—¿Sus vecinos se queman vivos entre sí? —De este modo fra Orolo inició su conversación con el artesano Flec.
Me sentí avergonzado. La vergüenza es algo que puedo sentir en la misma carne, como un puñado de barro calentado por el sol y colocado sobre mí cabeza.
—¿Sus chamanes caminan sobre zancos? —preguntó fra Orolo, leyendo de una hoja tan amarillenta que tenía al menos quinientos años. Luego alzó la vista y añadió amablemente—: Es posible que ahora los llamen párrocos o doctores.
La vergüenza empezaba a gotear. El horror se extendía por mi cuero cabelludo siguiendo una frontera en expansión.
—Cuando un niño enferma, ¿rezan? ¿Hacen sacrificios frente a un palo pintado? ¿O le echan la culpa a una vieja?
Ya me cubría cálidamente la cara, tapándome las orejas y picándome en los ojos. Apenas podía oír las preguntas de fra Orolo.
—¿Creen que en alguna forma de otra vida serán perros y gatos?
Orolo me había pedido que le hiciese de amanuense. Era una palabra impresionante, así que dije que sí.
Había oído que habían autorizado la entrada de un artesano de extramuros en la Nueva Biblioteca para reparar una viga podrida a la que no podíamos llegar con nuestras escaleras; acababan de descubrirla y no teníamos tiempo de levantar un andamio adecuado antes de Apert. Orolo tenía intención de entrevistar al artesano y quería que yo apuntase lo que sucediese en la entrevista.
Con los ojos empañados miré la hoja que tenía delante. Estaba tan vacía como mi cerebro. Estaba faltando a mis obligaciones.
Pero era más importante anotar lo que dijese el artesano. De momento, nada. Al comienzo de la entrevista, había estado pasando un objeto insuficientemente afilado sobre una piedra plana. Ahora se limitaba a mirar fijamente a Orolo.
—¿Alguien que conozca ha sido mutilado ritualmente porque se le encontrase leyendo libros?
El artesano Flec cerró la boca por primera vez en un buen rato. Comprendí que la próxima vez que la abriese tendría algo que decir. Rasgué el borde de la hoja sólo para comprobar que la pluma no se hubiera secado. Fra Orolo se había callado y miraba al artesano como si el hombre fuese una nebulosa recién descubierta que viese por el ocular de un telescopio.
El artesano Flec preguntó.
—¿Por qué no os limitáis a motuar?
—Motuar —me repitió fra Orolo varias veces mientras yo escribía.
Hablé a trompicones porque intentaba expresarme y escribir al mismo tiempo:
—Cuando vine… es decir, antes de ser recolectado… nosotros… quiero decir, los… tenían algo llamado motus… No decíamos «motuar»… decíamos «pasar por los motus» —En atención al artesano había optado por hablar en flújico, por lo que la enmarañada frase sólo sonaba la mitad de mal que si la hubiese dicho en orto—. Era una especie de…
—Imágenes en movimiento —dijo Orolo. Miró al artesano y cambió a flújico—. Hemos deducido que «motuar» significa participar en alguna praxis, lo que vosotros llamaríais tecnología, de imágenes en movimiento habitual ahí fuera.
—Imágenes en movimiento. Qué forma más curiosa de expresarlo —dijo el artesano. Miró la ventana, como si se tratase de un motus que mostrase un documental histórico. Se estremeció con una risa silenciosa.
—Es orto práxico, por lo que a tus oídos suena antiguo —admitió fra Orolo.
—¿Por qué no lo llaman por su verdadero nombre?
—¿Motuar?
—Sí.
—Porque cuando fra Erasmas, aquí presente, entró en el cenobio hace diez años, lo llamaban «pasar por los motus», y cuando yo entré, hace casi treinta años, lo llamábamos «longetrón». Los avotos que viven al otro lado de esa pared, que celebran el Apert una vez cada cien años, lo conocerán por algún otro nombre. Yo no podría hablar con ellos.
El artesano Flec no se había enterado de nada a partir de «longetrón».
—¡El longetrón es completamente diferente! —dijo—. No se puede ver contenido longetrón en un motus. Hay que convertir y reparsear el formato.
A fra Orolo esos detalles le aburrían tanto como lo de los centenarios había aburrido al artesano, por lo que la conversación cesó el tiempo suficiente para que yo pudiese anotarlo todo. Se me había pasado la vergüenza sin que me diese cuenta, como pasa con el hipo. El artesano Flec, creyendo que la conversación había terminado, se volvió para mirar el andamio que sus hombres habían levantado bajo la viga estropeada.
—Respondiendo a tu pregunta… —dijo fra Orolo.
—¿Qué pregunta?
—La que has planteado hace un minuto… Si queremos saber cómo están las cosas extramuros, ¿por qué no motuar nosotros mismos?
—Oh —dijo el artesano, un tanto confundido por la magnitud de la capacidad de atención de fra Orolo. «Sufro de desorden de exceso de atención», le gustaba decir a fra Orolo, como si tuviese gracia.
—Primero —dijo fra Orolo—, no disponemos de un dispositivo motus.
—¿Dispositivo motus?
Agitando las manos como si estuviese dispersando una nube de confusión lingüística, fra Orolo dijo:
—El artefacto que se emplea para motuar.
—Si disponen de un viejo resonador longetrón, podría traerles un convertidor inverso que está tirado por mi taller…
—Tampoco tenemos un resonador longetrón —dijo fra Orolo.
—¿Por qué no compran uno?
Orolo se quedó sin palabras. Yo notaba cómo en su mente se iban acumulando preguntas vergonzosas: «¿Crees que tenemos dinero? Que por eso nos protege el Poder Secular, ¿porque tenemos un tesoro? ¿Que nuestros milenarios saben convertir en oro los metales comunes?» Pero fra Orolo se aguantó:
—Viviendo según la Disciplina Cartasiana, nuestros únicos medios de expresión son tiza, tinta y piedra —dijo—. Pero también hay otra razón.
—¿Sí, cuál es? —quiso saber el artesano Flec, extremadamente molesto por la manía extraña de fra Orolo de anunciar lo que iba a decir en lugar de decirlo directamente.
—Es difícil de explicar, pero en mi opinión, el limitarse a apuntar un dispositivo de entrada motus, o cámara de longetrón o como lo llamen…
—Un motucaptor.
—… a algo, no capta lo que es importante para mí. Preciso de algo que lo capte con todos los sentidos, le dé vueltas mentalmente y luego lo exprese con palabras.
—Palabras —repitió el artesano, y luego miró directamente la Biblioteca—. Mañana no vendré yo, vendrá Quin —anunció, para luego añadir un tanto a la defensiva—: Yo tengo que contraamortiguar el nuevo recompensador clanex… En mi opinión, el árbol de abanico empieza a tener mal aspecto.
—No he entendido absolutamente nada —se maravilló Orolo.
—No importa. Podéis hacerle a él todas las preguntas. Posee el don del parloteo. —Y por tercera vez en otros tantos minutos, el artesano miró a la pantalla de su cismex. Habíamos insistido en que desactivase todas sus funciones de comunicación, pero seguía sirviéndole como reloj de bolsillo. No parecía haberse dado cuenta de que a plena vista, en la ventana, había un reloj enorme.
Puse el punto final a la frase y miré hacia un estante, porque temía que mi expresión fuese de diversión. Algo en su forma de decir «mañana no vendré yo, vendrá Quin» había puesto en evidencia que era una decisión tomada sobre la marcha. Probablemente fra Orolo también se habría dado cuenta. Si cometía el error de mirarle me echaría a reír, y él no.
El reloj anunció Provenir.
—Es mi hora —dije. Luego añadí para el artesano—: Mis disculpas, debo ir a dar cuerda al reloj.
—Me preguntaba… —dijo. Metió la mano en la caja de herramientas y sacó una polibolsa, sopló para quitarle el serrín, abrió el cierre (que era de un tipo que yo no había visto nunca) y sacó un tubo plateado del tamaño de un dedo. Luego miró esperanzado a fra Orolo.
—No sé qué es y no comprendo lo que quieres —dijo fra Orolo.
—¡Un motucaptor!
—Ah. Has oído hablar de Provenir y, ya que estás aquí, ¿quieres presenciarlo y crear imágenes en movimiento?
El artesano asintió.
—Es posible, siempre que aceptes colocarte donde te indiquen. ¡No lo actives! —Fra Orolo alzó las manos y se preparó para apartar la mirada—. La Guardiana Regulante se enterará… ¡y me impondrá una penitencia! Te enviaré a los Ati. Ellos te indicarán adonde ir.
Y más detalles del mismo estilo, porque la Disciplina contaba con múltiples reglas, y ya habíamos liado lo suficiente con ellas la mente del artesano Flec al permitirle entrar en el cenobio decenario.
Claustro: (1) En orto antiguo, cualquier espacio cerrado y limitado (antes de su ejecución, a Thelenes lo confinaron en uno, pero, para confusión de los filles jóvenes, no tenía las connotaciones cenobíticas de la acepción segunda y las posteriores). (2) En orto medio temprano, el cenobio en su conjunto. (3) En orto medio tardío, un jardín o patio, rodeado de edificios, considerado el corazón o centro del cenobio. (4) En nuevo orto, cualquier espacio tranquilo y contemplativo aislado de las distracciones y las interrupciones.
Diccionario, 4ª edición, 3000 a.R.
Yo había estado usando mi esfera como taburete. Con la yema de los dedos tracé en su superficie círculos en sentido antihorario y la encogí hasta poder sostenerla en la palma de la mano. El paño se me había desplazado mientras permanecía sentado. Me lo subí y arreglé los pliegues mientras corría entre mesas, sillas, globos y fras que se movían despacio. Entré en el Scriptorium pasando por un arco de piedra. Olía intensamente a tinta. Quizá fuese porque allí un fra anciano y dos asistentes copiaban libros. Pero me pregunté cuánto tiempo tardaría en dejar de oler a tinta si dejaban de usarla; allí se había gastado mucha tinta y su olor lo había impregnado todo.
En el extremo opuesto, una puertecita conducía a la Vieja Biblioteca, uno de los edificios originales que daban directamente al Claustro. Su suelo de piedra, 2.300 años más antiguo que el suelo de la Nueva Biblioteca, era tan liso bajo la planta de mis pies que apenas podía sentirlo. Podría haber encontrado el camino con los ojos cerrados, limitándome a dejar que mis plantas leyeran los recuerdos grabados en el suelo por los que habían pasado por allí antes que yo.
El Claustro era una galería cubierta que rodeaba el jardín rectangular. En el lado interno, nada lo separaba de los elementos excepto las columnas que sostenían el techo. Limitaban el otro lado muros con aberturas que daban acceso a edificios como la Vieja Biblioteca, el Refectorio y varias salas de tiza.
Cada objeto junto al que pasaba —los sujetalibros tallados, las piedras encajadas para formar el suelo, los marcos de las ventanas, las bisagras forjadas de las puertas y los clavos fabricados a mano que las unían a la madera, los capiteles de las columnas que rodeaban el Claustro, los senderos y parterres del jardín— lo había diseñado hacía mucho alguien muy listo. Algunos, como las puertas de la Vieja Biblioteca, habían consumido la vida entera de quienes los habían creado. Otros daban la impresión de haber sido ideados en una tarde, sin esfuerzo, pero con tal altavisión que habían sido celebrados durante cientos o miles de años. Algunos estaban fundamentados en la pura y simple geometría. Otros se deleitaban en las complejidades y resultaban una especie de acertijo sobre qué dictaba realmente sus formas. Otros representaban a personas reales que en uno u otro momento habían vivido y pensado cosas interesantes… o, si no, representaban arquetipos: el Deólatra, el Fisiólogo, el Burgo y el Imizar. Si alguien me lo hubiese preguntado, podría haberle explicado como una cuarta parte de ellos. Algún día podría explicarlos todos.
La luz del sol daba de lleno en el jardín del Claustro, donde el césped y los senderos de gravilla se alternaban con matas, setos y algún árbol. Me eché la mano al hombro, atrapé el extremo del paño y me lo pasé por la cabeza. Tiré de la mitad del paño que colgaba por debajo del cordón, de forma que el borde deshilachado barriese el suelo y me cubriese los pies. Metí ambas manos en los pliegues de la cintura, justo por encima del cordón, y pisé la hierba. Era de un verde pálido y picaba, porque había hecho calor. Al salir al cielo abierto, miré la esfera sur del reloj. Faltaban diez minutos.
—Fra Lio, dudo que la bayacorte se encuentre entre las Ciento Sesenta y Cuatro —dije, refiriéndome a la lista de plantas que se estaba permitido cultivar según la Segunda Nueva Revisión del Libro de la Disciplina.
Lio era más robusto que yo. De joven había sido regordete, pero ahora era simplemente sólido. Estaba agachado en una parcela de tierra a la sombra de un manzano, hipnotizado por el suelo. Se había pasado el extremo de su paño alrededor de la cintura y por entre los muslos, formando el nudo básico de modestia. El resto lo había enrollado formando un cilindro apretado que había atado a cada extremo con el cordón y que se había colgado diagonalmente a la espalda, como un petate. Él había inventado esa forma de enrollarlo. Nadie había seguido su ejemplo. Debía admitir que en un día de calor parecía cómodo, aunque estúpido. Tenía el trasero a treinta centímetros del suelo: había hecho que su esfera adoptase más o menos el tamaño de su cabeza y se mantenía en equilibrio encima.
—¡Fra Lio! —repetí. Pero Lio tenía una mente curiosa que en ocasiones no respondía a las palabras. Una caña de bayacorte me salió al paso. Encontré algunas pulgadas sin espinas, la agarré con la mano y la arranqué, luego la agité hasta que las diminutas florecillas de la punta rozaron el cráneo casi rapado de fra Lio—. ¡Gorgojo! —dije al mismo tiempo.
Lio cayó hacia atrás, como si le hubiese golpeado con un bastón. Los pies saltaron hacia arriba y volvieron a bajar para descansar en las raíces del manzano. Se puso en pie, con las rodillas dobladas, la barbilla hundida, la columna recta, con la tierra cayéndole de la espalda sudada. La esfera salió rodando y acabó encajada en un montón de hierbas arrancadas.
—¿Me has oído?
—La bayacorte no es una de las Ciento Sesenta y Cuatro, cierto. Pero tampoco es una de las Once. Así que no tengo que quemarla nada más verla y apuntarlo en la Crónica. Puedo esperar.
—¿Esperar a qué? ¿Qué haces?
Señaló al suelo.
Me agaché y miré. Muchos no se hubiesen arriesgado. Con la cabeza cubierta, fra Lio quedaba fuera de mi campo de visión. Se estimaba que era mejor mantener siempre a Lio en el rabillo del ojo, porque nunca se sabía cuándo le daría por dedicarse a la lucha libre. Yo había sufrido más golpes de cabeza, estrangulamientos, derribos y sumisiones a manos de Lio de los que me correspondían, así como grandes abrasiones por choques contra su cráneo. Pero sabía que en aquel momento no me atacaría porque yo estaba manifestando respeto por algo que él consideraba fascinante.
Lio y yo habíamos sido recolectados diez años atrás, a los ocho años, como parte de una cosecha de niños y niñas, treinta y dos en total. Durante los primeros dos años habíamos observado cómo un equipo de cuatro fras mayores daban cuerda, cada día, al reloj. Un equipo de ocho sures hacía tañer las campanas. Posteriormente, a él y a mí nos habían escogido, junto con otros dos chicos relativamente robustos, para formar el siguiente equipo de dar cuerda al reloj. Igualmente, de nuestra cosecha habían escogido a ocho chicas para aprender el arte de tocar las campanas, proceso que exigía menos fuerza pero que en varios aspectos era mucho más complejo, porque algunos de los repiques duraban horas y exigían concentración ininterrumpida. Durante más de siete años mi equipo había dado cuerda al reloj cada día, excepto cuando fra Lio se olvidaba y los otros teníamos que hacerlo solos. Dos semanas antes se había olvidado, y sur Trestanas, la Guardiana Regulante, le había impuesto una penitencia: arrancar las hierbas durante la época más calurosa del año.
Quedaban ocho minutos. Pero incordiar a Lio con el tiempo no me llevaría a ninguna parte; tenía que recorrer todo el camino del tema del que quisiese hablar y salir por el otro lado.
—Hormigas —dije. Luego, conociendo a Lio, me corregí—: ¿Vlog de hormigas?
Podía oírle sonreír.
—Dos colores de hormigas, fra Raz. Están en guerra. Lamento decir que la provoqué yo. —Tocó un montón de cañas arrancadas de bayacorte.
—¿Es una guerra o simplemente una confusión sin sentido?
—Eso precisamente intentaba dilucidar —dijo—. En la guerra hay estrategia y táctica. Como flanquear algo. ¿Las hormigas pueden flanquear?
Apenas comprendía a qué se refería: atacar por un lado. Lio extraía esas palabras de viejos libros sobre vlog —vallelogía— como si arrancase dientes de dragón de una mandíbula fósil.
—Supongo que las hormigas pueden flanquear algo —dije, aunque presentía que era una pregunta con trampa y que Lio me estaba flanqueando con palabras—. ¿Por qué no?
—¡Por accidente, por supuesto que pueden! Lo miras desde arriba y dices: «Oh, sí, eso ha parecido flanquear.» Pero si no hay un comandante que vea el campo de batalla y dirija sus movimientos, ¿pueden realmente realizar movimientos coordinados?
—Me recuerda un poco la Pregunta de Sante Taunga —dije—. «¿Un campo lo suficientemente grande de autómatas celulares puede pensar?»
—Bien, ¿puede?
—He visto a las hormigas cooperar para llevarse parte de mi almuerzo, así que sé que pueden coordinar sus acciones.
—Pero si yo soy una hormiga entre cien empujando una pasa, puedo sentir el movimiento de la pasa, ¿no es así?… Así que la pasa en sí es su forma de comunicarse. Pero si soy una hormiga solitaria en un campo de batalla…
—Gorgojo, es Provenir.
—Vale —dijo, me dio la espalda y echo a caminar. Era aficionado a dejar conversaciones a medias; tenía esa y otras extrañas costumbres, por las que se había ganado la reputación de no estar del todo cuerdo. Se había vuelto a olvidar la esfera. La recogí y se la lancé. Le rebotó en la parte posterior de la cabeza y voló directamente hacia arriba. Él alargó una mano, sin apenas mirar, y la atrapó cuando caía. Esquivé el campo de batalla porque no quería llenarme los pies de combatientes, estuvieran vivos o muertos, y fui tras él.
Lio llegó a la esquina del Claustro muy por delante de mí y de una forma bastante grosera se situó delante de una masa de sures que se movía muy despacio, pero fue también una maniobra tan burda que las sures se rieron y no le dieron mayor importancia. Luego taponaron el pasaje abovedado, atrapándome a mí detrás. Había advertido a fra Lio que no llegase tarde y sería a mí al que mirarían mal por el retraso.
Auto: (1) En proto orto y orto antiguo, un acto; una acción que alguna entidad realiza deliberadamente, habitualmente un individuo. (2) En orto medio y posterior, un rito formal, habitualmente ejecutado por un grupo de avotos, por el cual un cenobio o concento como un todo ejecuta un acto colectivo, habitualmente solemne, con cánticos, ejecución de gestos codificados u otros comportamientos rituales.
Diccionario, 4ª edición, 3000 a.R.
En cierto sentido, el reloj era toda la Seo y su sótano. Pero cuando la mayoría de la gente hablaba del «reloj», se refería a sus cuatro esferas, montadas en la parte superior de los muros del Præsidium: la torre central de la Seo. Las esferas habían sido construidas en distintas épocas, y cada una indicaba la hora de forma diferente. Pero las cuatro estaban conectadas al mismo mecanismo interno. Cada una marcaba la hora, el día de la semana, el mes, la fase lunar, el año y, para los que sabían leerlos, un buen montón de arcanos cosmográficos.
El Præsidium se alzaba sobre cuatro pilares y en casi toda su altura era de planta cuadrada. Sin embargo, no muy por encima de las esferas, las esquinas formaban un octaedro y, poco más arriba, el octaedro se convertía en un poliedro de dieciséis lados, y más arriba todavía en un cono. El techo del Præsidium era un disco o, más bien, una lente ligeramente convexa para evitar que se acumulase el agua de lluvia. Soportaba los megalitos, bóvedas, ático y torretas del astrohenge, que impulsaba, y recibía el impulso, del mismo mecanismo que movía las esferas.
Bajo cada una de las esferas había un campanario, oculto por celosías. Bajo los campanarios, la torre se afianzaba disparando hacia abajo arcos de piedra llamados arbotantes, que encontraban apoyo en el centro de los chapiteles de cuatro torres exteriores, más cortas y más achaparradas que el Præsidium, pero construidas más o menos siguiendo el mismo modelo. Las torres estaban unidas entre sí por arcos y celosías que se tragaban la mitad inferior del Præsidium y formaban la planta ancha de la Seo.
La Seo tenía techo de piedra abovedado. Sobre la bóveda se había construido un techo plano, encima del cual estaban los dominios del Guardián Fensor. El patio interior, que rodeaba el Præsidium, estaba techado, amurallado y dividido en almacenes y sedes, pero su perímetro era un pasaje abierto por el que los centinelas Fensores podían en unos pocos minutos dar una vuelta completa a la Seo, viendo el horizonte en todas direcciones (excepto allí donde se lo impedía un arbotante, pilar, chapitel o pináculo). Esa cornisa se sostenía sobre docenas de refuerzos muy cercanos que se curvaban hacia arriba y hacia fuera para formar los muros de abajo. El extremo de cada refuerzo servía como agarre para una gárgola eternamente vigilante. La mitad de ellas (las gárgolas Fensoras) miraban hacia fuera, la otra mitad (las gárgolas Regulantes) doblaban sus cuellos escamosos y dirigían sus orejas puntiagudas y ojos entrecerrados hacia el concento que se veía abajo. Encajados entre los brazos y cubiertos bajo el camino de los centinelas se encontraban los bajos arcos cenobíticos de las ventanas del Guardián Regulante. Había muy pocos lugares del concento que no se pudiesen vigilar desde al menos una de esas ventanas… y, evidentemente, los conocíamos todos de memoria.
Sante: (1) En nuevo orto, quien es venerable; aplicado a grandes pensadores, casi siempre de forma póstuma. Nota: la palabra sólo se aceptó en el Convox Orto Milenario de a.R. 3000. Antes de esa fecha se la consideraba una forma errónea de escribir Sapiente. Durante el declive de los estándares en las décadas posteriores al Tercer Saqueo, al tallar en piedra se generalizó el «problema del tallador vago», por lo que se redujo la longitud de la palabra eliminando algunas letras. Pronto, muchos empezaron a creer que el término era efectivamente SANTE. Al escribir, se puede usar «St.» como abreviatura. En algunas órdenes tradicionales todavía se usa el término «Sapiente», y evidentemente es probable que así sea también entre los milenarios.
Diccionario, 4ª edición, 3000 a. R.
La Seo surgía de un tocón aplanado de lo que en su momento había sido el final de una cordillera montañosa. El risco del cenobio milenario se alzaba al este de la misma. Los otros cenobios y complejos se extendían por debajo, al sur y al oeste. Yo vivía con los otros Dieces en uno que estaba a un cuarto de milla de distancia. Una galería techada, compuesta por siete escaleras con descansillos intercalados, conectaba nuestro cenobio con un patio de piedra que se extendía frente al portal que empleábamos para llegar a la Seo. Era la ruta que tomaban la mayoría de mis colegas Dieces.
Pero en lugar de esperar a que se disolviese el tapón de sures, retrocedí hasta la sede, que en realidad no era más que una zona amplia de la galería que rodeaba el Claustro. Disponía de una salida posterior que me llevó hasta un callejón cubierto entre salas de tiza y talleres. Sus paredes estaban llenas de nichos donde guardábamos nuestros trabajos. Los extremos y las esquinas de manuscritos a medio terminar sobresalían, amarillentos y retorcidos, estrechando el pasillo todavía más.
Corriendo hasta el final y pasando un arco estrecho y bajo, llegué a un prado que se extendía al pie de la elevación sobre la que se había construido la Seo y que servía como zona que nos separaba del cenobio de los Centenarios. Los Centenos usaban su lado para criar ganado.
Cuando fui recolectado, empleábamos nuestro lado como césped. Varios años después, a finales del verano, fra Lio y fra Jesry fueron enviados a recorrerlo con azadas en busca de plantas de las Once. Y efectivamente habían dado con una zona de lo que parecía hierba flemática. Así que la cortaron, la apilaron en el centro del prado y le prendieron fuego.
Al final de ese día, todo nuestro lado del prado se había convertido en una extensión de hierba carbonizada, y los ruidos que llegaban de lo alto de la muralla daban a entender que las chispas habían alcanzado el lado de los Centenarios. En nuestro lado, siguiendo el borde entre el prado y las marañas donde cultivábamos la mayor parte de nuestra comida, los fras y sures habían formado hileras para combatir el fuego que llegaba hasta el mismísimo río. Pasábamos cubos llenos fila arriba, lanzábamos el agua a las marañas que parecían correr más peligro de incendiarse y bajábamos cubos vacíos. Si alguna vez has visto una maraña bien atendida a finales de verano sabrás por qué; la cantidad de biomasa es tremenda y, a esas alturas del verano, está tan seca como para prender.
Durante la Inquisición, el ayudante de Guardián Regulante de servicio en ese momento había testificado que el fuego inicial había producido tanto humo que le había resultado imposible ver claramente qué habían hecho Lio y Jesry. Así que el asunto se registró en la Crónica como un accidente y los chicos escaparon sólo con una penitencia. Pero yo sé, porque Jesry me lo contó después, que cuando inicialmente el fuego de la flemática se había extendido a la hierba circundante, Lio, en lugar de apagarlo con los pies, había propuesto luchar contra el fuego con fuego y controlarlo usando vlog de fuego. Sus intentos de provocar contrafuegos no habían hecho más que empeorar las cosas. Jesry consiguió poner a salvo a Lio mientras éste intentaba montar un contra-contrafuego para contener un sistema de contrafuegos que se suponía que debía estar conteniendo el fuego original pero que se había desmadrado. Completamente ocupado con Lio, había tenido que abandonar su esfera, que aún tenía una zona rígida y no se ponía transparente del todo. En cualquier caso, el fuego nos dio una excusa para emprender por fin una tarea sobre la que hablábamos desde hacía mucho tiempo, a saber: plantar tréboles y otras flores y criar abejas. Cuando en extramuros hubiese economía, podríamos vender la miel a los burgos en el puesto del mercado, frente a la Puerta de Día, y emplear el dinero para comprar aquello que fuese difícil de fabricar dentro del concento. Cuando las condiciones exteriores fuesen posapocalípticas, podríamos comérnosla.
Mientras corría hacia la Seo, el muro de piedra quedaba a mi derecha. Las marañas —tan espléndidas y maduras como antes del incendio— estaban sobre todo detrás de mí y a mi izquierda. Delante y un poco más arriba estaban los Siete Escalones, atestados de avotos. Comparado con los otros fras, todos cubiertos con sus paños, el semidesnudo Lio, moviéndose al doble de velocidad, era como una hormiga de otro color.
El presbiterio, el corazón de la Seo, tenía planta octogonal (o como dirían los teores, poseía la simetría de grupo de las raíces octavas de la unidad). Sus ocho paredes eran apretadas celosías, algunas de piedra, otras de madera tallada. Las llamábamos pantallas, una palabra que resultaba confusa para la gente de extramuros, donde una pantalla era algo que servía para ver motus o jugar a juegos. Para nosotros, una pantalla era una pared con muchos agujeros, una barrera a través de la cual se podía ver, oír y oler.
Desde la base de la Seo surgían cuatro grandes naves, al norte, este, sur y oeste. Si alguna vez has asistido a una boda o un funeral en alguna de las arcas de los Deólatras, una nave te recordaría la zona grande donde los invitados se sientan, se ponen en pie, se arrodillan, se flagelan, ruedan por el suelo o hacen lo que sea que hagan. Por tanto, el presbiterio se correspondería con el lugar donde el sacerdote se coloca frente al altar. Visto en la distancia, son las cuatro naves las que hacen que la base de la Seo sea tan ancha.
A los invitados de extramuros, como el artesano Flec, se les permitía, cuando no eran especialmente contagiosos y si se comportaban, entrar por la Puerta de Día y mirar a los avotos desde la nave norte. Así había sido más o menos durante el último siglo y medio. Si visitabas un concento entrando por la Puerta de Día, te llevaban por un portal en la fachada norte y recorrías el pasillo central de la nave norte hasta la pantalla del fondo. No podría reprochársete que creyeses que toda la Seo estaba compuesta solamente por esa nave y el espacio octogonal del otro lado de la pantalla. Pero alguien situado en las naves este, oeste o sur cometería el mismo error. Las pantallas estaban a oscuras por el lado de la nave e iluminadas en el del presbiterio, de modo que se veía con facilidad lo que pasaba en el presbiterio pero era imposible ver más allá, y eso creaba la ilusión de que cada nave era única y controlaba todo el presbiterio.
La nave este estaba vacía y se usaba poco. Había preguntado la razón a fras y sures de mayor edad; habían agitado la mano y me habían «explicado» que se trataba de la entrada oficial de la Seo. Si ése era el caso, era tan oficial que nadie sabía qué hacer con ella. En su época allí había habido un órgano de tubo, pero había desaparecido durante el Segundo Saqueo y mejoras posteriores de la Disciplina habían prohibido cualquier otro instrumento musical. Cuando mi cosecha era más joven, Orolo nos había engañado durante varios años contándonos que se hablaba de convertirlo en santuario para fras de diez mil años si el concento de Sante Edhar se decidía alguna vez a construir tal cenobio.
«A los Milenarios se les envió la propuesta hace 689 años —decía— y se espera que respondan dentro de 311.»
La nave sur estaba reservada a los Centenarios, que podían llegar a ella cruzando su mitad del prado. Era demasiado grande para ellos. A los Dieces, que debíamos apretujarnos en un espacio mucho más pequeño, justo al lado, era un hecho que nos incordiaba desde hacía más de tres mil años.
La nave oeste tenía las mejores vidrieras y las mejores tallas en piedra porque era la que usaban los Unarios, que tenían con diferencia el mejor dotado de todos los cenobios. Pero había Unarios más que suficientes para llenarlo, así que no nos molestaba que tuviesen tanto espacio.
Quedaban las cuatro pantallas del presbiterio —noreste, sureste, suroeste y noroeste—, de la misma forma y tamaño que las situadas en los puntos cardinales pero que no estaban conectadas a ninguna nave. En las cuatro esquinas de las pantallas se encontraban las cuatro esquinas de la Seo, atestadas de construcciones poco convenientes para los humanos pero necesarias para que el conjunto se mantuviese en pie. Nuestra esquina, en el suroeste, era con diferencia la más atestada, ya que había unos trescientos Dieces. Por tanto, nuestro espacio lo habían ampliado con un par de torres laterales que sobresalían de los muros de la Seo y que explicaban la evidente asimetría de esa esquina.
La esquina noroeste conectaba con el complejo del Primado, y la usaban sólo él, sus invitados, los guardianes y otros jerarcas, por lo que allí no tenían problemas de espacio. La esquina sureste era de los Milésimos; daba directamente a su espléndida escalera de piedra tallada a mano, que viraba y subía sinuosa por la cara de su risco.
La esquina noreste, situada justo enfrente de la nuestra, estaba reservada para los Ati. Su portal comunicaba directamente con el pasadizo que recorría la zona entre el lateral de la Seo y el acantilado natural de piedra que, en ese punto, constituía el muro exterior del concento. Supuestamente un túnel permitía el acceso subterráneo a los mecanismos del reloj, que tenían la obligación de reparar. Pero eso, como pasa con la mayoría de nuestra información relativa a los Ati, era poco más que mitología.
Por lo tanto, había ocho formas de llegar a la Seo si sólo se contaban los portales. Pero la arquitectura cenobítica era ante todo complicada y había también varias puertas pequeñas, que se usaban muy de vez en cuando y cuya existencia apenas nadie conocía… excepto los filles más curiosos.
Pasé entre los tréboles todo lo rápido que pude sin pisar ninguna abeja. Aun así fui más rápido que los que estaban en las Siete Escaleras y llegué enseguida a la puerta del prado, encajada en un arco de mampostería fijado en la roca. Un tramo de escalones de piedra me llevó hasta la planta principal de la Seo. Atravesé una serie de pequeños almacenes donde se guardaban las vestiduras talares y objetos ceremoniales mientras no se usaban. Luego salí al batiburrillo arquitectónico de la esquina suroeste, que los Dieces empleábamos a modo de nave. Los fras y sures entrantes me impedían ver. Pero había zonas sin gente, allí donde algún pilar tapaba la vista. En una de esas zonas, justo en la base de un pilar, estaba nuestro vestuario. La mayor parte de la ropa estaba por el suelo. Fra Jesry y fra Arsibalt andaban cerca, ya forrados de escarlata y con cara de irritación. Fra Lio braceaba entre seda intentando dar con su túnica favorita. Yo me apoyé en una rodilla y, entre las que había en el suelo, encontré una de mi talla. Me la eché por encima, me la até y me aseguré de que no me impidiese andar antes de colocarme tras Jesry y Arsibalt. Un momento más tarde Lio se levantó y se puso detrás de mí, demasiado cerca. Salimos de la sombra del pilar y atravesamos la multitud hacia la pantalla, siguiendo a Jesry, quien no temía usar los codos. Pero no había tanta gente. Sólo se habían presentado como la mitad de los Dieces; los demás estaban muy ocupados preparándose para Apert. Nuestros fras y sures estaban sentados frente a la pantalla suroeste en filas escalonadas. Los de delante se sentaban en el suelo. Los de la siguiente fila estaban sentados en sus esferas, del tamaño de una cabeza. Los situados detrás de éstos habían dado a sus esferas un tamaño mayor. Las esferas de los del fondo eran mucho mayores que las que se usaban para sentarse, hinchadas como enormes globos muy ligeros, y lo único que impedía que rodaran y derribaran a la gente era que estaban encajadas entre muros, como huevos en una caja.
El granfra Mentaxenes abrió la puertecita de la pantalla. Era muy mayor y, estábamos completamente seguros, ejecutar ese gesto todos los días era lo único que le mantenía con vida. Todos pisamos una bandeja llena de resina en polvo para que los pies se nos agarrasen mejor al suelo.
Luego salimos y, como granos de azúcar vertidos en una taza de té, nos disolvimos en un espacio enorme. Algo en la construcción del presbiterio hacía que pareciese una cisterna almacenando toda la luz que hubiese caído sobre el concento.
Mirando justo desde el otro lado de la pantalla, uno veía el techo abovedado de la Seo elevándose casi doscientos pies, iluminado por la luz que penetraba por las vidrieras del clerestorio que lo rodeaba. Tanta luz, iluminando las brillantes superficies interiores de las ocho pantallas, hacía que éstas fuesen completamente opacas y daba la impresión de que los cuatro teníamos la Seo para nosotros solos. Los Milésimos que hubiesen descendido por su escalera amurallada y cubierta para asistir a Provenir nos estarían viendo a través de su pantalla, pero no podrían ver al artesano Flec, con su camiseta amarilla y su motucaptor, en la nave norte. Tampoco Flec podría verlos a ellos. Pero tanto Flec como los Milésimos presenciarían el auto de Provenir, que se desarrollaría en el presbiterio, exactamente igual que el rito celebrado mil, dos o tres mil años antes.
El Præsidium se apoyaba en cuatro patas de piedra acanalada que atravesaban el centro del presbiterio y, suponía yo, también la cámara subyacente donde los Ati se ocupaban de los movimientos de sus piezas. Yendo hacia el centro pasamos junto a uno de esos pilares. No eran redondos, sino planos y situados en diagonal, casi como los alerones de un cohete de antaño, aunque no tan finos. De ese modo llegamos al pozo central de la Seo. Mirando hacia arriba, podíamos ver hasta el doble de altura, hasta la mismísima punta del Præsidium, donde se asentaba el astrohenge. Ocupamos nuestras posiciones, señaladas por manchas de resina.
En la pantalla del Primado se abrió una puerta, por la que salió un hombre ataviado con una túnica mucho más compleja que la nuestra, y de color púrpura, para indicar que era un jerarca. Aparentemente el Primado estaba ocupado —probablemente también se estuviese preparando para Apert—, por lo que había enviado a uno de sus asistentes. Tras él salieron otros jerarcas. Fra Delrakhones, el Guardián Fensor, se sentó en su silla, a la izquierda de la del Primado, y sur Trestanas, la Guardiana Regulante, se sentó a la derecha.
Quince fras y sures de túnica verde —sopranos, contraltos, tenores, barítonos y bajos, tres de cada— salieron de la pantalla de los Unarios. Les tocaba dirigir el cántico, lo que probablemente implicaba que cabía esperar una actuación poco convincente, incluso contando con que habían tenido casi un año para ensayarla.
El jerarca pronunció las palabras iniciales del auto y luego le dio a la palanca que activaba el movimiento de Provenir.
Como te diría el reloj, si supieses leerlo, todavía nos quedaban dos días de tiempo ordinal. Es decir, no se estaba celebrando ningún festival o fiesta, y por tanto la liturgia no se centraba en ningún tema en particular. En lugar de eso, se realizaba una lenta recapitulación de nuestra historia, recordándonos cómo habíamos llegado a saber todo lo que sabíamos. Durante la primera mitad del año habíamos repasado todo lo sucedido antes de la Reconstitución. Desde ese punto fuimos avanzando. La liturgia de aquel día estaba relacionada con el desarrollo de la teórica de grupos finitos que se había producido hacía mil trescientos años y que había hecho que su originador, sante Bly, fuese expulsado por su Guardián Regulante y se fuese a vivir el resto de sus días en la cima de un cerro, rodeado de imizares que le adoraban como a un dios. Incluso logró que dejasen de consumir flemática, a consecuencia de lo cual se volvieron hoscos, le mataron y se comieron su hígado porque creían erróneamente que pensaba con ese órgano. Si vives en un concento, consulta las Crónicas para saber más sobre sante Bly. Si no, debes saber que tenemos tantas historias de ese estilo que uno podría asistir a Provenir todos los días durante toda su vida sin oírlas dos veces.
Los cuatro pilares del Præsidium ya los he mencionado. Justo en el centro, en el eje de toda la Seo, colgaba una cadena con una pesa en su extremo. Subía tanto por la columna de espacio que teníamos sobre la cabeza que su parte superior se disolvía en polvo y oscuridad.
La pesa era una masa de metal gris llena de agujeros, como si los gusanos se la hubiesen comido: un meteorito de níquel y hierro de cuatro mil millones de años de antigüedad, del mismo material que el corazón de Arbre. Durante las casi veinticuatro horas transcurridas desde la celebración del último Provenir, había descendido hasta casi llegar al suelo; podríamos haberla tocado con la punta de los dedos. Casi todo el tiempo descendía al mismo ritmo, ya que era responsable de mantener en marcha el reloj. Pero a la puesta de sol y al amanecer, cuando debía suministrar potencia para abrir y cerrar la Puerta de Día, caía a tal velocidad que un observador que no supiese lo que pasaba habría salido corriendo a refugiarse.
Había otras cuatro pesas al final de otras tantas cadenas que se movían independientemente. No eran tan llamativas porque no colgaban justo en el centro y no se movían demasiado. Se desplazaban sobre raíles metálicos fijados a los cuatro pilares del Præsidium. Cada pesa era un poliedro regular —un cubo, un octaedro, un dodecaedro y un icosaedro— de piedra volcánica negra extraída de los acantilados de Ecba y que había llegado en trenes trineo del Polo Norte. Cada una de esas pesas subía un poco cada vez que se daba cuerda al reloj. El cubo descendía una vez al año para abrir la Puerta de Año, y el octaedro, cada diez años para abrir la Puerta de Década, por lo que ambos estaban ya muy cerca de la parte superior de sus respectivos trayectos. El dodecaedro y el icosaedro ejecutaban la misma función para la Puerta de Siglo y la Puerta de Milenio, respectivamente. El primero estaba como a nueve décimas partes de altura, y el segundo a siete. Simplemente mirándolos se podía deducir que estábamos aproximadamente en 3689.
Mucho más alto en el Præsidium, en las zonas superiores de la cronosima —el vasto espacio que había tras las esferas, donde convergían todos los mecanismos—, había una cámara sellada herméticamente que contenía una sexta pesa: una esfera de metal gris que subía y bajaba por medio de un tornillo. Era lo que mantenía el reloj en funcionamiento mientras le dábamos cuerda. Excepto en ese caso, sólo se detenía si el meteorito estaba en el suelo… es decir, de no haber celebrado el auto diario de Provenir. Si eso sucedía, el reloj desactivaba gran parte de su maquinaria para conservar energía y pasaba a hibernación, impulsado por el lento descenso de la esfera, hasta que se le volvía a dar cuerda. Esa situación sólo se había dado durante los tres Saqueos y en unas cuantas ocasiones más en que todos los residentes en el concento habían estado tan enfermos que no habían podido dar cuerda al reloj. Nadie sabía cuánto tiempo permanecería funcionando el reloj en ese modo, pero se estimaba que unos cien años. Sabíamos que había seguido funcionando durante todo el periodo posterior al Tercer Saqueo, cuando los Milésimos se habían ocultado en su risco y el resto del concento había permanecido deshabitado durante siete décadas.
Las cadenas se perdían en la cronosima, donde colgaban de las ruedas dentadas que hacían girar los ejes, conectados por árboles de levas y escapes que los Ati se ocupaban de limpiar e inspeccionar. La cadena principal —la que subía por el centro y sostenía el meteorito— estaba conectada a un largo sistema de engranajes y enganches ingeniosamente ocultos en los pilares del Præsidium y que descendía hacia el techo abovedado que teníamos bajo los pies. La única parte visible para alguien que no fuese un Ati era el cilindro achaparrado del centro del presbiterio, con aspecto de altar redondo. De ese cilindro sobresalían cuatro barras horizontales como radios, situadas más o menos a la altura del hombro. Cada barra medía unos ocho pies. En el momento adecuado del servicio, Jesry, Arsibalt, Lio y yo agarramos el extremo de una barra. En cierto momento del Anatema, empujamos, como marineros intentando recoger el ancla girando el cabrestante. Pero no se movió nada, excepto mi pie derecho, que me patinó y resbalé unas pulgadas antes de volver a agarrarme. La fuerza combinada de los cuatro no podía superar la fricción de todos los cojinetes y engranajes que había entre nosotros y la rueda dentada, a cientos de pies de altura, de la que pendían cadena y peso. Una vez que se soltase tendríamos fuerza suficiente para moverla, pero soltar el mecanismo requería un golpe potentísimo (suponiendo que quisiésemos usar la fuerza bruta) o, si decidíamos emplear el ingenio, una pequeña sacudida: una vibración sutil. Práxicos distintos resolverían el problema de formas distintas. En Sante Edhar lo hacíamos con la voz.
En tiempos antiguos, cuando las columnas de mármol de los Salones de Orithena todavía se alzaban entre las rocas negras de Ecba, justo antes del mediodía todos los teores del mundo se congregaban bajo la gran bóveda. Su líder (al principio, el propio Adrakhones; más tarde Diax o uno de sus filles) se situaba en el analema, esperando a que a mediodía el rayo de luz del óculo le pasase por encima: clímax celebrado cantando el Anatema a Nuestra Madre Hylaea, que nos había traído la luz de su padre Cnoüs. El auto había dejado de celebrarse tras la destrucción de Orithena y la diáspora de los teores supervivientes durante la Peregrinación. Pero mucho más tarde, cuando esos teores se retiraron a los cenobios, sante Cartas lo aprovechó para anclar la liturgia que desde entonces se practicó durante toda la Antigua Edad Cenobítica. Una vez más, dejó de usarse durante la Dispersión a los Nuevos Periklynes y la Era Práxica que siguió, pero luego, después de los Hechos Horribles y la Reconstitución, fue revivido, con una nueva forma, centrada en el proceso de dar cuerda al reloj.
Del Anatema de Hylaea existían miles de versiones diferentes, ya que era probable que todo avoto compositor probase con él, al menos una vez en la vida. Todas las versiones empleaban las mismas palabras y tenían la misma estructura, pero eran tan diversas como las nubes. Las más antiguas eran monofónicas, es decir, todas las voces cantaban la misma nota. La que empleábamos en Sante Edhar era polifónica: voces diferentes cantando melodías diferentes que se entretejían con armonía. Los Alternos de túnicas verdes sólo cantaban algunos fragmentos. El resto de las voces salían de detrás de las pantallas. Tradicionalmente los Milésimos cantaban las notas más graves. Se decía que habían desarrollado técnicas especiales para soltar sus cuerdas vocales, y yo lo creía, ya que en nuestro cenobio nadie podía cantar notas tan graves como las que vibraban en su nave.
El Anatema era sencillo al principio y luego se complicaba tanto que al oído casi le resultaba imposible seguirlo. Cuando teníamos órgano, hacían falta cuatro organistas que usaran ambos pies y ambas manos. En el auto antiguo, esa parte del Anatema representaba el Kaos del pensamiento asistemático que había precedido a Cnoüs. El compositor lo había logrado casi demasiado bien, ya que durante esta parte de la música el oído apenas era capaz de dar sentido a todas las voces. Pero luego —como cuando miras una forma geométrica que se parece a una maraña porque carece de orden, la giras un poquito y de pronto todos sus planos y vértices se alinean y ves qué es—, todas esas voces se unían en unos pocos compases y formaban una melodía pura que resonaba en el pozo de luz de nuestro reloj y hacía que todo vibrase en sincronía. Ya fuese por afortunado accidente, o por un logro de la práxica, la vibración era justo la precisa para romper el sello de fricción estática en el eje maestro. Lio, Arsibalt, Jesry y yo, a pesar de que sabíamos que iba a producirse, casi nos caímos de bruces cuando el cilindro se puso en movimiento. Momentos más tarde, después de que hubiese desaparecido el rebote en el tren de engranajes, el meteorito comenzó a elevarse sobre nuestras cabezas. Y sabíamos que veinte acordes más tarde podíamos esperar que nos lloviese desde cientos de pies de altura lo acumulado ese día de polvo y cagadas de murciélago.
En la liturgia antigua, ese momento había representado la Luz iluminando la mente de Cnoüs. El cántico se dividió en dos melodías que competían, una representando a Deät y la otra a Hylaea, las dos hijas de Cnoüs. Caminando con esfuerzo en sentido antihorario alrededor del eje, empujamos al ritmo de Anatema. El meteorito fue subiendo unas dos pulgadas por segundo, y así seguiría hasta alcanzar la parte superior, lo que llevaría unos veinte minutos. Al mismo tiempo, las cuatro ruedas dentadas de las que colgaban las otras cuatro cadenas también giraban, aunque mucho más despacio. Durante el auto el cilindro se elevaría más o menos un pie. El octaedro se elevaría unas dos pulgadas. Y allá arriba, en el techo, la esfera descendía lentamente para mantener el reloj en funcionamiento durante el tiempo que nos llevase darle cuerda.
¡Debo decir que en realidad no hace falta mucha energía para hacer funcionar un reloj —aunque sea enorme— durante veinticuatro horas! Casi toda la energía que estábamos introduciendo en el sistema servía para hacer funcionar los elementos añadidos: campanas, puertas, el Gran Planetario que había justo al otro lado de la Puerta de Día, otros planetarios menores y los ejes polares de los telescopios del astrohenge.
No tenía en mente ninguna de esas cosas mientras empujaba la barra alrededor del cilindro. Cierto, durante los primeros minutos consideré esas cosas nuevamente, simplemente porque sabía que el artesano Flec estaría observando e intentaba imaginar cómo se las explicaría, en el supuesto de que me lo preguntase. Pero cuando pillamos el ritmo y mi corazón se puso a palpitar al compás, y el sudor fue cayéndome por la nariz, me había olvidado por completo del artesano Flec. El canto de los alternos era mejor de lo que esperaba… no tan malo como para llamar la atención. Durante uno o dos minutos pensé en la historia de sante Bly. Después, pensé sobre todo en mí mismo y mi situación en el mundo. Sé que era egoísta por mi parte y lo contrario de lo que debía hacer durante el auto. Pero los pensamientos incontrolados e indeseados son los más difíciles de expulsar de la mente. Puede que consideres de mal gusto que cuente lo que pensaba. Es posible que te resulte demasiado íntimo, quizás incluso inmoral… un mal ejemplo para otros filles que algún día podrían encontrar este relato sobresaliendo de un casillero. Pero es parte de la historia.
Mientras ese día daba cuerda al reloj, me preguntaba qué tal sería subir a la cornisa del Guardián Fensor y saltar.
Si tal cosa te resulta imposible de comprender, probablemente es que no eres avoto. La comida que comes crece en cosechas cuyos genes derivan de la secuencia todobién o de algo más potente. Los pensamientos melancólicos nunca entran en tu mente. Cuando lo hacen, tienes la capacidad de rechazarlos. Yo no tenía tal poder, y empezaba a cansarme de la compañía de esos pensamientos. Una forma de silenciarlos hubiese sido salir al cabo de una semana por la Puerta de Década, irme a vivir con mi familia de nacimiento (suponiendo que estuviesen dispuestos a aceptarme) y comer lo que ellos comiesen. Y otra hubiese implicado subir la escalera que daba vueltas por nuestra esquina de la Seo.
Mistagogo: (1) En orto medio temprano, un teórico especializado en problemas sin resolver; sobre todo el que introduce a los filles en su estudio. (2) En orto medio tardío, un miembro de un subvid que dominaba los cenobios a mediados del siglo doce negativo hasta el Resurgimiento y defendía que no se podían resolver más problemas teóricos; desalentaba la investigación teorética; cerraba las Bibliotecas y convertía en tabú los misterios y paradojas. (3) En orto práxico y orto posterior, término peyorativo para cualquiera que parezca encajar en la segunda acepción.
Diccionario, 4ª edición, 3000 a. R.
—¿La gente se muere de hambre? ¿O enferma por estar demasiado gorda?
El artesano Quin se rascó la barba y pensó en la pregunta.
—¿Hablas de los imizares?
Fra Orolo se encogió de hombros.
Quin lo encontró gracioso. Al contrario que el artesano Flec, no temía reírse abiertamente.
—Algo así como ambas cosas simultáneamente —admitió al fin.
—Muy bien —dijo fra Orolo, en tono de «ya estamos llegando a alguna parte», y me miró para asegurarse de que lo apuntaba todo.
Después de la entrevista con Flec, hablé con fra Orolo.
—Pa, ¿qué haces con preguntas de hace quinientos años? Es una locura.
—Es una copia de hace ochocientos años de un cuestionario que tiene mil cien —me corrigió.
—Sería diferente si fueses un Centeno. Pero ¿cómo iban a cambiar tanto las cosas en sólo diez años?
Fra Orolo me había contado que desde la Reconstitución se habían producido cuarenta y ocho situaciones de cambio radical en una década, y que dos de ésas acabaron en Saqueos… por lo que quizá los cambios súbitos eran los más importantes. Y sin embargo diez años era un tiempo lo suficientemente largo como para que la gente que vivía extramuros, inmersa en el día a día, no fuese consciente de los cambios. Así que un Diece leyendo un cuestionario de mil cien años a un artesano podía realizar un gran servicio para la sociedad extramuros (dando por supuesto que allí fuera alguien estuviese prestando atención), lo que tal vez explicara por qué el Poder Secular no sólo nos toleraba sino que nos protegía (excepto cuando no era así).
—El hombre que todos los días al afeitarse se mira un lunar en la frente es posible que no lo vea cambiar; el médico que lo ve una vez al año puede fácilmente reconocerlo como un cáncer.
—Hermoso —dije—. Pero a ti nunca te ha importado el Poder Secular; por tanto, ¿cuál es la verdadera razón?
Fingió sentirse sorprendido por la pregunta. Pero, viendo que no iba a darme por vencido, se encogió de hombros y dijo:
—Es una prueba rutinaria de DDC.
—¿DDC?
—Desgarradura del Dominio Causal.
Lo que demostraba que Orolo se estaba quedando conmigo. Pero en ocasiones tenía una buena razón para hacerlo.
Me corrijo: siempre tenía una buena razón. En ocasiones yo acababa entendiéndola. Así que apoyé la cara en las manos y murmuré:
—Vale. Abramos las compuertas.
—Bien. Un dominio causal no es más que una colección de cosas conectadas mutuamente por relaciones de causa y efecto.
—Pero ¿no está conectado de tal forma absolutamente todo lo que hay en el universo?
—Depende de la disposición de las burbujas de luz. No podemos producir ningún efecto sobre lo que está en el pasado. Algunas cosas están tan lejos que no pueden causarnos ningún efecto mensurable.
—Pero, aun así, no se pueden establecer límites claros entre dominios causales.
—Por lo común, no. Pero tú estás mucho más conectado por causa y efecto conmigo que con un alienígena en una galaxia lejana. Por tanto, dependiendo del grado de aproximación que estés dispuesto a aceptar, podríamos decir que tú y yo estamos juntos en un dominio causal y que el extraterrestre está en otro.
—Vale —dije—, ¿qué grado de aproximación estás dispuesto a aceptar, pa Orolo?
—Bien, el sentido final de vivir en un cenobio enclaustrado es reducir al mínimo la relación causal con el mundo de extramuros, ¿no?
—Sí, socialmente. Sí, culturalmente. Incluso ecológicamente. Pero usamos la misma atmósfera, oímos pasar sus mobes… en un plano puramente teorético, ¡no hay ninguna separación causal!
No parecía escucharme.
—Si hubiese otro universo, completamente separado del nuestro, sin ninguna relación causal entre los universos A y B, ¿entre ellos el tiempo fluiría al mismo ritmo?
—Es una pregunta sin sentido —dije yo después de pensarlo un momento.
—Qué curioso, a mí me parece que tiene mucho sentido —respondió, algo contrariado.
—Bien, depende de cómo se mida el tiempo.
Él había esperado.
—¡Depende de qué es el tiempo! —dije yo. Había pasado varios minutos reflexionando acerca de varias posibles explicaciones, sólo para descubrir que todas ellas eran callejones sin salida—. Bien —dije al fin—, supongo que debo invocar el Brazo. A falta de un buen argumento en contra, debo escoger la respuesta más simple. La respuesta más simple es que el tiempo fluye independientemente en los universos A y B.
—Porque son dos dominios causales separados.
—Sí.
Orolo dijo:
—Supongamos que esos dos universos, cada uno tan grande, tan antiguo y tan complicado como el nuestro, estuviesen completamente separados, exceptuando un único fotón que, de alguna forma, hubiese logrado viajar entre ellos. ¿Eso sería suficiente como para forzar a los tiempos A y B a fluir en perfecta sincronía durante el resto de la eternidad?
Yo suspiré, como hacía siempre que las trampas de Orolo se cerraban sobre mi cabeza.
—¿O es posible —prosiguió él— que se produzca un ligero desplazamiento temporal o Desgarradura entre Dominios Causales que sólo están débilmente conectados?
—Por tanto, volviendo a la entrevista con el artesano Flec, ¡quieres que me crea que simplemente estabas averiguando si al otro lado del muro han pasado mil años mientras a este lado sólo han pasado diez!
—No veo nada de malo en preguntar —dijo. Luego puso cara de tener algo en la punta de la lengua. Alguna maldad. Yo le había desviado antes de que pudiese decirla.
—Oh. ¿Esto tiene algo que ver con tu demencial historia sobre el cenobio errante de diez mil años?
Cuando éramos filles nuevos, en una ocasión Orolo había afirmado que había encontrado un caso en las Crónicas: que en algún lugar se había abierto una puerta y había salido un avoto afirmando ser un Diez-milésimo celebrando Apert. Lo que era ridículo, porque los avotos en su forma actual sólo existían (en ese momento) desde hacía 3.682 años. Así que habíamos supuesto que el propósito del relato era comprobar si prestábamos atención a la lección de historia.
—Si te concentras, en diez mil años se pueden hacer muchas cosas —dijo Orolo—. ¿Y si encontrases una forma de cortar todas las relaciones causales con el mundo extramuros?
—Eso es totalmente ridículo. Le estás concediendo a esa gente poderes de Conjurador.
—Pero si pudiese hacerse, entonces tu cenobio se convertiría en un universo aparte y su tiempo ya no estaría sincronizado con el resto del mundo. Sería posible una Desgarradura del Dominio Causal…
—Bonito experimento mental —había dicho yo—. Aceptado. Gracias por el calca. Pero, por favor, ¡dime que realmente no esperas ver pruebas de DDC cuando se abran las puertas!
—Precisamente es a lo inesperado a lo que hay que prestar más atención.
—¿Tenéis en vuestras chozas, tiendas o rascacielos o dondequiera que viváis…?
—Sobre todo en trailers sin ruedas —dijo el artesano Quin.
—Muy bien. En eso, ¿es común tener cosas que pueden pensar pero no son humanas?
—Durante un tiempo las tuvimos, pero dejaron de funcionar y las tiramos todas.
—¿Sabes leer? Y con eso no me refiero a interpretar el logotipo…
—Eso ya no se usa —dijo Quin—. Te refieres a los símbolos de la ropa interior que te indican que no uses lejía. Ese tipo de cosas.
—No tenemos ropa interior ni lejía… Sólo el paño, el cordón y la esfera —dijo fra Orolo, tocando el trozo de tela que llevaba sobre la cabeza, la cuerda anudada alrededor de la cintura y la esfera bajo el trasero. No era más que un chiste malo destinado a relajar a Quin.
Quin se puso en pie y agitó el largo cuerpo de tal forma que se quitó la chaqueta. No era un hombre corpulento, pero tenía músculos de trabajar. Empleó los pulgares para mostrar las etiquetas cosidas al cuello. Vi el logotipo de una empresa, que reconocí de diez años antes, aunque lo habían simplificado. Debajo había una retícula de pequeñas imágenes en movimiento:
—Kinagramas. Dejaron el logotipo obsoleto.
Me sentí viejo; una sensación novedosa para mí.
Orolo había sentido curiosidad hasta que vio los kinagramas; puso cara de desengaño.
—Oh —dijo, en un tono de voz afable y cortés—, estás diciendo gilypolleces.
Sentí vergüenza. Quin estaba conmocionado. Luego el rostro se le puso rojo. Daba la impresión de que se ponía furioso por pura fuerza de voluntad.
—¡Fra Orolo no ha dicho lo que parece! —le dije a Quin, e intenté quitarle hierro al asunto con una risita, que sonó como un jadeo—. Es una antigua palabra orto.
—Se parece mucho a…
—¡Lo sé! Pero fra Orolo ha olvidado la palabra en la que tú estás pensando. No se refería a eso.
—Entonces, ¿a qué se refería?
—Se refería a que no hay verdadera diferencia entre kinagramas y logotipos.
—Pero la hay —dijo Quin—, son incompatibles. —Ya no tenía el rostro rojo; tomó aliento y pensó durante más o menos un minuto. Al final se encogió de hombros—. Pero entiendo lo que quieres decir. Podríamos haber seguido usando logotipos.
—Entonces, ¿por qué crees que quedaron obsoletos? —preguntó Orolo.
—Para que la gente que inventó el kinagrama pudiese ganar cuota de mercado.
Orolo frunció el ceño y meditó la frase.
—Eso también suena a gilypollez.
—Para ganar dinero.
—Muy bien. ¿Y cómo lo logró esa gente?
—Haciendo que cada vez fuese más difícil usar logotipos y más fácil usar kinagramas.
—Qué molesto. ¿Por qué no se rebeló el pueblo?
—Con el tiempo nos hicieron creer que los kinagramas eran realmente mejores. Por tanto, supongo que tienes razón. En realidad es gily… —Pero calló antes de terminar la palabra.
—Puedes decirlo. No es una palabra malsonante.
—Bien, no la diré, porque me parece mal decirla aquí, en este lugar.
—Como desees, artesano Quin.
—¿Por dónde íbamos? —preguntó Quin, para luego responderse a sí mismo—: Me has preguntado si sé leer, no esto sino las letras inmóviles que se empleaban para escribir en orto. —Hizo un gesto hacia mi hoja, que estaba poniéndose oscura, cubriéndose de esa escritura.
—Sí.
—Podría si tuviese que hacerlo, porque mis padres me obligaron a aprender. Pero no lo hago, porque no me hace falta —dijo Quin—. Pero el caso de mi hijo es muy diferente.
—¿Su padre le obligó a aprender? —dijo fra Orolo.
Quin sonrió.
—Sí.
—¿Lee libros?
—Continuamente.
—¿Qué edad tiene? —Una pregunta que evidentemente no estaba en el cuestionario.
—Once años. Y todavía no le han quemado en la hoguera —dijo Quin muy serio. Me pregunté si fra Orolo comprendía que Quin bromeaba… que se metía con él. Orolo no dio ninguna señal de comprenderlo.
—¿Tenéis criminales?
—Claro que sí. —Pero el simple hecho de que Quin respondiese tal cosa hizo que Orolo pasase a otra página del cuestionario.
—¿Cómo lo sabéis?
—¿¡Qué!?
—Dices que «claro que sí» que tenéis criminales, pero mirando a alguien en particular, ¿cómo se sabe si es un criminal o no? ¿Se los marca? ¿Llevan tatuajes? ¿Los encierran? ¿Quién decide quién es o deja de ser un criminal? ¿Una mujer con cejas afeitadas dice «eres un criminal» y hace sonar una campana de plata? ¿O es más bien un hombre con peluca que golpea un bloque de madera con un martillo? ¿Hacéis pasar al acusado por un imán con forma de rosquilla? ¿O usáis una varilla bifurcada que vibra cuando se acerca al mal? ¿Un emperador desde su trono da a conocer la sentencia escrita en tinta bermeja y sellada con cera negra o quizás el acusado debe caminar descalzo sobre una parrilla? Quizás hay una praxis ubicua de imágenes en movimiento, lo que llamaríais motucaptores, que lo sabe todo, pero cuyos secretos sólo pueden ser revelados por un tribunal de eunucos cada uno de los cuales ha memorizado parte de un largo número. O quizás aparece una multitud para lanzar piedras al sospechoso hasta matarle.
—No doy crédito a lo que dices —dijo Quin—. Sólo llevas en el concento, ¿cuánto? ¿Treinta años?
Fra Orolo suspiró y me miró.
—Veintinueve años, once meses, tres semanas y seis días.
—Y está claro que te estás preparando para Apert… ¡Pero no es posible que creas de verdad que las cosas han cambiado tanto!
Fra Orolo volvió a mirarme y dijo, tras una pausa para que sus palabras causasen mayor efecto:
—Artesano Quin, estamos en el año 3689 después de la Reconstitución.
—Eso dice también mi calendario —afirmó Quin.
—Mañana será 3690. No sólo el cenobio unario, sino también el decenario, celebrarán Apert. Según las reglas antiguas, las puertas se abrirán. Durante diez días tendremos libertad de salir y estaremos encantados de recibir a invitados como tú. Bien, dentro de diez años, la Puerta de Siglo se abrirá por primera y probablemente última vez en mi vida.
—Cuando se cierre, ¿a qué lado de esa puerta estarás tú? —preguntó Quin.
Volví a sentir vergüenza, porque yo jamás me hubiese atrevido a formular semejante pregunta. Pero me alegraba íntimamente de que Quin lo hubiese hecho por mí.
—Si me consideran digno, me gustaría mucho estar al otro lado —dijo fra Orolo, y luego me miró con expresión alegre, como si hubiese adivinado lo que pensaba—. Lo que quiero decir es que, dentro de unos nueve años, seré llamado al laberinto superior, que separa este cenobio del centenario. Allí llegaré hasta una reja de una habitación a oscuras, y al otro lado de la reja habrá un Centeno (a menos que todos hayan muerto, desaparecido o se hayan convertido en otra cosa), que me hará preguntas que me parecerán tan extrañas como las mías te lo parecen a ti. Porque ellos deben prepararse para su Apert como nosotros para el nuestro. En sus libros tienen registradas todas las prácticas judiciales de las que ellos, y otros en distintos concentos, han sabido en los últimos tres mil setecientos años. La lista que te he leído hace un minuto no es más que un único párrafo de un libro tan grueso como mi brazo. Por tanto, aunque te parezca un ejercicio ridículo, te estaría muy agradecido si te limitases a describir cómo escogéis a vuestros criminales.
—¿La respuesta acabará en ese libro?
—Sí, si es nueva.
—Bien, todavía tenemos doctores magistrados que vagan durante la luna nueva en cajas selladas de color púrpura…
—Sí, los recuerdo.
—Pero no aparecían tan a menudo como hacía falta… Los Poderes Fácticos no lo hacían demasiado bien protegiéndolos, y algunos rodaron colina abajo. Luego los Poderes Fácticos instalaron más motucaptores.
Fra Orolo pasó a otra página.
—¿Quién tiene acceso?
—No lo sabemos.
Orolo buscó otra página. Pero antes de que la encontrara Quin volvió a hablar:
—Si alguien comete un crimen muy grave, sin embargo, los Poderes Fácticos le instalan en la columna un dispositivo que lo deja tullido temporalmente. Con el tiempo se le cae y vuelve a la normalidad.
—¿Duele?
—No.
Página nueva.
—Cuando veis a alguien con uno de esos dispositivos, ¿sabéis qué crimen cometió?
—Sí, lo pone, en kinagramas.
—¿Robo, violencia, extorsión?
—Por supuesto.
—¿Sedición?
Quin esperó un buen rato antes de responder.
—Nunca lo he visto.
—¿Herejía?
—De eso probablemente se ocuparía el Guardián del Cielo.
Fra Orolo alzó tanto los brazos que el paño se le cayó de la cabeza e incluso le dejó al descubierto una axila. Luego los volvió a bajar para cubrirse la cara. Era un gesto sarcástico que solía hacer en una sala de tiza cuando un fille se mostraba imposiblemente obtuso. Claramente Quin comprendió su significado y se avergonzó. Se acomodó en la silla y levantó la barbilla; luego la bajó y miró por la ventana que se suponía que estaba arreglando. Pero el gesto de fra Orolo tenía algo de gracioso, y Quin se sintió razonablemente bien.
—Vale —dijo Quin al fin—, nunca me lo había planteado así, pero ahora que lo dice, tenemos tres sistemas…
—Los tipos de la caja púrpura, los cepos de la columna y eso nuevo de lo que ni fra Erasmas ni yo hemos oído hablar nunca llamado Guardián del Cielo —dijo fra Orolo, y se puso a rebuscar entre las hojas de su cuestionario… excavando en las profundidades.
Al artesano Quin se le había ocurrido algo.
—¡No lo había mencionado porque suponía que ya lo conocían!
—Porque —dijo fra Orolo, dando con la página que buscaba y leyéndola— afirma venir del concento… trayendo la ilustración del mundo cenobítico a algunos pocos dignos de ella.
—Sí. ¿No es así?
—No. No es así. —Viendo la sorpresa de Quin, Orolo añadió—: Algo así pasa cada pocos cientos de años. Aparece algún charlatán que afirma tener derecho al Poder Secular por su relación con el mundo cenobítico… que resulta ser fraudulenta.
Yo ya sabía la respuesta a la siguiente pregunta antes de plantearla:
—El artesano Flec… ¿Es seguidor o discípulo del Guardián del Cielo?
Quin y Orolo me miraron, expectantes por diferentes razones.
—Sí —dijo Quin—. Escucha sus emisiones mientras trabaja.
—Por eso tomó un motus de Provenir —dije—. Porque ese Guardián del Cielo afirma ser uno de nosotros. Si este lugar tiene algo de interés o… bien, es espléndido, pues eso hace que el Guardián del Cielo resulte más impresionante y poderoso. Y en la medida en que el artesano Flec es discípulo del Guardián del Cielo, siente que una parte de esa gloria le pertenece a él.
Orolo no dijo nada, lo que en ese momento me hizo sentir vergüenza. Pero, cuando más tarde volví a pensar en ello, comprendí que no tuvo que decir nada porque lo que yo decía era evidentemente cierto.
Quin parecía un tanto confuso.
—Flec no hizo un motus.
—¿Disculpe? —dije.
Fra Orolo seguía distraído, pensando en el Guardián del Cielo.
—No se lo permitieron. Su motucaptor era demasiado bueno —explicó Quin.
Mayor y más sabio, fra Orolo se puso rígido, apretó los labios y pareció incómodo. Como yo no era ninguna de las dos cosas, dije:
—¿Qué significa eso?
Fra Orolo me agarró la muñeca y me impidió seguir escribiendo. Y sospecho que su otra mano deseaba taparle la boca a Quin, que dijo:
—El OjoDeÁguila, el ManoFirme, el DinaZoom… Combinándolos todos podría haber visto hasta el otro lado de vuestra Seo, incluso al otro lado de las pantallas. O al menos eso le dijeron los…
—¡Artesano Quin! —vociferó fra Orolo, con la potencia suficiente como para atraer las miradas de todos los presentes en la Biblioteca. Luego bajó considerablemente a voz—: Me temo que estás a punto de decir algo que tu amigo Flec supo por su conversación con los Ati. Y debo recordarte que nuestra Disciplina no lo permite.
—Lo siento —dijo Quin—. Resulta confuso.
—Sé que lo es.
—Vale. Olviden lo del motucaptor. Lo siento. ¿Dónde estábamos?
—Hablábamos del Guardián del Cielo —dijo fra Orolo, relajándose un poco y soltándome al fin la muñeca—. En lo que a mí respecta, lo único que nos quedaba por decidir es si se trata de un expulsado convertido en mistagogo o de un Agitador de Botella, porque los primeros pueden ser muy peligrosos.
Kefedokhles: (1) Un fille de los Salones de Orithena que sobrevivió a la erupción de Ecba y se convirtió en uno de los cuarenta Peregrines Menores. En su vejez, parece que se presentó en el Periklyne, aunque algunos estudiosos creen que debió ser un hijo o alguien que compartía el nombre del orithenano. Aparece como personaje secundario en varios de los grandes diálogos, sobre todo en Uraloabus, donde su oportuna interrupción permite a Thelenes —al que había desconcertado el tremendo sarcasmo de su adversario— recobrarse, cambiar de tema y embarcarse en la aniquilación sistemática del pensamiento esférico que comprende el último tercio del diálogo y que termina con el suicidio público del personaje que le da título. De la fase Peregrín de la carrera de Kefedokhles sobreviven tres diálogos y ocho de sus años en el Periklyne. Aunque con talento, da la impresión de ser insoportablemente engreído y pedante, de ahí la segunda acepción. (2) Un interlocutor insoportablemente engreído y pedante.
Diccionario, 4ª edición, 3000 a.R.
—Puedo interpretar lo de «expulsado convertido en mistagogo» —le dije más tarde a fra Orolo. Yo cortaba zanahorias en la cocina del Refectorio y él se las comía—. Incluso puedo suponer por qué son peligrosos: porque están furiosos, quieren volver al lugar que los anatematizó y vengarse.
—Sí, y es por eso que Quin y yo pasamos toda la tarde con el Guardián Fensor.
—Pero ¿qué es un Agitador de Botella?
—Imagina un médico brujo en una sociedad que no sabe fabricar vidrio. A la costa llega una botella. Posee propiedades maravillosas. Él la pone al final de un palo, la agita y convence a los suyos de que él también posee algunas de las propiedades maravillosas.
—Por tanto, ¿los Agitadores de Botellas no son peligrosos?
—No. Se impresionan con demasiada facilidad.
—¿Qué hay de los imizares que se comieron el hígado de sante Bly? Parece que no estaban tan impresionados.
Para ocultar su sonrisa, fra Orolo fingió examinar una patata.
—Acepto el contraejemplo, pero recuerda que sante Bly vivía solo en un cerro. El simple hecho de haber sido expulsado le separaba de los artefactos y autos que más impresionan a las sociedades que producen Agitadores de Botellas.
—Bien, ¿qué habéis decidido tú y el Guardián Fensor?
Fra Orolo miró a su alrededor de una forma que me dejó claro que debería haber sido más discreto.
—Tomaremos más precauciones durante Apert.
Bajé la voz.
—Por tanto, el Poder Secular enviará… no sé…
—¿Robots con pistolas tranquilizadoras? ¿Filas de arqueros a caballo? ¿Cilindros de gas del sueño?
—Supongo.
—Eso depende de hasta qué punto el Guardián del Cielo se haya relacionado con los Panjandrumes —dijo fra Orolo. Le gustaba llamar Panjandrumes al Poder Secular—. Y eso a nosotros nos resulta muy difícil saberlo. Evidentemente, yo no me entero de nada. Para casos así se creó la oficina del Guardián Fensor, y estoy seguro de que ahora mismo fra Delrakhones está trabajando en el problema.
—Podría llevar a un… ya sabe…
—¿Un Saqueo? ¿Local o general? Estoy seguro de que esto no acabará en el Número Cuatro. Fra Delrakhones habría tenido noticias de otros Guardianes Fensores. Incluso un Saqueo Local es muy improbable. No me sorprendería ver alguna pelea durante la Décima Noche; pero es por eso que preparamos Apert trasladando todo lo que nos importa a los laberintos.
—Le has dicho a Quin que en dos ocasiones cambios radicales extramuros acabaron en Saqueos.
Fra Orolo esperó un momento antes de decir:
—¿Sí? —Luego, antes de que yo pudiese abrir la boca, puso la cara de alegría que ponía cuando intentaba entretener a toda una sala de tiza llena de filles aburridos—. No estarás preocupado por el Número Cuatro, ¿verdad?
Asesiné una zanahoria y repetí entre dientes tres veces el Rastrillo de Diax.
—Tres Saqueos Generales en 3.700 años no está mal —dijo—. Las estadísticas en el mundo secular son mucho más alarmantes.
—Me preocupa un poquito —dije—. Pero no era lo que iba a preguntar antes de que te me pusieses kefedokhles.
Orolo no dijo nada, quizá porque yo sostenía un cuchillo muy grande. Estaba cansado y tenso. Antes había golpeado la esfera para convertirla en un cesto y me había aventurado hasta las marañas más cercanas al Claustro, sólo para descubrir que ya las habían pelado. Para encontrar lo que necesitábamos para el guiso tuve que cruzar el río y saquear algunas marañas de las que había entre el río y el muro.
Agarré una zanahoria ganada a pulso y apunté con ella al cielo.
—Tú sólo me has enseñado cosas de las estrellas —dije—. La historia la he aprendido de otros… casi toda de fra Corlandin.
—Probablemente te contase que los Saqueos fueron culpa nuestra —dijo Orolo. Usó el término «nuestra», me di cuenta, en un sentido muy elástico, para referirse a todos los avotos hasta ma Cartas.
En ocasiones, cuando charlaba con Gorgojo, él estiraba el brazo y me daba un empujoncito en la clavícula, y justo entonces yo agitaba los brazos, consciente de que un empujón más me haría caer. Según Lio, era su encantadora forma de hacerme saber que se había dado cuenta de que yo me mantenía de pie de la forma incorrecta, según su libro de vallelogía. A mí me parecía una tontería. Pero mi cuerpo parecía siempre dar la razón a fra Lio, porque reaccionaba en exceso. Una vez, intentando recuperar el equilibrio, me había dañado un músculo de la espalda que me dolió durante tres semanas.
La última frase de fra Orolo empujó mi mente de forma similar. Y, de forma similar, reaccioné en exceso. El rostro se me puso rojo y el corazón se me disparó. Fue como en un momento del diálogo en que Thelenes confunde a su interlocutor para hacerle decir alguna estupidez y está a punto de empezar a cortarle como una zanahoria.
—A cada Saqueo lo siguió una reforma, ¿no? —dije.
—Vamos a rastrillar tu frase y digamos que cada Saqueo produjo en los cenobios cambios que todavía persisten.
Que fra Orolo hablase de ese modo confirmaba que habíamos iniciado un diálogo. Los otros fras dejaron de pelar patatas y cortar hierbas y se reunieron para ver cómo me aplanaban.
—Vale, como quieras decirlo —dije, y luego bufé porque sabía que me había desarmado; era el equivalente a caerse de culo después de que fra Lio me diese un empujoncito. No debería haber mencionado a Kefedokhles. Iba a pagarlo caro.
No pude evitar echar un vistazo por la ventana. La cocina daba al sur, al jardín de hierbas que ocupaba la mayor parte del espacio entre ella y las marañas más cercanas: las cultivadas por los fras y sures de más edad, que de ese modo no tenían que caminar demasiado para cumplir con sus tareas. El tejado de ese lado terminaba en un alero muy largo para evitar el calor del sol, de forma que la cocina no se pusiese todavía más caliente. Sur Tulia y sur Ala estaban sentadas a la sombra de dicho alero, justo bajo la ventana, cortando ruedas para fabricar sandalias. Ya que estaba encaprichado de ella, no quería que Tulia oyese cómo me aplanaba, y no quería que Ala lo oyese porque disfrutaría demasiado. Por suerte, como era habitual, estaban contándose algo y no tenían ni idea de lo que pasaba dentro.
—¿Llamarlo como quiera? Vaya un comentario más curioso, fille Erasmas —dijo Orolo—. Veamos… ¿puedo llamarlo «zanahoria» o «loseta»? —Hubo risitas a nuestro alrededor, como gorriones saliendo volando de un campanario.
—No, pa Orolo, no tendría sentido decir que tras cada Saqueo se produce una zanahoria.
—¿Por qué no, fille Erasmas?
—Porque la palabra «zanahoria» no significa lo mismo que «reforma» o que «cambios en los cenobios».
—Por tanto, dado que las palabras poseen la asombrosa propiedad de tener un significado concreto, ¿debemos tener cuidado de emplear las correctas? ¿Se resume así lo que acabas de decir, o me equivoco?
—Es correcto, pa Orolo.
—Quizás alguno de los otros, que tanto han aprendido del Nuevo Círculo o de los Antiguos Faanianos Reformados, hayan apreciado algún error en lo dicho y deseen corregirnos. —Con la mirada plácida de una víbora oteando el aire, fra Orolo miró a la media docena de filles que nos rodeaban.
Nadie se movió.
—Muy bien, aquí no hay nadie que desee defender la novedosa hipótesis de sante Proc. Podemos proseguir dando por supuesto que las palabras significan algo. ¿Cuál es la diferencia entre afirmar que tras los Saqueos se producían reformas y afirmar que se producían cambios en los cenobios?
—Supongo que guarda relación con las connotaciones de la palabra «reforma» —dije. Porque me había rendido y estaba dispuesto a dejarme aplanar; no porque me gustase, sino porque era muy poco habitual que fra Orolo expusiese sus puntos de vista con respecto a temas que no tenían nada que ver con estrellas ni planetas.
—Ah, quizá te gustaría elaborar un poco más esa afirmación, porque no estoy dotado de tus habilidades para las palabras, fille Erasmas, y me disgusta no ser capaz de seguir tu argumento.
—Muy bien, pa Orolo. Decir que se produjeron «cambios» parece una forma más diaxana de expresarlo, completamente desprovista de cualquier juicio emocional subjetivo, mientras que cuando decimos «reformas», da la sensación de que había algo erróneo en la administración anterior de los cenobios y que…
—¿«Merecíamos» ser saqueados? ¿Era «preciso» que los Panjandrumes viniesen a corregirnos?
—Cuando lo dices de esa forma, pa Orolo, y en ese tono, da la impresión de que los cambios realizados no eran necesarios… que el Poder Secular nos obligó injustamente. —Tuve problemas con algunas palabras porque estaba emocionado. Había entrevisto una forma de pillar a Orolo. Porque esas reformas, esos cambios, eran tan fundamentales para los cenobios como asistir cada día a Provenir, y le resultaría imposible posicionarse contra ellos.
Pero fra Orolo se limitó a agitar la cabeza con tristeza, como si apenas pudiese creer lo que nos estaban contando en las salas de tiza.
—Tendrás que repasar el Sæculum de sante Cartas.
Es de sobra conocido que los avotos que pasan mucho tiempo mirando por los telescopios adoptan una aproximación muy excéntrica al estudio de la historia, y no me reí al oírlo. Algunos de los otros intercambiaron sonrisitas.
—Pa Orolo, lo leí el año pasado.
—Probablemente leyeses selecciones de una traducción a orto medio. Muchas de esas traducciones estaban influidas por una especie de mentalidad super-prociana que fue muy popular durante la Antigua Era Cenobítica, no mucho antes del predominio de los mistagogos. Puedes reírte, pero es evidente una vez que te das cuenta. Traducen mal ciertos pasajes porque les asusta un poco su significado; luego, cuando llega el momento de seleccionar, se dejan esos pasajes porque les dan vergüenza. Así que deberías hacer el esfuerzo de leer el original de Cartas. No es tan difícil entender el orto antiguo como es posible que os hayan hecho creer.
—Y cuando lo haga, ¿qué descubriré?
—Que en el mismísimo documento fundacional del mundo cenobítico, el propio sante Cartas deja claro que el cenobio no es una concesión al Sæculum sino una especie de oposición. Un contrapeso.
—¿La mentalidad del concento como fortaleza? —sugirió uno de los oyentes… tratando de pillar a Orolo.
—No es un término que me entusiasme —dijo Orolo—, pero si lo discuto, no terminaréis el guiso y pronto tendremos a doscientos noventa y cinco avotos hambrientos pidiendo nuestras cabezas. Baste decir, fille Erasmas, que sante Cartas jamás habría aceptado la idea de que el Poder Secular pueda o deba «reformar» los cenobios. Pero habría admitido que posee el poder de forzarnos a cambiar.
Proc: Un metateorético de finales de la Era Práxica que se supone que fue liquidado en los Hechos Horribles. Durante el breve periodo de estabilidad entre el Segundo y Tercer Heraldo, Proc fue la principal figura de un grupo de personas con ideas similares llamado el Círculo, que afirmaba que los símbolos no tenían ningún sentido y que todo discurso que pretenda significar algo no es más que un juego con la sintaxis o las reglas para encadenar símbolos. Tras la Reconstitución, se le convirtió en sante patrón de la Facultad Sintáctica del concento de Sante Muncoster. Como tal, se le considera el padre de todas las órdenes que descienden de esa Facultad, en oposición a las que se derivan de la Facultad Semántica, cuyo patrón era sante Halikaarn.
Diccionario, 4ª edición, 3000 a. R.
—He oído que hubo un aplanamiento en la cocina.
—Créeme, no fue uno que mereciese conservarse en tinta o siquiera en tiza.
Fra Corlandin, el PEI —Primero Entre Iguales— de la Orden del Nuevo Círculo, se había sentado frente a mí.
Durante los primeros nueve años y tres cuartos de mi tiempo en el concento, había pasado de mí, excepto en la sala de tiza, donde estaba obligado a prestar atención; desde hacía poco se portaba como si fuésemos amigos. Era de esperar. Con suerte, treinta o cuarenta nuevos avotos se unirían a nosotros durante Apert. Y aunque todavía no habían llegado, parecían rodearnos como fantasmas, lo que hacía que en comparación yo pareciese mayor.
No mucho después, si todo salía como era habitual, las campanas anunciarían el auto de Eliger, y todos los Dieces se congregarían para verme hacer el juramento que me uniría a una orden u otra.
Once de mi cosecha habían sido recolectados: habían entrado directamente en el cenobio desde extramuros. Los otros veintiuno se habían unido primero al cenobio unario y habían pasado al menos un año bajo su Disciplina antes de pasar a ser Dieces; tendían a ser un poco mayores que los recolectados. Todas las Recolecciones, y la mayoría de los pasos, se producían durante Apert. Aunque, si un Alterno parecía prometedor, podía pasar antes recorriendo el laberinto que conectaba el cenobio unario con el cenobio decenario. Pero tal cosa sólo había sucedido tres veces desde mi llegada. El sistema completo de cómo los avotos llegaban de extramuros o de pequeños cenobios de la región, y de cómo pasaban de un cenobio a otro, era complicado y no vale la pena explicarlo. La cuestión era que, para mantener nuestra fuerza nominal de trescientos, en Apert, los dieces tendríamos que conseguir a unos cuarenta nuevos. Algunos —no podíamos saber cuántos— llegarían del cenobio unario. El resto vendría de la Recolección y tras el recorrido por los hospitales y refugios en busca de bebés abandonados.
Cuando estuviese todo resuelto, tendría que elegir. Fra Corlandin me estaba tanteando, incluso es posible que reclutándome, para el Nuevo Círculo.
Yo siempre había parecido ser un fille de Orolo y de algunos pocos edharianos que le ayudaban con su teorética. Se pasaban días enteros en diminutas salas de tiza y, cuando salían, yo entraba para ver sus letras entremezclándose en las pizarras… madejas retorcidas de ecuaciones y diagramas de los que quizá comprendía un símbolo de cada veinte. En ese mismo instante trabajaba en un problema que me había puesto Orolo: una tablilla fotomnemónica que mostraba una imagen de la nebulosa de Sante Tancred, a partir de la cual se suponía que debía responder a ciertas preguntas sobre la formación de núcleos atómicos pesados en los núcleos estelares. Claramente no era un ejercicio del estilo del Nuevo Círculo. Por tanto, ¿por qué al Nuevo Círculo se le había metido en la cabeza, precisamente entonces, que yo lo escogiera durante Eliger?
—Orolo es un teorético impresionante —dijo fra Corlandin—. Lamento no haber mantenido más subvides con él.
El fallo lógico era evidente: lo más probable era que Corlandin pasara sesenta o setenta años más en el mismo cenobio que Orolo. Si realmente era sincero, ¿por qué no se limitaba a tomar su cuenco de guiso, atravesar el Refectorio y sentarse en la mesa de Orolo?
Por suerte, yo tenía la boca llena de pan y no sometí a fra Corlandin a un ataque fulminante de análisis thelenesano. Masticar la comida me dio tiempo para comprender que lo suyo no era más que una forma de ser cortés. Los edharianos nunca hablaban de aquel modo. Pasar tanto tiempo rodeado de edharianos me había hecho olvidar cómo se hacía.
Intenté despertar las zonas de la mente que se emplean para ese estilo de conversación cortés: probablemente además fuese conveniente, estando tan cerca de Apert.
—Estoy seguro de que sería fácil subvidar con Orolo, si te sientas cerca de él y dices algo erróneo.
Fra Corlandin me rio la gracia.
—Me temo que sé tan poco sobre las estrellas que ni siquiera podría decir algo erróneo.
—Bien, hoy por una vez ha dicho algo que no estaba relacionado con las estrellas.
—Eso he oído. ¿Quién habría supuesto que nuestro cosmógrafo era un entusiasta de las lenguas muertas?
Toda la frase se me pasó sin darme cuenta… un poco como cuando te comes una rodaja de fruta enlatada y de pronto se te desliza por la garganta sin tener tiempo de masticarla. Como había recuperado la facultad de mantener una conversación cortés, le devolví el favor de reírle el comentario. Pero antes de que pudiera pensar en lo que decía, vi que Lio y Jesry se llevaban el cuenco a la cocina. Otros dos filles se pusieron de pie, como atrapados en su estela, y fueron tras ellos.
Siguiendo sus miradas, vi a gransur Tamura de pie en la salida, cruzada de brazos.
Reaccionó como si yo le hubiese acertado con un escupitajo desde el otro lado de una sala de tiza, girando la cabeza para ametrallarme con sus ojos. Seguía sin saber qué pasaba, pero me disculpé con fra Corlandin y llevé el cuenco a la cocina. Allí había otros siete filles, limpiando apresuradamente sus cuencos, pero ninguno sabía más que yo.
Conjurador: Figura legendaria, asociada en la mente secular con el mundo cenobítico, de la que se decía que podía alterar la realidad física por medio de conjuros formados por ciertas palabras o frases codificadas. La idea se remonta a trabajos realizados en el mundo cenobítico antes del Tercer Saqueo. La idea se exageró muchísimo en la cultura popular, donde Conjuradores ficticios (supuestamente relacionados con las tradiciones halikaarnianas) se enfrentaban con sus enemigos mortales, los Rétores (supuestamente relacionados con los procianos), con un estilo más o menos espectacular. Un subvid influyente entre los estudiosos de la historia afirma que la incapacidad de muchos seculares para distinguir entre esos entretenimientos y la realidad fue en gran parte responsable del Tercer Saqueo.
Diccionario, 4ª edición, 3000 a.R.
Unos minutos más tarde, los treinta y dos filles y gransur Tamura nos encontrábamos reunidos en la sala de tiza de Sante Grod, en la que cabían dieciocho.
—¿Vamos a Sante Venster, que es más espaciosa? —propuso sur Ala. Era la jefa autonombrada del equipo de tañedoras… y de todo lo que estuviese al alcance de sus ojos penetrantes. A espaldas de Ala, todos decían que, de la cosecha actual de filles, ella era la que tenía más probabilidades de acabar convertida en Guardiana Regulante.
Gransur Tamura fingió no oírla. Llevaba setenta y cinco años viviendo allí y conocía bien el tamaño de todas las salas disponibles. Habría escogido ésa por alguna razón… Probablemente porque nadie podía ocultar su ignorancia, o su aburrimiento, cuando estaba apretujado en tan poco espacio. No había sitio para convertir las esferas en bancos, y por tanto las mantuvimos reducidas y guardadas bajo los paños.
Me di cuenta de que algunas sures estaban más cerca de lo estrictamente necesario y se olisqueaban mutuamente los hombros. Una de ellas era Tulia, que me gustaba bastante. Yo tenía dieciocho años. Tulia algo menos. Desde hacía algún tiempo soñaba con tener un connubio con ella en cuanto llegase a la edad. Solía mirarla más a menudo de lo estrictamente necesario. En ocasiones ella me miraba. Pero en aquélla, cuando intenté mirarla a los ojos, se esforzó por apartar la vista y los fijó, rojos e hinchados, en la enorme vidriera que había sobre la pizarra. Teniendo en cuenta que fuera era de noche, que la vidriera representaba a sante Grod y a sus ayudantes siendo golpeados con mangueras de goma en los sótanos de alguna oficina de espionaje de la Era Práxica y que Tulia ya se había pasado como un cuarto de su vida en aquella sala, deduje que el propósito no era examinar la ventana.
Duro de entendederas como soy, al fin comprendí que ésa era la última vez que los treinta y dos filles de nuestra cosecha estaríamos juntos, como tales, en toda nuestra vida. Las chicas, con su capacidad sobrenatural para darse cuenta de esas cosas, respondían. Los chicos, con una capacidad igualmente sobrenatural para no entender nada, sólo se sentían afectados en la medida en que las chicas que les gustaban estaban llorando.
Pero gransur Tamura no lo hacía por sentimentalismo.
—Nuestro tema son las Iconografías y sus orígenes —anunció—. Si me quedo satisfactoriamente convencida de que sabéis lo suficiente y comprendéis la importancia de lo que sabéis, entonces tendréis libertad para vagar extramuros durante los diez días de Apert. En caso contrario, permaneceréis en el Claustro por vuestra propia seguridad. Fille Erasmas, ¿qué son las Iconografías y por qué nos preocupan?
¿Por qué gransur Tamura me hacía a mí la primera pregunta? Probablemente porque había estado transcribiendo esas entrevistas con fra Orolo y tenía ventaja sobre los demás. Decidí expresar la respuesta de la siguiente forma:
—Bien, los extras…
—Los seculares —me corrigió Tamura.
—Los seculares saben que existimos. No saben exactamente qué pensar de nosotros. Para ellos la verdad es demasiado complicada para metérsela en la cabeza. En lugar de la verdad, tienen representaciones simplificadas, caricaturas de nosotros. Van y vienen, y es así desde los días de Thelenes. Pero si das un paso atrás y prestas atención, aprecias que ciertos patrones reaparecen una y otra vez, como… atractores en un sistema caótico.
—Déjate de poesía —dijo gransur Tamura con un gesto de exasperación. Risitas. Y tuve que esforzarme por no mirar a Tulia.
Seguí hablando:
—Bien, hace mucho tiempo los avotos que estudian a los extramuros identificaron esos patrones y los pusieron por escrito. Se conocen como Iconografías. Son importantes porque, si sabes qué iconografía lleva en la cabeza un extra en particular… perdón, un secular en particular, te harás una buena idea de qué piensa de nosotros y cómo es probable que reaccione.
Gransur Tamura no dio ninguna señal de que mi respuesta le hubiese gustado o no. Pero apartó la vista, que era lo más que cabía esperar.
—Fille Ostabon —dijo, mirando a un fra de veintiún años con una barba desigual—. ¿Cuál es la Iconografía Temnestriana?
—Es la más antigua —dijo.
—No te he preguntado su antigüedad.
—Surge de una comedia antigua —probó.
—No he preguntado su origen.
—La Iconografía Temnestriana… —volvió a empezar.
—Sé cómo se llama. ¿Qué es?
—Nos describe como payasos —dijo fra Ostabon con algo de brusquedad—. Pero… payasos con un lado siniestro. Es una iconografía en dos fases: al principio nos muestra saltando por ahí armados con redes cazamariposas o buscando formas en las nubes…
—Hablando con las arañas —dijo alguien.
Luego, viendo que gransur Tamura no lo reprendía, alguien más dijo:
—Leyendo libros al revés.
Otro:
—Llenando de orina los tubos de ensayo.
—Así que al principio parece sólo cómica —dijo fra Ostabon, recuperando el protagonismo—. Pero en la segunda fase, aparece un lado oscuro: la seducción de un joven impresionable, una madre responsable conducida a la locura, un líder político llevado a una decisión totalmente estúpida.
—Es una forma de culparnos de la degeneración de la sociedad… convirtiéndonos en los degenerados originales —dijo gransur Tamura—. ¿Su origen, fille Dulien?
—El tejedor de nubes, una obra satírica del dramaturgo de Ethras Temnestra, que se burla de Thelenes y que se usó como prueba en su juicio.
—¿Cómo sabes si alguien con quien te encuentras participa de esa iconografía? ¿Fille Olph?
—Probablemente se muestre educado siempre que la conversación se limite a lo que comprende, pero se mostrará extrañamente hostil si nos ponemos a hablar con abstracciones…
—¿Abstracciones?
—Bien… si decimos algo que nos llega de Nuestra Madre Hylaea.
—¿Grado de peligrosidad en una escala del 1 al 10?
—Considerando lo sucedido a Thelenes, yo diría que 10.
A gransur Tamura no le gustó la respuesta.
—No puedo reprocharte que sobrestimes el riesgo, pero…
—El Poder Secular ejecutó a Thelenes tras un proceso judicial normal… No hubo acciones de la multitud —dijo Lio—, y las acciones de la multitud son más impredecibles y, por tanto, es más difícil defenderse de ellas.
—Muy bien —dijo gransur Tamura, evidentemente sorprendida de oír una respuesta tan razonable de alguien como Lio—. Así que vamos a asignarle una peligrosidad de 8. Fille Halak, ¿cuál es el origen de la Iconografía Doxana?
—Un serial de imágenes animadas de la Era Práxica. Un drama de aventuras sobre una nave espacial militar enviada a una zona remota de la galaxia para impedir que unos alienígenas hostiles estableciesen su hegemonía. La nave quedó varada después de que el motor se estropeara en una emboscada. El capitán de la nave era un hombre apasionado e impetuoso. Su segundo al mando era Dox, un teorético, genial pero frío y desapasionado.
—Fille Jesry, ¿qué dice de nosotros la Iconografía Doxana?
—Que somos útiles para el Poder Secular. Nuestros dones deben celebrarse. Pero nos ciegan o nos lisian, a elegir, por…
—Por las mismas cualidades que nos hacen útiles —dijo fille Tulia. Ésa era la razón por la que no podía sacármela de la cabeza: en un instante podía pasar de lloriquear a ser la persona más inteligente de la sala.
—¿Cómo se identifica a alguien que se encuentra bajo la influencia de la Iconografía Doxana? Fille Tulia otra vez.
—Sienten curiosidad por nuestros conocimientos, se sienten impresionados con nosotros, pero son paternalistas… Están seguros de que debemos subordinarnos a líderes intuitivos y con sentido común.
—¿Nivel de peligrosidad? ¿Fille Branch?
—Muy bajo. Es básicamente la situación en la que vivimos. —Lo que provocó risas, cosa que a gransur Tamura no le gustó mucho.
—Fille Ala, ¿qué aspecto en común tiene la Iconografía Yorrana con la Doxana?
Sur Ala tuvo que pensar un minuto antes de contestar:
—¿También proviene de un serial de entretenimiento de la Era Práxica? Pero en este caso de un libro ilustrado, ¿no es así?
—Más tarde lo convirtieron en imágenes en movimiento —dijo fra Lio.
Alguien le murmuró una pista a Ala y lo recordó todo.
—Sí. A Yorr se le describe como un teorético, pero si piensas en lo que hace es más bien un práxico. Se ha vuelto verde por trabajar con sustancias químicas y de la parte posterior de la cabeza le surge un tentáculo. Siempre lleva una bata blanca de laboratorio. Es un loco criminal. Constantemente planea conquistar el mundo.
—Fra Arsibalt, ¿cuál es la Iconografía de los Rétores?
Estaba más que preparado:
—Están diabólicamente dotados para tergiversar las palabras y confundir a los seculares… o, lo que es peor, para influir en ellos de una forma tan sutil que ni siquiera se dan cuentan. Usan los cenobios unarios para reclutar y educar a sus lacayos, a los que envían al mundo secular a obtener posiciones de influencia como burgos… pero en realidad no son más que marionetas de la conspiración de los Rétores.
—¡Bien, al menos ésta tiene sentido! —exclamó fille Olph.
Todos le miramos para comprobar si bromeaba. Parecía sorprendido.
—¡Supongo que ya sabemos a qué orden te unirás tú! —dijo una sur irritada, que todos sabían que se uniría al Nuevo Círculo.
—¿Porque odia a los procianos o porque es un inepto social? —dijo una de sus compañeras en un tono claramente audible.
—¡Ya basta! —ordenó gransur Tamura—. Los seculares no conocen las diferencias entre nuestras órdenes y por tanto todos nosotros, no sólo los procianos, somos vulnerables a la iconografía que acaba de explicar fra Arsibalt. Sigamos.
Y así seguimos. La Iconografía Muncostrana: teoréticos excntricos, encantadores, despeinados, despistados, con buenas intenciones. La Pendarthana: los fras sabelotodos excitables, nerviosos y metomentodos que simplemente no comprenden la realidad; carentes de valor físico, siempre pierden frente a los seculares, que son más masculinos. La Iconografía Klevana: el teor como un hombre de estado asombrosamente sabio que puede resolver todos los problemas del mundo secular. La Iconografía Baudana: somos una panda de farsantes cínicos que viven lujosamente a costa de las personas normales. La Penthabriana: somos los guardianes de antiguos secretos místicos sobre el universo que se remontan a Cnoüs, y lo que decimos sobre lo teorético no es más que una pantalla de humo para ocultar a las masas ignorantes nuestros verdaderos poderes.
En total había una docena de iconografías que gransur quería comentar. Yo las conocía todas, pero no me había dado cuenta de que eran tantas hasta que nos obligó a repasarlas todas. Especialmente interesante era la clasificación según su peligrosidad relativa. Después de mucho discutir llegamos a la conclusión de que la más peligrosa no era la Yorrana, como cabía esperar, sino la Moshiánica, un híbrido de la Flavana y la Penthabriana: sostenía que saldríamos por las puertas para traer la iluminación al mundo e iniciar una nueva era. Tendía a ser importante cada cien o mil años, cuando la gente se preparaba para la apertura de las puertas de Siglo y de Milenio. Era peligrosa porque las expectativas de la gente crecían hasta el delirio y había muchos peregrinos y mucha atención.
Debido a mi trabajo con fra Orolo, sabía que la Iconografía Moshiánica estaba en auge… por el llamado Guardián del Cielo. Los jerarcas eran conscientes de la situación y el Guardián Fensor le había pedido a gransur Tamura que organizase aquel coloquio.
Al final, concedió permiso a toda la cosecha para salir extramuros durante Apert, lo que no sorprendió a nadie: la amenaza de mantenernos encerrados sólo había sido para controlarnos.
La verdad es que el debate había sido más que interesante y sólo lo dejamos al oír la campana de toque de queda. Era parte de nuestra Disciplina que nunca debíamos dormir dos noches seguidas en la misma celda. Cada noche, en una pizarra del Refectorio, se indicaba quién dormía dónde. Teníamos que volver allí para saber dónde dormiríamos y con quién. Por tanto, todo el grupo abandonó la sala de tiza y dio la vuelta al Claustro, charlando y riendo sobre Dox, Yorr y todos los demás personajes graciosos que los extras se habían inventado para darnos sentido. Los fras y sures de mayor edad se sentaban en bancos que miraban al Claustro, montando sandalias —uno de nuestros trabajos habituales— y mirándonos mal.
Era importante que no permitiese que ninguno de los ensambladores de sandalias me mirase a los ojos, así que aparté la vista. Vi a fra Orolo salir de otra de las salas de tiza con un montón de hojas llenas de cálculos bajo el brazo. Iba a tomar una dirección, pero luego, al ver a nuestro grupo, decidió ir por el jardín y se marchó hacia la Seo. Lo que me provocó un cosquilleo, porque cierta tablilla de la nebulosa de Sante Tancred acumulaba polvo sobre una mesa en la sala de trabajo del astrohenge, sujetando un par de hojas manchadas con notas inconclusas y otras muestras de mi letra. Seguro que Orolo se daría cuenta y sabría que llevaba días sin trabajar.
Unos minutos más tarde me encontraba en la celda que esa noche compartiría con otros dos fras, envolviéndome en mi paño y convirtiendo la esfera en almohada. Allí tendido, intentando dormir, lo lógico hubiese sido que pensase en Apert y en las Iconografías. Pero ver a fra Orolo en el Claustro me había recordado la frase escurridiza que fra Corlandin había dicho durante la cena y que yo me había tragado sin pensar. Se había convertido en uno de esos pensamientos que llegan sin invitación y del que no sabía cómo librarme.
«He oído», había dicho fra Corlandin. Pero mi diálogo con Orolo había tenido lugar apenas una hora antes de la cena. ¿Cuál de los testigos había ido corriendo a contar la historia a la sede del Nuevo Círculo? ¿Por qué les importaba?
Hasta el año anterior, Corlandin había mantenido un connubio con sur Trestanas, también del Nuevo Círculo. Luego un día las campanas habían anunciado el auto de Regred, lo que significaba que alguien había decidido retirarse. Nos habíamos reunido en la Seo y el Primado había dicho un nombre: el de nuestro Guardián Regulante. A pesar de todas las penitencias que ese hombre nos había impuesto a lo largo de los años, todos sentimos pena al cantar en el auto, porque había sido razonable y sabio.
Statho —el Primado— había nombrado a sur Trestanas como nueva Guardiana Regulante. Había sido un poco desconcertante, porque era joven, pero no fue una decisión controvertida, ya que todos sabían que era inteligente. Se trasladó al complejo del Primado, donde disponía de una celda para ella sola y comía con los otros jerarcas. Pero corría el rumor de que continuaba su connubio con fra Corlandin. Algunos avotos, de naturaleza suspicaz, creían que los jerarcas tenían dispositivos por todo el concento que les permitían oír lo que decíamos. Creer algo así era una moda que iba y venía dependiendo de lo que se opinase de los jerarcas. Estaba en auge desde el nombramiento de sur Trestanas como Guardiana Regulante. En aquel momento me resultó imposible no pensarlo. Quizás ella hubiese oído mi diálogo con Orolo y se lo hubiese comunicado a Corlandin.
Por otra parte (dijo la parte de mi mente que rogaba para que esas ideas se fuesen), debía admitir que incluso a mí me había resultado extraño que Orolo se interesase de pronto por errores de traducción del orto antiguo.
«¿Quién hubiese dicho que nuestro cosmógrafo era un entusiasta de las lenguas muertas?» Bien, «entusiasta» era una de esas palabras inmortales que habían llegado sin cambios desde el proto orto hasta el flújico. En flújico —que era el significado que al principio creía que Corlandin le había atribuido— simplemente quiere decir que te gusta algo. Sin embargo, no era muy amable su significado en proto orto aplicado a un fra, sobre todo a un teorético como Orolo. Y decir «lenguas muertas» era una forma muy curiosa de expresarlo. ¿Estaba realmente muerta si Orolo la leía? Y si Orolo tenía razón con respecto a la traducción, entonces, decir que el original estaba «muerto», ¿no era la forma que tenía Corlandin de dejar algo claro… y hacerlo de una forma muy taimada, sin molestarse en demostrarlo?
Después de lo que me parecieron horas despierto y dándole vueltas a todo esto, tuve la altavisión de que lo que me decía fra Orolo —aunque me diera vergüenza o me doliera— nunca me hacía pelearme por las noches con mi paño como habían logrado esas palabras de fra Corlandin. Lo que me hizo pensar que sería mejor que me uniera a los edharianos.
Si los edharianos me aceptaban, por supuesto. No tenía demasiado claro que fuesen a hacerlo. Yo nunca había sido tan rápido entendiendo la teorética pura como otros filles. Tenían que haberse dado cuenta. Me pregunté por qué gransur Tamura me había hecho la primera pregunta, la más fácil. ¿Era porque pensaba que no podría resolver nada más difícil? ¿Por qué Orolo me tenía trabajando de amanuense en lugar de ocuparme con teorética? ¿Por qué Corlandin intentaba reclutarme? Juntándolo todo, llegué a la conclusión de que todos sabían que no valía para la Orden Edhariana y algunos intentaban hacérmelo saber con suavidad.