CAPÍTULO 6
UNA HERENCIA IMPREVISTA
Hay un poema terrible del inglés Philip Larkin (1922-1985), misántropo y misógino famoso en su país:
Tu mami y tu papi, bien que te jodieron,
a lo mejor no querían, pero lo hicieron.
Lo peor que tenían, es su legado,
y algún defectillo más, te han regalado.
Pero también a ellos les dieron por culo
unos cretinos de bombín y traje ridículo,
que cuando no le daban a la botella
estaban siempre a la greña.
El hombre lega al hombre la miseria.
Se agranda como una plataforma costera.
Lárgate lo antes que puedas,
y de hijos, ni los huelas.[2]
La insurrección no cuesta mucho. El gran arte consiste en no reproducir los defectos de aquellos a los que rechazamos. Cualquier rebelión es también retransmisión involuntaria. Lo que es cierto para la vida familiar lo es igualmente para la vida política: cada revolución destituye a un dictador para instaurar a otro, la víctima de ayer, apenas instalada en el poder, se apresura a su vez a perseguir. No pasamos de la servidumbre a la libertad, nos conformamos con cambiar de cadenas. Este fue el torniquete infernal del siglo XX, la tragedia del comunismo y sus avatares. Frente al padre, un hijo solo tiene tres opciones: la sumisión, la huida o la desobediencia. Las tres pueden mezclarse. La rebelión no suele ser más que una emulación en modo acelerado: después de tirar del carro, el hijo alcanza el sillón paterno. Cree salirse por la tangente, pero está perpetuando la neurosis sin darse cuenta, o paga por los demás: se transforma en víctima expiatoria. Durante años, me he sorprendido a mí mismo agarrando unos enfados estrictamente calcados de los de mi padre, unos ataques de histeria en los que me pongo a gritar, me sumerjo en un torbellino de ira. Es una especie de trance: en mi voz oigo la suya que grita conmigo. Él vocifera en mi garganta, toma posesión de mis cuerdas vocales. Como él, me encaramo hasta la cumbre, me convierto en un energúmeno pataleante. Sin querer, he repetido a las distintas mujeres con las que he vivido exactamente las mismas frases que mi padre decía a mi madre. Cuando me dejo llevar así, corro ante un espejo y creo ver, detrás de mis facciones convulsas, su rostro en sobreimpresión, dictándome órdenes. En los momentos de desánimo, me digo que mi existencia no habrá sido más que una larga escena doméstica con distintas personas. Solo torturamos bien a las personas que nos aman. Un día, con lucidez, mi padre me espetó:
—Ya puedes odiarme, no me importa, mi venganza es que te pareces a mí.
Todos los padres llevan a sus hijos sobre los hombros cuando estos son pequeños. Una vez crecidos, los hijos cargan a su vez a sus padres, como Eneas llevando a Anquises sobre su espalda para sacarlo de las ruinas de Troya; sienten sobre sus hombros, en la nuca, el peso de una criatura invasiva que se ha amalgamado con ellos y los está devorando a la manera de un íncubo o un dibbuk de la tradición cabalística. Incluso los progenitores más inconsistentes llegan a imponer sus prejuicios, sus manías. Terrible desengaño: creerse libre y descubrirse condicionado. Nuestros actos están escritos por adelantado, toda espontaneidad es la mentira de un orden familiar que se va escribiendo a través de nosotros. Cada uno de nosotros se debate en su genealogía, como una mosca en una telaraña, tratando de salir a flote, de hacer pie una vez más.
No hay nada más difícil que ser padre: si es héroe, te aplasta con su gloria, si es malvado, con su infamia; si es vulgar, con su mediocridad. También puede ser un héroe mediocre, o un malvado conmovedor. Haga lo que haga, se equivoca: o es demasiado o demasiado poco. Antaño asfixiaba a su prole, actualmente peca por su ausencia, todos los hombres de mi generación han sido padres intermitentes. Y cuando el padre muestra cariño, la gente ironiza sobre su feminización, su ablandamiento. Yo siempre me he emocionado al ver a papás jóvenes y menos jóvenes jugando con sus niños en los parques, cambiándoles los pañales, contándoles cuentos, cubriéndolos de besos. La familia contemporánea es como el sindicato del cariño: todo se negocia, desde el biberón hasta el dinero de la semana, todo se acaba solucionando en la efusión sentimental. Criamos a nuestros hijos para que algún día se vayan, y se van cuando nosotros tenemos más necesidad de ellos que ellos de nosotros. La separación resultará todavía más lacerante. Un mundo sin padres no parece muy deseable, las familias monoparentales lo demuestran, y no hay madres buenas desde el momento en que solo hay madres. Lo que sustituye al padre es la sociedad de los hermanos, con su cabecilla, la dictadura de las pandillas dotadas de una estructura disciplinaria sin falla. Entonces, el único rito de paso es el motín, el enfrentamiento con la policía o con otras pandillas. Nuestros gendarmes y policías se extrañarían si les explicáramos que, con sus cascos, sus botas y sus porras, están ayudando a crecer a los jóvenes que los insultan. Las manifestaciones, las novatadas o el arresto constituyen en la actualidad el bachillerato psicológico de nuestros adolescentes. Es un ritual costoso y a veces sangriento, pero indispensable.
Así, mi padre me habrá comunicado su agresividad, una virtud odiosa en lo cotidiano, pero esencial en el oficio de intelectual, que es también el arte de encender la polémica. Mi madre, por su parte, se jactaba de haberme contagiado su mal dormir. Cuando me despertaba cansado, me daba unos golpecitos en la cabeza, cariñosamente: «¡Mira, en eso has salido a mí!».
Con la edad, el insomnio se convierte en un modo de vida. Es una experiencia total, la imposibilidad de tomarse un descanso, y superpone dos estados: el pánico y la resurrección. En las primeras horas posteriores a la medianoche, la noche se alza como un veredicto sin apelación. La mínima preocupación adquiere proporciones desmesuradas, uno se siente impotente, aplastado por la oscura masa de las contrariedades. La pesadilla solo cesa cuando la luz empieza a filtrarse por los postigos, cuando suena el carrillón de un edificio público y todo el inmueble se pone en movimiento como un animal entumecido. La luz es una aliada. Es el momento eufórico de quien ha estado bordeando los abismos y los ha sorteado. Levantarse es una serenidad que conquistamos sobre el terror. Basta con ponerse de pie para enfrentarse nuevamente al mundo. Yo era un ser yacente, ahora vuelvo a ser un ser vivo.
Para ocupar esas horas infecundas, las aderezo: pulo frases en mi cabeza, me preparo para leer grandes novelas (no hay mamotreto que se resista a las largas noches en vela), veo películas de terror, mi género favorito desde la adolescencia. Este tipo de cine tiene la virtud de tranquilizarme: me encantan los zombis famélicos, los psicópatas asesinos me calman, el impacto del pico para hielo sobre el cráneo de la víctima me parece tan delicado como el tintineo de una cuchara al cascar un huevo pasado por agua. Tiemblo para verme liberado de la angustia, con la certeza de que al término de esa travesía finalmente podré cerrar los ojos. ¡Todo antes que el infierno de la clarividencia vana, la efervescencia estéril! O bien me pongo dibujos animados, esperando que esa dulce regresión me haga al fin dormir como un bebé.
A veces ocurre el milagro: en la calma nocturna surge una idea, una intriga germina gracias a las turbulencias cerebrales. Pero esa gracia es infrecuente, el polvo y las cenizas cocinados por una razón en trance de sofoco y las chispas creadoras del insomne están tan vacíos como la seudogenialidad que se atribuye a las drogas. Pero yo nunca me rendiré: sé como los antiguos que el sueño no es un arte menor, sino el testimonio de una existencia de calidad. Lo más insólito que puede ocurrirme es darme cuenta al despertarme de que al fin y al cabo he dormido bien y no tengo necesidad de más. Es una cosa que me emociona tanto que me impide pegar ojo durante varias noches.
Cuando era adolescente, solía tener un sueño extraño: huía de mi casa en pantalón corto, me metía corriendo en el ascensor, pero invariablemente una bruja con uñas ganchudas me atrapaba por los tirantes y me hacía subir de nuevo, como un yoyó. A medida que me izaba, yo me iba haciendo más pequeño y volvía a casa casi convertido en un bebé. Yo soy ese niño sujetado por los tirantes cada vez que quiere largarse y liberarse de su herencia. El dedo de la bruja son los vínculos de sangre, las leyes de la herencia, el peso de la memoria, de la genética, no importa la explicación que se le dé: ese dedo me retiene y hace de mí, quiera o no quiera yo, un hijo y un hijo de. Emanciparse es arrancarse de los orígenes, pero asumiéndolos.
—No olvides nunca que eres judío —decía a Alain Finkielkraut su madre.
—No olvides nunca de dónde vienes —me repetían como en un eco mis padres.
Eso significaba: sé modesto y, sobre todo, no reniegues de nosotros. Yo replicaba:
—Uno pertenece al mundo que se ha creado, no al mundo del que procede.
—¡No te pases de listo!
Por una dialéctica inesperada, resultará que mi padre me ha judaizado sin saberlo, añadiendo a su propio hijo a la lista de sus enemigos hereditarios. Si tuviera que trazar la genealogía de este malentendido, vería sus inicios en nuestro apellido, a la vez judío y protestante. Mi padre pretendía que los Bruckner judíos se escriben con una diéresis y nosotros sin diéresis: dos puntitos separaban, pues, a los elegidos de los condenados. Una línea bastante delgada, como puede verse. Más tarde supe que en agosto de 1944, en el aeropuerto de Bron, los alemanes fusilaron, al creer que era judío, a un René Bruckner que vivía en Lyon y había nacido en 1921, como mi padre. Una homonimia turbadora. Por un reflejo instintivo, me identifiqué enseguida con aquellos a los que él odiaba. Un psicoanalista diría que quise expiar. No me cabe la menor duda: no es de ningún modo casual que lleve treinta años trabajando sobre la culpabilidad occidental y los meandros del arrepentimiento. Mis primeras intervenciones me situaron inmediatamente en el bando de los nuevos filósofos, con Bernard-Henri Lévy y André Glucksmann, y me colocaron en la lista de los intelectuales judíos. Así es como se me describe actualmente en Google y como me consideran la extrema derecha y los islamistas fanáticos. Cuando trato de desmentir mi pertenencia a ese grupo, la gente menea la cabeza con escepticismo:
—No pasa nada, nosotros respetamos su opción.
—Tú deberías salir del armario como goy —me dijo un amigo riendo.
A ojos de muchos me he convertido en un marrano al revés, un renegado odiado como sionista, un apoyo incondicional de Israel y los Estados Unidos, obligado a dar continuamente explicaciones sobre mis orígenes. Este estado de cosas es consecuencia tanto de una casualidad como de una opción inconsciente: convertirme finalmente en el objeto del odio de mi padre, encarnar en mi cuerpo lo que él más execraba. He tenido que desatar uno a uno los hilos de esta intoxicación ideológica. La cosa empezó con Vladimir Jankélévitch, profesor mío en la Sorbona, de origen ruso. Mi padre, hablando de él, lanzó una observación totalmente previsible:
—¡Qué lástima que todos esos hombres tan brillantes sean judíos!
En 1971 leí una tesina en la Facultad de Filosofía titulada «El mito de la degeneración en el nacionalsocialismo», decidido ya a purgarme de años y años de propaganda familiar, recurriendo directamente a los textos. Citando por casualidad a Daniel Guérin, militante homosexual y anarquista, supe por mi madre, ofendida, que él había denunciado a mi abuela materna durante la Liberación, en septiembre de 1944, ante el comité del distrito V de París. Aquella mujer razada, provista de una gran fuerza moral, había osado abandonar a su marido en los años treinta y educar ella sola a sus nueve hijos —cuando se largó de casa, sufrió, por suerte, un aborto del décimo—. Pertenecía al círculo de la princesa Marthe Bibesco, escritora de origen rumano, y dirigía una librería, así como una pensión familiar en la rue de L’Estrapade, donde había alojado a varios suboficiales de la Wehrmacht. La salvó el testimonio de un periodista polaco, al que ocultó igualmente durante la Ocupación. Un hermoso ejemplo de equilibrio. Después de la lectura de la tesina y de las observaciones de detalle que planteé, me parece estar viendo a Jankélévitch comentándome, con su voz joven y entrecortada, parecida a la de Jean-Pierre Léaud en las películas de Truffaut, el carácter abstracto de mi estudio.
—Está muy bien, Bruckner, pero se diría que está usted hablando de la Disputa de los Universales. Hay poca pasión en su trabajo. Tiene que implicarse, muchacho, lo que usted estudia es una historia candente.
Tenía un porte magnífico, aquel condottiere del espíritu, con su cabellera blanca magníficamente desordenada, su larga mecha gris que seguía el contorno del rostro y lo convertía en un héroe romántico perdido en nuestra época. Él no había sucumbido a la moda del desaliño proletario que era el uniforme de aquellos años, sobre todo en la Universidad de Vincennes: la melena despeinada, el jersey con agujeros, la camisa por encima del pantalón, la barriga prominente, el eterno vaquero caído, los zapatones sucios. La generación de los zarrapastrosos. De él emanaba un magnetismo que me subyugaba y, cuando tocaba el piano para nosotros en su piso del Quai aux Fleurs, una pieza de Liszt o de Ravel, yo tenía la sensación de verme transportado a una novela de Turguénev o de Chéjov. La elegancia: la máxima intensidad con los mínimos efectos. Jankélévitch me escrutaba con perspicacia, intentando horadar mi caparazón. Yo me estremecía: lo admiraba muchísimo. ¡Si se enterara de la verdad sobre mi familia, quedaría deshonrado, perdería su estima para siempre! Entonces, como muchas veces después, oculté mi incomodidad mostrando una gran desenvoltura.
Leer en nuestros días, por ejemplo, en una página web islamo-fascista, que yo soy «un judío astuto, vendido a sus dueños yanquis, un lacayo de la autoridad sionista» me procura una especie de alegría morbosa. Es un homenaje en forma de escupitajo. Esta identidad por partida doble me sitúa en una posición coja. Conozco a algunos gentiles que celebran el Yom Kipur, la Janucá, la Pesaj, por necesidad de afiliarse a una minoría. Yo, que soy demasiado cashrut para unos y no lo suficiente para los otros, me siento permanentemente en la cuerda floja. Oscilo entre un sentimiento de impostura y las delicias de la ambigüedad. Me alegro de haber corrompido nuestro apellido desde el interior, haberlo agregado sin querer a la familia mosaica. Soy un usurpador feliz. Siempre he soñado con el destino de míster Klein, ese personaje de una película de Losey protagonizada por Alain Delon que se deja detener en una redada durante la guerra, cuando en realidad no es judío. O bien abrigo una fantasía pueril de héroe salvador: paso por delante de una sinagoga e impido un atentado, protejo a los niños de un asesino loco que los quiere liquidar. ¿Cuántas veces no habré dicho a mi padre, para hacerlo enfadar?:
—¿Sabes que todo el mundo cree que soy judío?
Él refunfuñaba:
—Es una mentira horrible.
—Pues hay Bruckner sin diéresis en el muro de los deportados del memorial de la Shoah, en el distrito IV de París.
—Pura homonimia.
—¿Ya sabes que tu nieta Anna también es judía?
Su rostro se hundía. Estaba acosado. En 1983 o 1984 mandó una carta a Le Crapouillot, que me había colocado por error en la categoría de los escritores judíos franceses. Durante años, inundó las redacciones con cartas exigiendo una rectificación cada vez que mi nombre era citado en la lista equivocada.
Y cuando le presenté a mi última compañera, Rihanna, mestiza belga-ruandesa, de madre tutsi y padre judío húngaro, sobrina-nieta del último rey de Ruanda, Kigeli V, exiliado en Washington, emitió un silbido de voz:
—Si eso te parece divertido, es tu problema.
Su propia sangre lo traicionaba. Había soñado con una teutona, le caía encima una mulata. Para tranquilizarse, exploraba con ella en los meandros de la genealogía: le explicaba que ella no era africana, sino nilótica (de la región del Nilo, como los egipcios), y su tez, relativamente clara según las horas (pálida por la mañana, oscura por la noche), lo dejaba más tranquilo. Ella lo escuchaba, irónica y cortés, le recordaba que su madre, originaria de Kivu, al este del Congo, era una africana corpulenta que apenas hablaba francés. A mi nuera, la compañera de mi hijo, italo-eslovena, le explicaba que tenía que olvidarse de su «patois» y hablar solo el italiano o el alemán, las únicas lenguas dignas de Europa Oriental. Por lo demás, consideraba que Eslovenia, provincia meridional de Austria, debería quedar reintegrada bajo el manto de Alemania o de Rusia. Por suerte, en él, el corazón era más fuerte que los prejuicios, y fue un abuelo tierno y generoso. En cuanto entrábamos en el campo de las relaciones personales, él disociaba el dominio de lo afectivo de sus propias opiniones, y sabía mostrar una auténtica disposición.
¿Soy yo mejor que mis padres? He evitado sus errores y he cometido otros. He empleado tantos esfuerzos en no repetir sus defectos que no he visto los que me amenazaban a mí. He dedicado mi vida a los libros, tal vez en detrimento de las personas. Como muchos de mi generación, he sido más bien un padre volátil a los veinte años con mi hijo, para transformarme más tarde, a los cuarenta y siete, en un papá-gallina clueca con mi hija. Servidor de un culto en vías de extinción, el del libro, en una época en que la ignorancia se ha vuelto militante, a veces me veo como el personaje de Les Bidochon, esa historieta de Binet: en una familia hortera de clase media francesa, un perro sabio, Kador, vulgar y sin raza, lee a escondidas a los filósofos, con cierta predilección por La crítica de la razón pura de Kant, mientras come su pienso. Cuando su dueño lo sorprende leyendo esas «cochinadas», le propina un tortazo y lo obliga a ver la tele con Mamá Raimunda. El perro suspira ante la vulgaridad de sus dueños y sueña con recuperar las bellezas de la más alta especulación. En el tren, el avión, el autobús, cuando todo el mundo teclea en su tableta o su smartphone, yo me siento como ese chucho apaleado, con mis libros y mis cuadernos, terriblemente anticuado.
Lo que hace a un artista es la resistencia, la voluntad de perseverar pese a las dudas, las malas críticas. Yo ejerzo una profesión cercana a la reclusión voluntaria. Escribir es encerrarse. El despacho es una prisión que nos abre las puertas de la libertad. De niño, adoraba los retiros en monasterios, con sus largas horas de meditación y plegaria, que tenían como función intensificar el silencio. Ahora llevo la Trapa en mí, tengo la celda en mi casa, me enclaustro durante todo el día y solo salgo por la noche para encontrarme con mis contemporáneos. Si he resuelto una dificultad o he terminado una página, me considero el más afortunado de los hombres. Me levanto por la mañana escuchando alguna cantata de Bach, la única prueba convincente de la existencia de Dios, como bien dijo alguien. Agazapado en mi tebaida, trabajando con música, en la cálida proximidad de los miles de volúmenes que me rodean, me siento increíblemente privilegiado. Tal como un autor se enclaustra para escribir, del mismo modo sueña con ver sus libros dispersos por las estanterías, sobre la arena de una playa o en el asiento de un tren. No hay homenaje más hermoso para él que haber servido de pretexto para que dos amantes se reconcilien y se consuman de deseo. Una obra existe para ser leída, olvidada y transmitida según las leyes del azar. Creamos encarcelados, tan solo existimos en la dispersión.