Alma quitó algunas migas de su gorro, era importante no ir por ahí con migas en el gorro, esas cosas eran las que solían comentar las chicas de la otra clase de su mismo curso, y se imaginó que levantaba la mirada -la que era capaz de matar- y la chocolatería entera se transformaba en un infierno de mesas y sillas tiradas, platos, cubiertos, vasos rotos, bollos, pastas y sándwiches con trocitos de perejil sembrados por el suelo. El sonido de gente que intentaba no hacer ruido por miedo a lo que ella pudiera hacerles. De pie, sentados, tumbados, encogidos y medio escondidos detrás de una mesa o una silla tirada. Se imaginó su mirada yendo de cara en cara. La mujer con el vestido color amapola. La vieja con la taza de café, que no dejaba a la gente en paz. Las chicas de la otra clase. Su padre saliendo del local. No soporto esperar aquí. Te espero fuera. La madre con el bebé. El bebé que no entendía lo que todos los demás creían entender, es decir, que el silencio ensordecedor era su única esperanza de sobrevivir. El bebé gritaba porque tenía hambre y porque su madre no quería abrirse la blusa y darle la teta. Alma abrió la boca, y dejó que todos, los vivos y los muertos, oyeran su voz. Gritó: ¡HAZ CALLAR A ESE BEBÉ DE MIERDA! Su voz era clara y ronca, fue como si tuviera que recurrir a lo último que le quedaba de sonido con el fin de sacar a presión justo esas palabras.

La mujer del vestido color amapola se levantó y se acercó lentamente a Alma. Señaló la silla vacía dejada por Jon y preguntó:

-¿Está libre esta silla? ¿Puedo cogerla?

Alma asintió con la cabeza.

La mujer le dio las gracias, cogió la silla y la llevó a su mesa. Y volvió a ocurrir. La mujer del vestido color amapola se levantó, se acercó lentamente a Alma y dijo:

-Como comprenderás, la niña no tiene la culpa de llorar. Nadie puede remediarlo. Pero yo te voy a ayudar. ¡Dame la mano!

Y Alma le dio la mano, la mujer la estrechó contra sí y la mantuvo sujeta. Alma lloraba sin cesar.

Habían desaparecido ya todas las migas del gorro. No quedaba ni una.

-Que te vaya bien -dijo la señora mayor a la que resultaba imposible dejar en paz a los demás.

Alma no contestó y al marcharse tampoco se volvió. Mille había dicho que no había que volverse nunca. Si te volvías, todo iría mal. Pero Alma se volvió aquella vez en el coche de la abuela, descubrió a Mille sentada en el borde del camino y dijo ¡para! Recordaba claramente haber dicho ¡para! y luego dijo ¿no la vamos a llevar? Y la abuela dijo ¿llevar a quién? Y Alma dijo a nadie, creí haber visto a alguien, vale, la abuela dijo, entonces seguimos para casa, y condujeron el último tramo hasta Mailund. Y Alma pensó en aquella noche que la abuela no estaba del todo como solía estar, que tal vez había bebido demasiado.

Las chicas de la clase de al lado se rieron por lo bajo, pero Alma no se volvió.