2. Agua sobre vino
Padre era ante todo un hombre práctico.
Tenía tierras, tenía hijos, tenía hijas y tenía una esposa. Todo lo que tenía lo había buscado con ahínco y, por tanto, todo lo que tenía lo debía cuidar.
Empezó trabajando en el campo desde muy niño.
Trabajó y trabajó sin gastar nada más que lo poco que daba a sus padres cada mes. Cuando tuvo suficiente dinero ahorrado, pidió a su padre el pedazo de tierra que le correspondería por herencia y, con pocas maderas cortadas por él mismo y algunas piedras recogidas en los montes, se hizo su casa. Cuando tuvo su casa siguió trabajando y siguió ahorrando.
Todas las mañanas, cuando llegaba la hora del almuerzo en los campos, la hija pequeña del patrón les llevaba agua en cántaros y vino en botijo. Y padre se fijó en que aunque era menuda y de dientes prominentes, tenía fuerza de sobra para llevar los cántaros, siempre iba limpia, ayudaba sin protestar a sus padres y tenía en sus ojos una indeleble y sincera sonrisa.
Y fueron sus ojos los que le cautivaron.
Una sonrisa de boca siempre se puede fingir, decía, subes las comisuras de los labios y ya estás sonriendo. Pero una sonrisa de ojos no puede ser mentira.
Padre siguió trabajando y ahorrando, y madre siguió repartiendo cántaros de agua y sonrisas de ojos. Padre le decía buenos días y madre le daba la primera taza del cántaro de agua a él, y esto era toda una promesa. Porque en aquel entonces no había una taza para cada trabajador, sino una para todos y madre, al darle a él de beber primero, le mimaba más que a los demás.
Un día, cuando madre dejó el cántaro en el suelo y llenó por primera vez la taza de agua, antes de dársela a padre bebió ella, luego volvió a llenarla y, con una sonrisa de ojos, se la ofreció a padre. Padre bebió en el mismo lugar en el que los labios de madre se habían posado. Fue su primer beso.
Madre se fijó en padre por primera vez cuando vio que era el único de todos los trabajadores que no bebía del botijo de vino, solamente de la taza de agua. Un hombre que no bebía vino era un hombre que no se embriagaba. Más tarde oyó en el pozo que no iba con los otros trabajadores a la taberna y que vivía en una casa que él mismo se había construido. Un hombre que no va a la taberna, no se juega el jornal. Un hombre que construye su propia casa es un hombre que busca su vida.
Madre comenzó a coser por las noches, cosía sábanas blancas, manteles con adornos de punto de cruz y tapetes de ganchillo. Y cuando su padre iba a la ciudad le pedía enseres domésticos como pago por sus tareas en la casa.
Padre recogía madera, la tallaba y la pulía dando forma a diversos muebles. Cortó unos robles con su hacha y se fabricó una cama grande, le pidió a su padre lana de las ovejas y rellenó un colchón.
Padre siguió trabajando, siguió ahorrando y cuando hubo reunido dinero habló con su patrón.
—Véndame las tierras del norte, no son muy grandes y un hombre con hijos las puede trabajar para él y su familia.
—Pero tú no tienes familia, no tienes hijos.
—Véndame las tierras y deme la mano de su hija.
El patrón le miró, no le hizo falta preguntar a cuál hija se refería. Su hija menor, delgada y poco agraciada, su hijita toda dulzura y serenidad. Su pequeña que cosía hasta la medianoche, la que bebía de la taza antes de servir a ese hombre. Asintió con un solo golpe de cabeza, alzó la mano y las estrecharon. El domingo siguiente mis padres se casaban.
Al año nació su primogénito, José. Padre le puso ese nombre por ser el del padre de Nuestro Señor. Porque era carpintero y porque era un hombre trabajador. Y él quería que su hijo fuera carpintero, era mejor que cuidar tierras, y quería que fuera trabajador, era mejor que ser un vago.
Un año más tarde nació Segundo. Le llamó así porque era su segundo hijo. Para qué buscar más nombres si el niño lo había elegido al nacer en segundo lugar.
Más tarde madre tuvo un hijo que nació muerto. El año había sido duro y seco. No hubo comida suficiente. A nadie le extrañó que el bebé no pudiera vivir. Le llamó Pedro, para que cuando llegara al cielo, san Pedro al abrirle las puertas se fijara en que llevaba su nombre y le sonriera.
Madre y padre continuaron trabajando las tierras sin descanso, consiguiendo mejores cosechas y cuidando a sus pequeños como mejor sabían. Los niños les acompañaban al campo, recogían las aceitunas que caían de los olivos cuando padre golpeaba las ramas con la vara; apenas sabían andar, pero sabían recoger olivas.
Luego nació María. La primera hija. Padre la llamó así por la Virgen, para que fuera dulce y bondadosa, amante de su marido e hijos. Y quizá fue por el nombre o quizá porque heredó el carácter de madre, María siempre nos cuidaba con ternura y nos curaba los arañazos con besos.
Después de María vino Segunda. Padre pensó que si su segundo hijo se llamaba Segundo, su segunda hija, por lógica, tenía que llamarse Segunda. Madre sonrió con su sonrisa de ojos y besó a su bebé en la coronilla llamándola Secundina.
Llegó otro año malo, mis hermanos trabajaban todo lo que podían, padre apenas comía pues no había que comer, y si él tenía hijos era para cuidarlos, no para dejarlos morir de hambre. Madre se quedó de nuevo embarazada. El bebé no llegó a su tiempo.
Padre y los muchachos estaban sembrando en las tierras mientras madre arrancaba malas hierbas. Una de las veces que se agachó notó que el bebé, que apenas llevaba en su vientre siete meses, caía a través de su vagina hasta el suelo árido. Era diminuto. Madre lo recogió del suelo y llamó a padre.
Padre mandó a los niños al otro lado del campo y cogió al bebé de los brazos de madre.
Estaba muerto.
Besó a su mujer en la frente, llamó a María para que la atendiera y mandó al resto de los niños con ellas a casa. Envolvió al bebé en una de las sábanas que había cosido madre y lo llevó al pueblo, a la casa del cura. Le bautizó con el nombre de Gabriel. Como el arcángel, para que cuando llegara al cielo, este le brindara su apoyo.
Un año después en las tierras que lindaban con nuestra casa apareció una familia. Madre se alegró de tener a alguien cerca con quien hablar. Pero a padre no le gustó el aspecto que tenían. No le gustó que su vecino frecuentara la taberna y jugara a las tabas en la calle, no le gustó la mirada que ella, la vecina, dirigía a mi madre cuando se cruzaban en la fuente. Pero ante todo, no le gustó que los niños vistieran sucios y con harapos mientras el padre tenía la camisa manchada de vino. Lo que tienes es para cuidarlo, si no, no lo tengas.
Pasados dos años madre volvió a quedar embarazada. Esta vez la tierra era fértil, igual que su vientre; en la mesa abundaba la comida. Mi hermano José tenía once años y era todo un hombre. Hacía casi el mismo trabajo que padre en el campo y Segundo no le andaba a la zaga. María y Secundina repartían su tiempo entre las tierras y la casa, ayudando a madre.
Ese otoño mi madre dio a luz mellizos. Niño y niña. Cuando mi padre fue a ponerles nombre mi madre sonrió y le dijo que ya tenían nombre. La niña se llamaría Victoria, la victoria de mi madre por llevarla más de siete meses en su vientre, y el niño Francisco, porque había rezado cada día a san Francisco por el término de su embarazo. Padre no discutió. Sonrió a su mujer y llamó a sus hijos mayores para presentarles a sus hermanos, Victoria y Francisco.
Pasaron los años, años buenos y años malos. Mis hermanos crecieron y mis padres siguieron amándose serena, callada y completamente.
Madre tuvo un nuevo embarazo, pero ya era mayor, dijo la comadrona, y el niño nació muerto. Padre le llamó Serafín, para que todos los ángeles lo acogieran cuando llegara al cielo.
Dos años más tarde nací yo. Madre se quedó embarazada en septiembre, cuando el otoño llama a la puerta. Padre temió por ella, la comadrona había dicho que madre era mayor hacía siete años. Ahora era demasiado tarde. Padre quería mucho a madre, una vida sin ella no era vida, y este embarazo le aterrorizaba, pero no dijo nada, madre quería un hijo y él nada podía hacer.
Y así, entre la incertidumbre y la ilusión, entre la esperanza y el desaliento, nací yo.
Madre dijo que cuando se puso de parto la visitó un ángel y le susurró al oído que no tuviera miedo, que su hija nacería sana, y así fue. Padre me llamó Visitación.
Padre dijo que Dios le había dado seis hijos robustos para ayudarlos en las tareas, que los quería con toda su alma, pero que a ninguno había podido disfrutar. José, Segundo y Francisco, en cuanto tuvieron apenas tres años, comenzaron a ayudarlo en el campo. María, Secundina y Victoria, apenas daban sus primeros pasos, aprendían a seleccionar la oliva, a lavar los platos, a barrer la casa, a coser la ropa...
Conmigo sería distinto, sería solo de padre.
Me iba a malcriar, a adorar, no iba a dejar que trabajara en nada, mi único cometido sería darle sonrisas de ojos sentada en su regazo.
Se equivocaba.
Mi cometido fue ser vestida como si fuera una muñeca por mis hermanas mayores, sentarme a la mesa a probar sus inventadas comidas, animar a mis hermanos cuando hacían carreras, poner cara de asombro cuando cazaban algún conejo a pedradas, sentarme en la cocina a oír cuentos cantados de la boca de madre, y, por supuesto, al llegar la noche sentarme en el regazo de padre y sonreírle con los ojos.
Cuando cumplí cuatro años padre habló con el cura y le pidió que me enseñara las letras. Su princesa tenía que saber leer.
Entonces, ella, la vecina, golpeó nuestra puerta y manchó el delantal blanco de mi madre con sangre.