Capítulo 6
Nadie ha visto nunca al hijo de los Johnson. En las fotos sólo sale cuando era niño. Anna no hace preguntas por miedo a que tras esas fotos se oculte alguna historia desagradable. ¿Por qué el niño nunca se ha hecho mayor? ¿Por qué en las fotos aparece siempre con gente distinta, grupos de muchachos que lo mecen con aire alegre y que no tienen ninguna pinta de ser ni Mr. ni Mrs. Johnson?
Aquí en la Marina saben que Johnson júnior está vivo, en Nueva York, o tal vez en París, o tal vez en Milán, pero ni siquiera en las tiendas de ultramarinos donde Mr. Johnson hace la compra han conseguido sacar nada en limpio de las respuestas que él da cuando le preguntan por su hijo.
Así que en cierta ocasión en que subí a ocuparme de las plantas y me encontré con Mr. Johnson, señalé una de esas fotos y le pregunté:
—¿Es su hijo?
—No, es mi nieto —contestó Mr. Johnson con una amplia sonrisa, cogiendo la foto enmarcada y tendiéndomela para que la viera de cerca.
—¿Él también es americano?
—Sí, pero ahora vive en Milán, con mi hijo.
—¿Y su madre?
—No la conozco.
—¿También es americana?
—Vive en Estados Unidos. No sé si es americana.
—¿Y nunca vienen a Cagliari?
—¡Ahora que seguramente mi mujer ya no vuelva, se vendrán a vivir conmigo!
—¿Su mujer y su hijo no se llevaban bien?
—Mi hijo se lleva bien con todo el mundo.
—¿Y a qué se dedica su hijo?
—Enseñó italiano en Nueva York, después inglés en París, después francés en Milán, y ahora enseñará aquí.
—¿Inglés? ¿Francés?
—No se lo he preguntado.
—¿Es muy bueno con los idiomas?
—¡A fuerza de viajar!
Para no resultar excesivamente indiscreta, ya no le pregunté nada más, también porque Mr. Johnson se tomaba las preguntas al pie de la letra y me daba unas respuestas brevísimas.
—Ahora mi madre tendrá el doble de trabajo y se lo hará gratis —se atormenta Natascia—. Y además existe el peligro de que se enamore, ¿me comprendes? Se presente quien se presente, ella cree que es por fin el príncipe azul que la llevará, mejor dicho, que nos llevará, porque en su cuento de hadas me incluye también a mí, lejos de aquí, a una casa llena de luz. Pero después la que sale perdiendo es ella. Siempre la misma historia, llega un momento en que a todos sus amantes les lleva bolsas de comida, les compra camisas, calzoncillos y calcetines. Los peores fueron justamente los artistas, un pintor y un cocinero. Al pintor se lo compraba todo ella, los colores, los pinceles, las telas. Pintaba unos cuadros horribles, pero mi madre había perdido la cabeza por él. Esos dos hombres eran unos pobres diablos, pero con una casa mejor que la nuestra, en la que ella aspiraba a instalarse conmigo. La casa del cocinero estaba detrás del restaurante y tenía un jardincito, una parcelita en la que asomaba un limonero esmirriado; el pintor tenía una terracita.
—¿Y cómo terminaron?
—Con el pintor terminó un buen día que, mientras ella le lavaba los calzoncillos, descubrió una mancha de pintalabios, y mamá se vestirá como una payasa pero nunca se pinta los labios. Él no lo negó. Ni siquiera tuvo ganas de inventarse que era una mancha de témpera. Pobre mamá, primero la usan y después la tiran. Empezando por mi padre. Pero ella nunca la toma con nadie, los justifica, carga con las nuevas mujeres de sus ex. A la otra hija de mi padre, a mi hermanastra, siempre le hace un regalo por su cumpleaños y por Navidad, porque, «mischinedda, no tenni curpa de nudda sa pippia!»[8].
—¿Y con el cocinero? ¿Por qué dices que él también era un artista?
—Porque no se limitaba a seguir las recetas, sino que se inventaba otras de lo más raras pero riquísimas. Lo sé porque mamá siempre traía a casa las sobras. Pero una vez quise darle una sorpresa y fui al restaurante. Ella no estaba. La vi llegar de lejos, con la lengua fuera y sus zapatos deformados, cargaba con unas bolsas enormes de la compra. «Me habías dicho que servías las mesas», le grité, cogiéndole las bolsas. «Es sólo por hoy, hija mía. ¿Cómo iba a hacerme cargar con tanto peso él, que sabe lo delicada que estoy del corazón? Es sólo por hoy, que ha faltado el aprendiz.» Aquello me olió mal, así que la seguí otras veces y descubrí que no había ningún aprendiz y que la bestia de carga era mi madre. Para que entendiera que me había enterado, un día estampé contra el suelo el plato con las sobras del restaurante. «¿Por qué no carga él con tanto peso?», le pregunté después. «Porque tiene que pensar en las nuevas recetas. La suerte del restaurante depende de lo novedoso de los manjares. ¡Ah, qué manjares! ¡Qué manjares sabe inventar!». Encima lo defendía, a ese delincuente.
—¿Y después qué, la convenciste?
—¡Qué va! Siguió trabajando hasta que él se enamoró de una camarera joven y guapa. Yo veía a mamá cada vez más triste, ella que siempre es tan alegre. Así que un día decidí con mi novio comprobar qué pasaba, fuimos a cenar al restaurante y nos quedamos hasta que ya se habían ido todos los clientes. El artista—cocinero se sentó a una mesa con una camarera, hablaba sin parar, le servía vino. Mamá, con la cofia calada hasta las cejas, recogía los platos y los fregaba en la cocina. Para que no se muriera de vergüenza, nos despedimos, salimos y la esperamos fuera, confiando en habernos equivocado, confiando en verla salir con él. Pero no. Salió sola y la envolvió la noche. «Si sigues trabajando para ese delincuente, me voy de casa», la amenacé. Y ella, que estaba triste, se alegró y nos cogió del brazo, a mi novio y a mí, y al día siguiente volvió a hacer limpiezas en las casas como si tal cosa.
—¿Tú crees que tu madre, además de estar enamorada de la luz, del cuarto de los armarios, de las paredes de seda color púrpura y del violín, pueda llegar a enamorarse también de Mr. Johnson?
—Puede ocurrir. El señor de arriba es rico, pero rico rico. Y además, artista; esta vez, se trata de un verdadero artista. ¿Sabías que a él también le hace la compra con su dinero, es decir, con nuestro dinero? Ojalá que esa palabra, «cerdo», que han oído los vecinos, no signifique nada y que mi madre sólo se dedique gratuitamente a hacer de sirvienta. No hace falta mucho para que mi madre se enamore, basta con una sonrisa, un gesto amable, un jardincito raquítico, un cuarto extra. Imagínate tú un piso entero. Por lo demás, ella se las apaña sola con la fantasía, y cuando las historias terminan, o, para ser más exacta, cuando los hombres la dejan, al poco tiempo se le olvida todo, se lanza de cabeza a un nuevo amor y se mete en nuevos líos. Con el señor de arriba ocurrirá lo mismo. Mi madre no ha aprendido nada. He leído, no sé dónde pero me ha quedado bien grabado, que en el siglo XIX, en una isla en medio del océano, había una industria que producía aceite de pingüino. Mataban a palos a los animales y después los echaban a un caldero humeante para que se disolvieran. Parece ser que los pingüinos recibían siempre a sus verdugos dejándose acariciar. ¿Cómo es posible que esos bichos imbéciles no aprendieran nada de los chillidos que pegaban sus compañeros cuando los hervían vivos? Como mi madre. Mr. Johnson será su próximo verdugo y ahora ella lo recibe dejándose acariciar. ¿Te has fijado en que lo llama por su nombre de pila, Levi? Levi esto, Levi lo otro, Levi lo de más allá. ¿Te has fijado en cómo se emperifolla para subir a hacer la limpieza? Se viste como para ir de fiesta. ¿Y su porte de reina cuando él la acompaña en ese coche que es una chatarra? Pobre mamá, es feliz como esos pingüinos antes de que los echaran en el caldero humeante para hervirlos vivos.
—¿Qué tiene de malo que vuelva a soñar? Los verdugos de esos pingüinos los habrían matado a palos y disuelto dentro del caldero humeante de todos modos, aunque los bichos los hubiesen recibido con sabia frialdad. Tú no aprecias a tu madre.
—Te equivocas, la aprecio mucho. El caso es que a mí me gustan las cosas normales. ¡Cómo me hubiera gustado tener una familia normal! Lo que más me gusta de la vida con mamá es cuando la acompaño a comprar aceite del bueno y huevos a un pueblo de aquí cerca, cuando cantamos mientras hacemos la limpieza de primavera. En cambio, ¿sabes qué efecto me producen sus sueños? Me dan miedo.
Mientras Natascia me habla, pienso que cuando vaya al pueblo a ver a mamá, traeré flores de nuestro jardín para Anna y Natascia, muchísimas flores, pese a que vuelvo en el autobús de línea.
La primera vez que lo hice con Anna ni siquiera habíamos hablado, toqué el timbre y al notar que me ponía roja de vergüenza, le entregué deprisa un ramo de narcisos, las flores invernales más hermosas, a la que entonces para mí no era más que la señora de abajo.
—Buenos días, soy su vecina del otro lado del patio, he visto que ha hecho limpieza a fondo. En el pueblo tengo un jardín con muchas flores y nadie las disfruta, porque yo estudio aquí y mi madre ya no está en sus cabales.
Ella me hizo pasar y me preparó chocolate con la máquina exprés de bar y puso los narcisos en un florero grande de cristal, en la habitación buena.
—Los pongo en este florero. Bonito, ¿no? ¡Es de Bohemia! —dijo con orgullo.
Desde entonces me acogió como fill’e anima, que quiere decir «hija del alma», pero aquí en la Marina, las mujeres, cuando tienes un poco de confianza con ellas, te acogen enseguida como fill’e anima, e incluso antes de hacerme amiga de Anna, a veces me encontraba en la puerta de casa platos de cuscús, falafel, kefta, tajín, y cuando nos cruzábamos, al verme tan joven y sola, las mujeres me decían: «mischinedda!», cada una en su idioma, y me preguntaban: «¿Todo bien, hija mía?». Y yo contestaba: «¡Bien! ¿Y tú?». «Ma shaa Allah!», que significa «que sea lo que Dios quiera». Anna me enseña lo que deberían haberme enseñado mi madre y mi tía.
De tanto hacer limpiezas, Anna ve suciedad en todas partes y cuando viene a casa me lo hace notar, que nadie me ha enseñado nada, y no soporta ver las chapuzas que hago. «Deu, scetti chi ti biu…», que significa «Te veo y es que…». A mis limpiezas ella las llama limpiezas sucias, que son esas que se hacen cuando se friega el suelo de toda la casa con la misma agua, o cuando se cambian las pelusas y los pelos de un sitio a otro sin recogerlos, o cuando se quita el polvo alrededor de los objetos sin apartarlos. También me enseña buenas costumbres, por ejemplo que no me vaya a la cama sin haber lavado los platos, fregado el suelo de la cocina y dejado en el hornillo la cafetera preparada para hacer el café y el cazo con la leche, porque al despertar debo encontrarme con un ambiente acogedor y estar fresca y descansada para la universidad, y no cansarme de buena mañana con las tareas del hogar. Después, cuando me he tomado el café con leche, debo dejar la taza y la cucharita del azúcar en el fregadero con agua, de lo contrario, al regresar de la universidad, cansada de veras, me encontraré la cucharita pegada a la taza y la taza pegada a la mesa, y en la mesa un cerco que luego no hay manera de quitar.
Ahora que he aprendido, pienso que tiene razón y me encanta sentarme delante de la taza de café con leche sin tener que apartar los platos sucios de alrededor, y volver de la universidad sin encontrarme con esas tristezas pegajosas.
Y ahora yo también veo suciedad donde nunca la había notado, en las tapas de los interruptores de la luz, en los auriculares de los teléfonos, en los picaportes, en los pliegues de las gomas de las neveras, en las plaquitas de los porteros automáticos, alrededor de los mandos de las cocinas de gas, y, aunque esa suciedad no tenga nada que ver conmigo, enseguida me entran ganas de coger un trapo y ponerme a limpiar.
Anna está enferma del corazón, tiene una cardiopatía coronaria de tres vasos, debería parar, curarse, pero ella se mete una pastilla debajo de la lengua y sigue limpiando casas. Y las casas son muchas, y las limpiezas son siempre a fondo. No como en casa de Mr. Johnson, donde va todos los días y lo que limpia hoy no lo limpia mañana.
Es la más madrugadora del edificio, oigo el taconeo de sus pasos hacia el portón poco después del amanecer, y ese taconeo enérgico nunca te permitiría sospechar que está enferma, y desde hace mucho, además. Por la noche regresa del trabajo y oigo sus pasos, más pesados, cuando sube las escaleras. No sé si es guapa. Tiene ojos grandes, negros y brillantes, una mata de pelo también negro, negro y rizado, que con la edad no encanece, y el pecho abundante y todavía firme, de esos que a mi entender vuelven locos a los hombres. Yo diría que, a pesar de las piernas hinchadas, Anna es agraciada y que, a pesar de su robustez, es ligera, porque disfruta de la vida y sonríe siempre, con una sonrisa dulce y confiada. Nunca la verás enfadada, y si le hacen algún desaire, lo perdona y lo olvida. Cuando Natascia se pone a enumerar las injusticias que han soportado ella, su madre y su abuela, Anna la escucha y asiente con la cabeza, pero enseguida se aburre y trata de contener los bostezos, para no ofender a su hija, hasta que inclina la cabeza sobre el pecho y se duerme sentada en la silla. Parece no ver la casa miserable en la que vive, así de orgullosa está de su habitación buena, ni la vida miserable que lleva, trabajando siempre de sirvienta. Ella ve otra cosa. Me llama para que suba al piso de arriba y admire el efecto de las mantas en una cama deshecha, con la ventana de fondo por la que se ve el azul del mar. Siente una alegría irrefrenable por la llegada de la primavera o de los cruceros que, cuando entran en el puerto al amanecer, llevan todas las luces encendidas. «¡Cuántas lucecitas! ¡Ah, las lucecitas! ¡Ah, viajar sin salir de casa!». Y se queda embelesada.
Eso sí, podría fijarse un poco más en la ropa que se pone. En invierno parece una refugiada, con ese abrigo de bordes raídos y desteñidos, el pañuelo de lana para la neuralgia del trigémino, los zapatos deformados porque, al hinchársele, los pies cambian de número y las cosas no están como para comprar varios pares de distintos números. Aunque le gustaría ser elegante y lo intenta, haciéndose vestidos con cortinas y manteles viejos. Antes seguía la regla de los pobres: el domingo es para vestirse de fiesta, medias finas, traje de chaqueta, pañuelo de seda, bolso pequeño y zapatos que hacen daño. Los días laborables son para llevar ropa raída y desteñida y los zapatos más deformados. Pero ahora ya no hay norma que valga, los días laborables se viste de fiesta para trabajar en el piso de arriba, y los festivos se viste de refugiada.
«¡El piso de arriba! ¡Ah, el piso de arriba!», suspira entusiasmada. A ella le basta con notar que los cristales de las ventanas vibran por efecto de las sirenas de los barcos y se queda embelesada con los juegos que hace la luz sobre la gran puerta de cristales y sobre los espejos.
Por lo demás, tiene razón, a mí también el piso de los Johnson siempre me ha parecido irresistible. Es el más grande del edificio, con techos de cinco metros de altura, paredes revestidas de seda color púrpura, ventanas de cuatro cuarterones rematadas con montantes en abanico, sofás tapizados de brocado y espejos, muchos espejos que reflejan, multiplican y desdoblan las luces del puerto.
Pero la cocina es la habitación preferida de Anna. «¡La cocina! ¡Ah, la cocina del piso de arriba!». Cucharas de madera, trinchantes, tajos y ollas de todos los tamaños colgadas de las paredes. Cocina empotrada con el horno a la altura de los ojos y todos los inventos de la ciencia culinaria moderna, porque Mrs. Johnson, como me contaban sus asistentas cuando yo era niña, de todas partes del mundo, especialmente de París, traía recetas de los platos más refinados.
Mi tía no tenía razón cuando decía que con las asistentas de los Johnson sólo hablaba en sardo. En sardo, sí, pero también en francés y en inglés, al menos en lo que respectaba a las comidas, porque la señora de arriba enviaba las recetas para que las asistentas las probaran antes de que llegaran ella y todos los invitados que recibía. Pero para el marido, mischineddu, nunca cocinaba nada rico, y con la excusa de que era vegetariano, en verano cortaba dos o tres tomates, y en invierno cocía un par de patatas o calentaba sopas preparadas con antelación.
Las asistentas decían: «Deddixedda, ‘ndi òlisi unu pagu de custu? È bonu bonu, beni de Parigi! T’arrecchèdi?», que significa: «Bonita, ¿quieres un poco? Está rico rico, viene de París. ¿Te apetece?».
Y ellas eran muy buenas en la cocina y se sabían los nombres de los ingredientes en francés. Había una receta, se ve que era un plato famoso de Maxim’s, que todavía recuerdo de memoria por la misteriosa fascinación de las palabras: «Homard bleu rôti, morilles et févettes étuvées, pomme de terre confite et cerfeuil concassé».