CAPÍTULO 7
LA VIRULENCIA DEL VIUDO
Tal como yo lo veía, mi vida había transcurrido de un modo más bien feliz. Durante años no había visto a mi padre, y no lo echaba de menos. Lo había relegado al rango de las antigüedades. A veces hablábamos brevemente por teléfono, mi madre trataba de acercarnos, yo no tenía nada que decirle. Mis éxitos lo incomodaban y lo alegraban: desmentían todos sus apriorismos. Recuerdo su decepción apenas disimulada cuando le comuniqué por teléfono que acababa de obtener un premio literario por mi novela Los ladrones de belleza. Me preguntó si la votación no estaba amañada; ¿era el galardón era realmente merecido? En todo caso, el libro no le interesaba. Aquel mal bicho aún sabía disparar su veneno. Cuando mi madre murió, en 1999, después de una larga agonía, me encontré sin recursos frente a aquel viejo que se había convertido en un extraño para mí. Estaba tan seguro de que desaparecería que me quedé desamparado al encontrarme en los brazos a aquel hombre, fuerte como un toro a sus ochenta años largos. Tuve la impresión de haber sido transportado al pasado, a la gleba, a la mediocridad familiar. Era como regresar a una provincia abandonada, pero que sigue siendo maléfica. Volvía a ser el hijo sometido. Después de todos aquellos padres espirituales que me habían hecho crecer, el padre carnal, empequeñecido, recuperaba sus derechos. Me aseguraba que él nunca iba a superar el fallecimiento de mi madre. Yo reaccionaba con escepticismo, tal vez equivocadamente. Subestimaba el vínculo profundo que los unía a pesar de todo. Habían estado matándose el uno al otro como dos avispas en un tarro, pero al menos se habían puesto de acuerdo en qué compartir.
Mientras tanto mi padre había conocido algunos reveses económicos: después de veinte años de ascensión social, había caído en la espiral del endeudamiento, tal como le había sucedido a su padre, un heredero de un próspero industrial, que había terminado sus días siendo un indigente en un asilo del distrito XX. Inversiones arriesgadas, compras desmesuradas, amantes más jóvenes, es decir costosas, en fin, un pequeño delirio de grandeza lo había dejado al borde de la penuria al cumplir la edad de la jubilación. Su desahogo, muy relativo, le había hecho perder el sentido de la medida. Se había alzado trabajosamente hasta la clase media-alta para despeñarse a toda velocidad hacia la pequeña burguesía. No cesaba de pensar en sus ambiciones frustradas, sus carreras imaginarias. Llevaba varios años viviendo a base de parches, préstamos a interés de usura que le facilitaban compañías sin escrúpulos. Apenas abría una cuenta, ya se informaba sobre el descubierto autorizado. Se permitía haraganear dando sablazos a primos o a benefactores episódicos y esperando que algún día lo liberaran de su deuda. Algunos tuvieron el detalle de morirse antes de la devolución. Había desplumado a todos los miembros de la familia, uno tras otro, sin dejar de insultarlos a sus espaldas. Insensiblemente, el prestamista se transformaba en sinvergüenza, ilustrando la famosa ley de la ingratitud: «No tengo enemigos, pues no he hecho ningún favor a nadie» (Jules Renard). Después de desvalijar a mis tíos y tías, se volvió hacia mí, con la excusa de mi éxito, y solicitando que, como devolución de los gastos que le había ocasionado mi educación, le pasara una renta hasta su muerte. Negociábamos mis liberalidades como dos mercaderes de alfombras, pero yo no me veía con ánimos para dejarlo tirado. De modo que a todos mis agravios se añadía este, que no era de los menores. Cada dos o tres meses me reclamaba su óbolo, y yo escupía en la bacinilla con reticencia. Vivía con la mano extendida, sin dejar de fustigar a los mendigos, alos inmigrantes y a los beneficiarios de la asistencia pública. Sin el menor pudor llegó a pedirle algo de dinero a su nieto. En mis dos familias, la paterna y la materna, reinaba una codicia totalmente balzaquiana: el odio al judío se explicaba porque proyectábamos sobre él nuestra pasión, tan francesa, por el dinero. La noche en que mi abuela materna murió, sobre su cadáver aún caliente sus dos hijas mayores se pelearon físicamente para llevarse una mesa o un mueble. Mi padre salió de madrugada con un par de sillas, arguyendo que la difunta se las había prometido. Cuanto más pequeño es el botín, más furiosos son los buitres.
En 1969, mi padre compró en el Luberon, en el municipio de Saint-Saturnin-lès-Apt, un molino en ruinas, mucho antes de que esta región se convirtiera en el lugar de veraneo de la intelligentsia parisina. Después del Sturm und Drang, la tempestad y el empuje nacionalsocialista, ahora acariciaba el sueño de un arraigo en el eterno Midi, inspirado en el Félibrige de Frédéric Mistral. Al rozar los cincuenta, se veía como un gentleman-farmer provenzal. Se las daba de autóctono, se hizo empadronar en Vaucluse. Aquel molino que iba a ser su gran obra, su consagración social, fue su sudario, y al cabo de treinta y cinco años lo revendió por un mendrugo de pan, dejando una ruina informe, infestada de ratones, al borde de una carretera comarcal. Había contratado los servicios de un jardinero alcohólico, un buen hombre al que insultaba y amenazaba físicamente. Aquel empleado era el marido de una alcahueta que regentaba una pequeña casa de citas para camioneros entre Gordes y la aldea de Les Bassacs. La matrona, que había trabajado como furcia en Marsella, tenía el pelo como un cepillo y la corpulencia de un estibador: parecía un luchador de sumo hablando con el acento de Pagnol. Autorizaba a mi padre a maltratar a su marido, e incluso a apalearlo si le apetecía. Ella misma arrimaba el hombro en el garito en caso de apreturas, y les daba el toque final a los clientes con prisas. Mi padre solía ir regularmente a comer o a cenar a la fonda, y subía con una de las dos o tres chicas que trabajaban allí, alternándolas. Cuando se enfadaba, descargaba los nervios sobre el pobre infeliz, que lloraba de pena. Mi madre le advertía que algún día aquel hombre le iba a dar un buen golpe con la pala o el pico, como represalia. El jardinero acabó muriendo de cirrosis aguda. La casa de citas fue clausurada y la policía llegó incluso a interrogar a mi padre; como cliente asiduo, testificó a favor de la moralidad de la alcahueta, encerrada en la cárcel de Les Baumettes, en Marsella. Mi madre, que me contó todo eso muchos años más tarde, tuvo que sufrir una doble afrenta: enterarse de que su marido frecuentaba el burdel local y de que, además, era sospechoso de participar en los beneficios del comercio carnal. Escapó a la persecución policial, pero después, en un restaurante de Ginebra, dos tipos patibularios le partieron la cara: escoltaban a una de las antiguas dueñas de la mancebía provenzal, a la que había ido a saludar como si fuera una excompañera de promoción.
En aquella época dio un giro a la izquierda, se dejó crecer la melena, votaba a Mitterrand e incluso a los comunistas. Después de todo, el resto de la familia eran obreros y tenían carné del Partido o del sindicato CGT. Siempre agradeció al presidente socialista que cada año fuera a depositar flores sobre la tumba del mariscal Pétain en la isla de Yeu. Mi madre, por su parte, lloró cuando cayó el Muro, con el pretexto de que ahora el capitalismo ya no encontraría obstáculos en su expansión. Esta volatilidad ideológica, ese movimiento de balancín de un extremo a otro, es propia de nuestros tiempos de confusión. A veces el antisemitismo regresaba a bocanadas, como un ataque de hipo. Decías: «Vaya, ya está otra vez», y después se le pasaba. Cultivaba su tendencia neorural, se inventaba unos orígenes occitanos, en busca de una nueva identidad, colaboraba con los grupos de defensa de la naturaleza. Le gustaban los Amigos de la Tierra, porque la Tierra «no miente», y la Confederación Campesina por su lucha contra la industria agroalimentaria y la fast-food americana. Vagabundeaba por las religiones alternativas que le proponía la época: el liberalismo, la ecología, el regionalismo, la revolución sexual. Henry Miller hizo una entrada triunfal en casa, al lado de Teilhard de Chardin y su punto Omega. La revista Planète de Louis Pauwels sustituyó a Rivarol, Gurdjieff, el teósofo sectario y sulfuroso, relevó a Brasillach. Mi padre llegó incluso a visitar a Lanza del Vasto, militante pacifista no-violento, discípulo de Gandhi, que había fundado la comunidad del Arca cerca de Lodève, en el Languedoc. Quedó impresionado, y no cesaba de entonar elogios a la belleza interior y el magnetismo de aquel amigo de Romain Rolland. También aprovechó para comprarse las obras de Luc Dietrich y René Daumal. Parecía haberse completado la metamorfosis que lo había llevado desde el dictador abusón hasta el poeta místico. No cabe imaginar mayor distancia. Muchas veces iba al Magreb para trabajar como ingeniero, y se extasiaba ante los éxitos argelinos y los errores de la Francia colonial, criticaba a De Gaulle por no haberles concedido la independencia en 1958. ¡Le habían dado la vuelta como a un calcetín! Se convirtió en defensor de la reconciliación franco-alemana, apoyaba a Joseph Rovan y a Alfred Grosser. Llegó incluso a reprochar a los angloamericanos no haber bombardeado Auschwitz, acusaba a los marines de haber cometido numerosas violaciones en Normandía, condenaba la guerra del Vietnam, en resumen, abrazaba el antiamericanismo de izquierda después de haberse alineado con el de la extrema derecha. Así abarcaba todo el arco político, y podía continuar con sus antiguas acrimonias mientras se jactaba de haberse renovado.
Con la edad, desarrolló una diabetes y me atribuyó a mí su aparición, cuando la realidad es que bebía y comía en exceso. La jubilación fue para él una tragedia: se sintió marginado, y cada día redactaba decenas de cartas, con su letra diminuta, para que volvieran a contratarlo, arguyendo sus habilidades y su conocimiento del alemán. Sus belicosos asaltos caían en saco roto; ya no tenía a nadie a quien martirizar, mi madre no era más que un despojo que él había machacado. La penuria material conoce dos estados: el de la juventud está lleno de esperanzas. Te obliga a trabajar duro, a limitar los caprichos, a rivalizar en inteligencia e imaginación. La última miseria, la que llega a los sesenta, cuando viene después de cierto bienestar, una vez el disfrute del dinero se ha convertido en costumbre, es más cruel. Es la caída lenta, después de las grandes esperanzas, la experiencia del desclasamiento. Mi padre gastaba para olvidar que era pobre. En aquella época, mis padres tenían que mudarse cada cinco años: cada casa era la mitad de la anterior. Después de haber empezado en el distrito XVI, en la Puerta de Auteuil, acabaron en un estudio de treinta metros cuadrados en la rue Cabanis, frente al hospital Sainte-Anne, donde mi madre, decía amablemente mi padre, podría ir a curarse su dañado cerebro con solo cambiar de acera. Tuvo una última pasión: se enamoró de una joven del municipio de Eygalières, en Les Bouches-du-Rhône. Le dio muy fuerte, estaba dispuesto a abandonarlo todo por ella. Mi madre, oliéndose el peligro, llamó a la dama en cuestión y, sin dejar de amenazarla, le reveló que su anciano amante no tenía un céntimo y no podría asegurarle ningún futuro. Mi padre lloró durante meses, en el lecho conyugal, por el abandono de la amada, que ni siquiera era guapa, según decía —le gustaban las mujeres feas por sus encantos ocultos—. Pensar en aquel hombre maduro llorando en brazos de su legítima esposa la traición de su amante es algo que siempre me ha emocionado.
También está lo de los víveres. Durante la guerra pasó hambre. Su diario de batalla del periodo 1941-1944 está lleno de menús de restaurantes copiados, relatos de búsquedas de mantequilla, azúcar, queso. Una cena de caracoles regados con un poully-fumé en los Talleres de la Juventud en 1941 da pie a una página entera de anotaciones líricas. Encontrar algo que llevarse a la boca era su principal preocupación. La Segunda Guerra Mundial, en la conversación de mis padres, se reducía a la obsesión por el abastecimiento. No había carne, solo despojos, magros caldos de nabo, tupinambo, sopas de castaña, achicoria, sucedáneo de café. No había lugar para el sufrimiento ajeno, habían tenido su propia ración de penas. En nuestra casa, la despensa estaba llena de conservas, arroz y pasta. A cada crisis internacional, la de la Bahía de Cochinos, la de Suez, el putsch de Argel, mi padre volvía a casa con el portaequipajes atestado de alimentos no perecederos. Cada dos o tres años se preparaba para resistir a un asedio. Empleaba las largas tardes de invierno en confeccionar conserva de melocotón, de pera, o botes de confitura, tareas que se le daban muy bien. Las conservas se pudrían en las estanterías, se solidificaban formando cristales de azúcar. Todavía guardo un bote de mermelada de grosella, un bloque de antracita irrompible, que contemplo como el vestigio de una civilización desaparecida. Cuando murió, los empleados de la mudanza encontraron en el sótano más de trescientos tarros de cristal. Así pues, había que alimentarse, no saltarse ninguna, sopa, verdura, y sobre todo carne, era un imperativo categórico que la buena carne muy poco hecha fortificaba los huesos. A las cuatro me daban una rebanada de pan cubierta por una gruesa capa de mantequilla salpicada con cacao en polvo. Sin contar el vaso de leche cotidiano, la llamada leche Mendès France, a la que habían puesto el nombre del presidente del consejo que en 1954 organizó el reparto de este brebaje en las escuelas e institutos, con gran enfado de los fabricantes de aguardiente y de Pierre Poujade, que acusaban a Mendès de «no tener ni una gota de sangre gala en sus venas». Poujade, sin saberlo, parodiaba la reflexión de Maurras que sostenía que un judío, al no estar arraigado en la tierra de Francia, jamás podría comprender los versos de Racine. Cuando vivíamos en Lyon, mi padre hacía incursiones a Suiza, el país de Jauja, y regresaba cargado de gruyer, Appenzell y chocolates, después de haber devorado alguna fondue por el camino. ¿Que se iba a El Aaiún, en el Sáhara occidental, para trabajar para la Real Compañía de Fosfatos? Se traía cinco kilos de judías verdes. ¿A Alemania? Salchichas y chucrut, vinos del Rin, Schwarzbrot, Pumpernickel (pan negro, pan de centeno). Teníamos las despensas del sótano repletas. Periódicamente, había que tirar los excedentes podridos por el calor o comidos por las cucarachas. En su juventud, mi padre se levantaba por la noche para prepararse tortillas y patatas fritas. Verlo comer me cortaba el apetito: engullía con los labios brillantes, se empachaba, se ponía colorado. Cuando mi madre y yo se lo hacíamos notar, él replicaba:
—Dejadme en paz, coño, me muero de hambre.
Estaba gordo, hinchado como un odre. En mi familia, la mayoría de los comensales terminaba las comidas con las mejillas moradas, la tez violácea, encendidos a base de bebida y comida. A mí me daba vergüenza aquella coloración que en mi cabeza remitía a nuestros orígenes campesinos, y en cuanto sentía que mi rostro se calentaba y se ponía colorado, me levantaba de la mesa, iba a refrescarme, o al tocador de mi madre a ponerme polvos para tener la piel más blanca. Quería estar siempre pálido, lívido.
Hasta su último año de vida, mi padre cruzaba todo París para llegar a mi casa con una cesta de comida llena de botellas de aceite de oliva, fruta, quesos curados, trozos de pan. Yo me mostraba emocionado y esperaba a que se fuera para tirar a la basura tres cuartas partes de la cesta. Obsesionado por la penuria, recogía por todas partes los sobrecitos de azúcar que habían quedado sobre las mesas y que acababan infestados de hormigas y pulgas en sus bolsillos. Había elevado la cultura del residuo al rango de las bellas artes. Cuando estaba en el hospital, tenía que llevarle fruta, mermeladas, incluso botellas de vino, que ocultaba detrás de la mesilla de noche, ante las cuales las auxiliares hacían la vista gorda. Un poco más y habría pedido que le colocaran víveres en el ataúd, no fuera caso que, en el más allá, Jesús y san Pedro se hallaran en situación de escasez.
Crecer es inventar la propia vida: envejecer es reducirla a algunos elementos anteriores. Si las decisiones han sido erróneas, la vejez será la imagen de esos errores. Mi padre sobrevivió trece años a mi madre, llegó a los noventa y dos, deteriorándose lentamente, sin perder jamás la cabeza, caminando bien, gozando de buena vista, agresivo e insultante. Cada vez se parecía más a Jean-Marie Le Pen, como si su apariencia le viniera dictada por sus opiniones. Chocheaba, removía disputas familiares que databan de cuarenta años atrás. Siempre había un tío indigno, una cuñada miserable, unos sobrinos fracasados. Todo quedaba consignado en una especie de caja de reproches de la que sacaba cada día nuevos agravios. Por antigua costumbre laboral, se despertaba a las seis de la mañana y se quedaba en la cama hasta las ocho, esperando el desayuno, hundido ante la tele a todo volumen. La tisana ocular lo tenía ocupado hasta la tarde. Yo le sugería que emprendiera un trabajo voluntario, que fuera útil a la sociedad. Él se encogía de hombros y farfullaba:
—¿Reunirme con otros viejos achacosos para ayudar a los parásitos? No, gracias.
Ya lo he contado: en el hospital donde agonizaba mi madre se encontró con una antigua amante que iba, por su parte, a visitar a su marido moribundo. Unieron sus viudedades y permanecieron juntos doce años. Era una antigua abogada que «compartía sus ideas». Yo me alegraba de aquella camaradería que iluminó sus últimos días; él le escribía casi cada día, a la antigua, largas cartas en francés o en alemán que a veces yo mismo echaba al correo. La amó sinceramente. Ella lo acogía durante la mitad de la semana en su amplio piso del distrito XVI, donde él tenía su propia habitación. Fueron juntos a Australia, que les encantó: a la vuelta me dijo: «Por fin un país donde no hay “ni negros ni moros”, solo chinos diligentes». En cuanto a los judíos, «se quedan escondidos y calladitos».
Yo temía sobre todo tener que hacerme cargo de él, llevarlo a mi casa: en menos de veinticuatro horas nos habríamos matado. Lo invitaba a comer a casa. Aquellas visitas me angustiaban: no se iba nunca, se quedaba sin decir nada en su rincón de los desastres, con rostro desdichado y un pliegue de amargura, como si nuestra vitalidad insultara su pena. Como muchos ancianos, era presa de unos ataques de masticación automática que a mí me horrorizaban; le pedía que se controlara, y me daban ganas de pegarle la mandíbula con cemento para que se estuviera quieto. Él detestaba mi dúplex porque no tenía ascensor ni una habitación para él solo. Todo le parecía mal: los cuadros de las paredes, que habría querido destrozar, los muebles, la escalera demasiado empinada o un reloj de péndulo holandés desmontado que tenía ganas de triturar entre sus manos. Pero se quedaba; yo no tenía fuerzas para echarlo a la calle, sobre todo si se había mostrado elocuente, erudito, asombrándonos con sus conocimientos sobre los viñedos y la gastronomía.
Hacia el año 2007 se produjo un malentendido tecnológico que habría podido tener graves consecuencias. Yo había ido a dar una gira de conferencias por la India, un país sobre el que mi padre, que no había estado jamás en él, tenía una opinión tajante:
—Nunca saldrán adelante, con sus vacas sagradas y sus castas.
Le mandé un SMS a su teléfono fijo para tranquilizarlo. Él no sabía leer los mensajes en el portátil. Se supone que el texto se lo tenía que leer una voz artificial. Yo había escrito: «Voyage parfait. Tout va bien. Je t’embrasse» («Viaje perfecto. Todo va bien. Un beso.»). Pero la voz cortó la última sílaba de la última palabra y leyó: «Je t’aime» («Te quiero»). Parece ser que se quedó muy afectado, según me dijo su compañera. Yo me sentía incómodo, pero no podía echarme atrás. La palabra fatal, excesivamente solemne, había sido pronunciada. Tuvo la decencia de olvidar aquella falsa declaración. El día en que cumplió ochenta y ocho años, celebramos su aniversario en la Closerie des Lilas, con mi hija. Él se presentó vestido con elegancia; fue un momento agradable. Llegó con antelación, comió y bebió con buen apetito: primer plato, segundo plato, postre, chupito, y volvió a su casa en autobús. Me sorprendí a mí mismo pensando con un punto de admiración: «Ese hombre es indestructible».
Procuraba llamarle todos los días para interesarme por él. Se mostraba preocupado por mi inestabilidad sentimental; yo le explicaba que, como tantos otros, me muevo entre la necesidad de seguridad y la necesidad de libertad: cuando estoy solo sueño con la convivencia conyugal, cuando estoy en pareja siento cierta sensación de asfixia, me doy cabezazos contra los barrotes de mi celda. He acabado acostumbrándome a esta oscilación, renuncio a liberarme de ella, y encuentro en esta no-resolución el encanto de una posible solución. Seguiré hasta el final buscando un estado ideal, a medio camino entre el celibato y la vida compartida. Mis argumentos no lo dejaban nada convencido. Farfullaba: «Cuando seas viejo estarás solo». A veces se producía un milagro: comulgábamos alrededor de algunos autores fetiche: Maupassant, Zola, Daphne du Maurier. Hablaba de ellos con inteligencia. También adoraba a Irène Némirovsky, por razones menos claras, porque según su interpretación, la escritora «sentía vergüenza por ser judía y no manifestaba ningún odio hacia los franceses». Me había hecho descubrir sobre todo ese extraordinario relato de Villiers de L’Isle-Adam, «La tortura por la esperanza»: la historia de un inquisidor de Toledo que finge liberar a un rabino, deja que se vaya al campo, para luego volver a detenerlo in extremis y mandarlo a la hoguera prometiéndole que aquella misma noche estará en el paraíso. Todavía hoy no comprendo qué es lo que lo fascinaba en aquella historia: el sadismo untuoso del dominico, o bien el desvarío del rabino, engañado para ser castigado con mayor crueldad.
La mayor parte del tiempo, solo conocía un modo de expresión: la indignación. La suciedad de París, las cacas de los perros en las aceras, los mendigos, los gitanos, los jóvenes o los automovilistas lo sublevaban más que las matanzas de Oriente Medio o que un cataclismo en África. A un viejo cualquier cosa lo hiere; se siente de más, dependiente de todo el mundo, espía en la mirada de los demás la impaciencia por verlo desaparecer. La más mínima innovación técnica, los tics de lenguaje; todo lo remite a los siglos pasados. No perdona a la humanidad entera que vaya a sobrevivirle, la sociedad lo va empujando hacia la salida. Un simple tramo de escaleras en el metro representa para él toda una expedición, un esfuerzo desmesurado. La nueva longevidad que promete la medicina es también una maldición. Envejecemos al mismo tiempo que nuestros progenitores, a veces incluso más deprisa que ellos. Los padres siguen ahí, malhumorados y canosos, cuando nosotros ya somos abuelos. La modernidad crea unas dinastías de decrépitos en estados más o menos avanzados de senilidad, familias de yacentes asistidos por otros viejos que son sus hijos, todos igualmente arrugados, encorvados, Matusalenes en todos los estadios. Nuestros padres, nuestros abuelos son los emisarios de una humanidad en las más altas esferas de la edad. Nos están diciendo una cosa muy sencilla: que la vida es aún posible. Que sea deseable, eso ya es otro cantar.
La maldad conserva, no cabe la menor duda. En las afueras de Lyon, en Charbonnières, teníamos dos vecinas, madre e hija. La primera, enferma de un cáncer de evolución lenta que no acababa de llevársela, perseguía a la segunda con una ferocidad sin límites. Oíamos sus gritos hasta altas horas de la noche, y sobre todo bastonazos y latigazos. La pobre hija, sin esperanzas ya de encontrar a un hombre que la sacara de aquel infierno, cayó enferma. La vieja la despertaba en plena noche, la obligaba a fregar el parqué, a planchar la ropa. Nosotros la oíamos desgañitarse al otro lado de la pared.
—Tendría que haber abortado, ahogarte como se hace con los gatos al nacer, especie de inútil, pedazo de imbécil.
Mi madre cerraba la ventana con un estremecimiento. La hija, demacrada, flaca, no podía hablar con nosotros sin autorización expresa de su madre, y acabó dejándose morir de pena. Aquella mala madre la estuvo riñendo hasta el lecho de muerte. Le sobrevivió varios años y, por la noche, la oíamos gritar en la casa vacía, abominando de su hija, huérfana de aquella muchacha que había traído al mundo solo para matarla mejor.
Durante toda mi infancia, al oír los gritos de aquella bruja, tuve una obsesión: morir joven. Mi madre me lo había profetizado. A cada fiebre, infección, yo pensaba: «De esta no paso». A los veintidós años, cuando estaba hospitalizado por una hemorragia interna, consecuencia de una perforación gástrica, mi padre entró en mi habitación y me espetó:
—Estás pagando tu vida disoluta. Sigue así y no cumplirás los treinta.
Lo mandé a paseo, pero la observación había tocado una fibra sensible. Mi vida merecía toda clase de calificativos, pero por desgracia no el de disoluta. Durante los diez años siguientes, me levanté por la mañana temiendo no llegar a la noche. Actualmente, la muerte no me interesa: es inevitable y desagradable. Solo cuenta la muerte de los seres queridos, que siempre se van demasiado pronto. Pequeña súplica a la Providencia: hazme desaparecer antes que aquellos a los que amo, no me hagas sufrir la culpabilidad del superviviente.
Hasta el final, mi padre estuvo fingiendo preocuparse por mí. Yo no podía con aquella solicitud: era una manera insidiosa de desearme mal fingiendo que se alarmaba por ello. Era como esos hipócritas que rondan la desgracia ajena para poder paladearla como golosos. Le habría gustado que yo cayera enfermo para sentirse menos solo. En cuanto llegaba a su habitación, me examinaba con amargura:
—¡Qué mala cara tienes!
—Pues estoy la mar de bien.
—Perdona, pero tienes una pinta horrible.
—¿Tú te has mirado al espejo?
No le gustaban mis libros; los encontraba demasiado largos, demasiado obsesivos, demasiado complicados, demasiado orientados. Cada vez que me comprometía con una causa o partía hacia algún punto lejano, en África, Asia o América Latina, empezaba a desanimarme:
—¡Anda, ve a perder el tiempo con esa gentuza! ¿Quién te manda ir a esos países de piojosos?
Yo no tenía un empleo fijo. A cada cambio de gobierno, me preguntaba:
—¿No te han ofrecido un puesto?
—Sí, presidente de la República, pero no he aceptado.
Él insistía:
—Sé amable con Fulano, algún día podrías necesitarlo.
Para hacerlo enfadar, lo llamaba después de una excursión por la montaña o una sesión de jogging: estaba jadeante, respiraba bien fuerte para que percibiera la energía que había en mí y su inmovilidad.
—¡Ah, papá, me siento en plena forma!
—Ya, ya, pero ten mucho cuidado con los infartos.
Su muerte cercana me provocaba unas ganas furiosas de vivir.
«Quédate con tu mierda de felicidad», me dijo mi madre una vez que me encontró de un humor demasiado alegre para su gusto. Cuando yo le decía: «Todo va bien», ella interpretaba: «No te necesito».
Una tarde, mi padre y yo nos citamos en Denfert-Rochereau, tenía que entregarle unos papeles. Nos sentamos en un café. La conversación pronto se agotó, como de costumbre, teníamos pocas cosas que decirnos, mientras que mi madre y yo podíamos charlar interminablemente con fluidez sobre cualquier tema. Llega un momento en que entre dos personas ya está todo dicho: una especie de hielo paraliza el manantial viviente del lenguaje. Era un día de octubre, todavía hermoso y suave. Yo miraba caminar a las mujeres, tan coquetas, tan diversas, y sus andares me proporcionaban un poco de consuelo. No quiero ofender a los cascarrabias, pero la verdad es que el mestizaje en nuestras ciudades ha enriquecido considerablemente la paleta visual. Mirar a aquellas mujeres tan elegantes procedentes de todas partes era un contrapunto a aquel viejo verde. Su rostro estaba solidificado en una expresión de rencor. Una joven negra de formas redondeadas pasó rozando nuestra mesa, y mi padre soltó:
—Qué fea es la gente. Mira ese culo enorme. ¿Cómo se atreven a pasearse así?
Yo me incliné hacia él, irritado por aquella observación que apuntaba directamente contra mí.
—¿Sabes, papá? Hay hombres a los que les gustan muchísimo los culos grandes. Es una cuestión de gustos.
—Muy bien, pues todos para ti.
—La gente es hermosa, papá. Son las miradas las que son feas.
Dirigí al cielo una plegaria silenciosa: haced que nunca llegue a ser como él. Que mis hijos me rematen si tengo que acabar así. Lo peor de la vejez no es la decadencia física, es el asco hacia la humanidad. ¿Cuántos subversivos han terminado siendo unos gruñones? Rebeldes a los veinte años, mamarrachos quejicas a los sesenta. Mi padre me educó en el odio hacia los demás, yo elegí consagrarme a su celebración. La belleza del mundo y de los seres no cesará jamás de dejarme sin aliento.