Capítulo II
DESDE LAS NIEVES polares del planeta Altai, diversos ríos de gran anchura y poca profundidad se extendían en dirección sur sobre las estepas. En el lugar donde se encuentran dos de ellos, el Zeya y el Talyma, en el lugar denominado Osero Rurik, había sido fundada la ciudad de Ulan Baligh por los primeros colonizadores. Nunca había sido realmente una gran población; entonces era la sola permanencia como asiento de los habitantes humanos en el planeta, que no alcanzarían los veinte mil residentes. Pero el número de personas en sus alrededores era mucho mayor que esta cifra. Había sido el lugar de cita de los hombres de las tribus que venían a la ciudad para comerciar, reunirse o realizar ritos religiosos en la Torre del Profeta. Habían vallado la parte sur de la ciudad, que les servía de campamento, próximo al primitivo aeropuerto espacial, encendiendo sus fogatas a lo largo de varios kilómetros, siguiendo la orilla del lago.
Cuando el navío espacial hubo tomado tierra, el capitán Flandry estuvo más interesado en algo menos pintoresco. Había sobornado a un ingeniero para permitirle disfrutar de una maravillosa vista desde la torre de control del aeropuerto. Desde allí pudo observar la línea de monorraíl que circundaba la ciudad, por la que discurrían a enormes velocidades vagones especiales que viajaban como proyectiles. Observó el movimiento de transporte de modernos ingenios militares, así como muchos tanques y otros pertrechos. Vio igualmente los acuartelamientos y pabellones de tipo militar en construcción al oeste de la ciudad, propios de un ejército en armas y un edificio cerca de la plaza del mercado central con todas las características de una gran central generadora de energía apropiada para toda la zona urbana, todo aquello era nuevo. Nada de aquello había sido construido en cualquier factoría controlada por el Imperio Terrestre.
«A pesar de todo, este material bien puede haber sido suministrado por mis pequeños camaradas verdes —murmuró para sí—. Si los merseianos consiguen una base aquí en la región neutral y nos rodean como en Cata Wrayanis… bien, ello no sería decisivo por sí mismo, aunque les permitiría extender su garra un poco más. Y si eventualmente, la mano se extiende lo suficiente, irán sin duda al principio de una gran guerra».
No era la primera vez que sufría alguna decepción amarga procedente de su propio pueblo, demasiado rico para gastar fortunas en un ataque abierto bajo la excusa —muchos de ellos aun negándola— que existiese una amenaza que pusiera en desequilibrio la gloriosa paz terrestre. «Después de todo —pensó sombríamente— era para alegrarse de estas locuras de su propio hogar, ya que la Tierra estaba en franca decadencia».
Pero en aquel momento, la Tierra se encontraba a trescientos años luz de distancia y él tenía un trabajo que realizar.
Por su mente discurrieron rápidamente los diversos hechos que la Inteligencia había captado en la región de Betelgeuse. Los comerciantes espaciales habían mencionado curiosas idas y venidas en un lugar denominado Altai. Disponían de poca información específica que suministrar, y solo les importaba de aquel lugar cuanto se relacionaba con sus negocios. La información pudo revelar finalmente, cuando los hombres de la Tierra la provocaron con oportunas copas de licor, y pasó al lugar correspondiente en los archivos secretos, dónde se hallaba el planeta, identificándolo por fin, como una vieja colonia humana, alejada de los usuales caminos del espacio, aunque no tan extraviada como para no poder ser vigilada.
Una investigación a fondo hubiese requerido varios meses y unos cuantos cientos de agentes. En aquella tremenda dispersión del espacio entre tantas estrellas, la Inteligencia decidió enviar a un solo hombre. En la Embajada Terrestre en Betelgeuse VI, Flandry recibió un grueso expediente sobre Altai, con un avance de su labor y la orden de enterarse de cuanto allí pudiera ocurrir. Después de lo cual, los componentes de la Inteligencia, sobrecargados de trabajo, le dejaron con su misión. Ya volverían a recordarle cuando volviese a informar de su misión, o al tener noticias de que hubiese muerto de alguna manera fuera de lo corriente. Pero si ninguna de aquellas cosas ocurría, Altai podría permanecer en la oscuridad por otra década.
«Lo cual sería una pérdida de tiempo demasiado larga», pensó Flandry.
Con aire despreocupado, Flandry volvió a su cabina, desde la alta torre de control. Los altaianos no sospecharían de que él hubiese visto sus nuevas instalaciones militares, o en todo caso, de sospechar algo, debían ignorar que su opinión sobre aquel equipo no era otra que la de suponer simplemente que se trataba de prevenir cualquier rebelión de tipo local. El Khan debía haber descuidado este extremo, al no esconder tal evidencia a los ojos del mundo exterior, sin duda alguna porque no esperaba ningún investigador terrestre que pudiese husmear sobre el particular. No habría procedido así, seguramente, de sospechar que tal investigador pudiese volver con tan importante informes al Imperio Terrestre.
En la cabina, Flandry se vistió con su habitual cuidado. De acuerdo con los informes que poseía, las gentes de Altai gustaban de los colores llamativos en sus ropas, de forma ostensible. Escogió una blusa resplandeciente de color verde, una especie de chaleco bordado, unos pantalones púrpura con medias botas de cuero en las que lucía una banda dorada, un cinturón rojo y una pequeña capa de igual color, tocándose con un casquete negro, que contorneaba apretadamente su cabeza, de cabellos castaños. Flandry era un tipo magnífico de hombre: alto y musculoso, denotaba una gran energía en su armónico rostro, agraciado con una nariz recta y unos grandes ojos grises y un pequeño y bien cuidado bigote.
El navío espacial tomó tierra finalmente a un extremo del aeropuerto. Frente al que acababa de rendir viaje, otro navío espacial de Betelgeuse se hallaba aparcado, confirmando lo referido por Zalat en relación con la frecuencia del comercio interestelar. No era precisamente una relación acelerada, sino continua, quizás una docena de naves estelares en un año-standard, y que constituía sin duda una razón de gran importancia económica local.
Al detenerse en el punto de desembarque, Flandry sintió el alivio de la gravedad del planeta, que era solo de tres cuartas partes de la terrestre. Se acomodó inmediatamente a aquellas nuevas condiciones. La ciudad de Ulan Baligh estaba situada a los 11 grados de latitud norte. Con una inclinación axial de rotación parecida a la de la Tierra y alumbrado por una estrella enana y pálida y sin océanos que modificaran el clima, Altai conocía unas estaciones casi iguales a las del ecuador. El hemisferio norte, acababa de pasar por el equinoccio de otoño y se hallaba en las proximidades del invierno. Una corriente constante de viento, procedente del polo y que Flandry encontraba fría, azotaba su rostro agradablemente.
Hizo su aparición pública con la dignidad que había imaginado, hallándose frente a la autoridad que le recibía.
—Saludos —dijo Flandry en el idioma altaiano que había aprendido—. Que la paz reine en vuestro espíritu. Esta persona se llama Dominic Flandry y representa al Imperio de la Tierra.
El altaiano parpadeó muy ligeramente sus ojos negros. Por lo demás su rostro permaneció impasible como una máscara. Era un tipo de nariz ganchuda y de espesa barba, su tez clara denotaba una mezcla caucasoide en su origen racial, como asimismo el lenguaje un tanto híbrido que hablaba. Era de constitución fuerte, maciza y talla más bien reducida. Vestía un gorro de piel, una chaqueta de cuero de complicada manufactura, unos pantalones de espeso fieltro y unas botas de graciosa línea. Llevaba al cinto una pistola automática de viejo estilo, a la izquierda y a la derecha un potente cuchillo.
—No habíamos tenido tal clase de visitantes… —repuso, y tras una pausa y concentrándose en sí mismo, se inclinó respetuosamente—. Sean bienvenidos todos aquellos huéspedes que vienen con honestas palabras —añadió con un acento ritual—. Esta persona se llama Pyotr Gutchluk, de la escolta del Kha Khan.
Se volvió hacia Zalat.
—Capitán, usted y su tripulación pueden proceder como de costumbre. Le veré a usted más tarde, después de las formalidades legales. En primer término, debo acompañar a un huésped tan distinguido como este al palacio del Kha Khan.
Dio una rápida palmada. Aparecieron dos sirvientes, similares en vestimenta y apariencia a él. Miraban con atención marcada al terrestre, al que no quitaban ojo de encima. A pesar del aspecto impasible de sus rostros, aquello era sensacional en sus vidas. El equipaje de Flandry fue cargado en un pequeño vehículo eléctrico de transporte de viejo diseño.
—Sin duda —dijo Pyotr Gutchluk— un gran orluk como usted, preferiría un varyak a un tulyak.
—Sin duda —repuso Flandry, comprobando que su idioma altaiano acababa de ser enriquecido con estas dos nuevas palabras.
Un varyak era localmente como una especie de motocicleta. Era un compacto vehículo de dos ruedas impulsado suavemente por un motor adecuado que disponía de un lugar atrás para los equipajes, yendo equipado en la parte delantera por una ametralladora, aunque Flandry supuso que no se trataba de un arma actual. La conducción se efectuaba por medio de una barra cruzada para ser guiada con las rodillas. Disponía de otros aparatos, entre ellos una radio emisora-receptora que se controlaba desde un panel en el parabrisas. Cuando el varyak marchaba muy despacio o se detenía, podía bajarse una pequeña rueda auxiliar en la parte izquierda, que le servía de soporte. Pyotr ofreció a Flandry un casco provisto de fuertes lentes, que tomó de una bolsa del sillín del varyak. Se puso al mando de la máquina y salió disparado a 200 kilómetros por hora.
Flandry se sentía golpeado terriblemente por el fuerte viento que al rebotar contra el parabrisas, le golpeaba el rostro y casi le hacía desmontar del vehículo. Pero era preciso conservar el prestigio del Imperio Terrestre y haciendo un tremendo esfuerzo se acomodó lo mejor que pudo a la grupa de la máquina tras Gutchluk.
Cuando irrumpieron en la ciudad, ya había adquirido la destreza suficiente, hasta permitirle volverse y mirar en todos sentidos. Una vista interesante de todo aquello se ofreció a su curiosidad.
La ciudad de Ulan Baligh se extendía a lo largo de las tierras planas de una enorme bahía sobre el lago. Más allá las aguas tenían un color intensamente azulado. Sobre su cabeza observaba un cielo azul profundo y los anillos del planeta, de color pálido durante el día, aparecían como un halo gélido entre la luz de aquel sol anaranjado. Gutchluk tomó un camino elevado, suspendido por enormes pilones en forma de dragones que sujetaban los cables entre los dientes. Parecía solo para uso oficial. Nadie transitaba por él, salvo alguna patrulla ocasional de varyaks. Por debajo, Flandry podía observar los techos curvados de los edificios de ladrillo rojo, sobresaliendo de las viejas murallas de piedra, teñidas con un matiz rojizo por el sol. Todos los edificios eran de grandes dimensiones. Los de tipo residencial debían albergar a varias familias, y los dedicados al comercio se hallaban salpicados por pequeños locales al efecto. Las calles eran amplias, limpias y bien conservadas, y aparecían llenas de un público nómada, y de viento que soplaba sin cesar. La mayor parte del tráfico se hacía a pie.
Apareció, frente a Flandry el palacio con sus altas murallas, pudiendo observar en el interior los jardines y en el centro, la residencia real. Era una versión a escala gigante de las residencias de la ciudad; pero ornamentada alegremente y con esplendor. Enormes dragones de madera formaban grandes columnas, rematadas con otros dragones de bronce en el techo. Todo quedaba, sin embargo, empequeñecido frente a la gran Torre del Profeta, que se alzaba majestuosa a cosa de un kilómetro de distancia más allá.
Por las vagas descripciones de los betelgeusianos, Flandry había deducido que la mayor parte de los altaianos profesaban una especie de religión que era como una síntesis del budismo y del islamismo, codificada hacía siglos por el profeta Subotai. La religión contaba solamente con aquel gran templo, que era suficiente para todos. Aquella altísima torre se alzaba orgullosa en el aire tenue del planeta, como si quisiera alcanzar el cielo. Construida básicamente al estilo de una pagoda, pintada de rojo, tenía una gran terraza orientada hacia el norte. Y en ella, un gran panel, en el que había cinceladas, en una especie de alfabeto sinocirílico, las palabras del profeta, consideradas sagradas para siempre. Incluso el propio Flandry, poco reverente de costumbre, no pudo por menos de sentir un ligero sentimiento de respeto y temor. Una formidable voluntad había conseguido erigir aquella colosal edificación en semejantes terrenos de la gran planicie.
El camino elevado comenzó a descender gradualmente. El varyak conducido por Gutchluk se detuvo finalmente en una puerta de acceso al palacio. Flandry, de talla más alta a la de cualquier otro tipo local, tuvo diversos inconvenientes al traspasar la entrada, estando a punto de golpearse varias veces por la estrechura del pasadizo que recorrían. En una curva final el pasaje era tan estrecho para la estatura de Flandry, que estuvieron a punto de estrellarse ambos. Finalmente soltó la tercera rueda de soporte del varyak, que acortó la velocidad hasta detenerse. Segundos antes, Flandry saltó ágilmente del sillín del varyak describiendo un arco en el aire, quedando rápidamente en pie.
—¡Por el Pueblo Helado! —exclamó Gutchluk, con la faz sudorosa—. ¡La Tierra engendra hombres temerarios a fe mía!
—Oh, no —repuso Flandry—. Una pequeña demostración; pero no temeraria. Nosotros siempre sabemos cómo actuar.
Una vez más agradeció mentalmente la educación recibida en su preparación atlética entre la que se hallaba la práctica del yudo. Una vez abiertas las puertas de palacio, Flandry flanqueó el camino altivamente, ante la asustada mirada de los soldados del Khan.
Los jardines que flanqueaban el acceso que habían seguido estaban poblados por toda clase de arbustos enanos, flores extrañas, puentes arqueados y rocas, y por todas partes líquenes de las más variadas especies. Ninguna especie vegetal que necesitara mucha agua y calor podía cultivarse en Altai. Flandry podía comprobar la tremenda sequedad de su nariz y de la garganta. El aire era demasiado seco y frío, produciéndole una constante molestia. Una vez dentro del palacio, se sintió mucho mejor al comprobar que la atmósfera se asemejaba mucho a la terrestre.
Un sujeto de barba blanca, vestido con un ropaje extravagante de pieles le hizo una profunda reverencia.
—El propio Kha Khan ofrece a usted su más cálida bienvenida, Orluk Flandry —dijo—. Le recibirá en seguida.
—Pero los obsequios que traigo para él…
—No importa eso ahora, mi señor.
El chambelán de la corte se inclinó nuevamente, se volvió y se adelantó mostrando el camino. Pasaron a través de varios altos corredores embovedados con extraños ornamentos y tapices. En el palacio reinaba un profundo silencio. Los sirvientes se deslizaban sin el menor ruido, los guardianes permanecían inmóviles en sus puestos con su uniforme rematado en cara de dragón con sus túnicas de cuero y sus armas ostensiblemente visibles, mientras que por todas partes grandes trípodes humeaban con incienso. La totalidad de aquella gran residencia palaciega parecía en estado de alerta.
«Me imagino que he venido a trastornar alguna cosa —pensó Flandry con su innata rapidez mental—. Sospecho que aquí se está tramando tranquilamente alguna conspiración y se encuentran tan alejados de la Tierra, que para nada la tienen en cuenta. Y he aquí que, repentinamente, se presente un oficial terrestre, después de quinientos años. ¿Cuál será la reacción de esta gente? Esperemos y veamos».
Oleg Yesukai, Kha Khan de todas las tribus, era de estatura mayor que la de la generalidad de los altaianos. Su cara alargada, estaba adornada con una barba puntiaguda y rojiza. Grandes anillos de oro y lujosas ropas bordadas, le daban el digno porte de su realeza, mostrando un aire altivo e impaciente, producto de una tediosa costumbre. La mano a la que Flandry, doblando una rodilla, se llevó hasta su frente, en señal de respeto, era musculosa y enérgica. La pistola que lucía el regio personaje parecía haber sido usada con frecuencia.
Aquella cámara de audiencia privada estaba adornada en rojo, con ornamentos que le parecieron algo grotescos a Flandry; pero estaba dotada de un moderno equipo magnetofónico de los betelgeusianos, y cerca, además, había una mesa en la que se amontonaban los papeles oficiales.
—Tome asiento —le indicó el Khan con un gesto.
El Khan se sentó a su vez en un sillón de patas bajas y abrió una caja de cigarros cincelada en hueso. Una dura sonrisa apareció en su rostro.
—Y ahora que nos hemos desembarazado de la presencia de mis estúpidos cortesanos, no precisaremos mucho tiempo para tratar del asunto que le trae por aquí —dijo fríamente.
Tomó un extraño cigarro rojizo de la caja.
—Le ofrecería con mucho gusto uno de estos cigarros; pero me temo que le pondrían enfermo. A lo largo de tantas generaciones alimentándonos de lo producido por el suelo de Altai, nuestro metabolismo ha debido cambiar de algún modo, sin duda alguna.
—Su Majestad es de lo más gracioso —repuso Flandry, mientras encendía uno de sus propios cigarrillos, poniéndose tan cómodo como se lo permitía el tieso respaldo del butacón que ocupaba.
Oleg Khan repuso con el mayor descaro:
—¡Gracioso! ¡Ja! Escuche esto, terrestre. A los cincuenta años de edad, mi padre se convirtió en un hombre fuera de la ley, en la tundra. (Se refería a años de duración local, un tercio mayores que los de la Tierra. Altai se hallaba a una unidad astronómica de distancia de Krasna; pero esta estrella era de menor masa que el Sol). Cuando tenía treinta años, ocupó esta ciudad de Ulan Baligh, con 50 000 guerreros y envió al viejo Tuli Khan a las nieves del Ártico. Pero a él nunca le agradó vivir en la ciudad. Sus hijos se criaron en el ordu, esto es, en los campamentos, donde siempre había vivido. Guerreamos todos contra los Tebtengri, tal y como él conocía la guerra; pero no tuvimos profesores para aprender a leer, a escribir, ni a practicar ninguna ciencia, Orluk Flandry. Nunca tuve tiempo de aprender ninguna gracia.
El visitante terrestre aguardó pasivamente. Esto pareció desconcertar a Oleg, que fumaba con furiosas chupadas. Tras algunos segundos, adelantose hacia Sir Dominic Flandry y continuó:
—Y bien, ¿por qué se digna su Gobierno tomar contacto con nosotros?
—Tengo la impresión, Majestad —repuso Flandry con tranquila voz—, que los colonos originales de Altai vinieron tan lejos del Sol para escapar a nuestra vigilancia y conocimiento.
—Cierto, es verdad. Nuestros antepasados vinieron aquí porque eran débiles, y no a causa de su fuerza. Los planetas en que los hombres pudiesen controlarlo todo absolutamente eran raros. Alejándose indefinidamente, aquí llegaron unos cuantos navíos espaciales cargados de habitantes del Asia Central, evitándose así tener que seguir luchando por el Imperio Terrestre. No pensaron desde luego en convertirse en un rebaño. Intentaron primeramente explotar la tierra. Pero aquello resultó imposible. Demasiado fría y seca, entre otros inconvenientes. No era posible intentar erigir una industria ni una sociedad productora de alimentos sintéticos, no existían metales pesados, ni carburantes fósiles, ni productos fisionables. Este es un planeta de baja densidad, como usted sabrá. Poco a poco, a lo largo de generaciones enteras, con una vaga tradición que les guiara, se vieron obligados a adoptar una vida nómada. Esto era lo más conveniente en Altai y así fueron creciendo. Por supuesto, las leyendas han alterado los hechos. La mayor parte de mi gente todavía creen en la Tierra como una especie de paraíso perdido y que nuestros antepasados eran unos fantásticos guerreros.
Los ojos turbios de Oleg miraban fijamente a Flandry. Se rascó pensativamente la barba.
—Después he leído mucho y pensado mucho también, para darme una clara idea de lo que su Imperio es realmente y de lo que puede hacer y de lo que no puede. Así pues, ¿qué objeto tiene esta visita, en este preciso momento?
—Hemos permanecido ausentes, por dos razones principales —repuso Flandry con aplomo—. En primer lugar, no estamos grandemente interesados en la conquista, por la conquista en sí misma. Y en segundo término, nuestros hombres de negocios han evitado todo este sector completamente. Como usted ve, esto queda muy lejos de las estrellas de nuestros sistemas centrales. Los betelgeusianos, estando cerca de su base de partida, pueden competir en términos desiguales. Además, el riesgo de encontrarse con una armada espacial de los merseianos, enemigos nuestros, es poco atractivo. En resumen, no ha habido ocasión ni civil ni militar para volver sobre Altai. Sin embargo, el Emperador, no quiere perder el contacto con ningún miembro de la familia humana. Como portador de su Voluntad, tengo el placer de traerle personalmente sus fraternales saludos. (Esto era subversivo, ya que la palabra a emplear hubiese sido «paternal» pero Oleg Khan no habría apreciado amablemente el ser patrocinado). Por lo demás —continuó Flandry—, si Altai desea reunirse con nosotros, para una mutua protección y la obtención de otros beneficios, hay muchas posibilidades que nosotros podemos considerar y discutir. Unirse al Imperio no implica necesariamente convertirse en una provincia del mismo. Su Majestad, si lo prefiere, podría considerarse como un residente Imperial, intercambiando ayuda y toda clase de información…
Flandry dejó escapar la proposición con todas sus consecuencias.
El rey altaiano no le repuso, ante la sorpresa de Flandry, con el tono colérico de un soberano a quien se le examina su poder real, por el contrario y ante la sorpresa del terrestre, le respondió:
—Si usted se siente preocupado por las dificultades internas del momento, deje de estarlo. El nomadismo necesariamente significa tribalismo, lo cual fácilmente conduce al régimen feudal y a la guerra. Ya le he referido que mi padre tomó el poder del clan Nuru Bator. A cambio, existen ciertos gurkhans que se rebelan contra nosotros. Cualquiera podrá confirmarle que la alianza denominada Tebtengri Shamanate, nos ha proporcionado muchos disturbios y preocupaciones. Pero eso no es nada nuevo en la historia de Altai. Yo cuento, en todo el planeta, con el apoyo más firme que haya tenido ningún otro Kha Khan, desde los tiempos del Profeta. En poco tiempo meteré en cintura a cada uno de esos rebeldes.
—¿Con la ayuda de armamento importado? —preguntó a quemarropa Flandry elevando las cejas imperceptiblemente.
La pregunta era arriesgada, pero no podía dejar de hacerla, evitando a toda costa, por supuesto, no dejar traslucir la evidencia de cuanto había observado. Ante la aparente impasibilidad del Khan, Flandry añadió:
—Al Imperio le encantaría poder enviar una misión técnica.
—No lo dudo —fue la seca respuesta de Oleg.
—¿Puedo preguntar, respetuosamente, qué planeta suministra la asistencia que Su Majestad está recibiendo ahora?
—Tal pregunta es impertinente, como usted puede comprender —repuso altivamente el Khan—. No lo tomo como ofensa; pero declino mi respuesta. Confidencialmente sí puedo decirle que los antiguos tratados mercantiles entre Altai y las gentes de Betelgeuse, garantizaban a los caras azules el disfrute del monopolio de ciertos productos nuestros de exportación. Esta otra raza, la única que nos vende armas, toma como pago los mismos artículos. No estoy violando con ello ningún compromiso, ya que no me considero ligado a los compromisos asumidos por la dinastía de Nuru Bator. Sin embargo, sería desde luego inoportuno que las gentes de Betelgeuse descubran los hechos en estas circunstancias.
El momento era de lo más propicio para la mentira. Tan bueno lo consideró Flandry que deseó que Oleg creyese que había caído en ella. Asumió una fatua sonrisa afectada para decirle al Kha Khan:
—Comprendo perfectamente, Majestad. Puede estar seguro de la discreción terrestre.
—Así lo espero —dijo Oleg humorísticamente—. Nuestro tradicional castigo para los espías implica un método que los conserva vivos varios días antes de ser ejecutados.
El golpe de Flandry estaba bien calculado; pero no había encajado del todo.
—Puedo recordar a Su Majestad, Gran Khan, con todo respeto, que en caso de que alguno de sus menos educados sujetos quisiera actuar impulsivamente, la Armada Imperial tiene órdenes de reprimir cualquier ataque sufrido por un terrestre nacional, en cualquier parte que ocurra del Universo.
—Muy cierto, amigo mío.
El tono de Oleg era tan sardónico, que bien se manifestaba a las claras que la famosa ley universal constituía para él una letra muerta, excepto como una excusa ocasional para bombardear cualquier mundo que se saliese de la raya, sin estar en condiciones de volverse contra el agresor. Entre los comerciantes, sus propios agentes, en el sistema betelgeusiano estaban vendiéndole armas, y el Kha Khan se había convertido en un tipo sin piedad, bien informado sobre la política galáctica, como cualquier aristócrata terrestre. O de Merseia.
La realidad era escalofriante. Flandry había ido forzando ciegamente la búsqueda de su propósito. Y ahora se daba cuenta, paso a paso, cuan peligrosa y tremenda era aquella evidencia.
—Una sana política —continuó Oleg—. Pero hablemos con franqueza, Orluk. Si usted sufriera, digamos, cualquier daño ocasional en mis dominios y si sus superiores interpretan mal las circunstancias, aunque creo que no lo harán, me vería forzado a solicitar la ayuda conveniente, que desde luego está dispuesta en todo momento.
«Merseia no está lejos —pensó Flandry— y la Inteligencia conoce que ahora disponen de una flota cósmica masiva en su base más próxima. Si quiero enarbolar los derechos terrestres de nuevo, deberé empezar a actuar asumiendo todos los riesgos, que nunca anteriormente he corrido, en una vida estúpidamente malgastada».
Y añadió en voz alta, con una sugerencia fanfarrona:
—Betelgeuse tiene tratados con el Imperio, Majestad. Ellos no intervendrán en una disputa puramente humana.
Y como si se hallase aterrado de su propia osadía, continuó:
—Pero no habrá, ciertamente, ninguna disputa. Ciertamente nadie las desea ni veo el motivo. Nuestra conversación ha ido tomando un giro poco agradable y ¡bah!, de lo más desafortunado. No hay porqué hablar de ofensa alguna… Yo estoy interesado en las colonias humanas alejadas del Imperio. Uno de los funcionarios de los archivos mencionó su hermoso planeta. Y mientras me dirigía hacia acá, fue sugerida la idea de que fuese portador oficial de los mejores saludos del Imperio…
Y así continuó Flandry durante un largo rato.
Oleg Yesukai sonreía burlonamente.