Capítulo I


LA VISIÓN que ofrecía el planeta Altai, visto al aproximarse en vuelo espacial, desde la oscuridad de los puntos de observación de la nave cósmica y mezclado con los enjambres de estrellas de lejanas constelaciones, resultaba, ciertamente, de una gran belleza.

Una buena parte de cada hemisferio se hallaba recubierta por los casquetes polares.

En ellos, las inmensas superficies heladas se hallaban teñidas por una suave luz rosada procedente del sol de aquel sistema planetario, en los espacios cubiertos por las nieves, mientras que los hielos eternos de los polos, irisaban con luces verdes y azuladas. El cinturón tropical de estepas, e inmensas llanuras, estaba coloreado desde el matiz bronceado hasta el oro pálido, salpicado por brillantes lagos plateados. A tres radios planetarios de distancia, brillaba, circundando el planeta, un doble anillo de polvo meteórico, reflejando sobre el ecuador su luz iridiscente. Más allá, en el espacio exterior, dos lunas giraban alrededor del planeta, como dos relucientes monedas de cobre entre las estrellas.

El capitán Sir Dominic Flandry, agente superior del Cuerpo de Inteligencia Naval del Imperio Terrestre, se aproximó al puente de mando de la nave espacial para contemplar, interesado, aquel extraordinario panorama.

—Ahora comprendo el origen del nombre de este planeta —murmuró.

En la lengua hablada por los colonizadores humanos del planeta y que él había aprendido por un procedimiento electrónico de un comerciante del sistema de Betelgeuse Altai significaba «dorado».

—Pero Krasna no es un nombre apropiado para el sol de este sistema —siguió Sir Dominic—. No es realmente rojo, para el ojo humano, en modo alguno. Ni tampoco aproximadamente como lo es Betelgeuse. Yo diría, más bien que es de color amarillo-naranja.

El rostro azul de Zalat, que pilotaba aquella nave comercial armada, se retorció en una mueca, que era el equivalente, entre los de su raza, a un encogimiento de hombros. Era un tipo moderadamente humanoide, aunque de talla inferior en la mitad a la de un hombre. Tipo vigoroso, desprovisto de cabello, estaba vestido con una túnica de redecilla metálica.

—Creo que tiene usted razón —replicó Zalat.

Hablaba el inglés con un terrible acento, quizá para remarcar su independencia como perteneciente al sistema de la estrella Betelgeuse —organización que servía de transición entre la de la Tierra y Merseia—, lo que hacía pensar que no habían hecho nada para contribuir a la corriente principal de la cultura interestelar.

Flandry hubiese querido más bien practicar su conocimiento del idioma altaiano, especialmente desde que el reducido vocabulario inglés de Zalat aparecía tan difícil, solo apto para conversaciones elementales. Pero prefirió olvidarlo. Como único pasajero de raza extraña, con especiales necesidades vitales, dependía de la buena voluntad del capitán de aquella nave. Y por otra parte, deseaba ser grato a las gentes de Betelgeuse.

Oficialmente, su misión consistía en restablecer contacto entre Altai y el resto de la raza humana. La misión no era fundamental y en consecuencia la Tierra no le había provisto de una nave especial en aquella ocasión, dejándole en libertad de realizar aquel viaje espacial a su arbitrio. Así pues, dejó hacer a Zalat.

—Después de todo —continuó el capitán—, Altai ser primero colonizada hacer más setecientos años de Tierra en pasado, cuando empezar viajes por espacio. No descubrir mucho. Krasna deber parecer sol rojo y frío, después de Sol. Ahora tener más presunción astronáutica.

Flandry dirigió una mirada al universo poblado de estrellas, las había por miríadas, más de las que pudieran contarse, más de las que pudo imaginar nadie. Una estimación de cuatro millones, incluida la vaga esfera de influencia del llamado Imperio Terrestre, no era más que una insignificante porción de un brazo espiral de aquella Galaxia común. Aún añadiendo los imperios no humanos, los sistemas soberanos como Betelgeuse y los informes de los pocos exploradores del espacio que se habían alejado al máximo desde los antiguos tiempos de la exploración cósmica, aquella parte del universo conocido por el hombre, era aterradoramente pequeña. Y por mucho que se esforzaran, siempre permanecería así.

—¿Con qué frecuencia viene usted por aquí? —preguntó Flandry alterando el denso silencio del interior de la nave.

—Una vez cada año-Tierra —repuso Zalat con su media lengua inglesa—. Pero haber otros comerciantes además de mí. Yo hacer comercio de pieles, pero Altai también producir minerales, gemas, productos orgánicos y otros que tener demanda en mi sistema. Así, haber naves de Betelgeuse frecuente camino para Ulan Baligh.

—¿Permanecerá usted mucho tiempo?

—Esperar que no. Esto ser molesto sitio para gente no humana. Haber establecida una casa para recrear nosotros, pero —y Zalat cambió de aspecto su azulada faz— haber muchas complicaciones. Última vez ya esperar un mes entero para completar cargo. Esta vez ser peor seguramente.

«Ya, ya», pensó Flandry. Y añadió en tono perceptible para Zalat: —Si los metales y maquinaria que usted trae como trueque comercial tienen el valor que usted afirma, me sorprende que los altaianos no adquieran naves espaciales para emprender tal comercio por su cuenta.

—Ellos no tener ninguna civilización comercial —repuso Zalat—. Recuerde, nosotros betelgeusianos venir aquí hacer menos de cien años. Antes Altai estar aislado. Naves espaciales primitivas que traer colonos hacer tiempo que estar muy usadas. Colonos tampoco tener interés después por otros contactos galácticos. Recordar usted que planeta ser tan pobre en metales pesados que construcción de naves nuevas sería muy costoso para ellos. Ahora puede ser que muchos jóvenes de Altai tratar de esa empresa. Pero últimamente el Kha Khan haber prohibido cualquiera de tales proyectos para salir del planeta, solo hacerlo para muy pocos de nosotros betelgeusianos que ser muy conocidos, todos de gran confianza y gente representativa del sistema de Betelgeuse. Esa prohibición es una razón para insurrecciones contra él.

—Ya comprendo —Flandry dirigió una hosca mirada a los vastos campos helados del planeta—. Cualquiera que quiera largarse de esta bola congelada y no pueda, cuenta, desde luego, con toda mis simpatías. Si este fuera mi planeta, creo que me dedicaría a buscar un enemigo que quisiera comprarlo.

«Y sin embargo allí me dirijo —reflexionó Flandry—. Cuanto más se agrieta y se desmigaja el Imperio, con más frenesí unos pocos de nosotros los espacianos buscando siempre mayor espacio vital… De no ser así la Larga Noche puede caer sobre el curso sacrosanto de nuestras propias vidas. Y con respecto a este particular —su mente continuó pensando— tengo buenas razones para creer que un enemigo está tratando de quedarse con el planeta».