21

EL ASALTO A SCI

Los vi con los ojos de la mente: noventa guerreros en la playa contemplando cómo los barcos entraban en la bahía. Amenazadores nubarrones se acercaban desde el este; el viento azotaba nuestros mantos. Pero las aguas de la resguardada bahía permanecían tranquilas como plomo fundido. Alcé al cielo mis ojos sin luz y vislumbré un retazo de azul que aún resplandecía allá arriba. Olí en el aire la lluvia y oí las olas que se estrellaban contra la rocosa costa fuera de la bahía.

Se acercaban cuatro barcos con velas cuadradas y sólidos mástiles. Las velas, de color rojo sangre, se henchían al viento mientras los ligeros bajeles volaban delante de la tempestad. Nuestros caballos, presintiendo la proximidad de la tormenta, se movían inquietos cabeceando y pateando la arena con los cascos. Dos hombres y cuatro muchachos los llevarían de regreso a Dinas Dwr, donde se había quedado el rey Calbha. No podríamos utilizar caballos en el lugar adonde nos dirigíamos, y, si nuestra misión fracasaba, a Calbha le iban a hacer sin duda mucha falta.

Era el anochecer del tercer día desde que nos habíamos marchado de Dinas Dwr. Y los barcos se habían hecho a la mar desde el sur de Caledon para salir a nuestro encuentro.

–Tardaréis en llegar a este punto de la costa tres jornadas a caballo por la sierra -nos había explicado Cynan mientras señalaba con un palo un lugar en el mapa que había dibujado en el suelo-. Aquí os recogerán los barcos -dijo señalando otra vez-. Sólo tenemos cuatro barcos -añadió como si nos hiciera una advertencia.

–Cuatro serán suficientes -dijo con rotunda seguridad Llew.

–No podemos llevar caballos.

–No nos servirían de nada -replicó Llew.

–Somos muy pocos frente a la hueste de Meldron -observó Bran-. Cuenta con quinientos hombres por lo menos…

–Si nuestros informadores son dignos de crédito… -terció con escepticismo Calbha-. No se pusieron de acuerdo sobre el número de barcos que habían visto.

–Meldron puede llevar cuantos guerreros se le antojen -dijo Llew con cierta agresividad-. Pero nosotros no podemos llevar más de los que tenemos.

–Pero si Meldron nos presenta batalla a campo abierto… -insistió Calbha.

El rey protestaba en realidad porque se había decidido que debía quedarse en Dinas Dwr para proteger a sus habitantes.

Llew sacudió la cabeza en gesto conciliador.

–Algún día nos enfrentaremos con Meldron en el campo de batalla y entonces mediremos nuestras fuerzas. Pero aún no ha llegado ese momento. Aunque lleváramos más guerreros, no podríamos vencer a Meldron todavía, y a nosotros no nos servirían de gran ayuda. – Se levantó

y se sacudió el polvo-. Ya llegará el día de la revancha, Calbha.

Así terminó la junta de guerra.

Cynan se marchó de inmediato con cuatro guerreros hacia Dun Cruach para aparejar los barcos de su padre. Nosotros nos dedicamos afanosamente a disponer armas y caballos para el viaje hacia la costa, esperando con ansiedad el día señalado para la marcha y procurando apaciguar el orgullo herido de Calbha por haber sido excluido de la expedición.

Tres días más tarde partimos al alba y nos internamos en la cañada siguiendo la ribera del tranquilo lago. De vez en cuando y sin previo aviso, las tinieblas de mi ceguera se iluminaban con las resplandecientes imágenes del mundo que me rodeaba: hombres a caballo atravesando profundos y verdes valles…, la niebla descendiendo por las laderas desde las cimas de la sierra…, el sol reflejándose en el metal…, guerreros con mantos rojos y redondos escudos blancos…, un lago azul y un cielo aún más azul con retazos de gris…, un plomizo crepúsculo extendiéndose a hurtadillas por la bóveda celeste…, estrellas brillando como hogueras de un campamento en una oscura llanura…

Oía el penetrante grito de las águilas que planeaban con el viento. Oía el apagado golpeteo de los cascos sobre el camino y el agradable tintineo de los ronzales. Oía las graciosas chanzas de los hombres que se armaban de buen humor para enfrentarse a la dura misión que los aguardaba.

Era un plan arriesgado, dada la abrumadora superioridad del enemigo. La sorpresa era nuestra única ventaja. Nunca más podríamos volver a sorprender a Meldron, sobre todo porque nuestro ataque le revelaría que Llew y yo seguíamos con vida. Teníamos una oportunidad, sólo una. Pero, si todo iba bien, a lo mejor sería suficiente.

Llew conocía la isla palmo a palmo. Los seis años que había pasado bajo la tutela de Scatha facilitarían nuestra arriesgada aventura. Sabía perfectamente dónde podían acercarse los barcos a la costa sin ser avistados; sabía en qué colinas y valles podríamos refugiarnos; sabía cómo atacar el caer con mayor efectividad. Nuestro plan se basaba en el profundo conocimiento que Llew tenía de Ynys Sci. Y Cynan conocía la isla casi tan bien como él.

Mientras avanzábamos por la sierra, yo trataba, como tantas otras veces, de adivinar lo que nos aguardaba, de apartar el velo que ocultaba el futuro para vislumbrar lo que ocurriría cuando nos enfrentáramos con Meldron. Pero era inútil; no se me concedían ni presentimientos ni visiones. Acabé por desistir. El conocimiento vendría cuando el Dagda me lo concediera, pero no antes. ¡Que así fuera!

Ahora estábamos contemplando al fin cómo los barcos de Cynan entraban en la bahía, una de las innumerables ensenadas sin nombre que el mar ha erosionado en la rocosa costa del norte. «Este lugar debería llamarse de algún modo», pensé mientras escuchaba el lejano retumbar del trueno entre las ráfagas del viento: Cuan Doneann, la Bahía de la Tormenta.

Llew, que había estado hablando con Bran junto a la orilla, se me acercó; los guijarros de la playa crujieron bajo sus pies.

–Cada vez me agrada más ese hombre -comentó cuando llegó a mi lado.

–En él encontrarás un valiosísimo Jefe de Batalla -dije yo-. La Bandada de Cuervos alzará el vuelo bajo sus órdenes. Y él te seguirá a ti doquiera que lo conduzcas, hermano.

Pasó por alto mi observación y me preguntó:

–¿Has visto algo de lo que nos aguarda en Ynys Sci?

–Todavía no -confesé-. Ten por seguro que te lo comunicaré enseguida.

–¿Crees que esta empresa es una locura?

–Sí -repuse-. Pero ¿qué importa? No podemos quedarnos de brazos cruzados mientras haya la más mínima posibilidad de salvarlos.

–Espero que no sea demasiado tarde -murmuró sombríamente Llew.

–¿Qué quieres que te diga? ¡Dímelo y te lo diré! – repliqué con más impaciencia de la que sentía para conjurar la nota de incertidumbre que había captado en las palabras de Llew. Porque la incertidumbre, igual que la duda y la vacilación, son semejantes al miedo.

–Deseo la verdad -contestó Llew-. ¿Qué crees que vamos a encontrar allá?

–¿Deseas oír la verdad? Pues voy a decírtela: no tengo ni idea. Hasta que no lleguemos a Ynys Sci no sabremos lo que vamos a encontrar.

–¡Cálmate, hermano! – exclamó Llew, un tanto ofendido-. Sólo estaba preguntando.

–Pero voy a decirte algo más -continué más apaciguado.

–¿Qué?

–Si salimos con éxito, Meldron tardará bastante tiempo en volver a atacar a alguien. Y creo que sólo por eso vale la pena arriesgarse.

Un trueno estalló en el mar y su eco se prolongó a lo largo del acantilado.

–Será una dura travesía -observó Llew.

–Mejor que mejor. No se les ocurrirá que alguien pueda hacerse a la mar con semejante temporal.

Alguien gritó en la playa.

–Vamos -dijo Llew-, ha llegado la hora de subir a bordo. Conviene que nos embarquemos los primeros para dar ejemplo.

Nos acercamos a la orilla y nos dirigimos hacia el barco; Llew con su lanza y su escudo, yo con mi vara de fresno. Los hombres se apresuraron a seguirnos, corrieron hacia los barcos y subieron a bordo. La travesía sería dura, pero los veleros volarían como gaviotas delante de la amenazadora tormenta.

¡Y cómo volamos! Aunque el mar rugía, las velas se tensaban y los mástiles gemían; las proas de los barcos se deslizaban entre las espumantes olas hendiéndolas con poderosa energía. Todo el día y toda la noche, interminable y turbulenta, desafiamos la furia del océano.

Al alba avistamos nuestro destino: los verdes y plateados promontorios de Ynys Sci se alzaban resplandecientes en un mar de color pizarra. Sin embargo, no nos dirigimos a tierra, sino que plegamos velas y aguardamos a que cayera la noche. El sol parecía clavado en el cielo, tan lento nos parecía su curso. Mientras los barcos se balanceaban en el mar, los hombres dormitaban o afilaban sus espadas. En el cielo los jirones de nubes volaban hacia el horizonte.

Por fin, medio escondido en un manto gris de nubes, el sol se hundió en el límite del mundo para iniciar su viaje a través de los reinos inferiores. Las tinieblas se congregaron en el este y se fueron extendiendo por el mar. Cuando juzgamos que ya no podíamos ser avistados desde la isla, Llew dio la señal e izamos velas.

Nos acercamos a Ynys Sci desde el este y atracamos en una ensenada que Llew conocía. Los guerreros se deslizaron por la borda y se dirigieron hacia la orilla. La corriente era fuerte y la costa peligrosa, con escarpados acantilados y golfos sembrados de peñascos; así que, cuando el último guerrero hubo llegado a tierra firme, los barcos se hicieron a la mar otra vez. Nos reunimos en la estrecha playa y comenzamos a subir por las hendiduras del acantilado cubiertas por cantos rodados. Una vez arriba, nos apresuramos tierra adentro para llegar al lugar escogido antes de que se hiciera de día.

No llevábamos antorchas y caminábamos a marchas forzadas; la oscuridad hacía que muchos hombres tropezaran en las irregularidades del terreno. Llew iba a la cabeza y no parecía tener dificultad alguna en encontrar el camino; tres columnas de guerreros lo seguían a toda velocidad entre las tinieblas de la noche para llegar a sus posiciones antes del amanecer.

El escarpado camino nos condujo hasta unas colinas de empinadas laderas; el susurro de los pies entre la hierba era la única señal de nuestro paso. Atravesando colinas y pequeños arroyos, cruzando el escarpado lomo de la isla, llegamos a nuestro destino en el tiempo calculado. Mientras los hombres descansaban en la cañada a la espera del alba, Llew, Cynan, Bran y yo subimos a la cima de la colina para observar desde lo alto el poblado de Scatha: unas cuantas casernas, algunas pequeñas viviendas, cocinas, graneros, cabañas y almacenes se apiñaban en torno a un amplio palacio de elevado techo.

Yo me senté mientras los otros, tendidos boca abajo, observaban entre los peñascos de la cumbre y aguardaban a que el alba iluminara poco a poco el poblado.

–Meldron está ahí, sin duda alguna -dijo Bran-. En el patio de armas hay muchos caballos, calculo que cerca de doscientos.

–Clanna na cù! – juró en voz baja Cynan-. A fe que es un perro atrevido. Ataquémoslo ahora mismo.

–Calma, hermano -lo apaciguó Llew-. Scatha y los demás son lo más importante. Enzarzarnos con Meldron no les serviría de ninguna ayuda.

–Pero lo cogeríamos por sorpresa. No puede escapar, ni puede contar con más hombres de los que ahora mismo tiene. Insisto en que lo ataquemos. Podríamos vencerlo.

–Seguramente moriríamos en el intento -replicó Llew-. Piénsalo, Cynan, son cinco contra uno. Nos matarían en un abrir y cerrar de ojos.

–Nunca tendremos una oportunidad mejor -gruñó Cynan.

–Escucha -dijo Llew-, yo odio a Meldron mucho más que cualquiera de vosotros. Pero morir por dejarnos llevar por el rencor no serviría de nada. La vida de los cientos de personas que se han quedado en Dinas Dwr depende de nuestro regreso. Así que nos limitaremos a hacer lo que hemos venido a hacer. ¿De acuerdo?

Cynan asintió a regañadientes y observó:

–¿Y si ya los ha matado?

–No se ven señales de lucha -observó Bran-. No creo que se haya entablado ninguna batalla.

–Tal vez los ha matado sin lucha -apuntó Cynan-. Meldron es muy capaz.

Yo me eché al suelo y me uní a ellos.

–Meldron vino en busca de algo -observé-. Y todavía no se ha marchado.

–Por tanto no ha conseguido aún lo que quería… ¿Es eso lo que quieres decir? – preguntó Cynan-. Entonces hemos llegado a tiempo.

Oí un rumor en el suelo.

–Llew -dijo Cynan-, nosotros… ¿Llew?

Llew no respondió. Oí un susurro a mi lado y el ligero rumor de unos pies que se alejaban. Con los ojos de la mente vi que Llew se ponía en pie y se dirigía a lo más alto de la colina. Empuñando con violencia la lanza, la levantó por encima de la cabeza en un silencioso gesto de desafío. Los rayos dorados y rojos del alba lo iluminaban de tal forma que parecía resplandecer con la Luz de los Héroes. Se quedó inmóvil unos instantes; luego se dio la vuelta y emprendió el descenso hacia donde aguardaban los guerreros.

–¿Qué estás pensando, hermano? – lo interrogué al reunirme con Llew.

Permaneció unos momentos pensativo con la frente apoyada en el astil de la lanza.

–Estoy pensando que quizás hoy me enfrente con mi amigo -repuso-. Simon…, Siawn…, fue en otros tiempos mi amigo, mi camarada más querido; comíamos juntos, vivíamos juntos… Jamás soñé que pudiera ocurrir todo esto. Te lo digo sinceramente, Tegid: no acabo de entenderlo.

–Es encomiable llorar la pérdida de un amigo -dije con voz suave-. Laméntalo, pero no te lleves a engaño. La maldad y la codicia de esos hombres que están ahí abajo no tiene límites. Su iniquidad ha inundado Albión con la sangre de los inocentes que han asesinado. El mal que han maquinado los ha envilecido y deben ser detenidos. Hoy comenzaremos a poner fin a su maldad.

–Ya lo sé…, ya lo sé… Pero me hace daño; es como si un cuchillo me atravesara las tripas, Tegid. ¡Simon era mi amigo!

–Llora por el amigo perdido, pero no llores por Siawn Hy. No olvides que ha estado contra ti desde el momento en que llegaste. Sólo se hapreocupado de sí mismo. Él y Meldron son bestias rabiosas que deben ser destruidas.

Oí unos pasos y reconocí a Cynan. Llew se enderezó.

–Ha llegado la hora -anunció Cynan-. Los barcos fondearán pronto en la bahía. Debemos ponernos en marcha.

–Ve con tus hombres -le dije-. Ahora mismo vamos.

–No hay tiempo para…

–Sólo unos instantes, Cynan. Por favor.

–Muy bien -asintió alejándose.

–¿Qué pasa? – preguntó Llew cuando hubo desaparecido.

–He estado pensando -repuse-. En las Piedras Cantarinas.

–¿Y qué?

–Si Meldron ha traído las piedras a Ynys Sci, debemos intentar arrebatárselas. Me pone enfermo que Meldron posea la Canción de Albión y la utilice para sus perversidades. Debemos apoderarnos de las piedras y llevárnoslas a Dinas Dwr.

Antes de que Llew pudiera responder se oyó el grito de alerta de Bran, que se había quedado en la cima de la colina.

–¡Ya vienen!

–Tenemos que marcharnos, Tegid.

Llew hizo ademán de darse la vuelta, pero lo agarré por la manga del siarc.

–¿Qué pasa? – exclamó con impaciencia.

–Las Piedras Cantarinas -lo urgí-. Debemos recuperarlas.

–Sí, sí -asintió irritado-. Lo haremos si es posible. Pero, si todo sale bien, no entablaremos batalla con Meldron. Quizá no tengamos oportunidad de buscar las piedras. Además, es posible que no las haya traído.

–Siempre las lleva consigo.

–¿Cómo lo sabes?

–Conozco muy bien a Meldron -repliqué.

–Mira, Tegid, no hay tiempo para discusiones. Deberías habérmelo comentado antes. Tenemos que marcharnos. Los barcos están entrando en la bahía.

–Pero ¿y si las Piedras Cantarinas están en Ynys Sci?

–Nos apoderaremos de ellas si podemos -prometió Llew-. ¿De acuerdo?

–Muy bien.

Nos apresuramos a reunirnos con los demás. La banda de guerreros se dividió en dos grupos: uno acompañaría a Cynan, el otro a Bran. Llew y yo iríamos al poblado con Bran, mientras Cynan y sus hombres se dirigirían a la bahía al pie del caer.

A una señal de Bran emprendimos la marcha. Llew sabía cómo podíamos acercarnos sin ser avistados. Las colinas que se alzaban tras el caer nos ocultarían de los enemigos la mayor parte del camino, y muy cerca de las casas había campos de cereales por los que podríamos avanzar sin ser vistos.

Caminábamos en silencio. La tierra, espesa y húmeda, amortiguaba nuestros pasos. Descendimos la ladera hasta un campo de cebada con el corazón en un puño. Nos agachamos y nos internamos entre las hileras de cereal con las cabezas gachas y las espaldas encorvadas.

Avanzamos a rastras entre las espigas. Olía a tierra mojada y a grano seco; aguzamos el oído por si captábamos alguna señal de que habíamos sido descubiertos. Como no oímos ningún grito de alarma, nos agazapamos al borde del campo y nos dispusimos a esperar.

Nuestros barcos no habían estado ociosos. Tripulados sólo por dos hombres cada uno, habían doblado el promontorio este con rumbo a la bahía que en el sur servía como único puerto de Ynys Sci. Al alba los barcos tenían órdenes de entrar en la bahía a toda vela con un bosque de erizadas lanzas en los costados.

Nosotros nos limitaríamos a esperar a que los centinelas de Meldron avistaran los barcos y dieran la alarma.

22

EL RESCATE

Oímos primero un griterío apagado y confuso. Uno de los centinelas había avistado en su ronda nuestros barcos y había dado la señal de alarma, que no tardó en ser respondida por otro grito más cercano y perceptible.

La mayoría de los guerreros de Meldron debían de estar acampados fuera del palacete, porque la reacción fue inmediata. Se oyó una precipitada barahúnda de hombres que empuñaban espadas, escudos y lanzas, seguida del estruendo de pisadas que se abalanzaban corriendo hacia el borde del acantilado. Poco después salieron corriendo del palacete y de las casernas más guerreros que se apresuraron a reunirse con sus compañeros de armas.

–Espero que no hayamos subestimado la vanidad de Meldron susurró Llew.

–Es difícil subestimarla -repuse-. ¡Escucha!

Mientras hablaba retumbó el horrendo rugido de un carynx.

–¡Ya está! – exclamó Llew-. ¡Vamos, Meldron! ¡Que empiece el espectáculo!

Acurrucados en el campo de cebada, seguíamos aguardando. El cuerno de batalla atronó por segunda vez, y su eco resonó en las colinas detrás de nosotros y fue coreado por los relinchos de los caballos y los gritos de excitación de los guerreros. Los ojos de mi mente se despertaron, y ante mí apareció la imagen de nerviosos caballos atados a las empalizadas del patio de Scatha y de hombres que, con los mantos al viento, se precipitaban hacia sus monturas.

–¿Lo ves? – pregunté.

–No -respondió Llew echándome una rápida ojeada-. ¿Y tú?

Sacudí la cabeza.

–No. Meldron no está entre esos hombres.

Los jinetes se reunieron en el patio. El carynx emitió de nuevo su terrible bramido, y oí el atronador estruendo de los caballos que partían al galope.

Eso era precisamente lo que habíamos estado esperando. A una señal de Bran, Niall salió de entre las espigas y salvó a la carrera la distancia que mediaba entre el sembrado y el edificio más cercano, que era un granero. Se detuvo unos instantes y luego desapareció por la esquina del almacén. Poco después volvió a aparecer y nos indicó con un gesto que podíamos avanzar.

En grupos de tres o cuatro cruzamos el espacio abierto entre el sembrado y el granero. El patio estaba vacío; no quedaba ningún caballo, ni tampoco había guerrero alguno a la vista.

Bran hizo otra señal y en un abrir y cerrar de ojos atravesamos el patio, al otro lado del cual se alzaba el palacete. Pegados al muro avanzamos hacia la puerta. Bran y Niall iban los primeros, Llew y yo los últimos. Al doblar la esquina del palacete, chocamos con los guerreros que nos precedían, que de pronto se habían quedado paralizados y miraban fijamente algo.

–¿Qué pasa? – dijo Llew abriéndose paso-. ¿Por qué os habéis detenido?

Seguí a Llew, que avanzó hasta donde estaba Bran y, como todos los demás, se quedó de pronto inmóvil. Tendí la mano y le toqué el hombro; se volvió hacia mí con el semblante demudado.

–¿Llew?

Mi visión interior contempló de pronto la causa de su angustia: varias hileras de lanzas estaban clavadas hasta medio astil en el suelo, y en la punta de cada una de ellas habían ensartado la cabeza de un joven guerrero. Meldron había asesinado a los guerreros mabinogi de la escuela de Scatha y había clavado sus cabezas ante el palacete en una espantosa pantomima de una asamblea de guerreros. Los pájaros carroñeros habían hecho su trabajo, y las cuencas vacías de los jóvenes nos miraban acusadoramente.

Llew se alejó del horrible espectáculo y se dirigió hacia la puerta. Pero Bran lo detuvo asiéndolo del brazo. Hizo una señal a los Cuervos y entró en el palacete espada en mano.

Los Cuervos lo siguieron; tras ellos todos los demás se precipitaron como una tromba dispuestos a enfrentarse con los guerreros que pudiera haber dentro.

Pero Meldron no estaba, y los dos guerreros que habían quedado de guardia fueron rápidamente silenciados con dos certeros lanzazos. Después, nos dispusimos a atender al prisionero que estaban vigilando.

Dejando a un lado la lanza, Llew se arrodilló junto al cuerpo que yacía en la ensangrentada chimenea.

–Boru…

Ante mi sorpresa, el hombre abrió los ojos y sus labios dibujaron una débil sonrisa.

–Llew… -murmuró con un desgarrador gemido-. Has venido…

–Todavía está vivo. Traed agua -ordené, y Niall se apresuró a obedecerme.

Me arrodillé junto a Llew y a Bran y procedí a cortar las ligaduras de cuero que sujetaban las manos y los pies del infeliz Boru. Lo habían torturado bárbaramente; le habían arrancado tiras de carne del estómago, de los muslos y de la espalda. Tenía el pelo chamuscado, porque le habían acercado la cabeza a las llamas, y un costado horriblemente quemado.

–Boru…, escúchame si puedes -dijo Llew-. No disponemos de mucho tiempo porque Meldron puede regresar de un momento a otro. ¿Dónde está Scatha?

El hombre se esforzaba por hablar, pero no podía pronunciar ni una sola palabra inteligible. Niall volvió con un vaso de agua.

–Haz salir a los hombres y esperadnos fuera -le dijo Llew.

Volvió a concentrar toda su atención en Boru. Bran le alzó con sumo cuidado la cabeza mientras Llew sostenía el vaso. El desgraciado Boru bebió un sorbo y se atragantó. Cuando el espasmo hubo pasado, Bran le apoyó otra vez la cabeza en la chimenea.

–Scatha…, ella…

Tosió otra vez y la tos acabó por convertirse en un angustiado jadeo.

–Sí, Scatha -susurró Llew-. ¿Dónde está, Boru?

–… estaba seguro de que volverías… Ah…

Boru sonrió con un rictus de agonía. Llew se mojó los dedos y le humedeció la lengua que, muy negra, asomaba entre sus resecos labios.

–¿Dónde está Scatha? ¿Y sus hijas? Boru, ¿sabes dónde están?

Boru cerró los párpados y su torturado cuerpo sufrió una convulsión; luego el paroxismo cesó y exhaló un suspiro tan profundo que pensé que había muerto. Pero Llew le cogió la cara con la mano y el muflón, se inclinó hacia él y le dijo:

–Eres el único que puede ayudarnos ahora. Dime, Boru, ¿está viva Scatha?

Boru alzó los párpados; los ojos le brillaban intensamente.

–Llew…, estás aquí…

–¿Dónde están Scatha… y sus hijas, Boru? ¿Están aquí? ¿Viven todavía?

Boru se estremeció luchando por articular alguna palabra con su negra lengua.

–Las cuevas…, las cuevas del mar… -jadeó.

Creo que su voz llegó desde más allá de la muerte, porque, mientras pronunciaba esas palabras, sus ojos se cerraron y sus músculos se relajaron. Había muerto.

–Descansa en paz, hermano -dijo Llew con voz suave, mientras depositaba delicadamente en el suelo de la chimenea el quemado y torturado cuerpo de Boru.

–Las cuevas del mar -repitió Bran-. ¿Sabes dónde están?

–Sí. En la costa oeste de la isla hay unas cuevas. Fuimos varias veces a visitarlas a caballo.

–¿Están muy lejos?

–No -respondió Llew-, pero necesitaremos caballos si queremos llegar antes que Meldron.

Bran procedió a hacer un rápido registro en el palacete y regresó con el rostro ceniciento.

–¿Qué has encontrado? – le preguntó Llew al verlo.

Por toda respuesta, el Jefe de Batalla nos indicó que lo siguiéramos. Nos condujo a la habitación de Scatha, en el otro extremo del palacete.

Govan yacía sobre las pieles de oveja del lecho, con la túnica subida hasta las caderas. La habían violado; y, cuando sus atacantes se cansaron de esa diversión, la degollaron. Su piel estaba blanca como las mantas sobre las que descansaba, excepto en el lugar donde la sangre se había coagulado. Tenía la cabeza ladeada y los ojos abiertos.

Llew se tambaleó y tuvo que agarrarse a mí para no caer.

–El cuerpo está frío -murmuró Bran-. La mataron mucho antes de nuestra llegada.

Llew hizo ademán de acercarse al lecho, pero yo lo agarré del brazo.

–No hay tiempo. Tenemos que salvar a los que todavía están vivos, si es que podemos.

Se desprendió con brusquedad de mi brazo y se acercó al lecho. Con manos temblorosas desencorvó las piernas de Govan, primero la derecha y luego la izquierda, y la tapó con la túnica. Le cruzó los brazos sobre el pecho, le enderezó la cabeza y le cerró los ojos. Se quedó unos instantes mirándola; a no ser por la sangre de la herida bajo la barbilla, se hubiera dicho que la muchacha sólo estaba durmiendo.

Sin pronunciar ni una palabra, Llew salió de la habitación y se encaminó hacia la puerta del palacio. Bran lo alcanzó en el umbral.

–Quizás un solo hombre tenga más probabilidades de salir airoso observó-. Iré yo.

–No sabes dónde están las cuevas -dijo Llew-. Iremos los dos.

Luego se dirigió a Niall, que aguardaba fuera.

–Regresa con los hombres a la playa y esperad los barcos. Nos reuniremos con vosotros allí.

–¿Cómo lograréis reuniros con nosotros? – pregunté.

Nuestros barcos, con las bordas erizadas de lanzas, habían entrado en la bahía para alejar del palacete a los guerreros de Meldron. Cuando el enemigo llegara a la bahía para hacer frente a la supuesta invasión, nuestros barcos debían navegar costeando como si buscaran un lugar apropiado para desembarcar guerreros. Esperábamos que Meldron los perseguiría y nosotros tendríamos tiempo de rescatar a los prisioneros. Los soldados de Cynan tenían órdenes de aguardar escondidos a que Meldron se alejara para entonces proceder a la destrucción de los barcos del príncipe. Una vez cumplidas las respectivas misiones, ambos contingentes regresarían al lugar donde habíamos desembarcado para encontrarse con los barcos que habrían completado la vuelta a la isla.

Habíamos conseguido que Meldron se alejara de la bahía, tal como habíamos planeado, pero, al parecer, se dirigía hacia el lugar donde Llew debía rescatar a Scatha y a sus hijas. No podríamos liberarlas sin ser vistos y no podíamos correr el riesgo de que nos vieran.

–No puedes cruzar la isla a plena luz del día; es muy peligroso y la distancia es muy grande.

–No nos queda otro remedio -repuso con brusquedad Llew mientras atravesaba el patio. Echó una ojeada a la bahía y a la humareda que se levantaba de la playa donde Cynan estaba incendiando los barcos de Meldron-. A menos que podamos detener a Cynan -añadió.

Corrimos hacia los acantilados que se cernían sobre la bahía. Seis barcos se hundían en las aguas con las velas en llamas y los cascos quebrados. Cynan y sus hombres habían desaparecido; habían llevado a cabo su misión y se habían marchado.

–Demasiado tarde -dijo Llew-. Podríamos haber utilizado uno de esos barcos.

–Id a las cuevas y quedaos allí. Os enviaremos un barco a la hora del crepúsculo -sugerí yo.

Bran y Llew se pusieron en marcha. Yo di las oportunas órdenes a los Cuervos.

–Niall, regresa con los hombres a la ensenada y aguardad los barcos. Vosotros, Garanaw, Emyr, Alun y Drustwn, venid conmigo.

Niall y los guerreros se marcharon; yo regresé con los Cuervos al palacete. Garanaw y Drustwn levantaron el cuerpo de Boru, yo extendí mi manto en el suelo y Emyr y Alun envolvieron en él el cadáver. Luego, mientras Garanaw y Drustwn sacaban del palacio el cuerpo de Boru, me dirigí con Alun y Emyr a la habitación de Scatha. Envolvimos el cuerpo de Govan en una manta y nos lo llevamos. Después, en la colina que se alzaba sobre el caer, los Cuervos cavaron con sus espadas una tumba. Enterramos los dos cuerpos juntos y los cubrimos de tierra.

Miré en dirección a la bahía, pero desde donde estábamos no podíamos divisarla. Tampoco se veía ni rastro de la hueste de Meldron. Me volví hacia las colinas, moteadas de gris y verde, y sobre las que se deslizaba la sombra de una nube que ocultaría sin duda nuestros movimientos. Pero aquello fue lo último que vi, porque inmediatamente la ceguera se apoderó otra vez de mí y las tinieblas borraron por completo la luz.

Emprendimos el regreso a través de las colinas y descendimos por el acantilado hacia la pequeña ensenada rocosa en la que habíamos desembarcado. Nos reunimos con el resto de los guerreros y nos dispusimos a esperar en la playa. Drustwn encontró una peña seca desde la que otear el horizonte y nos sentamos los dos juntos.

–Cynan ya debería haber llegado -comentó Drustwn al cabo de un rato; se levantó y comenzó a caminar por la playa con pasos impacientes.

El viento soplaba del mar y las olas rompían en las rocas. Seguimos aguardando.

Drustwn regresó junto a mí.

–Algo ha ido mal -dijo-. Hace rato que deberían estar aquí.

Sus palabras despertaron en mi mente una imagen: un barco bordeaba lentamente la costa. En ese mismo instante se oyó en la playa un grito.

–¡Barco a la vista! ¡Se acerca un barco!

Drustwn echó a correr, y regresó enseguida apresuradamente.

–¡Es uno de los barcos de Meldron! – anunció.

Traté de retener la imagen del barco, pero se desvaneció antes de que pudiera distinguir algo más. En la playa los guerreros prorrumpieron en un desafiante griterío y se dispusieron a la lucha mientras el velero entraba en la ensenada. Empuñé el bastón, me puse en pie y le dije a Drustwn:

–Dime todo lo que veas.

Mientras hablaba, los furiosos alaridos de la playa se convirtieron en gritos de bienvenida.

–¡Es Cynan! – gritó alguien.

–¡Sí, sí! ¡Es Cynan! – confirmó Drustwn-. Se ha apoderado de uno de los barcos de Meldron.

Se oyó otro grito en la playa en el momento en que aparecía un segundo velero.

–¡Otro barco! ¡Se ha apoderado de dos barcos!

–¡Que los hombres suban a bordo! – ordené-. ¡Rápido! Quizá podamos aún salir airosos de esta empresa.

Drustwn ordenó a los hombres que subieran a bordo y, cogiéndome del brazo, me condujo hasta el barco más próximo; me ayudó a subir por la borda y dio un grito para que nos hiciéramos a la mar enseguida. Todavía estaba él saltando a bordo cuando los barcos enfilaron hacia aguas más profundas.

Cynan vino a nuestro encuentro.

–¿Dónde está Llew?

–Ha ido a buscar a Scatha -respondí, y le relaté lo que habíamos encontrado en el palacio. Entre los muchachos asesinados había varios que pertenecían a su clan.

–Mataré a Meldron -juró Cynan cuando hube acabado mi relato-. Le arrancaré su negro corazón con mis propias manos.

–¿Cómo te fue en la bahía?

–No podía haberme ido mejor -replicó Cynan-. Los barcos estaban todos juntos…, ocho en total; éstos eran los mejores. Tuvimos que esperar a que nuestros veleros se marcharan de la bahía y Meldron saliera en su persecución. Reventamos los cascos e incendiamos las velas -añadió dando una palmada en la borda-. Todos excepto estos dos. Son más grandes y más rápidos que los nuestros. No pude resistir la tentación de apoderarme de ellos.

–Hiciste muy bien -le dije, y le conté adónde habían ido Llew y Bran.

Al oírme, Cynan ordenó al timonel que pusiera rumbo hacia la costa oeste de la isla.

–El Salvaje Sabueso ha mordido el anzuelo -afirmó-. Quizás en su prisa por alcanzar nuestros barcos no mire hacia atrás.

–¿Y si lo hace?

–Bueno -repuso Cynan con expresión astuta-, pues entonces sólo verá dos de sus barcos que persiguen a los invasores. Cuando caiga en la cuenta de que no ordenó persecución alguna, ya estaremos fuera de su alcance.

Si el corto viaje hacia la bahía del caer de Scatha nos pareció largo, la travesía desde la bahía hasta la costa oeste de Ynys Sci nos resultó interminable. Mi ansiedad iba en aumento minuto a minuto. Cuanto más nos acercábamos a nuestro destino, más inquieto me sentía. Escruté en lo más profundo de mis pensamientos para averiguar lo que tanto me estaba perturbando, pero no pude descubrir nada y me hundí en una lúgubre aprensión.

Un grito de Drustwn me despertó de mi ensimismamiento.

–¡Allí! ¡Ya los veo! – gritó asomado a la borda-. ¡Llew! ¡Bran! ¡Estamos aquí!

El alarido del Cuervo desvaneció las tinieblas y despertó mi visión interior. Agarrándose a uno de los cabos del mástil, Drustwn se subió a la barandilla y agitó frenéticamente el brazo. Dirigí mis ojos sin vista hacia tierra y escudriñé la costa.

Era un litoral rocoso, sembrado de peñascos y de peligrosas calas. Algunas eran poco más que agujeros excavados en la roca; otras conformaban unas cuevas lo suficientemente profundas como para esconder un bote. Llew, con Goewyn en brazos, avanzaba penosamente hacia nosotros. Bran y Scatha lo seguían muy cerca.

Un grito de alegría surgió de la garganta de los guerreros congregados en la borda; pero la alegría murió en el aire porque sobre el acantilado que se cernía sobre los fugitivos apareció una hilera de enemigos. Al momento unos cincuenta guerreros empezaron a descender por los peñascos mientras los demás arrojaban lanzas contra las siluetas que se internaban en la rompiente.

–¡Acércate más! – gritó Cynan.

El timonel contestó algo que no pude oír, pero Cynan no le hizo caso.

–¡Acércate más! – repitió, golpeando la borda con los puños.

Las lanzas brillaron acantilado abajo y se precipitaron en el mar. Cynan, con medio cuerpo fuera y haciendo bocina con las manos, gritó con una voz que retumbó en el mar:

–¡Nadad! ¡Nadad hacia aquí!

Desde lo alto seguían cayendo las lanzas, que dibujaban un arco en el aire y se hundían en las aguas por doquier. Pronto el primero de los enemigos llegó a la arena y se lanzó al agua en pos de los fugitivos.

Nuestros guerreros empezaron a animar con sus gritos a Llew y a Bran. Llew, con Goewyn abrazada a él, perdió pie y ambos quedaron sumergidos en el agua unos instantes; enseguida se levantó, agarró otra vez a Goewyn y reanudó la huida.

–¡Nunca podrán conseguirlo! – exclamó Cynan con el rostro congestionado sin dejar de golpear la borda con sus manazas.

Apenas acababa de pronunciar tan agoreras palabras cuando el barco se ladeó con un ruido sordo. El casco había chocado con una roca. Los hombres se apresuraron a trepar a la baranda y a empujar con los bicheros para separar el barco de las rocas. Al observar el percance que habíamos sufrido, una feroz algarabía se levantó en el acantilado. Los enemigos más impulsivos arrojaron sus lanzas contra nosotros, pero los lanzazos quedaron cortos, aunque por muy poco.

Cynan se arrojó al agua y tras él los Cuervos y varios guerreros más. Unos corrieron al encuentro de Llew y lo ayudaron a llevar a bordo a Goewyn; los demás siguieron a Cynan para hacer frente a los enemigos. Bran, al ver a sus hombres dirigirse hacia él, echó una mirada hacia atrás y obligó a Scatha a seguir sola hacia el barco.

Llew y Niall subieron a bordo a Goewyn. Luego subió Llew. Yo acudí corriendo al encuentro de mi amigo, que se había arrodillado junto a la muchacha.

Goewyn estaba medio inconsciente. Yacía completamente empapada sobre la cubierta, luchando entre jadeos por recuperar la respiración. Tenía una parte de la cara hinchada y amoratada, la garganta llena de verdugones enrojecidos y los brazos y las palmas de las manos llenos de cortes como si se hubiese abierto camino entre tojos.

Scatha llegó junto al barco y tendió las manos hacia los hombres que la esperaban para subirla a bordo. También tenía los brazos y las manos arañados, pero no parecía haber sufrido más heridas. Se arrodilló junto a Llew; alguien le tendió un manto con el que cubrió a Goewyn.

–Márchate, yo cuidaré de ella -le dijo a Llew.

Llew se levantó y me miró. Antes de que pudiera decirme nada, se oyó el prolongado y aterrador sonido del carynx en los acantilados.

–¡Es Meldron! – gritó alguien.

El príncipe había avistado los barcos y había abandonado la persecución de los presuntos invasores. Con una rápida ojeada se hizo cargo de lo que estaba ocurriendo. El cuerno de batalla sonó otra vez, y cientos de guerreros se unieron a sus camaradas acantilado abajo.

–¡Virad el barco! – gritó Llew.

Los hombres se afanaron con los bicheros y la proa se deslizó suavemente hacia la boca de la ensenada.

Cynan y los Cuervos entablaron combate con los enemigos. Refulgieron las espadas, relampaguearon las lanzas y el crujido de las armas resonó entre las rocas. Las imágenes se sucedían vertiginosamente ante los ojos de mi mente: la luz del sol reverberaba en los tachones de los escudos y en las hojas de las espadas; la sangre teñía de rojo las verdes aguas del mar; los cuerpos flotaban a la deriva; el oleaje arrastraba miembros sin vida; la espuma de las olas lamía las piernas de los combatientes…

Los enemigos aullaban de rabia en el acantilado. El aire parecía estallar con los graznidos y el vuelo de las gaviotas. Niall ordenó a los guerreros que abandonaran el combate. Emyr hizo sonar el carynx y Cynan alzó la espada y corrió hacia el barco. Instantes después, los hombres que estaban a bordo inclinados sobre la baranda ayudaron a subir a sus compañeros de armas.

En mi visión interior relampagueó la imagen de un jinete dominado por violenta cólera: Meldron, furioso al ver que le robaban los barcos, ardía en cólera por haber sido engañado y por tener que contemplar cómo sus enemigos lograban escapar.

Y también vi a alguien más: a Siawn Hy, que, a caballo, contemplaba junto a Meldron cómo nuestros barcos huían fuera de su alcance. Pero, a diferencia de Meldron, no parecía dominado por la ira, sino que sonreía. Y su sonrisa era cruel, fría, brutal. Lo vi inclinarse y susurrarle algo a Meldron, quien lo miró con vivo interés.

Después el viperino Siawn murmuró algo más al príncipe, y éste pareció animarse un tanto. Se dio la vuelta en la silla y gritó una orden a sus guerreros. Cuando volvió su rostro otra vez hacia el mar, su colérico ceño había desaparecido y su semblante estaba tranquilo; una maliciosa luz le iluminaba los ojos.

Y de pronto, entre la banda de guerreros, surgió un jinete: un hombre vigoroso y de hombros muy anchos. En la cabeza llevaba un casco de bronce; su escudo era ovalado y la espada, sin funda, le pendía de la cadera. Incluso antes de verle la cara, supe quién era: lo hubiera conocido por la forma de montar a caballo.

¡Era Paladyr!

23

LA HUIDA

–¡Paladyr! – gritó Llew-. ¡Tegid! ¡Es Paladyr!

–Ya lo le visto -repliqué, y con los ojos de la mente vi que Meldron se volvía hacia su paladín. Paladyr volvió grupas y desapareció del acantilado.

–¿Adónde habrá ido? – se preguntó Llew-. ¿Lo ves, Tegid?

–No lo veo -repuse, con el corazón encogido de negros presentimientos.

Cynan se acercó a nosotros, chorreando agua y sangrando de un tajo en el antebrazo.

–¿Dónde están los demás? – inquirió.

–Boru ha muerto -le dijo Llew-. Y también todos los aprendices de guerrero. – Bajando la voz añadió-: Govan también ha muerto. Pero no creo que Scatha lo sepa todavía.

–¿Y Gwenllian?

–No lo sé -respondió Llew-. Scatha dijo que las habían hecho prisioneras cuando ella se negó a unirse a la banda de Meldron. Ella y Goewyn pudieron escapar.

–A lo mejor Gwenllian también pudo escapar -observó con esperanza Cynan.

Al oírlo, me invadió tan espantoso pavor que me tambaleé como si me hubieran golpeado; tuve que agarrarme a la borda y sostenerme la cabeza entre las manos.

Llew se dio cuenta y me agarró del brazo para impedir que me cayera.

–¿Qué te pasa?

Como no le respondía, me sacudió por el hombro.

–Tegid, ¿qué sucede? ¿Algo va mal? ¿Qué ha pasado?

Abrí la boca para hablar, pero sólo pude emitir un gemido, que se convirtió en un alarido. No podía callarme, no podía dominarme.

–¡Mirad! – exclamó Bran.

Llew y Bran dirigieron los ojos hacia el acantilado. Paladyr había regresado y se había detenido al borde del precipicio; llevaba algo al hombro.

–¿Qué es eso? ¿Qué lleva? – preguntó Cynan.

–No… -murmuró Llew con la voz quebrada por el dolor.

Paladyr arrojó al suelo su fardo y lo enderezó de una violenta sacudida. Aunque ya sabía lo que era, el corazón me dio un vuelco.

–Mo anam! – juró Cynan.

Llew soltó un reniego entre dientes; Bran maldijo a Meldron y a su chusma de seguidores; Scatha, paralizada de horror, miraba a su hija Gwenllian, que estaba de pie, al borde del precipicio, junto al paladín de Meldron.

En lo alto del acantilado, Paladyr agarró el manto de la banfáith por la capucha y se lo arrancó con violencia. La muchacha tenía las manos atadas y luchaba débilmente por liberarse. Paladyr le dio un puñetazo en la cara. La cabeza se le venció hacia atrás, las rodillas se le doblaron y cayó contra Paladyr.

–¡Gwenllian! – gritó Scatha.

Los demás podían desviar la mirada, si querían, pero yo no podía librarme de la visión de los ojos de mi mente, que registraban sin compasión toda la escena. ¡Ojalá la oscuridad de la ceguera total me hubiera invadido de nuevo!

Paladyr cogió en brazos a Gwenllian y la levantó por encima de su cabeza. La muchacha se debatía y pateaba, pero él la sostuvo firmemente en alto y, avanzando hacia el borde del precipicio, la arrojó al abismo.

Gwenllian soltó un desesperado grito, y su cuerpo se estrelló contra las rocas. Con el violento choque se le rompió la espina dorsal y se le quebraron brazos y piernas. El cuerpo, que resaltaba blanco entre los negros y resbaladizos peñascos, cayó rodando hasta el mar dejando detrás una estela carmesí.

–¡Gwenllian! – aulló Scatha, y su grito se convirtió en un sollozo.

Me apreté la cabeza entre las manos para librarme de tan espantosa visión, pero los ojos de mi mente miraron el acantilado y vi a Paladyr contemplando las aguas con una sonrisa. Meldron dijo algo a su paladín, y éste se volvió a contestarle. Luego Paladyr se inclinó, recogió el manto y lo blandió en alto para que lo viéramos. Después lo soltó y fue cayendo lentamente hacia el mar. Meldron volvió grupas y desapareció. Pero Siawn Hy se quedó unos minutos contemplando los barcos. Cuando se aseguró de que lo estábamos mirando, sonrió y blandió la lanza como si nos saludara.

Después también desapareció y ante los ojos de mi mente sólo quedó la imagen del cuerpo de una hermosa mujer flotando sin vida entre las aguas, con las carnes desgarradas, los rojos cabellos ondeando entre las algas a merced de la corriente, los verdes ojos apagados, los labios partidos y la boca abierta y llena de agua…

Luego la imagen se fue desvaneciendo en una oscuridad neblinosa y la ceguera me invadió de nuevo.

Mientras los enemigos vociferaban de rabia sobre el acantilado, viramos los barcos robados y enfilamos la costa oeste de Ynys Sci. Al crepúsculo avistamos nuestros barcos. Al principio emprendieron veloz huida, pero los barcos de Meldron eran más rápidos y pronto los alcanzamos y nos dimos a conocer. Acercando casco contra casco sobre la ondulante corriente, transbordamos unos cuantos guerreros y emprendimos el viaje de regreso.

Llew instaló a Scatha y a su hija en un lugar resguardado junto al mástil y me rogó que les comunicara a ambas que habíamos hallado el cadáver de Govan. Les relaté los tristes hechos y añadí que habíamos podido enterrarla. Goewyn se cubrió la cabeza con el manto y lloró amargamente. Scatha soportó su dolor sin derramar una lágrima, con una dignidad encomiable.

–Gracias, Tegid Tathal -dijo, y se dispuso a consolar a su hija-.

Déjanos solas, por favor.

El viento siguió soplando firme y regularmente en el estrecho, y al alba llegamos a una protegida ensenada de la costa norte de Caledon. Desembarcamos para descansar y trazar la segunda parte de nuestro plan. Cuando los hombres estuvieron instalados cómodamente, Bran, Cynan, Llew y yo nos reunimos en un cercano otero que se levantaba sobre la arenosa playa. Las olas, al romper en la playa, producían un melancólico susurro.

–La deuda de sangre es enorme, y Meldron tendrá que saldarla declaró Cynan en tono firme-. Pasará cierto tiempo antes de que pueda abandonar esa isla. Propongo que ataquemos ahora mismo y destruyamos a todos los que lo apoyan.

–Estoy de acuerdo -coincidió Bran-. Debemos atacar mientras el grueso de sus tropas está en Ynys Sci. Quizá no volvamos a tener una oportunidad como ésta.

Cynan y Bran explicaron la conveniencia de su plan, y Llew los escuchó con atención. Luego sentí que me tocaba en el hombro.

–¿Qué opinas, Tegid?

–¿Qué puedo decir que no haya sido dicho ya? Hemos asestado un buen golpe a Meldron. Hay que combatirlo por todos los medios.

Llew notó en mi respuesta una nota de desaprobación.

–¿Cuál es el problema, Tegid? ¿Qué es lo que va mal?

–¿Acaso he dicho que algo va mal?

–No, pero podría jurar que lo piensas -repuso dándome unos golpecitos en el brazo con su muñón-. ¿De qué se trata? No es momento de adivinanzas.

–Las Piedras Cantarinas… -empecé a decir.

–¡Ah, vaya! – me interrumpió irritado-. ¿Qué pasa con ellas?

–Atacar la fortaleza de Meldron… está muy bien pensado -repliqué-. Pero sería un esfuerzo inútil si no podemos recuperar las piedras.

–Dijiste que las lleva siempre con él -observó Llew.

–Dije que probablemente así es. Pero, como no pudimos registrar Ynys Sci, creo que sería conveniente que registráramos su fortaleza.

Bran terció en la conversación:

–Esas Piedras Cantarinas de las que estáis hablando deben de ser muy valiosas. Sin embargo, jamás había oído hablar de ellas.

–Cuéntaselo, bardo. Yo ya conozco la historia, pero tendré sumo gusto en volver a oírla -dijo Cynan.

Asentí y guardé silencio unos instantes para encontrar las palabras adecuadas.

–Antes de que el sol, la luna y las estrellas hubieran empezado a recorrer sus interminables órbitas, antes de que las criaturas respiraran, mucho antes del principio de todo lo que existe y existirá, fue cantada la Canción de Albión. La Canción sostiene este mundo y en ella se sustenta todo lo que existe. La Canción es el inestimable tesoro de este mundo y no puede ser expoliado por criaturas de almas mezquinas o por servidores indignos.

En cuanto hube empezado el relato, las palabras fueron brotando y fluyendo por sí mismas con el lirismo de los bardos.

–Meldryn Mawr, el Soberano Señor, al igual que los poderosos reyes de Prydain que lo habían precedido, defendió la Canción durante los largos años de supremacía de nuestro clan. En lo más profundo de la montaña sobre la que se alzaba la fortaleza de Findargad, el Phantarch de Albión, el Supremo, dormía su sueño encantado, seguro y protegido por el baluarte de un verdadero rey. Pero el Gusano de ardiente aliento mordió profundamente, y de su mordisco brotó la corrupción. Las raíces de la dignidad real de Prydain se pudrieron. La legítima soberanía declinó; el defensor bajó la guardia y los enemigos de la Canción aprovecharon la ocasión. El Phantarch fue asesinado para silenciar la Canción, pero su fuerza era la fuerza de la Canción de Albión y su sagrada misión prevaleció. En efecto, aunque el Phantarch, el Bardo de Bardos, descendió a los abismos de la muerte, la Canción fue salvada.

Bran confesó que no acertaba a explicarse cómo podía haber ocurrido.

–Yo tampoco podía entenderlo cuando me lo contaron -terció Cynan-. Pero escucha y verás. Continúa -añadió dirigiéndose a mí.

–Tú ya conoces la historia -repuse-. Cuéntala tú.

–Con sumo gusto -replicó Cynan con entusiasmo-. Esto fue lo que sucedió: el Phantarch, con poderosos hechizos, ató la Canción a las piedras con las que lo habían lapidado. Mientras la vida lo abandonaba, el sabio bardo insufló la inestimable Canción a las piedras que le servían de sepultura, para que la Canción no se perdiera. ¿Lo he explicado bien? – me preguntó cuando hubo acabado.

–Con todo detalle -afirmé.

–Perdonadme -dijo Bran-, pero hay algo que todavía no entiendo. Si Meldron quería silenciar la Canción, ¿por qué carga con las Piedras Cantarinas? ¿Por qué no las destruye ahora que las tiene en su poder?

–Eres muy perspicaz, Bran -observé-. Has dado precisamente en el meollo de la cuestión.

–Explícamelo si puedes -pidió el Jefe de Batalla.

Me disponía a hacerlo, pero Llew se me adelantó.

–La clave está en Siawn Hy -dijo- No pertenece a este mundo. Es un extraño aquí, lo mismo que yo. Pero, a diferencia de mí, Simon, que así se llama en mi mundo, no creía en el poder de la Canción de Albión. Pensó que, silenciando al Phantarch, podría hacerse dueño de todo… o, al menos, logró convencer a Meldron de que lo intentara.

–Así fue como durante un tiempo la Canción de Albión permaneció en silencio -proseguí yo-. Y entonces se desató el Cythrawl, la Criatura del Abismo, porque la Canción, una vez silenciada, ya no pudo impedir que se escapara. El Bardo Supremo Ollathir detuvo y rechazó al instrumento de los infiernos, pero no pudo impedir que antes de que desapareciera invocara a Nudd, el príncipe de Uffern, y a su Horda de Demonios, para que sembrara la destrucción en el pueblo de Prydain por haberse atrevido a proteger la Canción. Resistimos innumerables y amargas penalidades, y por fin el ancestral enemigo fue vencido ante las puertas de Findargad.

Cynan no pudo guardar silencio por más tiempo.

–Llew llevó a cabo la Heroica Hazaña sobre la muralla -exclamó, y contó cómo Llew había encontrado las Piedras Cantarinas y cómo, inspirado por el awen del Bardo Supremo, las había utilizado para salvar Albión-. Nudd y los perversos coranyid fueron arrojados de nuevo al Annwn.

–Después de la batalla, recogimos los fragmentos de las piedras que portaban la Canción -explicó Llew-. Y Meldron se las quedó.

–No sabíamos por entonces lo que estaba planeando; de otro modo no se lo habríamos permitido -añadí yo-. Pero Meldron ha visto con sus propios ojos el poder de las piedras y planea ahora aprovecharse de ese poder para proclamarse Supremo Rey de Albión.

–No lo logrará mientras me quede un hálito de vida -juró Bran-. Nunca lo verán mis ojos convertido en Soberano Rey.

–Lo mismo digo -añadió Cynan-. No habrá para nosotros descanso hasta que hayamos liberado las Piedras Cantarinas de las garras del Salvaje Sabueso.

Seguimos hablando de este y otros asuntos, y después Bran y Cynan regresaron junto a sus hombres. Cuando se hubieron marchado, le dije a Llew:

–No has expresado tu opinión acerca del ataque a la fortaleza del Salvaje Sabueso; Cynan y Bran se mostraron de acuerdo, pero tú no has dicho nada. ¿Es que no lo apruebas?

–No es eso -repuso él-. Considero que es el momento adecuado, puesto que Meldron se ha quedado aislado en Ynys Sci y le costará tiempo y trabajo reparar sus barcos.

–Podemos recuperar las piedras y regresar a Dinas Dwr antes de que pueda poner a flote un casco -dije-. ¿Por qué, pues, te muestras reacio al ataque?

–No es que me muestre reacio, Tegid -contestó con tono crispado-. Simplemente creo que todos estos planes sobre las piedras son una temeridad.

–¿Por qué?

–Ya tenemos más que suficientes preocupaciones como para añadir la de las piedras. Además, es probable que Meldron las lleve consigo dondequiera que vaya; tú mismo lo dijiste. Es una pérdida de tiempo y no servirá de nada.

–Entonces ¿por qué tienes miedo de ir a buscarlas?

–¿Acaso he dicho que tenga miedo? – me espetó-. Adelante… Busca todo lo que quieras si eso te hace feliz.

–Llew -dije tratando de calmarlo-, debemos hacerlo. Todo esto no acabará hasta que hayamos recuperado las Piedras de la Canción y…

–¡Tegid, todo esto no acabará hasta que Simon regrese al lugar de donde vino!

Se alejó bruscamente y me esquivó el resto del día. Por la noche, a la luz de las fogatas del campamento, canté Pwyll, príncipe de Prydan, una leyenda muy hermosa. Scatha y su hija durmieron en uno de los barcos, y nosotros lo hicimos bajo las estrellas. Nos levantamos al alba y, mientras el sol comenzaba su viaje a través del cielo azul, pusimos rumbo sur, hacia Prydain.

Maffar, la más bella de las estaciones, nos bendijo con un mar en calma y vientos suaves. Nuestros barcos volaban como gaviotas surcando el verde espejo del mar. Por la noche acampábamos en las cuevas de la costa y al día siguiente reemprendíamos viaje. A lo largo de la costa avistamos poblados desiertos y campos de labor convertidos en eriales; de vez en cuando vislumbrábamos la escurridiza silueta de un lobo en las montañas. Vimos halcones, zorros, patos salvajes y otros animales, pero ni rastro de seres humanos.

Prydain era un desierto. Meldron, en lugar de hacer todo lo que estaba en su mano para devolver la prosperidad a la tierra de nuestro pueblo, había agravado aún más la desolación sembrada por Nudd y los coranyid. En efecto, había llevado la destrucción a parajes por donde no había pasado el temible Nudd; ahora Llogres y Caledon sangraban bajo su cruel rapacidad.

No lograba entenderlo. Ya otras veces había meditado largamente en aquel misterio. ¿Por qué el perverso Nudd había atacado sólo a Prydain? ¿Por qué Llogres y Caledon habían escapado a su odio? ¿Es que de algún modo era Prydain más vulnerable que los otros dos reinos?

Quizá la explicación de tal hecho tenía que ver con el Phantarch y con la Canción. O quizás existía otra razón que todavía ignoraba.

Fuera como fuera, la desolación de mi tierra me desgarraba el alma; sufría en mi espíritu el abandono de todos aquellos hogares, de todos aquellos poblados desiertos. Me sentía abrumado por el dolor de todos los muertos del reino de Prydain; muertos que nadie había llorado ni enterrado, muertos sólo conocidos por el mismísimo Dagda. A medida que nuestro viaje se acercaba a su fin, yo me iba sumiendo en la más dolorosa desesperación jamás experimentada. No podía encararme con toda aquella devastación, crueldad, rapacidad, angustia y sufrimiento sin experimentar una aflicción infinita.

Scatha buscaba en mí consuelo para su pena. Pero yo no podía procurárselo. ¿Cómo habría podido aliviar su dolor cuando todo Prydain reclamaba de mí una palabra de consuelo y yo no sabía qué decir? Ante tanto sufrimiento permanecía mudo. No podía decir nada que reparara tanta ruina y mitigara tanta pena.

«Laméntate y entristécete, porque el dolor asuela Albión en tres frentes», había dicho la banfáith. ¡Ay, Gwenllian, por tu boca había hablado la verdad!

24

EL VALLE DE LA AFLICCIÓN

–Dejadlo en mis manos -declaró Cynan-. Lo haré con sumo gusto.

Llew se disponía a poner alguna objeción, pero Bran no le dio tiempo a hablar.

–El riesgo es muy grande, pero Cynan tiene razón: es la clase de plan que puede funcionar.

–¿Y si fracasa? – preguntó Llew.

Bran se encogió de hombros.

–Entonces atacáis el caer -dijo Cynan-. Pero, si el plan resulta, habremos salvado muchas vidas.

Llew me miró.

–¿Qué opinas, Tegid?

–¿Por qué apoderarse por la fuerza de lo que podemos conseguir a hurtadillas? – Me volví hacia Cynan-. Pero no vayas solo; llévate a Rhoedd.

–Muy bien -asintió Llew a regañadientes-. Puesto que no hay manera de impedírtelo, márchate lo antes posible. Te esperaremos aquí. Si surge algún problema, vuelve enseguida. Ya conoces la contraseña.

–Sí, sí -repuso Cynan-. Hemos repasado tantas veces el plan que hasta los caballos conocen la contraseña. Todo saldrá bien, hermano. Si las piedras están ahí, las encontraré.

Cynan y Rhoedd se armaron y partieron al punto. Llew y Bran observaron desde nuestro escondrijo cómo los dos hombres subían por el camino que llevaba a Caer Modorn. Como mi vista interior me había abandonado, me dispuse a esperar apoyado en mi bastón. El día era templado, la brisa suave. Olía a hojas mohosas, a madera podrida y a tierra húmeda. Nos habíamos escondido entre los matorrales del río al pie de Caer Modorn, lo suficientemente cerca para observar sin ser vistos; éramos sólo diez hombres, pues los demás habían acampado a cierta distancia.

–Han llegado a las puertas -informó Bran poco después-. Los guardianes les han dado el alto. Hay hombres en las murallas.

–Cynan está hablando con ellos -agregó Llew-. Es una buena señal. Cynan es capaz de hablar hasta con las patas de una mesa.

–Están abriendo las puertas -añadió Bran-. Han salido algunos hombres… Tres, no…, cuatro. ¿Ves a ése? – le dijo a Llew-. El moreno que está hablando con Cynan.

–Sí -respondió Llew.

–Se llama Glessi. Es un capitán rhewtano; bueno, lo era. Parece haber encontrado un hogar junto a Meldron. No me sorprende en absoluto; siempre fue una serpiente escurridiza y astuta.

–¿Qué ocurre ahora? – pregunté.

–Siguen hablando -repuso Llew-. El tal Glessi parece estar meditando. Ha cruzado los brazos sobre el pecho y se acaricia la barba. Está pensando. Cynan sigue hablando. Daría algo por oír lo que dice. – Hizo una pausa y añadió- Sea lo que sea, parece que ha funcionado. Entran en el caer. ¡Ya está!

Oí una ligera palmada en un hombro o un brazo.

–¡Lo ha conseguido! – exclamó Llew-. ¡Ya están dentro!

–Ahora, a esperar -dijo Bran-. Haré la primera guardia.

Llew se levantó y me condujo hasta la orilla del río con los Cuervos. Nos sentamos entre las zarzas y los sauces. Unos se pusieron a dormitar, otros a charlar en voz muy baja. Yo me sumí una vez más en los sombríos pensamientos que me habían invadido desde que habíamos desembarcado en Prydain hacía seis días.

El triste viaje hacia el sur siguiendo la costa occidental nos había llevado hasta Muir Glain, el anchuroso y plateado estuario al este de la destruida Sycharth donde Meldryn Mawr había instalado sus astilleros. Desde la última vez que había estado allí, matas de escaramujos y abedules habían invadido el lugar donde antes se construían con madera de roble los cascos de las embarcaciones. Los ortigales florecían donde en otros tiempos se acumulaban montones de virutas de madera tan espesos como la nieve.

Penetramos en el estuario y navegamos río arriba hasta donde nos fue posible; cuando las aguas comenzaron a hacerse poco profundas, anclamos los barcos. Acampamos en un claro del bosque y dejamos allí al grueso de los guerreros. A la mañana siguiente, con sólo cuarenta hombres nos internamos en el valle del río Modornn y dejamos el resto de nuestras fuerzas para proteger los barcos.

Scatha no tenía ánimos para viajar con nosotros, así que se quedó con Goewyn, cuyas heridas requerían especiales cuidados. Durante la primera jornada y las cinco siguientes, remontamos el río por la cañada. Ya cerca del poblado, dejamos treinta hombres a prudente distancia y nos acercamos al caer para tomar posiciones.

Meldron había decidido construir su fortaleza en el lugar del viejo caer de madera que vigilaba la región norte de Prydain. Caer Modornn sólo se había utilizado en tiempos de guerra; nunca había sido un verdadero poblado. Y, aunque yo en otros tiempos había aconsejado a Meldron que no se instalara allí, ahora pude comprender por qué él se había empeñado en hacerlo. A un rey interesado en reconstruir el reino de Prydain le habría sido de más ayuda una fortaleza en el sur abierta al comercio marítimo.

Pero Meldron abrigaba desmesuradas ambiciones. El Salvaje Sabueso de Destrucción deseaba dominar toda la Isla de la Fuerza. Y Caer Modornn se alzaba en un lugar estratégico para que una banda de guerreros hiciera incursiones en Llogres y Caledon. ¡Oh! Si hubiera sabido sus intenciones, si hubiera sabido cuán desmesurada era su ambición y cuán insaciable su codicia, lo habría destruido como quien extermina a un perro rabioso.

¿Cuántos guerreros yacían en sus moradas de tierra por su culpa? ¿Cuántas mujeres sollozaban por sus maridos durante la noche? ¿Cuántos niños lloraban a sus madres? Si hubiera sabido lo que escondía en su corazón, lo habría asesinado de buen grado. Tanto de buen grado como con profundo dolor, lo habría matado antes de que devastara la tierra con su corrupción.

Desde nuestro escondrijo habíamos observado el caer y habíamos discutido la mejor manera de recuperar las Piedras Cantarinas. Cynan se había mostrado partidario de llevar a cabo un engaño simple pero muy audaz: acercarse a las puertas y pedir la hospitalidad debida a unos guerreros errantes.

–No me conocen -había dicho-. Iré yo solo con Rhoedd. No los alarmará lo más mínimo ver tan sólo a dos guerreros junto a las puertas. No representamos amenaza alguna para ellos.

–No me gusta -había objetado Llew, considerando que el plan era insensato y temerario.

–Por eso precisamente funcionará, hermano. No sospecharán nuestro verdadero propósito -había insistido Cynan, que tras algunas discusiones había acabado por salirse con la suya.

Y ahora nosotros estábamos allí esperando.

El día fue cayendo. Sentí en la piel el frío aliento de la noche y oí su canción en las ramas y en el sotobosque mientras el crepúsculo se convertía en anochecer. Luego oí el ligero rumor de unos pasos y me incorporé.

–Ni la menor señal -dijo Bran en voz baja.

–Haré la guardia siguiente -repuso Llew.

Un ligero rumor de ropas me indicó que se había levantado y se había marchado.

Bran se sentó a mi lado y la noche se fue espesando en torno.

–Pronto será totalmente de noche -comentó Bran al cabo de un rato.

Me di cuenta de que me estaba mirando y me pareció sentir la sutil caricia de su mirada en mi cara.

–¿Sí? – pregunté-. ¿Qué quieres preguntarme?

Soltó una risita entre dientes.

–Sabes que te estoy mirando -dijo-. Pero ¿cómo puedes saberlo?

–A veces me imagino lo que está ocurriendo, aunque puedo equivocarme -le expliqué-. Pero a veces veo las cosas aquí -añadí tocándome la frente con la punta de un dedo-, y te aseguro que veo más de lo que jamás hubiera podido imaginar.

–¿Como ocurrió en Ynys Sci? – inquirió.

–Sí -asentí, y le conté nuestro encuentro con Gofannon en el bosquecillo sagrado-. Desde entonces parece como si se me concediera la visión cuando la necesito. Pero viene y va a su voluntad; no puedo dominarla a mi antojo.

Estuvimos charlando un buen rato. Luego Niall nos trajo pan y carne seca; comimos y seguimos charlando, y después Bran llamó a Alun Tringad para que se hiciera cargo de la guardia siguiente. Yo me eché a dormir, y las guardias se fueron sucediendo durante toda la noche.

Me despertó un susurro de Emyr.

–Se ha abierto la puerta -anunció.

Me puse en pie al momento. Bran ya se había levantado.

–Despierta a los demás y dile a Llew que se reúna con nosotros -le indicó Bran.

Se fue corriendo al puesto de observación, y yo lo seguí. Oí el crujido de las ramitas cuando Bran las apartó para observar mejor.

–¿Qué ves?

–La puerta se ha… -comenzó a decir-. Hay alguien. Vienen hacia aquí.

–¿Es Cynan?

–No puedo verlo… Está demasiado oscuro. Pero juraría que es él. Viene hacia aquí. – Hizo una pausa y luego agregó- No, me parece que es Rhoedd.

Aguardamos unos instantes y no tardamos en oír unos pasos apresurados.

–¡Estamos aquí! ¡Por este lado! – susurró Bran-. ¿Dónde está Cynan?

–Enseguida vendrá -repuso la voz de Rhoedd-. Me ha enviado delante para abrir las puertas y avisaros. Tenemos que marcharnos inmediatamente en cuanto aparezca.

–¿Por qué? – preguntó Llew junto a mí-. ¿Qué demonios está haciendo?

–Encontramos el lugar donde están guardadas las piedras. No hay centinelas, pero sí una puerta con una cadena. Va a forzar la puerta y cogerlas.

–¡Está loco! No podrá traerlas él solo -objetó Llew-. Alguien tendrá que ir al caer para ayudarlo.

Se oyó un grito en el caer. Un perro comenzó a ladrar con ferocidad y se oyeron más gritos. Después el rugido del carynx desgarró la oscuridad de la noche.

–Bien -murmuró Llew, y lo oí desenvainar la espada-. ¡Lo han descubierto! Ahora nos toca a nosotros. Preparados.

–¡Mirad! – exclamó Bran-. Alguien se acerca. Es Cynan. ¡Ha podido escapar!

Poco después oí sus pisadas.

–¡Corred! – gritó cuando estuvo cerca-. ¡Me persiguen!

No dijo nada más, ni falta que hacía. En efecto, mientras hablaba se levantó un alborotado estruendo en el caer: ladridos de perros, gritos de hombres, estrépito de armas.

–¡Por aquí! – gritó Bran.

Alguien me cogió del brazo.

–¡Sígueme! – me indicó Llew.

Corrimos hacia el río y nos metimos de cabeza en él. Lo atravesamos como pudimos y nos reunimos en la otra orilla.

–Primero registrarán los matorrales -dijo Bran-. Si nos quedamos en este lado quizá podamos despistarlos.

–Hay que ir hacia el norte -opiné yo.

–Nuestros hombres están hacia el sur -señaló Rhoedd.

–A menos que queramos entablar batalla, sería mejor que los alejáramos de los nuestros -expliqué-. Podemos regresar por otro camino.

–Primero tenemos que librarnos de ellos -dijo Alun-. ¡Huyamos mientras podamos!

–¿Dónde están las piedras?

–No estaban allí -repuso Cynan, jadeando-. Meldron debe de habérselas llevado consigo.

–¿Estás seguro?

–¿Para qué crees que rompí la caja?

–¿Rompiste la caja?

–Pues claro -replicó Cynan-. Tenía que asegurarme de que no estaban.

–¡Deprisa! – urgió Bran-. ¡Ya habrá tiempo para hablar!

Mientras los guerreros registraban los matorrales en la otra orilla del río, nos abrimos paso entre el tupido sotobosque con dirección norte. Al principio pareció que iba a ser fácil eludirlos, pero algunos perseguidores cruzaron el río y los perros encontraron nuestro rastro.

Era cuestión de correr más rápido que ellos. Corríamos sobre las rocas esquivando los árboles; las ramas nos golpeaban la cara y nos desgarraban las mangas y los mantos. Bran iba a la cabeza y forzaba la marcha mientras el ruido de nuestros perseguidores atronaba en nuestros oídos. Trastabillando, cayendo, tropezando en rocas y raíces, yo me esforzaba en seguir adelante. Llew y Garanaw corrían a mi lado, me levantaban cuando me caía, me ayudaban a no perder el equilibrio…, casi me llevaban en volandas.

Poco a poco fueron disminuyendo los gritos de nuestros perseguidores a medida que los dejábamos atrás. Llegamos a un vado, Bran cruzó el río y continuamos nuestra huida por la otra orilla. Cruzamos el Modornn dos veces más como medida de prudencia y el alba nos sorprendió muy al norte de la fortaleza. Nos detuvimos a escuchar y no oímos nada.

–Creo que se han dado la vuelta -dijo Cynan-. Ahora podemos descansar.

Pero Bran no quiso oír hablar de ello.

–Aún no -replicó.

Nos condujo hacia un risco cubierto de brezo que se levantaba al este a cierta distancia; desde allí podríamos vigilar la cañada mientras descansábamos. Sentados entre el brezo o tendidos en las rocas fuimos recuperando las fuerzas para poder regresar junto a los nuestros.

–Bien -dijo Llew al cabo de un rato-. ¿Es que voy a tener que sonsacártelo? ¿Qué sucedió en la fortaleza?

Cynan se incorporó.

–Ojalá me hubierais visto -repuso-. Estuve magnífico. ¿No es cierto, Rhoedd?

–Muy cierto, señor -asintió Rhoedd-. Estuviste magnífico.

–Cuéntanos tu hazaña -lo apremió Alun Tringad-, para que podamos apreciar tu valor.

–Y después -apostilló Drustwn- podremos cantar tus alabanzas adecuadamente.

–Aunque no es algo que necesites -añadió Emyr-. Tú solito te bastas y te sobras.

–Escuchadme y preparaos a quedaros boquiabiertos -se jactó Cynan.

–¡Empieza de una vez! – exclamó Llew.

–Rhoedd y yo nos dirigimos hacia el caer -comenzó Cynan-. Caminábamos muy despacio…, como si fuéramos dos guerreros vagabundos.

–Sí, sí -lo interrumpió Alun-, ya sabemos eso. Os vimos. Cuéntanos lo que pasó dentro.

–Rhoedd y yo nos dirigimos al caer -repitió Cynan-. Y allí me tenéis pensando lo que diría a los centinelas para que nos dejaran entrar en la fortaleza. Mientras caminábamos lo iba pensando…

–¡Ya sabemos eso! – exclamó impaciente Alun-. Abrieron las puertas y os franquearon la entrada. ¿Qué sucedió luego?

Cynan fingió no haberlo oído.

–Mientras caminábamos, yo iba pensando. Y le dije a Rhoedd: «¿Sabes una cosa, Rhoedd? Esos hombres están habituados a oír mentiras. Sospecho que de la mañana a la noche son engañados constantemente por Meldron y sus compinches». «Una observación muy aguda, señor», repuso Rhoedd, «muy aguda».

Los Cuervos se impacientaron, pero Cynan hizo caso omiso de sus protestas y continuó con toda su cachaza:

–Y yo le dije: «Así que les voy a decir la verdad. Les contaré lo que realmente le ha sucedido a Meldron, y ellos se quedarán tan boquiabiertos que nos invitarán a entrar y a sentarnos a su mesa para poder enterarse de toda la historia». Y eso fue lo que hice. Nos acercamos a la puerta de la fortaleza; los guardianes, al vernos, nos gritaron desde la muralla: «¡Alto! ¿Quiénes sois? ¿Qué os trae hasta aquí?». Yo respondí: «Me llamo Cynan ap Cynfarch y vengo de Ynys Sci. Os traigo noticias de Meldron, vuestro señor».

–¿Qué contestó el centinela? – preguntó ansioso Garanaw, haciéndose eco de la impaciencia de los Cuervos por conocer todos los detalles de la historia.

–¿Que qué contestó el centinela? – repitió riendo Cynan-. Pues contestó: «¿De nuestro señor Meldron?». Y yo le dije: «¿Es que insinúas que en este reino hay más de un señor Meldron?». Rhoedd, ¿no es cierto que les dije eso?

–Sí, señor -afirmó Rhoedd-. Palabra por palabra.

–Bueno, nuestro hombre se quedó pensativo unos instantes y luego llamó a sus compañeros…, supongo que para que lo ayudaran a pensar. Mientras tanto nosotros dos esperamos tranquilamente, sin mover ni un cabello. Luego la puerta se abrió y salieron cuatro hombres. Uno de ellos llevaba un enorme bigotazo…

–Se llama Glessi -observó Bran.

–Eso es -asintió Cynan-. El tal Glessi frunció el entrecejo, se dio una palmada en el pecho y dijo: «¿Qué pasa con Meldron? ¿Quién demonios eres tú?». Desde luego, no se puede decir que sea un sujeto de buenos modales. Yo le contesté que tenía noticias de su señor y no tuvo más remedio que darnos la bienvenida. «¿Qué quieres?», preguntó. «¿Que qué quiero?», repetí yo. «Bebida fresca, comida caliente y un lugar junto al fuego para descansar.» Glessi frunció de nuevo el entrecejo, cosa que debe de ser en él una costumbre, y repuso: «Bueno, si traes noticias de Meldron, supongo que será mejor que entréis». ¿Qué hicimos entonces, Rhoedd?

–Entramos con la cabeza bien alta, como a ti te gusta -contestó Rhoedd muy contento de poder meter baza en el relato.

–¿Qué ocurrió después? – inquirió Llew.

–Bueno, trajeron cerveza en abundancia y bebimos y charlamos un buen rato. «¿Cómo es Ynys Sci?», me preguntaron. «Hace un tiempo magnífico y la brisa es suave», les respondí. Ellos dijeron: «Nos alegra mucho oír eso. ¿Y qué tal está Meldron?». Entonces yo les contesté: «Amigos, tenéis suerte por estar aquí y no donde está vuestro señor esta noche». «¿Qué ha pasado?», me preguntaron. «Voy a contaros toda la verdad; a Meldron no le van demasiado bien las cosas en Ynys Sci. Ha sido atacado. Le han destruido seis barcos y le han robado dos. Tardará bastante tiempo en reparar un barco para poder marcharse de la isla.»

–¿Qué dijeron ellos al oír esas noticias? – quiso saber Niall.

–¿Que qué dijeron? Pues exclamaron: «¡Qué terrible y desgraciada noticia!». ¿Y qué les dije yo? Pues les dije: «¡Ay!, una noticia en verdad terrible. Nosotros escapamos con vida y vinimos hasta aquí lo más deprisa que pudimos».

Cynan se echó a reír, y los Cuervos lo corearon.

–Entonces ellos nos dieron las gracias por haberles llevado tales nuevas, ¿no es cierto, Rhoedd?

–Sí, señor, muy cierto.

–Bueno, luego cenamos y bebimos un poco más. Yo procuré que las copas circularan sin cesar y mientras tanto no cesaba de observar qué hacían y adónde iban. Luego les dije que tenía que orinar y salí fuera con Rhoedd. Dimos una pequeña vuelta, pero había anochecido y apenas se veía; de todos modos, vi un almacén cerca del palacete con la puerta cerrada por una cadena. Cuando regresamos, me llevé aparte a Glessi y le dije: «Meldron debe de tener muchos tesoros para llenar un almacén tan grande».

–¿De veras le dijiste eso?

–De veras -afirmó Cynan-. El tal Glessi estaba borracho y sin duda le encanta fanfarronear. «¡Tesoros!», exclamó. «Lo que guarda es nada más y nada menos que las Piedras Cantarinas de Albión. Son unas piedras de extraños poderes, muy valiosas. Su principal virtud es otorgar la victoria en la batalla.» Me contó eso y muchas cosas más. Bien, sólo tuve que esperar a que se durmieran; después Rhoedd y yo salimos sigilosamente del palacete, entramos en el almacén y encontramos la caja; era de madera y estaba cerrada con cadenas y flejes.

–¿Qué hicisteis entonces? – preguntó Drustwn.

–Cuéntaselo, Rhoedd.

–Cynan me ordenó que fuera a abrir la puerta. Me dijo: «Rhoedd, me temo que voy a tener que armar un buen alboroto. Debemos estar listos para huir a toda prisa». Así que yo abrí la puerta y vine a avisaros.

–Yo lo observé desde el almacén -continuó Cynan-. Y, cuando vi que había abierto la puerta de la fortaleza, cogí la caja. Pesaba bastante, pero pensé que no tanto como debería haber pesado. La saqué fuera y la arrojé violentamente contra el abrevadero que había en el patio. ¡Vaya estrépito!

–¿Y después? – preguntó Llew-. ¿Qué viste?

–Vi que la caja no se había roto. Tenía que arrojarla otra vez. Así que la cogí en alto y la dejé caer con todas mis fuerzas. ¡Crash! ¡La caja se hizo pedazos! Y ahí me tenéis de rodillas husmeando entre las astillas. ¿Y qué fue lo que encontré?

–¿Qué fue lo que encontraste? – repitió con impaciencia Alun-. Acaba de una vez, hombre.

Pero a Cynan no le agradaba que le metieran prisa.

–Buscaba las Piedras Cantarinas. Buscaba y rebuscaba pero no las veía. ¿Qué era lo que veía?

–¡Cynan! – gritó Llew-. ¡Suéltalo de una vez!

–Ni más ni menos que arena -dijo Cynan-. Arcilla y arena del río. Las piedras no estaban en la caja. ¡Mirad! ¡Comprobadlo vosotros mismos!

Oí el suave susurro de la arena al caer sobre la piedra.

–¿Esto es todo lo que había en la caja? – inquirió Llew.

–Nada más -aseguró Cynan.

Llew me cogió la mano, me hizo poner la palma hacia arriba y me la fue llenando de una seca y arenosa sustancia. Me la acerqué a la cara y la olisqueé. Olía a madera y a tierra. Me sacudí la mano y me llevé un dedo a la lengua: sabía a barro.

–Ésta es toda la historia -concluyó Cynan-. Me habría gustado que hubiera tenido un final más feliz, pero no ha podido ser.

–Quizás están escondidas en otro lugar -sugirió Bran.

–No -intervine yo-. No encontraremos las piedras en Caer Modornn. Volvamos junto a los barcos y regresemos a casa.

–No podemos regresar por donde vinimos -objetó Llew-. Tendremos que dar un rodeo en torno al caer hacia el oeste.

–Mejor -comenté yo-. Así podremos observar cómo le va a Prydain bajo el dominio de Meldron.

Nos dirigimos hacia el oeste alejándonos del río y, cuando estuvimos a cierta distancia del caer, doblamos hacia el sur y llegamos hasta un pequeño poblado, un puñado de miserables cabañas de barro y paja junto a un arroyo poco profundo. Unas setenta personas se apiñaban en las hediondas casuchas; eran mertanos, cuyo rey y nobles habían sido asesinados. Setenta infelices cubiertos de harapos y mal alimentados. Meldron los había convertido en esclavos a cambio de un mísero sustento.

Cuando entramos en el poblado un perro famélico alertó con sus ladridos a los habitantes, que salieron de sus casuchas y se acercaron a nosotros. Los ladridos despertaron mi visión interior, y vi con toda claridad el lugar al que habíamos llegado. Niños medio desnudos, descalzos, con enormes ojazos, se escondían tras sus derrotados progenitores. Todos tenían la sombría y vacía mirada de la gente que vive con una carga imposible de soportar durante mucho tiempo.

Cynan se dirigió al jefe del poblado, un hombre llamado Ognw, que le contó que los obligaban a cultivar los campos pero les negaban el producto de su trabajo.

–Meldron se queda con todo -se quejó el hombre mientras los demás murmuraban lúgubremente detrás de él-. Nos deja sólo las sobras. Nada más.

–Pero podéis cazar en los bosques -observó Bran-. No hay por qué morirse de hambre.

–¡Pobres de nosotros! Nos está permitido cazar -repuso Ognw con amargura-, pero no tenemos lanzas ni cuchillos.

–¿Por qué? – preguntó Cynan.

–Las armas nos están vedadas -murmuró el jefe-. ¿Habéis tratado alguna vez de derribar a un ciervo sólo con vuestras manos? ¿O a un jabalí?

–No tenemos carne -intervino uno de aquellos desgraciados- Sólo grano mohoso y cuajada ácida.

Un hombre que sólo tenía un ojo contó cómo el rey enviaba a buscar la cosecha en cuanto estaba recogida.

–Dicen que nos darán todo el grano que necesitamos gratis. Y lo pedimos, claro que lo pedimos. Pero nos escupen por toda respuesta concluyó el hombre escupiendo en el suelo.

–Dos de los nuestros fueron a pedir carne al rey -añadió Ognw-. Tres días después nos trajeron sus cuerpos para que los enterráramos. Nos dijeron que habían sido atacados por un animal salvaje.

–No existía tal animal salvaje -dijo el tuerto-. Fue Meldron.

–Meldron arrebata todo -comentó una mujer-. Arrebata todo y no da nada a cambio.

Abandonamos el poblado y seguimos recorriendo el devastado territorio. A medida que nos acercábamos a Caer Modornn, íbamos encontrando más poblados. En todos ellos observábamos la misma miseria y oíamos relatos parecidos: las exigencias del rey, los deseos del rey, los engaños del rey eran la causa de todos los sufrimientos. Meldron había convertido el anchuroso y fértil valle del Modornn en el Valle de la Aflicción. El pueblo gemía bajo el peso de su aflicción.

A medida que escuchábamos las desesperadas quejas de aquellas gentes, se me iba haciendo más evidente cómo Meldron se había ido saliendo con la suya frente a los reyes de Llogres. Había atacado a los que eran más débiles que él y se había ganado la amistad de los más poderosos con profusos regalos, generosas alianzas y acuerdos comerciales. Y todo en perjuicio del pueblo.

Ni siquiera los llwyddios, la tribu del propio Meldron -y también la mía-, se habían librado del tormento de su cruel señor. Los llwyddios no lo pasaban mucho mejor que el ganado que apacentaban en las boscosas colinas. Con mi visión interior vi a los hombres de mi propia sangre y fui incapaz de reconocerlos.

–Dinos qué crimen hemos cometido -me rogó uno de ellos, un pariente que había servido con lealtad a Meldryn Mawr y que había soportado el horror de la persecución de Nudd y las privaciones de la huida a Findargad-. Dinos qué hemos hecho para merecer esto. Nuestro ganado recibe mejor trato que nosotros, y si alguien se atreve a tocar a algún animal debe responder ante el mismísimo Meldron.

Una mujer de hundidas mejillas con un bebé desnudo colgando de su pecho nos tendió una mano.

–Por favor, bondadoso señor, ayudadnos. Nos estamos muriendo de hambre.

Cynan miró a Llew.

–Bueno, hermano, ¿vas a dar la orden tú o la doy yo?

–Yo lo haré -repuso Llew-, y con sumo gusto.

Llew se dirigió a los Cuervos.

–Drustwn, Emyr, Alun -dijo-, traed aquí al ganado. Lo sacrificaremos para obtener carne. Garanaw y Niall, traed madera y encended fuego.

Luego se volvió al pueblo.

–Hoy comeréis hasta saciaros.

Pero la gente estaba aterrorizada.

–¡No! – gritaron-. Si Meldron se entera, nos matará.

–No se enterará -los tranquilizó Cynan-. Se ha marchado y tardará bastante en regresar. Y cuando lo haga podéis decirle que Llew y Cynan sacrificaron su ganado para escarnecerlo.

Acarrearon el ganado desde las colinas y encendieron el fuego. Luego sacrificaron un buen número de vacas y el resto del rebaño fue llevado a los poblados vecinos. En cada lugarejo se sacrificaban unas cuantas cabezas para alimentar al pueblo. Aunque todos estaban deseosos de comer carne, temían la ira de Meldron y el miedo ensombrecía el festín.

–No deberíamos permanecer aquí más tiempo -aconsejó Bran-. Ya hemos hecho por esta gente todo lo que está en nuestra mano.

–Sin embargo, me gustaría hacer algo más -replicó Llew-. ¿Crees que podríamos llevárnoslos con nosotros? – me preguntó.

–Si quieren venir… Pero no creo que deseen abandonar sus casuchas.

–¿Que no desean abandonarlas? – me contradijo Cynan-. Si tú fueras un esclavo de Meldron, ¿dudarías un solo momento cuando alguien te ofreciera la libertad?

–Ofrécesela y verás -contesté.

Y eso hicieron al punto Llew y Cynan: ofrecieron la libertad a todos los que quisieran aceptarla. Pero nadie quiso; todos prefirieron quedarse en sus casuchas, pese a su hediondez y miseria. Y aunque discutimos con ellos largamente no pudimos convencerlos de que no nos volveríamos contra ellos como había hecho Meldron. No fuimos capaces de hacerles ver que les estábamos ofreciendo la vida y no la muerte en vida a la que estaban condenados.

Su negativa a librarse de la esclavitud nos entristeció más que todo lo que hasta entonces habíamos visto. Mi alma se estremeció de dolor como atravesada por la espada de un enemigo. Me entraron ganas de llorar ante la estúpida ceguera de aquellos desgraciados. Pero Meldron los había intimidado y confundido tanto que ya no podían sentir o pensar como seres humanos. No comprendían que les estábamos ofreciendo el regreso a la libertad y a la dignidad. ¿Cómo habrían podido comprenderlo? Para ellos esas palabras habían dejado de tener significado.

Reiteramos la oferta de libertad en el siguiente poblado. Y otra vez fue rehusada. Sin perder tiempo en inútiles explicaciones, el jefe nos llevó hasta un pequeño cairn que se alzaba en la cima de una colina junto al poblado. Lo seguimos intrigados; cuando nos acercamos al lugar, una bandada de grajos echó a volar entre graznidos y nos dimos cuenta de que el cairn consistía no en un montón de piedras sino en un montón de calaveras. Algunas de ellas conservaban aún jirones de piel y mechones de enmarañados cabellos. Pero los pájaros habían hecho un buen trabajo y los huesos brillaban a la luz del sol.

Mi visión interior me había abandonado otra vez, pero no tenía necesidad de ver para sentir la atrocidad de aquel vandálico acto. Llew me lo describió con todo detalle y luego le preguntó al jefe:

–¿Qué sucedió?

–Meldron juzgó que la cosecha era pequeña. Nos acusó de haberle escamoteado parte de ella -explicó el hombre-. Como no encontró el grano que pretendía que habíamos escondido, procedió a matar a la gente. Y nos dejó aquí este montón de huesos como escarmiento.

–Buen hombre -dijo Cynan-, ¿no quieres acompañarnos?

–¿Y dar a Meldron otra excusa para seguir matando? – fue la respuesta del hombre-. Si nos cogiera, esta vez no quedaría nadie con vida.

–Con nosotros estarás a salvo -le aseguró Bran.

El hombre esbozó una lúgubre sonrisa.

–Ningún hombre estará a salvo mientras viva Meldron.

–Me estoy poniendo enfermo -observó Cynan-. Vayámonos de aquí.

Llew asintió con pesar.

–No podemos hacer nada más por ellos, y permanecer más tiempo aquí nos pondría a nosotros en serio peligro.

Abandonamos el poblado llwyddio y acampamos en el bosque a poca distancia de Caer Modornn. Tan pronto como se hizo de día, esquivamos la fortaleza y nos dirigimos al estuario donde aguardaban nuestros barcos. Nos reunimos con el grueso de nuestros guerreros y subimos a los barcos. Aunque el sol brilló durante todos los días de la travesía, no fue capaz de confortar e iluminar nuestros espíritus; Prydain se había convertido en una tierra tan desierta y sombría como un cenagal. La constatación de la perversidad de Meldron pesaba tanto sobre nuestras almas que incluso a plena luz del día el viaje se nos antojaba lóbrego y tétrico.

En cuanto subimos a bordo izamos las velas y abandonamos Prydain con la marea. Por desgracia, habíamos conseguido muy poco de lo que habíamos planeado lograr. Gwenllian, Govan, Boru y los jóvenes guerreros de la escuela de Scatha habían muerto, y no habíamos recuperado las piedras portadoras de la Canción. Al menos, habíamos salvado a Scatha y a Goewyn. Y en verdad habíamos asestado a Meldron un golpe que tardaría en olvidar.

Esto debería haber sido un motivo suficiente de regocijo. Pero a nuestro regreso a Caledon no nos acompañaba la alegría sino la tristeza. Nuestros corazones se sentían abrumados por el peso de la mortal aflicción que habíamos presenciado en el reino de Meldron. Todos nosotros lamentábamos profundamente la desgracia de aquella atormentada tierra y todos nosotros, cada uno a su manera, juramos vengarla.

25

DINAS DWR

En los recónditos parajes del norte de Caledon iba conformándose el reino secreto. Una bellota enraíza profundamente en la tierra, su airoso tallo crece, se va abriendo en ramas de lustrosos retoños…, se va convirtiendo en un roble. Y eso precisamente era Dinas Dwr: un roble de las montañas, joven y verde pero robusto y prometedor. En los recónditos parajes de Caledon, en Dinas Dwr, nos íbamos convirtiendo en un pueblo.

Trabajábamos con verdadero ahínco: se limpiaba la tierra para convertirla en campos de labor, se criaba ganado para formar rebaños, se construían viviendas para albergar nuestra creciente población, se cavaban minas para extraer cobre y hierro con el que alimentar las fraguas de los herreros; se enseñaba a los niños y se adiestraba a los guerreros; los artesanos se afanaban por adornar nuestra vida cotidiana con bellos objetos; despuntaban jefes para las tareas de gobierno.

Área tras área se iban acrecentando las tierras de labor; se plantaba centeno y cebada y se llenaban los silos; se construían nuevos silos que también se llenaban. Nuestro ganado engordaba con la abundosa yerba de los prados; los rebaños iban creciendo. En las colinas obteníamos mineral de las rocas; fundíamos cobre, hierro y también oro para artesanos y herreros. La ciudad acuática crecía a medida que nuestros obreros iban construyendo crannogs en el lago. Despuntaban jefes, líderes de probada lealtad y sentido de la justicia; les dábamos autoridad y éramos recompensados con una fidelidad sin límites.

La tormenta de la guerra seguía rugiendo al otro lado del escarpado risco que nos servía de protección. Y, fluyendo en lúgubre riada por Druim Vran, iba llegando un inacabable torrente de exiliados. Cada campaña emprendida por Meldron empujaba hacia nosotros nuevos refugiados en busca de un lugar donde guarecerse de la tempestad de sangre que asolaba el mundo. Por ellos nos íbamos enterando de lo que sucedía en Albión, y las noticias no eran ni mucho menos halagüeñas.

Yo sabía muy bien que Meldron debía de haber estado registrando palmo a palmo todo el territorio para averiguar nuestro paradero. Además, a veces con la visión interior que se me iluminaba de repente, vislumbraba el colérico rostro del Salvaje Sabueso asomando entre sombríos nubarrones de tormenta. Veía sus ojos preñados de odio escrutando los horizontes lejanos, veía su mandíbula contraída en un rictus de ira y me constaba que en algún lugar de Albión estaba sembrando en aquellos precisos instantes la muerte y la destrucción.

Algún día tendríamos que enfrentarnos con él en el campo de batalla, pero no podía precisar si ese día estaba próximo o lejano. Comenzaba a pensar que, mientras permaneciéramos en nuestra recóndita cañada tras el baluarte de Druim Vran, estaríamos a salvo. Quizás algún poder nos protegía en nuestro refugio y nos ocultaba de los escrutadores ojos de Meldron. Quizá la Mano Segura y Certera nos cubría con el Llengel, el manto mágico de Mathonwy. ¿Quién podía saberlo? Y, aunque escrutaba sin cesar cada una de las vueltas de la rueda del año, no hallaba la respuesta.

Mientras tanto, prestaba mis servicios como Jefe de la Canción a nuestro clan, formado por innumerables tribus. Cantaba de vez en cuando, sólo en los días sagrados. No era un trabajo en absoluto pesado, pero a medida que se iban sucediendo las estaciones mi intranquilidad iba en aumento. En efecto, tenía la impresión de que, considerando que era el último superviviente de mi casta, mi posición era muy precaria. Si me sobrevenía algún accidente o si moría en combate en caso de ser atacados, se perderían las maravillosas leyendas de Albión y se desvanecería la vasta sabiduría de nuestro mundo. Me veía a mí mismo como una vela de junco encendida en plena corriente de aire: una ráfaga, un golpe de viento, y el genuino espíritu de nuestra raza se desvanecería y se perdería para siempre.

Procuraba no pensar en lo mucho que se había perdido ya con la destrucción de la Sagrada Hermandad. Yo era un bardo, el Bardo Supremo de la Isla de la Fuerza. A mí me tocaba detener el declive que tanto temía y transformarlo en ascensión; tenía que intentarlo.

En la estación de gyd, cuando el templado calor de la primavera acaricia la tierra, decidí fundar una escuela de bardos. Medité largamente el plan y después lo puse en conocimiento de Llew. Lo encontré contemplando cómo el habilidoso Garanaw enseñaba a un puñado de jóvenes el manejo de la lanza.

–¡Es una maravilla! – comentó Llew refiriéndose a Garanaw-. ¡Ojalá pudieras verlo, Tegid! ¿Sabes cómo lo llaman los muchachos? – me preguntó-. Garanaw Braichir, el del Brazo Largo. Su habilidad en el manejo de la lanza me recuerda a Boru.

Scatha había comenzado hacía un año a entrenar jóvenes guerreros. Ella y Bran habían seleccionado lo más granado de la juventud y ella y los Cuervos se habían hecho cargo de su instrucción.

–Necesitaremos guerreros -observó Llew.

Aunque pronunció estas palabras con aire distraído, yo vi con los ojos de mi mente la imagen de un borroso campo de batalla. Entre el humo y la oscuridad me pareció que se estaba librando una batalla que no podía ver, y no tenía manera de saber si tal imagen era la de un acontecimiento actual o por venir.

–Sí, siempre necesitaremos guerreros -respondí alejando de mi mente la imagen-. Pero también necesitamos bardos. Quizás aún más que guerreros.

–Es cierto -repuso Llew, y, aun sin verlo, supe que me observaba con fijeza; sentía sus ojos clavados en mí-. Bien, hermano bardo, habla claro de una vez. ¿Qué estás barruntando, Tegid?

–Scatha y Bran están entrenando jóvenes manos que empuñen espadas -le dije-. Yo debo entrenar jóvenes lenguas que entonen nuestras canciones. Necesitamos Jefes de Batalla, es muy cierto. ¡Pero también necesitamos paladines cantores!

–Calma, hermano -me apaciguó Llew-. Lo que quieres es una escuela de bardos, ¿no? Pues sólo tienes que decirlo.

–Ya lo estoy diciendo. Y deseo comenzar ahora mismo. Ya he perdido demasiado tiempo.

–Me parece una buena idea. Perfecto.

Comenzamos a caminar hacia el lago. En la orilla había aumentado el número de cabañas; unos cuantos artesanos -un cantero, un broncista y un carpintero- habían construido sus cabañas entre las viviendas que nosotros habíamos levantado junto al lago.

–Dinas Dwr -murmuró Llew saboreando las palabras-. Se está haciendo realidad, Tegid. Guerreros, bardos, artesanos, granjeros… -iba diciendo mientras pasábamos entre las casas-. Se está haciendo realidad. Dinas Dwr se está convirtiendo en un reino autónomo.

–Lo único que le falta es un rey -observé, pero Llew no dijo nada.

Seguimos caminando y de pronto oí el chapoteo de los remos de un bote que se acercaba desde el crannog hacia la orilla. Sentí que la atención de Llew se concentraba en la barquichuela. Oí el casco del bote rozar los guijarros de la orilla y mi visión interior se iluminó con la imagen del pasajero. Era una mujer vestida con una sencilla túnica amarilla, del color de la mantequilla. La luz del sol se reflejaba en sus cabellos y los teñía de oro. Llevaba un collar de discos de oro en cada uno de los cuales refulgía una piedra azul.

–¡Bienvenida, Goewyn! – saludé antes de que ella y Llew pudieran pronunciar palabra.

Vi que la muchacha sonreía y que sus ojos se posaban ligeramente en Llew y luego se clavaban en mí.

–Hola, Goewyn -dijo Llew, y no pude menos que notar la frialdad de su saludo.

–No creo en absoluto que te hayas quedado ciego, Tegid Tathal comentó la joven con tono festivo-. Creo más bien que finges estarlo.

–¿Qué dices? – exclamé-. ¿Por qué habría de emplear tan absurda treta?

–No es en absoluto absurda -insistió ella-. Si un hombre, al que todos consideraran ciego, pudiera ver de verdad, vería más que ningún otro… porque vería cómo lo miran los hombres. Teniéndolo por ciego, los hombres no disimularían sus acciones. Y él los vería tal como son de verdad. Y de este modo el ciego se convertiría en el más sabio de todos los hombres.

–Una observación muy sagaz -concedí-. Pero no es mi caso; puedes estar bien segura.

–No lo estoy del todo -replicó alegremente-. Hola, Llew, creí que estarías en el campo de entrenamiento con Garanaw.

–Hemos estado observándolo mientras instruía a los chicos -repuso Llew-. Pero Garanaw no necesita que nadie lo ayude… y mucho menos un guerrero manco.

Sus palabras eran cortantes y su tono desdeñoso. Goewyn se despidió de nosotros y siguió su camino. Yo me encaré con Llew.

–¿Por qué siempre tratas de alejarla de ti?

–¿Qué dices? Yo no trato de alejarla.

–Te ama.

Llew se echó a reír, pero sin alegría.

–Has estado demasiado tiempo al sol. Me gusta Goewyn; es una alegría contemplarla y estar junto a ella.

–Entonces ¿por qué la esquivas?

–¿Qué estás diciendo, bardo entrometido? – dijo en tono desenfadado pero con cierta tirantez en la voz que lo traicionaba.

–¿Es que crees que a ella le importa que uno de tus brazos sea más largo que el otro? Te ama a ti, no a tu mano derecha.

–Estás diciendo estupideces.

–¿O es que quizá te importa que fuera violada por los lobos de Meldron?

–¿Quién se ha atrevido a decir eso?

–Ella misma me lo dijo el invierno pasado. Le costó mucho tiempo recuperarse de las heridas que le infligió Meldron. Tú la rescataste, viste cómo estaba… Supuso que lo sabías todo. Y me preguntó si por eso la esquivabas.

–Basta ya, Tegid. No sabes lo que dices.

–¿De veras?

–Sí, de veras.

Noté el calor de su ira mientras se alejaba de mí, muy enfadado. Su negativa había sido rotunda, contundente, y probaba que todo lo que yo había dicho era cierto. Y la verdad permanecía escondida en lo más profundo de su maltrecho corazón.

Continué solo mi paseo en torno al lago. Sabía que en las boscosas laderas del risco había un soto de abedules entre los pinos que podría servir para albergar mis clases. Mientras me dirigía hacia allí golpeteando el suelo con mi bastón, iba repasando mentalmente las órdenes de la Sagrada Hermandad, comenzando por la más modesta de todas: los mabinogi.

Los jóvenes que eligiera se convertirían en cawganog y cupanog, y comenzarían a aprender de memoria las Hazañas de los Héroes, que constituyen la esencia del arte de los bardos. Quizá descubriera a algún muchacho en cuyo espíritu ardiera como un ascua el awen; sería indudablemente magnífico. Quien lograra dominar las habilidades mentales llegaría a ser un filidh, luego un brehon, después un gwyddon, y con el tiempo se convertiría en un derwydd. Entre los derwyddi se elegirían los penderwyddi, los Bardos Supremos, uno por cada uno de los tres antiguos reinos de Albión. Y algún día, entre los Bardos Supremos de Prydain, Llogres y Caledon, destacaría alguien merecedor de ser un Phantarch, el Jefe de los Jefes, que, en su recóndita cámara, entonaría la Canción de Albión que sustenta todo lo creado.

Tal pensamiento me llevó a preguntarme si llegaría el día en que de nuevo habría un Phantarch. ¿Resonaría otra vez la Canción de Albión en Domhain Dorcha? ¿Resplandecería otra vez la vivificante Canción como una luz entre la Tenebrosa Oscuridad?

Me detuve junto al lago. El sol me calentaba la cara y el cuello; la brisa del lago me revolvía los cabellos; los trinos de los pájaros resonaban nítidamente en mis oídos. En aquel lugar protegido estábamos a salvo. No obstante, aquella paz no duraría demasiado si es que las palabras de la profecía de la banfáith se hacían realidad. Y hasta ahora la profecía se había ido cumpliendo. ¡Que así fuera!

Hacía fresco entre los tiernos y blancos abedules. Yo permanecía inmóvil, y las jóvenes ramas se movían suavemente sobre mi cabeza. Las hojas nuevas revoloteaban como plumas, y con los ojos de la mente vi la moteada luz juguetear entre los esbeltos troncos y caer sobre la verde yerba del soto. Era el lugar ideal para comenzar mi tarea, pensé. En aquel bosquecillo establecería la nueva escuela de bardos de Albión.

Me aguardaba una ardua tarea, un camino de destino incierto. Empezaría al día siguiente; buscaría unos cuantos jóvenes para embarcarlos conmigo en el difícil camino a través de los ogham de los árboles, de los pájaros y de las bestias; a través de la ciencia secreta de la madera y del agua, de la tierra, del aire y de las estrellas; a través de toda clase de leyendas: las de Anruth, Nuath, Eman, Dindsenchas y Cetals; a través de las Sublimes Oraciones; a través del Bretha Nemed, las Leyes del Privilegio y la Soberanía; a través de las cuatro artes de la Poesía, a través de las leyes de los bardos y del Taran Tafod, el Lenguaje Secreto; a través de todos los sagrados ritos de nuestro pueblo. Quizás encontrara a algún muchacho en quien brillara el Imbas Forosnai, la Luz Profética; quizás encontrara a un nuevo Ollathir. Permanecí un rato más en el bosquecillo para llevar a cabo un rito sagrado: corté tres ramas tiernas de tres abedules y trencé con ellas un aro. Después hice rodar el aro tres veces en torno al bosquecillo siguiendo la órbita del sol y luego lo coloqué en el centro del soto. Saqué la bolsa que contenía el Nawglan y derramé parte de las cenizas de las Nueve Maderas Sagradas dentro del aro de abedul dibujando las tres rayas del Gogyrven, los Tres Rayos de la Verdad. Mientras lo hacía fui recitando las palabras sagradas:

En la escarpada senda de nuestra vocación, sea fácil o difícil para nuestra carne mortal, sea nuestro camino radiante o tenebroso, arduo o sosegado, concédenos, Supremo Sabedor, tu segura protección, para que no tropecemos ni nos extraviemos.

En el abrigo de este soto, ampáranos y guíanos; Aird Righ, con la autoridad de las Doce Naturalezas: el Viento de ráfagas y galernas, el Trueno de las tempestuosas olas, el Rayo del resplandeciente sol, el Jabalí de las siete batallas, el Águila del escarpado risco, el Oso del bosque, el Salmón de las aguas, el Lago de la cañada, la Flor de Brezo de la colina, la Destreza del artesano,

la Palabra del poeta, el Fuego del pensamiento del sabio. ¿Quién sustenta el gorsedd, sino Tú? ¿Quién contiene todas las eras del mundo, sino Tú? ¿Quién gobierna la Rueda del Cielo, sino Tú? ¿Quién alimenta la vida en el útero, sino Tú? Así pues, Dios de Todas las Virtudes y Poderes, bendícenos y protégenos con tu Mano Segura y Certera, condúcenos hasta el final de nuestro viaje.

Después, me levanté y abandoné el soto camino del lago. Cuando salía de entre los árboles y me encaminaba por el sendero de la ribera, oí un ligero chapoteo detrás de mí. No presté atención porque pensé que debía de haber sido un pez o una rana y seguí caminando golpeteando el suelo con la vara. Pero, cuando me acercaba ya a las primeras cabañas del lago, oí otra vez el sonido: un chapoteo justo en el borde del agua.

Me detuve. Me di la vuelta lentamente y grité:

–¡Ven aquí!

Nadie respondió, pero mi agudo oído captó el rumor de una respiración.

–Ven aquí -repetí-. Quiero hablar contigo.

Al momento oí el ruido de unos pies desnudos sobre la roca.

–Estoy esperando -dije.

–¿Cómo supiste que estaba allí? – fue la respuesta.

Era una voz clara y confiada, casi arrogante pero no exenta de cierto respeto; el que había hablado era indudablemente un muchacho.

–Te lo diré -respondí-, si me dices primero por qué me seguías. ¿De acuerdo?

–De acuerdo -asintió mi joven sombra. El muchacho tomó aliento y repuso al cabo de unos instantes-. Te seguía para ver si ibas a cantar. Ahora te toca responder a ti -añadió.

–Supe que me seguías porque te oí -dije; inmediatamente me giré y reanudé la marcha golpeteando el suelo con la vara.

El muchacho no se conformó con mi respuesta. Se puso a mi lado y protestó:

–¡Pero si no hacía ruido!

–Es cierto -reconocí-. No hacías ruido. Pero yo tengo las orejas muy largas.

–No tanto.

–Tan largas como para oír a un niño tan ruidoso como tú.

–¡Yo no soy ruidoso! – se quejó mi joven acompañante.

Luego, sin hacer una pausa para tomar aliento, inquirió:

–¿Te duelen los ojos por estar ciego?

–Al principio me dolían. Ahora ya no -contesté-. Pero no estoy tan ciego como te imaginas.

–Entonces ¿por qué golpeteas el suelo con tu vara?

Aunque la pregunta era impertinente, no la había hecho con tono irrespetuoso.

–¿Por qué haces tantas preguntas?

–No soy el único que hace preguntas -replicó al instante.

Me eché a reír, y pareció muy satisfecho de haberme hecho gracia. Se me adelantó unos pasos y luego se detuvo; oí el chapoteo de las piedras que estaba arrojando al lago.

–¿Cómo te llamas, muchacho?

–Gwion Bach -respondió en tono alegre-. Como la canción.

–¿A qué clan perteneces?

–A los oirixenos de Llogres. Pero ya no somos tan numerosos como antes -repuso Gwion; su voz denotaba orgullo, pero no tristeza.

Probablemente era aún muy joven como para entender lo que le había sucedido a su clan.

–Me alegro de conocerte, Gwion Bach. Yo me llamo Tegid Tathal.

–Ya lo sé. Eres el Bardo Supremo. Todo el mundo te conoce.

–¿Por qué querías oírme cantar?

–Me encanta el arpa.

–¿Y las canciones?

–Mi madre canta mejor.

–Entonces quizá sea mejor que vuelvas junto a ella.

–Ya no está con nosotros -murmuró el niño-. Murió cuando los bandidos quemaron nuestra fortaleza.

–Lo siento mucho, Gwion Bach. Hablé con imprudente precipitación.

–No tiene importancia -repuso el muchacho.

Al oír tan sencilla respuesta, mi visión interior se despertó y vi a un muchacho de rizados cabellos negros, menudo pero ágil como el pensamiento, con enormes ojos oscuros y un rostro que denotaba una despierta inteligencia. Calculé que debía de tener ocho o nueve estaciones. Pese a ello era despabilado y seguro de sí mismo como si tuviese doce.

–Dime, Gwion Bach -le dije-, ¿te gustaría aprender las canciones?

No contestó enseguida, sino que reflexionó unos instantes.

–¿Tendría un arpa para mí solo?

–Si aprendieras a tocarla, desde luego. Pero es muy difícil y tendrás que trabajar duro.

–Lo intentaré -dijo como si me estuviese haciendo un favor.

–¿Quién es tu padre? Le preguntaré si me permite enseñarte las artes de un bardo.

–Mi padre se llama Conn, pero también lo mataron -declaró con súbita tristeza.

–¿Quién cuida de ti ahora?

–Cleist -dijo sencillamente sin dar más explicaciones-. ¿Me estás viendo ahora?

Su pregunta me cogió desprevenido.

–Sí -repuse-, en cierto modo. A veces veo cosas, no con los ojos sino con la mente.

Ladeó la cabeza.

–Si es cierto que me ves, dime qué llevo en la mano.

–Una rama de color plateado -respondí-. Una rama de abedul. Me viste cortarlas en el soto y te agenciaste una.

Entonces cerró los ojos y se puso el dedo pulgar en la frente. Poco después los abrió y me dijo:

–Yo no puedo verte si cierro los ojos. ¿Me enseñarás cómo se hace?

Su carita tenía una expresión tan inocente e ilusionada que no pude menos que echarme otra vez a reír.

–Te enseñaré cosas aún mejores, Gwion ap Conn.

–Si Cleist lo consiente.

–Por supuesto; si Cleist lo consiente.

Nos dirigimos juntos hacia las cabañas, y Gwion me condujo hasta una casa donde vivían varios oirixenos. Le pediría permiso a Cleist; discutiríamos adecuadamente el asunto. Pero daba igual; estaba seguro de que había encontrado mi primer mabinog. Mejor dicho, él me había encontrado a mí.