PRÓLOGO

ORACIÓN DE LA NOCHE

Es la hora de acostarse. Arrodillado al pie de la cama, con la cabeza inclinada, las manos juntas, murmuro mi oración en voz baja. Tengo diez años. Después de un breve repaso a las faltas del día, elevo una petición a Dios Nuestro Creador Todopoderoso. Él sabe que nunca falto a misa, que siempre comulgo, que Lo amo por encima de todo. Le pido simplemente, Le suplico, que provoque la muerte de mi padre, si es posible en accidente de coche. Un freno que falla en una cuesta, una placa de hielo, un árbol, lo que Le parezca mejor.

«Dios mío, os dejo la elección del accidente, pero haced que mi padre se mate».

Llega mi madre para arroparme y leerme un cuento. Me mira con ternura. Yo redoblo el fervor, me pongo en plan beato. Cierro los ojos, digo para mis adentros: «Dios mío, os tengo que dejar, mamá acaba de entrar en mi habitación».

Mi madre está orgullosa de mi fe ardiente, pero le da miedo que algún día quiera hacerme cura. Le he comentado la posibilidad de entrar en el Seminario Menor, me levanto a las seis de la mañana para ayudar a misa en el externado Saint-Joseph de Lyon, el colegio de jesuitas en el que estoy estudiando. Es una misa rezada, es decir, corta, yo no estoy preparado para ayudar en las ceremonias solemnes, que requieren una liturgia compleja. Cuando me pierdo, hago la señal de la cruz para disimular. A esa hora matinal, en la iglesia hay poca gente, tan solo en los rincones alguna beata recién salida de la cama que musita sus oraciones. Soy el niño-que-le-hace-la-pelota a Dios: me embriaga el olor del incienso, tal como se embriaga el cura que llena las vinajeras y se mete un trago de vino peleón, un blanco de ínfima calidad, a las siete de la mañana. A los monaguillos nos da un ataque de risa al ver sus ojos vidriosos. Enciendo los cirios con alegría, me gusta ese momento de recogimiento antes de las clases. Comulgo, me encanta el sabor de la hostia, ese pan ázimo que se funde bajo la lengua como una oblea. Eso me llena de fuerza, balbuceo mis fórmulas en latín sin comprenderlas, cosa que las hace aún más hermosas. Ayudo a misa con furia de adulador; quiero sacar las mejores notas en el paraíso. Cuando desvío la mirada, me parece que Jesús me está guiñando el ojo a mí, afectuosamente.

Dos años más tarde, durante mi comunión solemne, me entrego a una orgía de bondad. Sonrío a todo el mundo, el Ángel del Bien en persona habita en mí. Husmeo con voluptuosidad mi nuevo misal de cantos dorados cuyas páginas parecen susurrar cuando las pasas. Voy flotando con mi túnica blanca por encima del suelo, me sumerjo en la unción. Tías y tíos me cubren de besos que yo a mi vez prodigo a mis primos, sin escatimar. Ese celo colma a mi madre de orgullo y de una secreta inquietud. Está bien creer, pero con mesura: la buena villa de Lyon, antigua capital de la seda, ahora está llena de curas miserables, vestidos con sotanas manchadas y zapatones rotos, que son las víctimas de la jerarquía, las cabezas de turco de los chavales, los proletarios de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Muchos de ellos mueren jóvenes, agotados y maltratados.

—Métete en la cama, venga, que ya es tarde.

—Sí, mamá, ahora mismo. Solo un minuto, aún no he terminado.

Repaso rápidamente mis pecados del día, añado dos o tres, tal como más adelante añadiré algunos ingresos de más en mis declaraciones de la renta por miedo a alguna omisión de mayor importancia. Le doy gracias al Señor por sus bondades.

«Dios mío, libradnos de él, os lo suplico, me portaré muy bien».

Mi madre está muy lejos de imaginarse lo que tiene tan agitado a su angelito, no ve en mí más que inocencia y dulzura. La causa de mi petición al Altísimo se remonta a unas semanas atrás.


Tengo que entregar los deberes de geometría y decido terminarlos después de cenar. Estoy en la cama, sin saber qué hacer, las matemáticas no son mi fuerte. Viene mi padre a ayudarme: ante mi obcecación en no entender nada, se pone nervioso. Cuanto más intenta explicarme el problema, menos lo entiendo. Estoy cansado. Después de los consejos vienen los gritos, los alaridos acompañados de bofetadas. Soy un imbécil, el deshonor de la familia. Él es inmenso, imponente. En pocos minutos me encuentro tirado en el suelo, me acurruco como una bola para escapar a los golpes, me meto debajo de la cama, de donde su potente mano me extrae para inculcarme los rudimentos del cálculo. Pero sobre todo, y eso yo no me lo perdono, le suplico que no me pegue:

—Perdón, papá, perdón, estudiaré mucho. Por favor, no me pegues.

Los bofetones, las patadas importan poco. Son dolores que pasan. Pero humillarse ante el verdugo, suplicarle que te salve la vida porque has leído en sus ojos un fulgor asesino, eso es algo que no tiene excusa.

Más tarde, viendo películas policiacas, siempre me parecerá lamentable esa tendencia de las víctimas a implorar clemencia a los asesinos. Eso, en vez de enternecerlos, atiza su sadismo. Si hay que morir, que sea con dignidad. Sube mi madre, nos separa, me estrecha largamente entre sus brazos mientras yo sollozo con las mejillas moradas. Después mi padre vendrá a darme un beso.

—Venga, hagamos las paces. Mañana por la mañana lo terminaremos todo.

Yo murmuro un débil: «Sí», pero el rencor ya se ha instalado en mí. Es una bolsa de pus que irriga poco a poco cada uno de mis pensamientos. Se ha declarado la guerra: habrá armisticios, a menudo felices, etapas de armonía, pero hay algo que empieza y que ya no se detendrá nunca más. Incluso cuando de noche, bajo las sábanas, juguemos al trineo en la banquisa rodeado de lobos, no me dejaré engañar. Ahora lo veo como a una fiera dispuesta a devorarme. La confianza ciega que le tenía se ha roto.


Dios no cumplirá mis deseos y al cabo de cuatro años dejaré de creer en Él. Mientras tanto, cada tarde o casi, oigo que se abre la reja del portal y los faros del coche iluminan la avenida. Subo a encerrarme en mi habitación, decepcionado y nervioso. Mi madre se arregla el pelo y va a recibir a su hombre en la escalinata, preparada para enfrentarse a la tempestad. Por la noche, sueño que mi cuerpo abandona la cama y vuela por el espacio. Me quedo pegado al techo como si estuviera dotado de un paracaídas ascensional. Quiero permanecer suspendido en la estratosfera, ver el mundo desde arriba, sin participar en sus problemas.

Los padres violentos tienen una ventaja: no te atontan con su dulzura y sus arrumacos, no juegan a ser hermanos mayores o amigos tuyos. Te despiertan como si fueran una descarga eléctrica, te convierten en un eterno luchador o un eterno oprimido. El mío me comunicó su rabia: le estoy muy agradecido. El odio que me inculcó también me salvó. Lo volví contra él como un bumerán.