1. VISI

Rojo sobre blanco

A padre lo mataron por un pollo.

Cuando alguien me pregunta cómo murió mi padre siempre digo que murió de gripe, pero no es cierto. A padre lo mataron por un pollo.

Corría el año 1917, yo tenía entonces cuatro años y vivíamos tranquilos en nuestro pueblo, el último de la provincia de Madrid pegando con Toledo. Teníamos una casa sencilla, con dos habitaciones para los nueve y un pequeño corral en la parte trasera con algunas gallinas. A unos pocos kilómetros estaban nuestras tierras, no eran muchas, pero nos daban para vivir. Una parte de la cosecha la comíamos y otra la vendíamos o la cambiábamos por lo que en ese momento necesitáramos.

En ese año tenía seis hermanos mayores y tres más que hubieran podido ser pero no fueron, nacieron muertos. Yo era —soy— la más pequeña. Mis hermanos ayudaban a padre con las tierras y mis hermanas a madre con la casa. Yo, como era la pequeña, fui la niña mimada, incluso iba a la iglesia y el cura me enseñaba las letras del abecedario. Aún recuerdo unas cuantas.

Aquel aciago día de verano hacía calor, en las tierras no había mucho trabajo que hacer y algunos de mis hermanos mayores estaban en la parte de atrás, junto al corral. Jugaban con tirachinas a acertar a darle a algunas piedras colocadas sobre el murete que separa nuestra casa de la vecina. Entonces, sin querer, mi hermano Segundo mató un pollo. Lo malo es que no fue nuestro pollo, sino el de la vecina.

Yo estaba en la cocina ayudando a mi hermana Segunda y a madre cuando la puerta retumbó por los golpes. Madre siempre fue una persona muy serena y ese día no iba a ser distinta. Se lavó las manos en la pila de piedra y se las secó en el delantal. Recuerdo que era un delantal blanco; por mucho que mi madre trabajara en casa, su delantal siempre estaba blanco, siempre limpio, como ella. Anduvo con pasos mesurados hasta la puerta y la abrió sin asomarse por el ventanuco a mirar quién era. Ya lo sabía.

Solo por la manera de golpear la puerta se puede conocer a las personas.

Madre llamaba a la puerta siempre con tres golpes suaves, rítmicos. Padre con un solo golpe, fuerte; para qué dar más si con uno bastaba, solía decir. Mis hermanos José, Segundo y Francisco no llamaban, se estrellaban contra la puerta, siempre corriendo, siempre jugando. Mi hermana Segunda llamaba con prisas, varios golpes fuertes y el sonido de su zueco taconeando el suelo a la espera de que alguien abriera. María llamaba con un roce tan suave que apenas se oía, un toque de dulzura contenida. Victoria daba un solo golpe, igual que mi padre, siempre práctica. Y yo... yo no necesitaba llamar a la puerta, pues mis padres siempre me tenían con ellos.

Ella, la vecina, jamás llamaba a la puerta, jamás se acercaba a nuestra casa, pero la veíamos, la sentíamos observándonos. El odio en su mirada, la envidia en su cara.

Su familia no era como la nuestra, ella no era dulce y reposada. Su marido no era trabajador ni práctico, sino borracho y vago. Sus hijos no reían escandalosos como mis hermanos y sus hijas no ayudaban en la cocina a su madre, quizá porque apenas tenían comida que cocinar pues su padre se lo gastaba todo en vino. Su patio estaba descuidado y en su corral a veces se podía ver algún pollo esquelético más muerto de hambre que sus dueños. Las ventanas estaban sucias, los suelos sin barrer y las tejas del tejado sueltas. Pero ese día, ella, la vecina, cruzó su patio y golpeó nuestra puerta. Golpeó nuestras vidas.

Madre abrió y antes de que le diera tiempo a decir «buenos días», ella, la vecina, empezó a gritar. Los sinvergüenzas de mis hermanos habían matado un pollo. Su pollo. Eran unos desgraciados que no hacían más que maldades. Alguien tendría que pagar por lo que habían hecho. Y mientras gritaba, su mano sucia de uñas rotas sujetaba por el cuello al pollo muerto. La piedra del tirachinas le había dado en la testa y un hilillo de sangre resbalaba hasta el pico.

Madre intentó tranquilizarla, hablar con ella, pero no encontró hueco para hacerlo. Ella, la vecina, seguía gritando y esgrimiendo el pollo como si fuera una cachiporra. Cuando por fin calló, mi madre le rogó que entrara en casa y se tomara un vaso de agua, le ofreció ir a nuestro corral para que ella eligiera el pollo que más le gustase y se lo llevara a cambio del que mis hermanos habían matado. Madre no tenía inconveniente en comerse el muerto. Ella, la vecina, la miró con los ojos rojos de odio, la cara colorada por la rabia y los dedos crispados en el cuello del pollo inerte. Alzó la barbilla y habló. Su voz rezumaba desdén.

—Este pollo traerá sangre.

No dijo más, agarró con ambas manos el cuello del pollo y lo retorció hasta separar la cabeza y el cuerpo. La sangre comenzó a manar a borbotones manchando el inmaculado delantal blanco de mi madre cuando se lo arrojó.