Capítulo VII


ARGHUN TILIKSKY adelantó la cabeza frente a la concurrencia. Un rayo de sol penetrando por una pequeña ventana de la kibitka, iluminó plenamente sus facciones, contra la penumbra de la habitación. Los otros hombres, que se hallaban sentados en el suelo, con las piernas cruzadas, parecían servirle simplemente de fondo, como en un decorado.

—Su hazaña ha sido cosa del diablo —declaró—. Nada puede justificar el haber pegado fuego a la estepa. Nada bueno resultará de todo esto.

Flandry le estudió profundamente. Este Noyon de los Mangu Turnan era muy joven, aun para aquellos tiempos en que los tebtengri alcanzaban una edad avanzada. Y era además, sin duda, un guerrero galante y arrojado, como cualquiera podía testimoniar, sobre todo en la noche del incendio de la llanura. Pero, en cierto aspecto, era el equivalente local de un mojigato.

—El incendio no causó ningún gran daño, ¿no es verdad? —preguntó el terrestre, con moderación, en la voz.

—Y el motivo bien justificó el acto —afirmó enérgicamente Toghrul Vavilov, GurKhan de la tribu. Se acarició la barba y cambió una inteligente mirada con Flandry—. Yo solo lamento que falláramos en rescatarles inmediatamente.

Uno de los jefes visitantes, exclamó:

—Su Noyon se aproxima a la blasfemia, Toghrul. ¡Sir Dominic es de la Tierra! Si un señor de la Madre Tierra desea provocar un incendio por una u otra razón, ¿quién puede denegárselo?

Flandry se sintió orgulloso hasta enrojecer; pero permaneció impasible y digno.

—No pudo ser de otro modo —dijo—. No tenía otro plan mejor que realizar.

—Así, el Consejo ha sido convocado —añadió Toghrul Vavilov, pomposo y redundante—. Los jefes de todas las tribus aliadas con la nuestra deben oír lo que este distinguido huésped tiene que relatarnos.

—Pero… ¡el fuego! —insistió Arghun.

Todas las miradas se dirigieron entonces hacia un anciano sentado bajo la ventana de la kibitka. El cuerpo frágil y enjuto de Juchi Ilyak, estaba forrado literalmente de gruesas pieles. El Gran Shaman, se acarició unos momentos su blanca barba y con penetrante mirada, se dirigió a la concurrencia:

—No es esta la ocasión para disputar sí los derechos de un hombre de la Santa Tierra se han excedido de la Yassa por la cual vive Altai. La cuestión es más bien esta: ¿cómo deberemos proceder para enjuiciar tales argucias legales en una próxima ocasión? ¿Qué nuevo derecho fijaremos para sobrevivir en el futuro?

Arghun sacudió su cabellera negro-rojiza.

—El padre de Oleg —dijo— y la totalidad de la dinastía de Nuru Bator, antes que él, trató de conquistar el Tebtengri. Pero todavía seguimos dominando las tierras del norte. Y no creo que esto pueda cambiar de la noche a la mañana.

—¡Oh! Pero sí puede ocurrir —repuso Flandry suavemente—. A menos que se haga algo pronto, sí que puede ocurrir.

Echó mano de uno de los cigarrillos que le quedaban y se adelantó para que la luz iluminara sus propias facciones. Sus grandes ojos grises y la larga y afilada nariz, eran algo por demás exótico en el planeta y causaban una cierta impresión.

—Déjenme resumir su situación tal y como yo la entiendo —continuó Flandry—. A lo largo de toda su historia, los altaianos han usado el poder de la química y han almacenado la energía solar. Los únicos generadores nucleares que existen han estado emplazados en Ulan Baligh. Las guerras intestinas que ha sufrido Altai han confinado también las armas de energía eléctrica y química a su mínima expresión. La economía del planeta no podrá sostener una guerra atómica aun en el caso de que los feudos y las disputas fronterizas que comenzaron tales disturbios, valieran la pena de tal destrucción. Hasta aquí, ustedes los Tebtengri, siempre han sido lo suficiente fuertes militarmente, para conservar y mantener las tierras del norte. Aunque el resto del planeta se aliara contra ustedes, no serían capaces de aportar bastante fuerza para arrojarles de esta zona de pastos subárticos ¿estoy en lo cierto?

Todos convinieron con Flandry afirmativamente, con diversos gestos. Flandry continuó:

—Pero tal situación ha sido ahora alterada. Oleg Khan está consiguiendo ayuda desde el exterior de este planeta. Yo he visto con mis propios ojos muchas de sus nuevas armas. Aparatos potentes y modernos que pueden alcanzar a ustedes aquí mismo, o que pueden subir más allá de la atmósfera para caer como un rayo en cualquier parte, carros de combate, cuya armadura no pueden perforar sus mejores explosivos químicos, proyectiles que pueden devastar un área tan vasta, que ninguna forma de dispersión podría salvar a ustedes. Por el momento, la ayuda conseguida de equipo moderno de tales características no es muy grande. Pero llegará mucho más, dentro de los próximos meses. Cuando Oleg tenga lo suficiente para aplastarles, lo hará. Y lo que es peor, desde mi punto de vista, es que tendrá aliados que no son humanos.

El consejo se estremeció impresionado. Solo Juchi, el Gran Shaman, permaneció en calma, observando a Flandry con mirada impasible. Una pipa de arcilla entre sus manos enviaba un humo acre hacia el techo.

—Nosotros también tenemos amigos que no son humanos —dijo serenamente—. ¿Quiénes son esas criaturas que Oleg ha invocado?

—Merseianos —repuso Flandry—. Son gentes de otra raza imperial, de un mundo lejano y los humanos se encuentran también en el sendero de sus ambiciones fabulosas de dominio. Desde algún tiempo a esta parte, hemos ido coexistiendo, con una paz nominal, al menos; pero actualmente están asesinando, cometiendo toda clase de brutalidades, subvirtiéndolo todo. Tratan de hallar un punto débil para su conquista. Han decidido que Altai resultaría una base extremadamente útil para sus designios. Una invasión abierta sería costosa, especialmente si la Tierra tuviese noticias de una operación tan masiva y se interfiriese probablemente. Pero hay una sutil aproximación, de la cual Altai desea a toda costa que la Tierra no tenga la menor noticia. Los merseianos abastecerán a Oleg con suficiente ayuda para que pueda conquistar la totalidad del planeta. A cambio, una vez conseguido, dejarán sus técnicos tranquilos. Los altaianos se verán obligados a servir como esclavos y a morir reventados de trabajo forzado para construir sus fortalezas militares. Todo este mundo se convertirá en una gigantesca red de instalaciones militares, y entonces, solo entonces, los merseianos vendrán, porque ya será demasiado tarde para la Tierra.

—¿Conoce el propio Oleg todos esos planes? —preguntó Toghrul con aire preocupado.

Flandry se encogió de hombros.

—No del todo bien, supongo. Oleg Yesukai confía en que va a realizar un buen negocio. Como otros tiranos marionetas, se despertará una mañana y verá que las riendas que maneja le habrán amordazado a él también. Ya he visto ocurrir eso otras veces en muchos otros sitios.

Toghrul se retorció nerviosamente los dedos.

—Le creo a usted —dijo—. Nosotros tenemos indicios, hemos oído algunos rumores, conseguido retazos de informes procedentes de viajeros y espías. Lo que usted nos dice ahora viene a añadirse y a aclarar algo este secreto rompecabezas. Pero ¿qué podemos hacer? ¿Podremos avisar a los terrestres?

—¡Sí, sí, llamar a los terrestres, avisar a la Madre de los Hombres! —gritó a coro el Consejo.

Flandry sintió cómo la pasión surgía en aquellos guerreros veteranos que tenía a su alrededor. Sabía también que los tebtengri menospreciaban la religión de Subotai el Profeta, una de las razones principales por las que las tribus del sur les eran hostiles. Este pueblo se había formado su propia religión, como una especie de panteísmo humanístico. Flandry no quiso explicarles lo que la Tierra era a tal respecto en aquella ocasión. Más valía que creyesen que todos los terrestres eran héroes o santos, con su idea retrospectiva e idealizada de la Santa Madre Tierra. Y desde luego, no se atrevió a hablarles de sus emperadores imbéciles y megalómanos, de aristócratas sin escrúpulos, de las ciudades desleales, de tanta gente servil y deshonesta y de los vicios tradicionales del Imperio. Era infinitamente mejor que aquellos bravos guerreros conservasen su santo amor por la Madre de los Hombres.

—La Tierra está de aquí mucho más lejos que Merseia —explicó Flandry—. Aun la base más cercana nuestra está más distante que la más próxima suya. No creo que haya muchos merseianos en Altai en este momento; pero seguramente Oleg dispone de un rápido navío espacial para informarles si algo va mal. Supongamos que pudiésemos informar de tales hechos a la Tierra y Oleg tiene conocimiento de ello. ¿Qué imaginan ustedes que haría? Todos lo sabemos. Oleg enviaría inmediatamente un aviso a la base más cercana de los merseianos. Yo sé que hay una gran fuerza militar estacionada allí permanentemente y dudo mucho de que los merseianos abandonen tontamente sus inversiones realizadas en Altai. Desde luego, despacharían rápidamente su flota interplanetaria hacia Altai, barrerían los territorios de los tebtengri con bombas nucleares y los exterminarían para siempre. Y cuando otra flota terrestre pudiese llegar a Altai, los merseianos se habrían hecho los amos absolutos del planeta. La más dura tarea en una guerra espacial es desalojar un frente enemigo bien atrincherado en un planeta. Bajo las presentes circunstancias logísticas, ello puede resultar imposible. Pero aunque pudiese venir rápidamente, alterando el horario de operaciones de los merseianos y los terrestres atacaran con terribles bombas nucleares, Altai se convertiría en un desierto radiactivo, como fatal consecuencia de semejante proceso.

Un silencio absoluto reinaba en el Consejo. Los componentes de la reunión se hallaban profundamente afectados y miraban hacia Flandry con el horror que él había visto ya antes y que se le comunicaba a sí mismo. Flandry continuó imperturbable.

—Así pues, el único objetivo racional, para nosotros, por el momento, es enviar un mensaje secreto. Si Oleg y los merseianos, no sospechan que la Tierra conoce sus proyectos, no se darán prisa. En lugar de Merseia, debe ser la Tierra quien llegue repentinamente, fuertemente armada, ocupe a Ulan Baligh y establezca emplazamientos subterráneos y puentes de defensa orbitales alrededor del planeta. Bajo tales condiciones. Merseia no pensará en luchar, en absoluto. Descartaría, desde luego, a Altai de sus propósitos. Yo conozco su estrategia básica, lo bastante para predecir que esto ocurrirá con absoluta certidumbre. Y como ustedes comprenderán, no volverán a encontrarse en condiciones de hacer de Altai una base ofensiva contra la Tierra, ni la Madre Tierra la usará tampoco como base de agresión contra ellos.

Arghun se levantó. Entusiasmado y radiante, gritó:

—¡Entonces la Tierra nos poseerá! ¡Volveremos de nuevo a la gran familia humana!

Mientras que los tebtengri exteriorizaban su satisfacción con tal esperanza, Flandry fumaba otro cigarrillo pensativo. «Después de todo —pensó— un estado provincial no tenía porqué alterar demasiado las vidas de los altaianos. Habría una base militar, un Gobernador imperial, una paz forzada entre las tribus y unos impuestos razonables. Y podrían vivir mejor. El tener prosélitos en otro sentido, no era de gran valor para el Imperio Terrestre».

Juchi, el Gran Shaman, habló con tono reposado y penetrante:

—Guardaremos silencio. Necesitamos sopesar qué es lo que debemos hacer.

Flandry aguardó unos momentos, hasta que después de un prolongado silencio, pudo continuar el examen de la situación.

—Esta es la gran cuestión. ¿Tienen ustedes algo más que preguntarme? —inquirió.

—¿Qué hay de los betelgeusianos? —preguntó Toghrul sordamente.

—Dudo que podamos conseguir enviar nuestro mensaje por su mediación —repuso uno de los gurkhans. Si yo fuera Oleg, el Maldito, pondría una guardia alrededor de cada individuo betelgeusiano, así como en cada navío espacial de esa gente, hasta que el artículo que sale del planeta, cada piel, cada peligro, desapareciera. Inspeccionaría cada objeto, en fin cada uno de los artículos que se exportan, antes de ser cargados.

—Yo, en su lugar, creo que avisaría en el acto a Merseia —sugirió otro de los jefes.

—No hay que temer eso —continuó Flandry—. Estoy seguro de que los merseianos no desean acometer por sí mismos tan azarosa tarea, como sería la ocupación inmediata de Altai, a menos que estén seguros de que la Tierra tiene conocimiento de sus proyectos. Tienen demasiados asuntos que resolver en otros lugares de su Imperio.

—Además —apuntó Juchi—, Oleg tiene orgullo. No cometerá la tontería de ponerse en ridículo ante sus amos, pidiendo socorro urgente, simplemente porque un fugitivo se ha extraviado en el Khrebet.

—De todos modos —intervino Toghrul— él sabe cuán imposible es para el Orluk Flandry deslizar un informe al exterior. Aquellas tribus que no pertenecen a nuestro Shamanate podrán estar disconformes con Oleg; pero nos aborrecen mucho más a nosotros, que traficamos con los Habitantes del Hielo y nos burlamos de su estúpido Profeta. No conseguiremos ayuda alguna de ningún meridional. Pero aun suponiendo que alguno consiguiera pasar nuestro mensaje en una piel, o deslizando una misiva escrita en un fardo, o microescribirlo en una gema y consiguiese burlar a los inspectores de Oleg, el cargo, con el mensaje, bien podría quedarse esperando meses enteros en un almacén cualquiera de los betelgeusianos antes de que casualmente se reparase en él.

—No disponemos de muchos meses antes de que Oleg arrase este país y lleguen los merseianos —concluyó Flandry sombríamente.

Esperó todavía un poco más observando las más diversas opiniones de los jefes del Tebtengri, planeando proyectos impracticables todos ellos. Cansado, se levantó.

—Necesito un poco de aire fresco y una oportunidad para pensar algo interesante —dijo.

Juchi movió gravemente la cabeza. Arghun se levantó también.

—Yo también me voy.

—Si es que el terrestre desea tu compañía —dijo Toghrul— puedes mostrarle nuestro ordu, ya que vino desde su lecho directamente a esta conferencia.

—Gracias —repuso Flandry con aire ausente.

Salió al exterior bajando una pequeña escalera. La kibitka en donde habían estado reunidos, era un enorme vagón rodante. El espacio estaba distribuido austeramente, como un cuartel. En el techo, como en el de los demás vehículos grandes y pequeños, tenían instalados unos colectores de energía solar, dirigidos permanentemente hacia Krasna. Con grandes acumuladores, así cargados, disponían de la reserva de fuerza eléctrica necesaria para su vida nómada. Tales hechos daban a aquel pueblo errante el aspecto de una inmensa manada de tortugas esparcidas por las colinas.

El Khrebet no tenía una gran extensión. Estaba formado por una serie de laderas pobladas de matojos espinosos gris-verdosos y de hierbas secas, que ascendían hacia el norte, donde quedaban sepultadas en alguna parte más allá de aquel horizonte, bajo la capa glacial de los hielos eternos. Un viento helado silbaba casi constantemente hacia el sur, haciendo temblar de frío a Flandry, a pesar de su pesada ropa de buenas pieles que le habían confeccionado a su medida. El cielo estaba aquel día muy pálido, casi blanco. Los anillos del planeta aparecían muy bajos y se desvanecían en el sur, por donde las colinas iban a morir en la estepa.

Hasta donde Flandry pudo alcanzar con la vista, los escuchas del Mangu Turnan montaban una guardia permanente, servicio encomendado a chicos jóvenes montados en varyaks. No había ganado mayor. Los grandes mamíferos de la Tierra no habían podido ser fácilmente llevados a otros planetas, los roedores eran más resistentes y más adaptables. Los primeros colonizadores llevaron conejos, que cruzaron y mutaron con el empleo de los usuales métodos de la genética de la época.

Aquel antepasado lejano, difícilmente lo habría reconocido en aquella enorme bestia casi del tamaño de una vaca. Parecían más bien gigantescos conejos de Indias de color castaño. Por separado, también pudo observar Flandry grandes manadas de avestruces transformadas.

Arghun señaló con un gesto de orgullo:

—He ahí la kibitka con las escuelas y la biblioteca del ordu —dijo—. Esos chiquillos sentados en el suelo, cerca de ella, están aprendiendo el alfabeto.

Aquello no sorprendió a Flandry, pues ya se imaginaba que no podrían ser iletrados todos aquellos que conducían los vehículos mecanizados, ni los pilotos que gobernaban los aparatos voladores negagrav (basados en la antigravitación) y que constantemente patrullaban sobre sus cabezas. El nomadismo era perfectamente compatible con una elevada educación. Con microimpresiones, se podían llevar miles de volúmenes a lo largo de sus viajes.

Arghun señaló hacia los grandes vagones rodantes, muchas veces organizados en trenes y que les servían de arsenales, clínicas, almacenes de maquinaria y pequeñas factorías textiles y de cerámica. Las familias pobres no tenían kibitka; pero se acogían en los yurts, tiendas de grueso fieltro en forma de cúpula montadas sobre plataformas motorizadas. Pero nadie parecía enfermo ni hambriento. No era una nación empobrecida que arrastraba sus ruinas en una caravana rodante, sino su necesaria forma de vivir adaptada al medio. Y todos los componentes de la gran tribu, hembras o varones, constituían cada uno de ellos una unidad militar, civil y económica, y para ello eran debidamente entrenados. Todo el mundo tenía que trabajar y combatir. Aunque existiese un tipo desigual de riqueza, nadie iba sin lo necesario.

—¿De dónde proceden los metales que emplean? —preguntó Flandry.

—Los terrenos de pastoreo de cada tribu incluyen también algunas minas —repuso Arghun—. En nuestro ciclo anual con los rebaños, empleamos en ellas algún tiempo, excavando y fundiendo los minerales. En muchos sitios del circuito, recolectamos grano semisalvaje sembrado el año anterior. También extraemos petróleo de pozos, que se trata y refina en plantas robots. Lo que no producimos nosotros, lo cambiamos o adquirimos de otros que lo tienen. La principal razón de que el Tebtengri haya sobrevivido tanto tiempo, a despecho de la oposición que ha sufrido, es que entre sus variadas tribus cuenta con todos los recursos naturales en sus tierras circunpolares. De hecho, en el Khrebet radica uno de los pocos yacimientos, realmente ricos, de mineral de hierro de todo Altai.

—Parece una vida virtuosa la que llevan ustedes —sugirió Flandry.

El ligero humor de su observación no escapó a Arghun que se apresuró a responderle:

—¡Oh! También tenemos nuestras diversiones, Orluk. Fiestas, deportes, partidas diversas, las artes y la Gran Feria de Kivka, donde se reúnen las tribus y… —Arghun se detuvo súbitamente.

Bourtai se aproximaba paseando. Flandry pareció sentir el aislamiento de la joven. Las mujeres, en aquella cultura, no eran muy inferiores al hombre. Bourtai podía ir donde quisiera, siendo además considerada como una heroína por haber traído hasta ellos al terrestre. Pero su clan había sido exterminado y aún no se le había asignado ningún trabajo a realizar.

Bourtai vio a los dos hombres y corrió hacia su encuentro.

—¿Qué ha sido decidido? —preguntó ansiosamente.

—Nada todavía —Flandry tomó sus manos entre las suyas. Ahora que se hallaba en calma, apreció el gran atractivo de Bourtai. Sonrió con abierta simpatía—. Desde hace muchos años he vagado por el mundo, esperando encontrar lo que tú representas para mí. Ahora que lo he hallado, mis esperanzas están bien recompensadas.

Una fuerte emoción se reflejó en las bellas facciones de Bourtai. Ella no era locuaz por naturaleza. Bajó la mirada y murmuró:

—No sé qué decir…

—No necesitas decir nada. Solo ser como eres.

—Yo no soy nadie. La hija de un hombre muerto, mi dote perdida hace tiempo y tú eres un Orluk de la Madre Tierra… ¡No está bien, no es justo!

—¿Crees que importa tu dote? —intervino Arghun. Y en su voz se delataba un violento esfuerzo.

—¿Han hablado ustedes dos? —inquirió Flandry.

—Sí. Estuvimos hablando un buen rato esta mañana —repuso Arghun con rigidez.

Arghun procuró esconder su gesto de dignidad tras una máscara impasible. Flandry le miró largamente y se encogió de hombros.

—Vamos; será mejor que volvamos al Kurultai.

Flandry no soltó a la joven, sino que puso su brazo bajo el de Bourtai. Ella anduvo silenciosamente y a través de sus atavíos Flandry comprobó que la chica temblaba ligeramente. El viento, silbante, revolvía su negra cabellera.

Cuando estuvieron cerca de la kibitka del Consejo, se abrieron sus puertas y apareció Juchi Ilyak en pie, inmóvil y majestuoso.

—Orluk —dijo a Flandry—, quizá exista una buena solución para todos nosotros. Al menos, buscaremos otro sabio consejo. ¿Se atrevería usted a venir conmigo al Pueblo Helado?