INTRODUCCIÓN
Una «quest» terrible
por Juan Manuel Bonet
Aficionado a las «quests» en torno a todo tipo de personajes, he leído unas cuantas referidas a padres cuyos hijos, víctimas del «siglo de siglas», querían indagar en el pasado, más o menos turbio según los casos, en que se habían visto envueltos debido a sus progenitores. Todavía no he leído el libro de Niklas Frank, el hijo del verdugo de Polonia durante la Segunda Guerra Mundial, Hans Frank, que sale en Kaputt, de Curzio Malaparte, sobre fondo del Wawel cracoviense, donde estaba su siniestra corte. Me imagino que esa búsqueda de Der Vater debe de ser un libro terrible. En el mismo contexto nazi, ciertas familias se dividen: la siniestra Gudrun Burwitz, una de las dos hijas de Himmler, está entregada al culto a su según ella encantador padre, culto contra el cual está movilizada en cambio Katrin Himmler, sobrina nieta del artífice de la Solución Final. Pero, aunque verán que a la postre no vamos a salir del mundo germánico, en el caso de Francia tengo ya una pequeña biblioteca de «quests» filiales de collabos más o menos ilustres y más o menos encombrants (incómodos, que ocupan demasiado sitio) según los casos. En ella figuran La Guerre à neuf ans (1971) y Le Nain jaune (1978), de Pascal Jardin, agridulces retratos de su padre, Jean Jardin, la eminencia gris de Pierre Laval, a los cuales en fecha mucho más reciente se ha venido a añadir la evocación bastante más al vitriolo, Des Gens très bien (2011), firmada por el nieto, Alexandre Jardin; Les Lauriers du lac de Constance (1974) y otros dos títulos de inspiración similar de una Marie Chaix obsesionada por su padre, Albert Beugras, una de las figuras más duras del siniestrísimo PPF; L’ombre d’un père (1978), el libro sobre Jean-Pierre Maxence de su hijo Jean-Luc; volviendo al PPF, el de Dominique Fernandez sobre un Ramón Fernández, al cual convierte sencillamente en Ramon (2008), sin acento, pese a la ascendencia mexicana del pater familias; y, naturalmente, Un pedigree (2005) y otros títulos del gran Patrick Modiano, que también en esto ha sido precursor, aunque solo sea a partir del título que acabo de citar que hemos sabido a ciencia cierta quién era Albert Modiano. No he leído en cambio los dos libros de Dominique Jamet sobre su padre, el periodista Claude Jamet. Tampoco las memorias del dibujante de cómics Philippe Druillet, en las cuales revela la historia del suyo, Victor Druillet, dirigente de la Milice, cuyo destino, tras pasar por Sigmaringen, sería, como el de tantos otros, español.
Pascal Bruckner (París, 1948), conocido sobre todo como uno de los más brillantes ensayistas de su generación, solo o con su «hermano de tinta» Alain Finkielkraut (Le Nouveau Désordre amoureux, 1977, traducido a nuestro idioma dos años después), también es autor de una obra narrativa importante y ya relativamente extensa, en la cual cabe destacar títulos como Lunes de fiel (1981), que inspiró la película de Roman Polanski Bitter Moon (1992), o L’amour du prochain (2005), con páginas dignas de Georges Bataille, y parecida mezcla de autobiografía y ficción. Su último libro por el momento, Un bon fils (2014), que ahora se traduce al castellano, presenta la particularidad notable de consistir en la descarnada «quest» de un padre del cual hasta ahora nadie había oído hablar, ingeniero de minas, antisemita y filonazi. Fallecido dos años antes, este padre sin notoriedad alguna era el secreto mejor guardado por el escritor. Entre 1942 y 1945, René Bruckner trabajó en Alemania y Austria para una empresa importante dentro del complejo militar nazi: la Siemens. No fue un trabajador del STO (Servicio de Trabajo Obligatorio) como lo fueron Georges Brassens o su tocayo Georges Marchais, sino una pieza bastante más relevante de un engranaje en el cual creía, compartiendo el sueño de una Europa alemana, y dejando incluso —es el hijo quien lo señala— alguna constancia de ello en la prensa de la época. Tras la contienda, haciéndose pasar precisamente por una víctima del STO, logró escabullirse, y no ser inquietado jamás. De aquellos años conservaría una gran nostalgia —fue el tiempo, llegará a decir, más feliz de su vida—, y un amor enfermizo por lo germánico —su familia tenía raíces al otro lado del Rin— que intentará transmitir, sin éxito, a su hijo. La rememoración por parte de este, en el fundamental capítulo «Lo detestable y lo maravilloso», de varias estancias en la Austria de la posguerra, es una mezcla de encantamiento —la primera montaña de este futuro frecuentador de un sanatorio suizo, y gran enamorado siempre de los picos y de los pinos—, y de descubrimiento del horror —y de la voluntad de revancha— que latía bajo la aparente normalidad de una tierra de cánticos y de velas en la noche de los cementerios, que era precisamente aquella —lo aprenderá el narrador años después— donde, en el momento de la derrota de su ídolo, se refugió el ingeniero de Siemens.
No quiero destripar el libro, pero el tono del mismo ya lo da la primera página, en la cual Pascal Bruckner, niño, le solicita a Dios, en sus oraciones, la muerte de su padre, al que más adelante calificará de Atila doméstico. El clima del domicilio de los Bruckner es asfixiante, imprecación antitodo y especialmente antisemita, violencia doméstica contra la esposa, maltrato físico y moral del hijo único. El recuento de los agravios por parte de este último es exhaustivo. Aunque recuerde también algunas «playas de armonía», el ejercicio es terrible y agotador —para el lector, pero, todavía más, para el narrador—, especialmente en todo lo que se refiere a la relación del personaje central del libro con su mujer, que encima comparte lo principal de las ideas de su verdugo.
Maurice Bardèche, Robert Brasillach, Alexis Carrel, Louis Ferdinand Céline, el pionero Édouard Drumont, Jacques Isorni, Henri Massis, Charles Maurras, Thierry Maulnier, Roger Peyrefitte, Lucien Rebatet o Jean-Louis Tixier-Vignancour son algunos de los ídolos de papá Bruckner, lector jubiloso, en la posguerra, de un semanario de nostálgicos de Vichy y de la colaboración como Rivarol, un semanario abyecto, cuya presencia en los kioscos franceses, a estas alturas del siglo XXI, constituye un hecho absolutamente inquietante. Lógicamente, Bruckner padre, además de admirador de Pétain y de Hitler, y de antisemita, es furibundamente anti-De Gaulle, partidario de Poujade, anti-Mendès France, anti-Chaplin, anti-hermanos Marx, partidario de la OAS… Más tarde, como al personaje de Lunes de fiel inspirado en él, le encanta comprobar que existe un rebrotar antisemita de la mano de los árabes. Y le indigna que a su hijo, por asociación con Finkielkraut y otros de sus amigos «nouveaux philosophes», lo tomen a menudo por judío.
Están luego las sucesivas metamorfosis o derivas ideológicas del salaud —es Bruckner hijo el que emplea el término, mientras uno de los reseñistas del volumen, Éric Aeschimann, de Le Nouvel Observateur, preferirá calificar al pater familias de ordure, término todavía más fuerte—. Efectivamente, pasa por un período relativamente largo, y que su hijo califica de liberal, en el cual, olvidándose un tiempo de sus «nostalgias infames», vota a la izquierda, se siente fascinado por el mundo austrohúngaro —incluidos algunos de sus narradores judíos—, y atraviesa incluso una fase místico-ecologista, de adicción a Planète, a Teilhard de Chardin, y a escritores como Lanza del Vasto —al cual llegaría a visitar en su «Communauté de l’Arche»—, Luc Dietrich o René Daumal. Pero, a la postre, iba a poder más el veneno absorbido en su juventud.
Tras encontrar antídotos contra su historia familiar, como la literatura anglosajona, el jazz o la California de la contracultura, vivida en directo, Pascal Bruckner nos conduce luego, en otro gran capítulo, hacia sus «padres de sustitución», mascarones de proa determinantes para su generación —al paso, hay un retrato tierno de su entonces inseparable Finkielkraut—, que es la de Mayo del 68, y la del descubrimiento del Tercer Mundo y de la multiculturalidad. Los retratos de Sartre —al cual acaba prefiriendo a Camus o a Raymond Aron— o de Foucault son esperables; el de Barthes ya tiene más interés; por mi parte, me gusta sobre todo el de Vladimir Jankélévitch, en cuyo apartamento de la isla de Saint-Louis el autor lo escucha al mismo piano que el pintor Xavier Valls alcanzaba a escuchar él también, en las noches claras, desde su ventana del otro lado del Sena. Se entiende que Pascal Bruckner no tenga ganas de que la verdad sobre su progenitor sea conocida por el filósofo que, tras la experiencia de la Segunda Guerra Mundial, era bien sabido por todos que había renunciado radicalmente a todo lo alemán.
Libro desasosegante, por el lado de «la banalidad del mal», este del supuesto «buen hijo» que ahora practica una suerte de parricidio literario —son palabras de Jérôme Garcin también en Le Nouvel Observateur—, en las páginas finales del cual, sin embargo, reconoce que, al final, se hizo cargo de la existencia de su progenitor viudo y residente en una «caverna de detritus», a pesar de todo.
Libro desasosegante, sí, como desasosegante este tiempo francés en que uno lee a Pascal Bruckner, y en que uno se pregunta con inquietud si será verdad que una de cada tres personas que uno se cruza por la calle piensa «bleu marine»…
Libro del cual ahora es el lector el que tiene que hacer la experiencia única e intransferible de su lectura, hasta la bomba final.
Libro que contiene muchas más cosas, de entre las cuales para terminar entresacaré, en clave de lista, y un poco en desorden, algunas que me han llamado la atención, en sus márgenes, pinceladas que contribuyen a aliviar la tensión reinante en otras páginas, y contribuyen a la exactitud de estas memorias, colocándonos ante el paisaje de fondo, completamente normal, de una historia de inusitada violencia.
La felicidad de la nieve cayendo en silencio y con nobleza: frases a incluir en una posible antología general de la nieve, que abre aquello de Ramón Gaya de que la nieve es siempre medieval.
El encantamiento ante la atmósfera, ante la luz de París y concretamente de Saint-Germain-des-Prés, epicentro de una capital cosmopolita, por parte del adolescente enfermizo que hasta entonces había residido con su familia en la banlieue de Lyon, y estaba por lo tanto acostumbrado a la grisalla, a las sotanas y a las nieblas, al huerto familiar… Adolescente que se convertirá en un peatón enamorado de París, en un flâneur, en un degustador del espectáculo de las passantes.
En la calma casi campesina de la mañana en su barrio del centro de la capital, la emoción que a Pascal Bruckner, trabajando en su despacho-celda, le produce escuchar las campanas de la vecina iglesia armenia: un momento de gran poesía.
El famoso «tiburón», el Citroën ds: el automóvil emblemático de una cierta ascensión social durante «les trente glorieuses». Y, en la misma clave, en las paredes obras de Bernard Buffet o Victor Vasarely: un cierto arte moderno emblemático de unos fifties franceses que inevitablemente nos llevan hacia el cine de Jacques Tati.
Los trenes Märklin, en uno de los aludidos momentos de remanso: el elogio de lo diminuto, del «teatro de lo minúsculo», por un lado «patria de los juguetes», que me hace rememorar el gusto de Valery Larbaud y de su amigo Alfonso Reyes por los soldados de plomo, o algún feliz poema de paisaje liliputiense de nuestro Adriano del Valle.
Por último, los guiños a Séraphin Lampion (aquí, en España, Serafín Latón), a los generales Alcázar y Tapioca y a otros personajes nacidos de la imaginación de Hergé. La tintinofilia, tan importante para la educación sentimental de los niños franceses nacidos en los cuarenta, como Pascal Bruckner, o los cincuenta, como el firmante de estas líneas.
París, abril 2015