Él intentó con palabras.

Jon le decía a Alma que ella era la niña de sus ojos, sin poderlo justificar del todo, porque en realidad no sabía lo que significaba esa expresión, ni por qué empleaba justo esa expresión.

Trece años. Pequeña y chata. Pelo negro y corto. Un día fue a buscarla a la salida del colegio y la llevó a una chocolatería a tomar chocolate caliente y bollo de cuaresma. Pasaron por delante de una mesa en la que había sentada una mujer joven con un bebé sobre las rodillas. La mujer no levantó la cabeza para mirar a Jon. No se fijó en él. Jon reparaba en esas cosas. En otra mesa había unas chicas que bajaron la vista, riéndose por lo bajo al pasar por delante de ellas Jon y Alma.

-Esta será nuestra nueva tradición -dijo él animado-. Una tradición padre hija.

Alma no dijo nada.

-¿Conoces a esas chicas? -preguntó él en voz baja.

-Van a la otra clase -contestó Alma.

Dos enormes bollos con nata estaban entre ellos en la mesa. La voz del padre era demasiado alta (ah, cuánto le costaba, no tenía ni idea de qué hablar con ella), el matrimonio mayor que estaba tomando café bastante cerca de ellos se volvió, y la señora les sonrió.

-Qué agradable salir con papá, ¿verdad? -dijo. Alma bajó la vista y la señora mayor miró a Jon, sonriendo una vez más. Todo esto lo irritó. La acritud de Alma, su propia voz, tan alta y jovial, la gente que los miraba, la sonrisa de la anciana. ¡Aquello no era una jodida comedia! Entonces se inclinó sobre la mesa y pronunció esas palabras que no usaba nunca: Niña de mis ojos. Lo dijo en voz baja. Quería que Alma entendiera que era querida y tenida en cuenta, y que podía sentirse segura. Pero ella lo paró enseguida. Alargó la mano sobre la mesa, entrelazó sus dedos con los de su padre y dijo:

-Papá, no hace falta que te inventes cosas, no tienes que decir nada ni hacer nada solo por mí.

Jon se defendió:

-No, Alma, esto lo hago porque me apetece hacerlo, me gustaría que inventáramos cosas que hacer juntos, crear nuestras propias tradiciones, y de verdad que eres la niña de mis ojos.

Alma se calló, retiró la mano y manoseó el bollo, los dedos se le mancharon de nata y se los limpió en una servilleta. Bajó la cabeza. Llevaba el pelo negro y corto peinado hacia atrás, de modo que el flequillo le subía en vertical, como en la figura de un cómic, lo que aportaba a su cara, por lo demás tan seria, un rasgo de comicidad. Cuando era pequeña, la llamaban El Tocón.

-No me gustan los bollos de cuaresma -dijo, Alma, gesticulando mucho-. Están demasiado pringosos.

A Jon le entraron ganas de levantarse y marcharse, o de llorar y beber, o de hacer todo a la vez, todo aquello le desconcertaba tanto que no sabía qué hacer, la niña exigía demasiado, y él solo quería que ella lo entendiera a él y que no lo necesitara constantemente, a la vez que entendía, claro está, lo irrazonable que era ese deseo de que ella lo entendiera. Alma era una niña, una niña que ponía todo su gran amor en las manos de su padre. Él le dijo que podía pedir otra cosa que le apeteciera, el mostrador estaba repleto de pastas, medianoches, bollos y tartas de chocolate, y mientras hablaba se dio cuenta, o tal vez no se diera cuenta en ese momento, sino más tarde, de que habían llegado a un punto en el que él se resistía a decirle que la quería, porque entonces ella dejaría todo lo que tuviera en las manos (el cacao, el bollo de cuaresma, el vaso de zumo, ¡lo que fuera!) para echarse en sus brazos o sobre sus rodillas. Los movimientos de Alma eran tan impetuosos que siempre tiraba algo -sillas, mesas, montones de papeles, jarrones de cristal. En su afán por abrazarlo ella no repararía en el entorno.

Alma se había hecho grande, había crecido como las demás chicas, y era ya demasiado mayor para sentarse sobre sus rodillas, su trasero algo ancho y voluminoso, sus largos y flacos brazos, sus largas y flacas piernas, las manos torpes, las huesudas protuberancias debajo de la camiseta en donde saldrían los pechos, el cuerpo de su hija ya no tenía el peso justo, el calor justo, ni la justa suavidad de niña pequeña, sino algo distinto, algo desconocido e invasor.

-O podemos marcharnos ahora mismo -dijo-. Y nos inventamos otra tradición.

Miró las mesas, divisó a una bella mujer con vestido rojo y pensó en esas amapolas de color fuego que había visto cuando estuvo con Siri en Gotland muchos años atrás. Sonrió a la mujer, y ella le sonrió a él.

Alma hizo un gesto de aprobación.

-Otra tradición padre-hija -dijo él.

Él ya se había puesto el abrigo, el gorro y los guantes. Ella volvió a asentir con la cabeza. Esos ojos oscuros debajo del flequillo.

-Podemos ir a ver el mar -dijo él-. Hoy no, pero otro día. Pronto. Podemos ir a ver el mar y celebrar que la primavera está de camino.

Ahora tenía mucha prisa por marcharse, pero Alma tardó bastante en ponerse manoplas, gorro, bufanda y plumas, y Jon respiró, poniendo a prueba su autocontrol. No debería mostrarse impaciente. No debería mostrarse impaciente. No debería mostrarse impaciente. Cuando Alma era más pequeña, cuando tenía unos seis o siete años, se defendía contra la impaciencia de Siri y Jon reservándose el derecho a emplear justo el tiempo que necesitaba para hacer lo que tuviera que hacer, aunque fuera dibujar algo, comer, ir al servicio o jugar con sus muñecas. Tardar mucho tiempo en vestirse, sobre todo en ponerse la ropa de abrigo, era algo que había hecho durante años. Porque todo tenía que hacerse de una manera determinada y en un determinado orden. La ropa tenía que tocar el cuerpo para que fuera cómodo andar con ella. Había que evitar rendijas y bultos, los calcetines tenían que estirarse bien por las pantorrillas para que quedaran sujetos a los pies de los leotardos, y las manoplas tenían que colocarse debajo de las mangas del plumas. Todo esto llevaba su tiempo, tanto Siri como Jon sabían que de nada serviría comentarle a Alma que tal vez pudiera vestirse un poco más deprisa, que tal vez no fuera tan grave que las manoplas se colocaran antes o después del plumas.

Cuando Alma era más pequeña, esa clase de reprimendas habrían dado como resultado que se quitara toda la ropa, que se desnudara y empezara a vestirse de nuevo. Tampoco ahora serviría de nada meterle prisa, aunque ya era mayor. La impaciencia de Siri y Jon tendría el mismo efecto en Alma que el troll tuvo en los viajeros del cuento, se convertiría en piedra congelada y se quedaría inmóvil.

Alma, vas a llegar tarde al colegio.

Alma, todo el mundo te está esperando.

Alma, da lo mismo que las manoplas estén dentro o fuera del plumas.

Alma quitó unas invisibles migas de bollo de su gorro, no se lo quería poner hasta haberlas quitado todas, no paraba de quitarlas, luego lo sacudió, lo dejó sobre la mesa y lo volvió a cepillar.

Jon cerró los ojos y respiró. Abrió los ojos y dijo en voz baja, con todo el cariño que fue capaz de mostrar:

-¿Crees que estarás lista pronto, o te espero fuera?

Alma estudió su gorro y pasó la mano por él.

-¿Puedes esperarme aquí? ¡Quiero salir contigo!

La anciana de la otra mesa los miró y dijo:

-¿Ya os vais? ¿No os han gustado los bollos de cuaresma?

Jon le sonrió, preguntándose al mismo tiempo cómo era posible que no le diera una bofetada y le dijera que se ocupara de sus asuntos y dejara a los demás en paz.