10. Sirenas y temblores
Los días 17 y 18 de julio de 1936 aconteció el pronunciamiento que dio lugar a la guerra civil española. Pero no fue este un hecho inesperado, ni su consecuencia ninguna sorpresa.
España estaba dividida en dos partes, por un lado los ricachones acomodados, pendientes de sus bienes y heredades, sacrificando sus buenos cuartos por el bien del país, dignos hijos de la iglesia, piadosos y voluntariosos, explotadores de campesinos y obreros.
Por otro lado, la clase obrera explotada y siempre ignorada, sin derechos, sin nada. Incultos zoquetes más prestos a los puños que a las palabras, olvidadizos de reglas y renegados de la iglesia.
O al menos eso decía la labia corrosiva y beligerante de unos y otros. Largo Caballero por un lado, José María Gil Robles y José Calvo Sotelo por el otro. Extremistas de derechas e izquierdas chocaban en periódicos, proclamas y discursos, y el pueblo se dividía, se enfrentaba, se insultaba.
Desde la revolución de 1934 el clima que se vivía en España era de todo menos tranquilo. En la primavera de 1936 las cosas alcanzaron su punto de ebullición. Unos pensaban que la democracia había muerto y que la república estaba dando sus últimos coletazos, otros que España estaba a punto de caer en manos de revolucionarios marxistas que harían tambalear sus creencias más profundas. En definitiva, en la calle corría el desaliento, la inquietud y la sospecha. Se mascaba en el ambiente que el siguiente paso que nos impusieran sería drástico y casi apocalíptico.
En junio de 1936, José María Gil Robles presentó un informe detallando la situación del país en base a los últimos desórdenes: más de un centenar de iglesias quemadas, heridos y muertos en reyertas políticas y choques callejeros, más de cien huelgas generales, más de doscientas parciales... Nada iba bien, eso estaba tan claro como el agua.
Quizás sea poco patriótico lo que voy a decir, pero... cuando echo la vista atrás y leo los renglones desiguales de la historia de mi país, creo que estábamos abocados a la guerra, no tanto por política o intereses, sino porque simple y llanamente los españoles no sabíamos lo que queríamos. Íbamos dando tumbos, buscando la solución perfecta sin pararnos a pensar que lo perfecto para unos era lo imperfecto para los otros.
Tras el reinado de la reina Isabel II, en 1868, los españoles decidimos que no queríamos más reyes borbones, así que durante los dos primeros años del llamado sexenio democrático estuvimos buscando nuevo rey... Al final lo encontramos en la figura de Amadeo de Saboya, un príncipe italiano que subió al trono en 1870, en la primera monarquía constitucional que tuvo España.
Estuvo este buen hombre aguantando carros y carretas hasta 1874, año en que abdicó. Yo sinceramente no sé Historia y no sé por qué lo hizo, pero imagino que tras varios intentos de asesinato, ciertas conspiraciones, alzamientos carlistas y alguna que otra cosa más, al pobre hombre o se le acabó la paciencia o se le pusieron por corbata. Prefirió dejarnos a solas con nuestras historias, de hecho cuentan los que saben que solía exclamar confuso: «Ah, per Bacco! Io non ci capisco niente. Questa è una gabbia de pazzi. Es decir: ‘No entiendo nada, esto es una jaula de locos’.
Así que otra vez estábamos sin rey, entonces decidimos que mejor nos las apañábamos solitos y creamos la Primera República que duró desde 1873 hasta 1874, en total once meses durante los cuales tuvimos cuatro presidentes, ¡ahí es poco!
Visto lo visto, decidimos probar de nuevo con la monarquía, como el rey anterior era extranjero y no nos había cuadrado mucho, pusimos en su lugar a otro Borbón, Alfonso XII, y a la muerte de este, llegó la regencia de la reina María Cristina, —Doña Virtudes la llamábamos— que se inició bajo el gobierno de Sagasta, del partido liberal. Cuando su hijo, Alfonso XIII fue coronado, el jefe del gobierno era Antonio Maura; esta vez les tocaba el turno a los conservadores. Y digo esto porque los españoles teníamos nuestras cosas, y una de ellas era la alternancia en el poder político. Había elecciones, claro que sí. A partir de 1890 se admitió el sufragio para varones mayores de 25 años, pero, la verdad, no servía de mucho. Las elecciones estaban amañadas. De hecho, todos sabíamos perfectamente a qué partido político le tocaba gobernar antes del recuento de votos, ya que en nuestro país se producía una curiosa alternancia política. Primero gobernaban los liberales, y en el ejercicio siguiente lo hacían los conservadores. Todo muy ecuánime, y muy bien montado si no fuera porque el pueblo no se creía nada y protestaba por todo. O eso decían los poderosos. A eso hay que añadir las revueltas, los enfrentamientos internos, la guerra de Cuba, el conflicto de Marruecos, el anticlericalismo, el catalanismo y más, y más, y más. Al final al rey se le inflaron las narices con tanta protesta y apoyó a Miguel Primo de Rivera cuando se sublevó contra el Gobierno. Fue así que dio un golpe de Estado y se convirtió en dictador de 1923 a 1925 de un directorio militar, para según sus propias palabras «Poner España en orden». En 1925 el directorio militar pasó a ser civil... El rey, cómplice de la dictadura, se quedó con su trono. Para gobernar o para pintar la mona, ya no sé decirlo, pero por ahí andaba.
Tras la grave crisis económica del 27 y del 29, la represión de obreros e intelectuales, la falta de acuerdo entre burguesía y dictadura, y la Dictablanda (1930-1931) de Dámaso Berenguer y más y más y más, acabamos cayendo en la cuenta de que España no iba muy bien que se diga. Por tanto, se buscó una solución: la Segunda República, que como ya he dicho antes, no es que fuera muy tranquila, no, señor.
Si sumamos dos y dos, tenemos que desde 1833, año en que subió al trono Isabel II, hasta el golpe de Estado y posterior dictadura franquista en 1940, ha pasado poco más de un siglo en el que hemos tenido varias dictaduras, dos repúblicas, un rey extranjero, una reina, una reina regente y dos reyes españoles, uno de ellos a la vez que una de las dictaduras. No está nada mal, no, señor.
Se puede decir sin lugar a dudas que éramos un pueblo de ideas claras y estables, con lúcidas inclinaciones políticas y que sabíamos de todas, todas, lo que queríamos... sin lugar a dudas.
Cuando empezó la guerra había vivido mi vida en paz, sin pararme a pensar en política ni políticos, ni en democracias, monarquías, dictaduras ni repúblicas. De eso ya se ocupaban mis vecinos y mi marido. Yo vivía tranquilamente y dejaba en paz al resto del mundo con la ingenua esperanza de que el resto del mundo me dejara en paz a mí.
Aún hoy sigo sin creer en la política. Odio a Franco porque me hizo odiarle. Me las hizo pasar muy mal, pero imagino que también mucha gente le tendrá aprecio porque se las haría pasar muy bien. Como dijo Campoamor, todo es según el color del cristal con que se mire.
Yo pasé hambre, penas y dolores, por tanto lo odio profundamente y espero que se pudra en su fría y jactanciosa tumba del Valle de los Caídos. Los que tuvieron trabajo y comida, los afortunados ganadores que recibieron prebendas y favores, imagino que desearán que los tiempos vuelvan atrás y que el dictador siga vivito y coleando...
Lo dicho, todo es según el color del cristal con que se mire, y mi cristal fue durante toda la guerra y muchos años después de un color muy oscuro, negro, de hecho.
Antonio se alistó de carabinero con los republicanos tal y como hicieron mi hermano Francisco y casi todo Madrid. La capital quedó vacía de hombres; las mujeres, niños y ancianos nos hicimos cargo de la urbe.
Fueron tiempos penosos. Tiempos de hambre y miedo. Tiempos de mirar al vecino y preguntarte si era de los tuyos o de los otros. Tiempos de cuidar la lengua y silenciar los pensamientos. Tiempos de penurias.
Es bien sabido que la guerra saca lo peor de la humanidad, pero también lo mejor.
Mi calle quedó vacía, al igual que mi casa y también mi corazón. Me encontré de repente con tres niños a los que sacar adelante sin ayuda de nadie, excepto de mis hermanas y de alguna vecina.
Mi hija Lola tenía cuatro años, Antoñito, tres y Rafael, uno; no era un panorama esperanzador, pero me puse manos a la obra y puedo decir con la cabeza bien alta que jamás nos faltó comida, aunque esta fueran palomas en vez de pollos, o gatos en vez de conejos.
De aquellos años de caos tengo recuerdos inconexos, simples retazos de momentos que quise perder en el olvido y no logré que abandonaran mi cabeza.
Recuerdo a la señora Paca, una anciana de pelo blanco y ojos legañosos. Vivía en el portal de al lado de mi casa, sus ropas estaban raídas, sus cabellos sucios. Paseaba arriba y abajo por las calles mendigando un trozo de pan que llevarse a su boca sin dientes. A veces desaparecía durante días y cuando volvía a verla era una sombra de su persona, un caparazón vacío que se sostenía por la mugre que cubría su pellejo.
A veces una vecina la metía en su casa y la aseaba, otras veces era yo misma quien lo hacía. Teníamos todas un pacto no mencionado, la que primero daba con ella se ocupaba de adecentarla. Más de una vez la metí en mi casa y le lavé aquella cara de ojos legañosos y baba reseca. Luego ponía agua a calentar en el fogón y colocaba un barreño en el suelo del salón. Ella se dejaba desnudar sin abrir la boca y yo le iba echando el agua caliente sobre la cabeza a la vez que frotaba su cuerpo con toallas y jabón hecho en casa.
Me daba un asco tremendo lavarla, tanto, que cuando terminaba hervía inmediatamente las toallas que había usado en agua con lejía, eso si tenía la suerte de tener lejía, y si no, las frotaba con jabón hasta que no quedaba resto de la mugre que le había robado a su cuerpo. Luego compartíamos la poca comida que tuviéramos con ella.
La señora Paca daba vueltas al pan mojado en agua en su boca desdentada, dejando que cayeran las migas hechas masa con su baba por la comisura de su boca, luego se echaba a llorar sobre la sopa de ajo o el guiso que tuviera frente a sí. Las lágrimas resbalaban por su cara y los mocos caían de su nariz hinchada y enrojecida hasta la cuchara que en ese momento se llevara a la boca.
Su marido había partido a las trincheras y ella se había vuelto loca.
A veces se quedaba unos días por el barrio y las vecinas la alimentábamos como buenamente podíamos; otras veces, desaparecía a las pocas horas de haber regresado. Cuando volvía su estado era igual de penoso, igual de estremecedor, igual de desamparado.
A veces pensaba para mí misma: ¿por qué nos preocupamos? ¿Para qué asearla y remendar sus ropas? ¿Para que quitarnos de comer cuando no tenemos comida para nuestros hijos si ella desaparece y nos olvida? Pero al instante la respuesta venía a mí. Cuando ya nada queda, cuando todo nos lo quitan, solo una cosa podemos hacer las unas por las otras: ayudarnos a mantener la dignidad. Ni más ni menos.
La señora Paca sobrevivió a la guerra; su marido, no.
Cuando Madrid volvió a ponerse en pie, o al menos a intentarlo, ella siguió deambulando por las calles y las vecinas seguimos limpiándola y dándole parte de las exiguas raciones que conseguíamos con la cartilla de racionamiento.
Murió un día de invierno pocos años después de terminar la guerra. Encontraron su cuerpo tumbado sobre el colchón de su casa. Vestida de harapos, con los ojos llenos de legañas y la casa helada por el frío. Estaba tumbada boca arriba con las manos enganchadas a la sábana que cubría el lecho. Cuando la levantaron para amortajarla, sus dedos no soltaron la sábana y revelaron que no era sobre un colchón sobre lo que dormía sino sobre un saco de billetes de una peseta. Era rica, inmensamente rica y había vivido los últimos años de su vida como si fuera más pobre que las ratas.
¿Qué tiene la guerra que cambia tanto a las personas? ¿Qué las hace caer en la más absoluta desesperación? ¿Qué hace que todo cuanto las rodea se convierta en engaño ante sus ojos sin esperanza?
Horror. Simple y llanamente horror.
Impotencia.
Soledad.
Recuerdo a mi hermana María, enferma y sola, con su hijo pequeño dejado a su libre albedrío en la misma casa en que vivían con sus suegros. Me acercaba a visitarla todos los días, llevaba a mis pequeños y cuidaba de su casa. Ella ya no podía.
Tenía treinta y tres años, apenas si podía respirar, su pecho se movía en espasmos tratando de llevar aire a sus pulmones anquilosados mientras sus suegros amenazaban con echarla de casa ahora que su marido no estaba y ella no era útil para nada.
Su esposo había fallecido; según su madre, honorablemente en el campo de batalla, luchando por quien merecía la pena luchar, es decir, por Franco y los suyos. Según el resto del mundo, había muerto en una reyerta callejera al poco de empezar la guerra, borracho como una cuba y atravesado por un navajazo en el corazón.
Fuera como fuese, se había ido y mi hermana estaba sola con unos suegros que la aborrecían y que amenazaban a nuestra familia de ser rojos.
Pero no, señores, yo no era roja, ni azul, ni verde. Era mujer y madre. Ni más ni menos.
Mi familia, mis vecinos, todos los que habitábamos en nuestro país, por encima de nacionales, liberales o republicanos, por encima de iglesias y credos, éramos españoles. Y eso es lo que la gente olvidó, que por encima de ideologías, religiones y demás errores del intelecto, éramos todos de un mismo pueblo, con unas mismas necesidades, con un mismo pasado y un futuro incierto.
Y españoles contra españoles todos nos enfrentamos.
Saqué de allí a mi hermana y a mi sobrino. Apenas le quedaba vida. En mi casa no había comida y serían dos bocas más que alimentar, pero donde no comen cuatro, tampoco comen seis, así que me daba lo mismo. Victoria estaba en mi misma situación y me ayudó como pudo.
Cuando María murió me hice cargo de mi sobrino. De sus abuelos paternos no supe nada más, aunque tampoco me interesé por ellos. Espero que murieran rabiosos y enloquecidos, con grandes dolores y abandonados por todos.
Qué se le va a hacer, también yo tengo mi genio.
Me encontré de golpe con cuatro niños a mi cargo y sin manera de alimentarlos. Las bombas sobrevolaban Madrid, las calles eran un cúmulo de cascotes rotos, los edificios se caían a trozos y la gente se escondía asustada. Estábamos casi al final de la guerra y parecía más bien el final del mundo.
Dejé a mis hijos y a mi sobrino al cuidado de mi hermana y busqué trabajo con los que habían sabido elegir el bando ganador. Cuando se tiene hambre, hasta el orgullo es sabrosa comida.
Entré a servir en una taberna a los enemigos de mi marido, pero francamente me daba lo mismo. Trabajaba de sol a sol en el guardarropa, colocando abrigos de piel a señoronas adineradas y de labios encarnados. Cocinaba para hombres corpulentos de tripas enormes y narices enrojecidas. Lavaba platos hasta que no sentía las yemas de los dedos, y robaba cada resto de comida de cada plato que se ponía ante mi vista para dárselo a mi familia.
Recuerdo que servíamos pollo asado a los señoritos, y en aquella época era un manjar como ahora lo puede ser el caviar. Los señoritingos muy finos ellos, lo comían con cuchillo y tenedor mientras todos los trabajadores intentábamos no mirar, no sentir el hambre que nos roía las entrañas. Cuando terminaban su ración de pollo, corríamos a los platos y buscábamos en ellos la tajada del camarero. Ese pedazo de carne tierna y jugosa que hay entre el contramuslo y la columna del pollo, justo al lado de la cloaca, ese trocito de cielo escondido entre huesos al que no se puede llegar más que con dientes, lengua y dedos. Y el camarero que lo conseguía se lo comía sin dudarlo un segundo y una cosa puedo asegurar: nos sabía a gloria. Tanto es así, que aún hoy, que no me falta de nada, que tengo mi pensión y mis hijos que me cuidan como a una reina en sus casas; aún hoy, cuando hay pollo asado para comer, busco con ahínco ese trozo de cielo y se lo enseño a mis nietos. Veis, les digo, esto era el caviar de mi juventud. Luego me lo como relamiéndome, y pienso, sí, es el mejor trozo del pollo y solo los pobretones lo comíamos.
Recuerdo el sonido de las sirenas y el rugir de los aviones sobrevolando Madrid y lanzando bombas.
Todos debíamos ir a los sótanos de las iglesias o al túnel de metro que tuviéramos más cerca. Esas eran las órdenes. Apagar las luces, abandonar las calles y refugiarnos bajo tierra. Pero cuando sonaban las atronadoras sirenas que anunciaban la muerte desde el aire, nadie se paraba a pensar en sótanos ni metros, todos los vecinos bajaban desesperados al portal y yo abría las puertas de mi casa en el bajo, nos metíamos bajo la mesa del comedor, bajo las camas de mis hijos y rezábamos cada uno a nuestro dios abrazados unos a otros.
Cuando la muerte te ronda, cuando el terror te atenaza, la mente no hace caso a indicaciones ni órdenes, el cerebro busca a otros de tu especie para reunirse con ellos, para ocultarse todos juntos y en caso de morir, no hacerlo solo. Ni más ni menos.
La guerra cambió la vida de todos nosotros, de los que eligieron bien su bando y de los que elegimos mal. De los que fueron a trincheras, de los que se lanzaron al monte y de los que nos quedamos en la ciudad. De niños, ancianos, hombres y mujeres.
Juana vivía en la plaza de la Paja, era vecina de mi antigua señora, y amiga mía desde entonces. Tenía mi edad.
Su marido estaba escondido en las montañas con la guerrilla. Tuvo la mala suerte de quedarse embarazada al poco de comenzar la guerra, y yo la visitaba cuando podía y ella hacía lo mismo conmigo. Pasábamos horas en mi casa bajo los ruidos de las piedras al romperse; abrazadas y escondidas, rogando para que cuando su bebé naciera, la guerra hubiera acabado. Pero no fue así.
Un frío día de invierno vino a buscarme a casa la chica de mi antigua señora. «Juana está de parto», me dijo. Salí corriendo con mis hijos, los dejé en casa de mi hermana Victoria y corrí como alma que lleva el diablo entre cascotes y aceras rotas, entre sacos de arena y disparos de fusiles.
Corrí hasta la plaza de la Paja y subí las escaleras hasta el primer piso.
Mi amiga estaba tumbada en la cama con la cara descompuesta y sin emitir un sollozo. Mi antigua señora, ya por entonces ciega del todo, le cogía de la mano y le susurraba palabras de consuelo; la chica que le servía estaba en la cocina hirviendo agua y sacando toallas blancas. No había nadie más en el edificio. La chica había mandado recado a la comadrona, pero no estábamos seguras de que viniese. Al fin y al cabo estábamos en guerra.
Me puse manos a la obra, con tres hijos en mi haber era toda una experta.
Juana empujaba en cada contracción mientras yo dilataba su vagina con mis dedos intentando apresurar al máximo el largo parto. Mi antigua señora pasaba un paño húmedo por su frente empapada en sudor y la chica, acurrucada en una esquina de la habitación, murmuraba oraciones inútiles a un dios inexistente.
Cuando por fin vi asomar la coronilla del bebé entre las piernas de mi amiga, sonaron las sirenas de alarma. Nos miramos unas a las otras totalmente espantadas. Estábamos en un primer piso, necesitábamos luz para ver, no podíamos salir corriendo a buscar refugio. La chica se disculpó entre dientes y escapó de la casa en busca de un sótano, mi señora y yo no dijimos palabra. Ella siguió con sus caricias de consuelo en la frente de Juana y yo seguí intentando sacar al bebé.
Para atender a Juana nos bastaba y nos sobraba con cuatro manos y dos ojos.
Apagamos todas las velas menos una y rodeamos a mi amiga con nuestros cuerpos, el bebé iba a salir ya, y nosotras lo íbamos a recibir.
Las sirenas sonaban, los motores de los aviones rugían y las bombas silbaban sobre nuestras cabezas mientras Juana gritaba. En un sólido empujón asomó la cabeza del bebé, lo agarré entre mis manos y esperé, un segundo, dos, otro empujón y la niña salió del todo, en ese mismo instante oímos un ruido atronador, el suelo se movió y la casa crujió.
Se nos cayeron encima las paredes.
Mi señora murió aquel día, enterrada entre piedras y maderos.
Juana vivió y tuvo tres hijos más.
Aquel bebé precioso que nació en el peor momento es ahora una mujer de sesenta y ocho años con la mente de una niña de tres. Esa niña bonita y cariñosa recibió el mismo nombre que llevaba mi señora, Amparo. La veo muy a menudo, su hermano pequeño se casó con mi hija menor. La miro a los ojos y veo inocencia, ternura, cariño. No tiene ningún rasgo en su rostro que indique por qué su cerebro no maduró; sus ojos son redondeados, su frente es amplia, su nariz respingona, su cuello largo y esbelto como el de un cisne. Si aquella bomba no hubiera caído en la casa o si hubiera caído cuando nosotras no estábamos dentro, probablemente esta niña grande hubiera crecido con su edad, su cerebro hubiera sido como el nuestro, sus palabras serían inteligibles y sus pensamientos ordenados.