden dominica y al Santo Oficio, pero alguno de los hombres que trabajan para esta santa institución no son muy virtuosos. Así es la vida, incluso en las causas más pías puede aparecer el mal. Miguel Corral es uno de estos hombres de pocos escrúpulos, guardaos de él. Trabaja en el edificio del Consejo de la Inquisición. Anexo a él está la residencia del inquisidor general. No entréis allí, algunos que lo hicieron no han salido nunca. Supongo que serán sólo rumores y habladurías, pero tenedlo en cuenta.

Los dos hombres se despidieron del abogado y no pudieron ver como él les observaba desde la ventana de su despacho. Debía reconocer que se había equivocado al juzgarlos, no eran un par de picaros o simuladores, tal vez sólo unos incautos que avanzaban hacia su perdición.

Calle de las Damas

Anochecer

Cenó en un bodegón cercano un pastel de carne y una frasca de vino, y no sabía cuál de los dos, tal vez la mezcla de ambos, le estaba pasando factura. Sentía como el estómago le pesaba y la cabeza se le iba al subir la escalera. La verdad es que llevaba todo el día encontrándose mal, incluso había sentido la frente más caliente de lo normal, qué otra cosa podía esperarse con aquel frío sino coger unas fiebres. Mucho más en esa época del año en que el aire puro de la sierra entraba en las calles de la villa sin que las basuras, heces y desperdicios que los vecinos tiraban a la calle pudiesen hacer el efecto beneficioso que los médicos denominaban engrosar el aire.

Al abrir la puerta se encontró que el cuarto estaba casi tan frío como la calle. Se desprendió de la capa, el sombrero y el resto de los atavíos hasta quedarse con la camisa de dormir y se fue a la cama debajo de dos mantas de gruesa lana zamorana que le habían costado buen dinero; una inversión de la que no se arrepentía.

Poco a poco fue notando como su cuerpo entraba en calor, aunque no podía conciliar el sueño. Una y otra vez se le aparecía la imagen de una galera que había visto naufragar cerca de Amalfi y cuyos restos se removían sobre las olas. De la formidable nave sólo quedaba un revoltijo de restos: velas, maderos, fardos, remos y cien cosas más que se bamboleaban en el mar. Un marino denominó pecios a aquellos restos del naufragio, una palabra que jamás había oído y que le sonó hermosa aunque designara un desastre.

Este asunto tenía ciertas similitudes. Al igual que esa escena lejana en la costa de Amalfi, todas las pesquisas parecían desenvolverse entre los restos de un desastre: Alonso, Jorge o él mismo no eran más que soldados de causas perdidas; lo mismo podía decirse de los campesinos asesinados incapaces de hacer frente a la tempestad de hambre y miseria que eran sus vidas; incluso el mismo fray Diego no era más que los restos de una Iglesia incapaz de hacer frente a la herejía protestante. Todos ellos representaban a una España hundida y de la que sólo quedaban pecios, restos de lo que antaño fue un poderoso navío.

La España que había conocido en su juventud era un barco fuerte y poderoso, hostigado por tormentas, pero firme. Necesitaba descanso y urgentes reparaciones, las mismas que Olivares y el rey Felipe trataron de realizar, y que una tempestad de guerras, rebeliones y derrotas desarbolaron. Ahora que esa nave victoriosa en otro tiempo había naufragado, llegaba aquella investigación que revolvía entre los pecios, esos restos del naufragio a la deriva sin otro destino que no fuera el de mantenerse a flote.

Alonso, Jorge, él mismo, todos ellos eran eso, restos de un naufragio, vidas a la deriva que habían sobrevivido al hundimiento de esa nave llamada España. Todos ellos formaron parte de los tercios viejos, la temible arma que asoló en su tiempo Europa y de la que sólo quedaba ya un recuerdo glorioso. Ahora en la frontera de Portugal se agrupaban nuevos tercios muy diferentes, repletos de soldados bravucones ataviados con ropajes de colores llamativos, plumas y espadas tan brillantes como poco eficaces en la tarea de recuperar Portugal para la corona.

Gonzalo se removió en la cama queriendo apartar esos pensamientos, al fin y al cabo no se podía quejar; vivía, tenía pan y honra…, muchos no podían decir lo mismo. Él no estaba entre los muertos, los lisiados ni andaba arrastrando su miseria en busca de una limosna, como tantos otros.

En cualquier caso, era un asunto muy diferente del otro que había resuelto con fray Diego hacía tan poco tiempo. En aquél frecuentaron el Alcázar Real, los palacios de la nobleza y los jardines del palacio de El Buen Retiro; se habían relacionado con el confesor real, aristócratas, banqueros, músicos de la corte… Ahora sólo recorrían posadas, bodegones, pueblos miserables y barrios de poco lustre. Eso por no hablar de los antiguos soldados que sobrevivían con cierta decencia, como Alonso, o que se hundieron en los barrancos de la miseria, como Jorge. Todo era pobre y mezquino. El reverso oscuro de una moneda brillante. Si antes había avistado un mundo esplendoroso, ahora se sumergía en ese mundo real, duro y áspero que tan conocido le era.

Se dio de nuevo la vuelta para tratar de dormir y olvidar, sin que la fortuna, una vez más, le acompañara.