–¿Cuántos son? – pregunté yo.
–Creo que unos veinte -dijo Llew-. Quizá más. No lo sé con seguridad.
–¡Marchaos de una vez! – ordenó Cynan.
–No. Permaneceremos todos juntos -replicó Llew. Bran y Alun secundaron su decisión y los guerreros mostraron a gritos su aprobación-. Pero nos doblan en número -añadió Llew-. ¿Qué sugieres que hagamos?
–Tenemos carros -observó Cynan-. Podremos sembrar el pánico con ellos. Yo conduciré uno, que Bran se encargue del otro.
–Muy bien -asintió Llew.
Dio una rápida orden a Bran y luego me dijo:
–Tegid, cuida de Nettles. Quédate en la calzada. Nos reuniremos con vosotros en cuanto podamos.
–Me quedo aquí.
–Deberías quitarte de en medio…
–Me quedo aquí.
Llew no podía perder tiempo en discusiones.
–De acuerdo -concedió.
Oí el latigazo de las riendas, los gritos de los hombres, las órdenes de los jefes, la trápala de los cascos sobre las piedras de la calzada y los gritos de los jinetes enemigos que cargaban contra nosotros.
Alguien se me acercó corriendo.
–Vigila nuestros caballos -dijo Alun entregándome unas riendas y echando a correr otra vez.
–¡Sígueme! – le gritó Cynan-. ¡Ea!
El martilleo de los cascos resonó en la calzada mientras los guerreros se alejaban al galope. Con el ruido se despertó mi visión interior y ante mí apareció la calzada por la que corrían dos carros. Cynan conducía el primero y se precipitaba a toda velocidad hacia un compacto grupo de unos veinte enemigos. A su izquierda iba Bran, en el segundo carro, conducido por Alun, casi a la misma velocidad que el de Cynan. Llew cabalgaba a la derecha del príncipe con los demás guerreros.
–¿«Proflems»? – preguntó una voz a mi lado.
Miré hacia allí y me topé con los ojos de Nettles. Aunque su pronunciación dejaba mucho que desear, entendí lo que quería decir.
–Sí -contesté-. Problemas.
No sé si me entendió, pero asintió con la cabeza y clavó su mirada en el campo de batalla. Mi visión interior contempló dos líneas de batalla que se precipitaban una contra otra; pero lo veía desde muy arriba, como si lo estuviese contemplando con los ojos de un halcón.
Vi con los ojos de la mente a los lustrosos caballos que se precipitaban al ataque adelantando frenéticamente las cabezas, con los ollares humeantes y los belfos cubiertos de espuma. Vi a Cynan, con los rojos cabellos llameando sobre sus hombros, con los músculos tensos y un puñado de lanzas al alcance de la mano; Llew, con la espada al cinto, blandía en alto la lanza; Bran, erguido en el segundo carro como un orgulloso roble, sostenía tres lanzas en la mano, mientras que Alun, con la cabeza gacha, empuñaba vigorosamente las riendas y azuzaba los caballos de tiro con gritos de coraje. Vi a los jinetes enardecidos por la furia del combate, con las espadas desenvainadas y las puntas de las lanzas brillando al sol de la mañana. Las patas de los caballos al galope se difuminaban con la veloz carrera, y los cascos golpeaban la tierra con atronador martilleo.
El enemigo se acercaba trazando un amplio arco para rodear a los adversarios y dominar la batalla con su superioridad numérica. Blandían largas lanzas y escudos oblongos; los caballos llevaban petos, refuerzos de bronce en las patas y testeras rematadas con un largo cuerno. Algunos de los guerreros lucían yelmos adornados con cuernos, y uno de ellos portaba un curvado carynx que le llegaba de la cintura al hombro como si de una serpiente enroscada se tratara. Sus rostros eran adustos y sus salvajes ojos brillaban con feroz determinación. Por su aspecto, parecían miembros de la Manada de Lobos de Meldron, lo cual quería decir que el Salvaje Sabueso no debía de andar muy lejos.
Las dos líneas de batalla estaban ya muy cerca una de otra. Apreté los dientes disponiéndome a presenciar el terrible encontronazo.
Cynan y Alun se precipitaron contra el centro de la línea enemiga y la partieron en dos, pues los guerreros enemigos se apartaron para esquivar los carros, prefiriendo combatir con nuestros jinetes. Pero Llew y los demás se mantuvieron pegados a los carros para que el enemigo no pudiera sacar ventaja del ataque.
Los carros trazaron una curva y cambiaron bruscamente de dirección entre una densa nube de polvo. La línea enemiga, dividida como una serpiente cortada en dos, se replegó sobre sí misma para volver a unirse. Y en ese preciso instante nuestros jinetes atacaron.
Despegándose de pronto del carro de Cynan, los jinetes cargaron contra el enemigo con la rapidez de un lanzazo. La tierra tembló con el estrépito del choque; los caballos piafaban y se derrumbaban sobre sus costados. Las lanzas se hacían astillas. Las espadas relampagueaban.
Cynan y Alun lanzaron sus carros al combate atacando desde los flancos. Los enemigos retrocedieron como la resaca para dejar camino libre a los enloquecidos carros. Los hombres gritaban, los caballos trastabillaban.
Bran, de pie, arrojó su lanza. Ésta, redoblada su fuerza con la velocidad del carro, alzó limpiamente a un enemigo de su silla y le atravesó el escudo.
Cynan corría entre las filas enemigas con el ímpetu de un toro enloquecido que carga contra un zorro. Ante él, los enemigos huían entre aullidos. Con la cabeza alta, rugiendo salvajemente, Cynan atronaba los oídos del espantado enemigo y sembraba la muerte con certeros lanzazos. Vi a más de un adversario caer bajo las ruedas de su carro.
En un abrir y cerrar de ojos, la línea enemiga había sido rota y los enemigos habían sido dispersados. Después, los carros, como si fueran sólo uno, se precipitaron contra la otra mitad de la banda enemiga, que se había agrupado para cargar. Y de nuevo no hubo resistencia posible ante la velocidad de los carros y la ferocidad del ataque de Cynan y Bran.
Los carros atacaron el corazón de la fuerza enemiga y desaparecieron tras sembrar una tremenda confusión de caballos desbocados y cuerpos caídos; luego reaparecieron en el otro extremo, se detuvieron y se dispusieron a atacar de nuevo. La nube de polvo se dispersó. Cinco hombres yacían en el suelo, tres caballos se debatían en el polvo y cinco jinetes huían en confuso desorden.
Llew y los demás dieron buena cuenta de ellos. Vi el reflejo del sol en las espadas y luego tres caballos que huían sin jinete calzada adelante. Miré a Nettles y vi que se había arrodillado en el polvo; se había puesto las manos sobre los ojos y temblaba lastimosamente.
Los enemigos sobrevivientes se reunieron para un ataque final. Los carros de Cynan y Alun cargaron a la vez. Blandiendo la espada, Cynan azuzó sus caballos, que piafaron y se lanzaron al galope. Alun soltó un feroz alarido, y sus corceles se precipitaron como lanzados por una honda. Llew y los demás se unieron a los carros a media carrera con las lanzas en ristre.
Fue demasiado para el enemigo. La defensa falló y los enemigos rompieron filas y huyeron en desorden ante la violenta embestida de los nuestros. Escapaban en desbandada por donde habían venido. De los veinte que nos habían atacado, sólo quedaban seis. Llew y los guerreros los persiguieron a lanzazos. Pero los tiros quedaron cortos y los seis hombres escaparon.
Cynan lanzó un alarido de triunfo, saltó del carro antes de que se detuviera y de un espadazo cortó la cabeza del enemigo más cercano. Cogió la lanza del muerto, clavó la cabeza en la punta y la hincó en el suelo.
Embargado de alegría y regocijo, yo alcé mi voz en un exaltado canto de victoria, para que las colinas que nos circundaban corearan con su eco mi desafiante canción. Luego me volví hacia Nettles.
–¡Todo ha terminado! ¡Los hemos derrotado!
El hombrecillo bajó las manos y me miró pestañeando; no me entendía, pero no importaba.
–Gorfoleddu! – le dije-. ¡Alégrate y regocíjate!
Nettles sonrió.
–Gorfoleddu -dijo repitiendo dos veces más la palabra y asintiendo con la cabeza.
Bran y Alun fueron los primeros en regresar a nuestro lado. Llew y los demás jinetes llegaron tras ellos, y después Cynan, que venía refunfuñando.
–Deberíamos perseguirlos -gruñó-. Se lo dirán a Meldron.
–Esta vez ha habido suerte -observó Bran-. No estaban preparados para hacer frente a los carros. Pero no volverá a suceder.
–Razón de más para acabar lo que hemos empezado -arguyó Cynan.
–Bran está en lo cierto -intervine yo-. Puede que el grueso de las tropas de Meldron esté acampado al otro lado de la colina. Deberíamos
regresar a Dun Cruach sin perder tiempo.
Cynan no se dejaba convencer.
–Que llamen al Salvaje Sabueso. No le tengo miedo.
–Habrá otras batallas -dijo Llew-. Aprovechemos la victoria que nos ha sido concedida, y dejemos la lucha para otro día. Nos están esperando, hermano. Condúcenos a casa.
Montamos a caballo y emprendimos el regreso. Yo iba detrás de Llew y pese a que llevaba a la grupa a Nettles no me rezagué. Los carros traqueteaban sobre las piedras de la calzada camino de Dun Cruach. El calor iba en aumento, pero Cynan nos impuso una marcha apresurada a través de las secas y requemadas colinas y llegamos a Dun Cruach cuando el disco del sol, opaco y ceniciento, se estaba poniendo por el oeste.
Al llegar, me enteré de que Ffand había sido enterrada a primera hora del día.
–Hace mucho calor -me explicó la mujer que la había cuidado-, el entierro no podía esperar y no sabíamos cuándo ibais a regresar. ¿Estás disgustado, señor?
En sus palabras no había censura alguna, pero me sentí herido.
–No -repuse-, hiciste bien. Debería haberme ocupado yo de todos los detalles.
La mujer nos condujo a Llew y a mí hasta la tumba: un pequeño cuadrado de tierra a la sombra del palacete.
–Es un lugar fresco -nos dijo-, el mejor que pude encontrar.
Le di las gracias y se retiró. Llew permaneció callado largo rato con la mirada clavada en la tierra removida.
–Ya lo ves, Tegid -habló al fin-. Los extranjeros no pertenecemos a este mundo. No podemos quedarnos…, nunca podremos quedarnos.
Después de cenar, Cynan relató los acontecimientos del día en el palacete de Cynfarch, en torno a unas copas de agua. Los nuestros, que se habían quedado en el caer para hacer los preparativos del viaje al norte, expresaron ruidosamente su pesar por haberse perdido la diversión. Y tuvimos que contar y recontar la batalla para que todos pudieran compartirla. En consecuencia, se nos vino encima la noche antes de que pudiéramos hablar con Cynfarch.
–Rey Cynfarch -dijo Llew poniéndose en pie para dirigirse al soberano-. Me alegro de sentarme a tu mesa esta noche para relatarte nuestra victoria. Pero tengo muy presente que hemos perdido un día y que aún estamos aguardando tu decisión. ¿Vendrás con nosotros a Dinas Dwr?
El rey frunció el entrecejo.
–He decidido… -comenzó con voz tensa.
Llew permanecía en silencio aguardando la decisión de Cynfarch. Pero el rey no llegó a pronunciarla, porque en aquel preciso momento oímos el grito del centinela de guardia en la muralla. Instantes después el agudo sonido del cuerno de batalla dio la alarma.
El grito de alarma despertó mi visión interior. Vi ante mí la muralla de troncos…, los guerreros aureolados por la luz de la luna…, las fulgurantes estrellas en la bóveda oscura del cielo…, la puerta del palacete que se abría de par en par y los guerreros que se precipitaban al patio… Corrí con los demás hacia la muralla y subimos al parapeto. Ante nosotros se extendía un paisaje oscuro y desierto; sólo se veía en la distancia el débil resplandor de una antorcha. Miré al guerrero que había dado la alarma y abrí la boca para decir algo. Pero, justo cuando volvía la cabeza hacia él, capté un débil parpadeo en la oscuridad: otra antorcha.
El guerrero alzó el brazo y señaló un punto entre las tinieblas. Miré hacia allí y vi que el segundo resplandor parpadeaba entre un puñado de luces. Me di cuenta entonces de que había una larga hilera de antorchas.
Bran apareció a mi lado.
–¿Qué es eso?
–Meldron -contesté-. Nos ha encontrado.
De pronto la muralla se convirtió en un hervidero de guerreros. Junto a mí, Llew y Cynan contemplaban en silencio el resplandor de las antorchas que se extendían por toda la llanura. Había miles de luces, titilantes lengüetas de fuego, e iban apareciendo más y más por momentos.
–Así que piensa atacar de noche -observó Cynan-. Pues que venga. Le prepararemos un recibimiento que no olvidará en mucho tiempo.
Llew no decía nada. Miraba fijamente la oscuridad como si quisiera penetrarla; tenía el rostro contraído, los ojos entrecerrados, el entrecejo fruncido, los músculos de las mandíbulas tensos.
Me inquietó aún más su expresión que la súbita aparición de la hueste de Meldron.
–Llew… -dije tocándole el brazo; lo noté rígido como la raíz de un árbol. Mi inquietud aumentó-. ¡Llew!
Me miró. A la luz de la luna sus ojos brillaban de un modo extraño; estaban clavados en mí pero no me veían.
–Habla, Llew -dije posando mi mano en su rígido brazo-. ¿Qué estás viendo?
Abrió la boca despacio… Entonces vi espuma en las comisuras de sus labios y comprendí.
El corazón comenzó a latirme desaforadamente. Sabía muy bien lo que le estaba ocurriendo. Lo sabía…, y tal certeza me llenaba a la vez de esperanza y de temor. Porque había visto antes aquello y sabía muy bien cuál era su causa.
Cynan también se había dado cuenta del cambio experimentado en Llew.
–¿Qué ocurre? – preguntó-. ¡Tegid! ¿Qué le pasa?
Llew comenzó a temblar. Se abalanzó sobre mí y me arañó con su mano sana. Cynan le sujetó con fuerza los brazos y luchó por inmovilizarlo.
–¡Tegid! ¡Ayúdame! ¡No puedo dominarlo!
Luego salvó la muralla de un salto y atravesó corriendo el patio hacia el palacete. Cynan se puso en pie y se dispuso a correr tras él, pero yo lo detuve diciéndole:
–¡Espera! Es imposible detenerlo. No te oye y podría hacerte daño.
–¿Qué le pasa, Tegid? – me preguntó mientras Llew entraba en palacio-. Saethu du! ¿Qué le sucede?
–¡Mira! – repliqué.
Llew salía en ese instante del palacete con una antorcha en la mano y un tonel de cuero bajo el brazo. Se detuvo junto a la puerta, la empujó y se escabulló fuera.
–Clanna na cù -musitó Cynan.
–Vamos -le dije-. Reúne a tus hombres y preparaos a seguirlo.
Cynan me miró pasmado.
–¡Apresúrate!
El príncipe gritó unas cuantas órdenes a los guerreros que estaban más cerca. Luego saltó de la muralla al patio y pidió a gritos sus armas. Sus palabras aún resonaban en el aire cuando se dejó oír de nuevo el cuerno de batalla. Los guerreros se reunieron a toda prisa junto al palacete. Entre el tumulto destacó la figura de Bran Bresal, armado con lanza y escudo.
–¡Bran! – grité-. ¡Ven aquí!
Poco después el guerrero estaba a mi lado.
–Sigue a Llew pero no intentes tocarlo. Haz todo lo que te ordene. Pero no trates de detenerlo.
Bran alzó la lanza a modo de saludo y se fue corriendo. Me di cuenta de que habría podido ahorrarme esas recomendaciones, porque era obvio que Bran obedecería ciegamente y sin cuestionar cualquier orden de Llew.
Me volví a observar la hueste de Meldron; estaba muy cerca. El resplandor de centenares de antorchas se extendía por la llanura. Llew, con la tea en alto, corría a enfrentarse con el enemigo.
En el patio reinaba una confusa algarabía de guerreros que corrían, retumbar de voces, piafar de caballos, armas que brillaban a la luz de la luna. La puerta se abrió, y Bran se precipitó fuera con una antorcha en la mano.
Corrió a reunirse con Llew y vi que el resplandor de las dos teas se alejaba hasta un lugar a cierta distancia de la muralla. Llew se detuvo entonces y clavó su tea en el suelo. Se cargó al hombro el tonel de cuero y comenzó a retroceder lentamente.
Cynan, armado y dispuesto para la lucha, se reunió conmigo en la muralla.
–¿Qué está haciendo? – preguntó-. ¿Se ha vuelto loco?
–No -contesté-. Ahora reúne a tus hombres y estad preparados.
Cynan se marchó y yo seguí observando a Llew, que dejó de retroceder y luego se dirigió adonde había dejado la tea. Con el tonel de cuero sobre el hombro comenzó a caminar hacia atrás en dirección opuesta. Al observarlo colegí lo que se traía entre manos.
–¡Cynan! – grité-. ¡Cynan! ¡Trae de inmediato al rey!
Cynan estaba en el patio con sus hombres. Los palafreneros habían ensillado los caballos y corrían a llevárselos a los guerreros. El príncipe cogió las riendas que le tendía uno de los mozos.
–¡Cynan! – grité-. ¿Dónde está Cynfarch?
–Disponiendo su carro -respondió Cynan-. Nos conducirá a la batalla.
–Envía a alguien para que lo traiga a la muralla. Tengo que hablar con él enseguida. ¡Deprisa!
Cynan hizo un gesto a uno de los guerreros, y el hombre desapareció entre el tumulto del patio.
–Ven tú también -lo llamé.
Sentí la presencia de alguien a mi lado. Me volví y vi que Nettles estaba junto a mí en la muralla. Alzó el brazo y señaló hacia la llanura. Donde antes brillaban centenares de antorchas, resplandecían ahora a miles. Mientras las luces se acercaban, oí un sonido como si un trueno lejano retumbara en la llanura.
Llew arrojó el tonel y corrió a coger la antorcha. Bran estaba a su lado, pero Llew no parecía verlo; luego acercó la antorcha al suelo. Al momento se levantó una llamarada que se extendió hacia los lados trazando un amplio arco sobre la yerba reseca.
Cynfarch, espada en mano, me llamó desde el patio. En aquel preciso instante se oyó un sonido semejante a un golpe de viento, y el patio se iluminó de súbito. Por las puertas abiertas el rey vio una cortina de fuego que se alzaba hacia el cielo. Echó una rápida ojeada al extraño fenómeno e inquirió:
–¿Qué demonios está haciendo?
–Está preparándonos una salida -repuse-. Pero debemos apresurarnos a partir cuanto antes.
–¿A partir dices? – se sorprendió el rey torciendo el gesto, y tomó aliento para rechazar violentamente mi sugerencia.
–Nos vamos ahora mismo -repetí-. ¡Mira! – añadí apuntando hacia la cortina de fuego-. Llew ha preparado un escudo ante nosotros.
–¿Qué dices que ha hecho? – rugió Cynfarch.
–¡Un escudo de fuego! – exclamó Cynan.
–¡Llamadlo al instante! – gritó el rey-. Ha desafiado mi autoridad.
–El awen del penderwydd alienta en él -le dije al rey-. Sólo tiene oídos para la voz de la Mano Segura y Certera. Llámalo, si quieres, pero no creo que te obedezca.
La silueta de Llew se destacaba contra la cortina de llamas; había alzado la mano por encima de su cabeza, con la palma hacia arriba, en actitud de un bardo suplicante. Parecía moverse con el resplandor de las llamas de forma que se diría que estaba danzando ante el fuego.
Las llamas subían más y más a medida que el fuego prendía en la hierba reseca. El calor generaba un viento ardiente que avivaba las llamas.
Bran, con la lanza en alto, se volvió hacia la muralla e hizo una señal a los guerreros; al punto, como si la hubiesen estado esperando toda su vida, los guerreros se aprestaron a salir de la fortaleza para reunirse con Llew. Enarbolando las teas que habían cogido en el palacio y en el almacén, se precipitaron apresuradamente por las puertas y se reunieron con él en la línea de fuego. Los gritos de los guerreros y el crepitar de las llamas llenaron la noche mientras los hombres encendían sus teas en la cortina de fuego.
–¡Cynfarch! – grité-. Está decidido. Reúne a tu pueblo y a tu ganado y coge todos los tesoros que puedas cargar. Echa una última mirada de despedida a estos lares y prepárate a partir.
La ira ensombreció el rostro del rey Cynfarch. Pero Cynan, con los ojos iluminados por las llamas, palmoteó el hombro de su padre y le dijo:
–Tu cólera no puede prevalecer ante su hazaña. Permite que nos comportemos como hombres valientes, conscientes de nuestra fuerza. Permite que utilicemos el escudo de fuego de Llew para protegernos mientras nos vamos.
–¡Mientras huimos! – gritó colérico el rey-. ¡No puede hacerme esto! ¡No tiene autoridad alguna sobre mi pueblo!
–No es la autoridad de Llew la que ha dispuesto todo esto -respondí yo-, sino la autoridad de Aquel que gobierna el fuego y el viento. Si eres capaz de hacer que el viento y las llamas te obedezcan, hazlo. Si no, te sugiero que te dispongas a partir mientras aún estamos a tiempo.
Cynfarch se dio la vuelta y entró en el palacete. Yo me volví hacia las llamas que se habían convertido en una muralla de fuego, en una enorme y ondulante vela que se movía con el ardiente vendaval. Los guerreros de Cynfarch completaron la tarea que Llew había empezado. Lenguas de fuego lamían la yerba seca que iba prendiendo en llamaradas agitadas por el viento.
–Vamos -le dije a Nettles-. Ha llegado la hora de partir.
El hombrecillo apartó su mirada del fuego y me siguió obedientemente sin decir ni una palabra.
Bajamos de la muralla y nos unimos al tumulto del patio mientras la gente corría a sacar tesoros y posesiones del palacete y de las casas. En el patio se habían reunido unos diez carros: cuatro eran los que habíamos utilizado para acarrear el agua y aún no habían sido descargados; los demás fueron cargados rápidamente hasta rebosar con las riquezas del clan.
Cynfarch apareció montado en su carro y se puso a la cabeza de su pueblo. Cynan, a caballo, se desgañitaba impartiendo órdenes. Un palafrenero me trajo mi caballo. Cogí las riendas y ordené al hombre que se reuniera con su familia; luego monté y ayudé a Nettles a acomodarse en la grupa. En ese momento se oyó un estrépito en la otra punta del patio, y al instante nos vimos rodeados por asustadas cabezas de ganado que balaban y gemían ante las pavorosas llamas.
El rey Cynfarch, sobre el carro, con el conductor a su lado, se llevó a los labios el carynx y dio la señal de partida. Doscientas personas avanzaron como una sola hacia las puertas, y el rey nos condujo hacia la llanura iluminada por el fuego.
Me detuve ante las puertas para aguardar junto a Cynan a que todos hubieran salido. Primero desfilaron las familias apelotonándose tras el carro del rey; después salieron los pastores azuzando cerdos y vacas, pues las ovejas los seguían mansamente; por último los carros cargados con el tesoro de la tribu.
Cynan miró las llamas; su caballo relinchó, cabrioleó y sacudió la cabeza.
–¡Mira! – dijo alzando la voz sobre el crepitar del fuego-. Las llamas están levantando viento.
En efecto, el intenso calor del fuego había generado una ventolera que soplaba salvajemente y arrastraba las llamas avivándolas y convirtiéndolas en un verdadero torrente de fuego.
–¡A ver cómo te las apañas, Meldron! – exclamó Cynan-. Llew te ha vencido una vez más.
–¿Dónde está Llew? – grité.
–¡No lo veo! – respondió Cynan escrutando las ondulantes llamas-. Ni tampoco a Bran.
Con los ojos de la mente observé la muralla de fuego buscando a Llew. Nettles me dio un golpecito en el hombro y señaló hacia un extremo de la llameante cortina. Entonces distinguí a Llew, cubierto de sudor, galopando enloquecidamente a lo largo de la resplandeciente muralla. Parecía una criatura nacida de la tempestad, olvidada por completo de las llamas que se retorcían en torno. Bran lo seguía a poca distancia. Y los guerreros, montados a caballo, corrían con sus antorchas a lo largo de la cortina de fuego; de vez en cuando se detenían para avivar las llamas y partían de nuevo al galope.
–¡Allí está! – grité-. ¡Allá delante!
Llew desapareció otra vez entre el humo y las llamas, y nosotros nos dispusimos a cumplir con nuestra tarea. El rey Cynfarch conducía a su pueblo lejos del humo y de la incendiada llanura; luego torció hacia el norte alejándose de aquel infierno. Nosotros íbamos en retaguardia, tras los carros; Llew y los guerreros vigilaban las llamas que nos separaban del enemigo e iban alimentando la tempestad de fuego.
Durante la jornada siguiente nos dirigimos hacia el norte a través de una calinosa humareda que oscurecía el cielo y ocultaba el sol. Una lluvia de negra ceniza caía sin cesar; avanzábamos penosamente cubriéndonos la cabeza con los mantos. A cada paso, yo esperaba que la hueste de Meldron apareciera entre la tenebrosa humareda y nos alcanzara.
Pero no se veía ni rastro del enemigo; no vislumbramos tan siquiera el apagado brillo de una lanza, ni oímos el eco de sus caballos. Sin embargo, yo seguía temiendo que nos dieran alcance.
Fueron transcurriendo los días y el calor del sol fue haciéndose más y más insoportable. La tierra estaba seca y dura como la arcilla y se resquebrajaba a nuestro paso como un pan demasiado cocido. La comitiva de fugitivos levantaba una espesa polvareda. El calor era sofocante. Descansábamos desde el amanecer hasta la puesta del sol y viajábamos de noche con la esperanza de eludir tanto el calor como la hueste de Meldron, que con toda seguridad seguía las huellas que íbamos dejando en el polvo.
Cuando comenzamos a ascender hacia las montañas más septentrionales de Caledon comencé a abrigar la esperanza de que podríamos escapar; y, cuando sentí bajo mis pies la pendiente que conducía hacia Druim Vran, pensé que lo habíamos conseguido.
Tras el frenesí producido por el awen, Llew había caído en el más absoluto silencio. Bran iba a su lado, pero Llew no hablaba con nadie y cabalgaba cabizbajo con el cuerpo inclinado, como abrumado por un insoportable dolor. Yo traté de animarlo, pero sin resultado; incluso se mostraba adusto con Nettles.
El hombrecillo extranjero cabalgaba conmigo; se había convertido en mi compañero, en mi sombra. Comencé a enseñarle nuestra lengua y pronto tuve que inclinarme ante la agilidad de su mente, ante la prontitud con que dominaba las expresiones más difíciles. Antes de que llegáramos a Druim Vran ya podíamos mantener una rudimentaria conversación. Era sin duda un camarada muy agradable, inteligente y curioso.
Fue lo único bueno de aquel viaje. Por lo demás, yo me mostraba preocupado y nervioso; y no era el único. Pese a la magnífica estratagema de Llew, tampoco Cynan acababa de creer que hubiéramos eludido a Meldron tan fácilmente y tal idea lo inquietaba. Mientras el último de los carros y el último rebaño coronaban la cresta de Druim Vran y comenzaban a descender hacia nuestra recóndita fortaleza, Cynan y yo nos quedamos rezagados.
–Bueno, hermano -me dijo-, quizá pienses que estoy loco, pero a decir verdad me siento inquieto.
Mientras me hablaba había vuelto la cabeza, y, aunque no podía verlo, yo tenía la certeza de que estaba escrutando el camino por si veía aparecer a Meldron.
–Tuvimos mucha suerte al poder marcharnos de Dun Cruach comenté.
–Oh, desde luego -asintió con tono sombrío-. Fue una verdadera proeza, y necesaria, no me cabe la menor duda. No teníamos otra salida. No obstante… -hizo una pausa mirando de nuevo el camino-, una cosa es marcharse y otra llegar a la meta sanos y salvos. ¿No te parece?
–Pues hemos llegado sanos y salvos.
–¿Tú crees? No me parece que lo hayas dicho con demasiada seguridad, ¿verdad? – Hizo una pausa y luego gruñó- Vamos, bardo, hablemos con toda franqueza.
–No pretendo esconder mis temores. Y me alegra que los compartas conmigo, Cynan Machae. Siempre consideré este viaje una lo cura; desde el principio me manifesté en contra de emprenderlo. Y, aunque de nuevo estamos bajo la protección de nuestro risco, todavía no me siento a salvo. A decir verdad, creo que la hazaña todavía no ha terminado.
En mis palabras resonó el insondable eco de mi propia desesperanza.
¿Por qué? Cynan había puesto el dedo en la llaga. Yo me había resistido a abandonar Dinas Dwr, pero la aventura parecía haber concluido felizmente. Entonces ¿por qué me torturaban aún oscuros presagios? ¿En nuestro recóndito reino seguían reinando la paz y la tranquilidad, como parecía, o nos acechaba algún nuevo desastre?
En aquel momento llegó a nuestros oídos el clamor de la gente que salía a recibirnos. Cynan montó a caballo.
–Apresurémonos o nos perderemos la bienvenida -dijo.
Yo escuché atentamente los gritos de alegría y me pareció que expresaban algo más que bienvenida; alentaba en ellos una nota extraña que se me escapaba. ¿De qué se trataba? ¿Es que la bienvenida era demasiado excesiva, demasiado ardiente? ¿O es que yo había estado esperando tanto tiempo que sucediera lo peor que ya no podía reconocer la felicidad cuando la tenía delante?
Cynan notó mi vacilación.
–¿Qué te preocupa?
–No es nada -repuse empuñando las riendas y montando de nuevo-. Unámonos al regocijo -añadí azuzando al caballo.
–Tegid -gritó el príncipe siguiéndome-, ¿algo va mal?
No hizo falta que le respondiera, porque, cuando habíamos recorrido la mitad del camino hacia el lago, llegó hasta nosotros el inconfundible hedor a putrefacción.
Mi caballo se detuvo de pronto negándose a proseguir. Pero yo lo azucé con urgencia y lo lancé al galope. Cynan me gritó que lo esperara. Pero yo no le hice caso y volé camino abajo hacia el lago.
Cuando llegué, la multitud había enmudecido. Me abrí paso entre la gente y encontré a Llew junto a la orilla mirando fijamente el agua.
–Me lo advertiste, Tegid -murmuró-. Pero no te hice caso.
Su voz despertó mi visión interior. Vi nuestro hermoso lago muerto y sus claras aguas enturbiadas y cubiertas de ponzoñosa espuma; el resplandeciente espejo de la superficie estaba mate y mortecino, como el ojo de un cuerpo muerto largo tiempo atrás. La vegetación de las orillas estaba agostada y reseca. En las aguas del lago flotaban peces y pájaros muertos. La superficie parecía estremecerse de vez en cuando formando unas burbujas que estallaban y llenaban el aire de un vapor hediondo. Todo el valle apestaba.
–El veneno ha alcanzado también Dinas Dwr -dijo Bran, que contemplaba cerca de mí el pútrido lago-. Ya no queda ningún lugar a salvo en este mundo.
Scatha y Goewyn se acercaron y nos saludaron calurosamente con un beso. Vi que Goewyn se quedaba junto a Llew; no dijo nada, pero no apartaba de él sus ojos. Sin embargo, Llew no le dirigió la palabra, ni tan siquiera la miró; si lo hubiese hecho, habría comprobado cómo su frialdad hería a la muchacha en lo más hondo.
Al ver las manchas de hollín y cenizas en nuestras ropas, Scatha supuso que habíamos huido entre las llamas, y Alun le relató la Heroica Hazaña del escudo de fuego que había llevado a cabo Llew.
–Me habría gustado estar allí para verlo con mis propios ojos comentó Scatha.
Todos los Cuervos corearon sus palabras aplaudiéndonos. Pese a todo, era una bienvenida sombría, porque estaban tan abrumados como nosotros por la desgracia que había caído sobre Dinas Dwr.
–Es un triste regreso al hogar -dijo Goewyn señalando con temblorosa mano el lago-. Siento en el alma que os hayáis encontrado con esto.
Llew paseó los ojos por la muchedumbre.
–¿Dónde está Calbha? – preguntó.
–Ha ido a buscar agua. Se marchó hace cuatro días con seis hombres -respondió Scatha-. Casi no nos quedan reservas.
–Hemos tenido que abandonar el crannog – añadió con tristeza Goewyn.
–Pensamos que era lo mejor… mientras dure la plaga -observó Scatha.
–Sin duda -asintió Llew mirando con dolorosa expresión el lago.
Tenía los ojos bañados en lágrimas; al pestañear, corrieron por sus mejillas y se las enjugó torpemente con su muñón.
–Si hubiese estado aquí… -murmuró dando bruscamente la espalda a su ciudad acuática.
Como había dicho Goewyn, la gente se había mudado del crannog al campamento levantado en un extremo de la cañada, junto al risco, lo más lejos posible del lago. Pero el hedor de las aguas muertas bajo el sol abrasador también llegaba hasta allí.
Cynfarch y su pueblo, desconcertados y entristecidos, se instalaron entre los nuestros. Les parecía que habían huido hacia un destino aún más fatal que el que habían dejado atrás. Cynfarch, profundamente descorazonado, vagaba sin descanso entre las tiendas de los galanaes como una tormenta a punto de estallar. Hay que decir en su favor que mantenía la boca cerrada y se abstenía de expresar sus recelos.
Pasaron dos días y aumentó el calor del abrasador sol. Racionamos el agua cuidadosamente en espera de alguna noticia de Calbha. Pero no llegaba ninguna.
El hedor del lago también iba en aumento. El calor sofocante agravaba la pestilencia y la putrefacción; las aguas, en otro tiempo claras y límpidas, desprendían un olor insoportable. Mis mabinogi acudieron a mí deseosos de reemprender su aprendizaje, pero no pudimos soportar el calor y la fetidez y decidí abandonar las lecciones.
–Comenzaremos otra vez cuando cese la plaga -les dije-. Volved con vuestras familias y ayudad en todo lo que podáis.
Gwion se entristeció mucho, así que le di mi arpa.
–Quédatela, Gwion Bach. Si quieres llegar a ser un filidh tienes que practicar.
–Llámame cuando quieras, penderwydd -exclamó el muchacho-. Día y noche el arpa estará aguardándote a que la toques.
El niño se alejó corriendo, seguramente deseoso de practicar con el instrumento. Yo me volví hacia Nettles, que me había acompañado al bosquecillo de abedules.
–Es un regalo sin importancia -dije.
–Pero le ha servido para recuperar el ánimo -observó el hombrecillo sin detenerse apenas a buscar las palabras adecuadas.
–Ojalá pudiera hacer otro tanto con los demás habitantes de Dinas Dwr -repuse.
Durante el día nos acosaba el hedor a muerte, y por la noche los niños lloraban de sed y de fiebre. Se preparaba y se servía la comida; pero nadie la probaba. A cada bocanada del hediondo aire, se nos revolvía el estómago. El calor y la fetidez nos mermaban las fuerzas y el espíritu; nos movíamos con torpeza, aturdidos por la enormidad de nuestra desgracia y abrumados por nuestra incapacidad para hacerle frente. Era un enemigo con el que no podíamos luchar y mucho menos pensar en vencerlo.
Al crepúsculo del segundo día Llew me pidió consejo.
–Debemos hacer algo, Tegid. Acompáñame.
Me condujo lejos del campamento, a un lugar donde no podíamos ser oídos. Nos sentamos juntos en una roca bajo un saliente del risco. La roca estaba aún caliente y las moscas revoloteaban en el calor del anochecer.
–Calbha no ha regresado y pronto se nos agotarán las reservas de agua.
–¿Para cuántos días tenemos?
–Para tres o cuatro; cinco a lo máximo, si la escatimamos.
Un sorbo de agua al día para los hombres y los animales, dos para los niños… ¿Cómo podríamos escatimarla aún más?, me pregunté.
–No creo que Calbha regrese a tiempo -continuó Llew-, si es que regresa.
–¿Qué quieres que haga?
Llew se quedó callado y yo escuché el zumbido de los insectos mientras el calor del día iba disminuyendo casi imperceptiblemente.
–No lo sé -respondió con un deje de desesperación-. Nadie puede hacer nada. No debería haberme marchado -añadió con voz tensa.
Medité en sus palabras. Era cierto: no debería haberse marchado de Dinas Dwr; así se lo había aconsejado yo. Pero el tono con que las había pronunciado…, el tono con que las había dicho despertó en mí una extraña sensación: como si una corriente fluyera bajo mis pies, como si un poderoso torrente, un tumultuoso río corriera bajo la tierra. Me pareció sentir que un misterioso poder se filtraba por la peña en que estábamos sentados.
–Tú sabías que esto iba a ocurrir, Tegid -continuó diciendo Llew-. Dijiste que sobrevendría un desastre. Bien, estabas en lo cierto.
–¿Qué quieres decir?
–Que no habría ocurrido si me hubiese quedado -replicó bruscamente Llew.
De nuevo sentí el misterioso poder estremeciéndose, agitándose en la tierra y en el aire que nos rodeaba. «No habría ocurrido si me hubiesequedado…» ¡Él también lo sabía! También lo sentía. Pero ¿por qué razón? ¿Por qué razón el hecho de permanecer en Dinas Dwr habría cambiado algo, a no ser que la mera presencia de Llew ejerciera algún poder sobre la maldad que se extendía sobre la tierra? En él alentaba el awen de Ollathir. El awen del Bardo Supremo de Albión podía ser una poderosa y potente arma…, como había demostrado la inspirada hazaña de la tormenta de fuego. ¿Era eso? ¿O era otra cosa?
–Llew, ¿qué quieres decir? – pregunté.
–Ojalá te hubiera hecho caso -replicó en tono lúgubre-. Ya está. Ya lo he dicho. No me lo hagas repetir otra vez.
–No me refería a eso -le dije-. ¿Por qué crees que tu presencia habría impedido que la plaga emponzoñara el lago?
Sentí que se estremecía.
–¿Quién sabe? – repuso con impaciencia-. ¿Qué quieres que te diga?
–Dicen que un verdadero rey tiene el poder de proteger y preservar su reino. ¿Por eso crees que tu presencia aquí habría supuesto alguna diferencia?
–Tú conoces todas las respuestas -contestó en tono áspero-. Así que tú sabrás… -Se dio una palmada en el muflón-. Yo soy un tullido, Tegid. ¿Recuerdas?
Luego se marchó y me dejó tan in albis como antes, excepto en un aspecto: ahora sabía que una enorme y poderosa fuerza yacía escondida al alcance de la mano, como una espada envainada ante el Día de la Lucha. A mí me correspondía descubrir la forma de despertarla. Si pudiera lograrlo…
Pero primero tenía que encontrarla.
Levanté las piernas, las crucé y me acomodé en la peña. Aspiré profundamente y exhalé el aire una vez…, dos veces…, tres veces, para aclarar mis pensamientos, alejar de mí el temor y la ansiedad, y vaciar mi corazón de todo excepto del deseo de penetrar aquel misterio. Cuando estuve completamente tranquilo y relajado, completamente en paz, aspiré profundamente y recité una invocación:
¡Gracias sean dadas a la Mano Segura y Certera
por protegernos en la necesidad!
¡Gracias sean dadas al Dador de la Palabra
por los Tres Pilares de la Verdad!
¡Gracias sean dadas a la Luz Vivificadora
por el fuego sagrado de la Sabiduría!
Escúchame ahora, Supremo Guía, y condúceme por tu senda.
Porque ancho es el mundo y confusos los caminos
que el hombre debe recorrer.
Y yo temo extraviarme.
Aquí me tienes sentado en esta peña:
permaneceré inmóvil hasta que tú, Motor Inmóvil de lo creado,
me ordenes moverme;
guardaré silencio hasta que tú, Verbo Vivificador,
me hables;
permaneceré en tinieblas hasta que tú, Luz de la Vida,
me ilumines.
Concédeme ahora, Generoso Dador, tres peticiones:
conocimiento de lo que no sé;
sabiduría para comprenderlo;
discernimiento para aprehenderlo.
Después, en paz conmigo mismo, silencioso, expectante, puse las manos sobre las rodillas y aguardé… Paz…, paz. Escuchaba y aguardaba.
Aguardaba… paz…
El aire, inmóvil y pesado como un manto, recogía todos los sonidos del valle como si los fosilizara en ámbar. Oí a poca distancia el apagado parloteo de las madres que acostaban a sus hijos. Oí el ladrido de un perro, el mugido de una vaca, el gorjeo de los pájaros que retornaban a sus nidos en el risco que se cernía sobre mi cabeza. Oí los sonidos del mundo que se iba hundiendo en las tinieblas, que se callaba con un postrer aliento, que suspiraba de gratitud por la liberación de las penas y los sufrimientos del día.
Cerré mis oídos a esos sonidos y escuché en mi interior: paz…, paz…, paz…
Oí el latido de mi corazón, que palpitaba con rítmica lentitud. Oí el sonido de mi propia voz que se desvanecía como una piedra arrojada al silencio de un pozo, en cuyos ondulantes abismos resonaba el eco de mi ruego que suplicaba conocimiento y sabiduría.
Luego el eco se perdió en los abismos. Y, en respuesta a mi súplica, oí la voz de Ollathir, el Bardo Supremo, el Sabio Guía, el amigo desaparecido para siempre:
–¿Para qué pronunciar la palabra que ya ha sido pronunciada? preguntó la voz de Ollathir con tono severo-. ¿Para qué revelar lo que ya ha sido mostrado? ¿Para qué proclamar la verdad que se alza como una montaña entre vosotros?
Y entonces oí, en lo alto del risco, el agudo son del carynx; un largo toque seguido de otros dos más cortos. Su eco retumbó en el silencioso valle a través del lago sin vida.
Calbha había regresado.
La decepción se convirtió en desesperación cuando informó sobre lo que había visto.
–Meldron ha penetrado en el valle por el sur, detrás del risco -dijo desmontando de un salto-. Hemos contado cinco mil guerreros a pie y dos mil a caballo.
–¿A qué distancia están? – preguntó Llew abriéndose paso entre la silenciosa multitud apiñada.
–A un día -contestó Calbha-. No más.
–¿Saben que estamos aquí? – inquirió Cynan situándose al lado de Llew.
–Sí. Meldron lo sabe -respondió sin tapujos Calbha, y sus palabras conmovieron a la multitud-. El enemigo ha seguido el rastro que dejasteis al regresar de Dun Cruach.
–¡Bran! – gritó Llew llamando al Jefe de Batalla de los Cuervos, que salió de entre el gentío-. Hay que apostar centinelas en el risco.
–Enseguida -repuso Bran apresurándose a cumplir la orden.
Llew se dirigió de nuevo a Calbha.
–¿Te han visto?
–No tendría importancia si lo hubieran hecho -replicó el rey-. Pero no me han visto; aguardamos a que anocheciera para cruzar el risco y nos aseguramos de que los exploradores enemigos no nos avistaran. No obstante, Meldron no tiene necesidad de exploradores. Sabe muy bien dónde encontrarnos, te lo aseguro.
–Celebraremos consejo de inmediato -anunció Llew-. Cynan, ve a buscar a Scatha…
–Aquí estoy -exclamó Scatha saliendo de entre la multitud.
–¿Tegid?
–Estoy detrás de ti -respondí.
–Bien. Id a buscar a Cynfarch y decidle que se una a nosotros ordenó-. Celebraremos consejo en cuanto regrese Bran.
–Iré a buscarlo -se ofreció Cynan, y se alejó a toda prisa.
Goewyn y algunas mujeres se acercaron con jarras de agua para los jinetes.
–Estás muerto de cansancio -dijo Goewyn tendiéndole una jarra a Calbha-. Bebe.
Calbha cogió la jarra y se la acercó a los labios. Echó una rápida mirada en torno y preguntó:
–¿Hay suficiente agua para todos?
–Hay suficiente para vosotros -contestó la muchacha-. Habéis cabalgado mucho para salvarnos. Y os lo agradecemos de corazón. Bebe y refréscate.
Pero Calbha rehusó.
–Si no hay suficiente agua para todos, tampoco la hay para nosotros. No queremos beber mientras los demás padecen sed -dijo devolviéndole la jarra.
Llew ordenó a la gente que regresara a sus hogares. Mientras la multitud se dispersaba, dijo a los que quedaban:
–Seguidme.
Atravesamos nuestros agostados campos y nos dirigimos al lugar donde Llew y yo habíamos acampado cuando llegamos a Druim Vran. Llew encendió una pequeña fogata y extendimos las pieles de buey que habíamos traído del campamento. Cynan y Cynfarch se reunieron con nosotros y nos dispusimos a esperar a Bran.
Aunque no podía ver los rostros, sentía cómo el miedo se iba deslizando sigilosamente entre nosotros: un miedo intenso, desesperado, sigiloso como una serpiente.
–Empezábamos a creer que no regresarías -dijo Cynan a Calbha para disipar la creciente tensión.
–Fuimos tan al norte como pudimos -repuso el rey, ansioso de unir su voz a la de Cynan- más lejos de lo que habíamos planeado.
–¿Y no encontrasteis agua? – preguntó Cynfarch.
–¡Muchísima! Ríos, arroyos, estanques, manantiales…, pero todos emponzoñados, todos sin vida. – Hizo una pausa y añadió con voz quebrada- No hay agua buena en ninguna parte. La tierra se está muriendo.
–Lo mismo ocurre en el sur -acotó Llew.
–Ya entiendo -dijo Calbha-. Me estaba preguntando qué había inducido a Cynfarch a reunirse con nosotros.
–Burlamos a Meldron en Dun Cruach -explicó Cynan, y le relató la hazaña del escudo de fuego-. Fue glorioso -concluyó.
Cynfarch no pudo dejar de añadir:
–Y, si no hubierais malgastado vuestra seguridad por nosotros, Meldron no estaría ahora a vuestras puertas. A decir verdad, hemos cambiado una tumba por otra.
–Rey Cynfarch -intervino Scatha en tono firme-, estamos celebrando un consejo. No es el lugar más apropiado para hablar en esos términos.
–¿No? – replicó el rey-. Si he hablado a tontas y a locas, os pido disculpas. Pero si he dicho la verdad, recordad mis palabras.
Nos hundimos en un incómodo silencio, roto sólo por la llegada de Bran. Cuando el Cuervo se hubo sentado, Llew tomó la palabra.
–Nos avisarán si Meldron intenta atacarnos…
–No necesita atacarnos -gruñó Cynfarch-. Apenas nos queda agua. La sed nos matará con la misma habilidad que las espadas de Meldron…, aunque más lentamente.
–Con siete mil hombres -comentó Calbha-, el Salvaje Sabueso tiene espadas más que suficientes para procurarnos una rápida muerte.
–Siete mil… -musitó Cynan-. Me gustaría saber de dónde saca Meldron agua para un ejército tan numeroso.
Mi visión interior se despertó. Vi ante mí no los rostros de los reunidos en consejo sino la vasta hueste de Meldron esparciéndose por el valle al otro lado de Druim Vran. Vi la línea enemiga que avanzaba lentamente con los escudos a la espalda, sinuosa y reluciente como una serpiente venenosa. Vi el brillo rojo del sol en sus ojos, la deslumbrante luz del día reflejada en los tachones de los escudos y en los filos de las espadas. Vi las columnas de polvo que levantaban los cascos de los caballos y los pies de los hombres.
Vi que por donde pasaba el Salvaje Sabueso el cielo se oscurecía, se ennegrecía, se llenaba de humo; una luz sofocante rasgaba en jirones el lóbrego aire. Vi que la tierra agonizaba bajo las tinieblas, que la oscuridad se acercaba más y más a la alta muralla de Druim Vran.
–Bien, no podemos permanecer aquí sentados aguardando a que la sed acabe con nosotros -declaró Llew-. Debemos luchar mientras nos queden fuerzas.
–¿Luchar? – se burló Cynfarch-. ¡Son siete mil hombres! Aunque pudiéramos sobrevivir a una batalla contra un ejército tan numeroso, la sed acabaría por aniquilarnos.
–Te estás dejando llevar por el miedo -dijo Bran fríamente-. Llew, dinos qué deseas que hagamos.
Era muy propio de Bran evidenciar su respeto hacia Llew. No era nuevo; era su modo habitual de obrar. Pero, mientras hablaba, me pareció oír de nuevo la voz de Ollathir: «¿Para qué revelar lo que ya ha sido mostrado?».
Así dio comienzo el consejo que se prolongó hasta bien entrada la noche. Nos trajeron provisiones y comimos. El pan estaba duro y seco, y se nos atragantaba, pero no había agua para ayudarlo a bajar. Bajo una luna de aspecto siniestro se fueron acalorando las deliberaciones; se alzaban las voces, se agriaban las reacciones. Sin embargo, no recuerdo los términos de la discusión; no pude probar bocado, porque había vislumbrado algo que había borrado de mi mente todo lo demás: la silueta de una montaña que se alzaba entre nosotros.
Mientras los Jefes de Batalla deliberaban, iban surgiendo imágenes en mi mente…, imágenes de tiempos pasados cuando Ollathir aún vivía y Meldryn Mawr era rey. Vi a Meldryn Mawr sentado en el trono, en su palacete, con el semblante tan brillante como la torques que llevaba al cuello; sus ojos escrutaban la multitud que se congregaba ante él; su seguridad y su sabiduría resplandecían como la corona que le ceñía la frente… Era el poderoso Rey de Oro, el Señor y Protector de su pueblo…
Y vi junto a él a Ollathir, el Bardo Supremo, majestuosamente revestido con el manto de púrpura y la torques de oro; el Paladín de los Bardos, el Guerrero de la Verdad, orgulloso, solemne y sabio, sostenía entre sus robustas manos la vara de serbal, enseña del penderwydd, con aire resuelto, firme, inflexible… Era el señor de la Sagrada Hermandad, el fiel servidor de la Soberanía.
Vi la hermosa tierra de Prydain tal como era antes de su desolación: una fulgurante gema verde bajo un cielo radiante; Sycharth dominaba la llanura en su altivo promontorio cerniéndose como una atalaya sobre los campos colmados de grano y el siempre cambiante mar que se extendía a lo lejos; a la dorada luz del alba refulgían las fortalezas de los nobles señores; al sol del atardecer brillaban los muros de troncos, los hermosos bosques, las frondosas espesuras, los tumultuosos arroyos, los caudalosos ríos… Prydain, el más bello de los reinos, el inexpugnable trono del más poderoso rey.
Meldryn Mawr, el poderoso Monarca de Oro… Ollathir, el Príncipe de los Bardos… Prydain, la Fortaleza de los Valientes Reyes… los tres juntos…, juntos.
¿Por qué los tres? ¿Qué debía deducir yo de aquella visión?
Hacía falta una mente más sagaz que la mía para penetrar en el corazón de aquel misterio. Entretanto, nuestros enemigos se iban congregando al otro lado del risco protector. Había que encontrar con urgencia la respuesta. Meldron, siempre insaciable, no tardaría mucho en reclamar la victoria.
El consejo se prolongaba. Pero mi cabeza ardía con aquel enigma, que sacudía mis pensamientos como una tempestad y me llenaba de angustia. Me ardía el corazón y me sentía incapaz de soportar por más tiempo aquellas voces estridentes. Me levanté y me retiré del consejo, sin que nadie se apercibiera de mi marcha.
«Que hablen -pensé-. El enemigo está el acecho… Debo hacer algo.»
Pero no sabía qué hacer. Así que comencé a caminar sin rumbo fijo golpeteando el suelo con mi bastón y dejé que mis pies me condujeran a donde quisieran. Bordeé el campamento y seguí caminando.
El golpeteo de mi bastón despertó a un durmiente que se unió a mi deambular. En efecto, Nettles, sin decir nada, acompasó su paso al mío. Desde nuestra huida de Dun Cruach, me había acostumbrado a su compañía y agradecí su silenciosa presencia en aquellos difíciles momentos. Me detuve y le dije:
–Vamos, charlaremos un rato.
Ante mi sorpresa el hombrecillo respondió:
–Mo bodlon, do.
Su vocabulario aumentaba día a día de forma asombrosa, porque era de una constancia infatigable. Asentí y reanudamos el paseo. El menudo extranjero caminaba a mi lado; durante un buen rato ambos permanecimos callados.
–¿«Proflem»? – preguntó de pronto.
–Sí -repuse-. Un problema muy grande.
Seguimos andando y de pronto me encontré explicándole el misterio que tanto me mortificaba. No sabía hasta qué punto comprendía lo que le estaba diciendo, pero no me importaba. Me hacía mucho bien poder hablar con alguien; con alguien que además se limitaba a escuchar.
–Cuando el Malvado se escapó de su prisión en el Mundo Subterráneo, ¿adónde fue? – pregunté-. Cuando Nudd, el señor de Uffern y de Annwn, el rey de los coranyid, se lanzó a destruir nuestro mundo, ¿por dónde empezó?
Nettles, que caminaba en silencio a mi lado, no respondió; así que yo mismo contesté a mi pregunta.
–Por Sycharth, la fortaleza principal del rey de Prydain. Eso…
–Ah -exclamó Nettles-. ¡Prydain!
Constaté una vez más la rapidez con que operaba su mente. Incluso mientras yo hablaba, iba registrando y acumulando vocabulario. Así que seguí pensando en voz alta, despacio, para darle ocasión a que captara lo que pudiese.
–Prydain sufrió la terrible cólera de Nudd… pero sólo después de que el rey fuera apartado de allí con engaños. La Horda de Demonios asoló Prydain… pero sólo después de que su rey hubiera sido alejado. Y ¿a quién persiguió Nudd con su gélido odio? ¿Quién soportó el despiadado ataque del ancestral enemigo de Albión? Te lo diré: Meldryn Mawr. El Soberano de la Noche Eterna eligió al poderoso Rey de Oro para que se enfrentara a la terrible matanza desencadenada por su odio. Fue Meldryn Mawr, monarca de Prydain, soberano de los llwyddios, quien soportó el cruel ataque del enemigo.
«Sí -pensé-, el rey de Prydain soportó la matanza; aún más: sobrevivió a ella y triunfó.»
–Pero me estoy adelantando -le dije a Nettles que caminaba lleno de curiosidad a mi lado-. Antes de que Prydain cayera, antes de que Meldryn Mawr fuera alejado de su fortaleza, antes de que Nudd y sus perversos coranyid fueran liberados…, se desató el Cythrawl.
–El Cythrawl -repitió Nettles en voz baja-Hen Gelyn.
–Sí -le dije-. La Maldad Ancestral. ¿Y a quién quiso destruir en primer lugar la Bestia del Abismo? A Ollathir, el Bardo Supremo de Albión…, a Ollathir.
–El penderwydd Ollathir -musitó Nettles.
–Al Bardo Supremo Ollathir, sí…, que sustentaba la Soberanía de Prydain. ¡Sólo Ollathir sabía dónde habitaba el Phantarch!
De nuevo se alzaba ante mí el triple misterio: el rey, el reino y el bardo. Sin embargo, había otros reyes, otros reinos, otros bardos. ¿Qué diferenciaba a aquellos tres de los demás?
–Ahí precisamente radica el misterio -murmuré en voz alta a Nettles-. ¿Por qué precisamente esos tres?
Reflexioné unos instantes y entonces me di cuenta de que conocía la respuesta, la palabra que ya había sido pronunciada: la Canción de Albión. Y comencé a hablarle a Nettles del Phantarch, y mientras le hablaba se iba haciendo la luz en mi mente.
–¿Por qué precisamente esos tres? – repetí-. Te lo diré: porque ellos eran quienes sustentaban la Canción de Albión.
–Canaid Alba -murmuró Nettles.
Me detuve de nuevo. ¿Hasta qué punto me entendía aquel extranjero? ¿Cómo había logrado tener conocimiento de aquellas cosas?
–La Canción de Albión, sí; eso es justamente lo que las huestes de las tinieblas deseaban destruir. Porque, mientras se salvaguardara la Canción, ellos no prevalecerían. Por eso arrasaron Prydain. Por eso atacaron a un legítimo rey en su propio reino; al hacerlo atacaron la prístina esencia de la Soberanía.
–Aird Righ? – exclamó Nettles.
Comprendí lo que quería decir, pero el hombrecillo había cometido una ligera equivocación.
–No, no me refería al Supremo Rey -lo corregí-, tan sólo a un legítimo rey.
–Aird Righ! – repitió tozudamente.
Y comencé a preguntarme si sabría lo que estaba diciendo.
–Un momento… -dije-. Déjame pensar.
La Soberanía…, la presencia de un legítimo rey… ¿quién sino un legítimo rey podría salvaguardar la Canción? ¿Y sería posible que ese monarca fuera además el Supremo Rey?
–Pero ¿cómo es posible que Meldryn Mawr pudiera ser el Supremo Rey sin saberlo? – pregunté a mi menuda sombra-. ¡Es imposible!
Nettles no dijo nada; sentía sus ojos clavados en mí con expresión intensa, urgente. ¿Qué era lo que sabía?
–No podía ser el Aird Righ -repetí.
Di dos pasos y me detuve en seco. Quizá no era Meldryn Mawr quien ignoraba su suprema dignidad real. ¡Quizás era yo quien la ignoraba! A lo mejor Meldryn Mawr y Ollathir tenían una razón poderosa para ocultarlo, del mismo modo que habían ocultado que el Phantarch habitaba en el corazón de la montaña de Findargad para proteger la Canción.
Tal constatación me dejó tan aturdido como si hubiera recibido un puñetazo. Me tambaleé. Nettles me ayudó a no perder el equilibrio. ¡No sólo estaba ciego! Era un ignorante…, peor aún.
–Pridayn, Meldryn Mawr, Ollathir -dije despacio para que Nettles pudiera seguirme- en los tres residía la esencia de Albión.
Y ahora los tres convergían en una persona: Llew.
Me estremecí como el cazador que acaba de avistar su presa.
–Llew es el centro -concluí-. Llew es la palabra ya pronunciada. Llew es la montaña que se alza entre nosotros.
–Llew -repitió Nettles.
–Sí, mi inteligente amigo, Llew -dije.
Comencé a caminar otra vez; Nettles se esforzaba por seguir mi paso.
–Llew posee el awen del penderwydd, porque estaba con Ollathir cuando murió, y el Bardo Supremo le entregó el awen con su último aliento. Llew posee la soberanía de Meldryn Mawr porque ahora soy yo el Bardo Supremo de Albión y yo lo investí con la dignidad real. Y Llew ha penetrado hasta el sagrado centro de Prydain: ha atravesado Môr Cylch en el Corazón del Corazón, y ha defendido por dos veces el pilar de piedra de Prydain que se alza en la Roca Blanca; incluso lo ha teñido con su sangre.
Mi mente funcionaba con la celeridad de una lanza disparada hacia el blanco. En Llew habían convergido los tres; Llew era el nudo. Era la vasija en que había sido derramada la esencia de Albión.
¡Ay!, pero era una vasija rota. No podía ostentar la dignidad real con la que había sido investido. Y ése era el corazón del enigma.
Rey y no rey, bardo y no bardo, Llew gobernaba, aunque rehusaba hacerlo, una tribu que no era tal tribu sino un conglomerado de diezmados clanes que formaban un reino que no era un reino. La paradoja era total. Si encerraba algún sentido, era imposible penetrarlo.
Sin embargo, gracias a la equivocación de Nettles, una nueva y asombrosa luz se había encendido en mi mente: la dignidad real de Prydain podía ser además la Suprema Dignidad Real de Albión.
Estaba ante un enigma que a la vez era una paradoja. ¿Qué significaba? No lo sabía. Tendría que meditar en ello en los próximos días.
Me despedí de Nettles rogándole que descansara para así poder reflexionar sobre la revelación que acababa de recibir. Vagué solo recorriendo la cañada como una fiera inquieta. Mis pies me llevaron al camino que conducía al lago muerto. Caminé hasta la orilla. El hedor de las aguas me revolvía el estómago, pero me obligué a mí mismo a continuar mi paseo por la orilla del lago. Al poco rato oí que alguien se había acercado también al lago.
–¿Quién está ahí?
–Tegid… -contestó una voz seguida de un sollozo.
–¿Goewyn?
Avancé hacia los sollozos. Goewyn se refugió en mis brazos ocultando el rostro entre las manos y apoyó la cabeza en mi pecho.
–¿Por qué lloras? ¿Qué te pasa?
–Gwenllian… -dijo con voz quebrada; sentí que alzaba la cabeza y levantaba su rostro hacia mí-. La he visto, Tegid. He visto a Gwenllian en sueños. Se me apareció mientras dormía.
–Ah -suspiré-. Ya entiendo.
–La vi -dijo, apartándose de mí-. Me habló. Gwenllian me habló.
–¿Qué te dijo?
Goewyn exhaló un largo y estremecido suspiro.
–No acabo de entender lo que me dijo.
–Cuéntamelo.
Goewyn deslizó su mano bajo mi brazo y caminamos por la orilla del tenebroso y pestilente lago. Poco después, me dijo:
–Quise aguardar despierta a que acabara el consejo para enterarme de lo que se había decidido. Pero estaba rendida de cansancio. Me pesaba la cabeza, se me cerraban los ojos. Decidí echarme para descansar un rato y me quedé dormida al instante. Mientras dormía, oí un extraño sonido, como un batir de alas sobre mi cabeza. El sonido me despertó…, me despertó en sueños. Es curioso; sabía que estaba dormida y sabía que estaba soñando.
–Conozco esa clase de sueños -le dije-. ¿Qué viste?
–Vi el lago -contestó la muchacha con una voz que sonó distante, como si hubiera vuelto a penetrar en su sueño, como si estuviera evocándolo-. Vi el lago tal como está ahora, pútrido y fétido. Vi que las aguas se iban espesando con la suciedad. Y vi a alguien en la orilla…, una mujer vestida de blanco. Tan pronto como la vi, supe que era Gwenllian. Corrí hacia ella. ¡La abracé, Tegid! ¡Estaba viva! ¡No puedes imaginar la felicidad que sentí!
Como no hice el menor comentario, continuó su relato.
–Entonces Gwenllian me habló. Oí su voz. Parecía muy tranquila; es más, parecía contenta. Su rostro resplandecía de paz y felicidad.
Goewyn enmudeció conmovida al evocar la visión.
–Así que te habló. ¿Qué te dijo?
–Me dijo que recordara la profecía; que era muy importante porque encerraba una verdad que iba a cumplirse -continuó, apretándome excitada el brazo-. Dijo que había llegado el Día de la Lucha, pero que la
Mano Segura y Certera estaba con los GwrGwir.
–¿Estás segura? ¿Dijo exactamente GwrGwir?
–Sí, pero no sé qué significa -contestó Goewyn-. Gwir significa verdad, ¿no? ¿Quiénes son los Hombres de Gwir?
–No lo sé -dije sacudiendo despacio la cabeza-. A menos que los Hombres de Gwir, quienes quiera que sean, se opongan a Meldron.
El término formaba parte de la profecía que Gwenllian había confiado a Llew tras la Hazaña Heroica de Ynys Bàinail; él solo había resistido frente al Cythrawl, y a él habían sido confiadas las palabras de la profecía. Yo había pensado mucho en ellas rememorando sus términos. A menudo había discutido con Llew su significado.
–¿Dijo algo más?
Goewyn hizo una pausa para escoger las palabras.
–Sí -repuso con una voz que era un susurro-. Dijo: «No temáis. La curación está en el agua».
–Extendió el brazo -respondió Goewyn- y señaló un lugar. Miré hacia allí y vi que estaba apuntando hacia el lago. Luego me dijo: «No temáis. La curación está en el agua». Y después…
Se le quebró la voz.
–Dime, ¿qué pasó después?
–Me desperté -repuso la muchacha llorando-. Vine al lago corriendo…, creyendo que Gwenllian estaría aquí. Me parecía tan real… Creí que había regresado a nuestro lado… y que la encontraría aquí.
–¿Te dijo algo más? Piénsalo bien. ¿Algo más?
Goewyn sacudió la cabeza despacio; le temblaba la barbilla.
–No -respondió con un hilo de voz-. Nada más. Oh, Tegid… Tegid, la vi con mis propios ojos, te lo aseguro.
Le tendí los brazos y la atraje hacia mí. Nos quedamos un rato en silencio; luego Goewyn se separó de mí, se enjugó las lágrimas y se marchó dejándome sumido en profundas reflexiones sobre su sueño.
No dormí aquella noche. Caminé junto al ponzoñoso lago, respirando su pútrido hedor. La cabeza me daba vueltas; mis conversaciones con Nettles y Goewyn me habían perturbado y llenado de inquietud. A cada paso que daba sentía al otro lado de las murallas de este mundo la presencia de un pavoroso designio, inexorable e inflexible. Lo sentía pero no podía aprehenderlo.
Antes del alba los guerreros se reunieron. Los preparativos habían seguido durante la noche, y con la primera luz del día los hombres se congregaron al toque del carynx. Los vi con los ojos de la mente: listos para la batalla, con el aspecto recio y fuerte de un bosque de altos robles, aguardaban que los fueran llamando los Jefes de Batalla alineados frente a ellos.
Scatha, con sus hermosos ojos verdes muy serenos y los cabellos anudados bajo su bruñido casco, fue la primera en elegir. Con un pequeño escudo al hombro y una falda de cuero adornada con discos de bronce que parecían las escamas de un lagarto, blandió una lanza de color blanco agitando su largo y bien torneado brazo. Había atado al astil, justo debajo de la punta, tres tiras de tela: dos negras y una blanca. Eran meirwon cofeb, símbolos en recuerdo de sus hijas, por las que iba a luchar aquel día y cuyas muertes y violaciones se disponía a vengar. Con voz clara pronunció los nombres de los guerreros a quienes les correspondía el honor de luchar junto a ella.
Se había decidido que Pen-y-Cat sería el comandante en jefe de la batalla. Diestra en el manejo de las armas y con una capacidad de discernimiento sin rival, era sin duda el guerrero más temido por los enemigos y la más astuta de todos los jefes. Muchísimos hombres habían aprendido de ella las artes de la guerra y habían ganado gloria y renombre, pero ninguno había logrado superarla. Después de que Scatha hubo elegido cincuenta guerreros, le tocó el turno a Bran Bresal, el roble entre los robles. Con los negros cabellos trenzados, un brazalete de oro brillando en su brazo izquierdo y una reluciente torques en su garganta, Bran alzó su espada pintada de rojo. Entre la masa de guerreros se destacaron los Cuervos: Niall, Garanaw, Alun Tringad, Drustwn y Emyr Lydaw. Al igual que su jefe, no llevaban ni manto, ni siarc, ni breecs, ni cinturón. Como héroes épicos que se despojan de sus vestidos para la lucha, los Cuervos se aprestaban al combate desnudos, con sus cuerpos untados de aceite y reluciendo al sol.
Uno a uno fueron saludando a su jefe golpeando el astil de la lanza contra el escudo de Bran o dando una palmada al cuervo tatuado que adornaba su brazo.
Bran llamó además a otros guerreros, a quienes había escogido para que se unieran a la Bandada de Cuervos. Todos fueron agrupándose en torno a su paladín.
Después le tocó el turno de elegir a Cynan. Con sus azules ojos brillantes de excitación, el príncipe alzó el brazo que empuñaba una afilada espada. Se había cortado y engominado los rojos cabellos y se había cepillado cuidadosamente el bigote y la barba. Llamó a los guerreros de la hueste de los galanaes y a otros que conocía. Luego miró hacia su padre, el rey Cynfarch, quien asintió con la cabeza. En efecto, aunque Cynan era Jefe de Batalla, el rey se reservaba el derecho de aprobar su elección.
Luego le tocó a Calbha el turno de elegir. El rey, con torques y anillos de oro y una enorme espada al cinto, clavó en el suelo la punta de su lanza pintada de azul y agarró el astil con ambas manos. Con una voz que resonó como el hierro llamó a los miembros de la hueste de los cruinos y los fue colocando en filas de a diez; cuando hubo terminado, formaban ante él ciento cincuenta hombres.
Llew, vestido tan sólo con unos breecs y un cinturón de cuero, aguardaba su turno sentado en una peña; cuando Calbha hubo terminado, se puso en pie empuñando la espada con su mano sana; un escudo alargado le ocultaba el muñón. Alzó la voz y llamó a los guerreros que quedaban. Deseosos de combatir a su lado, los hombres se apresuraron a acudir a su llamada. Todos fueron golpeando el borde del escudo del jefe con el astil de sus lanzas, produciendo un fragoroso estruendo. Pronto estuvieron formados ante él noventa y tres hombres, en simbólico homenaje a los bardos asesinados en Prydain.
Luego Llew alzó la espada, sonó el carynx y vi a Rhoedd de pie sobre una peña con el enorme y curvo cuerno de batalla en los labios. El sonido atronó los aires, se extendió por la cañada y resonó en el risco. Rhoedd hizo sonar por segunda vez el cuerno, y al instante se puso en movimiento la Bandada de Cuervos. Luego siguieron Scatha y sus hombres, después Cynan y Calbha y en la retaguardia Llew con sus hombres formados en tres filas. Yo, empuñando mi vara, comencé la ascensión de Druim Vran tras nuestro ejército.
El pueblo se había reunido para vernos marchar. Se habían apostado a lo largo del camino y al paso del ejército animaban con sus vítores a los guerreros. Vi a Goewyn agitando una rama de abedul y junto a ella a Nettles con una de acebo; abedul y acebo, los emblemas de la fuerza y el valor según la tradición de los bardos.
Con las primeras luces de la mañana, vi a los guerreros de nuestra tribu dirigirse deseosos al encuentro del enemigo. Vi a aquellos valientes acudir presurosos al encuentro de la muerte: eran los Gwr Gwir, que se disponían a librar su batalla contra el enemigo. Alcé la vara mientras desfilaban y rogué a la Mano Segura y Certera que los sostuviera durante el combate; invoqué al Supremo Sabedor para que guiara sus pasos; conjuré al Sumo Dador para que les otorgara la victoria.
Las fuerzas de Meldron nos sobrepasaban en número. Éramos muy conscientes de ello. Pero los Jefes de Batalla habían sopesado el riesgo con cuidado: para tener alguna oportunidad frente a aquel enemigo tan numeroso, había que actuar con la mayor celeridad. Nuestras reservas de agua disminuían rápidamente; no podíamos permitir que nos debilitara la sed. Para abrigar alguna esperanza de sobrevivir, había que atacar, mientras aún nos quedaban fuerzas, antes de que Meldron pudiera tomar posiciones en el valle al otro lado del risco.
El consejo había decidido salir al encuentro del Salvaje Sabueso y atacarlo. Si lográbamos aniquilar a Meldron y a su Manada de Lobos, era de esperar que el resto del ejército enemigo desertara de la lucha: muerto el perro se acabó la rabia. Entonces podríamos enviar hacia el norte una expedición a buscar agua en una de las islas, porque suponíamos que la plaga aún no se había extendido más allá de las costas de Caledon.
Los guerreros llegaron a la cima del risco y tomaron posiciones. Cuando llegué junto a ellos, se habían alineado por la cresta de Druim Vran a la espera de que los jefes deliberaran.
No atacaríamos hasta que Scatha hubiera calculado la fuerza y la posición del enemigo; Scatha quería ver exactamente dónde estaba Meldron antes de decidir la mejor forma de ataque. Pero, cualquier punto flaco que se pudiera observar en las líneas del príncipe, era compensado con creces por el abrumador número de sus tropas. La hueste del Salvaje Sabueso se extendía por el valle a ambas orillas del río: eran miles y miles.
–Nunca lo hubiera podido imaginar… -oí que murmuraba Llew meneando lentamente la cabeza.
Bran, a su izquierda, escrutó el valle con expresión grave.
–El Sabueso de Prydain ha prosperado más de lo que su insaciable ambición codiciaba -observé-. Ha escalado muy alto pisoteando los cuerpos de los que ha asesinado y esclavizado.
–Más dura será la caída -comentó Bran-. Consideraré un verdadero honor contribuir a la ruina que tanto merece.
Estábamos en lo alto del risco aguardando el regreso de Scatha. Como desde allí no se divisaba ni a Meldron ni a su Manada de Lobos, ella y Cynan habían ido a echar un vistazo más de cerca. Cuando regresaran, tomaríamos una definitiva decisión sobre el orden de batalla.
Tuvimos que aguardar mucho rato. El sol se fue levantando y el calor iba en aumento a medida que el astro ascendía por el marronoso cielo e iba transcurriendo la mañana. La larga espera resultaba irritante, y los hombres comenzaban a impacientarse y a sentir el martirio de la sed. Bebimos nuestra ración de agua y contemplamos la trayectoria del bochornoso sol. Calbha se unió a nosotros y nos sentamos todos juntos escrutando el valle. El humo de las fogatas se levantaba en la distancia en oleadas grises y blancas.
–Son un verdadero océano -observó Calbha con voz tranquila-. Nosotros, en cambio, somos como un serpenteante arroyuelo que desciende de las colinas.
Casi había llegado el sol al mediodía cuando Scatha apareció al fin y con noticias preocupantes: seguían llegando al valle contingentes de guerreros.
–Pero Meldron no se ha unido todavía a sus fuerzas -nos informó Scatha-. Quizás esté entre los que siguen llegando, pero no lo hemos visto.
–El ejército enemigo no está formado; no se están reuniendo para atacar -añadió Cynan-. Parecen estar a la espera de algo.
–Sin duda están esperando a Meldron -repuso Llew-. Si es así, no deberíamos aguardar más; deberíamos atacar ahora mismo.
Cynan no parecía muy de acuerdo, pero se limitó a encogerse de hombros.
–Preferiría combatir con el Salvaje Sabueso, no con sus marionetas, pero reconozco que no podemos seguir aquí de brazos cruzados. Empecemos cuanto antes.
Llew miró a Scatha.
–¿Qué dices tú, Pen-y-Cat?
Scatha se puso en pie.
–No creo que podamos cogerlos por sorpresa, pero al menos no están en orden de batalla. Sin Meldron se acobardarán más fácilmente. Sí, atacaremos ahora mismo.
Bran, Cynan y Calbha se mostraron de acuerdo y todos se apresuraron a reunirse con sus hombres.
–Bien -dijo Llew deslizando el muñón por las correas del escudo-, ha llegado la hora. ¿Nos prestarás tu apoyo en la batalla?
–¿Por qué lo preguntas? Lo sabes de sobra.
–Sí. – Dejó un instante la espada sobre su muslo y me apretó el brazo con la mano sana-. Adiós, Tegid.
–Que todo vaya bien, hermano -repliqué abrazándolo.
Se alejó y ocupó su puesto a la cabeza de sus guerreros. Poco después, alzó la espada en silenciosa señal y los guerreros comenzaron a descender desde el risco hacia el valle. Pronto desaparecieron entre los árboles, y los perdí de vista.
Caminé por la cresta de Druim Vran hasta encontrar una peña donde encaramarme para ser visto desde el valle. Me encaramé a la roca y aguardé a que la batalla comenzara.
Un pálido pero bochornoso sol llenaba el valle de una blanquecina calima; el río se deslizaba como una negra y ponzoñosa mancha. Mi atención se concentró en el río, espeso y enturbiado por una repugnante espuma. Formaba una barrera natural en el valle; no era un obstáculo insalvable, ni mucho menos, pero comprobé que el enemigo se mantenía lejos de las orillas. Los hombres, acampados a ambos lados del pestilente cauce, se guardaban muy bien de acercarse. Nadie iba a beber agua, naturalmente, y nadie intentaba cruzarlo.
Con los ojos de la mente, escruté el anchuroso valle en busca de algún pedazo de tierra sin ocupar, pero no distinguí ni uno. Todo el valle rebullía con la horda enemiga y seguían entrando guerreros por la estrecha boca de la cañada. Jamás se había visto en Albión un ejército tan numeroso.
Jamás. Me senté en la peña y contemplé el insólito y pavoroso espectáculo. Ni en los días de Nemed, ni siquiera en los días de Nuadha se había visto un ejército tan grande. Los hombres y los caballos eran incontables; las lanzas de los guerreros formaban un verdadero bosque de fresnos; las espadas refulgían al sol con el radiante brillo del mar, y los escudos eran más numerosos que las conchas de una playa infinita.
Scatha, nuestra astuta comandante en jefe, había decidido no emplear caballos…, una prudente estrategia dictada por lo desesperado de nuestra situación. Los caballos podrían proporcionarnos al principio una ventaja indudable, pero por otro lado facilitarían que el enemigo nos identificara, nos rodeara y nos rechazara. Nuestro plan de batalla estribaba en infiltrarnos entre las fuerzas de Meldron, encontrarlo y acabar con él; era, pues, mucho mejor emplear sólo soldados de a pie que, en el caos de la batalla, podrían deslizarse entre las tropas enemigas sin ser descubiertos.
Observé el pie del risco, donde esperaba ver las primeras señales del ataque. Scatha había decidido también no utilizar el toque del carynx.
–Ya se darán cuenta del ataque sin necesidad de que suene el cuerno de batalla -había dicho-. Quizá tengamos tiempo de penetrar hasta el corazón mismo de la hueste de Meldron antes de que los que están al otro lado del río se den cuenta de lo que ocurre.
Ésa era nuestra única esperanza: llegar al centro de las tropas enemigas y hacernos fuertes allí. Así sembraríamos la confusión. Nos rodearían, sí; pero había tantos guerreros que, hiciéramos lo que hiciéramos, acabarían por rodearnos. Pero, si llegábamos hasta el centro del ejército enemigo, al menos habríamos logrado crear un pequeño campo de batalla y nuestros batallones no se verían aislados unos de otros.
Era, como ya he dicho, una táctica desesperada. Sin embargo, al observar las tropas enemigas acampadas en el valle, comprendí claramente la gravedad de nuestra situación. No había esperanza de vencer a Meldron. Como mucho, podríamos sólo… ¿qué? ¿Resistir su ataque? ¿Aplazar su inevitable victoria?
Calbha tenía razón: éramos un serpenteante arroyuelo que descendía de las montañas. La hueste del Salvaje Sabueso era, en cambio, tan vasta y profunda como el mar. Una vez comenzada la batalla, ese anchuroso mar nos tragaría y borraría para siempre nuestro rastro.
Mientras tal pensamiento tomaba forma en mi mente, oí el graznido de un cuervo que echaba a volar desde el risco. Dirigí mis ojos sin vista hacia el cielo y vislumbré las sombras de unas alas negras recortadas contra el amarillento cielo. Desvié inmediatamente los ojos para librarme de tal visión.
La voz de Gwenllian resonó entonces con nítida claridad en mis oídos. La banfáith había dicho:
«El sol se apagará como el ámbar, la luna esconderá su faz: la abominación contaminará la tierra. Los cuatro vientos se pelearán entre ellos con ráfagas terribles; el estruendo se oirá hasta en las estrellas. El Polvo de los Antepasados se alzará hasta las nubes; la esencia de Albión se dispersará y desgarrará en la lucha de los vientos.
»Entonces surgirá el Gigante de la Maldad y aterrorizará a todos con el hábil filo de su espada. Sus ojos vomitarán fuego; sus labios gotearán veneno. Con su enorme hueste asolará la isla. Todos los que se le enfrenten serán barridos por el río de perversidad que fluye de su mano. La Isla de la Fuerza se convertirá en una tumba.
»Todo esto va a sobrevenir por obra del Hombre Cínico, que, montado en su corcel de bronce, siembra un infortunio tan grande como calamitoso. ¡Alzaos, hombres de Gwir! ¡Empuñad las armas y enfrentaos a los hombres malvados que hay entre vosotros! El fragor de la batalla será oído en las estrellas del cielo, y el Año Grande avanzará hacia su consumación final.»
Sí, todo lo que había predicho había sucedido. Pero la profecía acababa con un acertijo:
«Escucha, Hijo de Albión: la sangre nace de la sangre. La carne nace de la carne. Pero el espíritu nace del Espíritu y con él permanece por siempre jamás. Antes de que Albión sea una, debe ser realizada la Heroica Hazaña y debe reinar Mano de Plata.»
Mano de Plata era el nombre del paladín que iba a salvar a Albión. Era el nombre de Llew: Llew Llaw Eraint, de quien habían sido anunciadas maravillosas acciones.
Una voz acusadora se levantó dentro de mí: «¡Loco! ¿Qué has hecho?».
Había intentado forzar el cumplimiento de la profecía nombrándolo rey. Pero había fracasado. Meldron había echado por tierra las esperanzas de que pudiera reinar. La Ley de la Soberanía no puede ser desobedecida… por ninguna razón, por ningún hombre. Meldron, el Salvaje Sabueso, le había arrebatado la dignidad real al cortarle la mano.
«Y ahora -pensé contemplando el hediondo valle lleno de humo por el que se extendía el enemigo en mortal riada- la Isla de la Fuerza se ha convertido en una tumba.»
Oí unos pasos suaves detrás de mí. Antes de que pudiera darme la vuelta, sentí la mano de Goewyn posada en mi hombro.
–Quiero estar a tu lado, Tegid -dijo en un tono que no admitía réplica.
–Quédate -repuse-. Apoyaremos juntos a nuestros valientes.
Nos sentamos y aguardamos a que diera comienzo la batalla consolándonos con nuestra mutua presencia. Cuando por fin empezó el combate, fue como si se hubiera levantado una pequeña ola en el extremo del vasto océano de la hueste de Meldron. Vi un remolino, como el de la cresta de una ola justo al pie del risco; tuve que observar con atención para darme cuenta de que Scatha y sus hombres habían irrumpido entre el enemigo.
–¡Allí! – exclamó Goewyn-. Ya ha comenzado.
Los hombres de Calbha se sumaron a la lucha detrás y a la derecha de Scatha; Cynan lo hizo a poca distancia, por la izquierda. Los tres batallones empujaron a la vez entre las desordenadas filas de los enemigos, con más ímpetu y fuerza de lo que hubiera podido imaginar. Los enemigos parecían fundirse ante ellos y huían sin plantar batalla.
La Bandada de Cuervos atacó por la derecha, y se dirigió rápidamente hacia donde estaba Scatha. ¡Eran una auténtica maravilla! ¡Se movían a una velocidad vertiginosa! Vi claramente cómo Bran se lanzaba contra el enemigo barriendo a cuantos guerreros encontraba a su paso; Alun Tringad y Garanaw luchaban por mantenerse a su altura, y los restantes hombres de la Bandada de Cuervos seguían imparables a su jefe.
Al principio no vi a Llew. Pero Goewyn exclamó:
–¡Ya lo veo! A la izquierda, detrás de Cynan. ¡Allí está!
Con mi visión interior distinguí a Llew al frente de sus guerreros, volando al encuentro de Scatha. Los enemigos se apartaban ante ellos y luego cerraban filas una vez que habían pasado los atacantes.
Oí un grito en lo alto del risco, a la izquierda, y vi que la mitad de los habitantes de Dinas Dwr estaban asomados al risco mientras los demás procuraban apostarse en algún lugar desde donde poder contemplar la batalla. Incapaces de esperar el final del combate, habían venido a presenciarlo.
Los gritos se convirtieron pronto en un coro de entusiasmo. No sé si hasta los guerreros llegaban los gritos de valor de sus conciudadanos, pero lo cierto es que caían sobre ellos como una lluvia de sincero orgullo. Y por unos momentos pareció que lo imposible se había hecho realidad: empujados tan sólo por una valiente determinación, podríamos vencer al enemigo y expulsarlo del valle.
El ruido de unos guijarros a mi derecha me indicó que Nettles, con su habitual discreción, se había apostado a mi lado. Cynfarch, lanza en mano, llegó detrás y observó el valle con escrutadora mirada. Si lo sorprendió el contingente de fuerzas del Salvaje Sabueso, no dio la menor señal de ello.
–Ha empezado bien -comentó-. Pese a su número, están mal entrenados y organizados.
–Sí, ha empezado bien -asentí, pues jamás había visto una confusión semejante en un ejército-. Además, no se comportan como guerreros.
Al decirlo, me di cuenta de la causa: aquellos hombres no eran guerreros. Claro que no. ¿Cómo habría podido reunir Meldron una hueste tan numerosa? Si me hubiera detenido a reflexionar sólo un momento, habría advertido lo que ahora resultaba obvio: no había en Albión guerreros suficientes para conformar un ejército tan numeroso. Meldron había formado su hueste con los desgraciados que había sojuzgado: granjeros, artesanos, pastores y jóvenes inexpertos. Les había dado espadas y lanzas, pero, aunque iban armados, no eran guerreros. Por eso, frente a la pavorosa desesperación de los nuestros, aquellos desventurados enemigos, inexpertos y mal entrenados, habían salido corriendo o habían sucumbido.
Ciertamente, aquello no era motivo de orgullo. Pero al ver al enemigo huyendo ante el rápido avance de los nuestros, el pueblo seguía gritando y vitoreando. El eco de la algarabía levantada en lo alto del risco descendía por las laderas hacia el valle en alborozada cascada. Con los ojos de la mente vi que el enemigo retrocedía, refluía como la marea empujada por el ímpetu de nuestro ataque. ¡Granjeros y pastores contra experimentados guerreros! No había gloria alguna en semejante victoria. Pero, por vergonzosa que fuera, me atreví a esperar que el potente y decisivo ataque de nuestros guerreros, que seguían avanzando hacia el corazón del invasor, convertiría la batalla en una fuga desenfrenada.
Los hombres de Cynan vieron también entorpecido su avance. Los mal entrenados enemigos, cuya retirada había sido cortada por sus propios jefes, se vieron forzados a dar la vuelta y encararse con el aplastante ataque de los galanaes. La confusión era tal y la masa de enemigos tan compacta que Cynan apenas tenía espacio para manejar la espada. Bran se veía en idénticas dificultades. Aunque no los podíamos ver demasiado bien, vislumbramos cómo la formación de los Cuervos, lanzas en ristre, penetraba con ímpetu entre las líneas enemigas con la intención de unirse a las fuerzas de Scatha, pero su avance era lentísimo.
–Pretenden luchar-observó Cynfarch-. Que el Dadga los proteja.
El batallón de Llew se esforzaba también por unirse al de Scatha y Calbha en el corazón del enemigo. Pero la irrupción de los jinetes de Meldron frenó su avance, al igual que había sucedido con Bran y Cynan. En efecto, la indisciplinada masa de soldados de Meldron hacía las veces de un auténtico muro de contención y entorpecía el ataque de Llew; una masa informe de adversarios lo separaba de Scatha.
Pero, del mismo modo que los nuestros no podían proseguir su ataque, tampoco los enemigos podían rechazarlo. La batalla parecía haber llegado a un punto muerto. Como encontradas corrientes del mar, aquellos improvisados y desventurados soldados se movían en oleadas que chocaban entre sí: unos eran empujados contra los atacantes, otros intentaban huir. Y nuestros batallones eran como islotes aislados por aquel caótico reflujo.
El carynx resonó al otro lado del valle. La noticia del ataque había llegado hasta los jefes de guerra del enemigo, que se apresuraron a dar la alarma. Pero, como habían cometido la estupidez de quedarse al otro lado del río, no podían dirigir a sus inexpertos guerreros, que se debatían en la mayor confusión.
Bran no tardó demasiado en encontrar una salida. Juzgando imposible abrirse paso entre aquella maraña, se cubrió con el escudo y avanzó aplastando a todo el que encontraba a su paso. Los Cuervos siguieron a su jefe y no tardaron en abrir un sendero a través de un amasijo de caídos. Avanzaban por un camino viviente; no me cabe duda de que sus pies no tocaban el suelo.
–¡Lo han logrado! – exclamó Goewyn cuando la Bandada de Cuervos se hubo reunido con Calbha y Scatha en el corazón de las fuerzas enemigas-. ¡Y ahora lo intenta Cynan!
El enemigo se precipitó al espacio que los Cuervos acababan de abandonar. Cynan debió de darse cuenta del movimiento e intuitivamente se dispuso a aprovecharlo. Primero a empujones y luego con un imparable ímpetu, se lanzó entre los enemigos como un toro furioso en medio de un rebaño; muchos perecieron bajo su espada. El ímpetu de su ataque logró que sus hombres pudieran llegar al círculo que habían despejado y donde se habían hecho fuertes Scatha y los Cuervos.
–Ahora sólo queda Llew -dijo Goewyn apretándome la mano mientras observaba con expresión ansiosa aquella turbamulta.
–Los caballos se lo impedirán -comentó Cynfarch agitando su lanza-. No podrá moverse.
Incapaces de llegar hasta el centro de su ejército, los jinetes enemigos habían dado la vuelta y se dirigían bordeando la multitud hacia donde estaba Llew, que, efectivamente, no podía unirse a sus compañeros de armas en el corazón de la hueste enemiga. El batallón de Llew se encontraba aislado del grueso de nuestras tropas y tendría que luchar solo hasta que encontrara modo de abrirse camino entre los jinetes.
Aunque el sol ardía en el mortecino cielo, sentí que una sombra caía sobre mí.
–Necesitan caballos -murmuró Cynfarch-. Y carros. ¡Caballos y carros!
Los jinetes seguían avanzando hacia donde se encontraba Llew. Era evidente que pronto comenzaría el combate. Goewyn también se dio cuenta. Me apretó el brazo; sus uñas se clavaron en mi piel. Oí un agudo golpeteo y vi que Nettles, asiendo nerviosamente una piedra en su puño, la golpeaba contra la peña en la que estaba sentado y contemplaba con ojos desorbitados el campo de batalla.
Los jinetes se acercaban más y más. Bran, Scatha, Cynan y Calbha estaban rodeados y Llew no podía hacer nada por detener la carnicería. Me tocaba actuar a mí. Me puse en pie. Así mi vara y la alcé hacia el sofocante sol. Como Bardo Supremo de Albión, invoqué el poder del Taran Tafod y lo envié en ayuda de nuestros guerreros.
Con la vara en alto alcé mi voz hacia los cielos y hacia las fuerzas que residían más allá:
–Gwrando! Gryd Grymoedd, Gwrando! – grité con todas mis fuerzas-. Gwrando! Nefol Elfenau, Gwrando! Erfyn Fygu Gelyn! Gwthio Gelyn! Gorch Gelyn! Gwasgu Gelyn!
Las palabras se articulaban en mi boca y brotaban de mis labios como llamas; respiraba fuego. Mi voz ya no era la mía, sino la voz de la Palabra que sostiene todo lo creado. Me vacié de todo pensamiento y me convertí en un vibrante junco agitado por el viento.
–Gryd Elfenau A Nefol Grymoedd! Gwrando! Gorch Gormail Fygu! grité oyendo sólo el sonido del Taran Tafod tan agudo como un carynx.
Aspiré aire, abrí la boca y dejé que las palabras de la arcana y sagrada lengua fluyeran desde lo más profundo de mi corazón.
–Nefol Elfenau, Gwrando! Erfyn Fygu Gelyn! Gwthio Gelyn! Gorch Gelyn! Gwasgu Gelyn!
Se levantó una fuerte brisa; la sentí en el rostro.
–Gwrando, Gryd Nefol Elfenau! Erfyn Gwrando! Erfyn Nefol! Gorch Gormail Fygu!
Grité con el atronador bramido del toro. El viento arreció agitándome las mangas mientras sostenía en alto la vara con los brazos muy rígidos. Eché la cabeza hacia atrás y dejé que el trueno del Taran Tafod estallara a su voluntad.
Y, en respuesta a mi grito, oí el rugido del viento que soplaba desde los cuatro puntos cardinales. Oscuros nubarrones ocultaron el sol y cedió el seco calor del día. El ardiente y blanquecino cielo fue palideciendo bajo un palio de humo y nubes…
«… El sol se apagará como el ámbar…»
El viento arreció, ululó, se enfureció. Una fría ráfaga me azotó el rostro, otra me golpeó la espalda y las piernas. La gente gritó asustada y se echó atrás. Cynfarch se dejó caer al suelo a mi lado, y Goewyn se abrazó a mis piernas, tanto para sostenerme como para protegerse ella misma. Nettles se acurrucó junto a mí.
«… Los cuatro vientos se pelearán entre ellos con ráfagas terribles…»
Los vientos se desataron furiosos en el cielo y ulularon en el valle; arrastraban piedras y ramas, levantaban columnas de polvo que se elevaban en oscuros y ondulantes remolinos.
«… El Polvo de los Antepasados se alzará hasta las nubes…»
Goewyn se aferraba con todas sus fuerzas a mis piernas; Cynfarch se apoyaba en el astil de su lanza para guardar el equilibrio. Allá abajo, en el valle, los guerreros enemigos eran presa del terror y de la confusión. Gemían y gritaban angustiados, aturdidos por aquella sobrenatural galerna.
«… La esencia de Albión se dispersará y desgarrará en la lucha de los vientos…»
Al otro lado del ponzoñoso río resonaron los cuernos de batalla del enemigo, pero su estruendo se perdió entre la impetuosa furia de la galerna. El cielo se oscureció en un falso crepúsculo; brillaban estrellas entre los jirones de nubes. Los caballos, asustados, relinchaban y piafaban pateando a los jinetes bajo sus cascos. Los gritos de terror de los hombres se mezclaban con los gemidos de los moribundos; el fragor de las lanzas contra los escudos atronaba la bóveda celeste. Nuestros valientes guerreros seguían luchando incansablemente; sus espadas rechinaban a cada golpe.
«… El fragor de la batalla será oído en las estrellas del cielo…»
La oscuridad invadió mi visión interior. La ceguera me reclamaba otra vez. Entre el bramido de la tempestad oía el estrépito de las armas y los gritos de los hombres, pero ya no podía ver lo que estaba sucediendo en el campo de batalla.
–¡Goewyn! – grité-. ¡Goewyn! ¡Escúchame! ¡No puedo ver!
Me pasé el bastón a la mano izquierda, tendí la derecha hacia la muchacha y la ayudé a ponerse en pie. Goewyn se abrazó a mí y juntos arrostramos la galerna. Nettles asumió la tarea de ayudarme a sostenerme de pie; se puso de rodillas y se abrazó a mis piernas con todas sus fuerzas.
–¡He perdido mi visión interior! – grité-. Mira por mí, Goewyn; sé mis ojos.
–¡Es horrible, Tegid! Son muchos… No veo a Llew… ¡Ahora sí! ¡Allí está! Ya lo veo. Y a sus guerreros. Los jinetes los han alcanzado, pero ellos resisten. Los caballos están asustados; piafan y patean… Es tremendo; los jinetes no pueden combatir desde la silla. Nuestros guerreros los están masacrando… Es una lucha muy cruel.
–¿Y los Cuervos?
–Los veo -dijo ella-. Veo a Bran. Están avanzando… Intentan llegar hasta Llew. Pero los jinetes enemigos están delante de ellos, y van llegando aún más.
–Están aislados -añadió Cynfarch-. Los Cuervos no pueden ayudar a Llew.
–¿Y Cynan? ¿Qué hace? ¿Lo ves?
–Sí, lo veo… -empezó a decir Goewyn.
–Está a la cabeza de sus hombres -la interrumpió Cynfarch-. Está luchando. Todos están luchando.
–¿Y el enemigo? ¿Resiste?
–El enemigo ha rodeado a los nuestros. Scatha está en el centro del círculo. Calbha a su derecha. Cynan a su izquierda. Bran también está a la izquierda -repuso Cynfarch alzando la voz para hacerse oír a través de la galerna.
–Huyen a cientos, a miles -añadió Goewyn-. No quieren luchar. Pero sus Jefes de Batalla los fuerzan a resistir. Golpean con sus lanzas, pero con escaso resultado.
–¿Cuántos hombres hemos perdido? ¿Cuántos han muerto o están heridos?
–Creo… -comenzó Goewyn, e hizo una pausa para hacer un rápido cálculo-. El enemigo ha sufrido muchas bajas… pero resiste. No puedo calcularlo, Tegid. Creo que hemos perdido algunos, pero no demasiados.
Me pesaba la vara; me dolía el brazo de sostenerla sobre mi cabeza. El viento arrancaba lágrimas de mis ojos sin vista. Así con fuerza la vara y procuré dominar mi tembloroso brazo. Con la lengua secreta de los bardos invoqué a la Mano Segura y Certera para que socorriera a nuestros guerreros.
–Dagda Samildanac! – grité-. Gwrando, Dagda! Cyfodi GwrGwir, Sicur Llaw Samildanac! Cyfodi A Cysgodi, Dagda Sicur Llaw! Gwrando!
El vendaval rugía risco abajo; sus ráfagas eran heladas, su fuerza tremenda. Me temblaban brazos y piernas con el poder que se había desencadenado en torno. Oí el luminoso estallido de un rayo y la fragorosa respuesta de un trueno. Se me estremeció el alma; la tierra vaciló bajo mis pies. Lo único que podía hacer era resistir el embate de la tempestad.
–¡Tegid! – exclamó Goewyn apretándose contra mí-. Retroceden…, ¡el enemigo está retrocediendo!
–¡Dime lo que ves, Goewyn!
–Hwynt ffoi! – gritó Nettles-. ¡Huyen!
–Se precipitan hacia el río -confirmó Goewyn-. ¡Escapan!
La galerna arrancaba de sus labios las palabras antes de que las articulara.
Así el bastón por un extremo y lo alcé apuntando al cielo.
–Daillaw! Gwasgu Gelyn! Gorch YrGelyn!
De nuevo sentí un pálpito vibrante en las manos y en los brazos, en las piernas, en los huesos y en la sangre. Pese a la fuerza del vendaval, sentí que el aire se estremecía en torno y que los cielos se sacudían.
La vara que sostenía en la mano se incendió y mis pulmones aspiraron un aire caliente que olía a chamusquina, al tiempo que el fragoroso bramido de un trueno estallaba sobre mi cabeza. Mi cráneo se estremeció, y el corazón dejó de latirme en el pecho. Una deslumbradora luz blanca se encendió dentro de mi cerebro.
Me pareció que estaba volando, como un águila; me elevaba más y más internándome en la tempestad que estremecía el cielo, sacudido por la violencia del vendaval. Muy lejos, allá abajo, vi el campo de batalla. Vi que en él pululaban hombres; pero no me parecían hombres: eran olas de un agitado mar que se levantaban y rompían. Lo veía todo con los agudos ojos de un águila; luego comencé a perder altura poco a poco.
El humo no me permitía ver. Seguía cayendo. Y, cuando me pareció que iba a chocar con la tierra, el humo se despejó y me di cuenta de que me encontraba en el valle, en medio de la batalla. A mi alrededor los hombres huían con los ojos desorbitados por el terror, se empujaban, tropezaban, pisoteaban a los que habían caído. Corrían hacia el río y se precipitaban en sus emponzoñadas aguas impelidos por el desesperado afán de escapar.
Enloquecidos, aterrorizados, saltaban desde los bancales a la putrefacta corriente. Los primeros enemigos, con el agua a la altura de los muslos, avanzaban por la pestilente corriente con la intención de llegar a la otra orilla sanos y salvos. Pero, tras dar algunos pasos, se detuvieron porque sobre ellos había caído un nuevo horror.
Con las bocas abiertas, se dieron la vuelta y gritaron algo a sus compatriotas en desesperada agonía. Sus gritos eran estremecedores. Pero más horrible aún era la visión de sus arrugadas y supurantes carnes.
En efecto, donde los alcanzaba el agua envenenada, la piel se les apergaminaba, se les llenaba de llagas que supuraban sangre y pus. Repugnantes llagas les enrojecían las manos, brazos, muslos y piernas. El veneno les salpicaba los ojos, el cuello, el pecho y el rostro. El gemido pavoroso del vendaval se mezclaba con los gritos de dolor de los hombres que iban cayendo en aquellas mortíferas aguas.
Los infelices se tambaleaban y perdían pie. Los que caían en el río no volvían a levantarse. Pero, aunque el aire estaba invadido de tremendos chillidos que debían de haberles servido de aviso, los enemigos seguían precipitándose en la mortífera corriente y eran mutilados y matados por el cruel veneno. Las negras aguas se iban tiñendo de sangre.
Los hombres, con las carnes ulceradas, se esforzaban por alcanzar la otra orilla gritando y gimiendo de dolor como animales. Pero tampoco podían retroceder: la presión de los fugitivos los empujaba, los obligaba a enfrentarse con aquella pavorosa muerte. El negro río estaba lleno de cuerpos flotantes. Ninguno de los que caían en su cauce lograba llegar a salvo a la otra orilla.
El horror de tan extraña y terrible forma de morir alarmó a los que estaban junto a la orilla y su pánico aumentó la confusión reinante. Los hombres soltaban las armas y se dejaban caer al suelo: se hubiera dicho que estaban muertos a no ser por el temblor de sus miembros. Al otro lado del río los hombres contemplaban boquiabiertos el tremendo portento.
Aparté mi vista de tan desolador panorama y busqué a nuestros guerreros: Llew, Bran, Scatha y Cynan. A mi alrededor sólo vi hombres que huían enloquecidamente. Las armas se estrellaban contra el suelo. Aterrorizados, los enemigos abandonaban la lucha con la esperanza de escapar con vida. Pero no había ni rastro de nuestros valientes guerreros.
–¡Llew! – grité dando un paso al frente.
Tropecé con un cuerpo y caí de bruces. Antes de que pudiera levantarme noté que alguien me cogía por el brazo…
–¡Tegid!
Varias manos tiraron de mí. Goewyn y Nettles me agarraban con fuerza como temiendo que el viento pudiera arrastrarme.
En mis oídos resonó el eco de un trueno que estallaba y retumbaba en el valle. Jadeante, recuperé el aliento y me puse de rodillas. Traté de levantarme, pero las piernas no me sostenían. Nettles me asió por los hombros y me ayudó a tenerme en pie.
Goewyn se acercó aún más a mí. Sentí que me posaba las manos en la cara. Me habló, pero su voz me pareció lejana y débil. Me zumbaban los oídos. De nuevo estaba ciego.
–Mi vara… Yo… ¿Dónde está mi vara?
Tendí las manos hacia delante y busqué a tientas por el suelo.
Goewyn me cogió las manos.
–Estás herido, Tegid. Tu vara ha desaparecido.
–Ayúdame a ponerme en pie.
Goewyn llamó a Cynfarch y entre los tres me levantaron. Me dolían las manos, me escocían, me temblaban.
–¡Escuchad! ¡Oigo gritos! – exclamó Cynfarch-. ¡El río! ¡Están empujando a los enemigos hacia el río!
–La ponzoña reclama lo que es suyo -repuse, y les conté lo que había visto que les sucedía a los que intentaban escapar por el mortífero río-. Pero, mirad enseguida y decidme lo que veis. ¡Rápido!
–¡El río los está matando! – dijo Goewyn con voz ahogada.
–El viento ha amainado -observó Cynfarch-. La tormenta se aleja.
–El awen también -acoté más para mí mismo que para los demás.
Luego, cogiendo a Goewyn y a Nettles del brazo, les pedí:
–Vamos, servidme de guías. Bajemos. ¡Deprisa!
Emprendimos el descenso desde el escarpado risco hasta el valle. Cynfarch iba delante; yo apoyaba mi mano en su hombro. Goewyn y Nettles caminaban junto a mí y me sostenían porque mis piernas estaban aún muy débiles. Cuando llegamos al valle, el grueso de las tropas enemigas se había retirado hacia los bancales del río. Atrapados entre los guerreros y las mortíferas aguas, los hombres se detenían junto a la orilla para no morir en las emponzoñadas aguas. Muchos de ellos arrojaban las armas al suelo en señal de rendición. Pero los que eran guerreros de verdad hacían un último y desesperado intento de reagruparse y reemprender la batalla.
Atravesamos a toda prisa el valle, tropezando con los cadáveres de los infortunados que habían muerto aplastados por sus propios compañeros. Sus retorcidos miembros sobresalían de la tierra como tallos rotos; muchos ni siquiera tenían armas. Aun así, habían sido obligados a engrosar las filas del sanguinario Salvaje Sabueso.
Llegamos al lugar donde Llew había sido rodeado en los primeros momentos de la batalla y nos detuvimos a examinar los cuerpos que yacían en tierra. Las yerbas resecas estaban resbaladizas y el aire hedía a sangre. Encontramos a Rhoedd, que aún sostenía el carynx en sus manos, y a otros compañeros muertos; nuestro corazón se nubló de tristeza.
–¿Dónde está Llew? ¿Lo veis?
–Creo que está entre la turbamulta del río -respondió Goewyn-. Veo a gente luchando.
–Conducidme hasta allí -dije.
No habíamos dado ni diez pasos cuando Cynfarch se detuvo de pronto.
–¿Qué sucede? – pregunté con impaciencia- ¿Qué has visto?
–Yo también lo he visto -respondió Goewyn-. Es polvo. Nubes de polvo que se levantan a lo largo de la cañada… -¡Jinetes! – la interrumpió Cynfarch. En ese preciso instante oí que la tierra retumbaba. – ¡Es Meldron!
Habían dado un rodeo por las montañas para esquivar el río, y ahora se precipitaban al campo de batalla sorprendiéndonos por detrás. Cuando nuestros Jefes de Batalla se volvieron para enfrentarse al enemigo, ya los tenían prácticamente encima. No hubo tiempo para organizar una defensa efectiva, ni tampoco para replegarse ni para reordenarse.
Toda esperanza se había desvanecido incluso antes de que blandiéramos las armas ante aquella nueva amenaza.
Aun así, Bran y Scatha plantaron valientemente cara al enemigo. Si hubieran sido alertados, ¡quién sabe lo que habrían podido conseguir! En efecto, Bran derribó de un golpe a tres jinetes y Scatha dio buena cuenta de cuatro sin darles siquiera tiempo de que apreciaran su habilidad.
Pero Meldron no iba a conformarse con vencernos simplemente, cosa que le habría resultado demasiado fácil. Había planeado algo más divertido. En lugar de lanzar al combate a sus hombres, los agrupó en filas y formó un muro de contención en torno a nosotros. Luego, despacio, comenzó a empujarnos paso a paso hacia el río. Los enemigos a quienes nosotros habíamos impelido hacia el río fueron haciéndose a un lado de modo que nuestros guerreros se encontraron acorralados entre las mortíferas aguas y un denso bosque de lanzas.
Bran arremetió con arrojo contra un guerrero que se había acercado con excesiva imprudencia; derribó al jinete y saltó a lomos del animal. Durante unos instantes pareció que podría romper las filas del enemigo; la Bandada de Cuervos se dispuso a seguirlo, pero las patas del animal fueron cortadas desde abajo, y Bran cayó bajo el caballo.
Goewyn, de pie, a mi lado, gritó desafiante mientras los enemigos dominaban al Cuervo y lo hacían prisionero. La muchacha podría haberse ahorrado el aliento, porque todos corrimos enseguida la misma suerte. De forma ignominiosa fueron desarmados los intrépidos guerreros; uno a uno los Cuervos fueron arrojados al suelo a golpe de lanza y despojados de sus armas; les ataron las manos a la espalda y fueron encadenados unos a otros con gruesas sogas en el cuello.
El batallón de Cynan tuvo que soportar idéntica humillación. Los que resistieron o trataron de huir fueron golpeados hasta perder el sentido, o les cortaron los tendones de los brazos para que no pudieran sostener nunca más sus armas. Cuando hubieron dejado fuera de combate a Cynan y le hubieron confiscado sus armas, les tocó el turno a Scatha y a Calbha.
Meldron apareció sólo después de que todos fuimos hechos prisioneros. El Salvaje Sabueso dejó oír su voz entre la jauría de Lobos.
–¿Esto es todo de lo que sois capaces? – gritó-. ¿Es ésta la invencible hueste de Llew?
–¿Dónde está Llew? – susurró con angustia Goewyn-. No lo veo.
–Yo tampoco.
Cynfarch, que a mi lado luchaba por contener su furia, dijo:
–Creo que está allí…, en el centro. ¿Por qué no ofrece resistencia?
–Me voy con él -anuncié abriéndome paso hacia donde había indicado Cynfarch.
Goewyn me acompañó cogida fuertemente de mi mano. Nettles, temblando, caminaba silencioso junto a mí. Un áspero grito y una punta de lanza en mi espalda nos detuvieron. Ya no podíamos avanzar más.
–¿Lo ves? – preguntó la muchacha.
–No -repuse.
Meldron también se estaba preguntando dónde se había metido Llew.
–¡Llew! – rugió-. ¿Dónde estás? Muéstrate de una vez, si es que no tienes miedo. He venido a buscarte, Llew. ¿Así es como recibes a tu rey?
La voz de Llew se oyó entre sus hombres.
–Aquí estoy, Meldron.
–Sal de ahí para que pueda verte -ordenó Meldron-. Es inútil que te escondas de mí, condenado tullido. ¿Tendré que matar uno a uno a tus hombres para encontrarte?
Oí maldecir a los guerreros; la piña de prisioneros se movió ligeramente.
–No -susurró Nettles-. Aros ol, Llew. No salgas.
–¡No lo hagas! – gritó Calbha, y recibió un golpe de lanza en los dientes.
Cayó al suelo; sus hombres hicieron un amago de socorrerlo pero fueron inmovilizados por una doble hilera de lanzas.
–Estoy aquí -respondió Llew apareciendo entre los prisioneros-. No pretendo esconderme de ti, Meldron.
–Has llegado muy lejos -gruñó Meldron desde su carro-. ¿Es que pensabas que no vendría a sofocar tu insignificante rebelión? ¿Pensabas que podrías escapar de mí? Tengo que vengar mi honor.
–¿Honor? – repitió en tono frío Llew-. Me extraña que conozcas el significado de esa palabra.
–¡Atadlo! – gritó Meldron, y al instante fue obedecido.
Rodeado por sus hombres, con su adversario desarmado y atado, Meldron se sintió lo bastante seguro como para enfrentarse cara a cara con Llew. Ardí en cólera al contemplar la altiva expresión de su rostro y el contoneo con que se acercó a Llew.
–Morirás por lo que has hecho.
Llew no se dignó contestar.
–¿No dices nada? – se burló Meldron con arrogante sonrisa.
La vanidad del Salvaje Sabueso había aumentado considerablemente; parecía sumamente complacido de sí mismo. Se acercó, golpeó el muñón de Llew y se echó a reír. Luego, mirando a uno y otro lado, gritó:
–¿Dónde está tu bardo ciego? ¿Dónde se esconde Tegid? ¿Acaso teme recibir el castigo que merece por haber participado en esta traición?
Al momento, di un paso al frente y respondí en voz bien alta:
–Sólo hablas de miedo y de escondites, Meldron. Es evidente que un cobarde ve la cobardía en todos los hombres.
Meldron se volvió hacia mí.
–¡Ah, Tegid!
Ordenó con un gesto que me llevaran ante él, y sus hombres me arrastraron violentamente; Cynfarch osó impedirlo, pero fue golpeado.
–No te veía…, pero tú tampoco me ves. – Se echó a reír, y la Manada de Lobos lo coreó-. Además de ciego eres un loco; sin duda has nacido bajo una doble maldición.
Esperé unos instantes a que sus hombres celebraran el insulto. Luego respondí.
–Es propio de enfermos imaginar en los demás su propia enfermedad.
A modo de respuesta, Meldron me golpeó la boca con el revés de la mano.
–Por lo que acabas de decir, morirás el último -gruñó acercando su rostro al mío- Morirás después que todos los demás.
En ese preciso instante vi algo que me heló el aliento en la garganta. Engarzado en oro y colgando de una tira de cuero, Meldron llevaba al cuello un fragmento de una piedra blanca: una Piedra Cantarina.
Mi mirada se clavó inmediatamente en Siawn Hy; ¡también él llevaba una! Todos los jefes de Meldron y los guerreros de la Manada de Lobos llevaban al cuello amuletos que contenían pedacitos de piedras. Pensando que la Canción de Albión los haría invencibles, se habían hecho talismanes con las Piedras Cantarinas y todos los llevaban colgando al cuello.
–¡Llevadlos al río! – ordenó entonces Meldron mientras se alejaba.
Me ataron las manos a la espalda. Unos robustos brazos me cogieron y me levantaron en vilo. Goewyn gritó y fue rápidamente silenciada.
–¡Meldron! – exclamó una voz.
Era Siawn Hy. Había estado aguardando, agazapado tras la sombra del usurpador. Intercambiaron unas palabras que no pude oír.
–Hace tiempo que deseo ver la ciudad encantada que ha construido Llew -declaró Meldron, separándose de su compinche-. ¿Creéis que alguien puede impedírmelo ahora? ¿No? Pues vayamos a verla de una vez.
Luego el Salvaje Sabueso ordenó a sus hombres:
–¡Traedlos! ¡Traedlos a todos! – gritó-. ¡Seguidme!
Fuimos arrastrados risco arriba. El ingente ejército enemigo tomó posesión de Druim Vran, profanando las sendas de nuestra recóndita cañada. Nuestro pueblo, en lo alto del risco, lloraba nuestra derrota. Sus lamentos llenaban el aire como los gritos de una madre cuyo hijo le ha sido arrebatado por la muerte. El llanto se propagaba por todo el valle y se clavaba en mi corazón como una daga.
Fuimos llevados a través del bosque hasta el lago. Nuestros jefes fueron atados de pies y manos y obligados a alinearse en la orilla. Yo quería acercarme a Llew, para enfrentarnos juntos a la muerte y morir desafiando a Meldron hasta el último momento.
Pero me habían atado las manos fuertemente y dos guerreros me vigilaban. No podía moverme. La muerte se acercaba; sentía sus negras alas revoloteando cada vez más cerca.
Dicen que el que arriesga todo no arriesga nada, y, como no tenía nada que perder, grité:
–¡Meldron! ¡Salvaje Sabueso de Destrucción! Azote y Plaga de Albión, ojalá vivas muchos años para que saborees el castigo que te has ganado con tus actos. ¡Abominable Usurpador! Te deseo una larga vida, Meldron, para que puedas gozar del odio que te has ganado, para que puedas deleitarte con la aversión que inspira tu nombre. ¡Regocíjate en la ruina que has desencadenado en la tierra!
Deseaba con toda el alma que mis palabras devinieran armas que lo atormentaran hasta mucho después de que su carne y sus huesos se hubieran convertido en polvo.
–¡Meldron! ¡Escucha mi maldición! ¡Rey de Sabuesos, recibe tu parte! – grité extendiendo las atadas manos hacia el ponzoñoso lago-. Llena tus pulmones de este hedor. Es una pestilencia exquisita, ¿no te parece? ¡Conserva el esplendor de tu reino, Meldron, Rey de la Corrupción, Príncipe del Veneno!
–¡Hacedlo callar! – gritó enfurecido Meldron.
Enseguida sentí un puñetazo en la mandíbula. Un segundo golpe me hizo echar la cabeza hacia atrás. Se me llenó la boca de sangre y caí de rodillas.
Cuando levanté la cabeza, vi las negras aguas del lago muerto que brillaban apagadamente bajo la luz del bochornoso sol. Llew estaba de rodillas a poca distancia, también junto a la orilla; le habían atado las muñecas, las rodillas y los tobillos. Meldron, inflado de satisfacción, se erguía ante él.
Detrás acechaba Siawn Hy con sus audaces ojillos y su aire de superioridad.
Busqué entre la multitud y distinguí a Bran y a Scatha al frente de los prisioneros. Calbha estaba muy cerca, con la cabeza abatida; sangraba por el cuello y el hombro. Los tres llevaban sogas en el cuello y tenían atados los pies y las manos. No vi a Nettles, pero sí a Cynfarch, que se erguía orgulloso junto a una desafiante Goewyn que echaba fuego por los ojos. Todos ellos iban a morir después de Llew.
Trajeron un bote. Meldron ordenó que Llew fuera subido a él, y cuatro guerreros de la Manada de Lobos lo levantaron en vilo y lo arrojaron al bote. Luego subió Meldron y ordenó que empujaran la embarcación para alejarla de la orilla.
Enseguida comprendí cuál era la perversa intención del malvado Meldron. Mi corazón me dio un brinco, como una bestia cautiva que intentara escapar de su jaula. Me debatí para ponerme en pie.
–¡Meldron! – grité.
De nuevo me abatió un tremendo puñetazo, y unas robustas manos me obligaron a poner la cara a pocos centímetros del agua ponzoñosa.
El Salvaje Sabueso quería matar a Llew a la vista de su pueblo.
Quería que todos lo oyéramos gritar con su último aliento mientras las aguas letales del emponzoñado lago le arrancaban la carne de los huesos. Meldron deseaba que todos vieran morir a Llew en horrible agonía, que todos lo vieran vencido, desfigurado, con el cuerpo convertido en un amasijo de llagas sanguinolentas.
No me cabía la menor duda de que había sido idea de Siawn Hy; habíamos sido conducidos hasta el lago para ser torturados y asesinados en presencia de todo el pueblo de Dinas Dwr. El muy malvado quería que nadie abrigara la menor duda de que Llew estaba muerto y Meldron era el rey.
–¡Salvaje Sabueso! – grité-. ¡Te desafío! ¡Mátame primero a mí!
Meldron me miró y se echó a reír, pero no se molestó en contestar.
Intenté ponerme en pie. Me propinaron una patada y las manos que me inmovilizaban no me soltaron. Sólo me restaba aguardar lo inevitable; no podía hacer nada por impedirlo.
Meldron empuñó los remos, y el pequeño bote avanzó lentamente hasta un punto fuera del alcance de los que estábamos en la orilla, pero lo suficientemente cerca para que todos pudiéramos contemplar el espectáculo. Luego, mientras Llew permanecía acurrucado a sus pies, se levantó y alzó la mano parodiando el gesto con el que un generoso rey ofrece un regalo a su pueblo.
El gesto me puso enfermo, porque me recordó a su padre, Meldryn Mawr, el más noble de los reyes de Prydain. Y no fui el único en encontrar ofensiva aquella pantomima, porque Bran gritó:
–¡Meldron! ¡Yo te maldigo! ¡Yo, Bran Bresal, te maldigo hasta la séptima generación!
El valiente Cuervo se debatió para soltarse y recibió una lluvia de golpes. Al ver a la chusma de Meldron golpear a tan noble guerrero, sentí que me hervía la sangre y solté un grito tratando de levantarme, pero me pusieron un pie en el cuello y me obligaron a pegar la cabeza al suelo.
Los guerreros cautivos rompieron a gritar ante la vergonzosa afrenta hecha a su Jefe de Batalla. Pero fueron rápidamente silenciados de forma cruel y vergonzosa por la Manada de Lobos. La chusma de Meldron se atrevió incluso a atacar a Scatha, pero los golpes no podían nada frente a su impávida dignidad; aunque la golpearon sin piedad, ella no hizo el menor gesto para cubrirse. Permaneció con la cabeza erguida, mirando a sus atacantes con tal ferocidad que no pudieron menos que dejar de pegarle; de este modo Scatha quedó a salvo de más humillaciones.
No veía a Cynan ni tampoco a la Bandada de Cuervos, pues la multitud de espectadores era inmensa. Sin embargo, no me cabía duda de que ellos, como todos los demás, seguirían la suerte de Llew. Sabía que ellos, lo mismo que la muchedumbre en la orilla, estaban contemplando el pavoroso espectáculo que se desarrollaba ante nuestros ojos.
Meldron, henchido de orgullo y de autosatisfacción, estaba de pie en el bote con los brazos levantados. Los anillos y brazaletes de oro refulgían bajo el sol implacable.
–Pueblo -gritó desde las mortíferas aguas-, vais a ser hoy testigos de una victoria. Vais a ser hoy testigos de cómo un rey reúne a toda Albión bajo su protección. En efecto, ha sido vencido el último enemigo que me quedaba.
Sus palabras eran gusanos en la boca de un cadáver.
–¡Abrid bien los ojos! – continuó el Salvaje Sabueso-. Ya habéis visto cómo mis enemigos han sido destruidos. Habéis visto cómo aplasto a los que intentan utilizar contra mí la traición.
Meldron cogió a Llew de la mano y lo obligó a ponerse en pie ante él con la cabeza gacha como corresponde a un vencido.
–Ahora vais a ver qué hago con los que se levantan en armas contra mí -vociferó Meldron para que lo oyera bien la multitud congregada en la ribera del lago, tanto sus guerreros como los prisioneros-. Observad cómo llevo a cabo la venganza que sólo a mí me corresponde.
Llew alzó el rostro, irguió los hombros y miró a Meldron con expresión desafiante.
Meldron lo agarró por los brazos y lo obligó a que mirara a la multitud que los observaba desde la orilla. Luego, con una sonrisa diabólica en los labios, el Salvaje Sabueso apoyó las manos en la espalda de Llew y le dio un violento empujón. Llew cayó de cabeza al lago.
–¡No, no! – gritó Cynan.
Se había lanzado con violencia hacia delante, empujando con piernas y hombros, y había logrado llegar hasta el mismo borde del agua, donde gritó con desesperado desafío mientras sus captores lo derribaban.
–¡Llew!
El aire tembló con gritos de horror y consternación, tan agudos y penetrantes como el dolor que los inspiraba. Luego reinó el más espantoso silencio…
Llew se hundió al instante en las pútridas aguas. No se debatió, ni pateó, ni emitió los angustiosos gritos de dolor que habíamos oído en el río. Se oyó sólo un simple chapoteo y después un pavoroso silencio, mientras las letales aguas se ondulaban y volvían a aquietarse enseguida.
Meldron miraba fijamente el lugar donde había caído Llew. Parecía decepcionado por la rapidez de su muerte y la serenidad con que la había afrontado. Había esperado sin duda ofrecer un espectáculo más emocionante. Frunció los labios y se le ensombreció el rostro mientras contemplaba la superficie del mortífero lago.
Luego se volvió hacia la multitud congregada en la orilla. Alzó el brazo y vi que señalaba a Cynan como la próxima víctima.
Pero, en el preciso momento en que se daba la vuelta para mirarnos, llamó su atención una trémula luz en la superficie del emponzoñado lago. Yo también la vi: un débil resplandor, un destello como el que produce un pez plateado al saltar en un arroyo. Era evidente que algo se movía bajo las aguas del mortífero lago.
El brazo de Meldron vaciló. Sus ojos se clavaron en el lugar donde Llew había desaparecido. Su rostro expresaba a la vez frustración y expectación. ¿A lo mejor iba a poder disfrutar al fin de su venganza contemplando la agonía de su enemigo?
Creí ver otra vez el destello, aunque quizá sólo fue el reflejo del sol en el agua. Meldron seguía con los ojos clavados en el lago. Le temblaba el brazo como si estuviese viendo una maravilla.
Goewyn fue la primera en comprender lo que estaba sucediendo.
Soltó un grito de asombro que sonó como la nota de un arpa que se propagara por las aguas. Con mi visión interior vi su rostro iluminado y sus ojos desorbitados de reverencial pavor. Seguí la dirección de su mirada y contemplé un maravilloso portento.
La mano de un hombre emergía del agua.
Los demás también la vieron y todos gritaron de asombro y contento. Pero su alegría cesó de pronto. Los gritos se acallaron en todas las gargantas cuando los espectadores se dieron cuenta de que la mano no era de carne: era de fría y resplandeciente plata.
–¡Es Gofannon! – exclamó un hombre.
–¡Es Llyr! – gritó una mujer que llevaba en brazos un bebé.
El pueblo contempló boquiabierto cómo después emergieron una cabeza y unos hombros. No se trataba de Gofannon, ni de Llyr; la cabeza y los hombros de Llew emergían del lago.
Cuando apareció en la superficie, tenía los ojos cerrados; pensé que estaba muerto. Pero de pronto los abrió; aspiró una bocanada de aire, se sacudió del rostro las putrefactas aguas y comenzó a nadar.
La multitud retrocedió despavorida. En su memoria estaba aún fresco el recuerdo de los que habían perecido en las aguas envenenadas del río, pues habían presenciado su agonía y su muerte. ¡Pero Llew vivía!
Meldron no estaba menos aturdido que los demás, pero se sobrepuso enseguida. Oí el chasquido de metal que produjo su espada al ser desenvainada y vi el reflejo del sol en la desnuda hoja.
Alcanzó de un salto la proa blandiendo la espada en alto.
–¡Muere! – rugió.
Descargó el golpe con violencia asiendo la empuñadura con las dos manos; su rostro era una mueca de odio y rabia.
–¡Llew! – grité con todas mis fuerzas.
Llew se giró. No sé si alertado por mi grito o por sus reflejos de guerrero, se encaró con la espada que se cernía sobre él y alzó la mano para detener el asesino ataque de Meldron.
La espada cayó con la celeridad del rayo. Pero la mano de plata de Llew salió a su encuentro.
–¡Mirad! – gritó Cynan desde la orilla.
Aquella mano…, aquella mano de metal unida a un muñón de carne… detuvo el espadazo de Meldron. La mano de plata chocó con la espada. Se oyó un ruido como el del martillo al golpear el yunque.
La hoja de la espada saltó en pedazos, que cayeron al agua. La hoja se había roto y también el brazo de Meldron.
El hueso produjo un chasquido sordo, y Meldron miró horrorizado cómo el brazo se le doblaba entre la muñeca y el codo. Dejó caer la espada y soltó un agudo grito que resonó en el aire. Pero, al tiempo que se agarraba el fracturado brazo, perdió pie.
–¡Salta! – exclamó Siawn Hy.
Un salto le habría salvado la vida, pero era tarde. El bote se tambaleaba aún por efecto del violento espadazo, y Meldron cayó al agua con los ojos desorbitados por el terror y la boca abierta en un grito de desesperación.
Tuvo su merecido, pero su muerte no produjo júbilo alguno entre los espectadores. Se debatió desesperadamente mientras se lo tragaba el negro cieno. Como les había sucedido antes a muchos de sus desventurados servidores, su piel se arrugaba y se agrietaba, se le formaban verdugones y sanguinolentas úlceras, la carne se desprendía de los tendones y éstos, de los huesos.
Se retorcía salvajemente aullando de dolor mientras se arañaba la carne como si quisiera arrancársela. Su garganta emitió un grito estremecedor. Se debatió y agitó como si le estuvieran clavando lanzas, y los cabellos se le cayeron en repugnantes mechones. Abrió desmesuradamente la boca y tomó aliento para emitir un último y torturado alarido. Pero el agua, corrupta y putrefacta, le entró por la boca, y el malvado príncipe se ahogó con sus propios gritos. Su cabeza se estremeció de forma horripilante mientras la muerte acababa con su vida.
Luego se hundió en las putrefactas aguas. Poco después su cuerpo apareció flotando en la superficie; sus ojos sin vida miraban fijamente la inmensidad del cielo.
Llew se dirigió a la orilla; nadó un trecho hasta tocar pie. Sus ropas y ligaduras habían desaparecido, corroídas por el ponzoñoso veneno. Se erguía ante nosotros completamente desnudo, sin mancha, sin la menor herida. Su piel era lisa y perfecta, sus miembros robustos y sólidos. Alzó la mano de plata y la examinó con asombro. Avanzó unos pasos; los guerreros de Meldron retrocedieron. Sentí que las manos que me agarraban por la espalda me soltaban. Me puse en pie y eché a correr torpemente sobre la pedregosa playa. Mientras corría, no cesaba de llamar a mi amigo.
Llew estaba aún en el lago, a poca distancia de la orilla, chorreando agua, aturdido por lo que acababa de sucederle; se detuvo. Yo me puse justo frente a él y le grité otra vez:
–¡Llew! ¡Sal del agua!
Cynan se había puesto en pie y lo miraba aturdido sin dejar de mover la cabeza.
–¡Está vivo! – gritó Goewyn echando a correr hacia mí. Tenía un cuchillo en las manos y procedió inmediatamente a cortarme las ligaduras-. ¿Por qué no sale del agua?
–No lo sé -respondí con los ojos clavados en Llew, que se erguía frente a nosotros con la mano de plata levantada.
Cynan le tendió a Goewyn las manos, y la muchacha se apresuró a liberarlo. El príncipe dio dos rápidas zancadas hacia el lago.
–¡Mirad! ¡El agua! – exclamó.
Mi visión interior se dirigió a donde señalaba. Vi a Llew de pie, como antes; no se había movido. Pero, en torno a él, el agua que se ondulaba en rizadas ondas como un anillo que se fuera agrandando estaba completamente limpia. También se había purificado entre él y la orilla; el anillo de agua límpida se extendía por el lago con singular rapidez.
La pestilente plaga cedía, se desvanecía, se disolvía empujada por las ondas de agua limpia que se formaban alrededor de Llew, cuya presencia parecía brillar como un sol que, en un cielo turbio, disipa la niebla y las nubes y disuelve la oscuridad con el resplandor de su luz.
–La curación está en el agua -murmuró Goewyn con lágrimas en los ojos.
Con sus palabras resonando en mis oídos eché a correr hacia Llew.
–¡Tegid! – gritó Cynan haciendo ademán de detenerme.
Di dos pasos, tropecé y caí de bruces al lago. Las aguas me cubrieron la cabeza y sentí picor en los ojos. Saqué la cabeza jadeando y me froté los ojos con ambas manos. Una resplandeciente luz me deslumbraba los ojos. Pestañeé.
Todo apareció ante mis ojos como lo había visto antes con los ojos de la mente, pero ahora veía mejor, más clara y nítidamente que antes. Mi visión interior y mi vista habían convergido: ¡podía ver! Una luz resplandeciente, deslumbradora, brillante, gloriosa penetraba por mis ojos; los cerré y la luz se apagó. Era cierto. ¡Estaba curado!
Cynan se metió en el lago detrás de mí. De un salto alcanzó a Llew y lo abrazó con todas sus fuerzas. Goewyn se apresuró a unirse a ellos. Besó a Llew y lo estrechó entre sus brazos.
Me levanté, corrí hacia Llew y lo toqué con mis manos.
–¡Estás vivo! – exclamé-. Meldron ha muerto y tú estás vivo.
–¡Todo ha terminado! – declaró Cynan-. ¡Meldron ha muerto!
Goewyn volvió a besar a Llew, y otro tanto hizo Cynan. Llew correspondía a sus muestras de cariño como aturdido. Nos tendió la mano de plata, y yo la cogí entre mis manos. El metal era frío, pulido como un espejo y muy brillante. Los dedos estaban ligeramente curvados y la palma abierta en un gesto de súplica o de ofrenda.
La plata estaba cubierta de espirales, círculos y nudos entretejidos, dibujados en la superficie de metal. En la palma estaba el Mor Cylch, el Círculo de Danza, el laberinto de la vida. Pestañeé, todavía inseguro de mis ojos, y toqué con mis dedos el sagrado emblema, comprobando el soberbio y perfecto dibujo de aquellas líneas entretejidas. Tenían un diseño exquisito, y las incisiones estaban repujadas de oro. Era la obra de un artista de fabulosa originalidad y portentosa habilidad, la obra del más perfecto de los herreros.
Acaricié el laberinto y recordé las palabras de una promesa que nos habían hecho: «Os concederé el don de tu canción».
Y en mi mente apareció la imagen del que las había pronunciado: Gofannon, el señor del bosquecillo, el Artífice de la Forja. Yo le había hecho el regalo de mi canción, y él, para corresponder, me había hecho el regalo de mi visión interior. Llew había cortado leña para él, pero no había recibido nada a cambio aquella noche.
«Os concederé el don de tu canción», había prometido Gofannon, y ahora en Llew se cumplía su promesa. Porque la canción que yo había cantado aquella noche era la Canción de Bladudd, el príncipe deforme. ¡Oh! ¡Qué torpe y necio había sido! Sin duda había cantado aquella noche para la mismísima Mano Segura y Certera.
–¡Salud, Mano de Plata! – dije llevándome el dorso de la mano a la frente-. ¡Tu servidor te saluda!
Con regocijado chapoteo, el pueblo de Dinas Dwr dejó a un lado el miedo y se lanzó al lago, cuyas aguas estaban ya completamente limpias. Cogían agua con las manos, se la llevaban a la boca y bebían hasta saciarse; se la derramaban sobre la cabeza para refrescarse, se lavaban y se limpiaban. Los niños chapoteaban y triscaban como atolondradas ovejitas.
Guiados por la sed y vencidos por la contemplación de aquellas límpidas aguas, los enemigos soltaron las armas y se sumaron al regocijo general. Escudos, cascos, espadas y lanzas caían en la playa pedregosa y eran pisoteados por la multitud que se precipitaba al lago. Los guerreros enemigos que no eran en realidad guerreros no se contentaban con abandonar sus armas; liberados de la brutal esclavitud de Meldron, se arrodillaban en el agua y lloraban de gratitud y alegría.
Ya no pensaban en la recompensa prometida, sino en dar las gracias de todo corazón. Habían sufrido la más perversa de las persecuciones; ¿cómo íbamos a castigarlos aún más? En realidad nunca habían sido verdaderos enemigos.
Entretanto, los Cuervos y Calbha habían hecho prisioneros a los Jefes de Batalla de Meldron y a los guerreros de su Manada de Lobos y los habían reunido en la orilla. Cincuenta guerreros aguardaban con gesto adusto ser juzgados.
Bran alzó la lanza y nos llamó.
–¡Llew! ¡Tegid! Os necesitamos.
Calbha y Bran estaban juntos, y los guerreros reunidos detrás de ellos apuntaban con sus lanzas a la Manada de Lobos. Nos unimos a ellos, y Calbha y Bran se apartaron para mostrarnos a su prisionero: era Siawn Hy, que mantenía la cabeza gacha como si estuviera contemplando las ligaduras que le sujetaban las manos.
Al acercarnos, Siawn alzó la cabeza y nos dirigió una mirada siniestra. En la sien derecha tenía una pequeña herida.
–¡Locos! – siseó-. Creéis que habéis ganado. Pero nada ha cambiado. ¡No habéis ganado absolutamente nada!
–¡Silencio! – le advirtió Bran-. No hables de ese modo al rey.
–Todo ha terminado, Simon -dijo Llew.
Al oír su antiguo nombre, Siawn respiró hondo y le escupió a la cara. Bran, rápido como una serpiente, le pegó un puñetazo en la boca. Los labios de Siawn se llenaron de sangre. Bran se dispuso a golpearlo otra vez, pero Llew se lo impidió con un rápido movimiento de cabeza.
–Todo ha terminado -repitió Llew-. Meldron ha muerto.
–Mátame a mí también -murmuró lúgubremente Siawn-. Nunca me someteré ante ti.
–¿Dónde está Paladyr? – le pregunté, y recibí por toda respuesta un gruñido de desprecio.
Calbha alzó la espada y señaló a Siawn y después a los demás componentes de la Manada de Lobos.
–¿Qué hay que hacer con todos esos? – inquirió en tono frío y justiciero.
–Llevadlos a los almacenes y encerradlos -ordenó Llew-. Luego pasaremos cuentas.
Alun Tringad y Garanaw cogieron a Siawn por los brazos y se lo llevaron; los demás siguieron a los centinelas de Calbha.
Drustwn y Niall se metieron en el agua y fueron hasta donde flotaba el cuerpo de Meldron. Cogieron el cadáver y lo arrojaron dentro del bote como si fuera un saco de grano. Luego empujaron a tierra el bote y se llevaron el cuerpo para que fuera enterrado y olvidado lo más pronto posible.
Scatha contempló la escena con los brazos cruzados sobre el pecho y una sonrisa implacable en los labios.
–Tenía la esperanza de ver su cabeza en la punta de mi lanza. Pero así está bien.
Llew asintió y se fue tras los prisioneros. No había dado ni diez pasos cuando Cynan cogió una espada del suelo, la blandió y rompió a gritar:
–¡Salud, Mano de Plata! ¡Salud!
Bran dio un paso al frente y cogió una lanza.
–¡Salud, Mano de Plata! ¡Salud! – gritó agitándola.
De pronto en todo el lago resonó el mismo grito, pues el pueblo de Dinas Dwr y la antigua hueste de Meldron dejaron de jugar y se volvieron a aclamar a Llew.
–¡Mano de Plata! – gritaban-. ¡Salud, Mano de Plata!
Los vítores resonaban como si el cielo se sacudiera con un trueno de júbilo. Y Llew, que caminaba por la orilla, se detuvo, se volvió hacia el pueblo y levantó su mano derecha de plata.
No podíamos celebrar la victoria mientras nuestros muertos permanecieran insepultos. ¿Cómo hubiéramos podido regocijarnos con los ojos llenos de lágrimas? ¿Cómo habríamos podido celebrar los banquetes del triunfo mientras nuestros compañeros eran pasto de las aves carroñeras?
Cuando hubimos descansado, comido y bebido aquella agua tan dulce y clara hasta saciarnos, nos dirigimos al campo de batalla en busca de nuestros muertos; y no eran pocos: casi la mitad de los que habían partido a luchar no habían regresado. Calbha había sufrido las pérdidas más numerosas; la hueste de los cruinos había quedado diezmada. Los guerreros galanaes también habían pagado un precio muy alto, y Cynfarch estaba profundamente abatido. Llew y Scatha habían perdido menos hombres que los demás, pero la muerte de un solo hombre era para ellos una pérdida irreparable y por eso también ellos estaban muy entristecidos. Sólo la Bandada de Cuervos había salido incólume. Pero Bran y los Cuervos se unieron a nuestro dolor y nos acompañaron al campo de batalla para enterrar a los caídos.
Todos nuestros hermanos de armas recibieron las honras fúnebres que merecen los héroes. Como habían muerto juntos, los depositamos a todos en una enorme tumba con las lanzas en las manos y cubiertos por sus escudos. Luego los tapamos con sus mantos y levantamos un túmulo.
Mientras tanto, unos artesanos cortaron enormes lascas de piedra en el risco, y, cuando estuvo erigido el montículo, construimos un dolmen que señalara la tumba.
Ya era tarde cuando nos dedicamos a los muertos del enemigo. El sol se había puesto y las estrellas brillaban en el cielo de la noche.
–Que esperen -comentó Cynan-. Tenían muchas ganas de conquistar esta tierra; que disfruten pues de los frutos de su esfuerzo.
Pero Llew echó una ojeada al montón de cadáveres.
–No, Cynan -dijo-, no está bien. La mayoría de ellos no eran guerreros de Meldron.
–Pero luchaban a su lado. Murieron por él. Que él se encargue de ellos -replicó Cynan con tono amargo.
–Hermano -lo apaciguó Llew-, observa a tu alrededor. Mira a esos hombres. Eran granjeros, eran muchachos inexpertos, campesinos, leñadores y pastores. No había sitio para ellos en esta lucha. El Salvaje Sabueso los utilizó cruelmente y los arrojó a la muerte. Nosotros hemos sufrido mucho, pero ellos también han sido víctimas de la brutalidad de Meldron. Al menos, ofrezcámosles nosotros un poco de respeto a la hora de la muerte.
Cynan asintió de mala gana. Se rascó el cuello mientras contemplaba la llanura cubierta por las sombras; sus ojos azules brillaban con la poca luz que quedaba.
–¿Qué sugieres que hagamos?
–Enterrémoslos como hemos hecho con los nuestros -dijo Llew.
–No lo merecen -observó Cynan.
–Quizá no -asintió Llew-, pero lo haremos de todos modos.
–¿Por qué? – preguntó Cynan.
–¡Porque nosotros estamos vivos y tenemos una oportunidad, y ellos en cambio no! – repuso con pasión Llew-. Lo haremos por ellos y también por nosotros mismos.
Cynan sacudió la cabeza.
–Ellos nunca notarán esa diferencia.
–Pero nosotros sí -replicó Llew.
–Es una buena idea -intervine-. Pero ya no hay luz y estamos cansados. Vayamos a descansar y mañana será otro día.
A Llew no le agradó la idea y sacudió la cabeza; yo me apresuré a añadir:
–Mañana erigiremos un dolmen sobre la tumba. Cuando lo veamos nos acordaremos de lo horrible que puede llegar a ser el miedo y con qué facilidad puede dominar el alma de un ser humano.
Llew contempló el campo de batalla sumido en las sombras; él mismo era poco menos que una silueta oscura recortada en el paisaje a la luz del crepúsculo.
–Marchaos los dos. Descansad y dormid. Yo no reposaré hasta que el último rastro de Meldron sea borrado.
Se alejó, solo.
–Pues tardará mucho en poder dormir -comentó Cynan mirándolo marcharse-. No hay hogar ni colina en toda Albión que no lleve la marca de la plaga de Meldron. Clanna na cù, Tegid. ¿Habías oído alguna vez algo parecido?
–No -tuve que confesar-. Jamás. Pero comienza un nuevo orden. Creo que vamos a tener que aprender muchas novedades. – Le puse la mano en el hombro y añadí-: Ordena que traigan antorchas y comida. Trabajaremos toda la noche.
En efecto, trabajamos durante toda la noche y durante todo el caluroso día que siguió. El pueblo de Dinas Dwr y sus antiguos enemigos trabajaron hombro con hombro, con infatigable ardor. Cuando terminamos, en la llanura se levantaban dos montículos: uno a los pies de Druim Vran, en el que estaban enterrados nuestros hermanos de armas; el otro al otro lado del río, donde habían caído tantos hombres de Meldron. Fue un noble gesto y el pueblo comprendió su significado, aunque no la prisa de Llew por llevarlo a cabo. Había dicho que no descansaría hasta que el trabajo acabara, y creo que lo había dicho de todo corazón. De todas formas era cierto que no habría un nuevo mañana hasta que el ayer estuviera del todo enterrado.
Cuando los equipos de obreros hubieron terminado de colocar las lascas en el dolmen, el sol se estaba poniendo y derramaba sus débiles rayos sobre la tierra del montículo. La sombra del dolmen se proyectaba sobre la verde llanura. Ordené a Gwion que me trajera el arpa y congregué a todo el pueblo para cantar el Lamento por los Valientes.
Hacía muchísimo tiempo que la consoladora música del arpa no se oía entre nosotros, y muchos unieron sus voces a la canción; el pueblo lloraba al escuchar la melodía. Eran lágrimas de dolor, sí, pero también de alivio. Cantábamos, y las lágrimas fluían de nuestros ojos y de nuestras almas.
Cuando hubimos terminado el lamento, pidieron más canciones. Yo acaricié las cuerdas del arpa mientras pensaba qué podía cantar, qué regalo podía ofrecerles. Me sentía muy a gusto con el arpa apoyada en el hombro; mis dedos no tardaron en encontrar las notas y comencé a cantar la canción que me había sido inspirada. A medida que cantaba, las palabras iluminaban una vez más la visión, que empezaba a hacerse realidad en el mundo de los hombres.
Canté a la escalonada cañada hundida en el frondoso bosque, los pinos altos que se alzaban hacia el cielo… Canté al trono de asta erigido en un montículo herboso y cubierto por una piel de buey blanca como la nieve… Canté al bruñido escudo en el que se había posado un cuervo con las alas abiertas que llenaba la cañada con su austero graznido… Canté a la almenara cuyo fuego se elevaba al cielo de la noche y era respondido de colina en colina… Canté al jinete montado en un caballo bayo que emergía entre la niebla gris y cuyos cascos iban arrancando chispas de las piedras… Canté al batallón de guerreros que se bañaban en el lago de la montaña mientras las aguas se iban tiñendo de la roja sangre de sus heridas… Canté a la mujer vestida de blanco, de pie, en una frondosa enramada, mientras la luz del sol hacía resplandecer sus cabellos con un fuego dorado… Canté al cairn, a la tumba de los héroes…
Mientras cantaba, el sol poniente teñía de rojo y oro los cielos. Las nubes parecían dedos de fuego que atravesaran la bóveda celeste. Era la hora-entre-horas, y yo cantaba ante un dolmen, ante un lugar sagrado; las palabras que pronunciaba devenían chispas que prendían en el corazón de los hombres. Y yo creía firmemente que lo que cantaba iba a suceder; tenía que suceder.
–No es justo que los guerreros del Salvaje Sabueso respiren entre nosotros mientras nuestros hermanos de armas yacen yertos bajo la tierra -dijo Cynfarch con firmeza- Debe hacerse justicia.
–Tiene razón -añadió Calbha-. Cuanto antes terminemos, mejor. Propongo que lo hagamos ahora mismo.
Llew me miró.
–¿Qué opinas, Tegid?
Yo miré a un rey, luego al otro; ambos eran hombres inexorables y no se apaciguarían hasta que se hubiera hecho justicia.
–Es verdad -dije-. Tarde o temprano tendremos que tomar una decisión. Es mejor hacerlo cuanto antes.
–De acuerdo, pues -asintió Llew-. Nos reuniremos en la orilla del lago.
Abandonamos el crannog y nos dirigimos a los almacenes donde estaban encerrados los prisioneros bajo estricta vigilancia desde la muerte de Meldron. Nos instalamos frente al lago sobre pieles de buey; Bran se sentó a la derecha de Llew, yo a la izquierda. Scatha estaba entre Cynan y yo; Cynfarch y Calbha completaban el círculo. Muchos habitantes de Dinas Dwr se congregaron detrás de nosotros; entre ellos distinguí la frágil figura de Nettles, inmóvil en la primera fila.
Los Cuervos trajeron ante nuestra presencia a los prisioneros: cincuenta guerreros de la Manada de Lobos y Siawn Hy era todo lo que quedaba de la banda de Meldron. Les habían atado las manos con cuerdas y los pies con cadenas, y habían sido despojados de los amuletos que contenían las Piedras Cantarinas.
Cynfarch fue el primero en tomar la palabra. Observó con mirada fría a los prisioneros y dijo:
–¿Hay alguien que quiera hablar por ellos?
Como no hubo respuesta, preguntó:
–¿Quién es vuestro jefe?
Siawn Hy irguió la cabeza.
–¿Cómo os atrevéis a juzgarnos? ¿Quién os confiere el derecho a hacerlo?
–La soberanía de Caledon me otorga a mí ese derecho -repuso Cynfarch-. Tú y los que están contigo habéis asesinado a mi pueblo y arrasado mi tierra. Habéis violado, robado y destruido…
–¡Seguíamos a nuestro rey! – le espetó Siawn-. Lo servíamos como a ti te sirven tus guerreros. Sin embargo, tú llamas a nuestra lealtad traición y a nuestra fidelidad, una ofensa contra la soberanía.
–¡Sois una cuadrilla de ladrones y asesinos! – gritó Cynan-. ¡Habéis sembrado la destrucción por doquier!
–No hemos hecho nada que no hayáis hecho también vosotros mismos -replicó Siawn-. ¿Quién entre vosotros no ha alzado su espada contra otro? ¿Quién entre vosotros no se ha apropiado de algo que no le pertenecía?
Cynfarch y Calbha no supieron qué contestar. Siawn sonrió satisfecho.
–Habéis hecho todo eso y mucho más -insinuó taimadamente- y os habéis justificado a vosotros mismos diciendo: «Somos reyes, es nuestro derecho». Pero cuando un hombre como Meldron destaca, lo llamáis ladrón y asesino. Los hombres débiles son todos iguales: se convierten en cobardes ante la presencia de un hombre fuerte. Estáis encolerizados y llamáis a vuestra ira derecho; sois débiles y llamáis a vuestra debilidad virtud. No obstante, cualquiera de vosotros habría hecho lo mismo que Meldron, si hubierais tenido el coraje suficiente. Os contentáis con vuestros insignificantes reinos, pero sólo porque no os atrevéis a apoderaros de más.
–¡Silencio! – rugió Cynfarch.
Pero Siawn Hy se echó a reír.
–¡Ya lo veis! Es la pura verdad. Me mandáis callar porque no os agrada oír las verdades. Nos condenáis por lo que os falta a vosotros: la voluntad y el coraje para hacer lo que hizo Meldron.
Calbha se puso en pie.
–¡Mentiroso! – rugió-. ¡No estoy dispuesto a escucharte!
Siawn no se amilanó.
–¿Por qué no, Calbha? – preguntó-. ¿Has olvidado tus guerras con Meldryn Mawr? Mi memoria me dice que estallaron por un insulto a unos perros de caza. Y tú lo utilizaste como excusa para apoderarte de algunos territorios de Prydain, ¿no te acuerdas?
Calbha miró ceñudo al descarado prisionero que estaba ante él, pasmado de que Siawn Hy recordara aquellas viejas rencillas y se las echara en cara ahora.
–Eso era muy diferente -murmuró el rey cruino.
Yo recordaba muy bien la pelea que tan astutamente había mencionado Siawn Hy. Calbha y Meldryn Mawr habían librado una serie de batallas que habían comenzado por un comentario acerca de los sabuesos de Meldryn. No podía negarse la verdad de lo que Siawn afirmaba. Con un golpe maestro había logrado desarmar a Calbha.
–Calbha y Meldryn Mawr arreglaron sus rencillas hace mucho tiempo -intervino Cynfarch acudiendo en ayuda del rey cruino-. Además, en estos momentos no es asunto de nuestra incumbencia. Ahora estamos juzgando las acciones de Meldron.
–Ya habéis ajustado cuentas con Meldron -repuso Siawn-. ¿Por qué nos juzgáis ahora por sus ofensas?
–No habría podido hacer lo que hizo -dijo Bran-, si no hubiera contado con vuestro apoyo.
–¿Es que es un crimen apoyar al rey? – preguntó Siawn Hy. La Manada de Lobos se irguió con orgullo; parecía haber recuperado la confianza-. Tú abandonaste a tu señor, ¿crees que eso te da derecho a juzgarme?
Bran miró a Siawn como si contemplara a una serpiente a la que hay que aplastar.
–No fue como dices. Deformas la verdad para que tus mentiras encajen.
–¿Eso crees? – sonrió Siawn-. Te aseguro que, si Meldron hubiera vencido, estarías tú respondiendo por tu traición. Esa es la pura verdad. Niégala si puedes.
Llew se inclinó hacia mí.
–¿Te das cuenta ahora de cómo es? Es un verdadero maestro en el arte de la argumentación. Pronto nos tendrá a su merced.
–¿Qué piensas hacer?
–El juicio fue idea de Cynfarch, no mía -dijo frunciendo el entrecejo-. Supongo que debo esperar y ver qué ocurre.
Miró en torno como buscando a alguien.
–¿Dónde está Nettles?
–Ahí mismo. ¿Por qué?
–Llámalo; creo que debería estar con nosotros. Quizá lo necesitemos.
Me levanté y me dirigí hacia la multitud. Se había ido congregando mucha gente y no vi al profesor; pero él sí me vio buscarlo y acudió enseguida a mi lado.
–Llew pregunta por ti -le dije-. Quiere que te reúnas con nosotros.
El hombrecillo no contestó; se limitó a asentir como si entendiera. Regresamos al consejo y nos sentamos junto a Llew. Calbha estaba hablando otra vez.
–Nettles…, ya estás aquí -lo saludó Llew al vernos-. Me alegro. Escucha: no disponemos de mucho tiempo. – Hizo una pausa-. ¿Comprendes?
–Sí -repuso el hombrecillo de cabellos blancos.
–Muy bien. Trataré de explicarte lo que está ocurriendo de la forma más sencilla. – Señaló a los prisioneros alineados frente a nosotros junto a la orilla del lago, cuyas sombras alargaba el sol poniente-. Los están juzgando…, ¿entiendes?
–Un consejo de guerra -repuso Nettles asintiendo-. Entiendo.
–Bien -dijo Llew mirándome-. Muy bien.
Calbha terminó de hablar y Scatha, que hasta entonces había permanecido en silencio, tomó la palabra.
–Hablaste muy bien de lealtad y derechos -comenzó-. Pese a ello atacaste Ynys Sci, rompiendo los juramentos de lealtad que han sido respetados durante muchas generaciones. Por eso voy a juzgarte.
–Oh, sí, Scatha, Supremo Jefe de Guerra, me inclino ante ti, que has enseñado a tantos guerreros el arte de asesinar -replicó Siawn con una voz cortante como el filo de un cuchillo-. Mientras tus artes eran practicadas contra otros, estabas muy satisfecha. Pero, en cuanto tu reino es invadido, clamas justicia. Enseñas a los hombres a matar, los armas y los envías de regreso a su tierra, pero consideras una ofensa que empleen las habilidades que les inculcaste. ¡Qué mezquina y absurda eres, Pen-y-Cat!
Siawn se burlaba de todos en sus crueles argumentaciones y los vencía con su lengua viperina. Cynfarch y Calbha no esperaban tal reacción y estaban muy inquietos. Hacía sólo unos momentos, estaban muy seguros de sus derechos, pero ahora no sabían qué responder y se pusieron a conferenciar entre ellos. Llew miró a Nettles.
–Aquél es Simon -explicó-. ¿Te acuerdas de él?
El hombrecillo asintió y escrutó a Siawn. Dijo algo en su lengua a Llew, quien le respondió y luego se dirigió a mí.
–Nettles dice que Weston y los otros, los dyn dythri que enviamos de vuelta a su mundo, estaban en comunicación con Simon. Intentaban reunirse con él. Simon ha puesto en peligro a Albión desde el principio. Trazó su plan con Meldron con la intención de aprovecharse de cualquier situación para su propio provecho.
–En estos momentos Meldron está en Uffern -observé yo-. Creo que ha llegado la hora de que Siawn Hy se reúna con su señor.
Siawn, sonriendo abiertamente, exclamó en voz alta:
–¡No tenéis derecho a juzgarnos! ¡Dejadnos libres!
Llew me miró; me di cuenta de que estaba sopesando la decisión en su mente.
–Tú eres el rey por derecho -le dije posando mi mano en su mano de plata-. A ti te corresponde impartir justicia. Decidas lo que decidas, yo te apoyaré.
Siawn Hy había desafiado de nuevo al consejo y esta vez le respondió Llew:
–Has dicho que no tenemos derecho a juzgarte, pero estás en un error. Hay alguien libre de culpa que puede pedirte cuentas.
–¿Quién? – gruñó Siawn-. Que venga a condenarnos si es que está aquí.
La jauría de Lobos coreó a su jefe y comenzó a pedir que se presentara el acusador inocente si es que estaba allí.
Llew se puso en pie.
–Yo estoy libre le culpa -declaró con toda sencillez- No te he hecho mal alguno y sin embargo me has tratado con maldad e injusticia. Por eso y por toda la sangre inocente que ha sido derramada, te condeno.
Una amplia sonrisa de triunfo iluminó el rostro de Siawn.
–Condéname todo lo que quieras, amigo mío. No eres rey y por tanto no tienes derecho a juzgarme.
–Sí soy rey -replicó Llew-. La soberanía sólo puede ser conferida por el Bardo Supremo. La dignidad real de Prydain me fue entregada por Tegid Tathal en el rito del Tán n'Righ.
Siawn soltó una potente y seca carcajada. Cuando habló, había en su voz un pavoroso rencor.
–¿Tú, rey? ¡Eres un tullido, amigo mío! Un manco no puede ser rey.
Pero Llew alzó la mano y dobló uno a uno todos los dedos. Todos, incluso yo mismo, contemplamos boquiabiertos aquella maravilla. ¡La mano parecía real!
–Como puedes comprobar, Simon, ya no soy un tullido -dijo Llew; se volvió para que todos pudieran verlo y alzó la voz para que todos lo oyeran-. Con esta mano recupero la dignidad real que me fue robada.
–¿Quién te reconoce como rey? – repuso con tono salvaje Siawn Hy, y me di cuenta de que por primera vez había en su voz un deje de desesperación-. ¿Quiénes son tus súbditos?
–Yo lo reconozco como rey -afirmó Bran con voz tranquila-. Yo soy su súbdito y su servidor.
–Tú rechazaste a tu propio rey, Bran Bresal. Lo abandonaste cuando te convino. Puesto que te arrogas ese derecho, propongo que todos tengamos la misma oportunidad, que podamos jurar fidelidad a un nuevo señor.
Estas palabras sembraron el desconcierto en el consejo.
–Quizás habría que darles una oportunidad -observó Calbha, nervioso-. Pero ¿cómo podríamos confiar en ellos?
–¿Qué oportunidad tuvieron nuestros muertos? – replicó Llew-. ¿Qué oportunidad tuvieron los que fueron violados y asesinados? – añadió mirando a Siawn y a la Manada con expresión inexorable-. Cada vez que blandisteis la espada y alzasteis la lanza tuvisteis una oportunidad de elegir, y efectivamente elegisteis.
–Tiene razón -lo apoyó Scatha-. Sobradas veces han elegido ya a quién servir.
–Estoy de acuerdo -coincidió Cynan-. Si hay que brindarles una elección, entonces que elijan si quieren morir por su mano o por las nuestras.
Cynfarch y Calbha expresaron su acuerdo.
–Entonces está decidido -declaró Llew encarándose con los prisioneros-. Os condeno por haber apoyado al usurpador Meldron. Y exijo que la deuda de sangre sea pagada con sangre.
–Llew -dijo Scatha-, permíteme que te ayude en este asunto. A quien le falte valor para matarse, le brindo el mío, que es más que suficiente para hacerlo.
–Que así sea -repuso Llew.
Los prisioneros fueron llevados al otro lado de Druim Vran, a la llanura que se extendía al pie del risco. Fueron conducidos hasta el túmulo fúnebre de sus compañeros y fueron ordenados en filas.
Nosotros nos quedamos al pie del montículo, de espaldas al sol poniente. Había acudido mucha gente a contemplar la ejecución, aunque muchos habían visto ya demasiada sangre y habían preferido quedarse en Dinas Dwr. Goewyn y Nettles estaban entre los que nos acompañaron y observaron en primera fila cómo se les iba dando a los condenados, uno tras otro, la oportunidad de darse muerte o perecer a manos de Scatha.
Treinta guerreros empuñaron su propia espada y se dejaron caer sobre ella; algunos morían con un grito, otros en silencio. Los demás eligieron morir a manos de Scatha. La mujer no titubeó ni le tembló la mano una sola vez. A medida que iban muriendo, los hombres de Cynan llevaban los cadáveres al montículo y los dejaban en torno al dolmen para que sirvieran de pasto a aves y fieras.
Luego, con el último destello de sol en el oeste, le tocó el turno a Siawn.
–Dame la espada. Yo mismo me daré muerte.
Garanaw y Emyr, que estaban a ambos lados del condenado, miraron a Llew, y éste asintió. Scatha se hizo a un lado, y Garanaw puso la empuñadura de su espada entre las manos atadas de Siawn, y…
… antes de que Garanaw tuviera tiempo de retirar su mano, Siawn dio la vuelta a la hoja y se la deslizó con rapidez entre las piernas. Cortó las ligaduras y echó a correr en el preciso instante en que la espada de Emyr le pasaba rozando sobre la cabeza. Siguió corriendo a toda velocidad hacia el río gritando algo que no entendí.
Antes de que alguno de nosotros pudiera reaccionar, había llegado al río. Sin dejar de gritar, se giró para mirarnos con una sonrisa de triunfo en los labios y, con las manos aún atadas, alzó la espada a modo de burlesco saludo.
La lanza de Bran voló por los aires antes de que nos apercibiéramos que la había arrojado. El esbelto proyectil parecía una mancha azul en el cielo del crepúsculo, una línea blanquiazul en la tenue luz del anochecer. Vimos que Siawn dejaba caer la espada y retrocedía apretándose con las manos el pecho, de donde sobresalía el astil de la lanza de Bran. El ímpetu del lanzazo de Bran empujó a Siawn Hy hasta la orilla del río. Con un pie en el agua y otro en tierra gritó algo que tampoco entendí y cayó. Era precisamente la hora-entre-horas.
Mientras caía, su cuerpo pareció desvanecerse. Se había metido en el agua…, lo vi muy bien. Pero ¿podía confiar en mis ojos? En efecto, no se oyó chapoteo alguno, ni encontramos el cuerpo cuando registramos el lugar. Siawn Hy se había desvanecido.
–Ha vuelto a casa -dijo Llew mirando fijamente el agua-. Siempre quise enviarlo de regreso, pero pensé que lo haría con vida.
–Él lo eligió.
–No -replicó Llew-. Fui yo.
El crepúsculo descendió sobre el valle; las primeras estrellas habían empezado a brillar y la luna resplandecía en el horizonte. Llew miró al pueblo de Dinas Dwr, su pueblo, y a los reyes, guerreros y amigos que lo miraban.
–Se ha hecho justicia -declaró-. La deuda de sangre ha sido saldada.
–¡Salud, Llew Mano de Plata! – exclamó Bran alzando su lanza.
La Bandada de Cuervos coreó su grito, y el pueblo prorrumpió en vítores.
–¡Mano de Plata! ¡Mano de Plata! ¡Mano de Plata!
Llew alzó la mano; la plata brilló a la luz del crepúsculo, y yo vi en el destello de plata el resplandeciente esplendor de un rey.
Goewyn apareció caminando por la orilla del río; sin mirar a nadie, sin decir una palabra, se acercó a Llew. Todos los ojos se clavaron en aquella esbelta figura vestida con una túnica blanca y un manto azul sobre los hombros. La luna se reflejaba en sus rubios cabellos de oro, y la muchacha parecía brillar como una estrella de la tierra.
Llevaba en las manos una pequeña arca de madera de roble, que, según la tradición de los bardos, es la madera de la inspiración. Depositó el arca a los pies de Llew, se irguió, se llevó el dorso de la mano a la frente y retrocedió unos pasos. Llew se inclinó y cogió el arca. La abrió, la levantó en alto y la inclinó un poco para que todos la vieran. Dentro había unas piedrecitas blancas: las Piedras Cantarinas.
Llew sacó una de las piedras y la mostró a la multitud. Vi que los dedos de plata se movían y doblaban mientras apretaba la piedra contra la palma de plata. Un sonido como el de un coro de truenos salió de la piedra, un sonido claro como la voz de las estrellas y límpido como las piedras preciosas que recorren los cielos; un sonido como si diez mil melodiosas arpas emitieran la conmovedora música de Oran Mor, el Celestial Músico; un sonido que venía de más allá del mundo, que nacía de la Mano Segura y Certera.
Mi espíritu se elevó ligero y me pareció que se fundía con aquel sonido sin par. Perdí la conciencia de mí y del lugar donde me encontraba, y pasé a formar parte de la melodía que sentía brotar de mi corazón. Abrí la boca, pero no fue mi voz la que se elevó en el crepúsculo, sino la de la Canción de Albión.
¡Gloria del sol! ¡Estrella rutilante de los cielos! ¡Luz de luz, Excelsa y Sagrada tierra que resplandece con las bendiciones del Sumo Dador! ¡Eterno don para la Raza de Albión!
¡Surcada por incontables ríos! Piélago de azules aguas, playa de blancas olas, firmamento sacrosanto, exaltada por el poder del Único, y bendecida por su paz. ¡Fuente de maravillas para los Descendientes de Albión!
¡Deslumbrante con la pureza sin par de su verdor! Hermosa como el esplendoroso destello de la esmeralda, resplandecen sus profundas cañadas, brillan sus campos de labor. ¡Gema de incalculable valor para los Hijos de Albión!
¡Rica en picos coronados de nieve, inconmensurablemente vasta! ¡Fortaleza de escarpadas montañas! ¡Elevadas alturas, oscurecidas por los bosques y enrojecidas por
veloces ciervos, proclaman al viento el orgulloso esplendor de Albión!
¡Veloces caballos cruzan las praderas! ¡Gráciles rebaños beben hidromiel en dorados ríos, retumban poderosos cascos en atronadora alabanza al Supremo Sabedor, fuente de alegría para el corazón de Albión!
Dorado es el grano del Supremo Dador, generosa la liberalidad de los fértiles campos. La tierra tiene el color rojo y oro de las manzanas, la dulzura de los esplendorosos paneles de miel. ¡Es un milagro de abundancia para las tribus de Albión!
De plata es el tributo de las redes, numerosísimo el tesoro de las felices aguas; salpicando de marrón las laderas,
lustrosos rebaños sirven al Señor del Festín. ¡Una maravilla de abundancia para las mesas de Albión!
Hombres sabios, Bardos de la Verdad, audazmente
inflaman sus corazones con la Creación.
¡La sabiduría,
la clarividencia,
la gloria de la verdad pertenece a los hombres de Albión!
¡Encendida en las llamas celestiales, fraguada
en el abrasador fuego del Amor,
inflamada de la pasión más pura,
abrasada en el corazón del Creador,
una esplendorosa bendición ilumina Albión!
Nobles señores, de rodillas en señal de adoración,
hicieron votos perpetuos
de abrazar la causa de la misericordia,
de honrar eternamente al jefe de los jefes.
¡La vida más allá de la muerte fue prometida a los Hijos de Albión!
La dignidad real surgió de la infinita Virtud,
forjada por la Mano Salvadora,
con la osadía que nace de la Honradez,
con la valentía que nace de la justicia.
¡Una espada de honor para defender a los Clanes de Albión!
Formada con los Nueve Elementos Sagrados,
fraguada por el Amor y la Luz del Señor,
Gracia de las Gracias, Verdad de las Verdades,
llamada al Día de la Lucha,
¡Aird Righ reinará para siempre en Albión!
Cuando me desperté, era noche cerrada. En mi cabaña del crannog, yacía sobre una piel de buey amarillenta, pero ignoraba cómo había llegado hasta allí. El aire estaba silencioso y tranquilo, y el calor del día había menguado considerablemente. Al principio pensé que me había despertado el eco de la Canción. Me quedé acostado sin moverme aguzando el oído en la oscuridad. Al cabo de un rato oí de nuevo el sonido y sentí en el rostro una ligera brisa.
Me levanté y salí de la cabaña mientras en los cielos retumbaba un trueno y comenzaban a caer las primeras gotas de lluvia, unos goterones gruesos como las cuentas de un collar. Aspiré en el aire el fresco perfume de la lluvia.
Retumbó otro trueno y se oyó un ruido que hacía tiempo no se oía en Albión: el sonido del viento y de la lluvia barriendo las circundantes colinas. La música de la tempestad llenó la cañada y resonó en el bosque; la lluvia se desencadenó desde Druim Vran y avanzó hasta Dinas Dwr a través del lago.
Alertada por la tormenta, la gente salía de las cabañas. Elevaban los ojos al cielo y dejaban que la bendita lluvia les bañara el rostro. Mientras arreciaba la lluvia, estallaban los relámpagos y respondían los truenos con su poderoso estruendo. La gente cogía agua con las manos y se lavaban los miembros y las cabezas tan duramente castigados por el calor; los hombres reían y besaban a sus mujeres; los niños bailaban con los pies descalzos mientras el agua les empapaba la piel.
Mi visión interior se despertó de nuevo con el eco de las risas y del general regocijo. Con los ojos de la mente vi cómo las colinas se cubrían de verdor, los arroyos brotaban y los ríos volvían a correr. Vi cómo el ganado engordaba y las espigas crecían en los campos; los manzanos se doblaban con el peso de sus frutos; las nueces, las avellanas y los hayucos engordaban en sus cáscaras. Los peces nadaban en las aguas límpidas de los lagos mientras los patos, los ánsares y los cisnes anidaban en los bajíos. La leche se llenaba de blanca espuma y el dorado hidromiel brillaba en las tazas; apetitosa cerveza colmaba las jarras y sabrosos panes llenaban los hornos; los platos rebosaban de pescado y carne de todas clases: cerdo, venado, buey, aves. En toda Albión los hambrientos comían hasta hartarse y los sedientos bebían hasta saciarse.
Porque había acabado la larga opresión de sequía y muerte, y había comenzado el reinado de Mano de Plata.
Annwn o Uffern: el submundo de la mitología céltica, los infiernos, donde reinaban los dioses malignos, los dioses de la muerte y de la noche que, según dicha mitología, llegaron a Irlanda antes que los Tuatha De Danann, los dioses de la luz y de la vida, porque el mal precede al bien, del mismo modo que la noche precede al día.
ap: palabra celta que significa «hijo de».
Aryant Ol: ritual mortuorio en que los celtas forman dos hileras e iluminan con antorchas el camino del rey difunto hasta su tumba.
awen: espíritu que anima la sabiduría del bardo.
banfáith: profetisa. Las banfáith escrutaban el futuro y hablaban al pueblo en nombre del Dagda.
banfilidh: mujer filidh; arpista.
beahn sidhe o banshee: habitantes del Otro Mundo.
Beltane: antigua fiesta celta; el primero de mayo, según el calendario cristiano.
bodhran: instrumento celta, parecido al tambor.
brandub: juego de habilidad y azar.
breecs: prenda de vestir celta; una especie de pantalones.
brehon: uno de los grados de la dignidad de bardo; eran la mano derecha de los Bardos Supremos.
buskin: calzado utilizado por los celtas.
caer: en céltico significa «plaza fuerte» o «pueblo amurallado». Esta palabra ha dado lugar a muchos topónimos galeses; por ejemplo, Cardiff.
cairn: montón de piedras levantado en el suelo a modo de señal. Podía indicar el emplazamiento de una tumba, un lugar de reunión o simplemente un lugar sagrado.
carynx: instrumento celta, parecido a la trompeta.
cawganog: una de las dos subdivisiones del rango de mabinog.
crannog: construcción hecha sobre la superficie del agua.
cruinos: tribu celta.
cupanog: una de las dos subdivisiones del rango de mabinog.
curragh: pequeña embarcación con casco de cuero.
Dagda: es el dios supremo de la mitología celta; su nombre significa «buen dios». Era el jefe de los Tuatha De Danann, los dioses del día, de la luz y de la vida; de ellos emanaba la ciencia de los druidas.
deosil: término celta que significaba «la órbita del sol».
derwydd: una de las muchas formas celtas de designar a los druidas; «derw» significa en galés «roble», y la mayoría de los druidas acostumbraban llevar una vara de esa madera, símbolo de su rango.
dyn dythri: para los celtas, habitante del Otro Mundo.
filidh: aprendiz de druida; eran además consumados arpistas y hábiles contadores de historias.
fidchell: juego de habilidad y azar.
geas: voto de silencio en señal de luto.
goidélico: dialecto céltico. Los dialectos célticos se dividen en tres grupos: el celta continental, representado por el galo; el británico, hablado en Gran Bretaña y del que surgieron el actual galés, el desaparecido córnico y el bretón armoricano, llevado a Bretaña por colonos británicos; por último, el gaélico o goidélico, constituido por el irlandés, el gaélico de Escocia y el manx o dialecto de la isla de Man.
gorsedd: asamblea de bardos.
gwyddbwyll: juego de estrategia parecido al ajedrez o a las damas.
gwyddon: bardo experto en agricultura y ganadería; tenía además conocimientos de medicina.
gyd: nombre que en céltico designaba a la primavera.
hurley: juego parecido al hockey, que aún se practica en Irlanda.
isla de Iona: es la isla de Hy, en el canal de San Jorge, entre Escocia e Irlanda; en ella se han hallado numerosos vestigios del arte celta.
llwyddios: tribu celta.
llys: en céltico significaba «corte» y por extensión designaba a la asamblea reunida y presidida por el rey para administrar justicia.
mabinog: alumno o aprendiz de bardo. De esta palabra celta deriva el término «Mabinogion», con el que se denominan los relatos legendarios en prosa y en lengua galesa antigua recopilados en dos manuscritos: El libro blanco de Rydderch (s. XIII) y El libro rojo de Hergest (principios del s. XIV). Algunas de sus historias se conservan fragmentariamente en manuscritos más antiguos (s. XI). La sustancia de las leyendas, transmitidas oralmente y modificadas a lo largo de los siglos, se remonta a la época de decadencia del mundo celta en Gran Bretaña, es decir, a los siglos VI y VII.
mertanos: tribu celta.
naud: en céltico significaba «derecho de asilo».
ogam: nombre derivado del de un personaje de las leyendas irlandesas llamado Ogam, autor mítico del alfabeto secreto de los bardos. El ogam es la más antigua escritura céltica conocida; fue inventada en Irlanda y empleada en Escocia, Gales e Inglaterra por emigrados irlandeses. Las letras están formadas por caracteres más o menos largos, colocados encima, debajo o transversalmente a una línea de base. Se han hallado unas trescientas inscripciones en escritura ogam, la mayor parte en Irlanda; las más antiguas datan del siglo IV.
omphalos: piedra de forma redondeada y cónica que se encontraba en el templo de Apolo en Delfos. La leyenda suponía que indicaba el centro de la Tierra. Por analogía, se ha designado con este nombre a cualquier lugar de confluencias sobrenaturales que tuviera forma cónica, como las colinas y los montículos.
penderwydd: autoridad religiosa superior entre los bardos; Sumo Druida, Bardo Supremo.
Phantarch: Patriarca Supremo de los bardos de Albión; estaba por encima del grado de penderwydd; protegía y conservaba la Canción de Albión, símbolo de la esencia céltica.
rhylla: nombre que en céltico designaba al otoño.
Samhein una de las fechas más importantes del calendario celta, que coincide más o menos con el primero de noviembre del calendario cristiano. Los celtas creían que durante la noche de la víspera del Samhein, el mundo de los dioses se hacía visible a los mortales; de ahí que se desarrollaran portentos y desgracias.
san Columbán: en irlandés Columkill; religioso irlandés, el más célebre de los santos irlandeses después de san Patricio. Príncipe de la familia real de Tircornaill, abrazó el estado monacal y fundó el monasterio de Derry; recibió del rey de Dalriada la isla de Iona y fundó allí un nuevo monasterio que llegó a ser el gran foco misionero y cultural de la cristiandad irlandesa.
siarc: prenda de vestir celta; una especie de camisa.
sollen: nombre que en céltico designaba al invierno.
taithchwant: en céltico significaba «pasión irreprimible de marchar a recorrer y ver mundo».
ta'n coeth: planta seca que los celtas empleaban para encender la hoguera.
Tán n'Righ: Fuego del Rey, rito en el que se confiere la dignidad real a un pretendiente.
Taran Tafod: lenguaje secreto de los bardos.
vedeios: tribu celta.
ynys: en lengua celta significa «isla».
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15/11/2009
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