8. Toreros y maridos

El joven de la esquina se llamaba Antonio, trabajaba en la imprenta y quería ser torero.

¡Madre del amor hermoso! ¡Torero!

En su defensa puedo decir que era un buen trabajador, que no bebía y que no jugaba ni apostaba. En su contra ya lo dijeron todo mis hermanas y mi señora. ¡Quería ser torero! ¡Ahí es poco!

No es que sea malo ser torero, son hombres arrojados y valientes que sacan sus buenos cuartos lanzándose al toro. Pero... ¡Torero! De mil muchachos que quieren ser torero, uno, si acaso, llega a serlo, el resto se pudre en las plazas de toros esperando su oportunidad y malviviendo. Y así se lo dije a Antonio.

No podía ser la novia de un aspirante a torero. ¡Ni loca! A saber quién tendría más cuernos si los toros o yo. Porque de todos es bien sabido que los toreros no son fieles, que se andan con mujeres alegres y que se gastan los jornales en saraos. Y yo no quería eso.

Pero por otro lado, Antonio, que tenía mucha labia y más entendederas que yo, me camelaba con bonitas palabras. Desde luego que él no se iba a ir por ahí a hacer de viva la virgen, ni se iba a gastar los cuartos en fiestas. Además, como yo decía muy inteligentemente —sabía halagarme como nadie— solo uno de cada mil llegaba a torero, lo suyo era solo una afición sana. Iba a las Ventas, a las becerradas de Puerta de Hierro y a las plazas de los pueblos en su tiempo libre. Si había oportunidad, salía a limpiar el ruedo y toreaba alguna vaquilla. Si no, pues simplemente miraba el tendido y soñaba con ser torero. Pero los sueños, sueños son, como bien decía el gran Calderón de la Barca, y él sabía de sobra que su vida sería la de un impresor.

Y así entre palabras bonitas, piropos cada vez más íntimos, paseos por las Vistillas cogidos de la mano y bailes en los Viveros de la Villa, poco a poco fui cediendo.

Al cabo de un año de conocerlo dejé de ir los domingos a casa de mi hermana y en su lugar lo acompañaba a las plazas de toros de los pueblos, donde se sacaba unas perras chicas haciendo de novillero. También le pedí a mi señora una tarde libre entre semana para salir a pasear con mi novio. Porque para qué engañarnos, por aquel entonces él se consideraba mi novio y así lo demostraba ante todo el barrio.

Hubo algún que otro zagal que pretendió hacerse ver por mí, pero Antonio rápido los despachaba. Lo que era suyo no lo tocaba ni el rey, decía. Y yo encantada. Para qué negarlo.

Bailábamos el Chotis en la Verbena de la Paloma, recorríamos los puestecillos en San Isidro, acudíamos a los merenderos de La Bombilla en verano y a la zarzuela, Casa Botín y Casa el Abuelo en invierno, y poco a poco, me fue ganando. Imagino que fue algo irremediable. Antonio tenía carisma, inteligencia, don de gentes y, sobre todo, sabía lo que quería, y me quería a mí. Y yo encantada.

Cuando cumplí los dieciocho años se me declaró. Yo le dije que tenía que comentarlo con mi familia, es decir, mis hermanas Victoria y María y mi hermano Francisco, que eran los que aún nos manteníamos juntos. Él aceptó sin dudarlo un momento; si algo le sobraba a mi novio era seguridad en sí mismo. Así que un domingo de abril nos dirigimos a casa de Victoria, a la ineludible reunión familiar.

Mi familia no tiene pelos en la lengua, y cuando Antonio se presentó ante ellos, lo demostraron.

Le dejaron bien clarito que si quería matrimoniar conmigo lo de ser torero lo tenía que olvidar, que tenía que ganar su buen jornal y ser buen marido, nada de vinos ni amigos, nada de juergas ni mujeres. Antonio los dejó hablar, escuchó sin abrir la boca y, cuando todos mis hermanos se quedaron a gusto y confiados en haberle intimidado, sonrió.

—En primer lugar no bebo, ni beberé, no me gusta el vino, ni los licores. No soy yo quien se infla de anís los domingos de buena mañana, así que no me anden con remilgos.

Mis hermanas se pusieron rojas como un tomate mientras Francisco estallaba en una sonora carcajada.

—En segundo lugar, no veo qué mal hace a nadie, y menos a mi futura esposa, que nos demos un paseo en nuestro día libre por las plazas de los pueblos. Si puedo torear de novillero, son unos cuartos que me saco. Y si no puedo, es un paseo que nos damos. ¿Acaso prefieren que la tenga en casa todo el día, pegada a la costura y los niños mientras yo me voy de parranda como hacen otros hombres? No comulgo con la hipocresía.

¡Ay!, pensé para mis adentros, quizá había hablado de más en alguna ocasión. Cuando paseábamos juntos, a veces había salido el tema y le había hablado del marido de María, el borrachuzo que la tenía abandonada y del marido de Victoria, un buen hombre, trabajador, pero demasiado amigo de sus amigos... Y bueno, mi hermano Francisco tampoco era un monje, al fin y al cabo estaba soltero y podía hacer lo que le viniera en gana, ¿no?

Victoria puso el grito en el cielo ante el discurso de mi novio, María abrió mucho los ojos y cerró mucho la boca y Francisco volvió a carcajearse. Por lo visto, le hacía gracia encontrar a un hombre capaz de enfrentarse a mis hermanas con la sonrisa en la boca y la verdad en los labios.

—Señoras, no se me alteren, que yo las he escuchado a ustedes sin decir esta boca es mía y pretendo que se me permita hacer lo mismo —exigió mi novio cuando oyó el gallinero que formaron mis hermanas. Alzó las cejas a la espera de que callaran y cuando así lo hicieron continuó con su argumento—: Por último, el jornal me lo estoy ganando desde que llevo pantalones largos y ningún patrón ha tenido queja de mi trabajo. Estoy en posición de mantener casa y niños con ayuda de mi esposa y sin pedir nada a nadie. Las juergas me las pienso correr como hombre que soy. Con mi mujer. Y serán tales que le dolerán los pies de bailar y las mandíbulas de reír. Y ahora, si todo ha quedado aclarado, les aviso que me pienso casar en cuanto encuentre día libre para hacerlo. Si les gusta, bien. Si no les gusta, ajo y agua.

Y dicho esto se levantó muy sereno, cogió su chaqueta y su sombrero, me tendió mi mantón, y cuando yo me hube acomodado a su brazo, saludó a mis petrificadas hermanas y abandonamos la casa.

Un mes después de la reunión familiar, Victoria me dijo que se había enterado de un puesto de portera en la Rivera de Curtidores. Se precisaba matrimonio dispuesto y joven para mantener limpio el portal y las escaleras, llevar las cosas del edificio y atender a los vecinos cuando llegaran de noche y el sereno no estuviera.

Antonio y yo fuimos a ver la vivienda, era un sótano diminuto con un comedor pequeño y una habitación. Al fondo del comedor había un fogón de leña y nada más. El cuarto de baño era comunitario y estaba en el descansillo de la escalera. El edificio contaba con tres plantas además del bajo y el sótano, y en cada una había un baño que yo tenía que asear.

A mí me pareció bien el trato, a Antonio no le hizo mucha gracia que su futura mujer tuviera que andar limpiando la mierda de los demás. Pero reconoció que no podíamos comprarnos una casa y que si alquilábamos, el arriendo nos quitaría más de la mitad de nuestros jornales. Si accedíamos a ser los porteros, el dinero que nos ahorráramos lo podríamos emplear en una morada propia al cabo de algunos años. ¡Qué ilusos!

Cuando tuvimos cerrado el negocio con los dueños del edificio y el trabajo de portera fue mío, busqué una chica joven, discreta y voluntariosa para que ocupara mi puesto con mi señora, no tardé mucho en encontrarla y tener todos mis asuntos zanjados.

En menos de dos meses, Antonio y yo estábamos casados.

Antonio resultó ser un marido atento, amable, y muy, pero que muy cariñoso. Tanto, que a los diez meses de la boda nació nuestra hija mayor, Lola. Trece meses más tarde llegó Antoñito, y dos años después, Rafael.

En esos años descubrí muchas cosas de mi marido, la más importante de todas, que no aceptaba licores en casa. No era que no le gustara el alcohol, era que aborrecía cualquier tipo de licor, especialmente el vino. En casa no me permitía tener siquiera una botella de anís para tomar con mis hermanas cuando estas venían de visita. Y si eran ellas quienes la traían, Antonio se iba a dar una vuelta a las Vistillas y cuando ellas se iban me hacía ventilar toda la casa y fregar varias veces los vasos en los que habíamos bebido hasta que estaba seguro de que no quedaba siquiera el aroma del licor en ellos. Por supuesto, también se negaba a besarme. Por mucho que me lavara los dientes y la boca, que comiera hojitas de menta y gajos de limón, daba lo mismo, Antonio se negaba a dormir conmigo esa noche, y eso era mucho decir, ya que era un hombre de pasiones fuertes y arrebatadas que cada noche tomaba lo que le pertenecía.

Al poco tiempo de casados decidí hablar con mis hermanas de todo esto, y ellas estuvieron de acuerdo en que era buena cosa tener un hombre con tales manías. En mi casa no volvió a entrar el alcohol en mucho, mucho tiempo. No porque yo fuera una mujer obediente, que va, mi genio era mío. No volvió a entrar alcohol en casa, porque resultó que yo también era una mujer pasional y arrebatada y no me apetecía en absoluto prescindir de lo que me pertenecía, aunque fuera por una sola noche.