9. Huérfanos y vino

Antonio era un hombre cultivado, sabía mucho de casi todo y tenía un hablar correcto que chocaba constantemente con mis modales más burdos.

Poco a poco fui tomando sus palabras y haciéndolas mías. Supongo que al oír hablar con corrección a alguien día y noche, es normal que se te acaben pegando sus maneras y frases. Y si además ese alguien utiliza cada metedura de pata que tienes para reírse, pues entonces se te pega todavía más rápido. Y no es que Antonio se riera de mí, es que le gustaba embromarme y mostrarme cómo, con una simple vocal o sílaba bien puesta o con una coma en el lugar adecuado, el sentido de una frase cambiaba por completo.

Recuerdo una vez que en el mercado vi un atún entero en el puesto del pescadero, jamás había visto bicho tan grande y de regreso a casa pasé por la esquina de la plaza de la Cebada donde él trabajaba para decírselo, irrumpí en la imprenta y él, al verme tan excitada y nerviosa, sonrió y me acompañó fuera para que pudiéramos hablar a solas.

—No te lo va´creer, n´el mercao había un pescao enorme...

—¿Tienes hambre? —me preguntó muy serio.

— Pos no, yo via´l pez y me quedé impresioná —continué extasiada con el recuerdo del enorme pez.

—¿Seguro que no tienes hambre?

—Que te he dicho que no.

—Pues te estás comiendo letras en cada palabra.

—No te rías de mí.

—No me río. —Y lo cierto era que el perro sarnoso no se reía.

—A ver, he ido al mercado —empecé de nuevo, remarcando cada palabra con su número de letras correspondiente—, y he visto un pescado enorme.

—¿De veras? ¿Qué pez era? —preguntó interesado.

—Pues un atún, yo via el pescado y le pregunté al pescaero qué era.

—¿Llovía mucho?

—No. No llovía nada, ¿de dónde te has sacado que llovía? Pos no ves el sol qu´hace. —Este hombre estaba loco y me estaba volviendo loca a mí.

—Pero sí me acabas de decir que llovía.

—¿Yo? Yo no te he dicho que llovía.

—Habré entendido mal, disculpa.

—¡Señor! Pos a lo que iba, yo via el pescao ese tan tremendo y le...

—Ves como estás diciendo que llovía —me interrumpió con una sonrisa.

—¡Que yo no digo eso!

—¿Estás segura...?

Y así, como quien no quiere la cosa, me iba corrigiendo poco a poco las maneras. No lo hacía nunca cuando había gente delante, sino que era cuando estábamos solos cuando me corregía, siempre embromando, siempre serio y siempre cariñoso. También me enseñó a leer un poco mejor, lo que no consiguió fue que escribiera. No me gusta escribir, me cuesta mucho dibujar las letras en el papel, y total si sé leer y sé firmar, ¿para qué voy a escribir? Pues mira tú por donde, para escribir mis memorias a mi nieta...

Yo pensaba que él había ido a un colegio de esos de pago que te enseñan a ser un lumbreras, pero resultó que no. De a poquitos me fue contando su historia.

Había aprendido a leer en la iglesia, donde acudió hasta los siete años. Luego su padre enviudó y, pensando que Antonio estaría mejor ganando un jornal que estudiando, lo sacó de las clases y lo metió en la imprenta. Resultó ser un acierto, porque Antonio aprovechó su trabajo para leer todo lo que caía en sus manos, y era mucho. Panfletos, periódicos, libretos, cualquier cosa valía, y claro, cuanto más lees, más palabras aprendes, y el sabía muchas, muchísimas palabras.

Antonio jamás hablaba de su familia, yo ni siquiera sabía si tenía hermanos, solo lo poco que me había contado sobre él cuando empezó a trabajar. A mí me extrañaba, pero la verdad, viendo los tiempos que corrían y a mi propia familia todos desperdigados, imaginé que a la suya le pasaba lo mismo.

Una noche de mi primer embarazo, cuando según mis cuentas ya faltaba menos de un mes para tener a nuestro bebé, Antonio empezó a hablar de repente, sin venir a cuento, de su familia. Y a mí se me aclararon muchas cosas.

Era hijo único de un matrimonio de clase media, el padre era curtidor y la madre se dedicaba a sus labores. Su madre era de constitución frágil y al tenerlo a él su salud empeoró y se volvió todavía más débil. Poco antes de que Antonio cumpliera los siete años, su madre murió de una neumonía dejando solos a padre e hijo.

Su padre, que aparte de curtidor era aficionado al vino, al ver que no tenía impedimento alguno en hacer lo que le viniera en gana, ya que no había mujer en casa que le cantara las cuarenta, se dio más a la bebida y de paso comenzó a jugar. Sacó a Antonio del colegio de la iglesia y lo puso a trabajar en la imprenta. Al cabo del año, el padre buscó nueva parienta, más que nada porque no habiendo mujer que llevara la casa, aquello estaba hecho un desastre y no quería que la gente pensara que iban desarrapados por el barrio. Y eso por no mencionar que se le ocurrió la peregrina idea de que con hembra en casa que cuidara de ellos, habría viandas de sobra para todos, aunque lo cierto era que si no había para comer no era cosa de hembras sino de vinos. De todos modos, se puso al tajo y encontró una viuda con buenas curvas y un par de hijos con la que matrimonió.

La viuda no era mala mujer, pero el padre gastaba el jornal en vinos, y como no había para poder comer toda la familia, ella, lógicamente, arreaba para los suyos, por lo que Antonio acabó alimentándose de lo que le daba de incógnito su patrón de la imprenta —el sueldo lo recogía su padre todas las semanas— y las sobras que le guardaban sus hermanastros sin que su madrastra lo supiera.

Con el paso del tiempo la afición de su padre por el vino fue a peor, no solo faltaba comida en casa sino que sobraban las tortas, y no de pan exactamente.

Antonio me contó que llegó un momento en que tenía la impresión de que todo olía a vino, los vasos, los platos, su ropa, la casa entera. Odiaba cuando su padre llegaba y se ponía a hablar con él, acercando su cara enrojecida y soltando su aliento pestilente sobre el rostro infantil de mi marido mientras este apenas podía contener sus ganas de vomitar.

Su padre era un borracho caprichoso, me dijo Antonio, a veces llegaba como una cuba pero muy cariñoso, se sentaba con la familia y echando vaharadas de alcohol por su boca pedía a los niños y a su mujer que le contaran cómo les había ido el día. En otras ocasiones la borrachera le volvía violento y descargaba toda su furia sobre el primero que encontrara en su camino. Normalmente sobre el niño mayor que intentaba proteger a sus hermanastros.

Los niños cogieron la costumbre de esconderse en cuanto oían pasos en el portal y no salían hasta que escuchaban a su madre gritar o reír. Si era reír, no había problema, solo tenían que soportar su aliento; si la oían gritar, intentaban defenderla y acababan con moratones y huesos rotos.

Cuando Antonio cumplió los doce años, habló con el jefe de la imprenta y le expuso la situación. Necesitaba un lugar donde dormir, no podía pagarlo si no le daban su jornal a él en vez de a su padre. El jefe al principio se negó, no quería líos. Entonces Antonio, haciendo gala de gran claridad mental, le explicó que si se veía obligado a seguir viviendo en casa con su padre, acabaría por matarlo. Ya no era un crío y podía defenderse, y en la cocina de su casa había cuchillos bien afilados, por lo que terminaría en la cárcel y el patrón se quedaría sin un buen trabajador.

El patrón atendió a estas razones —tonto no era y a buen entendedor pocas palabras bastan— y le entregó el jornal a mi marido. Y no solo eso, además le permitió quedarse a dormir en la imprenta, en un rincón, en el suelo... y Antonio aceptó.

Cuando su padre fue a recoger el sueldo a la semana siguiente, Antonio se enfrentó a él. Su padre era más grande y más fuerte, pero también estaba borracho e inestable; a mi marido no le costó nada convencerlo de que mejor dejaban las cosas como estaban.

A los pocos años su padre murió en una pelea callejera y su madrastra se largó bien lejos con sus dos hijos. No ha vuelto a saber de ellos.

Ahora que soy mayor y más sabia, que estoy sola y mi marido se ha ido, a veces me pregunto qué les da la bebida a las personas que las convierte en sus amantes.

Yo me pego mis sorbitos de anís cuando me viene en gana y me tomo mis copitas de vino cuando como con mis nietos, no lo veo mal, aunque quizás lo sea. Como dice uno de mis nietos, ¿qué hay de malo en beberse un vaso de vino? Y yo le contesto que no está en lo que tomes, sino en cuánto lo tomas. No es lo mismo una copita de vino comiendo, que vivir pegado a una copa de vino. No es lo mismo reírte por algo que te hace gracia a que te haga gracia todo por estar de vino hasta las cejas.

A veces me asomo a la ventana de mi casa y veo a los jóvenes en el parque. Por la noche se sientan en el césped y toman cerveza y licores, fuman porritos y se meten pastillas para el cuerpo...

¿No saben acaso que están perdiendo poco a poco la personalidad, la cordura, la vida?

Pero todos los mensajes que reciben les instan a beber. Y ellos lo aceptan sin pararse a pensar. Simplemente es tan normal que no puede ser malo. Se sientan en sus casas frente a la televisión y ven al galán de turno tomando su Martini acompañado de una rubia explosiva. Abren las revistas y ven preciosas fotografías de gente en la playa, mujeres de diminutos biquinis tomando sus cócteles agarradas a hombres imponentes que las tienen conquistadas. Van al cine y ven al héroe del día apoyado en la barra de un bar tomando su whisky para olvidar la pena de haber perdido a su amante. Leen un libro y el libertino consumado está en su club privado bebiendo su copa de oporto...

No estoy en contra de tomar alcohol, estoy en contra de que nos hagan creer que tomando alcohol seremos más felices, que tendremos más éxito con el sexo opuesto y que nuestra vida será más plena. Estoy en contra de esa gran mentira que han formado las multinacionales del ocio y la supuesta diversión.

Como digo, soy la primera que se toma champán con la familia.

También soy la primera que he sufrido en mi persona los estragos de una vida llena de alcohol.

Pasamos dos años viviendo en aquella portería diminuta y, poco antes de tener al menor de mis hijos, a Antonio le ofrecieron un piso de alquiler en la calle del Ángel. No era gran cosa, un bajo con un pasillo larguísimo que daba a un comedor no muy grande, con un apartado para cocinar y tres habitaciones pequeñas. El baño era comunitario por planta y como no había portera las vecinas se turnaban para limpiarlo todas las semanas. El precio era muy bajo y como venía el tercer bebé lo cierto era que en la portería apenas si teníamos sitio para respirar. Decidimos irnos a vivir allí e intentar mantenernos con el sueldo de Antonio y lo que teníamos ahorrado hasta que los niños fueran un poco mayores y yo pudiera buscar una nueva casa para limpiar.

Mi hijo Rafa nació en esa casa que tantos recuerdos me ha legado. Recuerdos buenos y recuerdos malos.

Fuimos muy felices con lo poco que teníamos; cuidábamos unos de otros y no esperábamos de la vida más de lo que esta nos daba.

El verano de 1936 comenzó como todos los veranos: caluroso y tranquilo. Mis hijos jugaban en la calle mientras yo limpiaba la casa y la comida cocía a fuego lento en mi cocina de carbón. Mi marido trabajaba en la imprenta y al llegar la noche, cuando por fin estaban dormidos los niños, hablábamos entre susurros de nuestros sueños y esperanzas. Todo parecía de color de rosa, pero entonces llegó el mes de julio, y con él, el día 18 y todo cambió.

España convulsionó, se dividió, se enfrentó. Mi marido partió al frente y yo me quedé en Madrid con mis tres hijos. Sola.