–Beith el abedul -recitaban-, luis el serbal, nuinn el fresno, fearn el aliso, saille el sauce, huath… el roble…
–No. Un momento -dije alzando la cabeza-. ¿Huath el roble? ¿Estáis seguros?
Guardaron silencio unos instantes; luego Daned se aventuró a decir:
–¿Huath es el acebo?
–No, pero algo parecido. Piensa. ¿Qué es?
–¿El espino? – preguntó Iollo.
–Exacto. Continuad.
–Huath el espino, duir el roble -siguieron recitando.
–Desde el principio -ordené-. Empezad otra vez.
–¿Otra vez? – protestó Gwion-. Hace demasiado calor para pensar. Y además, estoy harto de árboles. Me apetece hablar de otras cosas.
En otra ocasión yo habría insistido en que acabaran la recitación, pero Gwion tenía razón: hacía demasiado calor para pensar, demasiado calor para moverse. Desde alban heruin, el día más largo, los días se habían ido haciendo más y más calurosos. El sol brillaba en un cielo blanco como metal fundido en un horno e iba marchitando todo lo verde que quedaba en la tierra. El aire estaba pesado, cargado; no soplaba la menor brisa ni se movía una hoja.
–Muy bien -asentí a regañadientes-. ¿De qué te gustaría hablar?
–De peces -contestó Gwion.
–De acuerdo, recitad el ogham de los peces -sugerí.
–Por favor, penderwydd -intervino Iollo-, ¿de veras tenemos que hacerlo?
Dudé unos instantes, y Gwion aprovechó la oportunidad al vuelo.
–Quiero saber cosas del salmón -se apresuró a decir.
–¿Qué quieres saber? – inquirí, presintiendo la treta.
–Por ejemplo -repuso con toda seriedad-, ¿por qué no hay salmones en nuestro lago?
–Pero ¡si ya sabéis la respuesta! – exclamé yo-. O deberíais saberla.
–Son peces de mar -aventuró Daned.
–Sí.
–Pero en nuestro río de Llogres había salmones -insistió Gwion- Y eso que estábamos muy lejos del mar.
–Iollo -dije yo-, ¿cuál es la principal diferencia entre el río y el mar?
–Los ríos y los arroyos tienen agua dulce, y el mar salada. ¿Por qué entonces hay salmones en los ríos? – preguntó tras reflexionar unos instantes.
–Eso te pregunto yo.
Gwion se dio cuenta de que la discusión se estaba desviando y trató de reconducirla otra vez.
–Pero ¿por qué no hay salmones en nuestro lago?
–En nuestro lago no desemboca ningún río -le explicó Iollo-. Por eso los salmones no pueden llegar hasta aquí.
–Sí hay un río -insistió Gwion-. Al otro lado de Druim Vran. Baja de la montaña y desemboca en el lago.
–¿Es cierto, penderwydd? – quiso saber Daned.
–Sí -repuse.
–Se lo enseñaré -se ofreció Gwion poniéndose en pie de un salto con demasiada prontitud, a mi juicio-. ¿Me das tu permiso, penderwydd?
Dudé unos instantes. Gwion aguardó conteniendo el aliento. Sentado en el suelo, con mi vara sobre las rodillas, rememoré de pronto otro caluroso y bochornoso día en un umbrío bosquecillo; un día en que era yo quien, sentado en un tronco y atontado por el calor, me devanaba los sesos para recordar un pequeño detalle de un hecho, mientras me moría de ganas por conseguir el permiso de Ollathir para retirarme a dormitar.
–Bueno -asentí al fin-. Vayamos a descubrir la respuesta a ese acertijo. ¡Vamos al lago! ¡Condúcenos, Gwion!
Gwion dio un salto de alegría.
–¡Enseguida, maestro!
–¡En marcha, pues!
Los tres muchachos echaron a correr y descendieron por el camino que conducía al lago. Las ramas de los abedules aún se estremecían con los gritos de los niños, cuando oí los pasos de uno de ellos que regresaba. Poco después sentí que unos delgados brazos me abrazaban por la cintura y que una sudorosa cabecita se posaba en mi estómago. Gwion no pronunció palabra, pero su abrazo era de sobra elocuente. Le acaricié los húmedos cabellos, y el niño desapareció corriendo de nuevo.
Cogí el bastón y descendí por el camino que llevaba desde el soto al lago. Me detuve unos instantes en el sendero a plena luz del sol y sentí que su calor me abrasaba la cara y los brazos como una llamarada. Aquel bochorno me arrebataba las fuerzas y la voluntad; parecía un fenómeno casi sobrenatural.
Mientras permanecía quieto, oí un grito en el lago y luego un chapoteo que me indicó que uno de mis pupilos se había arrojado al agua. Mi visión interior se despertó y vi la imagen de otro rostro joven: el de una niña, consumida por el hambre y por la fatiga, cubierta de polvo y sudor, pero con los ojos iluminados por una firme determinación. Reconocí el rostro; lo había visto ya antes…
–Penderwydd! – gritó Gwion-. ¡Ven a nadar con nosotros!
Me acerqué a la orilla del lago y me senté sobre una peña. Me quité el siarc y los buskins y me puse en pie. La sensación del agua fresca en los pies era una verdadera gloria. Gwion me vio con el agua por los tobillos y me animó a gritos a que me reuniera con él.
¿Por qué no? Me quité los breecs y avancé unos pasos. El agua estaba deliciosa. Me metí hasta el cuello y sentí la redonda suavidad de las piedras del fondo del lago.
–¡Por aquí! ¡Por aquí, maestro! – gritaban mis mabinogi.
Me sumergí y nadé hacia ellos. Nos pusimos a juguetear en el agua, y nuestras voces resonaron en el quieto y mortecino ambiente. Poco después nuestros gritos fueron coreados por otros chillidos salvajes, exuberantes y alegres: los jóvenes aprendices de guerrero corrían también a meterse en el agua. Garanaw, siguiendo mi ejemplo, había dado permiso a sus pupilos para que se bañaran.
Nos alejamos de la orilla para dejar sitio a los guerreros.
–¡Aquí está más fría! – gritó Iollo.
–¡Mira! – exclamó Gwion.
Se sumergió en el agua y luego salió a la superficie soltando un chorro de agua por la boca.
–Abajo está aún más fría -informó.
–¡Yo puedo resistir mucho más tiempo bajo el agua! – fanfarroneó Daned, y su reto fue aceptado por los demás.
Los tres comenzaron a bucear y a agarrarse a las rocas del fondo para no emerger enseguida a la superficie. Continuaron jugando un buen rato mientras yo me contentaba con flotar perezosamente, hasta que un grito de Gwion llamó mi atención.
–Penderwydd! ¡He encontrado algo! Penderwydd!
Nadé hacia su voz.
–¿Qué es, Gwion?
–¡Aquí! – dijo él.
El agua no era demasiado profunda, así que me puse en pie y el muchacho depositó un objeto en mis manos.
–Al principio creí que era una simple piedra -explicó.
Di vueltas al objeto entre mis manos para examinar su forma. Iollo y Daned se acercaron nadando.
–¡Una escudilla! – exclamó Iollo-. ¿Dónde la encontraste?
–En el fondo del lago -respondió Gwion.
–Llew encontró una vasija en el agua cuando llegamos aquí -les conté.
–¿Cómo había venido a parar hasta el lago? – quiso saber Iollo.
–Esta región estuvo habitada en otros tiempos -respondí.
Examiné la labrada superficie de la escudilla, cubierta parcialmente por algas acuáticas.
–¡Yo también quiero encontrar una! – exclamó Iollo.
Comenzaron a bucear otra vez, y pensé que iban a ahogarse tratando de encontrar más tesoros. Era improbable que encontraran nada de valor, pero de pronto…
–Penderwydd! – gritó Iollo-. ¡He encontrado otra cosa… y es de plata!
Nadó hacia mí y yo le tendí las manos.
–¿Qué es? – preguntó.
–Tú eres quien tiene vista. ¿No sabes lo que es?
Depositó en mis manos el objeto. Mis dedos lo acariciaron: era un objeto pequeño y plano de metal pulido, aunque parecía tener algunas incisiones, una especie de dibujos en la superficie.
–Parece un pez -sugirió Gwion-, pero es plano y no tiene cola ni aletas.
–Hay una inscripción -añadió Iollo-. Aquí.
Me cogió la mano y me hizo presionar el dedo sobre el dibujo.
–¿Sabes qué es? – inquirió-. ¿Has visto alguna vez algo parecido?
–Parece una hoja -comentó Gwion.
–Es una hoja -confirmé.
–¿De plata? – dijo Iollo-. Debe de tener mucho valor.
–Sí, mucho -repliqué-. Es una ofrenda al dios de este lugar. Una hoja de abedul hecha de plata para honrar al señor del bosquecillo.
El hallazgo de la hoja de plata los animó aún más, y los jóvenes guerreros no tardaron en unirse a la búsqueda. Yo los dejé y me retiré a la orilla. Salí del agua y me tendí sobre las rocas para secarme al sol.
–¡Tegid! ¡Por fin te encuentro!
–Sí, Drustwn, aquí me tienes -dije incorporándome.
–Llew me envía a buscarte -explicó el moreno Cuervo.
Noté en su voz una nota de ansiedad y pregunté:
–¿Qué ha sucedido?
–Ha llegado un jinete de Dun Cruach. Llew me ordenó que te buscara. Bran y Calbha están ya con él.
–Si me sirves de guía llegaremos antes -repuse recogiendo mis ropas.
Me vestí y cogí el bastón.
Drustwn me condujo por la orilla del lago, me ayudó a subir a un bote y de un empujón lo alejó de la orilla al tiempo que saltaba a bordo, empuñaba el remo y comenzaba a bogar hacia el crannog.
Nuestra ciudad flotante había crecido considerablemente a medida que aumentaba el número de habitantes. El crannog tenía ya el aspecto de una verdadera isla, pues entre las viviendas habían crecido arbustos e incluso árboles y los terraplenes de la muralla de madera estaban cubiertos de matorrales. Un grupo de muchachas estaban pescando en el amarradero; hasta mí llegaba el chapoteo de sus pies en el agua y el alegre trino de su cháchara.
Drustwn saltó del bote en cuanto tocó el amarradero. Sentí su mano en mi brazo y no me soltó hasta que mis pies se posaron firmemente en el tosco entarimado. Entramos por la puerta principal de la muralla y fuimos atravesando una serie de patios intercomunicados hasta llegar al palacete, construido sobre una plataforma de tierra y piedra.
Aspiré el olor a humo rancio que salía por las puertas abiertas de las habitaciones y oí un tenue murmullo de voces procedente de la más alejada de todas, en la que estaban reunidos Llew y los demás.
El jinete, fuera quien fuera, olía a caballo y a sudor. Estaba bebiendo cerveza de una jarra con la avidez de un hombre sediento. Llew me tocó el hombro con el muflón de su brazo derecho en cuanto estuve a su lado, un ademán que se había convertido en una costumbre; cuando se reunía en consejo con sus hombres me quería a su lado. Y siempre me tocaba el hombro con el muflón, como para indicar al ciego cuál era su lugar, aunque más bien me inclino a pensar que también lo hacía para infundirse confianza.
–Por fin has llegado, Tegid -me dijo-. Siento mucho haber interrumpido tu clase, pero pensé que querrías oír las noticias.
–Hola, Tegid -me saludó el mensajero.
–Hola, Rhoedd -repuse reconociendo al instante la voz-. Has cabalgado muy deprisa. Tu mensaje debe de ser muy urgente.
–Antes de hablar -le indicó Llew-, apura tu jarra.
Rhoedd apuró hasta el fondo su jarra y exhaló un profundo suspiro.
–Gracias, Llew. Nunca había tomado una cerveza mejor, y nunca tampoco había necesitado tanto un trago.
Sus palabras hicieron aparecer ante los ojos de mi mente un estanque de aguas muy quietas…, anormalmente quietas, rodeado de juncos. El estanque brillaba tenebrosamente bajo un sol calinoso; no soplaba la menor brisa ni cantaban los pájaros entre las requemadas hojas de los arbustos. Sus aguas estaban muertas, inertes y silenciosas. Concentré toda mi atención en la imagen y vi, en la ribera de aquel estanque muerto, el putrefacto esqueleto de una oveja semienterrado en el fango.
–Llenad otra vez su jarra -ordené-. Hace tres días que no bebe ni una gota.
–¿Es cierto? – preguntó Llew.
–Sí, señor; así es -asintió Rhoedd, y al momento oí el borboteo de la cerveza en la jarra-. Sólo tenía agua para dos días.
Rhoedd bebió con avidez. Todos aguardamos a que apurara hasta el fondo la dulce y dorada cerveza.
–De nuevo, muchas gracias -dijo cuando hubo acabado-. Os traigo saludos de parte de Cynan.
–¿Saludos? – repitió asombrado Bran.
–Buen hombre, ¿casi has reventado tu caballo sólo para traernos saludos de Cynan? – inquirió con brusquedad Calbha.
–Sus saludos y una advertencia -replicó Rhoedd-. Que protejáis vuestra agua.
Sorprendidos por las palabras de Rhoedd, todos se quedaron callados. Pero yo había visto la imagen del estanque mortífero.
–Veneno -dije.
–Exactamente -asintió Rhoedd-. Nuestras aguas han sido envenenadas. Están contaminadas y todos los que beben enferman. Algunos incluso han muerto.
–Agua envenenada -observó consternado Calbha-. Es una atrocidad.
–¿Dónde más ha ocurrido? – preguntó Llew.
–En todos los poblados de los galanaes -replicó Rhoedd-. No sabemos hasta qué punto se ha esparcido la contaminación de las aguas, por eso no me detuve a beber en ningún lugar hasta llegar aquí.
–Pero nuestra agua es muy buena -dijo Drustwn-. ¿No lo has visto?
–Te diré lo que he visto -replicó Rhoedd-. He visto bebés muriendo entre espasmos; he visto a sus madres gimiendo por las noches. He visto a hombres hechos y derechos perder el control de sus intestinos y desplomarse en su propia porquería; he visto niños cegados por la fiebre. Eso es lo que he visto con mis propios ojos. La infección se ha ido extendiendo… no sé hasta dónde. Por eso no me arriesgué a probar ni gota de agua durante todo el camino.
–Bueno, aquí puedes beber sin temor -aseguró Bran-. La infección no nos ha alcanzado.
–¿Qué podemos hacer? – preguntó Llew-. ¿Cómo podemos ayudar a Dun Cruach? ¿Llevándoles agua?
–El rey Cynfarch no pide ayuda -repuso Rhoedd-. Sólo pensó en alertaros del peligro.
–Es igual -dijo Llew-. Lo ayudaremos. Le llevaremos toda el agua que podamos acarrear.
–No podemos acarrear demasiada -observó Bran.
–Podremos llevarles la suficiente como para que resistan el viaje hasta aquí -contestó Llew-. Nos pondremos en marcha tan pronto como estén dispuestas las tinajas.
En contra de mi parecer se decidió acarrear agua a Dun Cruach y traer a su población hasta Dinas Dwr. La decisión no me agradó. No es que quisiera escamotearle el agua a Cynan; nada más lejos de mi intención. Ni tampoco me oponía al deseo de Llew de prestarles ayuda. Pero la simple idea de abandonar Dinas Dwr me inquietaba y me llenaba de ansiedad.
Llew quiso saber el porqué de tal sensación.
–No me parece prudente marcharnos de Dinas Dwr -fue todo lo que pude decirle.
En dos días se dispusieron los carros y se llenaron las vasijas. La noche antes de la partida, aguardé a que Llew abandonara el palacio y me dirigí a sus aposentos.
–No debemos marcharnos mañana -le dije nada más entrar-. Es peligroso abandonar Druim Vran en estos momentos.
–Bienvenido, Tegid. ¿Qué te trae por aquí?
–¿No has oído lo que te he dicho?
–Te he oído. Y te he estado aguardando todo el día.
Lo oí atravesar la habitación y dirigirse a una mesa que había al fondo. Cogió una jarra y oí que llenaba unas copas. Luego vino hacia mí y me tocó la mano con el muflón.
–Toma -dijo-. Siéntate y charlemos.
Se sentó en el suelo sobre una piel de becerro, y yo me acomodé frente a él dejando el bastón a mis pies. Llew alzó la copa y exclamó:
–Slàinte!
–Slàinte môr! – repuse alzando la mía.
Entrechocamos las copas y bebimos. La cerveza estaba caliente y rancia y me dejó un regusto amargo en la boca.
–Ahora, dime: ¿qué es lo que te inquieta? – me preguntó al cabo de un momento-. Has comenzado con tu escuela de bardos. Me dijiste que aquí estábamos a salvo, que la cañada era un lugar seguro.
–Lo es. Nada malo puede pasarnos aquí -repliqué-. Por eso no debemos marcharnos.
–No te comprendo, Tegid. Navegamos hasta Ynys Sci e incluso fuimos a la fortaleza de Meldron. Entonces no dijiste que debíamos permanecer aquí. Corrígeme si me equivoco, pero, si no recuerdo mal, incluso nos empujaste a tales empresas.
–Era diferente.
–¿Por qué? – inquirió-. ¿Por qué era diferente? Quiero saberlo.
Sentía un nudo en el estómago. ¿Cómo podía explicarle a él lo que ni tan siquiera podía explicarme a mí mismo?
–Por aquel entonces cogimos desprevenido a Meldron.
Fue todo lo que se me ocurrió.
–No es razón suficiente.
–Ahora Meldron sabe sin duda alguna que estamos escondidos en algún rincón de Caledon. Nos está buscando. Si nos marchamos, nos encontrará y todavía no somos lo bastante fuertes como para enfrentarnos con él en combate.
–Me asombras, Tegid. Sólo se trata de llevar agua a Dun Cruach, no de enfrentarnos a Meldron cara a cara. Además, es lo mínimo que podemos hacer por ellos, después de todo lo que Cynan y su padre han hecho por nosotros.
–No cuestiono la deuda que hemos contraído con Cynan y con su padre. Te honra sentir la gratitud que sientes. Pero no podemos abandonar el valle en estos momentos.
–Pero es precisamente ahora cuando necesitan el agua -insistió Llew en tono amable pero con un deje de impaciencia-. Ahora… y no el próximo lugnasadh o quién sabe cuándo.
–Si nos marchamos de Dinas Dwr, habrá problemas -declaré de forma terminante.
–Problemas -dijo con calma-. ¿Qué clase de problemas?
–No lo sé -admití-. Ocurrirá un desastre.
–Un desastre -repitió-. ¿Es que acaso has visto ese desastre?
–No -tuve que admitir-. Pero lo presiento.
–Hace demasiado calor para seguir discutiendo este asunto, Tegid dijo, y mi visión interior se despertó al oírle.
Vi una opaca nube de polvo que se levantaba de la tierra reseca arrastrada por violentos vientos. El sol no brillaba, sino que su disco amarillo pendía muy pálido de un cielo de color marronoso. Y no vi señal alguna de vida ni en los aires ni en la tierra. Las palabras de la banfáith acudieron a mi mente:
–«El Polvo de los Antepasados se alzará hasta las nubes -salmodié en voz baja- la esencia de Albión se dispersará y desgarrará en la lucha de los vientos».
Llew permaneció callado unos instantes.
–¿Qué significan esas palabras? – preguntó al fin.
–El reinado de Meldron es sacrílego -le contesté-. Su profanación ha comenzado a corromper la tierra. Su ilegítima soberanía es la abominación que cabalga sobre la tierra envenenándola, matándola. Y aún falta por ocurrir lo peor.
Se quedó callado largo rato. Yo alcé mi copa, bebí un trago y volví a dejarla en el suelo.
–«En el Día de la Lucha, las raíces y las ramas se intercambiarán los lugares, y la novedad del fenómeno será considerada una maravilla» recité.
–¿Y bien? Ilumina mi entendimiento -rogó en tono cansado.
–Las raíces y las ramas ya han intercambiado sus lugares, ¿no lo ves? En la persona de Meldron, el rey y la dignidad real han intercambiado sus lugares.
–Lo siento, Tegid…, es tarde. Estoy muy cansado… y no acabo de entenderlo.
–Las palabras de la profecía…
–Ya sé, ya sé, la profecía…, sí. ¿Qué significa?
–La soberanía, Llew. Meldron ha usurpado el poder que sólo poseen los bardos. Se ha proclamado rey y reclama la soberanía. Ha tergiversado el orden establecido.
–¿Y eso ha envenenado el agua? – inquirió Llew tratando de comprender-. ¿De veras la ha envenenado?
–Eso creo. ¿Cuánto tiempo piensas que ese endemoniado cínico puede reinar en estas latitudes sin envenenar la tierra? – dije-. La tierra es algo vivo. Recibe la vida del pueblo que la trabaja, del mismo modo que el pueblo recibe la vida del rey. Si la corrupción infecta al rey, el pueblo sufre las consecuencias… Sí, y finalmente también la tierra. Así es como ha ocurrido.
–Simon tiene la culpa de todo -replicó utilizando el antiguo nombre de Siawn Hy-. De todo. Fue Simon quien le dijo a Meldron que podía apoderarse por la fuerza de la dignidad real. Y por eso Albión está agonizando.
No esperó mi respuesta y continuó:
–Si yo hubiera hecho lo que vine a hacer, nada de todo esto habría ocurrido.
–De nada sirve hablar en esos términos -le recordé-. Nosotros hacemos sólo lo que sabemos hacer, hacemos lo que podemos.
–Razón de más para ayudar ahora a Cynan -insistió.
Seguía en sus trece. Le había dicho lo que debía decirle, pero no había logrado convencerlo.
–Muy bien -dije-. Nos iremos. Llevaremos el agua a Dun Cruach y arrostraremos las consecuencias.
–Como digas, hermano -asintió Llew en tono amable-. ¿Qué será de tus mabinogi?
–Goewyn cuidará de ellos.
–Entonces no hay más que hablar. Partiremos al alba.
Me marché para que descansara. Yo estaba demasiado inquieto y angustiado como para poder conciliar el sueño aquella noche; además no se movía ni una hoja y hacía un calor sofocante.
Me pareció que la tierra se estaba ahogando bajo una opresión que era como un pellejo pesado, viscoso y vasto: un pellejo putrefacto y corrupto que sofocaba todo bajo su peso.
Me levanté con el corazón encogido, me vestí y me dirigí hacia el lago donde los carros y los caballos estaban listos para la marcha. Goewyn estaba entre los pocos que se habían reunido para despedirnos.
–No te preocupes, Tegid. Me ocuparé de los mabinogi durante tu ausencia -dijo apretándome las manos; y noté el calor de las suyas.
–Gracias, Goewyn.
–Te veo preocupado. ¿Por qué? – preguntó sin soltarme las manos-. ¿Qué has visto?
–Nada bueno… Si de mí dependiera, no nos marcharíamos.
La muchacha se inclinó y sentí el calor de su aliento al besarme.
–Que tengas buen viaje y regreses sano y salvo -deseó.
Llew y Bran se nos acercaron con los caballos. Goewyn se despidió de ellos y, como Llew pareció no reparar en ella, se apresuró a retirarse.
–Tú y Alun conducid los carros -dijo Llew dirigiéndose a Bran-. Yo cabalgaré con Tegid, Rhoedd y los demás.
Montamos a caballo y se dio la señal de marcha. Oí el crujir de las ruedas de madera sobre los guijarros mientras los carros emprendían su lenta marcha hacia el risco. Esperamos a que el último de los carros hubiera pasado y ocupamos nuestros puestos en retaguardia.
La comitiva estaba formada por seis carros de gran tamaño, cargados con pellejos y vasijas de agua fresca, y diez guerreros comandados por Bran y dos Cuervos. Los Cuervos restantes se quedaban para proteger Dinas Dwr a las órdenes de Calbha y Scatha.
Aunque hacía muy poco que el sol había salido, el calor era ya considerable. Tras los carromatos fuimos ascendiendo la ladera de Druim Vran; luego, con sumo cuidado, descendimos por el escarpado camino del risco. Cuando llegamos a la cañada que se abría en la otra vertiente, estábamos sudorosos y fatigados, a pesar de que el viaje no había hecho más que comenzar.
Seguimos el curso del río hacia el sureste. Nuestros dos Cuervos, Alun Tringad y Drustwn, cabalgaban a la cabeza para explorar el camino por si topábamos con algún espía de Meldron. Pero no encontramos ninguno. Tampoco vimos señal alguna de que la plaga de Meldron hubiera invadido la región norte de Caledon. Los ríos y fuentes eran claros y cristalinos; los lagos límpidos. Aun así, obedeciendo el consejo de Rhoedd, nos abstuvimos de beber agua.
Las dos primeras jornadas de viaje, estuve alerta a cualquier sonido, a cualquier olor, en busca de alguna señal, por débil que fuera, del destino que sentía que se cernía sobre nosotros a medida que nos alejábamos de Dinas Dwr. Y, aunque no ocurrió ningún percance, mis temores no me abandonaban.
Al tercer día dejamos el río y tomamos Sarn Cathmail, la escarpada senda que une los umbríos bosques del norte con las colinas cubiertas de brezo del sur. Nuestros exploradores se adelantaron bastante cuando llegamos a terreno abierto y, aunque tomaron todas las precauciones posibles, no vieron a nadie. De este modo seguimos avanzando mientras mis oscuros presentimientos iban en aumento.
A media jornada del cuarto día avistamos el mojón de piedra que marca la mitad del camino de Sarn Cathmail. Carreg Cawr, la Piedra del Gigante, es un enorme monolito de color negro azulado que sobrepasa tres veces la altura de un hombre y se cierne sobre el camino pavimentado de losas. A semejanza de otros mojones, está labrada con símbolos sagrados que protegen la carretera y salvaguardan a los viajeros.
–Creo que sólo nos queda un día de camino -dijo Llew-. Pese al calor hemos mantenido una buena marcha. Todo está muy seco por aquí…, la yerba está requemada.
Mientras hablaba, mi visión interior se despertó y vi la larga carretera de color pizarra que se extendía ante nosotros entre una llanura herbosa rodeada por suaves colinas, bajo un cielo blanco y calinoso. Vi los carros cargados que traqueteaban por el camino y la negrura de Carreg Cawr brillando al sol.
Los exploradores habían pasado junto a la Piedra del Gigante y habían seguido adelante sin vislumbrar nada sospechoso; luego pasaron junto al mojón Bran y los guerreros y después, uno tras otro, lo hicieron los carros. Pero, mientras me acercaba a la piedra, los tenebrosos presagios que me habían inquietado desde el inicio del viaje aumentaron hasta convertirse en una palpable sensación de pavor.
Ya cerca de la piedra, tiré de las riendas y detuve mi caballo. Llew, que me precedía, se detuvo casi debajo del monolito. Alzó la mirada y examinó los antiguos símbolos con curiosidad.
–¿Sabes qué significan esos símbolos? – me preguntó por encima del hombro.
–Sí -repuse secamente-. Son señales sagradas que bendicen y protegen la calzada.
–Eso ya lo sé -insistió él-. Pero ¿qué dicen?
Sin aguardar mi respuesta, se dio la vuelta en la silla, alzó las riendas y obligó al caballo a acercarse a la piedra. Yo agucé el oído. Sólo se oía el viento que mecía la yerba de las suaves colinas y, allá lejos, el chillido de un halcón. De pronto oí un grito de Llew.
Fue un grito de sorpresa, no de dolor. Vislumbré una sombra tras la Piedra del Gigante mientras Llew se volvía bruscamente.
–¿Qué fue eso? ¿Has oído algo?
–No.
–Acaba de golpearme algo. He sentido en la espalda algo…, como una piedra. Habría podido…
–¡Shh! ¡Escucha!
Llew guardó silencio y oí un ligero arañazo tras la Piedra del Gigante. Luego un apagado sonido metálico, como producido por los eslabones de una cadena de hierro; después… nada.
–Hay alguien emboscado tras la Piedra del Gigante -le dije a Llew, quien al punto empuñó la espada que llevaba colgada a la silla de montar.
Avanzó hacia el monolito.
–Sal -ordenó-. Sabemos que estás ahí. Sal de una vez.
Aguardamos, pero no hubo respuesta. Llew iba a hablar de nuevo, pero se lo impedí con un gesto.
–¡Escucha! – grité dirigiéndome a la piedra-. Te habla el Bardo Supremo de Albión. Te ordeno que salgas ahora mismo. No vamos a hacerte ningún daño.
Por un momento reinó el más absoluto silencio. Luego oí el rumor de unos pasos sobre la yerba seca que crecía en la base del monolito.
Apareció una delgada figura, cubierta con los andrajos de un siarc y de un manto color verde. Y junto a aquella misteriosa aparición surgió un sabueso de color negro pizarra con una mancha blanca sobre una de las patas delanteras. Los reconocí al instante, antes incluso de que Llew exclamara:
–¡Ffand!
Desmontó de un salto y corrió hacia la niña. El perro se puso a ladrar y fue silenciado al momento.
–¡Twrch!
–¡Ffand! ¡Mi valiente Ffand! – dijo Llew abrazándola y alzándola en volandas. La niña se echó a reír mientras Llew le besaba las sucias mejillas-. ¿Qué estás haciendo aquí sola tan lejos de casa?
–No estoy sola -repuso Ffand-. Twrch está conmigo -añadió acariciando al perro que le llegaba hasta la cadera.
–¡Twrch! – lo llamó Llew tendiendo la mano hacia el perro.
El animal estiró el cuello y olisqueó la mano de Llew. ¿Reconoció el olor de su dueño? Desde luego, porque al instante comenzó a ladrar y de un salto colocó sus enormes patas sobre los hombros de Llew y le lamió la cara. Llew abrazó al perro y le acarició el cuello con su muflón, que Twrch se apresuró también a lamer.
–¡Tranquilo, tranquilo, Twrch! – Luego miró a Ffand-. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Por qué has venido?
–Te buscaba -contestó Ffand.
–¿Me buscabas? – repitió, sorprendido y divertido a la vez.
–Supe que Llew estaba formando un reino en el norte y que Meldron te busca también en el norte. Así que yo también vine al norte.
–Muy lógico -observó Llew.
–Me dijiste que volverías a buscar al perro -dijo Ffand con cierto enojo-. Volviste, pero no nos esperaste. – Su tono era acusatorio, pero enseguida lo suavizó-. Por eso decidimos venir en tu busca.
–¿Que no os esperé? ¿A qué te refieres?
–Cuando fuiste a Caer Modornn.
Yo desmonté y caminé hacia ellos.
–Es cierto que fuimos a Caer Modornn, pero no te vimos, Ffand.
–Os olvidasteis de mí -replicó la niña, enfadada.
–Sí-admitió Llew-. Lo siento mucho. Si hubiera sabido que nos estabas esperando, jamás nos habríamos marchado sin ti.
–Y yo no habría tenido que tirarte piedras -añadió ella, y mi visión interior se despertó con la imagen de una joven delgada de largos cabellos castaños, enormes ojazos y piel bronceada.
Aunque era evidente que había recorrido una enorme distancia, tenía un aspecto saludable pese a sus harapos y a su delgadez.
Había crecido desde la última vez que la habíamos visto, pero aún conservaba los aires de una niña. Con sus ágiles movimientos parecía una salvaje criatura del bosque. En realidad, según nos contó, así había vivido durante los años que siguieron a nuestra huida.
Como no había comida, ella y Twrch iban al bosque. Pasaban largo rato cazando y llevaban al poblado todo lo que podían capturar.
–Liebres y ardillas. Era la única carne que podíamos conseguir.
–Ffand -dijo Llew-, eres una auténtica maravilla. ¿Tienes hambre?
–Tengo más sed que hambre. Por aquí el agua es mala.
Volví junto a mi caballo y cogí la bolsa de provisiones. Saqué un pedazo de queso y algunas rebanadas de pan de cebada, que fueron muy bien recibidas. Después le tendí a la niña el pellejo de agua, que casi agotó antes de ofrecérselo a Twrch. El perro bebió lo que quedaba.
Ffand comenzó a devorar una de las rebanadas. Como suponíamos, estaba verdaderamente hambrienta. El perro, sentado junto a ella, se lamía el morro y aguardaba con paciencia.
–No me extraña que Meldron te tenga tanto miedo -comentó la niña partiendo otra rebanada y metiéndose una mitad en la boca.
–¿Cómo sabes que Meldron me tiene miedo?
–Desde que fuiste a Caer Modornn -contestó ella masticando con avidez-, no ha cesado de buscarte. No hay nadie en toda Albión que no haya sido interrogado por la Manada de Lobos de Meldron: «¿Dónde está el tullido Llew? ¿Y el ciego Tegid?». – Tragó un bocado y prosiguió-: Ha jurado acabar contigo. Ha dicho que el que te encuentre será premiado con tierras y riquezas…, muchas riquezas.
–Por eso saliste en mi busca.
Ffand se tomó la broma en serio.
–¡No! ¡Jamás ayudaría a Meldron! – protestó horrorizada de que Llew pudiera sospechar de ella-. He venido a avisarte y a traerte a Twrch. Es un perro magnífico… Yo misma lo he adiestrado…, y todos los reyes deben tener un perro.
–Te lo agradezco, Ffand -repuso cariñosamente Llew-. Me será de gran utilidad un buen perro, aunque ya no soy rey. Al parecer, he contraído una segunda deuda contigo.
El último carro había desaparecido tras la cima de una colina.
–Debemos marcharnos -dije, observando el mojón con los ojos de mi mente-. No deberíamos permanecer más tiempo aquí.
–Tegid tiene razón; tenemos que unirnos a los demás.
–Ven, Ffand, cabalgarás conmigo hasta que alcancemos los carros me dirigí hacia mi caballo, monté y le tendí la mano.
La niña me observó con curiosidad y se mordió el labio.
–¿Puedes verme? – me preguntó intrigada.
–Sí -respondí-. Así que deja de mirarme y dame la mano.
La subí a la grupa. Llew montó también y reanudamos la marcha. Twrch trotaba entre los dos, primero junto a Llew, luego junto a Ffand y a mí, como si quisiera dividirse entre sus dos dueños.
Antes de que mi visión interior se apagara, vislumbré al sabueso con la cabeza levantada olisqueando el viento y caminando con sus ágiles y largas patas junto a Llew como si toda la vida hubiera gozado de la compañía de un verdadero rey.
Al cabo la imagen se desvaneció y reinó una total oscuridad. Comencé a calibrar el significado de lo que acababa de ocurrir. Era evidente que Ffand no suponía amenaza alguna para nosotros y, no obstante, mis oscuros temores persistían. Presentía algo. La Piedra del Gigante proyectaba sobre la senda su negra y abrumadora mole, pero pasamos junto a ella sin sufrir daño alguno.
De pronto me pareció que sentía un extraño latido en mi estómago y en mi pecho. Y en ese preciso instante oí un ruido: algo pesado se movía lentamente; parecía que rechinaran enormes piedras de molino. Tiré de las riendas y volví grupas.
–Ffand -dije con urgencia-, observa con atención la Piedra del Gigante. Mira bien y dime lo que está sucediendo. ¿Qué ves?
–Yo no…
–¡Deprisa, muchacha! ¡Dime lo que ves!
Mis gritos alertaron a Llew, que detuvo su caballo y me gritó:
–¿Qué pasa, Tegid?
–Veo la piedra -repuso Ffand-. Nada más. Está… -Hizo una pausa-. ¿Qué fue eso?
–¿Viste algo?
–No, sentí algo… aquí, en el estómago.
El caballo se puso nervioso; relinchó y retrocedió unos pasos.
–Observa bien la piedra -le indiqué-. Dime todo lo que veas.
–Bien -comenzó de nuevo-, la piedra está allí. Como iba a decirte, está… -Contuvo el aliento-. ¡Mira!
–¿Qué pasa? ¡Ffand! Dime qué ocurre.
–¡Tegid! – gritó Llew, y oí el golpeteo de las herraduras de su caballo que se espantaba y piafaba.
El mío sacudió la cabeza y relinchó sobresaltado. Yo tiré firmemente de las riendas, y Ffand se agarró a mi manto.
–¡Habla de una vez, muchacha!
Llew se detuvo junto a nosotros.
–La piedra está moviéndose -dijo-. Está temblando o vibrando muy despacio. Y el suelo en torno a ella se está abriendo.
Oí un ruido como el que produce el tronco de un árbol al partirse de raíz… y después, silencio.
–¿Qué más? ¿Qué ocurre ahora?
–Nada -replicó Llew-. La piedra está de nuevo inmóvil.
Percibí un ruido sordo y me di cuenta de que lo hacía Twrch, el perro estaba gruñendo amenazadoramente.
–Tranquilo, Twrch -lo calmó Ffand.
Oí una especie de trino… no, un silbido. Era una señal; alguien estaba emitiendo una señal, una especie de silbido…
Twrch se puso a ladrar y arañar el suelo.
–¡Twrch! ¡Vuelve! – gritaba Ffand.
–Dime qué está ocurriendo -grité-. ¡No puedo verlo!
–El perro -dijo Llew-. Twrch ha echado a correr hacia la piedra.
–¡Mira! – exclamó Ffand, y sentí que su cuerpo temblaba de agitación- Ha aparecido algo…
–¡Dime qué es! ¡Dímelo!
–Es un animal -contestó Llew-. Creo que un zorro. No, sus patas son demasiado cortas y su cabeza demasiado grande. Quizá sea un tejón… Hizo una pausa-. No, está demasiado lejos, no puedo distinguirlo bien. Pero ha surgido de la base de la piedra.
Twrch ladró otra vez. Su ladrido sonó bastante lejos.
–El animal ha visto a Twrch. Huye.
–¿Hacia dónde?
–Corre trazando un ángulo desde la piedra hacia nosotros. Twrch lo persigue. Está a punto de alcanzarlo…
–¡Twrch! – gritó con todas sus fuerzas Ffand-. ¡No!
Me pasó el brazo por la cintura, se inclinó hacia un lado y desmontó de un salto. Oí el ruido de sus buskins sobre las losas del camino; la niña corría hacia el perro sin dejar de gritar.
–¡Twrch! ¡Detente! ¡Vuelve!
A media distancia, oí un aullido de Twrch en el momento en que alcanzaba al animal. Luego un gruñido que me indicó que aquella bestia se había dado la vuelta para defenderse. El gruñido se convirtió en un quejido lastimero, que de pronto se interrumpió. Pese a la distancia oí el crujido de su cuello entre las mandíbulas del sabueso y supe que Twrch lo había matado.
–Bien -dijo Llew-, todo ha concluido. Fuera lo que fuera, Twrch lo ha matado.
Dejamos la calzada y cabalgamos sobre la herbosa llanura hacia el lugar donde Ffand sostenía por el collar al perro. Cuando desmontamos, Twrch se puso a ladrar, muy satisfecho de su presa.
–No -gimió Llew- Oh, no…
–¿Qué es? – preguntó Ffand intrigada. Supuse que estaba mirando al animal que yacía sin vida sobre la yerba y que no sabia qué era.
–¿Sabes qué es, Llew?
–Un perro…, una especie de perro -contestó en un tono que expresaba a la vez recelo y lástima.
–Sí, creo que es un corgi.
Con aquella alusión a su mundo, mi visión interior se iluminó con la imagen de una extraña criatura de patas cortas y espeso pelo moteado de rojo, amarillo y marrón. Tenía una enorme cabeza con orejas semejantes a las de un zorro y morro corto; su cuerpo era grueso y fornido. Era un curioso animal; parecía mitad zorro mitad tejón, pero carecía de la grácil estampa de ambos.
La imagen se desvaneció, pero no antes de que captara la ansiosa mirada que Llew dirigía a la Piedra del Gigante.
–Creo que deberíamos marcharnos -dijo inquieto.
Cuando nos disponíamos a montar, oímos el hueco crujir de la piedra al moverse y sentimos en nuestras entrañas el poderoso latido de la tierra. El suelo tembló bajo nuestros pies. Los caballos relincharon. Tiré de las riendas para dominar mi corcel mientras el sobrecogedor ruido iba en aumento y crecía el rítmico temblor de la tierra.
Twrch gruñó y echó a correr hacia la Piedra del Gigante. Ffand dio un grito y se precipitó detrás, en tanto que Llew, montado ya a caballo, azuzaba su montura tras la niña.
–¡Ffand! ¡Espera! – gritó.
Mi caballo piafó. Le refrené con fuerza la cabeza para evitar que se desbocara y saliera al galope.
El temblor cesó.
–¡Agárralo fuerte, Ffand! – gritó Llew.
Los ojos de mi mente permanecían en la más absoluta oscuridad y maldije mi ceguera.
–¿Qué sucede? – grité apresurándome a seguir a Llew-. ¡Dime!
–Un agujero… Se ha abierto un pasadizo bajo la piedra -me contestó-. Veo algo que se mueve. Ha desaparecido, pero creo que se trataba de una persona.
Desmontó y puso las riendas en mis manos.
–¡Sostenlas! – dijo-. Twrch va a hacerlo pedazos.
Antes de que pudiera replicar, Twrch comenzó a ladrar furiosamente. Ffand gritó regañándolo, pero el perro no le hizo el menor caso. En el mismo instante oí en la dirección de la piedra un grito, una voz humana. La voz gritó de nuevo pronunciando algo que no entendí.
Llew intentó apaciguar a Twrch.
–¡Agárralo fuerte, Ffand! – ordenó-. Suceda lo que suceda, no lo sueltes.
Oí otro grito en aquella extraña lengua, coreado al momento por otro. Llew dijo algo que no entendí. Después me ordenó:
–¡Tegid, al suelo!
Al momento, un ruido atronador convulsionó el aire. Sentí en mi piel la presión de aquel sonido, y algo pasó silbando junto a mi oreja.
–¡Twrch! – vociferó Llew-. ¡No!
De nuevo estalló aquel agudo trueno. Ffand chilló. Twrch ladraba furiosa y salvajemente, como presintiendo un peligro mortal.
–¡Twrch! – lo llamó Llew frenéticamente- ¡Twrch, no! ¡Detenlo, Ffand!
Un tercer trueno estalló en el aire. Oí el grito de un hombre. Luego un gruñido de Twrch y la voz de Llew. Corrí hacia el sonido.
–¡Llew!
–¡Twrch! – conminó Llew.
–¡Llew! ¿Qué está sucediendo?
Me zumbaban los oídos y me dolía la cabeza. El aire olía a humo. Llew ordenaba a gritos a Twrch que se detuviera. De pronto, todo quedó en silencio. Twrch gruñía suavemente como si royera un hueso. Llew murmuró algo así como: «Demasiado tarde».
Llegué hasta donde él estaba.
–¿Qué ha pasado?
–Es un hombre, un extranjero…, un dyn dythri -agregó, para indicar que el extranjero era un hombre de su mundo-. Tenía un revólver…, un arma.
–¿Un arma es lo que ha producido ese estruendo?
–Sí -repuso con alarma y excitación-. Estaba asustado y comenzó a disparar contra nosotros…
–¿A disparar?
–A usar el arma; quiero decir que nos atacó con su arma. Twrch lo ha matado.
–Mala suerte. El extranjero demostró una total falta de prudencia.
–Desde luego. Fue tan estúpido como para…
Antes de que pudiera acabar la frase, oí una especie de rumor junto al Carreg Cawr; Llew se puso tenso.
–Clanna na cù! ¡Hay más! – dijo precipitándose a agarrar al perro-. ¡Twrch, quieto, Twrch!
Luego me ordenó:
–No te muevas de aquí, Tegid. Voy a hablar con ellos.
–¿Cuántos han venido?
–Dos -contestó- No…, espera. Tres. Un tercero está saliendo en estos momentos.
Hizo una pausa y luego lo oí exclamar una extraña palabra:
–¡Nettles!
El grito despertó mi visión interior. La oscuridad se disipó, y vi que se había abierto un agujero al pie de la Piedra del Gigante. Junto al agujero había tres hombres de aspecto asustado y baja estatura, vestidos con los curiosos y anodinos atuendos de los extranjeros; tenían los cabellos muy cortos y la piel de un insano color gris amarillento. Era obvio que no resplandecía en ellos la luz de la vida.
Los dyn dythri permanecían muy juntos, encorvados, con las manos en la cara y llorando. Tras observarnos entre los dedos de las manos, se atrevieron por fin a mirarnos protegiéndose el rostro con las manos, como si les doliesen los ojos. Nos contemplaban boquiabiertos y las piernas les temblaban sin cesar. Aquellos aterrorizados extranjeros eran unas
criaturas vulgares y cobardes.
–¡Nettles! – gritó otra vez Llew.
Uno de los hombres lo miró y advertí que aquella extraña palabra era ni más ni menos que su nombre. Era más bajito que los demás, tenía la cara redonda y una escasa niebla de plateados cabellos flotaba sobre su cabeza como las nubes en la cresta de una montaña. En su cara brillaba un singular adorno: dos cristales redondos enmarcados en anillos de metal y unidos por tiras de plata.
El hombre abrió desmesuradamente los ojos tras los cristales y observó unos instantes a Llew; luego sonrió al reconocerlo. Uno de los que estaban con él, temblando todavía, murmuró algo y constaté que ya había oído antes aquella ruda forma de hablar: era la lengua que hablaba Llew cuando llegó a nuestro mundo. Por tanto, aquellos hombres pertenecían a su clan.
–¡Tegid! Es Nettles…, el profesor Nettleton. Ya te hablé de él, ¿recuerdas?
Llew se aproximó al hombrecillo. Los otros dos se encogieron aún más como si desearan desaparecer completamente.
–¡Mo anam, Nettles! – exclamó Llew- ¿Qué estás haciendo aquí? No deberías haber venido.
El hombrecillo, con sonrisa insegura, apenas se atrevía a mirarlo a la cara. Después Llew, acordándose de su antigua lengua, le dijo unas palabras, y el otro respondió. Hablaron un momento. Llew miró a los otros dos, que retrocedieron ante su mirada, y empujó al hombrecillo hacia donde yo me encontraba.
–Te presento a Nettles. Es lo más parecido a un bardo que se puede encontrar en mi mundo. Es el hombre que me ayudó.
–Lo recuerdo -repuse.
Mi visión interior estudió la imagen que estaba ante mí y me di cuenta de que, pese a su fragilidad y a su fealdad, sus ojos brillaban con la inteligencia de una mente aguda y sagaz.
Mientras Llew y Nettles hablaban, concentré mi atención en los dos hombres que permanecían temblando junto a la piedra. Habían visto al hombre que había matado Twrch, cuyo cuerpo yacía a pocos pasos, y su temor había aumentado.
Uno de ellos, el más alto, parecía ser el jefe. Avanzó titubeando hasta el cuerpo. Twrch gruñó, y se le erizó el pelo; al instante el hombre retrocedió asustado.
El hombrecillo miró el cadáver y dijo algo a Llew, quien le respondió en su lengua. Tras hablar unos instantes, Llew se volvió hacia mí.
–Le he contado lo sucedido. Y le he preguntado si esos hombres llevan más… eh…, armas. Pero no lo sabe.
Luego observó con ojos escrutadores a los dos sujetos.
–Es un verdadero desastre, hermano -se lamentó-. Ya sabes todo el mal que Simon ha causado aquí. Pues bien, estos hombres son aún peores que él. Los he visto antes, pero no me han reconocido. El alto, Weston, es el jefe. Twrch ha matado a uno de sus hombres.
En su torpe lengua se dirigió a Nettles, y luego me dijo:
–Deben ser vigilados y obligados a volver a su mundo lo más pronto posible. Nettles está de acuerdo; trató de detenerlos -me explicó Llew-. Logró impedir que vinieran durante bastante tiempo. Pero hoy tuvieron suerte…, o desgracia, según se mire.
Yo no entendía lo que me estaba diciendo Llew aunque sabía que se refería a la llegada de los extranjeros. Pero sí comprendí que estaba muy enfadado y que deseaba que se marcharan.
Después, Llew y el hombrecillo se acercaron a los otros dos sujetos. Los dos extranjeros retrocedieron ante Llew, y con sobrada razón, porque, pese a que sólo tenía una mano, habría podido matarlos de un simple golpe.
Al observarlo me di cuenta de cuánto había cambiado. Sus hombros y su espalda se habían ensanchado, sus brazos habían desarrollado poderosos músculos y sus piernas se habían robustecido. Así como se cernía la Piedra del Gigante sobre él, así se alzaba él sobre las frágiles criaturas que temblaban ante su presencia.
Avanzó hacia ellos, y vi con los ojos de la mente aquellas cobardes caras contraídas por el miedo; oí que hablaban en su grosera lengua con el tal Nettles.
Llew se volvió hacia mí.
–Nettles les está diciendo lo que… -Hizo una pausa y miró en torno con aire inquieto-. ¡Un momento! ¿Dónde está Ffand?
De improviso echó a correr.
–¡Está herida! – gritó-. ¡Ese imbécil le ha pegado un tiro!
–¿Qué dices?
–¡Deprisa, Tegid! ¡Ven!
La niña yacía en el suelo; parecía poco más que un manto arrojado sobre la yerba. Tenía una mancha roja en el costado.
–Está sangrando. Es grave, Tegid. – Tanteó cuidadosamente la herida con los dedos de su mano sana-. La bala la ha atravesado de parte a parte. Es una herida limpia, pero está perdiendo mucha sangre.
Rasgué un jirón del borde de su manto y taponé la herida.
–La vendaremos -dije-. Es lo único que podemos hacer hasta que lleguemos a Dun Cruach.
Llew apretó el improvisado apósito sobre la herida, mientras yo rasgaba otro jirón del manto y lo anudaba con fuerza a modo de vendaje.
–Espero que sirva hasta que lleguemos a Dun Cruach. Debes llevarla hasta los carros, Tegid. Yo me las apañaré con esos… intrusos -dijo pronunciando con ira la última palabra-. ¿Puedes ver?
–Bastante.
Cogí en brazos a Ffand, y en ese preciso instante oí que se acercaban unos caballos: eran Bran y Alun. La súbita aparición de los dos Cuervos, con sus tatuajes azules, sus brazaletes, sus lanzas y escudos, alarmó aún más a los extranjeros. Se arrimaron a la Piedra del Gigante mirando a los guerreros con ojos desencajados por el temor.
–Hemos oído un extraño ruido -explicó Bran mirando a los extranjeros- y consideramos prudente venir a ver qué os había sucedido.
Alun contempló ceñudo a los extranjeros.
–Dyn dythri -murmuró.
–No te inquietes, Alun -repuso Llew con frialdad-. No se van a quedar mucho tiempo. Van a volver tan pronto como sea posible al lugar de donde han venido.
–¿Lo vas a hacer ahora mismo? – preguntó Alun mirando la Piedra del Gigante-. ¿Aquí?
–No -contestó Llew- El portal…, las puertas se han cerrado. Hay que encontrar otro lugar por el que enviarlos de regreso a su mundo. Llévatelos a los carros, Alun -añadió señalando con un gesto a los extranjeros-. Y tú coge a Ffand. Prepárale un acomodo confortable. Tegid y yo iremos enseguida. Antes tenemos que hacer una cosa.
Le tendí a Bran la niña, y el Cuervo la acomodó delicadamente en la silla delante de él; luego volvió grupas y se alejó. Alun, lanza en mano, cabalgó hacia los extranjeros. Un rápido movimiento de lanza fue suficiente para obligarlos a ponerse en marcha. Se alejaron por Sarn Cathmail; esperamos a que estuvieran fuera de la vista y entonces procedimos a enterrar al extranjero a la sombra de Carreg Cawr.
Llew removió la tierra con su espada y arrancó la yerba. Luego cavó con la ayuda de su cuchillo y después apartamos la tierra con las manos. Twrch nos ayudó. Cuando hubimos cavado la tumba, Llew fue en busca del cadáver. Rebuscó un momento entre la yerba y no tardó en encontrar lo que estaba buscando: era un extraño objeto de metal, pequeño, cuadrado, con una especie de tubo bastante largo, de color negro azulado y brillo metálico.
–Es el arma…, un revólver -me explicó Llew.
Parecía mentira que aquel pequeño objeto pudiera causar tanto daño, y mucho menos producir el atronador estruendo que habíamos oído. Llew lo abrió y extrajo unas cuantas cosillas con apariencia de simientes.
–Son balas -dijo llevándose a la boca una de ellas.
Le arrancó con los dientes la punta, la escupió y sacó del cascarillo de bronce que había quedado un polvo de color negro. Hizo lo mismo con las otras y luego arrojó el revólver a la tumba.
–Bien -declaró con evidente satisfacción-, esta pistola ha sido disparada por última vez.
Arrastramos el cuerpo del extranjero hasta la tumba y lo enterramos. El hombre tenía la garganta destrozada; la sangre había empapado su siarc. Twrch nos contempló en silencio mientras alisábamos la tierra y la yerba.
Regresamos junto a los caballos y nos apresuramos a alcanzar a nuestros compañeros. Aquella noche acampamos entre el brezo junto a Sarn Cathmail. Vigilamos por turnos a los dyn dythri para que no escaparan y al día siguiente proseguimos la marcha. Poco a poco el paisaje comenzó a cambiar: la tierra, muy seca, estaba agrietada y endurecida por el sol; la poca hierba que quedaba estaba raquítica y requemada. El brezo era de color marrón, y el cielo, amarillento y sucio del polvo arrastrado por el viento.
Los exploradores volvieron con la noticia de que los arroyos y las fuentes estaban contaminados. Al cabo de un rato llegamos a un pequeño lago de aspecto siniestro. El agua estaba corrompida y en la superficie flotaba una espuma negra y pútrida. Nubes de moscas revoloteaban en la orilla, donde peces muertos se pudrían al sol.
Seguimos cabalgando y pasamos junto a arroyos, estanques y lagos de distintos tamaños; en todos ellos el agua estaba negra y las orillas cubiertas por una especie de escarcha ocre y hedionda; la vegetación de las márgenes se había secado. Por doquier brillaban tenebrosamente al sol huesos de animales envenenados y, no muy lejos, esqueletos de pájaros carroñeros.
Viajábamos por una tierra quieta y silenciosa; pero el silencio era pestilencia, y la quietud, la inmovilidad de la muerte. El aire apestaba a podredumbre y corrupción. Nos abrumaba una combinación espantosa de calor y hedor. Nos picaban los ojos y nos ardía el estómago; nos tambaleábamos mareados en nuestras sillas. Incluso los caballos parecían afectados por la pestilencia del aire: sacaban espuma por la boca, se les contraían los músculos y se negaban a comer.
–Es horrible -murmuró lúgubremente Rhoedd-. Peor que cuando me marché. Ahora también el aire se ha contaminado; antes no olía de esta forma.
–Es cuestión de tiempo -observó Bran-. La atmósfera se ha contaminado con la pestilencia de los cadáveres.
Rhoedd nos había puesto en antecedentes, pero la realidad era aún peor de lo que nos había explicado. En efecto, bajo aquel cielo mortecino y amarillento, la tierra parecía irremediablemente perdida. Y a medida que avanzábamos el hedor aumentaba. La misteriosa corrupción había penetrado profundamente, se había filtrado por doquier y poco a poco había extendido su veneno por toda Albión.
El sol parecía chamuscar el cielo y reducir la tierra a cenizas. Yo al menos no tenía que soportar la deslumbradora luz, pero el pestilente y sofocante aire se me pegaba a los pulmones como pelusilla y cada aspiración devenía un auténtico suplicio. Cabalgábamos en silencio, desesperanzados ante aquella impenitente plaga.
Como los carros traqueteaban sin cesar, nos turnamos para llevar en brazos a Ffand. La niña no pesaba nada y de vez en cuando recobraba el conocimiento. Le dábamos agua y le humedecíamos la cara y el cuello para refrescarla, pero la herida era grave y yo no abrigaba esperanzas de que pudiera sobrevivir.
Llegamos a Dun Cruach al crepúsculo, entumecidos por los rigores del viaje. Pero recobramos los ánimos al ver que la gente salía de la fortaleza para darnos la bienvenida. En cuanto vieron las tinajas se precipitaron hacia los carros. En un abrir y cerrar de ojos los carros fueron descargados y el aire se llenó de gritos de alegría. Ffand, acurrucada en la silla delante de mí, se estremeció pero no se despertó.
De pronto oímos el vozarrón de Cynan:
–¡Bienvenidos, hermanos! – exclamó saludándonos con sincera alegría. Nunca hubo huéspedes mejor acogidos en Dun Cruach, aunque no podré brindaros una copa de bienvenida, pues ayer nos bebimos la última reserva de cerveza.
–Saludos, Cynan -contestó Llew, desmontando de un salto-. Hemos venido lo más deprisa que nos ha sido posible.
–Llegáis justo a tiempo -repuso Cynan. Oí la palmada en el hombro con la que Cynan acostumbraba saludar a Llew y después, sin que tuviera tiempo de desmontar, sentí que me asía por la rodilla-. Gracias, amigos. Jamás lo olvidaré.
–No tiene importancia teniendo en cuenta lo que tú has hecho por nosotros -replicó Llew.
–¿Quién es esa muchacha que traes contigo, Tegid? – preguntó Cynan. No me digas que te has echado novia.
–Se llama Ffand -le dije-. La encontramos en el camino.
–Es la niña que nos ayudó a escapar de Meldron en Sycharth -le explicó Llew.
–¡Vaya! – exclamó Cynan.
–Está herida -añadió Llew.
Antes de que pudiera decir nada más, Bran y Alun se aproximaron para preguntar qué debían hacer con los extranjeros.
–Traedlos aquí -ordenó Llew.
–¿Dyn dythri entre nosotros? – inquirió intrigado Cynan, que sin duda había echado una ojeada a los carros donde Bran y Alun llevaban a los prisioneros-. Veo que has juzgado conveniente atarlos.
–Me pareció lo más prudente -dijo Llew- Son enemigos. El que hirió a Ffand ya está muerto. – Y le explicó a continuación cómo habíamos capturado a los intrusos-. Los enviaremos de regreso a su mundo en cuanto nos sea posible. Hasta entonces, debemos asegurarnos de que no pueden escapar. – Hizo una pausa y añadió-: Aunque, a decir verdad, el de los cabellos blancos es un amigo.
–Una extraña manera de tratar a un amigo. Sin embargo, si te parece conveniente, hay un almacén en el que podemos encerrarlos. Mi padre jamás ha utilizado un foso de rehenes.
Dio una serie de instrucciones a Bran y a Alun y luego nos invitó a que entráramos en palacio.
–Hace mucho calor aquí. Dentro se está más fresco.
Cynan llamó a uno de los suyos y le ordenó que se hiciera cargo de Ffand, que le curara la herida y que le buscara un acomodo adecuado.
–Iré a verla enseguida -añadí poniendo en sus brazos a la niña.
Entramos en palacio para saludar a Cynfarch. El rey nos acogió con aire frío, casi enfadado, y enseguida se alejó para ordenar a sus hombres cómo debían racionar el agua.
–Le resulta muy duro tener que aceptar vuestra ayuda -nos explicó Cynan-. Está desconcertado; todo ha caído sobre sus hombros demasiado deprisa… Mucha gente ha muerto envenenada. Hemos intentado cavar nuevos pozos, pero la tierra está demasiado seca…
–Estamos aquí para llevaros con nosotros a Dinas Dwr -declaró Llew-. El agua nos bastará para el viaje de regreso. ¿Cuánto tardaréis en estar listos para emprender la marcha?
Cynan tardó en contestar.
–Podríamos partir ahora mismo, pero no creo que Cynfarch quiera marcharse.
–Hablaremos con él.
–Como queráis -asintió Cynan-. Pero no esperéis que cambie de idea. Ya me costó trabajo convencerlo para que enviara a Rhoedd…, y no me permitió que os pidiera ayuda. Mi padre es un hombre muy tozudo.
–Quizá cambie de idea ahora que estamos aquí -sugirió Llew.
–Quizá -comentó Cynan-. Deja que hable con él después de cenar.
La cena fue bastante lúgubre. Cynfarch, avergonzado por no poder agasajarnos con todos los honores, estaba ceñudo y silencioso, y no era una compañía ciertamente agradable. El pueblo, aunque contento por el agua recibida, no podía sobreponerse a la melancolía de su rey. En medio de una tierra devastada, no había sitio en Dun Cruach para la alegría y la esperanza.
–La situación es peor de lo que esperaba -murmuró Llew cuando al fin pudimos levantarnos de la mesa.
Salimos del palacio, pero el aire era todavía sofocante y no soplaba la menor brisa.
–No deberíamos haber venido -comenté.
–Habrían muerto sin el agua -observó sombríamente Llew.
Cynan se unió a nosotros.
–Si estáis tramando un plan para matar a Meldron, soy el hombre que necesitáis.
–¿Ya has hablado con Cynfarch? – preguntó Llew-. No es prudente permanecer aquí más tiempo que el estrictamente necesario.
–Se lo he dicho -replicó con aire lúgubre Cynan-. Mi padre prefiere morir a perder su reino.
–¡Ya ha perdido su reino! Y no tardará en perder la vida.
–¿Crees que no es consciente de ello?
Se hizo un silencio tenso. Los dos se miraban fijamente; la ira y la tensión se respiraban en el sofocante ambiente.
–¿No estaría dispuesto a marcharse para salvar a su pueblo?
–Quizá lo haría por ellos, pero no por otra razón.
–Entonces hemos de hacerle ver que si permanecemos un día más aquí, su gente morirá.
–Es muy fácil de decir, pero muy difícil de hacer -señaló Cynan-. Mi padre cree que cuando llueva acabará la plaga. Está en un error, y así se lo he dicho. Pero no quiere escucharme.
–Ahora se lo diremos nosotros -sugirió Llew.
–Es muy tarde y no está de humor para hablar. Mejor mañana.
Nos quedamos otra vez en silencio, inquietos e incomodados unos con otros. El silencio se hizo tenso y pesado; los tres estábamos pensando en si era mejor abordar de una vez por todas a Cynfarch o aguardar hasta el día siguiente. Rhoedd nos sacó de dudas, pues justo en aquel momento apareció para decirnos que Cynfarch deseaba ver a los intrusos.
–El rey desea que sean llevados a su presencia ahora mismo.
Llew titubeó.
–Bien -asintió por fin, aunque era evidente que no le agradaba tener que conceder a los extranjeros ni un minuto de libertad-. Traedlos -añadió disponiéndose a entrar en el palacio-. ¿Vienes, Tegid?
–Enseguida -respondí-. Primero iré a ver a Ffand.
Cynan llamó a una mujer para que me llevara hasta la casa donde habían acomodado a la niña.
–Está aquí -me dijo la mujer, y su voz despertó mi visión interior.
Vi a Ffand dormida en un lecho de mullida lana; una mujer estaba sentada junto a ella sosteniendo un velón de junco. Como hacía calor, la habían acostado desnuda cubierta sólo por una colcha amarilla. La mujer le había lavado la herida con agua y le había cambiado la venda. Luego la había peinado.
Me arrodillé junto a la niña y la llamé:
–Ffand. Soy Tegid. ¿Puedes oírme? – Le acaricié el hombro-. ¿Puedes oírme, Ffand?
La niña se estremeció y entreabrió lentamente los ojos.
–No estamos en la fortaleza de Llew -observó con una vocecilla delgada como un hilo de seda.
–No. Estamos en Dun Cruach, el poblado de nuestros aliados, Cynan Machae y su padre, el rey Cynfarch.
–Ah -suspiró aliviada.
–¿Creíste que era Dinas Dwr?
–Dicen que Dinas Dwr es una fortaleza encantada con muros de cristal, para que no pueda ser vista -susurró-. Por eso Meldron no puede encontrarla. No pensé ni por un momento que esto fuera Dinas Dwr aseguró con tono desdeñoso.
Cerró los ojos otra vez como para alejar una imagen desagradable.
–¿Cómo te encuentras, Ffand? ¿Te duele? – Sacudió la cabeza ligeramente-. ¿Tienes hambre?
Volvió a abrir los ojos.
–¿Era un hombre de Nudd?
–¿Quién?
–El extranjero -dijo con una voz mucho más débil-. ¿Por eso estaba escondido bajo la Piedra del Gigante?
–Sí -repuse después de reflexionar unos instantes-. Era un hombre de Nudd. Por eso estaba escondido bajo la piedra.
–Entonces me alegro de que Twrch lo matara.
Tragó saliva; los músculos de su garganta se movieron, pero su boca siguió seca. Le alcé la cabeza y le acerqué la copa a los labios. Bebió un trago, pero no quiso más.
–Volveré enseguida -le dije a la mujer levantándome-. Si se despierta otra vez, házmelo saber.
La mujer asintió y siguió velando a la niña; yo regresé al palacete. Como mi visión interior seguía despierta, al entrar vi a los tres extranjeros ante Cynfarch, cada uno de ellos vigilado de cerca por un guerrero. Los extranjeros miraban con la boca abierta a la gente reunida en torno. Me coloqué junto a Llew, que contemplaba la escena.
Cynfarch, con su imponente aspecto, estaba sentado orgullosamente sobre su trono. Examinó con curiosidad a los extranjeros, luego hizo un gesto para llamar al más alto. El sujeto tragó saliva, alzó las manos en gesto de súplica y comenzó a gemir lastimosamente en su desagradable lengua. A pesar de que no entendía las palabras, colegí que estaba rogando por su vida.
–Rhoi taw! – ordenó Cynan.
El significado de sus palabras era tan evidente que el extranjero cerró al punto la boca.
–Noble padre -dijo Cynan dirigiéndose al rey-, hemos traído ante tu presencia a los dyn dythri, como ordenaste. Míralos, señor, y verás que no son de nuestra raza.
–Es obvio. Me gustaría saber por qué están aquí.
–Se lo preguntaré, pero no creo que hablen nuestra lengua.
–Quizá -dijo el rey-, pero un hombre debe responder por sí mismo si puede. Pregúntales.
Cynan se dirigió al sujeto llamado Weston.
–¿Cómo te llamas, extranjero? – inquirió-. ¿Por qué has venido a nuestro mundo?
El extranjero se estremeció. Emitió una especie de maullido e hizo un gesto desesperado. Algunos espectadores se echaron a reír, pero fue una risa de inquietud que no tardó en desvanecerse. Los otros extranjeros se encogieron con una expresión de terror en los ojos.
Cynan se dirigió entonces a su padre.
–Al parecer el extranjero no posee el don del entendimiento, señor.
–No me extraña, con la pinta que tiene -musitó el rey-. Sin embargo, me gustaría saber por qué él y los otros han venido aquí. ¿Hay alguien que pueda hablar por él?
–Desde luego -contestó Cynan acercándose a Llew-. ¿Qué dices, hermano? ¿Quieres hablar por él?
–Nada bueno podemos obtener de ese sujeto -murmuró Llew.
Luego, sin dedicar ni una sola mirada al tal Weston, llamó al hombrecillo de cabellos blancos.
–Este hombre se llama Nettles -le dijo al rey-. Lo conozco; es amigo mío. Es una especie de bardo y podemos confiar en que dirá la verdad. En este aspecto, no se parece en nada a los otros dos.
Indicó con un gesto al hombrecillo que se acercara y le puso la mano sana sobre el hombro.
–Es un hombre honrado…, de gran sabiduría y experiencia. Ha luchado por impedir que los otros vinieran. Puedo asegurarlo.
Hizo una pausa y contempló con afecto al hombrecillo.
–Entiendo su lengua. Pregunta lo que quieras. Estoy dispuesto a hablar por él.
–Muy bien -repuso el rey-. Me gustaría saber por qué han venido a nuestro mundo y con qué intenciones.
Ante el asombro de todos los reunidos, el hombrecillo de cabellos de nieve respondió sin la menor vacilación en una lengua muy parecida a la nuestra, pero ininteligible.
–¿Qué está diciendo? – pregunté a Llew, que sonreía cariñosamente mirando al hombrecillo.
–No tengo ni idea. Habla en una lengua llamada gaélico.
–¿Le has dicho tú que lo hiciera?
–No, se le ha ocurrido a él. Ha debido de pensar que era una buena idea.
Antes de que pudiera añadir nada más, el rey exclamó:
–Este hombre habla de forma muy franca. ¿Qué ha dicho?
–Permíteme que hable con él, noble señor -le dijo Llew.
Se dirigió al hombrecillo e intercambiaron unas palabras. Weston y el otro extranjero los miraban asombrados.
Luego el hombrecillo comenzó a hablar en voz alta. Cuando hubo acabado, Llew dijo:
–Soberano Señor, mi amigo dice que han llegado aquí desde un lugar que está más allá de este mundo. Dice que no miente al deciros que los hombres que están con él no son buenos. Hace tiempo que ansiaban entrar en Albión y, como ves, por fin lo han conseguido.
Llew inclinó la cabeza hacia su amigo y hablaron en voz baja. Weston intentó adelantarse para escucharlos, pero el guardián que lo vigilaba lo obligó a retroceder.
Nettles habló otra vez en voz alta y Llew tradujo:
–No te lleves a engaño. Aunque parecen débiles e insignificantes, les acompaña el fatal poder de la malevolencia, la corrupción y la deshonra. Apenas tienen conciencia de lo que se traen entre manos, pero utilizan lo poco que saben con intenciones aviesas. Me alegra que los hayan apresado porque no se puede confiar en ellos.
El rey escuchó con gravedad y miró a Weston. El extranjero se echó a temblar ante la escrutadora mirada de Cynfarch; el sudor le corría por la cara y el cuello. Cuando ya no pudo sostener más la mirada del rey, tendió sus manos hacia Nettles y comenzó a quejarse en su desagradable lengua.
Llew y Nettles conferenciaron unos instantes.
–Ese hombre se llama Weston -le dijo Llew al rey-. Pregunta por qué ha sido hecho prisionero. Dice que no tienes derecho a tratarlo así, y te ordena que lo liberes de inmediato.
La pretensión del extranjero enfureció al rey, que cambió completamente de idea acerca de los dyn dythri.
–Me asombra la ignorancia del extranjero -declaró Cynfarch con atronadora voz-. ¿Acaso no sabe que soy el rey? Mi deber es la justicia, y ejercerla es mi derecho. ¿Acaso no puede entenderlo?
–Me parece que él no reconoce a ningún hombre como rey, señor observó Llew-. Y puedo asegurarte que estos extranjeros no estiman ni respetan la soberanía…, ni en su mundo ni en éste.
Cynfarch entrecerró los ojos enfurecido.
–Es obvio. Ningún hombre inteligente comparece ante un soberano señor con demandas si no se ha ganado previamente el derecho a hacerlo con su lealtad y fidelidad.
–Padre -intervino Cynan-, Llew piensa que estos extranjeros deben ser devueltos a su mundo tan pronto como sea posible.
–¿De veras? – preguntó Cynfarch mirando a Llew.
–Sí, señor -replicó Llew-. El Bardo Supremo sabe cómo hacerlo.
–Que así sea -asintió el rey-. Si la desaparición de estos dyn dythri de nuestro mundo nos protege a nosotros de perjuicios y no les causa a ellos daño alguno, que así sea. – Hizo un gesto a los centinelas y añadió- Lleváoslos. No quiero oír nada más.
Los extranjeros fueron sacados al punto del palacete; Weston protestaba ruidosamente mientras los centinelas se lo llevaban. El rey sacudió la cabeza lentamente con el entrecejo fruncido. El grosero comportamiento de aquel extranjero lo había alterado.
Llew, olfateando la oportunidad, tomó la palabra.
–Rey Cynfarch, ya has visto cómo están las cosas. El agua está contaminada; arrogantes extranjeros invaden Albión; Meldron merodea por Caledon destruyendo a todos los que se alzan contra él.
–Vivimos tiempos difíciles -asintió el rey.
–Y peores aún se avecinan -afirmó Llew-. Pero en Dinas Dwr hay agua y comida suficiente para todos; además Druim Vran nos proporciona segura protección. Te invito a que vengas con nosotros al norte, al menos hasta que Meldron sea derrotado.
–Pero ¿cómo lograremos derrotar a Meldron -preguntó Cynfarch- si nadie le planta cara?
–Le plantaremos cara -le aseguró Llew-. Cuando llegue el momento oportuno, empuñaremos las armas. Hemos traído agua; hay suficiente para el viaje de regreso a Dinas Dwr. Pero no podemos perder más tiempo. Tenemos que partir ahora mismo.
El rey meditó unos instantes.
–He escuchado con atención lo que me has dicho -repuso-. Mañana te daré mi respuesta.
Llew pareció inclinado a seguir presionando a Cynfarch, pero yo sabía muy bien que eso no haría sino entorpecer la decisión del rey, así que me adelanté y dije:
–Aguardaremos tu decisión, señor.
Cynfarch se retiró a sus aposentos y el pueblo también se marchó a dormir; Llew, Cynan, Bran y yo nos quedamos solos.
–¿Cómo es posible que se niegue a partir? – preguntó asombrado Llew. No hay agua. No podréis resistir mucho tiempo.
–Pese a ello, no nos marcharemos a menos que el rey esté de acuerdo -replicó Cynan-. Así están las cosas. Tendremos que aguardar hasta mañana.
–Bien -comentó Bran-, entonces me voy a la cama.
Se levantó y en cuatro pasos atravesó la sala y se echó a dormir en un rincón sobre una piel de buey.
–Es una buena idea -aprobó Cynan-. Acercaos, os mostraré vuestras habitaciones.
Nos dirigimos hacia la puerta del palacete. Pero antes de salir fuimos alcanzados por la mujer que velaba a Ffand.
–Bardo -dijo-, debes venir enseguida. La niña te llama.
Los tres la seguimos. Cuando entramos en la habitación iluminada por la vela de junco, oí que la mujer le decía:
–Aquí está el bardo, niña. Llew también ha venido.
Al oír estas palabras se avivó mi visión interior. Vi la delgada silueta de la niña en el lecho; a la luz de las velas, su cara parecía muy pálida.
–¿Tegid? – dijo.
–Aquí estoy, criatura -contesté arrodillándome junto al lecho-. Aquí estoy, Ffand.
–Tengo frío -se quejó ella con voz muy débil.
La cabaña era muy pequeña y el ambiente estaba cargado; sin embargo la muchacha estaba temblando.
–Trae otro manto -ordené a la mujer.
Llew se arrodilló a mi lado.
–¿Te duele mucho, Ffand?
La niña respiró fatigosamente.
–No -repuso-. Pero tengo frío…, mucho frío.
–¿Qué querías decirme? – pregunté.
Tardó en contestar.
–¿Dónde está Twrch? – inquirió.
–Fuera. Te está esperando. No se ha alejado de la puerta.
–¿Quieres que te lo traiga? – dijo Llew.
Ella sacudió la cabeza con débiles movimientos.
–Lo pasará mal sin mí -susurró.
–Ffand -dijo Llew-, ya verás como te pones bien. Pronto podrás hacerte cargo de él otra vez.
–Cuídalo -murmuró la niña con un hilillo de voz-. Es todo lo que tengo.
–Ffand, escucha… -empezó a decir Llew cogiéndole la mano-. ¿Ffand?
Pero el espíritu de Ffand había volado muy lejos. La niña había muerto.
Llew sostuvo la mano de Ffand entre las suyas un momento; luego se inclinó y la besó en la frente. Después se levantó y abandonó la habitación. La mujer había regresado con el manto. Lo extendimos sobre el cuerpo sin vida de Ffand y nos retiramos.
–… y llama también a Bran y a Alun -estaba diciendo Llew-. Yo traeré los caballos.
Cynan se marchó a toda prisa y Llew se encaró conmigo.
–¡Los dyn dythri tienen que marcharse esta misma noche! Me aseguraré de que así sea -declaró lleno de ira.
–Pero debemos…
–¡Esta misma noche! – gritó Llew alejándose-. ¡Y tú vendrás con nosotros, Tegid!
Nuestro destino era el lugar donde Sarn Cathmail, la calzada que habíamos seguido desde el norte, se cruzaba con la senda que conducía hacia el oeste, a las colinas del corazón de Caledon. Según Cynan, esa encrucijada estaba coronada por un bosquecillo de abedules. Era un lugar sagrado, y allí íbamos a intentar enviar a los dyn dythri de regreso a su mundo.
Llew se había empeñado en que los extranjeros debían regresar inmediatamente a su mundo, y no parecía haber razón para contradecirlo. Así pues, nos habíamos puesto en marcha con la esperanza de llegar a la encrucijada al alba, a la hora-entre-horas, cuando la puerta entre los mundos permanece abierta unos instantes en los lugares sagrados.
La oscuridad de la noche dificultaba la marcha; no había luna que nos iluminara el camino y el viaje estaba resultando más largo de lo que esperábamos. Por eso teníamos que darnos prisa para llegar a tiempo a la encrucijada.
–Es extraño -murmuró Cynan-. Conozco perfectamente estos parajes. Quizás hemos pasado de largo junto al bosquecillo. – Detuvo el caballo y me miró-. Será mejor que retrocedamos.
En medio de la oscuridad reinante se oyó la voz de Llew.
–No -replicó en tono tenso acercándose a nosotros-. Pese a la oscuridad habríamos visto alguna señal del camino que conduce al bosquecillo. Seguiremos adelante.
–¡Imposible ver algo! – protestó Cynan-. Si no me puedo ver siquiera la mano ante la cara, ¿cómo quieres que distinga el camino?
Llew permaneció en sus trece.
–Seguiremos adelante, Cynan. No estoy dispuesto a permitir que esos hombres permanezcan en Albión ni un día más.
Cynan suspiró, pero espoleó a su caballo.
A mí me daba igual que fuera mediodía o medianoche. Mi visión interior permanecía apagada. Como no veía nada, estaba atento a todos los sonidos que me llegaban a través del inmóvil aire de la noche: oía el trote de Twrch, que de vez en cuando olisqueaba el sendero; oía el chisporroteo de la antorcha, la trápala de las herraduras de los caballos y el crujido de las ruedas de los carros. En una ocasión oí un pájaro que, asustado, echó a volar con un graznido que se convirtió en un grito incorpóreo al perderse en el vacío informe de la noche.
Poco después descendimos por una ladera y llegamos a un valle. Cynan hizo un alto para localizar nuestra posición. Los carros se detuvieron.
–No veo nada -se quejó Cynan-. Tegid sería más capaz que yo de encontrar la encrucijada en estas tinieblas.
–No podemos estar muy lejos -opinó Llew-. ¿Conoces este valle?
–No -contestó Cynan, nervioso y desorientado.
–Pero debes de tener alguna idea aproximada de dónde nos encontramos -insistió Llew.
–La tendría si pudiera ver algo -repuso con impaciencia Cynan.
Llew se quedó unos instantes callado. La antorcha chisporroteó y la frustración de Cynan se tradujo en palabras.
–¿Y ahora qué? – preguntó.
–Seguiremos adelante -decidió Llew-. Quizás este sendero conduzca hasta Sarn Cathmail.
–Quizá sí… -asintió sombríamente Cynan- o quizá no.
Llew chasqueó la lengua y azuzó al caballo. Oí el latigazo de las riendas y el crujido de las ruedas cuando los carros reemprendieron la marcha. Seguí la comitiva, deseando que mi visión interior se despertara y me revelara algún detalle del paraje en que nos encontrábamos. Pero, igual que mis compañeros, seguí avanzando en la oscuridad más completa.
Me pareció que cabalgábamos un buen trecho sin encontrar ni el camino ni el montículo. Nadie decía nada; sólo se oía la trápala de las herraduras de los caballos y el traqueteo de los carros. Debí de quedarme dormido en la silla sin darme cuenta, porque de pronto me encontré subiendo la suave pendiente de una colina y oí que alguien exclamaba:
–¡Se está haciendo de día allá en el este!
En ese preciso instante Cynan gritó:
–¡Allí está!
Me despabilé de golpe.
–¡Allí está el montículo! – dijo Cynan-. ¡Hacia el sur!
–¿A qué distancia? – pregunté a Llew.
–No demasiado lejos -contestó-. Si nos damos prisa, llegaremos a tiempo. ¡Adelante! – ordenó sacudiendo las riendas.
Al instante, todos azuzamos las cabalgaduras hacia el montículo. Yo me orienté por el ruido de las herraduras y llegué justo después que Llew.
–Sarn Cathmail! – gritó desmontando de un salto.
Corrió hacia mi caballo y sujetó las riendas para detenerlo.
–¡Deprisa, Tegid! No nos queda demasiado tiempo.
Desmonté y me apresuré a coger el bastón de la silla en cuanto mis pies tocaron el suelo.
–Llévame al punto en que se cruzan los dos caminos.
Llew me condujo hacia el lugar donde una senda muy trillada bordeaba el montículo y se cruzaba con Sarn Cathmail; allí, alcé mi vara hacia los cuatro puntos cardinales e invoqué las virtudes de cada uno de ellos para consagrar la encrucijada como lugar sacrosanto. Luego corrí hacia el punto este de donde viene la tenebrosa oscuridad. Apoyé la punta de mi vara en el suelo y procedí a trazar un círculo en la tierra pronunciando precipitadamente las palabras del Taran Tafod.
–Modrwy a Nerth… Noddi Modrwy… Noddi Nerth… Modrwy Noddi… Drysi… Drysi… Drysi Noddi… Drysi Nerth… Drysi Modrwy…
Las fui repitiendo una y otra vez y sentí que el awen, animado por las mágicas palabras, se encendía como una llama dentro de mí. Mi lengua parecía tocada por un extraño fuego y las palabras del lenguaje secreto se esparcían como chispas en la menguante oscuridad.
Continué pronunciando las mágicas palabras hasta que hube encerrado en el círculo mágico la encrucijada. Cuando la punta de mi vara completó el círculo, sentí que se me erizaba el vello de los brazos y que mi piel se estremecía con el poder que se había despertado en torno.
–Traed a los dyn dythri -ordené, y al punto oí pasos precipitados-. ¿Veis el círculo que he trazado en la tierra? – indiqué-. Debe serviros de guía. Cynan, coge a dos hombres y, con un extranjero, recorred el círculo tres veces siguiendo la órbita del sol -ordené indicando con la mano la dirección.
–¿Ahora mismo?
–Sí. Ahora. Y deprisa.
Cynan llamó a Bran y a Alun para que se encargaran de los otros dos extranjeros y comenzaron a recorrer el círculo que yo había trazado. Cuando hubieron terminado, les dije:
–Ahora colocad a los extranjeros en el centro, donde se cruzan los dos caminos. ¡Deprisa!
–Ya está -dijo poco después Bran-. ¿Qué más tenemos que hacer?
–Desatadlos para que no se hagan daño -repuse.
Cuando lo hubieron hecho, Cynan me lo hizo saber.
–Dejadlos donde están y salid inmediatamente del círculo -ordené-. Y tened las lanzas dispuestas.
Los hombres obedecieron.
–¿Y ahora? – preguntó Llew.
–Ahora a esperar.
–¿Qué va a suceder? – quiso saber Bran.
–Pronto lo sabréis -respondí-. Decidme lo que veáis.
Aguardamos. Agucé el oído, pero sólo se oía la respiración de los hombres.
Al cabo de unos momentos, Cynan comenzó a impacientarse.
–No sucede absolutamente nada.
–Espera -lo tranquilizó Llew.
–Pero casi ha roto el alba y…
–¡Silencio!
Uno de los extranjeros se movió; oí sus pasos sobre las losas del pavimento.
–¿Habéis visto? – comentó con voz ahogada Alun.
–¿Qué? – exclamó Llew-. Yo no he visto nada.
–¡Mirad! – dijo con excitación Cynan; y noté que me aferraba el brazo-. Algo está pasando.
Twrch comenzó a ladrar.
–Dime lo que estás viendo. ¡Descríbemelo!
–¡Veo agua! Parece como si los estuviera cubriendo el agua.
–¿Se están hundiendo en el agua? – inquirí.
–No, están como antes; no se han movido -me explicó Llew-. Pero sus siluetas han experimentado un cambio. Parece como si estuvieran reflejadas en el agua.
Comprendí entonces lo que quería decir. Era la hora-entre-horas. Los dyn dythri estaban en el umbral, pero había que obligarlos a que lo cruzaran y entraran en su mundo.
–Todo va bien -dije-. Ahora, Cynan, tú y tus hombres esgrimid las lanzas. En cuanto yo dé la señal, arrojadlas contra los extranjeros como si quisierais darles caza. Pero no penetréis dentro del círculo. ¿Has entendido?
–Sí -repuso el príncipe, y ordenó a sus guerreros que se aprestaran a cargar.
–¡Deprisa! – gritó Llew.
Alcé la vara y la dejé caer de golpe.
–¡Ahora!
Con un grito salvaje, Cynan y los guerreros se precipitaron hacia los extranjeros. Oí un griterío confuso y el ruido de alguien que tropezaba y caía soltando un gruñido.
–¿Qué sucede?
–Ya está…, se marchan -me dijo Llew-. Están cruzando el umbral. Uno ya se ha ido… Ya no lo veo. ¡Ha desaparecido! Y ahora se va Weston; está… -Se interrumpió.
–Llew, ¿qué sucede?
No respondió, pero noté que daba un paso al frente.
–¡No! ¡Llew, vuelve!
–¡Nettles! – gritó él-. ¡Espera!
Tendí la mano y lo así por el borde del manto en el preciso instante en que echaba a correr.
–¡Llew, detente!
Agarré con fuerza el manto mientras él luchaba por soltarse.
–¡Suéltame!
Twrch ladraba con ferocidad.
Llew se despojó del manto y se precipitó en el círculo. Cynan y Bran le gritaron que volviera… pero ya había desaparecido.
Permanecimos inmóviles en aturdido silencio. Los tres extranjeros habían desaparecido… y Llew con ellos.
–¿Por qué se ha marchado? – preguntó Cynan cuando fue capaz de articular palabra.
–No lo sé. Quizá vio algo…
–¿Qué pudo ser? No lo entiendo. ¿Por qué nos ha abandonado?
–No lo sé.
Aguardamos en un silencio denso que contrastaba poderosamente con el tumultuoso y sobrecogedor momento que acabábamos de vivir. Mientras el sol se levantaba, comenzó a soplar la brisa. Cynan me tocó el brazo.
–Creo que deberíamos marcharnos.
Su voz, teñida de tristeza y sorpresa, sonó extraña en mis oídos.
–Sí -asentí.
Como seguía sin decidirme, volvió a tocarme el brazo.
–Vamos -dijo-. Se está haciendo de día.
–Sí. Vámonos.
Llamó a sus hombres y se dirigieron hacia donde estaban los carros y los caballos. Yo me quedé solo, intentando comprender lo que había sucedido. Oí un rumor de cascos detrás de mí. Bran, montado a caballo, me puso las riendas del mío en las manos.
–Vámonos. Se ha marchado.
Asiendo fuertemente la vara, monté despacio a caballo. Mis compañeros se alejaban ya por el camino. Hasta mí llegaba el eco de los cascos y el crujido de las ruedas de los carros. Me detuve un instante con la esperanza de que mi visión interior se despertara y viera algo… pero los ojos de mi mente permanecían en tinieblas. Así que azucé mi caballo tras los demás.
Cuando me di la vuelta, oí que Twrch estaba gimiendo; lloraba por su dueño desaparecido. No necesitaba verlo para saber que tenía los ojos clavados en el lugar donde se había desvanecido Llew.
Le silbé pero, al advertir que no reaccionaba, lo llamé por su nombre.
–¡Twrch! ¡Vámonos!
Como el perro no me obedeció volví grupas y regresé a la encrucijada. Desmonté y, guiándome por sus gemidos, tendí la mano, lo cogí por el collar e intenté arrastrarlo. Pero el perro no cedió ni un palmo; aunque logré levantarle las patas delanteras del suelo, no se movió lo más mínimo.
–¡Twrch! ¡Vamos! – dije tirando con fuerza del collar.
Pero el terco animal seguía sin moverse. Tiré otra vez del collar. El animal soltó un aullido de dolor, pero no se movió.
–¡Twrch!
No me agradaba tener que hacerle daño, pero no podía llevarlo a rastras. Sin embargo, tampoco podía dejarlo allí. Necesitaría una cuerda para tirar de él. Llamé a Cynan, y Twrch se puso a ladrar.
Me incliné sobre el perro y tendí la mano para cogerlo por el collar. El astuto animal adivinó mis intenciones porque me esquivó antes de que pudiera agarrarlo.
–¡Twrch! ¡Basta ya! ¡Vámonos!
Di un paso, tropecé con una piedra y caí de rodillas. La vara se me escapó de las manos. Atrapé el perro por un mechón de pelo y lo sujeté con fuerza. Con la otra mano tanteé hasta dar con el collar e intenté ponerme en pie. Twrch ladró otra vez furiosamente y echó a correr arrastrándome.
Caí al suelo y el perro se me escapó.
–¡Twrch! – llamé incorporándome con torpeza-. ¡Ven aquí! ¡Twrch!
Avancé unos pasos. El perro ladró una vez, dos veces… Los ladridos parecían venir de un lugar muy distante. De pronto sólo llegó a mis oídos el rumor de mis pasos sobre las piedras de la encrucijada.
Me incliné y comencé a buscar mi vara. Oí un sonido como el de una ráfaga de aire, pero no sentí nada. Instintivamente tendí las manos.
Tropecé con un cuerpo vivo.
Sin dudarlo le asesté un golpe. Ante mi sorpresa el cuerpo cayó sobre mí y me derribó sobre la calzada. Luché a brazo partido con mi atacante, dándole patadas y puñetazos a ciegas.
–¡Tegid! – oí que alguien gritaba.
Asesté un puñetazo hacia donde venía la voz. Pero una mano me sujetó por la muñeca.
–¡Tegid! ¡Quieto, Tegid!
Era la voz de Llew. Era Llew quien había aparecido ante mí.
–¡Llew! ¡Has vuelto!
Me soltó la mano, luego cayó de rodillas junto a mí, jadeando. Estaba tan fatigado que no podía hablar. Lo abracé y lo sacudí.
–¡Llew! ¿Qué estás haciendo? ¿Por qué te marchaste?
–¡Ayúdame, Tegid! – dijo Llew-. Nettles…
Sólo entonces comprendí lo que había hecho.
–¿Nettles está contigo?
–Sí -contestó jadeando-. Fui a… buscarlo. Lo he traído de vuelta conmigo.
Bran apareció a mi lado. Me cogió por el brazo y me puso en pie.
–¿Qué ha sucedido? – preguntó tan sorprendido ahora por la súbita reaparición de Llew como anteriormente por su repentina desaparición.
–Ha cruzado el sutil y peligroso puente entre los mundos para traer de vuelta al extranjero.
–¿Por qué?
–No lo sé.
–¿Dónde está Twrch? – inquirió Bran.
–El perro se fue tras su dueño -repuse-. Pero, a diferencia de Llew, no ha regresado.
–¿Twrch me siguió?
–Sí -repliqué con brusquedad como si estuviera enfadado con él-. Traté de impedírselo, pero no pude detenerlo. Twrch se ha marchado. Y no creo que sepa encontrar el camino de vuelta.
Detrás de nosotros resonó la trápala de unos cascos; con un grito, Cynan se precipitó sobre nosotros como si quisiera separar a dos luchadores y nos derribó.
–¡Alto, Cynan! ¡Es Llew!
–¡Llew! – dijo Cynan ayudando a Llew a incorporarse.
El sol ya se había alzado y sentí el calor de sus rayos en el rostro.
–¿Crees que podrás hallar el camino de vuelta a casa, Cynan? – le pregunté.
–Encontré el camino en plena oscuridad, ¿no es cierto? – gruñó burlonamente Cynan.
–Entonces enséñanoslo. Deberíamos marcharnos enseguida de aquí.
Cynan ordenó que trajeran el caballo de Llew; yo me volví hacia mi amigo que estaba inclinado sobre el cuerpecillo de Nettles. Le estaba hablando en su ruda lengua, pero se apresuró a incorporarse cuando lo toqué en el hombro.
–Se encuentra bien. Podrá hacer el viaje en uno de los carros.
–¿Y tú?
–No he sufrido el menor daño -repuso poniéndome la mano en el hombro-. Lo siento, Tegid. Debí haberte avisado, pero se me ocurrió demasiado tarde.
Nettles musitó algo en su desagradable lengua, y Llew le respondió.
–Tenía que hacerlo, Tegid -me explicó después-. Lo habrían matado. Weston habría matado a Nettles en cuanto se hubiera encontrado en su mundo. Además, creo que lo necesitaremos. Sabe muchas cosas que pueden sernos de gran utilidad.
–Muy bien -dije-. No me cabe duda de que has hecho lo más conveniente. Vamos…
–Tendremos que enseñarle nuestro idioma; tú podrías hacerlo, Tegid. Al fin y al cabo, también me lo enseñaste a mí. Y Nettles lo aprenderá enseguida; ya sabe bastante. Como te he dicho…
–No hace falta que me digas nada más -lo interrumpí-. Te aseguro que estoy plenamente de acuerdo contigo en esta cuestión. Ya hablaremos luego. Ahora deberíamos marcharnos.
De regreso, el traqueteo de los carros sobre las piedras de la calzada ensordecía nuestros oídos; por eso no oímos a los jinetes enemigos hasta que casi se nos echaron encima.