Cuando alma tenía doce años, la cambiaron de colegio. No se adaptó, no hizo amigas, no jugaba con los demás niños en los recreos, se sentaba en un rincón del patio o se encerraba en el cuarto de baño. No le importaba nada, decía, Alma prefería estar sola, no quería jugar con otros niños. Jon era su mejor amigo, decía.
-Pero yo soy tu papá -le decía Jon-. Es bueno tener amigos de tu edad.
-Yo solo te quiero a ti -decía Alma.
-Tal vez podríamos invitar a casa a alguna niña de tu clase. A Tuva, por ejemplo. O a Marie-Louise, o...
-¿Crees en Dios, papá? -lo interrumpió Alma.
-No -contestó Jon-. No creo en Dios. Pero mucha gente cree en él -añadió-. ¿Qué te parece Gina o Hannah Linnea? Tal vez a alguna de ellas le apetezca venir contigo a casa.
-Mamá tampoco cree en Dios -dijo Alma-. ¿Por qué no creéis en Dios?
-Creo que creemos en las personas -contestó Jon-. En todo lo que conseguimos los seres humanos, para bien y para mal. Construimos, destrozamos y volvemos a construir, y yo creo que cada día implica una elección...
-Yo sí creo en Dios -lo interrumpió Alma, abrazando a su padre-. Yo rezo a Dios todos los días. Le pido que tú y yo vivamos muchos años, es a ti a quien amo, papá, y que no te pongas enfermo y te mueras, aunque ya empiezas a ser viejo.
-¡Oye! ¡No soy tan viejo! -exclamó Jon, con una risa algo forzada.
Estas conversaciones le hacían sentirse mal. ¿Por qué no podía la niña -aunque solo fuera de vez en cuando- hablar de las cosas de las que hablaban otros niños de diez años?
Una vez, Jon compró a Alma una bolsita llena de chucherías, un brillo de labios y un DVD de Hannah Montana. ¡Bolsa sorpresa! gritó al llegar a casa.
Alma fue corriendo hacia él, le arrancó la bolsa de la mano y echó un vistazo dentro. Sus ojos se estrecharon al ver el contenido. Luego se llenaron de lágrimas. Cogió el brillo de labios con los dedos índice y pulgar y lo sostuvo delante de él, como si de un ratón muerto se tratara. Su carita chata estaba mojada de lágrimas. A continuación volvió a meter el brillo de labios en la bolsa, se la devolvió y dijo: ¡No me conoces en absoluto! Luego dio media vuelta y subió corriendo la escalera.
Otro día, Alma dijo:
-A veces Dios me habla.
-¿Y qué te dice?
-Me dice que tengo que hacer cosas por él, y que si no lo hago, tú morirás.
-¡Pero Alma! -Jon se incorporó, soltó el libro, apretó a su hija contra él y susurró: -¿Qué cosas te dice Dios que hagas?
-Dice que tengo que mantenerme despierta toda la noche y no dormirme. Dice que tengo que salir a la lluvia y dar cien vueltas corriendo alrededor de la casa aunque no tenga ganas. Dice que tengo que cruzar cuando esté en el semáforo el hombre rojo, no el verde, aunque vengan coches. Dice que tengo que regalar mis peluches, dice que tengo que comer caballa con tomate aunque es lo que menos me gusta del mundo.
-Espera un momento. Mamá y yo pensábamos que regalabas todos tus peluches porque ya no jugabas con ellos. Tú misma dijiste que eras demasiado mayor para jugar con peluches.
-Soy demasiado mayor para jugar con peluches -dijo Alma-, pero nunca habría regalado a Putte si Dios no me hubiera dicho que lo hiciera.
-¿Regalaste a Putte? -le preguntó Jon.
-Se lo regalé a Knut, de la otra clase.
-¿Ese Knut que fue tan poco amable contigo cuando empezaste en este colegio?
-¡Sí, Knut! Y él me dijo que mearía sobre Putte y que lo tiraría a la basura, que no quería nada que yo hubiera tocado con mis asquerosos dedos, pero yo me arrodillé delante de él y le dije que tenía que aceptar a Putte, luego podría hacer lo que le diera la gana, pero que por favor lo aceptara.
-Pero Alma, ¿por qué haces esas cosas? ¿Por qué regalas...? ¿Has hablado con mamá de esto?
-No hablo con mamá. Hablo contigo.
Jon cogió entre sus manos la carita chata de Alma y le obligó a que lo mirara.
-¿Por qué regalas las cosas que te gustan a personas que no son amables? ¿Has dicho que te arrodillaste delante de Knut? ¿Lo has dicho?
Alma asintió con un gesto de la cabeza.
Ni Siri ni Jon eran capaces de entender cómo Alma, a la edad de diez años, había recibido su febril fe religiosa. Se lo notificaron al psicólogo del colegio. Avisaron a los profesores. Podría ocurrir que Alma volviera a llevarse cosas al colegio intentando regalarlas, o que de cualquier otro modo «provocara situaciones que invitaran a sus compañeros a comportarse de un modo denigrante», como explicó el asesor social. Se barajó una serie de diagnósticos y medicinas en relación con la fe religiosa de Alma.
Pero un día Alma dejó de llevarse sus cosas al colegio con el fin de regalarlas, ya no se arrodillaba ante los alumnos que la empujaban o se burlaban de ella. Entonces cesaron también los peores casos de empujones y burlas, a Alma la dejaron en paz, y durante algún tiempo parecía que la situación se estaba normalizando.
Cuando Alma cumplió once años, Siri y Jon invitaron a todas las niñas de su clase a una fiesta de cumpleaños en su casa, y casi todas aceptaron la invitación. El día anterior, Siri se llevó a Alma al centro para comprarle un vestido de cumpleaños. Alma era pequeña y regordeta y acordaron comprarle falda y blusa de la misma tela plateada brillante. También le compraron zapatos. Y comieron bollos y cacao en una pastelería. Luego se fueron a la peluquería a cortar las puntas del corto pelo negro de Alma.
-Tal vez puedas suavizarle un poco las líneas alrededor de la cara -le susurró Siri a la joven peluquera. La madre miró a su hija en el espejo de la peluquería-. Suavizar alrededor de la cara para que no parezcas tan enfadada, cariño. ¿No estás de acuerdo?
Siri sonrió dócilmente a la peluquera, acarició la mejillas de Alma y fue a sentarse cerca de la puerta, donde encontró una revista femenina tras la que podía esconderse.
Al día siguiente, cuando las niñas de su clase empezaron a llamar a la puerta, Alma se fue corriendo a su habitación y se metió debajo del edredón. Jon entró, se sentó en el borde de la cama y le dijo con todo el tacto posible que sus invitadas ya habían llegado, que le traían regalos, y que ella tendría que ir con él. Acompañó reacia a su padre al salón, donde la esperaban las niñas de su clase.
El sonido de voces claras, risas y gritos entusiastas había llenado la casa, pero se hizo el silencio cuando Alma entró en el salón, seguida por sus padres. Las niñas miraron a Alma, Alma miró a las niñas.
Había como dos ejércitos colocados uno en cada extremo del campo, pensó Jon, y Alma era el único soldado en su propio ejército.
Por fin se rompió el silencio.
-Hola, Alma -dijo una de las niñas.
-Hola, Alma, felicidades -dijo otra.
-Qué bien te ha quedado el pelo -dijo una tercera.
-¿Vas a abrir los regalos? -preguntó una cuarta,
- Qué falda plateada más guay -dijo una quinta.
Las niñas se dispersaron y volvieron a reunirse, esta vez en torno a Alma. Le daban palmaditas, la abrazaban, por un momento fue de repente su elegida, su más amada, no se hartaban de ella, a Jon le recordaba cuando fue a buscar a Alma al colegio y metió al cachorro Leopold en el patio de recreo y enseguida fue asaltado por niñas hambrientas, cariñosas, suplicantes, que con sus pequeñas manos blandas y entusiastas querían acariciar la suave piel del perro, le recordaba a las bocas de las niñas, tanta piel suave junta, un coro de voces claras: Ahhhh quéééé moooono! ¿Puedo tocarlo, please? ¡Tiene unas orejas taaan suaves!
Todas las niñas de la clase de Alma medían al menos una cabeza más que Alma, la mayor parte de ellas tenían el pelo largo o media melena, adornado con perlas y pasadores. Ahora la hija de Jon estaba en medio del salón, rodeada por ellas, de la misma manera que él fue rodeado por ellas, o por niñas que se parecían a ellas, cuando apareció en el patio de recreo con un cachorro de ojos marrones. Ella estaba rodeada por ellas, Alma, con su pelo negrísimo y sus ojos resplandecientes, absorta por ellas.
Se había dejado acariciar, no se había resistido, no había hecho muecas, había abierto los regalos (tres libros, un juego de mesa, un conjunto de peluquería, brillo de labios, unas medias brillantes, una blusa, un colgante de perlas de cristal, pulseras) y había agradecido cada uno con un cortés abrazo. Siri susurró a Jon que esto va bastante bien, creo que Alma está a gusto y Jon asintió con la cabeza, incapaz de apartar la mirada de los ojos resplandecientes de su hija.
Al cabo de una hora, la protagonista y sus invitadas se sentaron a la larga y adornada mesa de comedor a degustar pizza, refrescos y tarta. Siri y Jon se movían alrededor de la mesa sirviendo refrescos en vasos de papel y ayudando a poner trozos de pizza en platos de cartón. Todas las niñas hablaban a la vez, excepto Alma, que las observaba en silencio.
Ellas ya no le hacían caso. Ya no la amaban. Ni la nueva falda que brillaba como la plata, ni el corto pelo negro con el nuevo peinado, ni los ojos brillantes. Ya había pasado la mitad de la fiesta de cumpleaños.
Ahora comerían pizza y beberían refrescos, después de comer tal vez bailaran un poco, todas recibirían una bolsa de chucherías y luego se irían a sus casas. Las invitadas habían hecho lo que sus padres les habían dicho: ¡Habían ido a la fiesta de cumpleaños de Alma y habían sido amables! Todo había ido bien.
Sí, ha estado bien.
Sí, hemos comido pizza.
Sí, a Alma le ha gustado el regalo.
Pero entonces Alma se levantó de la silla y extendió los brazos. Sus mejillas estaban enrojecidas y sus ojos ardientes. Todas las niñas dejaron de hablar y la miraron boquiabiertas.
-¡Mira papá! -gritó, el cuerpo le temblaba y las lágrimas le chorreaban.
Siri soltó lo que tenía en las manos (un trozo de pizza y una servilleta) y corrió hacia Alma, Jon llegó antes que ella y cogió a Alma en sus brazos en el momento en el que la niña se desplomaba.
-Alma, cariño. ¿Qué pasa?
Alma levantó la cabeza, miró a su padre con los ojos empapados de lágrimas y se rió:
-Sé que ahora todo va bien. Estoy muy contenta.
Alma abrazó a su padre y él se sentó en el suelo con su hija en brazos. Siri se quedó de pie junto a ellos, ¿qué podía hacer con sus manos? Reinaba el silencio. Doce niñas calladas y curiosas esperaban información. Jon miró a Siri, sintiendo en los ojos de ella su propia desesperación. Alma se aferraba a su padre, riéndose ruidosamente contra su pecho. Era una risa llena de júbilo y ganas de vivir. Jon notaba la respiración de su hija contra la piel, a través de la fina tela de la camisa.
Hizo una señal a Siri, enderézate, ocúpate de las niñas, tienes que decir algo. ¡Di algo, Siri, haz algo, no te quedes ahí sin hacer nada!
Siri se enderezó y miró a las niñas -pelo suave, piel suave, voces suaves. Forzó una sonrisa, pero Jon se dio cuenta de que lo que le hubiera gustado hacer habría sido taparse los oídos, como si ella misma fuera una niña pequeña.
Miró a las niñas.
-Alma... -dijo desamparada, extendiendo los brazos- Alma no se encuentra... bien.
Las niñas miraron fijamente a Alma, que estaba en el suelo en brazos de su padre.
Una de ellas dijo:
-Si Alma no se encuentra bien, ¿entonces por qué se ríe?