Capítulo 15
La señora de arriba no está segura, porque le parece increíble la forma en que han ido realmente las cosas entre su marido y la señora de abajo. Y quizá, para disipar todas sus dudas, o tener una confirmación, busca cada vez con más frecuencia a Anna, pero Anna no le abre y, si las cortinas están descorridas, porque no se puede estar siempre con las luces encendidas, se esconde detrás de un mueble.
Entonces, Mrs. Johnson viene a mi casa y yo tengo cuidado de que no entre en la cocina, desde donde se ve a la perfección si Anna, creyéndose fuera de peligro, está o no.
Mrs. Johnson habla siempre de París. De lo maravillosa que fue la época en que vivieron allí, de la suerte que habría tenido su marido si se hubiesen quedado, pero él había querido regresar a Cerdeña, que está bien, pero sólo en las vacaciones.
En cierta ocasión en que yo estaba en casa de Anna, precisamente al lado de la gran puerta ventana de Buckingham Palace, Mrs. Johnson nos vio y Anna no pudo escapar. Naturalmente la conversación giró en torno a la fea vida de ahora y lo hermosa que era la vida en París. Anna se sentía tan inferior a la señora de arriba que habría querido no escuchar. Pero escuchaba, porque París es París y a ella también le habría gustado decirle a Mrs. Johnson que había visto las chimeneas y los tejados que absorbían el color pizarra del cielo, pero no quería herirla, porque también ella, mischinedda, ¿qué culpa tenía de ser tan distinta a su marido? Y así París se quedó completamente encerrada en las sílabas de las palabras misteriosas de Mrs. Johnson, que para la cena prepara a menudo soupe à l’oignon, una sopa de cebolla normal.
—Pero la soupe à l’oignon —suspira Annina—, ¡ah, la soupe à l’oignon!
También hablan del viento; aquí, en Cagliari, el viento es un tema de conversación como el tiempo en Londres. Anna dice que no podría vivir en un lugar donde no hubiera ropa tendida ondeando en el aire. En cambio Mrs. Johnson no tolera el viento porque lo deja todo desordenado.
Mrs. Johnson se ha olvidado de la entrada principal al edificio y siempre utiliza la de servicio, que está en el patio interior, de manera que pasa delante de la casa de Anna y se detiene, aunque casi siempre la dejen de pie en la balconada. Cuando se va, si por casualidad estoy allí, Anna y yo nos miramos como queriendo decir que, en el fondo, Mrs. Johnson no es tan odiosa. En cierta ocasión incluso nos cantó en francés una canción de Edith Piaf, Milord, y claro, quedaba un poco ridícula, pero al mismo tiempo tierna, y Anna también se sabía la canción en italiano, porque es de la época de ambas, y las dos se pusieron a cantarla a coro: «¡Ven conmiigo, Miilord, ven conmiigo, Milord! ¡La la la la la la laralalalala!».
Yo creo que si queremos que una persona que nos cae antipática siga siendo antipática para siempre, debemos negarnos de plano a conocerla.
Mrs. Johnson, por ejemplo, no es mala, sólo es una señora con sentido común. En la escuela primaria y secundaria, los padres con sentido común prohibían a sus hijos que hicieran los deberes conmigo, por miedo a que se contagiaran de mí. Pero en el bachillerato la cosa fue distinta, especialmente el último año, con todos esos escritores y poetas locos y suicidas, a los que estudiábamos y queríamos, y encima conseguí hacer algún amigo, pese a que era tarde y ya se me había metido muy dentro la idea de que era yo una paria y una escoria. De todas maneras los escritores me hicieron bien y yo me sentí tan agradecida que, en lugar de matricularme en Botánica, donde habría sido una entendida por lo de mi jardín, me matriculé en Letras.
En fin, que todo volvió a ser como antes. Mrs. Johnson en el piso de arriba y Anna en el piso de abajo.
Mrs. Johnson quiere silencio absoluto y se lleva el índice a los labios y dice «¡chsss!» cuando Giovannino está concentrado en los deberes del colegio, él que siempre ha estudiado sin problemas incluso con la aspiradora en marcha. Pero aunque diga «¡chsss, chsss!», después Mrs. Johnson riñe a gritos a su hijo, por motivos banales, según dice Johnson júnior, y él se marcha dando un portazo y baja las escaleras corriendo. A lo mejor al día siguiente nos enteramos por Mrs. Johnson de que su hijo rompió algo sin querer y ella no soporta que se rompan las cosas, así que al final no son motivos banales. Él, en el tiempo que pasó con Johnson sénior, se acostumbró a que si se le caía un plato, le decía a su padre:
—I have broken a dish.
—Really? —le contestaba su padre.
Johnson júnior es, sin duda, un tipo rutinario y tú te acostumbras a algo determinado, por ejemplo, a que te salude y te dé las buenas noches. Tú esperas y el saludo llega, con puntualidad, antes de la noche.
Un buen día, mejor dicho, un mal día, el gesto no llega y esperas, esperas, y desesperas, pero no puedes decirle nada, porque Johnson júnior no soportaría que lo tomaran por un tipo rutinario.
Un día quedamos en vernos pero no se presentó y no me contestaba al móvil. Entonces, con una especie de mal presentimiento, fui a buscarlo a su casa, y allí no sabían nada. Le pedí a Giovannino que fuéramos a juntos a ver si lo encontrábamos y salimos a la calle, mientras íbamos andando lo llamábamos obsesivamente al móvil y no contestaba. Giovannino me dijo que él creía que su padre estaba en el puerto.
Era una tarde que no tenía nada de primaveral, húmeda y pegajosa, lloviznaba. Los coches hacían cola para subir al barco y zarpar, y no muy lejos, allí de pie, reconocí a Johnson júnior.
—¡Es Omar! —gritó entusiasmado Giovannino—. ¡En ese coche!
Y me soltó un momento la mano con gesto decidido, como para echar a correr hacia ellos. Pero después me la volvió a aferrar con un gesto igualmente decidido y me observó solícito, me pareció que con cariño, con compasión.
Su padre y el muchacho que iba en el coche se miraban en silencio y Johnson júnior tenía un aire como ausente, como de desesperación. Después el muchacho salió precipitadamente del coche y corrió a abrazarlo y se besaron en la boca, pero no era el que yo había tomado por Omar, sino el ángel hermosísimo que yo había creído que era el novio de Natascia.
Entonces se esfumó todo, como cuando despiertas de un bonito sueño. Me quedé allí pasmada, como delante de un barco que te has matado en salvar pero que se va a pique, porque ya le resulta imposible resistir.
Se puso a llover con ganas y no abrí el paraguas. Lo abrió Giovannino, con la mano libre, porque con la otra me sujetaba con firmeza.
Después, cuando su padre se dio media vuelta para irse, nos vio. Y se puso hecho un basilisco. Me agarró del brazo.
—Ni se te ocurra echar a perder a mi hijo metiéndole en la cabeza tus miedos al abandono. No hace falta que me vengas a buscar. Yo no desaparezco. No soy como los de tu familia. Soy una persona alegre, no hago dramas, no me suicido.
—¡Déjala en paz! ¡Ella no echa a perder a nadie!
Giovannino le asestaba puñetazos en el brazo.
Entonces su padre afinó la puntería.
—Quédate tranquila. No me pasa nada. Estoy alegre y tranquilo, porque en este mundo vivo como puedo.
Caminé mucho rato bajo la lluvia, yo sola, quería calarme hasta los huesos, que me diera una pulmonía, correr otra vez hacia el puerto y engancharme el vestido en alguna parte e irme a pique como en mi sueño.
Cuando regresé a casa, ya muy tarde, debajo de la puerta me encontré una notita de Johnson júnior: «¿Has visto, Calamidad, cómo ha pasado esta tarde gris, húmeda, penosa, y cómo en el cielo brumoso asoman otra vez las estrellas? Ése era el lado trágico de la vida. Ahora ya estás del otro lado».
En el piso de arriba, en los días siguientes todo fueron portazos. Mrs. Johnson y su hijo compiten a ver quién los da más con más fuerza. Johnson sénior y Giovannino tratan de calmarlos.
Johnson júnior está ya en la escalera, su madre abre otra vez después de que él ha dado un portazo y seguro que lo insulta entre dientes, porque se oye a Johnson júnior que le pregunta:
—¿Qué me has dicho que soy?
—¡Lo has oído a la perfección!
Y así un día se fue con Giovannino.
Ese mismo día Anna se dio cuenta de que ya no podía seguir trabajando.
Por primera vez la vi sentirse mal de verdad. Tras soltar a su alrededor todas las bolsas de la compra, se desplomó en el sofá y ya no consiguió levantarse. Lo intentaba y volvía a desplomarse.
—Prométeme que convencerás a Natascia para que no me operen, no dejarás que me lleven al hospital, ¿verdad? Yo no quiero vivir a toda costa. Esos que quieren hacerte vivir a la fuerza son más peligrosos que las enfermedades.
A veces oigo los pies de Mrs. Johnson en los zapatos de Chanel acercarse a mi puerta y suena el timbre. No abro. En el fondo de mi corazón la culpo del hundimiento de Anna y de la fuga de Johnson júnior y Giovannino.
Pero un día llama al timbre y lo mantiene pulsado sin parar. Le abro y me quedo pasmada en el umbral.
—Está claro que para todos yo soy la mala —dice—. La esposa bruja que abandona a su marido y echa de casa a su hijo y a su nieto. Lástima que su marido, con setenta años cumplidos, se haga el jovencito y al día siguiente se busque a otra. No morirse y no enloquecer de dolor, vaya y pase, pero esto ya es el colmo. Y lástima que su hijo, homosexual, se empeñe en querer ser padre, y como en Italia no es posible, se vaya a Estados Unidos, ponga su esperma a congelar y alquile el útero de una mujer por cien mil euros. Debo decir que los cien mil euros son parte de lo que ha obtenido después de vender la casa de París. La casa de las Tuileries, que es de su mala madre. ¿Qué te parece? Mi hijo es el único homosexual que se lleva mal con su madre y divinamente con su padre. No hay un solo estudio sobre el tema que no hable de la difícil relación con el padre y del apego a la madre. Pero fíjate tú, precisamente mi hijo tenía que ser la excepción y esa excepción me tenía que tocar a mí. Y no hay un solo estudio que no hable de los problemas de los hombres mayores de sesenta y cinco años, que ya no tiran, que tienen la próstata inflamada. Mi marido, después de los sesenta y cinco, se despertó. Antes era un hombre normal, tranquilo, después se convirtió en un maníaco. Una excepción que, obviamente, me tenía que tocar a mí. Todas a mí, ya se sabía desde el principio. ¿Dónde se ha visto una sarda rica con un americano pobre?
La hago pasar y me dejo caer en una silla.
También Mrs. Johnson se deja caer en una silla y sigue hablando sola.
—Pobre Giovannino, ¿quién va a invitarlo, quién va a querer ser su amigo? ¿Qué niñez tendrá? Paria, escoria. Criado por homosexuales, como un pequeño Tarzán criado por los monos.
Aunque estoy destrozada por la desilusión, creo que no tiene razón porque, en primer lugar, los homosexuales no son monos y, en segundo lugar, los hijos de los heterosexuales también pueden ser parias y escoria, en cambio Giovannino es el niño más popular y al que más invitan de su clase. En el colegio sientan a su lado a los más raros, a los bribones más tremendos, que sólo se llevan bien con Giovannino, y los padres le piden a la maestra: «¿Podría sentar a mi hijo al lado de Giovannino Johnson?».
Mrs. Johnson sigue hablando sola de su hijo y de su novio parisino.
—Me ha arruinado París. No quiero ni oír hablar de París. Vendió nuestra hermosa casa para tener un niño a toda costa. Un infeliz. Ahora se ha comprado otra, en una banlieue.
Antes, por las noches, nuestras ventanas iluminadas, las que asoman al patio, me daban mucha alegría, ahora me entristecen y tengo la impresión de que todos se sienten solos bajo la luz artificial que se recorta en la oscuridad. París ha dejado de fascinarme, pero creo que para traer al mundo a Giovannino valió la pena vender la casa de las Tuileries.
A los pocos días Johnson júnior y Giovannino regresaron, el padre cuenta que como lo veía cansado quería que se tomara unas vacaciones y no fuera al colegio y, sobre todo, quería alejarlo de las zarpas de su abuela, pero el colegio no ha terminado y Giovannino, con ese sentido del deber que tiene, sufre.
Johnson júnior va todos los días a casa de Annina y desde mi ventana veo que habla y gesticula, seguramente quiere convencerla de que todo saldrá bien. A lo mejor con la ayuda de un ángel de la guarda. Él siempre ha tenido una gran fe en los ángeles de la guarda, la prueba de que existen es el ángel de su padre, por el que Johnson júnior siente una inmensa admiración. El ángel más estresado y más listo del más allá, dice, siempre de un lado para otro tratando de remediar la distracción de su protegido y dilecto Levi Johnson, aunque sea judío y, por tanto, no cristiano.
—¡Qué sabrás tú de ángeles, si nunca vas a la iglesia! ¡Si no tienes respeto! —le dice Anna.
—¿Por qué la Iglesia no se atiene a lo que Dios dijo? ¡Es la Iglesia la que no tiene respeto!
Yo creía que Johnson júnior iba a ver a Annina para convencerla de que vivirá mucho tiempo. Pero no. La está preparando para morir. Annina teme que el más allá no exista. Ahora que no trabaja dispone de tiempo para leer, y en una revista leyó que los seres humanos, como no podíamos soportar la idea de la muerte, nos inventamos a Dios. En realidad, según Annina, somos realmente capaces de inventar cualquier cosa que nos haga falta. ¿No ha sido así en el caso del fuego, la agricultura, la escritura, las máquinas? ¿Por qué no Dios? Entonces, Johnson júnior, que por el contrario defiende la existencia de Dios, se lo rebate punto por punto. Es cierto que los seres humanos inventan todo aquello que les hace falta, pero en el fondo, si lo pensamos bien, no han inventado nada que no existiera ya. ¿Acaso las plantas no crecían incluso antes de que el hombre las cultivara? ¿Y el fuego que producen los rayos? ¿Y el lenguaje antes de la escritura? ¿Y el carbón antes de la máquina de vapor? En fin, claro que los hombres inventan, pero no de la nada. Entonces, a Dios tampoco hemos podido inventarlo de la nada; por tanto, ya estaba ahí antes de que lo inventáramos. ¡Por tanto, existe!
Ahora que está en cama, además de leer, Anna dice: «Ve a buscarme esto, ve a buscarme esto otro».
Con todo el tiempo del mundo para hurgar en el arcón de los libros de cuentos de hadas, he descubierto que Anna guarda allí las revistas pornográficas, junto con la ropa interior sexy, ya usada, pero metida otra vez en sus bolsas.
Pienso en Anna, con su ropa interior erótica relegada al arcón, junto con los libros de cuentos de hadas.
Porque Anna puso en práctica lo que se ve en las fotos de esas revistas.
Pero ¿lo habrá hecho por la casa? ¿Para estar en el piso de arriba? Y él, Johnson sénior, ¿lo habrá hecho porque ella se lo hacía gratis?
No. Realmente no creo que sólo fuera sexo sin amor. Tiene razón Johnson júnior, el sexo sin amor no existe. Basta con que uno de los dos esté enamorado y entonces el amor ya existe.
—Muchos se creen —dice él siempre— que nosotros, los homosexuales, como no procreamos, nos tomamos el amor como un juego. Yo siempre he puesto el alma en todas las relaciones sexuales que he mantenido. Si tengo relaciones sexuales es porque estoy enamorado. Y tú hazme caso, Calamidad, ten relaciones únicamente si te parecen un gran acontecimiento, algo espléndido. De lo contrario, arréglatelas sola. Comprendes lo que quiero decirte, ¿no? A saber la de veces que te las habrás arreglado sola.
Anna se ha quedado flaca flaquísima y los pechos se le han estropeado, sigue teniendo la mirada luminosa, eso sí, pero dentro de unas ojeras negras.
Las elefantas de la Marina acuden en su ayuda, como cuando ella era niña. Van a verla todos los días, lavan, planchan, cocinan, cada cual a su manera, es decir, según las muchas maneras que hay en el mundo.
Yo trato de poner cara alegre para infundirle ánimo. Nos sonreímos en silencio.
—Escribiré sobre ti —le digo.
—Así me gusta, de ese modo no moriré nunca. ¡Ah, hacerse inmortal!
—Escribiré sobre ti en una novela en la que todo saldrá bien.
—¿Pero no escribías poemas?
—Ahora me dedico a la prosa. En mi novela te vengaré y Johnson sénior dejará a su esposa, renunciará a la casa y a la vida cómoda para estar a tu lado. Se presentará aquí, de improviso, con la maleta y el violín, y te dirá que te quiere y que el amor es más importante que todo lo demás. Y viviréis juntos y felices.
—¡Ah, qué buena eres! ¡Qué bonita novela! Pero para vengarme de verdad tendrás que escribir una historia que no es verdadera, pero que podría serlo.
—Sin duda: un poco de realidad y un poco de invención. Por lo demás, ¿no es eso la vida? ¿Qué sería de nosotros sin imaginación? ¿Cómo sería posible inventar de la nada?
—¡Ah, qué buena eres! Te lo pido por favor, escribe deprisa, que así me dará tiempo a leer esa preciosa novela tuya. Desde luego, las novelas las han inventado los hombres, como a lo mejor se han inventado también a Dios, pero son dos invenciones hermosísimas, ¿no te parece?