—Sí, Tulia, te oigo perfectamente. Buenos días, o lo que sea donde estés.

—Es de noche —dijo—. Nos encontramos en un cobertizo de herramientas de una granja, a mil millas al suroeste de Tredegarh. ¿A qué se ha debido el retraso?

—Disfrutábamos de la vista y celebrábamos una fiesta —dije—. ¿En qué habéis estado invirtiendo el tiempo? ¿Qué hace la Célula 87 en ese cobertizo?

—Lo que haga falta para facilitaros las cosas.

—Tulia, no sabía que fueses tan servicial, tan obediente…

—Parece que necesitas orinar. ¿Qué te lo impide?

—Ahora mismo me pongo a ello.

—¿Hay alguna razón para que tengas el pulso tan acelerado?

—La verdad, no se me ocurre nada…

—No me lo cuentes —dijo—. Aquí tienes una imagen de la masa en la que os encontráis… examínala mientras meas. —Y, tal como lo dijo, mi pantalla se llenó con una representación tridimensional de una enorme esfera plateada con un batiburrillo de soportes, bolas de pelusa y cargas de colores pegado a un lado—. Aquí estás tú. —Mi nombre apareció en amarillo—. Aquí es donde tienes que estar. —Al otro lado de la mezcolanza una carga se puso a parpadear—. Hemos calculado la ruta más eficaz. —Apareció, uniendo mi nombre con el destino.

—No parece muy eficaz —dije.

Me cortó.

—Hay cosas que tú no sabes. Cada uno de los miembros de tu célula debe seguir una ruta diferente hasta una carga diferente. Ésta está optimizada para minimizar las interferencias.

—Acepto la corrección.

Como a medio camino de mi ruta apareció una caja roja parpadeante.

—¿Qué es eso rojo? —pregunté.

Habló con alguien en el cobertizo y luego me respondió:

—Una de las cargas tiene una esquina cortante que debes evitar. No te preocupes, te iré guiando.

—Vaya, gracias.

Moviendo papeles anunció:

—Voy a guiarte en el proceso de soltarte del S2-35B.

—Aquí arriba lo llamamos monifik.

—Lo que sea. Levanta la mano derecha hasta el cierre situado sobre tu clavícula izquierda…

Describiré lo que hicimos a continuación como si lo hubiésemos hecho directamente. Pero en realidad, fue una hora entera de trabajo en un día de veinticuatro.

Pero habrían sido días de veinticuatro horas de trabajo de no haber contado con las células de apoyo en el suelo, siguiendo lo que hacíamos y buscando formas de simplificarlo. Durante los descansos que nuestros médicos privados nos obligaban a hacer sin piedad, descubrí que la célula de apoyo de Arsibalt estaba en una piscina, cerca de un subvid parroquial kelx, y la de Lio en un drumón sin ningún distintivo aparcado en un centro de mantenimiento. Y como me fue quedando claro muy lentamente, cada una de esas células a su vez contaba con el apoyo de una red de células distribuidas por todo el Antienjambre.

El trabajo se inició soltando y ordenando los materiales que habíamos recogido durante los primeros y febriles veinte minutos. Sur Vay cuidó de Jules Verne Durand y fra Jad. Los dos estaban bien. El laterrano, débil por falta de alimento, era el que más había sufrido en el viaje a órbita. Simplemente tardó más en volver a ser el mismo. Realmente no estaba claro qué le había pasado a fra Jad. Durante un rato no respondió, aunque sus signos vitales se encontraban dentro de los márgenes aceptables y tenía los ojos abiertos. Finalmente pidió a sur Vay que dejase de incordiarle. Luego se desconectó de la retícula y durante una hora no hizo nada. Finalmente empezó a moverse y participó en el desempaquetamiento. Me pregunté quién formaba parte de su célula de apoyo.

Quitamos las bolas de pelusa, las enrollamos y las apartamos. Unimos las cargas con policinta, simplemente para evitar que se saliesen del globo y delatasen nuestra posición. Unimos el conjunto de cargas a un monifik y empleamos sus impulsores para mantener la posición. Debido a la reducida masa y la gran fricción del globo, nos apartábamos inevitablemente de su protección y, para evitarlo, activábamos de vez en cuando los impulsores para reducir la velocidad. Si lo hacíamos durante más de un par de días, reentraríamos en la atmósfera junto con el globo, y se produciría una especie de carrera por comprobar qué nos mataba primero, si la incineración o la desaceleración. No teníamos intención de quedarnos tanto tiempo.

Arsibalt, Osa y yo montamos el señuelo mientras el resto de la Célula 317 montaba el Frío Espejo Negro.

El señuelo se montó sobre una base compuesta por siete monifikes unidos en disposición hexagonal. Recogimos combustible de las cargas azules, de la misma forma que antes sur Esma había recogido el agua, y lo cargamos en los tanques del señuelo.

Con eso resolvimos la propulsión. En esa plataforma colocamos lo que parecía un rollo enorme de tela: una estructura hinchable que había venido en otra carga. Tenía una cremallera a un lado. La abrimos y metimos dentro todo lo que no necesitábamos: redes, material de embalaje sobrante, piezas de otros monifikes. También cuatro maniquíes vestidos con mono. Cerramos la cremallera para evitar que la basura se saliese y la abríamos de vez en cuando, siempre que los otros miembros del equipo daban con algo de lo que querían deshacerse. Pero no inflamos la estructura todavía, porque en aquel lado del globo había poco espacio y se iba reduciendo más a medida que el Frío Espejo Negro tomaba forma.

Mi descripción del Frío Espejo Negro puede que dé la impresión de que era pesado, pero como todo lo demás, no pesaba prácticamente nada porque estaba hecho de soportes hinchables, cables de memoria, membranas y aerogeles. Era cuadrado, de cincuenta pies de lado. Su superficie superior era perfectamente plana (una membrana tensada como la piel de un tambor sobre el filo de unos cuchillos) y perfectamente reflectante. Estaba fabricado con un material que no sólo reflejaría la luz visible sino también las microondas… las frecuencias que los Geómetras usaban para el radar. Cuando saliésemos de detrás del globo, lo colocaríamos entre nosotros y la Daban Urnud, pero en ángulo, como el tejado de un cobertizo, de forma que los rayos del radar se reflejaran en otra dirección al pasar a nuestro lado. Seguiríamos provocando un enorme eco, pero jamás llegaría a la Daban Urnud y nunca aparecería en sus pantallas.

Siempre que tuviésemos cuidado con la dirección en la que apuntábamos el espejo, seríamos indistinguibles del fondo del espacio, porque el espejo estaría reflejando una parte del mismo y todo él tenía más o menos el mismo aspecto: negro. Si ampliaban nuestra imagen con un telescopio bueno de verdad, podrían darse cuenta de que una o dos estrellas no estaban en el lugar correcto. Pero era poco probable.

La cosa sería muy diferente cuando pasásemos entre la Daban Urnud y la superficie luminosa de Arbre, pero teníamos la esperanza de que un trozo de oscuridad absoluta de cincuenta por cincuenta pies pasara desapercibido contra un fondo de ocho mil millas de ancho. Sería como una bacteria sobre un plato.

Si el espejo se hubiese calentado, habría emitido luz infrarroja que los Geómetras habrían podido percibir; por tanto, gran parte del ingenio invertido en su diseño se había dedicado a mantenerlo frío. Estaba recubierto de enfriadores de estado sólido que la nuclear hacía funcionar. La nuclear, como había mencionado Jesry, producía mucho calor residual. Éste habría parecido un casino en el infrarrojo, de haber sido tan tontos como para enseñárselo a la Daban Urnud, pero, siempre que mantuviésemos los radiadores ocultos tras el Frío Espejo Negro y apuntásemos la radiación hacia Arbre, los Geómetras no tendrían línea de visión que les permitiese detectar nada.

La propulsión, para ponernos en marcha, eran tres monifikes recuperados y un rollo de cable. Nuestros trajes espaciales harían de camarote, cama, retrete, Refectorio, farmacia y centro de entretenimiento.

Pero no de Claustro. El viaje espacial tiene muchos aspectos interesantes, pero la tranquila contemplación no es uno de ellos. Durante Apert, y luego al ser Evocados, lo peor del impacto cultural habían sido los cismex. Eran incontables las veces que me había dicho a mí mismo: «¡Gracias a Cartas que no estoy encadenado a uno de esos cacharros horribles!» Pero aquello era como vivir dentro de un cismex: un super-ultra-mega cismex cuya pantalla rodeara por completo tu campo de visión, cuyos altavoces estuviesen conectados a tus oídos, cuyos micrófonos transmitiesen cada palabra, aliento y jadeo a unos oyentes atentos al otro lado de la línea. Una parte incluso estaba dentro de mí: el enorme transmisor de temperatura.

Sólo nos permitían trabajar dos horas antes de obligarnos a descansar. Y, empecé a sospechar tras el segundo o tercero de esos descansos, no era tanto para que descansaran nuestros cuerpos como para que descansaran nuestras almas del apabullante, incontenible e irritante caudal de información que nos llegaba continuamente a oídos y ojos.

Curiosamente, en cuanto tenía un momento de paz, lo único que quería era hablar con alguien. De la forma normal:

—¿Tulia? ¿Estás ahí?

—¡Me sorprende que no te hayas quedado dormido! —bromeó—. Vamos retrasados… ¡Ponte a ello y relájate!

No me reí.

—Lo siento —dijo—, ¿qué pasa?

—Nada. Sólo pensaba. Nada más.

—Ajá.

—¿Somos las personas más adecuadas de todo Arbre para estar aquí arriba haciendo esto?

—Oh, es una decisión que se tomó, y la respuesta es que sí.

—Pero ¿cómo se tomó? Espera, lo sé: Ala obligó a tragar a un comité.

—Quizá no lo obligaron a tragar —dijo Tulia, y el desagrado que noté en su voz me hizo sonreír—. Pero tienes razón en que Ala tuvo mucho que ver.

—Vale. Nada de tragar. Pero apuesto a que tampoco fue dulce persuasión. No fue un diálogo racional. No con esa gente.

—Te sorprendería lo bien que funciona un diálogo racional con los militares en tiempos de guerra.

—Pero los militares debieron de decir: «Mira, evidentemente es un trabajo para nuestros chicos. Para comandos. No para un montón de avotos, un Ati renegado y un alienígena muerto de hambre.»

—Había… hay… un equipo de reserva —admitió Tulia—. Creo que todos sus miembros son militares. Con el mismo entrenamiento que vosotros.

—Entonces, ¿cómo se tomó la decisión de darnos a nosotros los trajes, los monifikes?

—En parte por la cuestión del lenguaje. Jules Verne Durand es una pieza valiosa. Habla orto. No habla flújico. Así que al menos algunos miembros del equipo debían hablar orto. En un equipo bilingüe habría todo tipo de problemas.

—Hum, así que probablemente nosotros fuésemos la segunda opción hasta que Jules nos cayó encima.

—No nos cayó encima —me recordó Tulia—. Vosotros…

—Sea como sea, me sigue asombrando que los Panjandrumes considerasen siquiera la idea, dado que tienen comandos y astronautas que saben hacer estas cosas.

—Pero, Raz, vosotros sois educables, podéis aprender «estas cosas», si te refieres a maniobrar el S2-35B y a montar el Frío Espejo Negro. Has pasado toda tu vida, desde la recolección, volviéndote educable.

—Bien, quizás en eso tengas razón —dije, recordando la visión antes inconcebible de fra Arsibalt activando un reactor nuclear.

—Pero lo importante, y me limito a suponer cómo lo hubiera expresado Ala, es que toda la misión, el viaje en el que participáis, no va a ser sólo esto. Cuando lleguéis a vuestro destino, ¿quién sabe lo que tendréis que hacer? Y tendréis que recurrir a todo lo que sabéis… a toda las habilidades que habéis adquirido desde que os convertisteis en filles.

—Desde que me convertí en fille… ¡bien, es mucho tiempo!

—Sí —dijo ella—. El otro día lo pensaba. Recorrer el laberinto. Salir al sol. Gransur Tamura dándome la mano, preparándome un cuenco de sopa. Y recuerdo tu recolección.

—Me enseñaste cómo era aquello —recordé—, como si llevases cien años viviendo allí. Creía que eras una Milésima.

Oí un sollozo al otro lado de la conexión y cerré los ojos un minuto. El traje estaba diseñado para ocuparse de todas las funciones excretoras excepto de las lágrimas.

¿Cómo había podido ser tan estúpido como para pensar que podía mantener un connubio con Tulia? Eso sí que hubiese sido un desastre.

—¿Hablas con Ala? ¿Mantienes el contacto? —pregunté.

—Probablemente podría hacerlo si fuese necesario —respondió—, pero no lo he intentando.

—Has estado ocupada —dije.

—Sí. Y cuando vuestra célula saltó al espacio, ella se volvió muy importante. Está ocupada de veras.

—Bien… espero que esté ocupada decidiendo qué vamos a hacer cuando lleguemos.

—Estoy segura de que así es —dijo Tulia—. No te puedes ni imaginar con qué seriedad se toma la responsabilidad por lo que… por lo sucedido.

—De hecho, me hago una idea bastante aproximada —dije—, y sé que le preocupa que muramos todos. Pero, si viese lo bien que la célula está trabajando, tendría esperanza.

Una vez más nos ocultamos tras Arbre. Había perdido la cuenta de cuántas veces habíamos entrado y salido de la línea de visión de la Daban Urnud. Los otros se estaban abrochando a la estructura de impulso del Frío Espejo Negro. Yo estaba debajo del señuelo, repasando los últimos diecisiete puntos de una lista de comprobación que tenía doscientas líneas.

—Tirando del cable de inflado —dije, y lo hice—. Hecho. —No podía oír el silbido del aire escapando al espacio, pero podía sentirlo en la mano que sostenía la estructura del señuelo.

—Vale —contestó Lio.

—Comprobando proceso de inflado —dije, leyendo sin interés la siguiente línea de tecnogilypollez. Los lánguidos rollos de tela pintada que durante el último día habíamos estado usando como receptáculos de basura se agitaron y empezaron a cobrar cierta rigidez a medida que los soportes interiores se llenaban de gas y se endurecían. Durante un rato temí que saliera mal, que no hubiese gas suficiente o algo así, pero finalmente se desplegó.

—¿Situación? —preguntó Lio. Debajo del espejo no podía ver nada.

—La situación es que es tan hermoso que me encantaría subirme a él e ir de paseo.

—Vale.

—Inicio de la inspección visual —dije. Pasé varios minutos recorriéndolo, admirando sus «impulsores» de origami, sus «antenas» de papel, cable de memoria y polipelícula, sus «quemaduras» pintadas a mano y demás maravillas del mundo teatral que habían mantenido entretenidos a los Laboratoriums del Convox durante semanas. Encontré un «impulsor» que no se había desplegado y lo solté con mis esquelededos. Moví un soporte doblado hasta que se hinchó adecuadamente. Quité una tira colgante de papel de cocina—. Está bien —anuncié.

—Vale.

El resto de los puntos de la lista eran sobre todo comprobaciones de apertura de válvulas y de presión entre los motores. Era consciente de que el fallo de una tubería podía matarme, pero tenía que hacerlo.

—Diez minutos para línea de visión.

El último paso era establecer un temporizador para cinco minutos e iniciar la cuenta atrás. El «vale» final de Lio seguía en mis oídos cuando sentí un tremendo tirón en mi cuerda de seguridad: Osa me arrastraba. Unos segundos después me encontraba bajo el Espejo y los otros me ataban con correas como si yo fuese un loco homicida al final de un largo día de persecución. Las comunicaciones se habían convertido en una serie de listas de comprobación y anuncios cortos.

—Ocho minutos para línea de visión. —El airbag del traje se hinchó. Hubo un destello de luz cuando se encendieron los motores del Espejo y noté un empujón en la espalda. Como siempre, teníamos la cara mirando en sentido contrario, así que no podíamos ver nada de lo que sucedía. Pero en esa ocasión teníamos un motus y vimos el globo y el señuelo perdiéndose en la distancia. Cuando el temporizador terminó la cuenta de los cinco minutos, el señuelo estaba tan lejos que sólo distinguimos un único píxel blancoazulado cuando se encendieron sus motores.

Unos minutos después, los Geómetras también podían verlo. Porque para entonces la órbita de la Daban Urnud lo había colocado en la línea de visión.

Nuestros motores habían cumplido con la misión de lanzarnos a una trayectoria que nos colocaría a la misma altitud que los Geómetras. No volveríamos a usarlos. Así que estábamos de nuevo en caída libre. Las bolsas de aire del traje se desinflaron.

Solté un par de correas y me giré para ver el señuelo. Sus motores siguieron encendidos un minuto más, como si intentase por todos los medios subir desde una órbita baja e interceptar la trayectoria de la Daban Urnud.

Luego explotó.

Se suponía que así debía ser. En lugar de esperar a que el Pedestal hiciese algo al respecto (algo que no podíamos predecir, algo que podía afectarnos negativamente) los diseñadores de la misión habían programado deliberadamente los motores para abrir la válvula incorrecta en el momento equivocado. Así que estalló. No hubo mucho fuego y evidentemente no oímos la explosión. El objeto se convirtió en una confusión de restos que se expandía con rapidez y dejó de existir. Sólo minutos después vimos líneas de fuego cuando algunos trozos empezaron a caer a la atmósfera. Esperábamos que el Pedestal creyese que nuestra patética jugada había fracasado por el fallo de un motor (lo que era muy plausible) y que emplease todos sus sensores para grabar imágenes de los restos, recopilando celosamente toda la información que pudiese antes de que la atmósfera la reclamase y la quemase. El Frío Espejo Negro no lo verían.

La siguiente fase del viaje duró varios días. No pudo ser más diferente de las primeras veinticuatro horas. Ya no disponíamos de la conexión de banda ancha con la superficie. Entre eso y que no había mucho que hacer, las cosas se calmaron.

El impulso nos había sacado del refugio del globo y nos había colocado en una curiosa situación con respecto a la Daban Urnud, un poco como un pájaro que vuela para chocar con un avión. Llegaríamos a la Daban Urnud, pero, si no queríamos acabar cubriendo su superficie de carne congelada y reseca, antes tendríamos que reducir un poco.

Cualquier otra misión espacial lo hubiese logrado con un breve encendido del motor en el último minuto, seguido de cierta habilidad con los propulsores de maniobra. Como nosotros queríamos llegar sin ser vistos, eso no nos valía. Precisábamos de una forma de propulsarnos que no requiriese de la eyaculación súbita de gases muy calientes.

El Convox había encontrado la respuesta: un cable electrodinámico, que no era más que una cuerda con un peso en un extremo y electricidad fluyendo por ella en una dirección. El cable en sí tenía cinco millas de longitud. Era delgado, pero fuerte, similar a nuestros cordones. Para mantenerlo tenso teníamos que ponerle un peso en un extremo. El peso eran los ya agotados e inútiles monifikes, ocultos bajo una versión más pequeña y simple del Frío Espejo Negro. Por tanto, nuestra primera tarea una vez que abandonamos el globo fue fabricar un cuerpo compacto con los monifikes, colocarles otro espejo encima y unirlos al final del cable. Esperamos a que Arbre estuviese entre nosotros y la Daban Urnud antes de comenzar la parte más delicada, rayana en la locura, de la operación: darnos impulso a nosotros mismos y emplear la fuerza centrífuga resultante para soltar las cinco millas de cable. Durante unos minutos fue aterrador y horrible, hasta que nosotros y el contrapeso nos separamos un poco. Eso redujo el ritmo al que girábamos alrededor de nuestro centro común de gravedad, de forma que Arbre no pasaba tan frecuentemente a nuestro lado. Cuando el contrapeso estuvo al final de la cuerda, la rotación se había reducido hasta el punto de que casi no la percibíamos. A partir de ese momento, giraríamos exactamente una vez con cada órbita, lo que simplemente significaba que el contrapeso siempre estaba a cinco millas por «debajo» de nosotros, el cable estaba orientado verticalmente y el Frío Espejo Negro siempre estaba por «encima» de nosotros… donde queríamos que estuviese. Aquella lenta rotación producía una pseudogravedad equivalente a una centésima parte de la que hubiéramos sentido sobre la superficie de Arbre, así que tanto nosotros como cuanto teníamos habría «caído» lentamente hacia arriba, alejándonos del planeta, de no haberlo impedido algo. Ese algo era la estructura de tubos de soporte inflados que mantenía plano el Frío Espejo Negro. Chocábamos contra él y allí nos quedábamos, como una brisa imperceptible presionando un papel contra una valla.

Poco después de completar la maniobra, pasamos a la zona nocturna de Arbre, lo que nos ofreció un punto de vista excelente cuando el Pedestal embarró todas las grandes instalaciones de lanzamiento orbital que había alrededor del ecuador de Arbre. El planeta estaba en su mayoría a oscuras, con venas y masas de luz en las zonas de temperatura moderada de las masas de tierra donde tendía a vivir la gente. Las barras entrantes trazaron líneas brillantes sobre ese fondo, como si los dioses ctónicos, atrapados bajo la corteza de Arbre, estuviesen liberándose usando sopletes de corte. Cuando una barra se hundía en el suelo, su brillo desaparecía un momento para luego renacer como una flor hemisférica de luz más caliente y roja: comparable a una explosión nuclear, pero sin radiactividad. Pasamos por encima del lugar de lanzamiento donde Jesry había iniciado su primer viaje al espacio y contemplamos perfectamente un puño naranja que venía hacia nosotros. En ese momento Jesry se ocupaba del asistente, pero al pasar por encima dejó su labor unos minutos para prestar atención.

Oí un débil chasquido mecánico y vi que Arsibalt había conectado un cable corto a la parte delantera de mi traje. Así nos hablaríamos a partir de entonces. Incluso el inalámbrico de corto alcance se consideraba un riesgo excesivo. Así que nos conectábamos físicamente, traje a traje, usando cables. Tampoco disponíamos ya del gran canal 24/7 con el suelo. Sammann estaba activando una conexión que mandaba información, lenta y esporádicamente, por un estrecho rayo de línea de visión que los Geómetras no podrían detectar. Por tanto, si a partir de aquel momento la Célula 87 tenía algo que decirme, lo diría en forma de mensaje de texto que aparecería en la pantalla virtual de mi visor… pero no en tiempo real. Me habían dicho que esperase retrasos de dos horas. Y si no nos conectábamos con cable a la retícula, no podíamos recibir ni enviar nada.

—Es como estar en la cuerda floja —comentó Arsibalt. Por costumbre le miré a la cara, pero no vi nada excepto el reflejo distorsionado de una nube en forma de hongo. Así que miré a la pantalla montada en el pecho y vi su rostro, mirando Arbre y luego a mí, más o menos.

Me tomé un momento para prepararme. Era la primera verdadera conversación (es decir, privada) que mantenía desde hacía días. Desde que me había tragado la Gran Píldora y me había metido en el traje, todos los sonidos que había emitido, todos los latidos de mi corazón, todos los sorbos de agua habían sido registrados y enviados en tiempo real a algún otro lugar. Había adoptado la costumbre de dar por supuesto que todos los Panjandrumes controlaban cada palabra que pronunciaba, la discutían en comité y la almacenaban para la eternidad. Aquélla no era forma de mantener una conversación sincera e interesante. Pero rápidamente me había hecho a no tener en mis oídos las voces de la Célula 87. Y ahora Arsibalt y yo teníamos la oportunidad de hablar. Nadie más estaba conectado a nosotros. Estábamos solos, juntos, como si paseásemos entre los árboles de páginas de Edhar.

Lo de la «cuerda floja» era un juego de palabras: una descripción del cable que acabábamos de desplegar. Pero, claro está, Arsibalt se refería a algo más.

—Sí —dije—, mientras abríamos una carga tras otra, he prestado atención a todo lo que pudiese servir como… —Callé antes de emplear la astrojerga. Había estado a punto de decir «sistema de desaceleración y reentrada atmosférica», pero hubiese sonado tan mal allí como entre los árboles de páginas.

Arsibalt terminó la frase por mí:

—Forma de bajar.

—Sí. Ya lo hemos abierto todo y hemos tirado la mayoría, quedándonos con lo mínimo básico, y está claro que aquí no queda nada para volver a Arbre. Nunca lo ha habido. —Lo pensé mientras observaba otro hongo moviéndose por debajo, diluyéndose con rapidez y disolviéndose como la aurora en la fría atmósfera superior.

Arsibalt retomó el hilo de la conversación:

—Así que supusiste que luego enviarían un vehículo de reentrada a recogernos… lanzándolo, digamos, desde ahí o desde ahí. —Señaló el hongo que habíamos pasado, luego otro nuevo que surgía unos miles de millas al este—. O desde donde va ésa. —Se refería, evidentemente, a una barra que atravesaba en ese momento la atmósfera. No sé a qué dio. Quizás a una fábrica de cohetes.

Evidentemente, Arsibalt pretendía decir que ya estábamos todos muertos, sin rescate posible, a menos que pudiésemos llegar a la Daban Urnud. Me molestó, sólo un poco, que él hubiese sido un poco más rápido en darse cuenta. Y también me preparé para pasar diez horas conectado a Arsibalt, intentando convencerle de que saliera de su estado de histeria, persuadiéndole para tomar sedantes que, suponía, debían de estar almacenados en algún lugar del traje.

Pero no se trataba de eso. Comprendía la realidad de nuestra situación tan claramente como era posible… mejor que yo. Pero no estaba disgustado. Más bien estaba desconcertado.

—Cuando nos Evocaron —le recordé— dijiste que los rumores eran que nos llevarían a una cámara de gas.

—Efectivamente —dijo—. Pero yo imaginaba algo mucho más simple… más rápido, más… barato.

Era uno de esos chistes que pierden la gracia si te ríes en voz alta. Deseé que Jesry y Lio pudiesen participar. Pero poco después la conversación perdió fuelle. Arsibalt se desconectó y se puso a conectarse a los otros, como si pasara de mesa en mesa en el Refectorio.

Estaba conectado a Jesry cuando éste aplicó corriente al cable. Era cuestión de enviar corriente eléctrica por él hasta el otro extremo. Por supuesto, para disponer de un circuito eléctrico hacía falta un modo de que esos electrones volviesen a la nuclear. Normalmente, hubiese sido cuestión de situar un segundo cable, paralelo al primero… como los de una lámpara. Pero allí eso no nos hubiese servido para lo que queríamos hacer. Por suerte, nos encontrábamos en la ionosfera: la parte superior de la atmósfera, ionizada permanentemente por la radiación solar, que conducía la electricidad. El camino de regreso era gratis. La corriente fluía en una dirección por el cable. En consecuencia, interactuaba con el campo magnético de Arbre de tal forma que generaba un impulso. No muy grande, ni de lejos como un motor de cohete, pero, al contrario que un motor de cohete, podíamos mantenerlo continuamente durante días y, dando vueltas, llegar gradualmente a la órbita deseaba: todavía, tanto tiempo después, la órbita que Ala y yo habíamos visto que ocupaba la Daban Urnud, aquel día en el Præsidium, siguiendo las motas de luz sobre el papel.

Ya que Arsibalt estaba conectado a Jesry, actuó como comunicador para los demás, agitando los brazos para llamar nuestra atención y haciendo el gesto de que nos agarrásemos a algo. Luego contó atrás con los dedos. En «cinco», una de sus esquelemanos le sobraba ya y la empleó para agarrar el asa del panel de control de la nuclear. En «uno» se agarró con la otra mano mientras Jesry le daba a un interruptor. El resultado no fue espectacular pero sí perfectamente claro: vimos que el cable se arqueaba ligeramente, como una cuerda tensa al viento. Al hacerlo, el Frío Espejo Negro se inclinó un poco y adoptó un nuevo ángulo. Había dejado de mirar directamente a la superficie de Arbre y ahora se ladeaba casi imperceptiblemente. Y eso fue todo. Teníamos impulso, como si Jesry hubiese encendido un motor de cohete. Pero era un impulso demasiado sutil para que lo sintiésemos con el cuerpo, y tendría que actuar durante días para dar algún resultado.

Una vez hecho esto, tuve algunos momentos para pensar en lo que Arsibalt había dicho. Incluso teniendo en cuenta los problemas médicos de Jules y Jad y mí aventura con la nuclear, había que decir que el lanzamiento, el montaje del Frío Espejo Negro, el disparo del señuelo y el despliegue del cable habían salido bastante mejor de lo que cabía esperar. No había muerto nadie, ni nadie había desaparecido misteriosamente. No había habido accidentes, nadie se había alejado más allá de todo posible rescate, habíamos recuperado tantas cargas como eran necesarias. Como todo aquello había sido lo más evidentemente arriesgado, me había mejorado el humor. Pero diez segundos de reflexión me bastaron para entender que aquélla era una misión suicida.

Dominio causal: Un conjunto de cosas mutuamente conectadas en una red de relaciones de causa y efecto.

Diccionario, 4ª edición, 3000 a.R.

Evolucionaron las convenciones sociales. Yo había pensado que alguien podía tomárselo mal si dos o tres nos conectábamos para mantener una conversación privada. Pero no me molesté cuando vi a Lio hablando con Osa o a Sammann con Jules Verne Durand, y pronto quedó claro que todos los miembros de la célula estaban encantados de preservar la intimidad de los demás. Sammann extendió sobre la estructura una red de cables para que todos nos pudiésemos conectar cuando fuese necesario mantener una reunión, y acordamos hacerlo cada ocho horas. El intervalo entre esas reuniones era de libre disposición. Cada uno de nosotros intentó dedicar al sueño uno de cada tres, pero no nos salía muy bien. Yo creía que era el único con problemas para dormir hasta que Arsibalt se me acercó durante un periodo de descanso y se me conectó.

—¿Duermes, Raz?

—Ya no.

—¿Dormías?

—No. La verdad es que no. ¿Qué tal tú?

Hasta ese punto había sido igual, palabra por palabra, que las conversaciones que solíamos mantener en plena noche cuando éramos filles recién recolectados, tendidos en celdas desconocidas, intentando dormir. Pero entonces dio un giro:

—Es difícil saberlo —dijo Arsibalt—. No me da la impresión de que aquí arriba esté siguiendo un ciclo normal de sueño y vigilia. Francamente, ya no sé distinguir entre dormir y estar despierto.

—Bien, ¿qué sueñas?

—Sueño con todo lo que podría haber salido mal…

—Pero ¿no ha salido mal?

—Exacto, Raz.

—Todavía no he oído la historia completa de cómo rescataste a Jad.

—Yo ni siquiera estoy seguro de poder relatarla coherentemente. —Suspiró—. Tengo en la cabeza una confusión de momentos en que pensé o hice cosas… y cada uno de esos momentos, Raz, podría haber tenido otro resultado. Y todos esos resultados hubieran sido malos. Estoy completamente seguro. Lo veo mentalmente una y otra vez. Y en cada caso, resulta que hice lo adecuado.

—Bien, es un poco como el principio antrópico, ¿no? —comenté—. Si algo hubiese sido un poco diferente, tú estarías muerto… y por tanto no tendrías cerebro para recordarlo.

Durante un rato Arsibalt no dijo nada para luego suspirar.

—Esa explicación es tan insatisfactoria como suelen serlo las explicaciones que recurren al principio antrópico. Prefiero la explicación alternativa.

—¿Que es?

—No sólo soy genial, sino que me porto de fábula bajo presión.

Decidí dejarlo pasar.

—Yo he tenido sueños —admití—, sueños en los que todo es igual, excepto que tú y Jad no estáis aquí porque habéis muerto.

—Sí, y yo he tenido sueños en los que dejo ir a Jad porque no puedo tirar de él y le veo arder en la atmósfera. Y otros sueños en los que tú no lo logras. Recuperamos la nuclear, pero tú has desaparecido.

—Pero cuando despiertas…

—Despierto y os veo a Jad y a ti. Pero la frontera entre la vigilia y el sueño es tan difusa que en ocasiones no sé si he pasado de estar despierto a dormir, o al revés.

—Creo que comprendo lo que quieres decir —dije—. Yo podría estar muerto. Tú podrías estar muerto. Jad podría estar muerto…

—Nos hemos convertido en algo similar al cenobio itinerante de 10.000 años de Orolo —proclamó Arsibalt—. Un dominio causal separado del resto del cosmos.

—¡Vaya!

—Pero hay un efecto secundario que Orolo no nos llegó a contar —añadió—: vamos a la deriva. No existimos en un estado u otro. Todo es posible, cualquier historia puede haberse producido, hasta que abramos las puertas y celebremos Apert.

—Eso —dije—, o simplemente tenemos sueño y nos preocupamos.

—Ésa no es más que otra posibilidad que podría ser real —dijo Arsibalt.

Cuando no estábamos (según la mayoría) dormitando o (según Arsibalt) vagando entre líneas de mundo distintas pero igualmente reales, estudiábamos la Daban Urnud. Unos cuantos párrafos descriptivos redactados por Jules Verne Durand, diseminados por el Reticulum, habían aportado al Antienjambre suficiente información para construir un modelo tridimensional de la nave alienígena que, según el laterrano, era inquietantemente fiel.

Hincha un globo de acero, de casi una milla de ancho, y llénalo de agua hasta la mitad. Repite el proceso tres veces más. Coloca esos cuatro orbes en las esquinas de un cuadrado, cerca pero sin que lleguen a tocarse.

Repítelo con cuatro nodos más. Coloca el nuevo conjunto sobre el anterior pero gíralo cuarenta y cinco grados, de forma que los orbes superiores encajen en los huecos que hay entre los de abajo, como frutas apiladas.

Apila dos más de esos cuadrados de orbes, repitiendo el giro en cada ocasión. Ya tienes dieciséis orbes en un montón de poco más de dos millas de altura y algo menos de dos millas de anchura. En el centro de ese montón hay espacio vacío, una chimenea de media milla de diámetro aproximadamente. En la chimenea metes todo lo bueno: toda la praxis complicada, cara y exquisitamente diseñada que asociamos desde hace tiempo al viaje espacial. En gran parte no es más que estructura: soportes de acero para agarrar esos orbes y mantenerlos en su sitio mientras todo el conjunto gira una vez por minuto para crear pseudogravedad, maniobra para esquivar cuerpos que se aproximan, controla el movimiento del agua, acelera con potencia atómica o todo lo anterior.

Una vez que estás seguro de que no se vendrá abajo estructuralmente, metes todo lo demás: una santabárbara capaz de contener diez mil cargas de propulsión nuclear. Reactores para tener energía cuando la nave está lejos de cualquier sol. Tuberías y cables inconcebiblemente complejos. Corredores presurizados por los que urnudanos, troänos, laterranos y fthosianos pasan de un orbe a otro. Cables de fibra óptica para capturar la luz del sol del exterior y llevarla a los orbes e iluminar los tejados de las granjas.

Los orbes en sí son simples. En su interior, el agua tiene libertad para encontrar su nivel. Cuando el conjunto gira, el agua huye al exterior y adopta una curvatura cuya «gravedad» es siempre la del planeta natal. Cuando la nave está en funcionamiento, el agua se coloca a popa y se nivela. La gente vive en la superficie del agua, en casas flotantes unidas entre sí por una red de cables elásticos y que se mantienen separadas por medio de zonas hinchadas; cuando la forma del agua cambia siempre se produce cierto ajetreo. Pero, como cualquier bote de verdad, las casas flotantes están preparadas: los armarios tienen cierres que no saltan, el mobiliario está fijado al suelo para que no se mueva. La gente vive como sus antepasados en el planeta natal, y pasan días, semanas, sin pensar en el hecho de que están encerrados en un globo de metal que las bombas atómicas mueven por el espacio… al igual que sus familias en Urnud, Tro, Laterre o Fthos nunca piensan que viven sobre bolas húmedas que corren a toda prisa por el vacío.

Esa construcción, llamada Rimero de Orbes, es muy elegante pero vulnerable a los rayos cósmicos, las piedras voladoras, la luz solar y las armas alienígenas. Por tanto, rodéala de muros de gravilla y, de paso, cuelga esos muros de una red de gigantescos amortiguadores. El Rimero de Orbes va suspendido en medio, conectado al cascarón. Todo lo que tenga que ver con el resto del universo, como el radar, los telescopios, el sistema de armamento o los vehículos de exploración está en el exterior, unido a los treinta amortiguadores o a los doce vértices donde confluyen los amortiguadores. Tres de esos vértices, los que rodean la placa, son simples mecanismos, pero los otros nueve son complejos vehículos espaciales en sí mismos. Algunos son esferas presurizadas donde los miembros del Mando flotan en ingravidez. En otros hay túneles que permiten que pequeños vehículos o personas con traje espacial pasen del interior del icosaedro al cosmos en el que se encuentren. Y uno es un observatorio óptico, mejor que cualquiera de Arbre porque disfruta del vacío del espacio.

Todo eso lo habían modelado, con más o menos detalle, las mentes del Antienjambre mientras mis compañeros y yo, en Elkhazg, montábamos trajes espaciales y jugábamos a videojuegos. Ahora el modelo vivía en nuestros trajes. Podíamos volar por él empleando los mismos controles (bola y barra) que antes habíamos usado para dirigir los monifikes. En la distancia parecía impresionantemente completa, con una especie de complejidad orgánica; pero cuando me acerqué a explorar el Rimero, encontré notas flotantes semitransparentes que habían dejado tímidos avotos, escritas en perfecto orto, en las que decían que lamentaban que a partir de ese punto todo fuesen puras conjeturas.

Fra Jad vio cumplido al fin su deseo: tener un sextante. Nos habían suministrado un dispositivo compuesto por lentes de gran angular, como el Ojo de Clesthyra, tan inteligente que reconocía algunas constelaciones. De ese modo podíamos conocer nuestra posición con respecto a las llamadas estrellas fijas. Eso, en combinación con la posición del Sol, la Luna y Arbre, y un reloj interno preciso, le ofrecía a la cosa información suficiente para calcular nuestros elementos orbitales. Fra Jad se apoderó de la herramienta en cuanto la encontramos y dedicó horas a dominar sus funciones.

Puesto que nuestra aventura se había convertido evidentemente en una propuesta de «lo hacemos o morimos», Jules había dejado de intentar conservar lo que le quedaba de comida y se la tragaba con libertad. Así que recuperó las fuerzas y su estado de ánimo mejoró. Cuando estaba despierto, varios se conectaban a su traje, planteándole preguntas sobre detalles internos de la nave que no reproducía el modelo: por ejemplo, qué aspecto tenían las puertas, cómo se cerraban, cómo distinguir a un fthosiano de un troäno. Descubrí que los Geómetras temían especialmente el fuego en las zonas de gravedad cero de la nave y que uno no podía dar más de cien pasos sin encontrar un armario con respiradores, trajes ignífugos y extintores.

Aun así, quedaba mucho tiempo libre. A los dos días establecí una conexión privada con Jesry y le dije que sabía lo de los matatodos. Jesry me escuchó atentamente, como en una sala de tiza, y no dijo mucho. Pero observando su cara en la pantalla de motus me quedó claro que pensaba mucho… convenciéndose de que tenía sentido. Él ya tenía claro que había algo que no nos habían contado. En caso contrario, la misión no habría tenido ningún sentido. Yo le había dado algo en lo que pensar. Hasta que él no lo hubiese pensado, hasta que no tuviese una idea evidente, no tendría nada que decir.

Los mensajes de texto de la Célula 87 iban llegando y aparecían en mi pantalla. Los primeros fueron rutinarios. Luego se volvieron más raros.

Tulia: «Dime, para terminar con una discusión que tenemos, ¿cuántos sois ahí arriba?»

Tecleé un mensaje de respuesta: «Disculpa, ¿me preguntas cuántos seguimos con vida?» Lo envié. Sólo después de pensarlo un momento me di cuenta de que no había respondido a la pregunta. Pero para entonces habíamos perdido el contacto.

Convoqué una reunión. Todos nos conectamos.

—Mi célula de apoyo no sabe cuántos seguimos con vida —anuncié.

—Ni la mía —dijo Jesry de inmediato—. Afirman que hace unas horas les he enviado un mensaje en el que daba a entender que dos de vosotros habíais muerto.

—¿Lo has hecho?

—No.

—Mi célula de apoyo dejó de enviarme mensajes durante mucho tiempo —dijo sur Esma—, porque estaba convencida de que había muerto en el lanzamiento.

—Me pregunto si algo ha ido mal con el Antienjambre —dije—. Todas esas células deberían estar comunicándose por el Reticulum, ¿no? Comparando notas.

Miramos a Sammann. Hacía falta nuevo lenguaje corporal. Como no podíamos ver directamente las caras, habíamos adoptado la costumbre de girar el cuerpo hacia el interlocutor para dejarle claro que le prestábamos atención. Por tanto, nueve trajes espaciales se giraron hacia Sammann. Pero fra Jad no parecía interesado. Ya se había desconectado de la reunión y trepaba por otra parte de la estructura. Pero como apenas había dicho nada desde nuestra llegada al espacio no le prestamos atención. Yo empezaba a preguntarme si habría sufrido daños cerebrales.

—Algo ha salido mal, seguro —afirmó Sammann.

—¿Los Geómetras han dado con una forma de interferir el Reticulum? —preguntó Osa.

—No, el Ret funciona bien… al menos la capa física. Pero hay fallos de bajo nivel en la dinámica del espacio de reputación.

—En jerga ati —dije—, cuando dices que algo es de «bajo nivel», quieres decir que algo es muy importante, ¿no?

—Sí.

—¿Puedes darnos más información sobre lo que eso implica para nosotros? —pidió Lio.

—En los primeros días del Reticulum, hace miles de años, éste se volvió casi inútil porque estaba atestado de información errónea, obsoleta o directamente falsa —dijo Sammann.

—Basura, dijiste una vez —le recordé.

—Sí… un término técnico. Por tanto, filtrar la basura se convirtió en algo importante. La gente montaba negocios dedicados a eso. Algunos de esos negocios idearon un plan inteligente para ganar dinero: envenenaron el pozo. Llenaron deliberadamente el Reticulum de basura, obligando a la gente a usar sus productos para filtrar la basura. Crearon disposines cuya única función era llenar de basura el Reticulum. Pero debía ser buena basura.

—¿Qué es buena basura? —preguntó Arsibalt en un cortés tono de incredulidad.

—Bien, la mala basura es un documento sin formato compuesto por letras aleatorias. La buena basura sería un documento de formato correcto y bien escrito que contiene un centenar de frases correctas y verificables y una sutilmente falsa. Es mucho más difícil generar buena basura. Al principio tenían que contratar a humanos para generarla. La mayoría tomaba documentos legítimos a los que insertaba errores… digamos, como el cambio de un nombre por otro. Pero la cosa no se disparó hasta que los militares se interesaron.

—Quieres decir en usar la táctica para plantar información falsa en las retículas del enemigo —dijo Osa—. De eso sé. Te estás refiriendo al programa de Insensatez Artificial de mediados del primer milenio a.R.

—¡Exacto! —dijo Sammann—. Se construyeron sistemas de Insensatez Artificial de enorme potencia y complejidad precisamente para el propósito que ha mencionado fra Osa. Casi de inmediato esa praxis pasó al sector comercial y se extendió a las Ecologías Desenfrenadas de Botnet Huérfana. No importa. Lo importante es que hubo una especie de Edad Oscura del Reticulum hasta que mis antecesores Ati lograron controlar la situación.

—Entonces, ¿hay sistemas de Insensatez Artificial en las Ecologías Desenfrenadas de Botnet Huérfana? —preguntó Arsibalt, fascinado.

—A principios del segundo milenio las EDBH evolucionaron para convertirse en algo completamente diferente —dijo Sammann desdeñoso.

—¿Para convertirse en qué? —preguntó Jesry.

—Nadie lo sabe con seguridad —dijo Sammann—. Sólo tenemos pistas cuando encuentra la manera de manifestarse físicamente, lo que, por suerte, no sucede muy a menudo. Pero no nos andemos por la ramas. La funcionalidad de la Insensatez Artificial sigue existiendo. Podríamos decir que esos Ati que sacaron el Ret de la Edad Oscura sólo pudieron derrotarla abrazándola. Por tanto, para resumir una larga historia, por cada documento legítimo que flota en el Reticulum, hay cientos o miles de versiones falsas… falsones, como los llamamos.

—La única forma de preservar la integridad de las defensas es someterlas a un ataque sin cuartel —dijo Osa, y cualquier idiota se hubiese dado cuenta de que citaba algún antiguo aforismo vallero.

—Sí —dijo Sammann—, y funciona tan bien que, la mayor parte del tiempo, los usuarios del Reticulum no se dan cuenta de su presencia. De la misma forma que no soy consciente de que hay millones de gérmenes que en cada momento intentan atacar mi cuerpo sin conseguirlo. Sin embargo, los acontecimientos recientes y las presiones del Antienjambre parecen haber introducido los fallos de bajo nivel que he mencionado.

—Por tanto, ¿para nosotros la consecuencia práctica es…? —dijo Lio.

—Nuestras células sobre el terreno podrían tener dificultades para distinguir entre los mensajes legítimos y los falsones. Y algunos de los mensajes que aparecen en nuestras pantallas podrían también ser falsones.

—Y todo esto porque unos pocos bits cambiaron de valor en algún disposín —dijo Jesry.

—Es un poco más complicado que eso —respondió Sammann.

—Pero lo que Jesry pretende decir —dije— es que esa ambigüedad tiene su causa final en ciertas puertas lógicas o celdillas de memoria en algún lugar, que se encuentran en un estado erróneo o al menos ambiguo.

—Supongo que podría expresarse así —dijo Sammann, y supe perfectamente que se encogía de hombros aunque no pudiese verle—. Pero pronto se arreglará y dejaremos de recibir mensajes raros.

—No, no recibiremos —dijo fra Gratho.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Lio.

—Mirad —dijo fra Gratho, y extendió el brazo. Siguiendo el gesto, nos encontramos a fra Jad ocupándose de la caja inalámbrica que era nuestra única conexión con el suelo. La apuñalaba una y otra vez con un destornillador. De vez en cuando saltaba un fragmento que él cuidadosamente agarraba con una esquelemano para que no se saliese de debajo del Frío Espejo Oscuro y devolviese un eco de radar.

Cuando quedó satisfecho, regresó a la reunión y se conectó. Lio permaneció tranquilo y esperó a que hablase.

Jad dijo:

—La fuga obligaba a hacer elecciones que no mejoraban en absoluto la situación.

Vale. Por tanto, a todos los efectos, estábamos encerrados en una habitación con un hechicero loco. Lo que aclaraba un poco las cosas. Guardamos silencio un rato. Sabíamos que no tenía sentido pedirle explicaciones. Fra Jad lo había dejado bien claro. Vi a Jesry mirándome desde la pantalla motus. «Así lo hacen los Conjuradores; lo está haciendo ahora.»

Al final Sammann rompió el silencio.

—Es de lo más extraño —dijo, extrañamente conmovido—, pero he estado intentando reunir el valor para hacer lo mismo.

—¿Qué? ¿Destruir el transmisor? —preguntó Lio.

—Sí. De hecho, hace unas horas soñé que lo había hecho. Me sentí muy bien. Cuando desperté, me sorprendió descubrir que seguía intacto.

—¿Por qué querías destruirlo? —preguntó Arsibalt.

—He estado observando su rutina. Una vez por órbita, tiene línea de visión con una instalación en la superficie y establece contacto. Luego vacía su buffer… limpia la cola. —Tradujo esos términos ati al orto. La cola era como un montón de hojas con un mensaje en cada una, que se transmitían a Arbre cuando era posible. Se enviaban en el mismo orden en el que se encontraban en la cola, como clientes esperando en una tienda.

—Por tanto, ¿esas cosas en la cola son, por ejemplo, los mensajes de texto que he estado escribiendo para mi célula de apoyo? —pregunté.

—¿Cuántos has escrito? —me preguntó.

—Unos cinco.

—¿Lio?

—Más bien diez.

—¿Osa? —Sammann nos preguntó a todos. Todos habíamos escrito unos cuantos mensajes—. Ahora mismo, el número de elementos en cola es de más de mil cuatrocientos —anunció.

—¿Qué son? —preguntó Arsibalt—. ¿Puedes leerlos?

—No. Están cifrados y nadie consideró conveniente entregarme la clave. Probablemente mensajes de texto, datos biomédicos y los falsones asociados. Pero algunos son miles de veces más grandes. Como yo soy el único que tiene aquí conocimientos sobre esas cosas, os contaré lo que es evidente para un Ati: los elementos más grandes probablemente sean grabaciones de sonido y vídeo.

A mí se me ocurrieron varias posibles explicaciones, pero Arsibalt saltó directamente a la más dramática y, tuve que admitir, probablemente la correcta:

—¡Vigilancia!

Sammann no lo desmintió.

—Durante los momentos de tranquilidad, de los que he tenido muchos, he estado comprobando el comportamiento de la cola. Los archivos grandes se comportan de una forma curiosa. Para empezar, tienen prioridad sobre los pequeños. Tan pronto como son creados el sistema los sitúa en las primeras posiciones de la cola. Además, la creación de esos archivos parece coincidir con el comienzo y el fin de conversaciones. Por ejemplo, he visto que hace un rato Erasmas mantenía una conversación privada con Jesry, entre las 10.15 y las 10.30. Cuando Jesry ha vuelto a conectarse a la retícula, cosa que ha sucedido hace sólo quince minutos, en la cola ha aparecido de pronto un gran archivo, que ha pasado de inmediato a la primera posición. Hora de la creación, 10.17. Última modificación, 10.30.

—¿Sucede eso con todas nuestras conversaciones? —preguntó Lio. Y su tono de voz me indicó, como si hubiese podido dudarlo, que todo aquello era tan nuevo para él como para mí.

—No. Sólo con algunas.

—Propongo un experimento —dijo Jesry—. Sammann, ¿todavía funciona?

—Oh, sí. Fra Jad sólo ha destruido el transmisor. El disposín todavía funciona como si nada hubiese cambiado.

—¿Estás comprobando la cola?

—Por supuesto.

Jesry se desconectó y me indicó a mí que hiciese lo mismo. Establecimos una conexión privada. Jesry se preparó a recibir un diálogo muy antiguo y gastado que habíamos memorizado de filles: una demostración verbal de que la raíz cuadrada de dos es un número irracional. Yo hice lo posible por mantenerme a la altura de mi papel. Al terminar, nos reconectamos a la retícula y aguardamos unos segundos.

—Nada —dijo Sammann.

Una vez más nos desconectamos y establecimos un enlace de dos.

—¿Recuerdas en Edhar —dije—, cuando nosotros y los otros Conjuradores nos sentábamos después de la cena a fabricar matatodos con cañas de elote y cordones de zapato?

—Claro —dijo Jesry—. Eran muy buenos matatodos porque podían asesinar a cincuenta Panjandrumes como si nada.

—Nos vendrán muy bien cuando traicionemos Arbre ante el Pedestal —comenté.

Y así seguimos durante un par de minutos. Luego nos conectamos a la retícula.

—Hay un archivo nuevo —anunció Sammann—, al principio de la cola.

—Vale —anuncié—. Así que los Panjandrumes están deseosos de saber si hablamos de ciertas cosas, como de los matatodos.

—¡Ja! —exclamó Sammann—. Acaba de abrirse un nuevo archivo que no deja de crecer a medida… que… yo… sigo… hablando.

El tema de los matatodos no se había presentado a todo el grupo, así que algunas personas tenían muchas preguntas, de las que se ocupó Lio. Mientras tanto, Jesry y yo seguimos con el experimento, rompiendo y reestableciendo el contacto con la retícula un par de docenas de veces durante la siguiente media hora. Cada vez que nos separábamos, probábamos algunas palabras más, para comprobar qué temas activaban el sistema automático de grabación. Era un proceso lento, pero pudimos descubrir varias palabras más, como «ataque», «neutrón», «asesinato en masa», «locura», «deshonra», «sin escrúpulos», «negativa» y «motín».

Cada vez que nos conectábamos, oíamos más ideas para posibles palabras de activación, ya que naturalmente la conversación evolucionaba de tal forma que todas las palabras indicadas anteriormente, y muchas más, se empleaban con frecuencia. Las cosas se estaban poniendo muy emocionantes, y estuvo bien que Jesry y yo pudiésemos conectarnos y desconectarnos y tratar el contenido como un objeto de estudio teorético. Pero al cabo de un rato llegamos a un punto en el que concluimos que sería mejor conectarse y permanecer conectados.

Arsibalt acababa de hacerles una pregunta muy profunda a los valleros: ¿a quién se debían en última instancia?

Fra Osa respondía:

—A mis fras y sures del Valle Tintineante les debo una lealtad que no se puede disolver precisamente porque no es racional, sino una unión familiar. Y no voy a malgastar oxígeno discutiendo todos los grupos superpuestos y entrelazados de lealtad a los que pertenezco: esta célula, el mundo cenobítico, el Convox, la gente de Arbre y la comunidad, que se extiende incluso más allá de los límites de este cosmos, que nos une con personas como Jules Verne Durand.

Se zhtiste —respondió el laterrano, con lo que supusimos que era su forma de expresar aprobación.

—Desentrañar todas las lealtades y obligaciones no es posible en medio de una emersión y, por tanto, al final todo se reduce a las respuestas simples fruto de nuestro entrenamiento.

Jules todavía no se había topado con esa idea, así que Osa le ofreció una breve introducción a la emersionlogía, poniendo como ejemplo el árbol de decisiones que un espadachín debe recorrer en orden para realizar el movimiento adecuado durante un duelo. Estaba claro que algo así era demasiado complejo para evaluarlo de forma racional durante un intercambio rápido de bloqueos y ataques, y por tanto los espadachines que sobrevivían a más de uno o dos encuentros debían estar haciendo «algo diferente». Los avotos del Valle Tintineante habían convertido ese «algo diferente» en su único objeto de estudio y desarrollo. Jules Verne Durand lo entendió con rapidez.

—También vale la comparación con juegos de tablero complejos. Tenemos uno en Laterre, similar a alguno de los vuestros, en el que el árbol de posibles movimientos y contramovimientos se vuelve rápidamente demasiado vasto para que el cerebro pueda examinar todas las posibilidades. Los ordinatores, como llamamos a los dispositivos sintácticos, pueden jugar de esa forma, pero los jugadores humanos de éxito parecen emplear una aproximación fundamentalmente diferente que depende de ver todo el tablero, detectar ciertos patrones y aplicar ciertas reglas globales.

—El Teglón —dijo fra Jad. Y no tuvo que decir nada más. Todos habíamos presenciado la hazaña que había logrado en Elkhazg y teníamos claro que no había sido por el método de ensayo y error. No lo había hecho construyendo a partir de un primer punto inicial. Había tenido que ver todo el patrón a la vez.

—Eso es peligroso —dijo Jesry tajantemente—. Acabaremos diciendo que debemos abandonar el Rastrillo y comportarnos como un montón de entusiastas, y que todo al final estará bien porque habremos logrado la unidad holística con el policosmos.

—Lo que mencionas es efectivamente un problema —dijo Jules—, pero nadie aquí presente se atrevería a decir que es posible ganar un duelo o resolver el Teglón comportándose con tanta autoindulgencia.

—Jesry plantea un posible problema futuro —dijo Arsibalt—. Si aceptamos seguir por este camino y llegamos a un punto, más adelante, en que sea preciso tomar una decisión difícil, ¿qué fundamento tendremos para evaluar las posibles decisiones si ya para empezar hemos descartado el análisis racional?

—La habilidad de decidir correctamente en esos momento se debe cultivar a lo largo de muchos años de práctica y contemplación disciplinadas —dijo fra Osa—. Nadie se atrevería a decir que un novato puede resolver el Teglón simplemente confiando en sus intuiciones. Fra Jad desarrolló esa habilidad a lo largo de muchas décadas.

—De siglos —le corregí, ya que no vi ninguna ventaja en seguir siendo cauto. En la retícula oí algunas exclamaciones de sorpresa, pero nadie me contradijo.

Ni siquiera fra Jad. Dijo esto:

—Los que piensan en los posibles resultados con disciplina, al hacerlo establecen conexiones con otros cosmos en los que esos resultados son algo más que posibilidades. Tal conciencia es mensurable, cuantitativamente diferente, de una que no haya realizado ese mismo trabajo de entrenamiento, y por tanto, sí, puede tomar decisiones correctas durante una emersión en la que una mente sin entrenamiento no sería de mucha utilidad.

—Vale —dijo Jesry—, pero ¿adonde nos lleva eso? ¿Qué vamos a hacer?

—Creo que ya nos ha llevado a alguna parte —dije—. Cuando tú y yo nos unimos al diálogo hace unos minutos, las pasiones estaban desatadas y la gente intentaba tomar la decisión en términos de alianzas y lealtades. Fra Osa nos ha mostrado que semejante camino fracasará porque todos pertenecemos a múltiples grupos cuyas lealtades entran en conflicto. Eso ha hecho que la conversación sea menos emotiva. También hemos desarrollado el argumento de que no es posible decidir todos los movimientos por anticipado. Pero, como tú mismo has dicho, con emociones ingenuas fallaremos.

—Así que debemos desarrollar la misma capacidad de toma de decisiones que fra Jad empleó para resolver el Teglón —dijo Jesry—, pero eso exige tiempo y conocimientos. No tenemos tiempo y no tenemos muchos conocimientos.

—Tenemos dos días más —dijo Lio.

—Y hay mucho conocimiento que podemos deducir —dijo Arsibalt.

—¿Como qué? —preguntó Jesry con escepticismo.

—Que los matatodos deben de estar en este equipo. Que nuestro propósito es llevarlos a la Daban Urnud —dijo Arsibalt.

—La mayor parte del equipo no va a llegar a la Daban Urnud —comentó Lio. Y añadió con perfecta seriedad—: Los que hayáis repasado el Plan de Maniobra de Encuentro ya lo sabéis.

—Sólo nosotros y nuestros trajes —dijo Jesry—. Eso es todo lo que llegará a la nave… si tenemos suerte. Y ellos, los que planearon todo esto, no pueden predecir el destino de los trajes. ¿Y si nos captura el Pedestal? Podrían quitarnos los trajes y lanzarlos al espacio.

—Lo que dices está cada vez más claro —dijo fra Osa—, pero es importante que lo expreses.

—Vale. Nosotros somos las armas. Los matatodos están dentro de nuestro cuerpo. Todos sabemos cómo han entrado.

—Las píldoras gigantes —dijo Jules.

—Exacto: el transmisor interno de temperatura que tragamos antes de despegar —dijo Jesry—. ¿Alguno ha salido?

—Ahora que lo pienso, no —dijo Arsibalt—. Parece que se ha decidido a vivir en mis tripas.

—Ahí lo tienes —dijo Jesry—. Hasta que no nos las quiten con cirugía, todos somos bombas atómicas vivas.

—Todos —dijo sur Vay—, excepto fra Jad y Jules Verne Durand.

Lo que nos desconcertó, por lo que se explicó:

—Creo que descubriréis que sus medidores internos de temperatura andan sueltos en algún lugar de sus trajes.

—Yo vomité el mío —explicó Jules.

—Yo me negué a tragarme el mío —dijo Jad.

—Y como médico de la célula lo sabrás, sur Vay, debido a eso las mediciones de temperatura internas eran incorrectas —dijo Lio.

—Sí. Las lecturas incorrectas hacen que el traje responda de la forma equivocada, razón por la que los dos requirieron atención médica tras el lanzamiento.

—¿Por qué no te tragaste tu píldora, fra Jad? —preguntó Arsibalt—. ¿Sabías lo que era?

—Consideré más inteligente no hacerlo —fue todo lo que fra Jad estuvo dispuesto a decir.

—Esa idea, que a todos nos han convertido en armas nucleares, es una teoría asombrosa —dije—. Pero, sencillamente, no creo que Ala hiciese algo así.

—Supongo que no lo sabía —dijo Lio—. Debió de ser un añadido al plan sin su conocimiento.

Fra Osa dijo:

—Si yo fuese el estratega al mando, iría a Ala y le diría: «Por favor, reúne al equipo que tenga más posibilidades de subir a bordo de la Daban Urnud.» Y ella respondería: «Lo lograré trabando amistad con los Geómetras que se oponen al Pedestal; ellos dejarán entrar a nuestra gente y le ofrecerán apoyo.»

—Eso es monstruoso —dije.

—«Monstruoso», probablemente sea otra palabra de activación —comentó Jesry. Tuve ganas de darle una bofetada, pero la verdad es que tenía toda la razón.

Dos días más tarde nos quitamos los sobretodos blancos. Luego bajamos las pantallas retráctiles para ocultar las luces de nuestros trajes. Éramos de un negro totalmente mate. Al igual que montañeros, nos atamos con un cable trenzado que hacía las veces de cuerda de seguridad y línea de comunicaciones. Jad, Jesry y yo pasamos gran parte del último turno trabajando con el sextante y haciendo cálculos. Todo ese trabajo culminó con fra Jad colgado de la parte inferior de la nuclear sosteniendo un cuchillo en una mano, mirando por todo el cable de propulsión como si fuese el cañón de un arma, observando cómo las constelaciones se movían al fondo. En el momento en que una estrella en concreto se alineó con el cable, lo cortó con el cuchillo. Cable y contrapeso volaron al espacio… y nosotros también, con un ajuste final de impulso que, esperábamos, sincronizaría nuestra órbita con la de la Daban Urnud.

Media hora más tarde, todos apoyamos los pies contra la parte inferior del Espejo y, a una señal de Lio, empujamos… o saltamos, dependiendo del marco de referencia. El Espejo se apartó para ofrecernos la primera visión directa de la Daban Urnud. La teníamos tan cerca que casi no veíamos nada: una única cara triangular del icosaedro ocupaba casi todo nuestro campo visual.

En esencia, todos los sistemas de vigilancia y detección remota de los Geómetras se habían diseñado para buscar cosas que estaban a miles de millas de distancia. Como habían descubierto Jesry y los otros al llevar al Guardián del Cielo, la Daban Urnud disponía de radares de corto alcance para iluminar objetos cercanos, pero no había razón para que los tuvieran activados a menos que esperasen visitas. Y nosotros no habíamos salido de detrás del Frío Espejo Negro hasta estar tan cerca que ni siquiera esos radares eran efectivos. En parte, fue suerte. Si nuestra trayectoria hubiese sido algo menos precisa, nos habríamos visto obligados a lanzar el Espejo antes y, por tanto, nos habríamos sometido al escrutinio de esos sistemas. Pero fra Jad usó el cuchillo en el momento justo. Aunque no hubiese hecho nada más durante el resto de la misión, con ese gesto se habría ganado su puesto.

Para poder vernos, tendrían que vernos literalmente. Alguien tendría que mirar por una ventana o, lo más probable, por un motus, y tener la suerte de ver a once humanoides de color negro mate deslizándose sobre el fondo del espacio.

La superficie era como una playa de guijarros: plana, formada a partir de incontables trozos de asteroides recogidos en cuatro cosmos diferentes. Destellaba luz entre las piedrecitas: la tela metálica que las retenía. Daba la impresión de que íbamos a chocar con un amortiguador, que atravesaba nuestro camino como un horizonte. Pero lo evitamos por unas pocas yardas y nos encontramos deslizándonos «sobre» una nueva cara del icosaedro, en aquel momento a oscuras. Todos llevábamos una pistola de resorte y por tanto, a una indicación de Lio, lanzamos once ganchos de agarre, con sus cuerdas, contra el escudo de piedras. Estimé que la mitad quedaron atrapados en la red metálica que retenía las piedras. Una a una las cuerdas de arpeo se tensaron y fueron tirando de quienes las habían disparado. Eso hizo que la cuerda que nos unía se tensase siguiendo una serie de sucesos complejos e impredecibles, y por tanto hubo algunos choques y enredos gratuitos a medida que toda la célula llegaba al final de la red. Nuestro momento hizo que nos balanceáramos hacia delante y atrás, hacia la grava, un hecho aterrador que fue algo mitigado por los cuatro valleros, a los que habían suministrado impulsores de gas frío que podían sostener como pistolas y disparar en la dirección a la que no queríamos ir. Aquello provocó más colisiones y choques rayanos en lo ridículo, pero que tuvieron el efecto último de ralentizarnos más. Cuando nos acercamos, intentamos poner las piernas y/o los brazos por delante para amortiguar el golpe. Yo pude plantar el pie derecho en una roca. El impacto me hizo girar. Golpeé otra roca de cuatro mil quinientos millones de años con el muñón del brazo justo a tiempo para evitar darme de bruces con ella. Las distintas cuerdas me aplicaron múltiples vectores y me arrastraban un poco en varias direcciones. Pero al cabo de un momento todos dejamos de saltar y arrastrarnos y logramos agarrar la tela metálica con los dedos, un agarre seguro para la Célula 317 a la Daban Urnud.

Réquiem: Auto celebrado cuando muere un avoto.

Diccionario, 4ª edición, 3000 a.R.

La oscuridad era casi absoluta. Arbre se encontraba al otro lado de la nave y no nos iluminaba. Pero una luna nueva se alzaba sobre el horizonte del amortiguador más cercano, proyectando una tenue luz que nos sirvió para separarnos y contarnos. Nuestras suelas magnéticas se adherían sin problemas al icosaedro, de mena de níquel y de hierro. Moviéndose como un hombre con chicle en la suela de los zapatos, Sammann dio una vuelta y comprobó nuestras conexiones a la cuerda/cable.

—Esta cara seguirá a oscuras otros veinte minutos —nos dijo Jesry—, después de lo cual tendremos que pasar a ése. —Supuse que señalaba uno de los tres amortiguadores que formaban el horizonte local, aunque no podía verle. A medida que la Daban Urnud giraba alrededor de Arbre, la frontera entre la mitad iluminada y la mitad oscura del icosaedro también se movía. En un determinado momento, la salida y la puesta de sol serían explosivamente rápidas. Sería mejor estar a cubierto cuando eso sucediese, porque desde los complejos parecidos a ciudadelas que se alzaban sobre los doce vértices se podían ver claramente las facetas circundantes.

—Según el equipo —anunció fra Gratho—, no nos ha captado ningún radar de corto alcance.

—Simplemente, no los han activado —dijo Lio—. Pero tarde o temprano captarán el monifik que fra Jad soltó, o el Frío Espejo Negro, y entonces pasarán a un estado de alerta mayor. Por tanto, ¿cómo se va al quemamundo?

—Seguidme —dijo fra Osa, y echó a andar. Si puede llamarse andar a una forma de locomoción tan torpe. Me gustaría decir que nos movíamos como borrachos, pero eso sería un insulto para todo fra intoxicado que hubiese vuelto a su celda en la oscuridad. Gran parte de nuestros veinte minutos de oscuridad los invertimos en movernos los primeros doscientos metros. Pero después aprendimos no tanto lo que debíamos hacer como lo que no debíamos, y llegamos al siguiente horizonte con algunos minutos de oscuridad de margen.

El amortiguador era como una gran tubería semienterrada en las piedras y reforzada con tirantes en forma de aleta para impedir que se doblara como una pajita al recibir la carga. A los lados, como a una milla de distancia en cualquier dirección, se hinchaba como el extremo de un hueso y se convertía en un pesado nudillo de acero. Cinco de esos nudillos se unían desde distintas direcciones formando la base de cada vértice. Y cada vértice, aunque diferente, era un conjunto de bóvedas, cilindros, vigas y antenas. En la parte «superior» de aquellos elementos florecían ramos de argentinos cuernos parabólicos, aguardando su oportunidad de mirar al sol y robar parte de nuestra luz.

El campo triangular de piedras por el que habíamos estado caminando no daba contra el amortiguador, porque el sistema requería cierto espacio; un amortiguador que hubiese estado soldado a un triángulo rígido no habría podido funcionar. Así que la cara terminaba a diez pies de los tirantes que rodeaban el amortiguador, y estaba unida a él por medio de un sistema de cables que recorrían en zigzag una serie de poleas. A primera vista parecía excesivamente complicado, y me recordaba más un bote de vela que una nave espacial. Pero teniendo en cuenta que los urnudanos habían estado construyéndola durante miles de años, supuse que habían encontrado una forma de hacer que funcionase.

Llegaba luz desde la sima. Al acercarnos, redujimos el paso, nos inclinamos y miramos al interior del icosaedro, un volumen de unas veintitrés millas cúbicas, suavemente iluminado por la luz del sol que penetraba por aberturas similares y que las paredes interiores y los dieciséis orbes dispersaban. Era tal y como lo habíamos visto en el modelo, pero, por supuesto, verlo en persona era totalmente diferente. El orbe más cercano dominaba la visión, moviéndose tan rápido como el segundero de un reloj, cortésmente pintado con un enorme numeral de la escritura urnudana. La conocía lo suficiente para saber que era el 5. El orbe Cinco era el de los troänos de alto nivel.

Todos mis instintos me decían que temiese caerme por el hueco, porque si «caía» lo haría un buen trecho antes de estrellarme contra un orbe en rotación. Pero, por supuesto, allí no había gravedad, no había abajo, no había nada contra lo que caer.

Osa fue el primero que se lanzó al otro lado del hueco y se situó en los soportes que reforzaban el amortiguador. Vay fue la última. Una vez que hubimos pasado todos, nos movimos con las manos sobre el amortiguador porque nos preocupaba que el choque de las botas magnéticas contra el metal produjera una firma acústica más que evidente. Hubo un momento de mareo cuando la aparición a la vista de la siguiente cara fue un desafío para nuestras asentadas ideas de arriba y abajo, definiendo un nuevo nivel y un nuevo horizonte. Luego nos acostumbramos y flotamos sobre otro hueco empleando el mismo procedimiento que antes. Quizá fuese una forma excesivamente cautelosa de recorrer diez pies de espacio. Pero, si todos lo hubiésemos hecho a la vez, y hubiésemos saltado demasiado rápido, habríamos salido volando.

El sol golpeaba los refuerzos por los que acabábamos de pasar mientras plantábamos los pies en la siguiente cara del icosaedro, donde tendríamos garantizadas algunas horas de oscuridad. Era más tiempo del que precisábamos. O, para ser sinceros, era más del que teníamos, ya que sólo nos quedaba una hora de oxígeno y el asistente se había ido.

A dos millas, justo al otro lado de la cara, había una bomba de hidrógeno del tamaño de un edificio de seis plantas. Tenía básicamente forma de huevo. Pero al igual que un escarabajo atrapado en una tela de araña, su forma quedaba difuminada por una maraña de soportes y tuberías que la conectaban con la ciudadela-vértice. Es más, el vértice en sí no parecía tener más utilidad que servir de base para el quemamundo. Incluso de no haber sido tan enorme, habría sido difícil no verlo, porque estaba muy iluminado.

Iluminado para beneficio de un centenar de personas con trajes espaciales que se afanaban a su alrededor.

—¿Creéis que se preparan para lanzarlo? —preguntó Arsibalt.

—No creo que le estén dando otra mano de pintura —dijo Jesry.

—Muy bien —dijo Lio. No sabía a quién le hablaba o a qué daba su consentimiento. Un chasquido de la línea dio a entender que alguien se había desconectado.

Entonces cuatro figuras completamente negras, que se habían apartado del resto de nosotros, interrumpieron nuestra contemplación del quemamundo. En la oscuridad, con los trajes en modo sigiloso, no los distinguíamos, pero algo en su forma de moverse me convenció de que eran el contingente del Valle Tintineante. Caminaban los cuatro juntos y uno, presumiblemente Osa, iba ligeramente por delante de los otros. Con cada paso se separaban más.

—¿Lio? ¿Qué está pasando? —pregunté.

—Una emersión —razonó.

Cuando los cuatro valleros se encontraron a unos veinte pies, fra Osa sacó sus esquelemanos y, como un jinete de las estepas en un tiroteo, sacó un par de objetos parecidos a pistolas (los impulsores de gas frío) de las fundas fijadas a los muslos del traje. Los otros tres hicieron lo mismo. Luego, por lo que pudimos ver, fra Osa cayó de cara. Unió los pies y dejó que el impulso hiciese avanzar su cuerpo, separando las suelas magnéticas de las piedras. Tan pronto como perdió el contacto con el icosaedro, sus pies se elevaron y todo el cuerpo giró en el espacio hasta quedar horizontal. Y en ese mismo momento comenzó a avanzar con la cabeza por delante hacia el quemamundo. Sostenía ambos brazos a los lados, apuntando las pistolas de gas frío hacia los pies, empleándolas para moverse sobre el plano de grava, como un superhéroe en vuelo rasante. Vay, Esma y Gratho hacían lo mismo. Detrás de ellos podíamos observar movimientos de luz, como ondas de calor, a medida que las ráfagas de gas incoloro se disolvían en el espacio. Al principio sus movimientos fueron dolorosamente lentos, pero ganaron velocidad con rapidez, en ocasiones desviándose, luego corrigiéndose con un gesto tranquilo de la muñeca, separándose para dirigirse a puntos diferentes del quemamundo, deslizándose con una especie de belleza malvada y silenciosa sobre el lustroso plano de piedras azules y púrpura. Nosotros sólo podíamos ver sus siluetas recortadas contra las luces del extenso complejo… y sólo durante los primeros momentos del vuelo. Luego fueron tan invisibles para nosotros como para los Geómetras en traje espacial que rodeaban la bomba.

Lio anunció:

—Probablemente sólo tengamos unos minutos para entrar y encontrar algo que respirar antes de que se nos cierren las puertas de la Daban Urnud.

—¿Qué hay de los valleros? —dijo Arsibalt.

—Creo que lo mejor será considerar que todos los que están trabajando en el quemamundo pueden darse por muertos —dijo Lio, después de pensarlo un momento.

—¿Ahora están atacando? —pregunté.

—Ahora los están abordando —dijo Lio.

O, para ser estrictos, no me lo dijo sino que me lo recordó. Porque habíamos comentado esa posibilidad. «¿Qué pasa si cuando veamos el quemamundo resulta que hay pruebas de que se preparan para lanzarlo?»

«Ah, bueno, por supuesto eso lo cambiaría todo. Tendríamos que pasar a una fase completamente diferente del plan, ¡sin perder un minuto!»

Lo habíamos discutido, pero le había adjudicado mentalmente la categoría de «cosa que es muy poco probable que suceda y, por tanto, es mejor olvidar». Lio, sin embargo, no lo había olvidado.

—Si los valleros logran abordar el quemamundo sin ser detectados, se ocultarán y no harán nada más hasta que su suministro de aire esté a punto de agotarse. Eso nos dará a los demás tiempo suficiente para encontrar una forma de entrar. Pero, si lanzan el quemamundo, o si alguien los ve y da la alarma, bien…

—Sucederán cosas malas —soltó Jesry.

—Así que no sabemos si tenemos poco tiempo o no —dije.

—Lo que quiere decir que debemos actuar como si no tuviésemos tiempo —respondió Lio—. ¿Jules? —Porque el laterrano llevaba mucho tiempo en silencio—. ¿Sigues con nosotros?

—Discúlpame —respondió Jules—. Estoy asombrado del caos que nuestros amigos del Valle Tintineante están a punto de desatar. Para el Pedestal es una pesadilla inconcebible, la peor vergüenza que hayan sufrido en mil años. ¿Sabes?, mis lealtades están divididas.

—No importa el conflicto de tu alma —dije—, porque no puedes oponerte a la destrucción del quemamundo, ¿no?

—No —dijo Jules en voz baja pero clara—. En ese aspecto sigo pensando igual. ¡Qué pena si mueren algunos de los que trabajan allí! Pero trabajar en un dispositivo tan horrible… —No terminó la frase, pero yo sabía que en el interior de su traje se encogía de hombros.

—Por tanto, por encima de todo, lo que no quieres es introducir matatodos en la Daban Urnud —dije.

—Aciertas por completo.

Lio nos interrumpió:

—Nunca creí que me oiría decir eso, pero: llévanos ante tu líder.

—¿Disculpa?

—Indícanos quiénes son los urnudanos. Luego tu trabajo habrá terminado. Podrás irte a casa a tomar una comida decente.

—Que es más de lo que podemos decir de nosotros —comentó Arsibalt.

—Sí —dijo Jules—, qué ironía. No hay comida para vosotros. ¡Aquí no!

—Por tanto —dijo Lio—, ¿qué decides? —Todos compartíamos su impaciencia, aunque sólo fuese porque se nos acababa el aire. Me gustaría decir que yo seguía pensando con frialdad, aplicando el Rastrillo a todo lo que se me pasaba por la cabeza. Pero en realidad me encontraba conmocionado y desconcertado y, si tal cosa tiene sentido, dolido por la súbita partida de Osa, Vay, Esma y Gratho. Sabía, por supuesto, que teníamos varios planes de contingencia. Nunca me había engañado creyendo que los conocía todos. Pero me había estado diciendo que los valleros siempre estarían con nosotros. Cuando los había visto por primera vez en el autobús de Tredegarh, me había horrorizado la idea de participar en una misión en la que hiciera falta gente como ellos. Pero en los días pasados desde entonces me había acostumbrado a participar en tal misión, incluso me sentía orgulloso de ello. Y allí estábamos, en el momento más crítico, y los valleros se habían ido de pronto, sin explicación, ¡sin ni siquiera decir «adiós y buena suerte»! La lógica de la decisión que habían tomado no podía ser mayor… ¿qué podía ser más importante que desactivar el quemamundo? Pero ¿dónde nos dejaba eso a los demás?

—¿Es posible que seamos un mecanismo de envío agotado? —me oí decir—. Como esos propulsores que nos enviaron al espacio… y han acabado en el mar.

—Es totalmente plausible —dijo Jesry sin vacilar—. Hemos ejecutado bien lo aprendido y aplicado algunos trucos ingeniosos para traer a los cuatro valleros hasta aquí. Ese trabajo está hecho. Ahora, aquí estamos. Sin comida, sin oxígeno, sin comunicaciones y sin forma de volver a casa.

—Sobrevaloras la importancia del quemamundo —anunció Jad—. Es un farol. Su existencia obliga a nuestros militares a actuar de una forma que no es la habitual. Su destrucción devolvería cierta libertad a Arbre. Pero todavía no se sabe qué uso daría el Poder Secular a esa libertad, y es posible que nuestras acciones sigan siendo importantes. Vamos.

—¿Jules? —dijo Lio—. ¿Qué tal?

—Es tentador dejarse caer por la abertura que tenemos delante, ¿no es así? —dijo Jules. Porque instintivamente habíamos dado la espalda al quemamundo, como si ese acto nos fuese a proteger de lo que estuviese a punto de pasar allí. Una vez más mirábamos por el hueco, viendo pasar los orbes Seis y Siete, entreviendo el Núcleo en el espacio entre ellos—. Pero entonces estaríamos en la luz, donde nos pueden ver. Y el Rimero gira a demasiada velocidad para recogernos. No. Debemos entrar por el Núcleo. Pero para entrar en el Núcleo primero debemos ir a un vértice. —Giró para ponerse de cara al vértice que se encontraba a nuestra izquierda—. Ése es el observatorio. Habéis examinado las imágenes. —Se volvió hacia la derecha—. Ése es un puesto de mando militar.

—¿El observatorio tiene esclusa de aire? —preguntó Arsibalt. Porque todos mirábamos al de la izquierda… Nadie se sentía con ganas de invadir un puesto de mando militar, no después de haber perdido a los valleros.

—Oh, sí, la estás mirando —dijo Jules, y echó a caminar. Le seguimos.

—Eh… ¿la estoy mirando?

—La bóveda que cobija el telescopio es en sí una enorme esclusa de aire —nos explicó Jules.

—Tiene sentido —dijo Jesry—. Para trabajar con el telescopio, tienen que poder llenar la cúpula de aire. Luego, cuando están listos para observar, lo evacuan y lo exponen al vacío.

Normalmente me hubiese sentido irritado con Jesry por darnos lecciones a los demás. Pero ni se me ocurrió. Estaba fascinado, pasmado por la idea en la que no me había atrevido a pensar en una semana: quitarme el traje. Poder tocarme la cara.

Arsibalt pensaba en lo mismo.

—Mi olor probablemente me resultará raro cuando lo recuerde dentro de unos años.

—Sí —dijo Lio—, si los olores pueden viajar entre cosmos, todo lo que está Mecha abajo de nosotros está a punto de morir.

—Gracias por la predicción —dijo Jesry.

—No nos apresuremos —propuse.

Sammann preguntó:

—¿Habrá alguien en el observatorio?

—Quizá no estén físicamente presentes —dijo Jules—. Los telescopios se controlan remotamente con nuestra versión del Reticulum. Pero el grande lo estarán usando, por supuesto… para explorar vuestro encantador cosmos, completamente nuevo para nosotros.

El vértice iba convirtiéndose en una montaña mientras conversábamos. Atávicos instintos me dijeron que por delante teníamos una escalada agotadora. Pero, por supuesto, no era una escalada, porque nos encontrábamos en ingravidez. Sin discutirlo nos dirigimos a la bóveda más grande y más «alta», que, como Jules había prometido, estaba abierta. Era una concha esférica dividida en dos hemisferios que se habían separado sobre raíles para exponer un espejo multisegmentado con un diámetro de unos treinta pies. Todos pasamos por el hueco entre hemisferios, que era lo suficientemente ancho para que cupiera por él una casa de tres dormitorios y, con las manos, «descendimos» al nivel de las vigas y cardanes que sostenían el espejo… siguiendo en todo momento, creo, una especie de instinto que nos decía que entrásemos, que nos cubriésemos, que nos alejásemos de la terrible exposición en la que habíamos vivido durante tanto tiempo. Jules señaló una escotilla por la que podríamos pasar a la zona presurizada del vértice una vez que la bóveda se cerrase y se llenase de aire. Incluso había un conveniente y enorme botón rojo de pánico que se podía usar para iniciar un cierre de emergencia. Pero nos aconsejó no usarlo, porque hubiese disparado alarmas por toda la Daban Urnud. Así que se subió a los soportes que sostenían el objetivo del telescopio sobre el punto focal del espejo. Se quitó la manta reflectante del pecho y la colocó allí, para luego «bajar» y unirse a nosotros. Mientras tanto, los demás intentamos conservar la calma y controlar la respiración. A Arsibalt, que usaba más oxígeno que los demás, le quedaban diez minutos. Sammann tenía veinticinco; los dos intercambiaron tanques de oxígeno. Yo tenía dieciocho. Lio propuso que intentásemos comer todo lo posible; si nos separábamos de los trajes no nos quedaría más comida que las barritas energéticas que pudiésemos llevarnos. Así que chupé la masa que salía del tubo e hice un prolongado y penoso esfuerzo por no devolverlo todo directamente al recogedor.

—¡Hola! —dijo Jules. Fue más una exclamación que un saludo. Nos llevó un momento comprender que respondía a un rostro que había aparecido en la portilla de la escotilla: alguna cosmógrafa que había acudido a ver por qué el gran telescopio se había quedado ciego. Según las lecciones de Jules, supuse, por sus ojos enormes y la forma de las fosas nasales, que era una fthosiana. Y, aunque iba a tardar en aprender a identificar las expresiones faciales fthosianas, estimé que acababa de ver dos: desconcierto seguido de conmoción cuando un traje espacial negro mate de diseño desconocido apareció en su ventana. Jules agarró las asas que flanqueaban la escotilla y presionó el visor contra el vidrio. Luego todos tuvimos que bajar el volumen de nuestras conexiones cuando se puso a aullar en lo que supuse que era fthosiano. La mujer de dentro captó la idea y presionó la oreja contra la ventana. El sonido no podía atravesar el vacío del espacio, pero, si gritabas lo suficiente, Jules podía provocar vibraciones en su visor que se transmitirían por contacto directo al vidrio de la portilla y de ahí a la oreja de la cosmógrafa.

Repitió lo dicho. De alguna forma logró parecer más alegre que desesperado. Su tono daba a entender que tenía las mejores intenciones. Los labios de la mujer se movieron cuando gritó su respuesta.

La bóveda se iluminó. Supuse que le había dado al interruptor de la luz para ver mejor lo que estaba pasando. Pero la luz entraba por la rendija entre hemisferios. ¿El sol había salido? Nos habían advertido contra las salidas explosivas del sol. Pero ésa parecía explosiva en más de un sentido; la luz se encendió, se desvaneció y se encendió todavía más brillante. Se agitó, se retorció. Un temblor silencioso recorrió la estructura del icosaedro. Lio dio un salto tan elegante que casi cometió el error fatal de salir volando al espacio. Pero se retuvo agarrando el cable de comunicación que le conectaba con los demás y giró sobre el espejo del telescopio hasta lograr detenerse en el mismo borde del hemisferio. La luz, que desaparecía lentamente, se reflejaba en su visor.

—El quemamundo —dijo—. Creo que deben de haber volado los tanques de propulsor. —Luego, con una exclamación súbita, dio un golpe y «descendió» a lo que yo consideraba el suelo de la cúpula. Porque los hemisferios gigantes se habían puesto en movimiento y el espacio entre ellos se estaba reduciendo. Entonces sí que encendieron las luces.

La separación desapareció con un golpe que sentimos pero no oímos. Para mejor o para peor, estábamos atrapados. Yo no dejaba de mirar el enorme botón rojo de emergencia. Me quedaban ocho minutos.

Una lectura del indicador fue cambiando: la presión externa del aire, que había estado en un cero rojo desde que había salido al vacío del espacio, iba subiendo hasta la zona amarilla. Jules también se había dado cuenta; se acercó a la rejilla de una salida de aire que había junto a la escotilla y colocó la mano. El aire entrante le apartó el brazo.

—Gracias, Cartas —dijo Arsibalt—. No me importa de qué cosmos venga este aire. Sólo deseo respirarlo.

—Mientras esperamos, vamos a repasar el procedimiento de retirada del traje —nos dijo Lio—. Y mostraos. —Levantó la pantalla que había estado ocultando sus indicadores. Los demás hicimos lo mismo. Por primera vez en un par de horas fuimos capaces de vernos las caras en las pantallas de motus y comprobarnos mutuamente las lecturas. No veía a todo el grupo, porque estábamos repartidos en un espacio atestado y complejo «bajo» los soportes del espejo. Pero podía ver a Jesry, a quien le quedaban dos minutos. Yo tenía cinco. Cambié de depósito con él; estaban tardando mucho en presurizar la cúpula.

Unos minutos más tarde la lectura de presión externa cambió al fin de amarillo a verde: bueno para respirar. Justo cuando el indicador de mi suministro de oxígeno pasaba de rojo (peligro extremo) a negro (estás muerto). Con mi última bocanada de aire de Arbre, pronuncié la orden que abría mi traje a la atmósfera circundante. Me estallaron los oídos. Me picó la nariz y aprecié un olor raro: de algo, lo que fuese, que no era mi propio cuerpo. Lio, que había estado mirando atentamente mis lecturas (yo tenía menos oxígeno que los demás que veía), se colocó detrás de mí y me abrió el traje. Yo lo aparté de mí, agarré el borde de la UCT y me alcé, completamente desnudo, para salir del maldito trasto. Respiré aire alienígena. Mis camaradas me observaron con mucho interés. El único otro arbrano que había respirado ese aire había sido el Guardián del Cielo y aparentemente no había aguantado más de unos minutos. Me llevé las manos a la cara. Me la masajeé, me rasqué la nariz, me froté de los ojos una semana entera de sueño, me pasé los dedos por el pelo. Podría haber pensando en actos más edificantes, pero se trataba de un imperativo biológico.

Lio se tocó la parte frontal del traje, dio con un interruptor y lo accionó.

—¿Me oyes?

—Sí, te oigo.

Los otros también buscaron sus interruptores.

—No es que importe mucho, ya que todos tendremos que salir, pero ¿qué tal?

—El corazón me late descontrolado —dije, y callé porque con decir eso ya me había cansado—. Pensaba que quizás era por la emoción pero… a lo mejor este aire no nos sirve. —Hablaba entrecortadamente, entre bocanadas de aire; mi cuerpo me decía que respirase más rápido—. Ya entiendo por qué al Guardián del Cielo se le reventó un aneurisma.

—¿Raz?

«Respira, respira.»

—¿Sí? —«Respira respira respira…»

—¡Sácame de aquí! —insistió Lio.

Jesry lo agarró, le dio la vuelta y le abrió el traje. Lio salió de él como si estuviese quemándose. Flotó por encima con una expresión de locura en la cara. Todos los hábitos del hogar me decían que me apartase de Lio cuando se me acercaba de ese humor, pero la verdad es que no tenía fuerzas. Sus brazos, que a lo largo de los años me habían aplicado tratamientos más dolorosos, me rodearon en un abrazo de oso. Presionó la oreja contra mi pecho. Tenía el cuero cabelludo lleno de pelusa. Sentí que su caja torácica se ponía a subir y bajar. Jesry, Arsibalt y Jules se liberaban de sus trajes. Jules fue directamente hacia la escotilla, le dio a una palanca y la abrió. Todo se fundió… no en la oscuridad, sino en un gris y un amarillo difuminados, como si por la escotilla entrase demasiada luz.

Fra Jad y yo flotábamos por un pasillo blanco. Yo iba desnudo. Él iba vestido con uno de los monos grises que habíamos traído. Las pruebas sugerían que Jad había estado rebuscando en el armario de metal que había en la pared. Cerca de él flotaban dos bultos de tela plateada. Desplegó uno. Resultó que tenía mangas y perneras. De vez en cuando me miraba. Cuando vio que yo le miraba me lanzó un paquete gris metido en una polibolsa: otro mono plegado.

—Póntelo —dijo—. Luego, por encima, ponte la prenda plateada.

—¿Vamos a apagar un fuego?

—En cierta forma.

El esfuerzo de abrir la polibolsa me puso el corazón a cien. Poniéndome la prenda me quedé sin aire. Cuando me recuperé lo suficiente para hablar, pregunté:

—¿Dónde están los otros?

—Hay un argumento, no muy diferente del que tú y yo percibimos, en el que se han ido a explorar la nave. Su plan es rendirse en cuanto alguien sea consciente de su presencia.

—¿Nos han dejado atrás por alguna razón en particular?

—Salir del traje después de tanto tiempo. Encontrarse confinados en un espacio reducido tras habernos acostumbrado a una vastedad sin límites. Respirar la atmósfera de un cosmos diferente. Los efectos de la ingravidez prolongada. El estrés y las emociones. Todo eso induce un síndrome que dura unos minutos, una especie de conmoción, que puede causar confusión o incluso pérdida de conciencia. Pasa pronto, si uno tiene buena salud. Supongo que fue demasiado para el Guardián del Cielo.

—Por tanto —estimé—, después de salir del traje todos hemos estado confusos o inconscientes durante unos minutos. Por tanto, en tu sistema de pensamiento, hemos perdido el asidero al argumento. Hemos dejado de seguirlo. La facultad de la conciencia que nos permite ejecutar continuamente el truco de mosca-murciélago-gusano… en ese momento se ha detenido un rato.

—Sí. Y los otros han recuperado la conciencia en líneas de mundo donde tú y yo estamos muertos.

—Muertos.

—Es lo que te he dicho.

—Y por eso nos han abandonado —dije—. En realidad no nos han abandonado, porque en su línea de mundo nosotros nunca hemos llegado aquí.

—Sí. Ponte esto. —Me pasó un respirador facial completo.

—¿Qué hay de la astrónoma fthosiana? ¿No alertará a las autoridades o algo así?

—Se ha ido con Jules. Él le está hablando. Jules tiene talento para esas cosas.

—Por tanto, ¿Lio, Arsibalt, Jesry y Sammann vagan abiertamente por la nave en busca de alguien a quien rendirse?

—Esa línea de mundo existe.

—Es estrafalario.

—En absoluto. Esas cosas son habituales durante la confusión de la guerra.

—¿Qué hay de esta línea de mundo? ¿Qué hacen los cuatro en el argumento en el que nos encontramos tú y yo?

—Yo estoy en varios —dijo fra Jad—, una situación que no es fácil de mantener. Tus preguntas no hacen que me resulte más fácil. Así que aquí tienes una respuesta simple: los otros están todos muertos.

—No deseo ocupar una línea de mundo en la que mis amigos han muerto —dije—. Llévame de vuelta a la otra.

—No hay llevar ni hay vuelta —dijo Jad—. Sólo hay seguir y adelante.

—No quiero estar en un argumento en el que mis amigos están muertos —insistí.

—Entonces, tienes dos opciones: atravesar la esclusa de aire o seguirme. —Y fra Jad me colocó el respirador sobre la cara, poniendo punto y final a la conversación. Me entregó un extintor y él cogió otro. Luego me empujó por un pasillo.

En ese momento mi mente hizo algo absurdo, a saber, prestó atención a los detalles de la nave en lugar de a las cosas que eran realmente importantes. Era como si una parte de mí parecida a Barb hubiese tomado el control, apartando mi alma, y dirigiese todas mis energías y facultades hacia aquello que a Barb le resultaba interesante, como los mecanismos de cierre de las puertas. Los subsistemas responsables de detalles tan irrelevantes como llorar por mis amigos, temer la muerte, confundirme con la línea de mundo y querer estrangular a fra Jad se habían quedado sin recursos.

Había muchas puertas, todas cerradas pero no con llave. Era, según Jules, lo habitual. Esas zonas limítrofes de la nave estaban divididas en compartimentos separados e independientemente presurizados, de forma que un impacto de meteoro no acabase con los vecinos. En consecuencia, uno pasaba mucho tiempo abriendo y cerrando puertas. Se trataba de escotillas redondas y abovedadas de unos tres pies de diámetro, con pesados mecanismos de cierre, como los de un banco. Se abrían agarrando simultáneamente dos asas simétricas y tirando de ellas en sentido opuesto, lo que venía bien en gravedad cero porque plantar los pies y emplear el peso del cuerpo no era algo que viniese apoyado por las leyes de la teorética. El esfuerzo siempre me dejaba jadeando detrás de fra Jad. Una de las preguntas con las que había tenido intención de molestarle había sido: «¿Por qué yo? ¿No puedes hacer solo lo que sea que estés haciendo para que yo pueda estar en un argumento en el que mis amigos estén vivos?» Y quizás ésa fuese la respuesta. Me había escogido por la misma razón que los jerarcas de Edhar me habían asignado dar cuerda al reloj: yo era un torpe. Podía abrir puertas pesadas. Parecía mejor que no hacer nada, así que flotaba por delante de fra Jad y me aplicaba a la tarea. Cada vez que abría una puerta esperaba encontrarme mirando el cañón del arma de un marine espacial urnudano, pero en el observatorio no había demasiada gente y, cuando al fin dimos con alguien, una mujer, ésta jadeó y se apartó. El disfraz de bombero era tan simple, tan evidente, que había dado por supuesto que no funcionaría. Pero había surtido el efecto deseado en la primera persona con la que nos habíamos encontrado, lo que probablemente indicase que funcionaría igual de bien con las próximas cien.

El pasillo llevaba a una cámara esférica que aparentemente servía como vestíbulo de todo el vértice. De todas formas, teníamos que pasar por allí para salir del vértice y alcanzar otras partes de la Daban Urnud. Como descubrimos por ensayo y error, una de las salidas comunicaba con un largo pozo tubular.

—El Tendón —anuncié al descubrirlo. Fra Jad asintió y se lanzó por él.

Hasta entonces, el imponente icosaedro y las impresionantes ciudadelas-vértice habían acaparado gran parte de mis impresiones sobre la nave. Su tamaño y su extrañeza hacían que resultase fácil olvidar que esencialmente toda la complejidad y la población de la Daban Urnud se encontraban en otra parte: en el Rimero de Orbes giratorio. Hasta entonces, fra Jad y yo habíamos sido como un par de bárbaros derribando a patadas las puertas de un puesto de vigilancia en la frontera del Imperio. Pero ya habíamos iniciado el camino por la carretera que nos llevaría a la capital. Había una docena de Tendones. Seis radiaban de cada uno de los potentes rodamientos de los extremos del Rimero. El Rimero de Orbes era como un mono que usaba brazos y patas para sostenerse en medio de un cajón de madera. En ocasiones un brazo tenía que empujar, a veces tenía que tirar. Lo flexionaba para absorber sacudidas. Estaba vivo: un manojo de huesos que ofrecían resistencia, músculos que reaccionaban, navíos que transportaban materiales, nervios para comunicarse y piel para proteger todo lo demás. Los Tendones tenían que realizar muchas de las mismas funciones, y por tanto compartían gran parte de la misma complejidad. De ese Tendón, fra Jad y yo sólo podíamos ver la superficie interior de un pozo de diez pies de diámetro, pero sabíamos, por Jules, que el Tendón en su conjunto tenía más de cien pies de diámetro y estaba repleto de detalles y estructuras que no veíamos, pero que se intuían a partir de la apabullante variedad de esclusas, ruedas de válvulas, paneles de circuitos, pantallas, paneles de control y señales que parpadeaban a nuestro lado mientras pasábamos volando. Como era imposible que novatos como nosotros fuésemos perfectamente por el centro, nos movíamos de un lado a otro mientras avanzábamos. Cuando nos encontrábamos lo suficientemente cerca de algún agarre prometedor, abusábamos un poco de él y ganábamos algo de velocidad, para luego respirar muy profundamente mientras nos acercábamos al siguiente. Como a medio camino, nos cruzamos con un grupo de cuatro Geómetras que, al vernos venir, se agarraron a los laterales y se pegaron contra la pared para dejarnos pasar volando a su lado, momento en que nos hicieron lo que supuse que eran preguntas, que sólo pude ignorar.

La escotilla del otro extremo daba a una cámara abovedada de unos cien pies de diámetro: con diferencia, el volumen más grande con el que nos habíamos encontrado. Sabía que era la cámara de rodamiento delantera. Lo que confirmaba el hecho de que tenía un ombligo en el suelo, de unos veinte pies de diámetro, y que todo lo que veíamos al otro lado estaba rotando. Habíamos alcanzado el extremo delantero del Núcleo. Rodeándonos, pero invisible para nosotros, estaba el inmenso rodamiento que conectaba el Rimero giratorio con el complejo fijo del icosaedro y los Tendones que lo protegían.

Era un lío. Media docena de pozos de Tendón llegaban a ese lugar a través de inmensos portales en su «techo» abovedado. Fra Jad y yo acabábamos de surgir de uno de ellos. El contiguo era el foco de una cantidad enorme de actividad y atención. Parecía uno de esos lugares de las grandes ciudades donde se compran y venden acciones. Era, por supuesto, el Tendón que llevaba hasta el complejo del quemamundo, o lo que quedaba de él tras el paso de los valleros. Las personas entraban y salían a un ritmo de dos por segundo… era como mirar la entrada de un avispero en pleno verano. La mayoría de los que entraban llevaba armas o herramientas. Algunos de los que salían estaban heridos. Los flujos de entrada y salida chocaban en la cámara de rodamiento, y otros intentaban ordenar la situación, diciendo a cada uno adonde ir y qué hacer, sin aparentemente otro resultado que acabar discutiendo. Me alegraba de no entender lo que decían. El caos hizo que fuese incluso demasiado fácil que fra Jad y yo nos desplazásemos sin llamar la atención. De hecho, mi único problema era distinguir al Milésimo de otros hombres que llevaban material para extinguir incendios. Pero, tras un breve momento de ansiedad en que temí haberle perdido, vi a un probable bombero mirándome y señalando lo que yo empezaba a considerar el suelo de la cámara: la superficie plana con el enorme agujero central.

El agujero se reducía.

Como nos había explicado Jules, cuando los arquitectos de la Daban Urnud habían precisado crear una conexión entre partes importantes del Núcleo, habían empleado una válvula esférica, que no era otra cosa que una esfera con un enorme agujero central retenida en una cavidad también esférica que unía los dos espacios. La esfera no podía ir a ninguna parte, pero podía rotar. Dependiendo de la alineación del agujero que la atravesaba, permitía el paso o era una barrera infranqueable. Una válvula así estaba encajada en el «suelo» de esa cámara. Era tan enorme que al principio yo no había comprendido de qué se trataba. Pero una vez puesta en movimiento, su naturaleza y función eran más que evidentes. Se movía despacio, pero cuando fra Jad logró captar mi atención la cosa ya estaba semicerrada, como un ojo de quien se duerme lentamente.

Fra Jad plantó los pies contra la espalda de un soldado y se dio impulso, enviando al soldado contra el techo y a sí mismo contra la válvula esférica. Yo ya estaba cerca de una escalera o pasarela, que usé para impulsarme y seguirle. Cuando llegamos a la válvula esférica, la abertura se había reducido a unos tres pies en su punto más ancho… de sobra para pasar. Pero para llegar allí habíamos usado todo nuestro impulso y habíamos apuntado fatal. Después de revolvernos febrilmente entramos por la abertura y nos encontramos flotando en el túnel de la esfera, viendo cómo el otro lado del ojo se iba cerrando. No había asas que pudiésemos usar para desplazarnos. Si no llegábamos al otro lado antes de que se cerrase del todo, nos quedaríamos atrapados hasta la siguiente vez que abriesen la válvula.

En cualquier caso, yo estaba tan sin aliento que no podía hacer mucho. Apunté el extintor en la dirección de la que habíamos venido y lo activé. El retroceso lo empujó contra mí; absorbí el impulso con los brazos y me lanzó hacia atrás. Me movía. Choqué contra la pared del hueco del otro extremo, me agarré al borde y crucé. Un segundo más tarde, fra Jad pasó seguido de un penacho nevado de espuma contra incendios. Le agarré del tobillo, lo que redujo en mucho su velocidad. Nos encontramos a la deriva, girando lentamente hacia el extremo delantero del pozo de dos millas de longitud y cien pies de diámetro que recorría el Rimero a lo largo. Habíamos llegado al Núcleo. Y si alguno de los que habíamos dejado atrás había encontrado nuestro comportamiento sospechoso, nadie había tenido la agilidad necesaria para seguirnos. Había escotillas más pequeñas o esclusas para uso individual esparcidas alrededor para que la gente pudiese pasar del Núcleo a la cámara de rodamiento incluso cuando la válvula esférica estaba cerrada. Las observé nervioso, temiendo que de ellas saliese un poli espacial para acosarnos, pero luego razoné que eso no iba a pasar. Recordé las palabras de Jules unos minutos antes: lo que los valleros habían hecho, lo que nosotros habíamos hecho, era la derrota militar más humillante sufrida por aquella gente en mil años. La bomba seguía ardiendo, el desastre acababa de empezar. Era posible que los valleros siguieran con vida y luchando. Así que no iban a preocuparse demasiado de un par de bomberos que no actuaban del todo normalmente.

Nuestro vuelo horrorizado a través de la válvula nos había dado un impulso que nos llevó hasta la pared del Núcleo, que giraba tan rápido como el segundero del reloj. Lo que significaba que, cuando llegamos a esa pared, ésta se movía como alguien que camina rápido. Esa parte del Núcleo estaba bien cubierta por una rejilla de agujeros del tamaño de una mano, por lo que hicimos lo que el instinto nos indicaba y nos agarramos a ella. El efecto fue una suave pero inexorable aceleración que nos hizo girar los pies para encajarlos en la rejilla. Ahora girábamos junto con todo lo demás. Allí nuestro cuerpo pesaba menos que un bebé recién nacido. Pero era la mayor «gravedad» que habíamos experimentado en mucho tiempo y tardamos un poco en acostumbrarnos.

Nos quedamos colgados un par de minutos, boqueando, intentando no desmayarnos. Luego fra Jad, que no era de los que discuten sus planes e intenciones con sus compañeros de viaje, se apartó y voló sobre la pared del Núcleo hacia el primero de los cuatro grandes nexos equidistantes entre sí. Era más fácil moverse en microgravedad que en gravedad cero, porque «caíamos» lentamente hacia la pared del Núcleo, contra la que siempre podíamos empujarnos de nuevo para obtener otra dosis de impulso. Teníamos a nuestro alcance un sistema de tránsito rápido, consistente en una especie de cruce entre cinta transportadora y escalera que subía por un lado del Núcleo y bajaba por el otro. La mayoría de la gente que veíamos, o sea, unas cien personas, sobre todo soldados y bomberos, lo usaban. Los travesaños eran elásticos, por lo que cuando agarrabas uno, no te dislocabas el brazo. Cansado como estaba, sentía la tentación de usarlo, pero no quería ponerme en evidencia. Fra Jad no manifestó ningún interés. Nos desplazábamos más despacio que quienes lo usaban, lo que para nosotros era una ventaja: algunos nos gritaban preguntas cuando pasaban a nuestro lado, pero ninguno fue tan inquisitivo como para soltarse y entablar conversación.

En unos minutos llegamos a la estación del Núcleo donde estaban conectados los orbes Uno, Cinco, Nueve y Trece, los más delanteros. Cada uno de ellos se encontraba encima de un montón de cuatro. Por tanto, los orbes del Uno al Cuatro eran de los urnudanos. Del Cinco al Ocho para los troänos, del Nueve al Doce para los laterranos, y el resto para los fthosianos. El orbe de menor número de cada montón, o sea los conectados encima del todo, estaba destinado a los miembros de más alto rango de su respectiva raza. Por tanto, ese Nexo era el lugar de reunión más conveniente para los Geómetras importantes. Desde allí no parecía gran cosa: cuatro cavernosos agujeros en la pared, el final de los pozos perpendiculares que llegaban hasta los orbes. Pero, según Jules, si hubiésemos podido verlo desde fuera, habríamos visto que esa zona del Núcleo estaba recubierta por una rosquilla de oficinas, salas de reuniones y pasillos en forma de anillo donde el Mando tenía sus oficinas. Había varias escotillas en la pared del Núcleo que así lo daban a entender. Pero el conflicto entre el Pedestal y el Fulcro había provocado una división del toroide del Mando en zonas desiguales. Habían sellado escotillas y colocado nuevas divisiones, habían apostado guardias y cortado cables.

Nada de lo cual nos importaba demasiado, ya que el espacio donde nos encontrábamos sólo servía como pasillo de servicio o pozo de ascensor, y el Mando rara vez lo visitaba o lo tenía en cuenta. De mucho mayor interés para nosotros eran los cuatro enormes orificios de la pared del Núcleo. Al llegar al Nexo, pudimos mirar en su interior y ver pozos tubulares de unos veinte pies de diámetro, cada uno de los cuales «descendía» como un cuarto de milla. Al «fondo» de cada uno había una enorme válvula esférica, cerrada. Al otro lado de esa válvula había un orbe habitado de una milla de anchura.

No fue difícil identificar el pozo que daba al orbe Uno. A su lado, en la pared del Núcleo, habían pintado un enorme numeral. El numeral era urnudano, pero cualquier ser consciente de cualquier cosmos lo hubiera identificado como el carácter para representar la unidad, 1, un único ejemplar de algo. Yo, sin embargo, no tuve tiempo de quedarme un rato a meditar el profundo significado de aquello, ya que fra Jad ya había localizado la escalera de mano en la pared del pozo y ya bajaba por ella.

Le seguí. A medida que avanzábamos la gravedad aumentaba poco a poco. Es difícil describir lo espantosamente mal que me sentí. Lo único que impidió que me desmayara fue el miedo a soltar los travesaños y caer sobre fra Jad. Durante la peor parte, una voz penetró en mi conciencia y resonó en mi cabeza. Fra Jad se había puesto a cantar un cántico milésimo como el que me había mantenido despierto en el monasterio baziano la noche de nuestra Evocación. Le ofreció a mi conciencia algo a lo que aferrarse, como la escalera de hierro que yo agarraba con la mano: mi única conexión tangible y sólida con el gigantesco complejo que giraba a mi alrededor. Y de la misma forma que el travesaño me impedía caer, el sonido de la voz de Jad en mi cráneo impidió que mi mente se marchara flotando a donde fuera que se había ido cuando me había desmayado en el observatorio para despertar en la línea de mundo errónea.

Seguí bajando.

Estaba agachado sobre un gigantesco ombligo de acero, con la cabeza entre las rodillas, intentando no desmayarme.

Fra Jad tecleaba números en un teclado empotrado en la pared.

La esfera comenzó a girar debajo de mí.

—¿Cómo sabes el código? —pregunté.

—He escogido un número al azar —dijo.

Sólo había oído cuatro pitidos del panel. Un número de sólo cuatro dígitos. Sólo había diez mil combinaciones posibles. Por lo tanto, si había diez mil Jads en diez mil ramas posibles de la línea de mundo… y si yo tenía la suerte de estar con el correcto…

Por el agujero de la válvula entraba la luz del sol. Me agaché todo lo que pude y contemplé el agua, la vegetación y los edificios. Todo estaba a media milla de distancia.

Esa vez el agujero de la válvula tenía una escalera. Nos pusimos a bajar mientras la válvula se ajustaba a su posición final, y salimos a una pasarela circular que colgaba del techo del orbe, rodeando la abertura… el óculo en lo alto de una vasta bóveda esférica, un pequeño cielo sobre un pequeño mundo. Una escalera llevaba hasta la pasarela. Había hombres armados que subían corriendo por esa escalera con la intención de saludarnos. Fra Jad, al verlos, se quitó el respirador. Ya no tenía sentido que siguiéramos disfrazados. Yo hice lo mismo.

Dos soldados, con el cañón del arma apuntándonos, llegaron a la pasarela. Uno se acercó agresivamente a fra Jad. Yo di un paso al frente, instintivamente, levantando las manos. Me llamó la atención un pequeño objeto plateado que fra Jad tenía en la mano. ¡De todas las cosas posibles, parecía un cismex! El otro soldado se volvió hacia mí y me golpeó en la mandíbula con la culata del arma. Caí hacia atrás contra la barandilla y sentí a mi vieja amiga, la gravedad cero, acogiéndome de nuevo a medida que iniciaba mi caída libre por el centro del orbe. Algo iba muy mal en mis entrañas. Un momento más tarde oí el disparo de una escopeta. ¿Me habían disparado? No era probable, teniendo en cuenta mi situación. Volví a perder el mundo de vista y mis vísceras se incendiaron, fundiéndose.

Habían disparado a fra Jad. Los matatodos se habían activado. Yo me había convertido en un arma nuclear, un sol oscuro que esparcía radiación fatal en los hogares y terrazas de la comunidad urnudana que tenía debajo.

Habíamos cumplido nuestra misión.

Heraldo: Uno de los tres desastres que asolaron la mayor parte de Arbre durante las últimas décadas de la Era Práxica y que más tarde fueron considerados precursores o avisos de los Hechos Horribles. La naturaleza exacta de los Heraldos es difícil de determinar debido a la destrucción de los archivos, muchos de los cuales estaban almacenados en dispositivos sintácticos que dejaron de funcionar. En general, sin embargo, hay acuerdo en que el Primer Heraldo fue un estallido mundial de revoluciones violentas, el Segundo, una guerra, y el Tercero, un genocidio.

Diccionario, 4ª edición, 3000 a. R.

—Hemos venido —dijo el hombre de la túnica—. Hemos respondido a vuestra llamada. —Hablaba en orto. No tan bien como Jules Verne Durand, pero sí lo suficiente para que creyera que llevaba estudiándolo casi el mismo tiempo. Siempre que nosotros no le soltáramos tiempos verbales arcaicos o frases de estructura compleja, podríamos entendernos.

Digo «nosotros», pero yo no esperaba hablar mucho.

—¿Por qué estoy aquí? —le había preguntado a fra Jad mientras nos aproximábamos a las puertas del edificio que flotaba en el centro del orbe Uno.

—Para hacer de amanuense —respondió.

—Esta gente puede construir naves intercósmicas autosuficientes, ¿y no tiene dispositivos de grabación?

—Un amanuense es algo más que un dispositivo de grabación. Un amanuense es un sistema consciente y, por tanto, lo que observa en su cosmos repercute en otros, tal y como dijimos en la tación de Avrachon.

—Tú eres un sistema consciente. Y parece que se te da mucho mejor que a mí jugar a este juego policósmico. ¿Eso no me convierte en superfluo?

—En las últimas semanas se ha podado mucho. Ahora me encuentro ausente de muchas versiones del cosmos donde tú estás presente.

—Quieres decir que tú estás muerto y yo estoy vivo.

—«Ausente» y «presente» es una forma mejor de expresarlo, pero si insistes en usar esos términos no discutiré.

—¿Fra Jad?

—¿Sí, fra Erasmas?

—¿Qué nos pasa después de la muerte?

—Tú ya sabes tanto como yo.

En ese momento la conversación se interrumpió porque nos dejaron entrar en la sala donde se encontraba el hombre de la toga. El no saber nada sobre la cultura urnudana me impedía estimar muy bien quién era ese hombre. La sala no ofrecía ninguna pista. Era una esfera con el suelo plano, como un planetario pequeño. Estimé que estaba situada cerca del centro geométrico del orbe. La superficie interior era mate y relucía suavemente con la luz del sol dirigida hacia allí. El suelo circular tenía una silla en medio, rodeada por un banco en forma de anillo. En el banco había algunos receptáculos con fluidos que emitían vapor. Por lo demás, la sala no tenía ninguna otra característica ni adorno alguno. Me sentía como en casa.

—Hemos respondido a vuestra llamada.

¿Qué respondería fra Jad? Por mi cabeza pasaron algunas respuestas posibles: «Bien, ¿por qué habéis tardado tanto?», o «¿De qué demonio habláis?». Pero fra Jad respondió astutamente, de una forma que no le comprometía, diciendo:

—En ese caso, he venido a daros la bienvenida.

El hombre se volvió de lado y señaló el banco circular. La toga se desdobló y colgó de su brazo como una bandolera. Era predominantemente blanca, pero estaba profusamente decorada. Supongo que era de brocado o bordada, pero vivir entre ascetas que usaban paño me había dejado con un vocabulario muy pobre en lo que se refiere a las artes decorativas, así que me limitaré a decir que era bonita:

—Por favor —dijo el hombre—, tomemos el té. Un ofrecimiento puramente simbólico, ya que vuestros cuerpos no pueden aprovecharlo de ninguna forma, pero…

—Estaremos encantados de beber tu té —dijo fra Jad.

Así que nos acercamos al banco circular y tomamos asiento. Dejé que fra Jad y nuestro anfitrión se sentasen relativamente cerca, mirándose, y yo de alguna forma logré colocarme un poco más lejos. Nuestro anfitrión tomó su taza y ejecutó lo que supuse que era un gesto cortés y ritual, que fra Jad y yo intentamos imitar. Luego todos bebimos. No era peor ni mejor que lo que «Zh’vaern» solía comer durante el Mensal. No iba a pedirle un poco para llevármelo a casa.

El hombre sacó unas notas del bolsillo de la toga y las consultó unas cuantas veces mientras nos decía lo siguiente:

—Me llamo Gan Odru. En la historia de la Daban Urnud, soy la cuadragésima tercera persona que ostenta el título de Gan; Odru es mi nombre de pila. La traducción más aproximada de Gan al orto es «almirante». Es sólo un significado aproximado. En nuestro sistema militar, unos oficiales eran responsables de los árboles y otros del bosque.

—Táctica y estrategia, respectivamente —dijo fra Jad.

—Exacto. El Gan era el oficial estratégico de rango más alto, responsable de la dirección de toda la flota y encargado de informar a las autoridades civiles, cuando las había. El mando de una nave concreta el Gan lo delegaba en oficiales tácticos con el rango de Prag, o lo que vosotros llamaríais «capitán». Mis disculpas si todo esto os aburre, pero es una forma de explicar el comportamiento de la Daban Urnud hacia Arbre.

—No es en absoluto aburrido —dijo fra Jad, y me miró para asegurarse de que yo hacía mi trabajo: que, por lo que podía entender, consistía en mantenerme consciente.

—Al primer Gan de la Daban Urnud se le confió la responsabilidad de fundar una colonia en otro sistema estelar —explicó Gan Odru—. A medida que la distancia volvía más tenue el contacto con Urnud, sus responsabilidades aumentaron y se convirtió en la autoridad suprema, sin responder ante nadie. Pero era un Gan extraño, ya que su flota estaba compuesta por una única nave y su subordinado era un único Prag, y en la medida en que el Prag no tenía que tomar ninguna decisión táctica, ya que la guerra había quedado muy atrás, la relación entre Gan y Prag se volvió inestable y evolucionó. Una forma simple de expresarlo sería decir que el Gan se convirtió en algo como vuestros avotos y el Prag en algo similar a vuestro Poder Secular. A esa situación se llegó durante una sola generación, pero demostró ser extraordinariamente estable y no ha cambiado desde entonces. La ropa que visto es prácticamente igual que los uniformes de gala que vestían hace miles de años los Gans de las flotas oceánicas de Urnud. Aunque, por supuesto, no llevaban esto en los barcos, porque es difícil nadar vestido con una toga.

El humor era lo último con lo que esperaba encontrarme y el asombro superó en mí la alegría y reí demasiado poco y demasiado tarde.

—La enfermedad debilitó al segundo Gan y sólo sirvió durante seis años. El tercero fue un joven protegido del primero; tuvo una larga carrera y, gracias a su carisma y a su inteligencia poco común, recuperó parte del poder que sus antecesores habían cedido a los Prags. Al final de su carrera fue consciente de vuestra invocación y tomó la decisión de alterar la trayectoria de la Daban Urnud para poder, tal y como lo veía él, volar al pasado. Porque interpretaron las señales que él y otros oyeron como voces ancestrales que los llamaban de vuelta a casa para crear el Urnud que debería haber sido aunque, por la estupidez de sus líderes, no había podido ser.

»Supongo que ya tenéis alguna idea de los vagabundeos que siguieron, de los Advenimientos de Tro, Tierra y Fthos y sus consecuencias. Mi propósito no es repasar toda esa historia sino explicar nuestros actos.

—Convendría saber qué pasó con el Guardián del Cielo —dijo fra Jad.

—Durante mucho tiempo —dijo Gan Odru cambiando de tono, porque improvisaba sobre la marcha en lugar de leer sus notas—, la relación entre los Gans y los Prags ha estado envenenada. Los Prags han dicho que el tercer Gan simplemente se equivocó, que todos los viajes de la Daban Urnud no habían tenido sentido… que eran simplemente la consecuencia eterna de un antiguo error. Creyendo tal cosa, vieron que su único propósito era la autopreservación. Los que piensan así sólo desean fundar su hogar en algún lugar y seguir viviendo. Y, con cada Advenimiento, algunos lo hacen. Hemos dejado urnudanos en Tro, troänos en la Tierra y así sucesivamente. Encuentran la forma de vivir a pesar de que no pertenecen a ese cosmos. Por tanto, de los cínicos, los que creen que todo no es más que un error sin sentido, una buena parte desaparece en cada Advenimiento. Al mismo tiempo, se nos unen personas del nuevo cosmos que creen en la búsqueda. Así que se reconstruye la nave y partimos hacia el siguiente cosmos. Al principio los Gans tienen poder para hacer que los Prags cumplan sus órdenes. Pero el viaje es largo, se olvida la búsqueda con el paso de las generaciones, los Prags ganan poder y los Gans lo pierden. El Pedestal y el Fulcro son nuestros nombres desde hace tiempo para esas dos tendencias. Y por tanto aquí me veis, prácticamente solo en este lugar de ceremonia, haciendo lo que hacían mis predecesores, pero con poco respeto y sin ningún poder.

»Así llegamos a Arbre. Prag Eshwar, mi homóloga, y sus seguidores vieron este planeta como otra civilización para saquear por sus recursos con el fin de reconstruir la nave y seguir viaje. Pero Eshwar es una mujer inteligente que ha leído nuestras historias y sabe bien que, durante un Advenimiento, el Pedestal y el Prag tienden a perder poder ante el Fulcro y el Gan. Por tanto ya estaba escogiendo tácticas que redujesen esa posibilidad.

»Cuando el Guardián del Cielo vino a nosotros, quedó claro que era un tonto, un charlatán. Ya lo sabíamos, claro, por nuestra observación atenta de la cultura popular de Arbre. Y la Prag ya había preparado un plan para establecer una comparación entre ese Guardián del Cielo y yo. Para hacer que su estupidez, su falsedad, se identificase conmigo.

»Así que trajeron hasta aquí al Guardián del Cielo en traje espacial. No hacía sino decir que quería quitárselo. Le aconsejamos lo contrario. Cuando entró en esta sala, la consideró una especie de lugar sagrado, e insistió en que el riesgo de quitarse el traje era aceptable. Que su dios le cuidaría. Por tanto, se lo quitó. Perdió el aliento. Nuestros médicos intentaron volver a montar el traje, pero no ganamos nada, porque ya le había reventado un vaso sanguíneo importante. A continuación los médicos intentaron meterle en una cámara hiperbárica fría, una terapia con la que tenemos mucha práctica. Le desnudaron y le prepararon para el procedimiento, pero ya era demasiado tarde… había muerto. Se produjo un debate sobre qué hacer con el cuerpo. Mientras algunos debatíamos, unos investigadores demasiado atrevidos tomaron muestras de sangre y tejidos e iniciaron una autopsia. Por tanto, digamos que el cuerpo ya había sido profanado. Prag Eshwar tomó la decisión de que cualquier disculpa se consideraría un signo de debilidad y que compartir información sólo beneficiaría a Arbre. Y también, por razones de política interna, se sentía inclinada a manifestar desprecio, o al menos despreocupación por el cuerpo… porque lo había convertido en un símbolo de mí. De ahí la forma en que regresó el Guardián del Cielo.

—Pero no funcionó —dije—, ¿no es así?

—Así es. Los del Fulcro se sintieron avergonzados y apenados, y concibieron un plan para cambiar sangre por sangre. De la misma forma que nosotros habíamos tomado muestras de sangre del cuerpo del Guardián del Cielo, ellos enviarían a la superficie de Arbre muestras de nuestra sangre. Habíamos detectado señales del planeta, que, supimos más tarde, había enviado fra Orolo, en forma de analema. Jules Verne Durand se había convertido en la mayor autoridad en el orto y en los avotos. Secretamente simpatizaba con el Fulcro. Interpretó que la señal de Orolo apuntaba a Ecba y propuso que tendría un profundo valor simbólico enviar las muestras a ese lugar. Incluso se ofreció voluntario para descender en la sonda. Pero se le ordenó participar en el asalto al concento de los matarrhitas, y por tanto ya no estaba disponible. Lise fue en su lugar… sin que él lo supiese, claro. Porque de Jules había aprendido mucho sobre los avotos e incluso algunas palabras de orto. Como sabéis, salió mal y le dispararon cuando subió a la sonda.

Dejamos que pasasen unos momentos en silencio.

—Desde entonces las cosas se han sucedido con rapidez. Yo diría que Prag Eshwar ha hecho lo que hacen los Prags, que es…

—Reaccionar tácticamente, sin considerar la estrategia —dijo Jad.

—Sí. Nos ha conducido a esta situación. Vuestros fras y sures, supongo que del Valle Tintineante, han matado a treinta y uno.

Fra Jad no respondió, pero Gan Odru me miró y yo asentí. Siguió hablando:

—Hay ochenta y siete rehenes… vuestros colegas los han llevado a una cámara y han soldado las puertas.

—Un error de interpretación —dijo fra Jad—. Esa gente no toma rehenes, así que a los ochenta y siete los metieron en esa sala para mantenerlos a salvo.

—Prag Eshwar lo interpreta, bien o mal, como una toma de rehenes, y con una mano prepara una respuesta. Con la otra ha recurrido a mí y me ha pedido que hable con vosotros. Está alterada. La verdad es que no sé por qué. La gran bomba que ha sido destruida siempre fue un último recurso; nadie se planteaba usarla de verdad.

—Discúlpame, Gan Odru, pero el Pedestal se preparaba para lanzarla —le solté.

—Como amenaza, sí… para que colgara sobre el planeta y ejercer presión. Pero ése es su único uso en realidad. No comprendo por qué su pérdida ha alterado a Prag Eshwar de tal forma.

—No lo ha hecho —dijo fra Jad—. Prag Eshwar presiente un peligro horrible.

—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó Gan Odru cortés.

Fra Jad hizo caso omiso de la pregunta.

—Ella podría explicarlo diciendo que tuvo una pesadilla, o que la inspiración le llegó en el baño, o que una corazonada le indica que debe trazar un rumbo seguro.

—¿¡Y es algo que vosotros hicisteis!? —dijo Gan Odru, más como exclamación que como pregunta. Fra Jad le estaba dando muy pocas satisfacciones, así que se volvió hacia mí. No puedo saber lo que vio en mi cara. Alguna mezcla de desconcierto y conmoción. Porque yo acababa de entrever un argumento alternativo en el que desatábamos una destrucción espantosa en uno de los orbes.

—Que nosotros pudiésemos enviar una señal a Prag Eshwar… ¿es tan difícil de creer para ti, Gan Odru, el dignatario de una tradición de mil años, fundada en la creencia de que mis predecesores os convocaron hasta aquí?

—Supongo que no. ¡Pero es tan fácil, después de tanto tiempo, dudar y considerarla una religión cuyo dios ha muerto!

—Es bueno dudar —dijo fra Jad—. Después de todo, el error del Guardián del Cielo fue no hacerlo. Pero hay que escoger con cuidado el blanco de nuestra duda. Vuestro tercer Gan detectó un flujo de información proveniente de otro cosmos y lo consideró un mensaje críptico de vuestros antepasados. Vuestros Prags, desde entonces, han dudado de ambas partes de esa historia. Tú dudas sólo de que la señal viniese de vuestros antepasados. Pero puedes seguir creyendo que la señal existe aunque rechaces la idea equivocada del tercer Gan a propósito de su origen. Crees, por tanto, que la información, el Flujo Hylaeano, pasa entre cosmos.

—Pero, si puedo preguntártelo, ¿has aprendido a modular la señal, a enviar mensajes por ella?

Yo era todo oídos. Pero fra Jad no dijo nada. Gan Odru esperó unos momentos y luego dijo:

—Supongo que eso ya ha quedado claro, ¿no es así? Aparentemente, de alguna forma, has entrado en la cabeza de Prag Eshwar.

—¿Qué señal recibió el tercer Gan hace nueve siglos? —pregunté.

—Una profecía de devastación. Sacerdotes masacrados, iglesias derribadas, libros quemados.

—¿Qué le hizo pensar que venía del pasado?

—Las iglesias eran enormes. Los libros estaban escritos en una lengua que no conocía. En algunas de las hojas que ardían había demostraciones geométricas desconocidas para nosotros… pero que nuestros teores verificaron más tarde. En Urnud tenemos el mito de una Edad de Oro perdida. Supuso que se le estaba permitiendo verla.

—Pero realmente veía el Tercer Saqueo —dije.

—Sí, eso parece —dijo Gan Odru—. Y mi pregunta es: ¿nos enviasteis la visión o simplemente se dio?

«Hemos venido… hemos respondido a vuestra llamada.» ¿Era él el último sacerdote de una religión falsa? ¿Era igual que el Guardián del Cielo?

—Yo no sé la respuesta —dijo fra Jad. Se volvió a mirarme—. Tú mismo tendrás que buscarla.

—¿Qué hay de ti? —le pregunté.

—Yo aquí ya he terminado —dijo fra Jad.