16

UNA BANDADA DE CUERVOS

–Volveré tan pronto como me sea posible -prometió Cynan-. Y te traeré hombres, herramientas y provisiones en abundancia para que puedas construir una fortaleza sin igual en toda Caledon.

–Me conformaría con una muda de ropa y un poco de brezo para resguardarme de la lluvia -repuso Llew-. Pero, si no te decides a marcharte de una vez, no podrás traerme nada.

Mientras hablaba, cesó la lluvia que nos había estado martirizando durante dos días. Los caballos alzaron las cabezas haciendo tintinear sus arreos, ansiosos de emprender la marcha.

–Muy bien, ya nos vamos. Pero Rhoedd se quedará con vosotros, y también os dejaré armas para los tres.

–Podemos defendernos sin ayuda de nadie -protestó débilmente Llew-. No necesitamos ningún criado. Si te tropiezas en el camino con Meldron, necesitarás la espada de Rhoedd.

–No, lo dejo a tus órdenes -insistió Cynan-. Amigo mío, no seas cabezota.

–De acuerdo -replicó Llew, haciendo una señal de despedida a Cynan.

Los demás hombres los aguardaban ya en el camino; los oí gritar mientras Cynan se ponía a la cabeza del grupo y luego percibí el tamborileo de los cascos cuando, tras azuzar los caballos, se perdieron entre los árboles.

–Bueno -me dijo Llew, volviendo a donde yo estaba apoyado en mi bastón-, tenemos un caballo y un guerrero bajo nuestras órdenes. Nuestra banda de guerreros ha empezado a formarse.

–Bromea si quieres -contesté-, pero ha habido grandes reyes que han comenzado con mucho menos.

–Si tú lo dices, tendré que creerlo -replicó con una alegría en la voz que hacía mucho tiempo no le oía-. Desde luego, estoy muy contento de que Rhoedd se haya quedado. Comparado contigo y conmigo parece una dura roca; estoy seguro de que puede enfrentarse a diez hombres.

Rhoedd se echó a reír al oírlo.

–¡Así que Cynan te ha puesto en antecedentes! – comentó alegremente. ¿Te ha hablado también del genio que me gasto?

Así comenzó en el corazón del bosque una camaradería que iba a prolongarse durante toda la estación templada. Rhoedd se reveló como una auténtica bendición caída del cielo: era un hombre de inagotable ingenio; nos ayudaba en todo y se las arregló para incrementar las escasas comodidades de nuestro campamento.

Muchos días él y Llew salían por las mañanas de caza o de pesca, y empleaban el resto de la jornada en buscar raíces y plantas comestibles. Al anochecer nos bañábamos en el lago y por la noche cenábamos al calorcillo del fuego. Después, yo cogía el arpa y cantaba, mezclando las melodiosas notas del arpa con el aromático humo de la leña de roble. Así iban transcurriendo apaciblemente los días mientras aguardábamos el regreso de Cynan.

Un día Rhoedd compareció sin aliento en la orilla del lago donde yohabía ido a buscar agua. Él y Llew habían salido a cazar temprano. Respondí a su llamada y llegó hasta donde yo estaba corriendo a toda prisa.

–¿Qué ha sucedido? ¿Está Llew herido?

–Llew está perfectamente -respondió Rhoedd-. Me ha enviado en tu búsqueda. Hemos avistado unos hombres en el sendero del río, bajo el risco.

–¿Cuántos?

–Seis…, quizá más. No estoy seguro porque estaban muy lejos. Llegarán antes del mediodía. Llew se quedó vigilándolos.

Empuñé mi bastón, y Rhoedd me condujo ladera arriba hacia la cima del risco; nos detuvimos en el campamento para coger las lanzas y los escudos que Cynan nos había dejado. A toda prisa avanzamos en dirección oeste por el camino que corona el risco y luego descendimos por un escarpado sendero en el que nos aguardaba Llew agazapado tras unos peñascos a media ladera.

–Están muy cerca -dijo Llew-. Creo que Rhoedd y yo podremos con ellos, pero necesitamos tu ayuda, Tegid. Debemos asegurarnos de que ninguno de ellos escapa de la cañada.

–¿Espías de Meldron? ¿Es eso lo que estás pensando?

–¿Qué otra cosa pueden ser? Cynan nos advirtió que están explorando estas tierras.

Discutimos diferentes tácticas de emboscada y elaboramos un plan para cogerlos por sorpresa.

–Hacia el este hay un lugar donde la cañada se estrecha -indicó Llew. La pared de roca cae a pico sobre el río. Ahí los caballos no les servirán de nada.

–¿Y más al este? – preguntó Rhoedd.

–Más al este el valle se abre en una vasta llanura.

–Entonces tendremos más probabilidades en esa garganta -asintió Rhoedd.

Regresamos a toda prisa a la cima del risco y seguimos el sendero hacia el este hasta encontrar la garganta. Nos apostamos en un lugar desde el que se veía el camino junto al río y nos dispusimos a aguardar. Pasó el mediodía y seguíamos sin ver ni oír señal alguna de los intrusos. Llew comenzó a impacientarse.

–¿Por qué tardarán tanto? ¿Qué estarán haciendo?

–A lo mejor han cambiado de idea -sugerí-. O tal vez están abrevando los caballos.

Llew envió a Rhoedd a que echara una ojeada, recomendándole que no se dejara ver. Esperar el regreso de Rhoedd no fue menos exasperante que esperar la aparición de los intrusos. Llew iba contando el tiempo que transcurría golpeteando la punta de la lanza contra una roca, produciendo un sonido que me parecía el de un hueso contra otro.

De pronto el golpeteo cesó.

–¿Qué lo habrá entretenido? – exclamó impaciente Llew.

–¡Escucha!

Poco después oímos los pasos de Rhoedd, que enseguida se agazapó jadeando delante de nosotros.

–He bajado hasta el valle -dijo cuando recobró el aliento-. Los he encontrado. Han acampado.

–¿Te han visto?

–No.

–¿Los conoces?

–No pertenecen a ninguna tribu o clan que yo conozca. No creo que sean del norte. – Hizo una pausa para disimular su desprecio por respeto a nosotros-. Parecen hombres del sur.

–Meldron… -murmuró Llew-. ¿Cuántos has visto?

–Son seis -respondió Rhoedd.

–Si son llwyddios -observé-, quizá los conozcamos nosotros. Podría hablarles.

–¿Para qué? – preguntó Llew-. Después de lo que hicieron con la santa hermandad, ¿qué crees que podrías decirles?

Me volví hacia Rhoedd.

–Llévanos hasta donde los has visto.

Aunque el camino era arduo y escarpado, nos las arreglamos para avanzar con rapidez y cautela. Nos acercamos a rastras todo lo cerca que nos fue posible.

–Dime todo lo que veas -le pedí a Rhoedd tocándolo en el hombro.

–Seis hombres, con caballos -contestó Rhoedd- ya te lo dije.

–¡Descríbemelos! – lo urgí-. ¡Con todo género de detalles!

Rhoedd debió de mirar a Llew con aire interrogativo, porque Llew dijo:

–Haz lo que te pide; descríbele todo lo que ves.

–Bueno, son seis -repuso despacio Rhoedd-. Tienen seis caballos: tres ruanos, uno bayo, uno gris, otro negro. Son excelentes corceles. Los hombres son…, veamos…, los hombres…

–¿Son morenos o rubios? ¿Cómo van vestidos?

–Morenos; de piel oscura, sin afeitar, con los cabellos y las barbas trenzados. A pesar del calor se cubren con largos mantos. No llevan armas, pero en los caballos veo lanzas y espadas envueltas en tela. Tres llevan escudos.

–Eso está mejor -lo animé-. ¿Qué más?

–Llevan anillos y brazaletes, de oro y plata. Uno de los hombres lleva un brazalete de oro y un broche en el manto también de oro. Parece un paladín; es el único que lleva una torques, pero de plata, no de oro. Todos tienen un tatuaje azul en el brazo que empuña la espada: es un dibujo de un pájaro, quizás un halcón o un águila; desde aquí no lo distingo bien. Creo que vienen desde muy lejos, porque parecen cansados y rendidos y sus rostros son muy huesudos.

–¡Espléndido! – lo felicité-. Tienes alma de bardo, Rhoedd.

–Será difícil dominarlos a todos a la vez -opinó Llew-. Tenemos cinco lanzas, así que Rhoedd y yo podríamos dejar fuera de combate a tres antes de que puedan empuñar sus armas.

–¿Y los otros tres?

–Sólo contamos con la ventaja del ataque por sorpresa -admitió Llew-. Sin embargo, creo que, si actuamos con rapidez, podremos con ellos.

–Si aguardáramos a que cayera la noche -señaló Rhoedd-, a lo mejor tendríamos más posibilidades. Podríamos atacarlos mientras durmieran.

–Pero entonces tendrán las armas al alcance de la mano -observó Llew-. Ningún guerrero duerme desarmado en un país extraño. Además, apostarán un centinela por la noche. Propongo atacar ahora mismo.

Llew y Rhoedd se enfrascaron en una discusión sobre la mejor táctica de ataque. Mientras los escuchaba, me fue invadiendo una creciente intranquilidad. No es que tuviera miedo, pero presentía que estábamos cometiendo un error.

–Tegid, toma -dijo Llew poniéndome en la mano un cuchillo-. Si alguno tratara de escapar…

Dejé caer el cuchillo como si quemara.

–No podemos hacerlo -declaré-. No es justo.

–No creo que ninguno venga por aquí -me aseguró Rhoedd-. Es sólo por si precisas defenderte.

–Tegid no se estaba refiriendo a eso -le aclaró Llew-. ¿Qué pasa, hermano?

–No podemos atacar a hombres desarmados. Es una vileza digna de Meldron, no de nosotros.

–Bueno, ¿qué propones entonces, Tegid Tathal? – replicó Llew en tono exasperado.

–Darles la bienvenida.

–Darles la bienvenida -musitó irritado Llew-. Desde luego, Tegid, eso es algo que indudablemente Meldron no haría.

–Bardo -comenzó a decir Rhoedd-, si les damos la bienvenida y son espías, a buen seguro estaremos muertos antes de que se ponga el sol.

–Pero, Rhoedd, amigo mío, si los atacamos y son hombres de paz, nos habremos convertido en asesinos.

–¿Qué sugieres, pues? – preguntó Llew.

–Recibámoslos como extranjeros que visitan nuestro hogar.

Dicho y hecho, al instante empuñé el bastón y me levanté.

Llew se apresuró a ponerse en pie y apoyó la mano en el brazo.

–Yo iré delante -dijo y echó a andar delante de mí para que pudiera seguirlo sin riesgo de tropezar o caer, lo cual habría resultado humillante ante unos extranjeros.

Así pues, los tres salimos juntos de nuestro escondite e irrumpimos con paso firme en el campamento de los intrusos.

–¡Salud, amigos! – exclamó Llew-. Que la paz sea con vosotros y con vuestro señor, quienquiera que sea.

–¡Salud! – contestó uno de los extranjeros muy despacio-. Os habéis acercado con extrema cautela.

–Es cierto -reconoció Llew- Perdonadnos si os hemos sobresaltado. No obstante, si vuestras intenciones son pacíficas, recibiréis aquí una amable acogida. Pero, si venís con ánimo belicoso, será mejor que la busquéis en otro lugar. Quisiéramos saber el nombre de vuestro señor y lo que os ha traído a estos parajes, si nada os lo impide.

–Aceptamos contentos vuestra bienvenida -replicó el extranjero-. No queremos causaros daño alguno, amigo, y es nuestro deseo atravesar estas tierras sin ofender a los que en ella habitan. Además, consideraríamos un honor que nos dijerais quién es el señor de estos parajes, para que pudiéramos saludarlo como sin duda merece su rango.

Llew se disponía a contestar, pero yo me adelanté.

–Hablas con suma habilidad, amigo. ¿Cómo, pues, olvidas responder lo que te hemos preguntado? ¿Es que tienes algún motivo para ocultar el nombre de tu señor?

–No te he respondido -repuso el extranjero con brusquedad-, porque ese nombre me resulta más amargo que ningún otro. Me lo callo porque quiero olvidarlo para siempre. Te aseguro que desearía no haberlo escuchado nunca.

Al punto comprendí quiénes eran y por qué habían venido a aquellas tierras.

–Deja a un lado tu amargura y tu rencor -dije-. Aunque quizá no lo sepas, la Mano Segura y Certera os ha guiado hasta aquí. Si queréis honrar al señor de estos parajes, sabed que es precisamente quien os ha saludado y comparece ante vosotros con la mano extendida en son de paz.

–No conocíamos este lugar y no esperábamos que nadie nos recibiera y, mucho menos, que alguien nos diera la bienvenida. Si mi forma de hablar o de comportarme os ha ofendido, os presento mis excusas, señor. No pretendía hacerlo.

–Es evidente que hablas con toda sinceridad -replicó Llew con amabilidad-. Te aseguro que no me han ofendido ni tu forma de hablar ni tu conducta. Te repito que sois bienvenidos en este lugar. Nuestro campamento está al otro lado del risco; es un hogar humilde, pero está a vuestra disposición. Venid con nosotros y descansad.

Los extranjeros aceptaron y emprendimos la marcha. Llew ordenó a Rhoedd que les mostrara el camino, y los extranjeros lo siguieron con sus caballos; nosotros dos cerrábamos la marcha.

–¿Por qué les dijiste que yo era el señor de estos parajes? – preguntó Llew tan pronto como los demás se alejaron lo suficiente como para no oírnos.

–Porque lo eres.

–¿Qué harán cuando se den cuenta de que soy un señor que sólo posee un modesto refugio bajo los árboles?

–¿Sabes quiénes son?

–No. – Hizo una pausa para considerar todo lo que había visto y oído-. ¿Y tú?

–Sí.

–¿Cómo lo has sabido?

–Su llegada había sido anunciada.

–Bueno, ¿vas a decírmelo de una vez o vas a dejarme en la inopia?

–Son los Cuervos.

–¿Los cuervos? ¿Qué cuervos?

–«Caledon se salvará -dije recitando las palabras de la banfáith-. La Bandada de Cuervos acudirá en tropel a sus umbrías cañadas y el graznido será su canción.»

–Seis guerreros -comentó Llew en tono agrio-. Ni siquiera puede decirse que forman una bandada, ¿no te parece?

–Aumentará -aseguré-. Ya lo verás.

–Voy a decirte lo que veo ahora -replicó Llew con acento recriminatorio; se detuvo y me obligó a encararme con él-. Te invade una determinación obsesiva: hacer realidad esa profecía sea como sea. Sabes muy bien que es imposible, y pese a ello te empeñas tozudamente en convertirme en su centro.

–Y tú te empeñas tozudamente en no creerla -observé yo-. La profecía te fue dada a ti; y también el awen del Bardo Supremo.

–¡Sí! – silbó con vehemencia- ¡Y también me fue dado esto!

No me hacían falta los ojos para saber que estaba sacudiendo su muñón ante mi rostro.

–No vine a este mundo para ser rey. Vine para llevarme a Simon añadió con violencia- y lo haré tan pronto como se me ocurra la manera de conseguirlo. Te juro que eso es todo lo que voy a hacer.

Se dio la vuelta y se apresuró ladera arriba. Allá en las alturas oí el áspero graznido de un cuervo. Y de pronto mi visión interior se despertó. En mi mente apareció la imagen de un cuervo posado en el respaldo de un trono hecho de asta de ciervo; el trono que había visto en mi primera visión. Y vi también otros cuervos, muchos, toda una bandada, que volaban en círculo sobre el trono. Mientras los observaba, aparecieron muchísimos, muchísimos más, como suelen hacer los cuervos, hasta ennegrecer por completo el cielo; sus alas brillaban a la luz del sol y sus ojos tenían un mortal destello azul.

–¡Llew! – lo llamé-. Resolvamos esta cuestión de una vez para siempre.

Oí que aflojaba el paso y lo acompasaba al mío.

–¿Cómo?

–¿De verdad quieres?

–Sí -afirmó-. ¿Qué sugieres?

–Esos guerreros… -comencé a decir-. Nos servirán de prueba.

–¿Cómo?

–Te aseguro que son la Bandada de Cuervos que nos fue anunciada.

–Y dale con la profecía…

–Sí, la profecía. La profecía es la senda. Gofannon, el cylenchar, y ahora los Cuervos… son como luces que iluminan el camino. Por ellos comprobaremos la veracidad de la senda.

Como no me contestaba, seguí insistiendo.

–Si la profecía resulta cierta, ¿dejarás a un lado tu escepticismo y seguirás la senda que se abre ante ti?

Llew meditó unos instantes.

–Es una tarea difícil -repuso al fin.

–¿Más difícil que el hecho de que un hombre con una sola mano se convierta en rey?

–No, supongo que no.

–Entonces ¿por qué te preocupas?

–Muy bien -asintió a regañadientes como si le costara esfuerzo hablar-. Pongamos a prueba la veracidad de la profecía de una vez por todas. Dime ahora quiénes crees que son esos hombres.

Respondí sin la menor vacilación, plenamente confiado en la visión que había tenido.

–Son rhewtanos.

–Perfecto -dijo con brusquedad Llew-. Lo único que nos faltaba.

–Pero no son espías ni traidores. Son hombres honrados. Es más, han puesto sus vidas en peligro por salvar su honor, porque cuando su alevoso señor se alió con Meldron prefirieron exiliarse a tener que servir a un traidor.

–Han abandonado a su señor. No me parece que eso los haga dignos de confianza.

–No digas que han abandonado a su señor -lo corregí-. Di más bien que están buscando un señor que sea merecedor de su lealtad.

–Rhewtanos -musitó Llew-. Muy interesante. Pero no es suficiente. ¿Qué más?

–El que se dirigió a ti es el Jefe de Batalla y los demás son la flor y nata de la hueste de los rhewtanos. Si les dices quién eres y lo que pretendes llevar a cabo en estos parajes, te ofrecerán su apoyo.

–Ojalá… -murmuró Llew, y sentí que comenzaba a interesarse por el reto que le presentaba-. Algo más…, pero tiene que ser algo realmente difícil.

–¿Qué más quieres? – dije deteniéndome para pensar, con la visión de los cuervos clavada en mi mente-. Son los Cuervos; esto te convencerá de que la senda de la profecía es la correcta.

–Eso ya me lo has dicho antes.

–Sí, pero ellos no me han oído. Y te digo que ése es su verdadero nombre -le expliqué- Cuando se lo preguntes, te dirán: «Somos los Cuervos». ¿Qué me dices? ¿De acuerdo?

Llew exhaló un profundo suspiro y supe que estaba dispuesto a aceptar la prueba.

–De acuerdo. Que sea como dices.

17

GLORIOSOS PROYECTOS

Los extranjeros estaban haciendo una empalizada para los caballos entre la arboleda, cuando llegamos al campamento. Llew aguardó a que acabaran y luego los invitó a sentarse con nosotros. Los seis hombres se acomodaron en el suelo en torno al fuego.

–Sé que sois hombres acostumbrados a alojamientos más confortables -dijo Llew-. Pero quizá preferís compartir el techo del cielo con hombres honrados a alojaros en el palacio de un rey en compañía de traidores.

–Has dado en el clavo -repuso el guerrero que parecía el jefe-. Preferiríamos vivir como proscritos a sentarnos a la mesa de alevosos señores y perversos maquinadores.

–Nosotros no somos hombres de esa calaña -le aseguró con firmeza Llew-. También nosotros hemos abandonado casa y parientes para no tener que soportar la injusticia y la vergonzosa persecución de seres despreciables.

Los guerreros se agitaron inquietos. El jefe vaciló unos instantes y luego preguntó:

–¿Sabes quiénes somos, señor?

–Sí -contestó Llew con convicción-. Creo que sois guerreros rhewtanos.

–Es cierto -replicó el guerrero-. Somos los Cuervos de los rhewtanos.

–Clanna na cù! – murmuró Llew.

Oí una palmada y supuse que el hombre se había dado un manotazo en el brazo.

–En otros tiempos esto era una marca de honor…

Según había dicho Rhoedd, todos llevaban en el brazo que sostenía la espada un pájaro tatuado.

–… pero ahora se ha convertido en una vergüenza. Es una marca de deshonra. – El guerrero se palmeó otra vez el brazo y añadió con amargura-Nos lo cortaríamos si pudiéramos.

–No -dijo Llew-. Conservadla como una marca indeleble de honor, porque habéis renunciado a vuestro rango y dignidad por negaros a servir a un pérfido rey. Meldron ha robado la dignidad de vuestro rey, pero no le permitisteis que os robara vuestro sentido del honor. Por eso, os damos la bienvenida.

Al oír el nombre de Meldron, los extranjeros prorrumpieron en murmullos de asombro.

–¿Quién eres, señor, que estás enterado de todas esas cosas? inquirió el jefe, confuso.

–Me llamo Llew. Y el hombre que está conmigo es Tegid ap Tathal, Bardo Supremo de Prydain.

Los guerreros prorrumpieron en gritos de asombro.

–¡Hemos oído hablar de vosotros! – exclamó el jefe.

–¡Oímos decir que habíais muerto! – añadió otro.

–Eso es lo que algunos desearían -repuso Llew.

–También se rumoreaba que eras el rey de Prydain -afirmó el guerrero, y sus palabras sonaron como un reto.

–Lo era… -admitió Llew-. Ya no lo soy. Meldron se aseguró bien de que no pudiera reclamar tal dignidad.

–¿Qué estás haciendo aquí? – preguntó un tercero.

–Vinimos en busca de refugio y nos quedaremos para construir una fortaleza -replicó Llew, y en pocas palabras les explicó la alianza que había hecho con los galanaes que habitaban más al sur.

–Entonces necesitarás hombres que te ayuden -afirmó con resolución el paladín de los rhewtanos-. Nos quedaremos contigo, si lo deseas.

Sus palabras tenían el tono de una súplica. Y mientras hablaba mi visión interior se avivó. Se oyó un rumor de ropas que me indicó que los guerreros se habían puesto en pie para presentarse.

–Me llamo Drustwn -dijo una voz potente y solemne, que me pareció de un hombre de ancho cuello y semblante adusto, muy seguro de sí mismo.

–Yo soy Emyr Lydaw -se presentó otro, y el ojo de mi mente vio a un hombre de hermosos cabellos con un enorme carynx de cobre colgado al hombro con una correa de cuero.

–Yo me llamo Niall -declaró un tercero con voz alegre, de un guerrero de astutos y despiertos ojillos y una boca dispuesta a la risa.

–Yo soy Garanaw -habló el cuarto con una voz que podía hacer saltar chispas del hierro; era un hombre de enorme vitalidad, de anchos hombros, robusto, con los cabellos y la barba rojizos.

–Yo Alun Tringad -anunció el quinto, con una voz vivaz y ligera; y en mi mente apareció la imagen de un hombre flaco, de largas piernas, frente ancha y noble, y ojos muy azules, tan aficionado a la lucha como a la broma.

–Y yo soy Bran Bresal -concluyó quien parecía el líder, con una voz que denotaba lo orgulloso que se sentía de sus hombres.

Con el ojo de mi mente vi a un hombre alto, de largos cabellos oscuros, barba trenzada y un espeso vello negro en brazos y manos. Miraba fijamente a Llew con penetrantes ojos oscuros.

–Te suplicamos nos permitas compartir la libertad de tu hogar, señor -dijo abriendo los brazos como para abarcar con ellos a todos sus hombres.

Yo avancé unos pasos hacia ellos y alcé mi mano por encima de mi cabeza.

–Vuestra llegada nos fue anunciada, y por tercera vez os damos la bienvenida. Ojalá podamos vivir todos juntos en armonía. Ojalá encontréis aquí lo que buscáis. – Bajé la mano-. Desearía poder ofreceros la copa de bienvenida, pero no tenemos copa, ni cerveza con que llenarla.

–Vuestra bienvenida es ya suficientemente reconfortante -aseguró Bran Bresal-. No os resultaremos huéspedes onerosos. Estamos dispuestos a compartir todo lo que tenemos…

–¡Más de lo que tenemos! – añadió uno de los guerreros, creo que Drustwn.

–Sí, más de lo que tenemos -continuó Bran-. Estamos dispuestos a ponernos a trabajar ahora mismo.

–Os lo agradecemos -replicó Llew-. Pero el trabajo puede esperar. Descansad ahora; recobrad las fuerzas. Debéis de estar rendidos por tan largo viaje.

–Rendidos, sí, y también polvorientos -reconoció Bran-. Un buen baño sería una auténtica bendición para nosotros, señor.

–Entonces lo tendréis -dijo Llew-. Rhoedd tiene jabón; os mostrará dónde podéis bañaros.

Los seis guerreros se dirigieron hacia el lago con Rhoedd, dejándonos solos a Llew y a mí.

–¿Qué me dices ahora? – le pregunté cuando se hubieron marchado-. ¿Aceptas la veracidad de la profecía?

–¿Hay algo que tú no sepas? – me preguntó a su vez.

–Respóndeme -insistí-. ¿Estás dispuesto a emprender la senda que se abre ante ti?

–Sí, hermano -contestó- Pero quiero pedirte algo a cambio.

–Dímelo y te lo concederé si puedo.

–No volverás a mencionar la dignidad real.

–Pero, Llew…

–Estoy hablando muy en serio, Tegid. Nunca más… ¿entendido?

Creí más prudente dejar las cosas como estaban y no insistir más por el momento. Llew ya había dado el primer paso en la senda; con eso me conformaba… en un principio.

–Muy bien -asentí-. No volveré a hablar de la dignidad real.

–Los Cuervos -murmuró Llew-. ¿Quién hubiera podido adivinarlo?

–¡Escucha! – dije.

Nos quedamos callados y el sonido que había captado mi oído, de forma débil e imprecisa primero, se convirtió en una canción: camino del lago los guerreros se habían puesto a cantar.

–«Caledon se salvará -recité-. La Bandada de Cuervos acudirá en tropel a sus umbrías cañadas…»

–«… y el graznido será su canción» -añadió Llew acabando la frase.

Al llegar al lago, las voces de los guerreros resonaron fuertes y melodiosas en el aire del anochecer, llenando la cañada con sus ecos.

–Cantan bien esos Cuervos -comentó Llew.

Nos dirigimos al lago para unirnos a ellos; cuando hubieron acabado de bañarse, Llew les mostró dónde se levantaría la fortaleza. Les encantó la idea del crannog y se mostraron deseosos de colaborar en su construcción. Creo que se habrían puesto enseguida manos a la obra si no les hubiéramos hecho ver que no teníamos herramientas con las que comenzar a trabajar.

Afortunadamente, la ayuda prometida por Cynan llegó tres días después. El príncipe en persona venía al frente de una partida de más de veinte hombres. Traía ocho carretas de herramientas, provisiones y suministros; también traía siete caballos, cinco yeguas y dos sementales, para comenzar a criar una manada, y además cuatro perros de caza con los que formar una jauría. Entre los obreros que venían con él, había once albañiles, algunos acompañados de sus mujeres e hijos.

–Se quedarán contigo hasta terminar la construcción de la fortaleza explicó Cynan cuando hubimos intercambiado los saludos de rigor-. Le expuse a mi padre tus planes, que calificó de «glorioso proyecto». «Es un hermoso y glorioso proyecto», fueron las palabras textuales de Cynfarch; y prometió ayudarte en todo lo que necesites hasta que puedas autoabastecerte. Ansia que hagas realidad tu sueño para poder establecer una firme alianza en el norte. – Hizo una pausa al ver que Bran se acercaba-. Y me parece que ese día está próximo.

–Te presento a Bran Bresal -dijo Llew-, líder de los Cuervos. Van a ayudarnos a construir Dinas Dwr.

Noté que Llew omitía mencionar el detalle de que Bran y sus hombres eran rhewtanos.

–Que los conozca primero. ¿Para qué buscarnos problemas? – me explicó más tarde, y no pude menos que admirar su sutileza y discreción.

Cynan y Bran se saludaron y enseguida el príncipe pidió una copa.

–¡Brindemos por los nuevos amigos y por los gloriosos proyectos! exclamó Cynan.

Llew se echó a reír.

–Cynan, eres un auténtico prodigio. Me encantaría poder ofrecerte una copa, pero sabes muy bien que no tenemos cerveza.

–¿No? – musitó Cynan-. ¿Y qué es esa espumante tinaja que hay junto al hogar?

El príncipe, en efecto, había traído cerveza y había ordenado a sus hombres que la pusieran junto al hogar. Mientras Cynan hablaba, oí el ruido de la cerveza al llenar la copa.

–¡Por nosotros! – exclamó Cynan-. Báncaraid gu bráth!

–Slàinte môr!-respondimos al punto mientras la copa iba pasando de mano en mano.

Por la noche, cenamos copiosamente y mientras el fuego ardía canté la Batalla de los Árboles: un canto a la unión y a la causa común, un canto que anima a los hombres a la acción. Al día siguiente, el trabajo dio comienzo.

Los albañiles reunieron las herramientas y los materiales en el prado, junto al lugar que yo había elegido para el emplazamiento de la fortaleza. Llew, Cynan y yo discutimos nuestro proyecto con el capataz, un hombre llamado Derfal, que era el maestro de obras del rey Cynfarch. Mientras hablábamos, sus hombres limpiaron el terreno para construir algunas cabañas. Los guerreros, entretanto, fueron a talar árboles para obtener la madera necesaria para construir las cabañas y también algunos botes. Necesitábamos además seis u ocho sólidas y amplias balsas para transportar piedras y troncos para los cimientos.

Los primeros días toda la actividad se centró en el transporte de troncos, que eran arrastrados por bueyes desde el bosque hasta el prado. Luego se levantaron las cabañas para los albañiles y comenzaron a tomar forma los botes. Cuando los botes fueron echados al agua y empezaron los trabajos de construcción, nuestro campamento en el bosque, antes tan apacible y tranquilo, se convirtió en un ruidoso y alegre hervidero de actividad.

De la mañana a la noche resonaban en el bosque los golpes de las hachas y los mugidos de los bueyes. El campamento bullía con las voces de las mujeres que incansablemente amasaban pan y asaban carne para los trabajadores, siempre hambrientos. En la orilla del lago se oían risas de los niños y ladridos de los perros. El aire se estremecía de variados sonidos; un arco iris de alegría se extendía sobre la cañada. Yo deambulaba de aquí para allá, escuchando la alegre algarabía. «Caledon se salvará», pensaba.

Se prepararon enormes troncos para los cimientos; primero se limpiaron y pulieron cinco troncos de roble y luego otros cinco. Con ingente esfuerzo y trabajo se echaron al agua y fueron arrastrados hasta el lugar elegido, donde fueron clavados en el fondo del lago de modo que sus extremos sobresalieran del agua. Después los albañiles y sus aprendices manejaron sin cesar los botes transportando innumerables cargamentos de piedras desde la orilla. Las piedras fueron arrojadas en torno a cada uno de los troncos de roble, que quedaron así asegurados en un lecho de piedras.

A los cinco pilares que sobresalían del agua fueron unidos los otros cinco troncos, formando un pentágono en medio del lago. Luego, una sólida urdimbre de ramas fue tejida entre los cinco lados del anillo. Así se logró construir una plataforma que fue cubierta primero con piedras y después con tierra. Sobre la plataforma se construirían las primeras viviendas de madera de la fortaleza.

A este crannog se añadiría otro, luego, otro, más tarde hasta formar un conjunto de pequeños crannogs unidos por puentes y pasadizos, rodeado por una sólida muralla de troncos. En cuanto se hubo terminado el primer crannog se procedió a la construcción del segundo.

El proyecto iba tomando cuerpo bajo la atenta mirada de Llew. Siempre estaba entre los obreros, trabajaba con ellos durante el día y por la noche planeaba con Derfal las obras del día siguiente. Cynan también se mostraba entusiasmado. Supervisaba la construcción de Dinas Dwr como si se tratara de una obra suya. Creo que era la primera vez que tenía un verdadero trabajo que llevar a cabo, un trabajo de importancia y envergadura. Desde luego, su padre era un excelente gobernante, pero de esa clase de hombres a quienes desagrada delegar en los que lo rodean; seguramente al príncipe jamás se le habían encomendado tareas de responsabilidad en casa de su padre. Por eso había hecho suya la aventura de Llew y se había consagrado a ella con todo el ardor de su joven y generosa alma.

Las brumas de maffar pasaron entre sudores y esfuerzos. Luego llegó rhylla, la estación de la sementera, bendiciéndonos con el frescor de sus días y sus noches. Teníamos la intención de trabajar mientras el tiempo lo permitiera, y todavía faltaban muchos días para que el frío y las heladas de sollen pusieran fin a nuestras actividades.

Cynan, que se había quedado con nosotros todo el tiempo que pudo, nos anunció que debía regresar al sur.

–Pronto comenzará la cosecha y tendré que recaudar los tributos del rey -explicó-. Pero regresaré antes de que empiece a nevar con las provisiones necesarias para soportar el sollen.

–Eres un amigo y un hermano -le dijo Llew cuando el príncipe y sus compañeros se disponían a montar; Cynan se marchaba con cuatro hombres y dejaba con nosotros a todos los demás que lo habían acompañado-. Espera a que empiece el buen tiempo para volver. Estoy seguro de que las provisiones que nos has traído nos bastarán y sobrarán para sobrevivir hasta gyd.

Cynan rechazó con un gesto la sugerencia.

–Te traeré noticias de cómo va el mundo más allá de esta cañada declaró.

–Vete en paz -repuso Llew-. Que tengas un buen viaje, y regresa cuando quieras.

Cuando Cynan se hubo marchado, bajamos hasta el lago. Hasta nosotros llegaba el ruido de los hachazos con los que los obreros limpiaban y preparaban los troncos, las lentas pisadas de los bueyes que arrastraban los leños hasta el patio de los carpinteros, y el chapoteo de los niños en la orilla del lago.

Nos sentamos en unas rocas junto a un aromático montón de virutas y pasamos revista a todo lo que habíamos conseguido: dos crannogs terminados -el primero de ellos con dos viviendas y un almacén- y un tercero a medio construir; un redil en el prado para los bueyes y caballos; dos cabañas para herramientas y materiales, y cuatro viviendas grandes en la orilla del lago. Era un magnífico comienzo.

–Hemos trabajado mucho -comentó Llew-. Ya comienza a tener apariencia de fortaleza. Me gustaría que pudieras verlo con tus propios ojos, Tegid.

–Ya lo he visto -le recordé-. Lo he visto todo.

–Has visto cómo será, quizá. Pero…

–Sí, cómo será… y cómo es -repuse llevándome los dedos a la frente-. Desde que estamos aquí mi don ha ido en aumento.

–¿De veras?

–Se manifiesta cuando quiere, como el awen; no puedo dominarlo a mi antojo. A veces aparece caprichosamente, pero casi siempre lo despierta una palabra, o un sonido. Nunca sé cuándo va a avivarse. Sin embargo, cada vez veo mejor.

Durante las duras noches de rhylla, el lago se cubría de neblina y los días se teñían de oro al ponerse el sol. Pero poco a poco se iban apagando, se iban volviendo grises, como el fuego se convierte en cenizas…, como el fuego del Samhein que también acaba convirtiéndose en cenizas tras haber pregonado en las cimas de las colinas el comienzo del año y haber acorralado con su resplandeciente luz las tenebrosas tinieblas de la noche; días grises de lluvia que parecen no tener fin hasta que la oscuridad se los traga y se los lleva lejos. Después del Samhein empecé a oler el invierno en el aire. La piel de los bueyes y de los caballos se suavizaba, se espesaba, crecía. Los guerreros cazaban, pescaban y cortaban leña para la estación de las nieves. Las mujeres ahumaban y salaban la carne y amasaban el pan negro que comeríamos durante el invierno. Los niños se cubrían sus bronceados miembros con mantos de lana y polainas. Los obreros engrasaban las herramientas por la noche, las envolvían en trapos y las guardaban lejos del lago para que no se oxidaran.

Abandonamos nuestro campamento entre los árboles y nos trasladamos a las viviendas junto a la orilla del lago. Éramos poco más de treinta hombres, así que las amplias cabañas nos ofrecieron un cómodo abrigo… hasta que llegaron los primeros refugiados.

18

EL RETO

Cynan regresó la primera luna después del Samhein con siete guerreros y cinco carretas de suministros -grano para comer y simientes de avena, cebada y centeno- y de algunos artículos de lujo: miel, sal, hierbas, tejidos de lana y cuero curtido. También traía lanzas, espadas y escudos para todos los guerreros. Y, como para asegurarse de que no íbamos a ensoberbecernos con tantas riquezas, también traía treinta eothaelos, famélicos y con los pies destrozados; eran los supervivientes de una tribu que, por negarse a entregar los rehenes y tributos que exigía Meldron, habían visto cómo su rey, sus guerreros y sus parientes eran asesinados, su caer era incendiado y su ganado robado.

–No sabía qué hacer con ellos -explicó tímidamente Cynan-. Vagaban errantes por los páramos. Muertos de frío y de hambre… niños en su mayoría… sin saber adónde ir.

–Hiciste bien -dijo Llew.

–Sin armas, sin provisiones…, no habrían tardado en perecer continuó Cynan-. Si hubiera contado con ellos, te habría traído más grano. Pero no puedo…

–No te inquietes, hermano -se apresuró a tranquilizarlo Llew-. Para ellos y para gente como ellos hemos construido Dinas Dwr. Que se acerquen.

Los eothaelos se mantenían a cierta distancia, temerosos de nuestro recibimiento. Llew, Cynan y yo hablamos con ellos; eran ocho hombres, quince mujeres y el resto niños y algunos bebés. Llew les dijo que no tenían nada que temer; les daríamos comida y ropa, los ayudaríamos y, si querían, podían quedarse con nosotros. Con todo, se mostraban reacios a creer en tanta fortuna.

Un bebé, raquítico y escuálido, se echó a llorar y su madre se apresuró a consolarlo. El llanto despertó mi visión interior y vislumbré un grupo de personas flacas, cansadas e inquietas, con el miedo pintado en sus hundidos ojos. Al frente del grupo había un sujeto escuálido con el brazo vendado en sanguinolentos jirones de tela; parecía ser el jefe del grupo, todo lo que quedaba de tres clanes.

–No tenemos por qué ser humillados. No somos proscritos -respondió el hombre, indignado-. Fuimos atacados sin haber hecho nada; nuestra fortaleza fue destruida, nuestro pueblo asesinado y nuestro ganado robado. Escapamos de la muerte…, pero incluso la muerte es preferible a la deshonra.

–Os hemos dado la bienvenida -repuso Llew-. No creo haberos infligido una deshonra, a menos que creáis que nuestra hospitalidad atenta contra vuestra dignidad.

–Somos eothaelos -informó el hombre con frialdad-. No somos un pueblo insignificante para que nos tratéis peor que al ganado.

Llew se inclinó hacia mí y me tocó ligeramente el brazo.

–Háblales tú, Tegid. Me temo que estoy comenzando a repetirme.

Los eothaelos eran una tribu orgullosa y autónoma. Viven, mejor dicho, vivían, al sur de Llogres, apegados a sus rocosos acantilados con la tenacidad de las lapas. Aunque eran famosos por la fiereza con que protegían sus pequeños y cerrados clanes, se sabía que no tenían ni oro ni demasiado ganado y que no sobresalían en el arte de la guerra. No podía imaginar qué esperaba ganar Meldron al atacarlos. Algunos barcos, a lo mejor, y unas cuantas vacas esqueléticas.

Los eothaelos habían comenzado a murmurar entre ellos. Alcé el bastón y golpeé con fuerza en el suelo.

–¡Escuchadme, cortos de entendederas! – dije con aspereza-. ¡Oíd al Bardo Supremo de Prydain!

Mis palabras les impusieron silencio. No se atrevían a murmurar contra un bardo. Llew había tratado de infundirles confianza; yo decidí tomar un camino más directo.

–¡Qué vergüenza! ¿Tan maleducados y desagradecidos sois que rechazáis el regalo de amistad que se os ofrece? Habéis llegado hasta nosotros desamparados y con las manos vacías, pero no os hemos rechazado. El calor de nuestro hogar está a vuestra disposición, si queréis aceptarlo. ¿Por qué os quedáis ahí quietos como prisioneros en el hoyo de los rehenes?

Alcé el bastón, apunté al hombre que estaba a la cabeza del grupo y le pregunté:

–¿Cómo te llamas?

–Iollan -replicó con brusquedad el hombre, sin añadir ni una palabra más.

–Escúchame bien, Iollan. Haz lo que quieras. Te hemos ofrecido nuestra bienvenida. A ti te corresponde aceptarla o rechazarla. Allá tú. Si os quedáis seréis tratados con toda amabilidad. Si decidís marcharos, lo haréis tal como habéis llegado: solos y desamparados.

Iollan frunció el entrecejo, pero no dijo nada.

–¡Qué sujeto tan terco! – murmuró Cynan.

–Dejémoslos que lo piensen -dijo Llew dándose la vuelta.

Cynan y yo lo seguimos, pero apenas habíamos dado diez pasos cuando el hombre nos llamó.

–Aceptamos vuestro ofrecimiento de comida y descanso. Nos quedaremos, pero sólo hasta que hayamos recobrado fuerzas para marcharnos.

Llew se giró.

–Muy bien. Sois libres para hacer lo que os venga en gana. No vamos a pediros explicaciones.

Los llevamos hasta las viviendas del prado y los alojamos lo mejor que pudimos. Yo pensé en darles una de las viviendas para ellos solos, pero Llew se negó.

–No, que se dispersen entre todos nosotros; pronto se acomodarán a nuestro género de vida. Nadie debería sentirse un extraño en Dinas Dwr.

Así pues, repartimos a los refugiados, colocando a unos cuantos en cada casa. En un solo día habíamos doblado el número de habitantes, y las casas ya no resultaban tan cómodas como al principio. Pero, cuando llegaran los vientos helados del invierno, el hacinamiento bajo los techos de madera nos haría entrar en calor.

Sollen llegó frío y húmedo, pero bastante soportable. Nuestras casas eran bastante cómodas, las chimeneas acogedoras y calientes. Muchas noches nos reuníamos en la casa más grande y yo tocaba el arpa y cantaba las canciones que habían sido cantadas desde los inicios del mundo: el cuento de Los Pájaros de Rhiannon, el de La Fuente de Mathonwy, el de Manawyddan y Tylwyth Teg, el de Cwn Annwn, el de La Rueda de Plata de Arianrhod, y muchos, muchos más. Cantaba para alejar al invierno y poco a poco los días fueron alargándose.

Cuando gyd hizo brotar de la tierra los primeros retoños, los refugiados ya no hablaban de marcharse. Se sentían a gusto entre nosotros; su desconfianza, hija del orgullo y del miedo, había dejado paso a la resolución, igualmente tenaz, de colaborar en los trabajos de construcción del poblado. Ansiaban pagar nuestra generosidad y demostraron su gratitud trabajando con denuedo: limpiaron el valle para la siembra, transportaron barcazas de piedras para cimentar los pilares de los crannogs, cuidaban de los bueyes y de los caballos, cortaban leña, araban, cocinaban, apacentaban el ganado.

Siempre que surgía alguna tarea, aparecía uno de los eothaelos listo para emprenderla con alegría, con tenacidad y también con habilidad. Trabajaban como esclavos. Es más, si los hubiéramos convertido en esclavos, no habríamos conseguido que trabajaran con más ahínco.

–No son como nosotros, Cynan -comentó Llew un hermoso día mientras se detenía a observar los campos recién arados-. Nunca he visto a un pueblo mejor dispuesto para el trabajo. Su diligencia es humillante.

–Entonces tendremos que trabajar más duro -replicó Cynan-. No es digno de los nobles clanes de Caledon dejarse avasallar por nadie.

Alun Tringad, que estaba cerca, oyó el comentario y se apresuró a afirmar:

–No vayas a creer que puedes ganar a los eothaelos, a menos que superes también a los rhewtanos…, cosa realmente imposible.

Cynan reaccionó con viveza ante la fanfarronada del rhewtano.

–Si los hombres de Llogres fueran tan buenos trabajadores como jactanciosos, te creería. Pero no he visto señal alguna de que lo sean.

–¿Ah no, Cynan Machae? – se burló Alun-. ¡Pues no tienes más que abrir los ojos! ¿Es que ese campo se aró solito? ¿Es que la leña se cortó sola? ¿Es que los troncos bajaron hasta el lago a su propio albedrío?

–Me parece que veré cómo un campo se ara solo, cómo la leña se corta sola y cómo los troncos bajan solos hasta el lago, antes de ver en tus manos un arado, un hacha o una aguijada para azuzar los bueyes, Alun Tringad.

Algunos hombres oyeron el reto, se detuvieron curiosos y se echaron a reír ante la rápida réplica de Cynan. Algunos animaron a Alun a hacer que Cynan se tragara sus palabras.

–Hermano, tu temerario comentario se me ha clavado en el corazón reconoció Alun con una seriedad acorde con la herida que decía haber recibido-. Sólo veo un modo de salvar mi honor: te reto a que trabajemos un día hombro con hombro para comprobar quién lo hace mejor. Apuesto a que te haré tragar tus palabras.

–A menos que tengas que reconocer tu inferioridad -retrucó Cynan-. Acepto el reto. Veremos quién de los dos es el mejor.

Luego se volvió hacia mí.

–Mañana araremos un campo, cortaremos leña y transportaremos troncos al lago. Trabajaremos desde la salida hasta la puesta del sol. Tú decidirás quién de los dos ha ganado.

–¿Te parece bien, Alun? – inquirí.

–Perfecto -asintió el alegre Alun-. Si hubieras dicho que teníamos que trabajar siete salidas y puestas de sol, o incluso setenta y siete, no me parecería excesivo. Pero con un día habrá suficiente, porque no quiero fatigar demasiado a Cynan; sé cuánto aprecia tirarse a la bartola.

La réplica de Cynan fue punzante.

–Agradezco tu consideración, Alun Tringad, pero no desperdicies tus escrúpulos conmigo. Mientras tú te afanas en tirar de un buey, yo puedo arar una hectárea de tierra y aún me sobraría tiempo para descansar.

–Entonces, de acuerdo -concluí yo-. Mañana contemplaremos el espectáculo y veremos quién de los dos es digno de equipararse a un eothaelo.

Por la noche, mientras cenábamos, se cruzaron apuestas sobre quién sería el ganador. Los rhewtanos apoyaban a Alun y los galanaes a Cynan; ambos grupos rodeaban a sus paladines animándolos con elogios y halagos. Observé que los eothaelos no hacían apuestas, pero participaban del bullicio, elogiando ora a Cynan ora a Alun.

Cynan y Alun durmieron a pierna suelta aquella noche. Al día siguiente se despertaron al alba y se dirigieron al establo para uncir los bueyes y llevarlos hasta el campo que debían arar. Todos los siguieron, animando entre risas a su favorito. Los niños correteaban a la cabeza del grupo, brincando alegremente y llenando el valle con el eco de sus gritos y carcajadas.

Los contrincantes se desearon mutuamente suerte, eligieron sus yuntas y la competición dio comienzo. Cynan empezó a tirar de su yunta antes de que Alun hubiera uncido al primero de sus bueyes. Mientras el príncipe sacaba su yunta del establo, le gritó por encima del hombro:

–Ya puedes ir acostumbrándote a contemplar mi espalda; ¡la vas a tener que ver todo el día!

–¡Tu trasero no es una vista demasiado agradable, Cynan Machae! Pero no voy a verlo por mucho tiempo…, salvo cuando te inclines a besarme los pies en señal de que te das por vencido.

Cynan salió de la empalizada silbando alegremente y condujo la yunta hacia un campo que había sido limpiado la víspera y estaba listo para ser arado; hundió la cuchilla del arado en la tierra y blandió la aguijada de sauce.

–¡Ea! ¡Hala! – gritó.

Oí el latigazo de la vara de sauce y el crujido del arado al trazar el surco, y olfateé el agradable aroma de tierra removida; de pronto el mugido de un buey despertó los ojos de mi mente. Vi cómo los bueyes inclinaban la cerviz y bajaban la cabeza. El arado iba abriendo el surco; Cynan asía con fuerza el mango del arado y, apoyándose con todo su peso, hundía profundamente la cuchilla, mientras los bueyes tiraban con todas sus fuerzas. El arado iba dejando en la tierra una negra cicatriz.

Cynan fue trazando así un profundo surco hasta el final del campo. Luego obligó a los bueyes a dar la vuelta entre los aplausos de la multitud congregada. Cuando acabó el segundo surco, Alun había uncido su yunta y se dirigía hacia el campo que debía arar.

–Tómatelo con calma, Alun -exclamó Cynan-, porque acabaré de arar este campo en un abrir y cerrar de ojos.

–Sigue arando, Cynan Machae -replicó alegremente el rhewtano-. Cuando acabes de arar tu primer campo, yo habré acabado el segundo.

Todos se echaron a reír; los partidarios de Cynan, envalentonados, animaban a los otros a incrementar las apuestas. Los hinchas de Alun reaccionaron desafiantes y se cruzaron nuevas apuestas.

Alun llegó al lugar desde donde debía empezar a arar, instaló la reja del arado y luego fue a acariciar las cabezas de sus bueyes.

–¡Hermosos animales! – les dijo en voz alta para que todos lo oyeran-, mirad qué tierra tan excelente tenéis ante vosotros. Mirad qué hermosura de cielo y qué resplandeciente sol. Es un buen día para arar. Vamos, demostremos a esos perezosos holgazanes cómo se ara un campo.

Luego se inclinó, cogió un puñado de tierra, la amasó entre las manos y refregó con ella los hocicos de los animales. Algunos mirones se echaron a reír y alguien gritó:

–Alun, ¿pretendes que se coman un surco?

El engreído Cuervo no se molestó en responder, sino que se acercó a los bueyes, les susurró algo al oído y luego ocupó su lugar tras el arado. No dio ni un grito, ni utilizó la aguijada, sino que se limitó a chasquear la lengua.

–¡Tch! ¡Tch! – siseó.

Ante tan amable orden, las bestias echaron a andar. El arado surcaba suavemente la tierra, y Alun Tringad caminaba detrás chasqueando la lengua y murmurando ternezas a los animales. Así llegó hasta el final del campo y dio la vuelta con menos esfuerzo del que cualquiera hubiera supuesto; era indudable que había gastado muchas menos energías que Cynan.

La yunta de Alun tiraba del arado con suma facilidad, hendiendo la tierra y abriendo uno tras otro surcos profundos y rectos. Por su parte, Cynan acabó afanosamente otro surco y dio la vuelta castigando a los animales con la aguijada de sauce; el arado de Cynan avanzaba despacio y daba violentas sacudidas cuando la cuchilla tropezaba con alguna piedra; Cynan subía y bajaba sus anchos hombros luchando denodadamente con el arado y la yunta. Me pareció que estaba derramando energías, como si quisiera obligar a la cuchilla a hendir el suelo y la tierra le opusiera resistencia.

En cambio, Alun, con sus dulces chasquidos y halagos, parecía ayudar a la cuchilla a abrirse camino en la tierra. Su yunta tiraba suave y dulcemente, y poco a poco iba ganando terreno a la de Cynan.

Araron surco tras surco. La tierra iba dibujando al paso del arado largos y uniformes tirabuzones de color oscuro. Los pájaros brincaban entre los surcos recién abiertos. El sol se fue levantando y el día se fue haciendo más caluroso y claro. Cynan se dio cuenta de que estaba perdiendo terreno y redobló sus esfuerzos. Forzaba más y más a sus bueyes con gritos y latigazos. Las fornidas bestias bajaban la cabeza hasta casi tocar la tierra con sus hocicos; sus musculosos corpachones se inclinaban bajo el peso del yugo, arrastrando penosamente el arado.

Pese a sus denodados esfuerzos, Cynan no podía impedir que la yunta de Alun lo fuera alcanzando. Los halagos de Alun podían más que el derroche de energías de Cynan, y la yunta del rhewtano fue ganando terreno hasta adelantarlo.

Los partidarios de Alun rompieron en vítores cuando acabó el último surco; Alun desató el arado y sacó del campo recién arado a su yunta respondiendo a los gritos y saludos de los espectadores. Cynan acabó de arar su campo con el rostro sombrío y el entrecejo fruncido, desunció sus animales y se apresuró a alcanzar a Alun, que ya desaparecía en el bosque blandiendo el hacha, seguido ladera abajo por la multitud.

–Hoy sólo trabajarán Cynan y Alun -comenté, oyendo a los rezagados que se apresuraban a seguir a Cynan.

–Será un día de descanso -repuso Llew-. Se lo han ganado. En mi mundo -añadió con aire pensativo-, la gente tiene un día de descanso…, uno de cada siete. En otros tiempos se consideraba un regalo de inmenso valor, ahora ya no.

–Un día de cada siete -repetí sopesando la idea-. Es una práctica poco común, pero no desconocida. Hay bardos que han hecho prevalecer de vez en cuando algo parecido, y reyes que lo han establecido por decreto para su pueblo.

–Entonces lo estableceremos por decreto.

–¡Que así sea! Un día de cada siete el pueblo de Dinas Dwr descansará de sus obligaciones -asentí.

–Bien, se lo comunicaremos a los demás -dijo Llew-. Pero aún no. Vayamos tras Cynan para darle ánimos.

Cynan se había detenido en el almacén junto al lago para elegir un hacha sólida y resistente. Lo encontramos con una aguijada en una mano y un hacha en la otra conduciendo su yunta por el sendero que iba desde el lago hasta el bosque.

–Buen trabajo, Cynan -lo felicitó Llew-. Aunque creí que ibas a acabar antes que Alun -no pudo evitar añadir.

–Y yo creí que no podría acabar nunca. Era el campo más duro que jamás he arado. ¿Viste qué pedruscos tan enormes? ¡Verdaderos peñascos! Y los bueyes eran las bestias más tozudas que jamás he visto.

–No te preocupes, hermano -dijo Llew-. Ya le ganarás. ¡Alun no puede compararse contigo en el manejo del hacha!

–¿Crees que me preocupan sujetos como Alun Tringad? – gruñó Cynan-. Que tale todo lo que quiera; voy a dejarlo con la boca abierta. Cincuenta hachazos suyos no pueden compararse con uno mío; a buen seguro yo talaré más árboles que él.

Cuando llegamos al claro del bosque donde los obreros cortaban los árboles para construir los crannogs, Alun había comenzado con buen pie; había empezado a cortar un enorme pino que estaba ya a punto de caer.

Los espectadores jaleaban con gritos cada hachazo.

Cynan eligió un árbol, se escupió en las manos, blandió el hacha y comenzó a golpear el tronco con ágiles y rítmicos hachazos. Sus seguidores lo animaban, y pronto el claro del bosque se llenó con el ruido de los hachazos y los alaridos de los espectadores.

Alun fue el primero en talar un árbol, para deleite de sus partidarios, que prorrumpieron en gritos de triunfo. Sin perder ni un instante procedió a la tarea de podar las ramas más altas del pino. En cuanto hubo terminado, cortó la punta del árbol y sujetó el tronco a una cadena enganchada al yugo por un aro de hierro.

Luego, chasqueó la lengua y azuzó a sus bueyes. El tronco rodó unos metros y Alun se apresuró a detener a la yunta; volvió junto al árbol y acabó de podar el resto de las ramas. Corrió entonces hacia la yunta y comenzó a arrastrar el tronco entre los aplausos de sus seguidores.

–Lo siento, Cynan -exclamó al pasar-. Te dejaré algunos árboles para que los cortes…, los más pequeños.

–No te preocupes por mí, Alun Tringad -replicó Cynan entre dientes-. Para cuando termines, te estaré esperando con una copa en la mano.

Blandió el hacha y la dejó caer con energía; a los pocos minutos tenía a sus pies un montón de astillas.

–¿Apuestas quién será el que sostenga la copa, hermano? – preguntó Alun deteniéndose.

Cynan propinó otro hachazo que hizo saltar más astillas.

–La gente me llamará ladrón por despojarte de tus tesoros -repuso.

–Que digan lo que quieran -contestó Alun-. ¿Qué te parece dos brazaletes de oro contra tu torques?

Algunos espectadores, que conocían bien a Cynan, murmuraron entre ellos. Los azules ojos del príncipe se ensombrecieron, y la sonrisa se le heló en los labios.

–Tu oro no vale ni una décima parte de mi torques -dijo fríamente a Alun.

–Entonces, tres brazaletes.

–Siete -corrigió Cynan atusándose el bigote.

–Cuatro.

–Cinco por lo menos -exigió Cynan-. Y dos anillos.

–¡Hecho! – gritó Alun tirando de su yunta-. ¡Tch! ¡Tch! – chasqueó.

Los bueyes echaron a andar tirando del tronco.

Cynan reanudó su tarea; si hasta entonces había trabajado con tenaz determinación, ahora se afanaba con toda la violencia de que era capaz. Tenía la cara tan congestionada que sus cabellos parecían haber perdido color; el vello se le había erizado de los pies a la cabeza.

–Temo que Alun ha sellado su suerte -observó Llew ante tan repentino cambio-. Cynan podría haber soportado que Alun le ganara, pero jamás se resignará a perder su torques.

Mientras resonaban los hachazos del príncipe, Llew me contó cómo ambos se habían hecho amigos en la escuela de guerreros de Scatha.

–Y todo sucedió por esa dichosa torques -dijo Llew-. Creo que la valoraba más que a su propia vida, y ahora poco menos. ¡Era un joven insoportable! Altivo, soberbio… Te aseguro, Tegid, que el sol jamás se ponía en su vanidad -añadió con una sonrisa.

Se oyó un tremendo crujido, y el árbol de Cynan se balanceó y se derrumbó. Inmediatamente el príncipe procedió a podar las ramas. Entre los vítores de sus seguidores, azuzó a los bueyes, hizo rodar el tronco y acabó de limpiarlo cortándole la copa mientras los animales empezaban a arrastrarlo.

Alun regresó al claro y comenzó a talar otro árbol, mientras Cynan estaba aún en el lago. Pero muy pronto los hachazos de Alun fueron acompasados por los de Cynan, que había regresado al claro a toda prisa. Alun no sabía la magnitud de la tempestad que había desencadenado, pero pronto iba a descubrirlo. El siguiente árbol que cayó fue el de Cynan, quien le desmochó el tronco y la copa antes de que Alun hubiera derrumbado el suyo.

Los seguidores de Cynan gritaron de alegría mientras se llevaba el tronco. Los de Alun comenzaron a apremiarlo, y el ritmo de los hachazos del Cuervo se aceleró. El árbol gimió y cayó al suelo. Enseguida lo podó, lo desmochó y lo ató a la cadena para que los bueyes lo arrastraran.

La competición adquirió un ritmo trepidante. Los árboles caían uno tras otro, los troncos eran podados, desmochados y arrastrados desde el claro hasta el lago; los contrincantes se detenían un instante para beber agua y reemprendían febrilmente el trabajo. El sol alcanzó su cenit; los rayos caían verticalmente sobre el claro a través de las copas de los árboles. Los dos rivales, cubiertos de sudor, se quitaron los siarcs y siguieron talando, entregándose a la tarea con la furia propia de los guerreros. La torques de Cynan refulgía en su garganta; el cuervo azul tatuado en el brazo de Alun parecía echar a volar cuando los músculos se tensaban bajo la carne.

Se doblaron y triplicaron las apuestas; primero a favor de uno, después a favor del otro, según cambiaban las expectativas del posible ganador. Incluso los eothaelos se incorporaron a la jarana y entraron en el juego de las apuestas. Llew me dejó para unirse a los alegres espectadores, y yo me senté sobre un montón de astillas; extendí las piernas y me apoyé en el tronco.

El bosque temblaba con el griterío de la multitud. Los aplausos devinieron cantos a medida que la gente se enfervorecía ante los esfuerzos de los contendientes. El griterío atronaba en mis oídos y resonaba en mi cabeza como los alaridos de una banda de guerreros. Y ante los ojos de mi mente apareció Dinas Dwr, sólida y fuerte, flotando sobre la reluciente superficie del lago. Vi fértiles campos que se extendían por el valle y vastos cotos de caza en los bosques que poblaban las laderas. Vi un pueblo valeroso que se alzaba orgullosamente para reclamar el lugar que le correspondía entre los poderosos señores del mundo.

Cuando desperté de mis ensueños, me encontré completamente solo. El sol ya no calentaba, el claro del bosque estaba sombrío. Oí en la distancia los gritos de la gente en pos de Alun y Cynan, que, colina abajo, conducían sus yuntas hasta la orilla del lago, donde habían apilado los troncos cortados. Iba a levantarme cuando sentí una mano que me ayudaba a ponerme en pie.

–Creí que te habías marchado -dijo Llew-. ¿Te habías quedado dormido?

–No -respondí-. Pero he estado soñando.

–Ven. El sol está a punto de ponerse y habrá que proclamar al ganador. No podemos perdérnoslo.

Nos apresuramos a bajar hasta el lago donde se había congregado la multitud para aguardar el resultado de la competición. Bran Bresal había asumido la responsabilidad de dirigirse a los espectadores.

–La competición que se ha celebrado hoy consistía en arar, talar y apilar troncos. Los dos contrincantes han trabajado desde la salida hasta la puesta del sol… -Se interrumpió cuando llegamos junto a los espectadores y se hizo a un lado para dejar sitio a Llew.

–Por favor, continúa -lo animó Llew-. Has empezado muy bien.

Pero Bran se negó diciendo:

–Señor, tú eres quien debe juzgar quién es el ganador. Así se ha acordado.

–Muy bien -dijo Llew subiéndose al montón de troncos-. El sol se está poniendo; el trabajo ha concluido. Dos campos han sido arados con igual número de surcos. Por tanto, juzgo que hay empate en la labor de arado.

–¡Empate! – protestó Cynan-. Mi campo estaba lleno de raíces y pedruscos. Era mucho más difícil ararlo. ¡Yo debería ser el ganador de esta prueba!

–Yo empecé después pero acabé antes -reclamó Alun Tringad-. Mi campo era tan dificultoso como el suyo. ¡Yo debería ser el ganador!

Entre los seguidores se elevó un coro de protestas, pero Llew permaneció inconmovible.

–La competición consistía en el trabajo hecho, no en su dificultad. El número de surcos labrados es el mismo, por tanto el trabajo también. Tendremos que buscar otra fórmula para decidir quién es el ganador.

–¡Cuenta los troncos! – sugirió alguien.

Al instante, la multitud se puso a corear:

–¡Los troncos! ¡Los troncos! ¡Los troncos!

Después, poco a poco, fueron apagándose los gritos.

–Muy bien -acordó Llew-, los troncos decidirán quién es el ganador. Bran, cuéntalos.

Bran se dirigió primero al montón de troncos de Cynan y comenzó a contarlos:

–Uno…, dos…, tres…, cuatro…, cinco…

La multitud, en silencio, seguía con expectación la cuenta.

–… nueve…, diez…, once…, ¡doce! Cynan Machae ha derribado y apilado doce árboles.

Los seguidores de Cynan expresaron a gritos su aprobación. Cynan dijo algo a Alun, pero sus palabras se perdieron entre la algarabía. Llew, de pie sobre los troncos, impuso silencio.

–Doce troncos para Cynan. Ahora contaremos los de Alun.

Bran se dirigió a la segunda pila de troncos.

–Uno…, dos… -comenzó.

Pero nunca llegó a saberse cuántos troncos había cortado Alun, porque, mientras Bran seguía contando, se oyó el estremecedor sonido de un carynx… Como el rugido de un toro enloquecido, las largas y atronadoras notas de un cuerno de batalla descendieron desde lo alto del risco, se extendieron por el lago y resonaron en la cañada.

19

LA INVASIÓN

Todos a una nos volvimos hacia el risco. El cuerno de batalla sonó otra vez, recorriendo el silencioso valle como un estremecimiento de pavor. Al instante, ante los ojos de mi mente apareció la imagen de un cielo despejado que el sol poniente teñía de rojo y oro y una hueste de guerreros que surgía del bosque, unos a pie, otros a caballo: unos cien hombres con las armas en ristre. Vi refulgir sus escudos a la roja luz del atardecer. Vi al jefe a la cabeza de sus guerreros rodeado por una guardia montada.

Llew ordenó a los guerreros que empuñaran las armas, y los demás se precipitaron hacia los crannogs. Aunque todavía no habíamos levantado las murallas de troncos, la gente estaría más a salvo en los crannogs que en las casas junto al lago. Los Cuervos volaron a buscar las armas almacenadas en las cabañas y los demás corrieron a toda prisa hacia el lago. Cynan ordenó a sus guerreros que fueran en busca de los caballos, y en pocos instantes todo fue confusión: guerreros que se apresuraban de aquí para allá, cogiendo lanzas y espadas y poniendo los ronzales a los caballos; hombres que se precipitaban a botar las barcas, mujeres que corrían abrazando a sus bebés, niños que gritaban, botes que se deslizaban en las aguas.

–¡Les haremos frente en el prado! – gritó Cynan montando de un salto.

–Donde el arroyo cruza la cañada -respondió Llew-. Así daremos tiempo a que la gente llegue a la fortaleza.

Garanaw le llevó una espada a Llew y procedió a ceñírsela a la cadera. Llew rechazó su ayuda.

–Veinte contra cien -me dijo Llew cuando pude reunirme con él-. ¿Crees que tendremos alguna oportunidad, Tegid?

–Creo que sería más prudente aguardar y ver quiénes son esos hombres y por qué han venido -repuse.

Llew dejó de pelearse con el cinto de cuero y me miró.

–¿Qué has visto?

–Lo mismo que tú: guerreros cabalgando hacia nuestro poblado. Pero anunciaron su llegada a toque de carynx -observé-. Un detalle ciertamente extraño, teniendo en cuenta que un ataque por sorpresa les habría asegurado una rápida victoria.

Llew siguió luchando con el cinto.

–Querían asustarnos, con la idea de rodearnos sin tener que entablar batalla.

–Quizá sólo querían advertirnos.

–Es un desafío, no un aviso -terció Cynan-. Mi opinión es que tenemos que hacerles frente antes de que puedan rodearnos.

–Luchar o hablar, a ti te corresponde decidir.

Llew dudó unos instantes sopesando las consecuencias de su decisión. Cynan se agitó nervioso.

–Debemos hacerles frente -insistió-. Somos muy inferiores en número. No podemos permitir que nos rodeen.

–¿Bien? ¿Qué piensas hacer? – pregunté.

–Cynan tiene razón. Vienen con las espadas desenvainadas. Debemos plantarles cara.

–¡Eso es! – exclamó Cynan sacudiendo las riendas-. ¡Ea! – gritó clavando los talones en los flancos de su caballo, que se lanzó al galope.

Rhoedd acudió corriendo con un garañón ruano. Entregó las bridas a Llew, entrelazó las manos y lo aupó en la silla; luego le tendió un escudo, que Llew colocó sobre su brazo mutilado, y una lanza.

Bran Bresal se acercó a lomos de un fogoso caballo bayo.

–¿Cabalgarás con nosotros, Llew?

–Sí.

El rugido del cuerno de batalla resonó en el prado. Los caballos patearon y cabecearon inquietos.

–Deséanos suerte, Tegid -exclamó Llew.

Alcé mi vara hacia él.

–Que vuestras espadas sean rápidas y certeras y vuestras lanzas vuelen como el viento.

Bran espoleó su caballo; Llew azuzó al suyo y ambos se alejaron al galope. Yo me encaminé hacia la orilla del lago donde la gente aguardaba a que los botes regresaran para llevarlos a lugar seguro.

Oí los cascos de un caballo sobre la rocosa orilla y me volví al tiempo que Rhoedd, lanza en ristre, llegaba junto a mí.

–Tengo órdenes de quedarme contigo -murmuró sin poder disimular el disgusto que lo embargaba por tener que quedarse en retaguardia para proteger a un bardo ciego.

–No te inquietes, Rhoedd -dije procurando consolarlo-. Nos quedaremos aquí en la orilla para poder observar lo que sucede.

Me miró con extrañeza, pero yo no me molesté en explicarle que podía ver con los ojos de la mente. Los botes regresaron por los últimos pasajeros, y un hombre nos gritó que nos diéramos prisa.

–Diles que se vayan. Nos quedamos aquí.

Rhoedd les indicó con un gesto que se marcharan y les dijo que íbamos a quedarnos en la orilla.

–¿Qué vas a hacer, señor? – me preguntó luego.

–Sígueme.

Cogí el bastón, me di la vuelta y comencé a caminar hacia el prado. Rhoedd cabalgaba a mi derecha, mirándome de reojo para descubrir cómo me las arreglaba para poder ver.

Llew, Bran y los Cuervos avanzaban hacia Druim Vran atravesando el prado. Cynan y los guerreros galanaes avanzaban un poco más al sur que la Bandada de Cuervos. Los invasores se dirigían al arroyo. Avanzaban despacio con las armas preparadas; los jinetes iban en vanguardia. La retaguardia ya había salido del bosque.

–Deben de ser unos sesenta -observé.

Rhoedd hizo un cálculo rápido.

–Sí -contestó mirándome de nuevo.

Con los ojos de la mente vi los dorados rayos del sol relampagueando en el metal de las armas y oí que el carynx resonaba otra vez: fuerte como un trueno y desgarrador como una herida.

Con un alarido, los enemigos se lanzaron al ataque. Los caballos se precipitaron en el arroyo y en el prado; los cascos golpeaban la tierra como atronadores tambores.

Los Cuervos espolearon los caballos y cargaron contra los invasores. Volando todos a una, con Llew entre sus filas, se precipitaron en los campos recién arados levantando una nube de polvo. La velocidad de la carga cortaba la respiración. Volaban como una lanza hacia el blanco: certeros e imparables.

Los enemigos se agruparon como se contraen los músculos para recibir un golpe. Las lanzas se erizaron y emitieron un fulgor mortal.

Contuve el aliento aguardando el estrépito del choque.

Pero, en el último momento, Bran desvió la carga de los Cuervos, alejándolos de los que se preparaban para rechazarlos y dirigiéndolos hacia otro blanco. Los enemigos vieron de pronto que los Cuervos se les echaban encima en enloquecida carrera y se dieron cuenta de que iban a morir porque no tenían tiempo de prepararse a rechazar la carga.

Se oyó un grito penetrante, como el de un águila al lanzarse contra su presa. Me quedé asombrado ante aquel extraño alarido: agudo como una hoja afilada, se clavaba en los tímpanos y en el corazón. Eran Bran y sus guerreros emitiendo el agudo y terrible grito de guerra de los Cuervos.

La línea enemiga se quebró. Los invasores se dispersaron. Los caballos tropezaron y derribaron a sus desventurados jinetes. Los guerreros de a pie se arrojaron al suelo para eludir los cascos de los caballos desbocados.

El centro de la línea enemiga cedió ante la carga de la Bandada de Cuervos. Cynan, que se había lanzado al ataque, vio la brecha que se había abierto y se precipitó hacia allí. Los hombres que habían logrado escapar de los Cuervos veían ahora que un nuevo terror se les echaba encima.

Los guerreros de a pie dieron media vuelta y huyeron hacia el arroyo. Los jinetes se aprestaron a resistir. Azuzaron los caballos y alzaron las lanzas. El choque fue brutal. La tierra pareció temblar. Oí un crujido como el que produce un tronco al rajarse.

Los enemigos desaparecieron como por encanto. La fuerza de la carga de Cynan los había barrido.

–¡Jo! – gritó Rhoedd agitando la lanza-. ¡Qué magnífico espectáculo!

La carga de los Cuervos había sido como una cuchillada, la de Cynan como un lanzazo que rematara el tajo del cuchillo. Tras el descalabro del centro de la línea, el Jefe de Batalla de los enemigos dio la señal de retirada. Debían reagruparse si querían volver a unir sus fuerzas.

Pero Bran no tenía la menor intención de permitirlo. En efecto, mientras el cuerno de batalla emitía la señal, sorprendió a los enemigos por detrás, de forma que al volverse tuvieron que enfrentarse de nuevo con la veloz carga de Cuervos.

Los que osaron resistirlos fueron masacrados, los que optaron por huir fueron arrollados por los caballos. El avance enemigo se detuvo mientras la línea de batalla se deshacía por completo. Los enemigos cruzaban a toda prisa el arroyo para refugiarse en el bosque. El Jefe de Batalla se afanaba por evitar la derrota. Lo vi dar órdenes a sus guerreros, tratando en vano de reagruparlos mientras los Cuervos se disponían a atacar otra vez.

El carynx sonó de nuevo. Pero esta vez fue Cynan quien respondió a su llamada. La antorcha de rojos cabellos blandió su lanza, y los guerreros galanaes se precipitaron como una tormenta con los mantos al viento entre un fulgor de escudos.

De pronto vi una solitaria figura que surgía del bosque sobre un caballo pío. El corazón me dio un vuelco.

Un gemido escapó de mis labios. Me tambaleé y tuve que apoyarme en el bastón para no caer. Rhoedd me sostuvo.

–¿Qué ocurre? ¿Te sientes enfermo?

–¡Detenlos!

–¿Qué dices?

Lo cogí del brazo.

–¡Debemos detenerlos!

–¿Detener… la batalla? – preguntó asombrado mientras yo echaba a correr hacia el arroyo-. ¡Espera!

Tropecé al llegar al campo recién arado; no podía correr con suficiente velocidad.

–¡Deteneos! ¡Deteneos! ¡Llew! ¡Deteneos!

Quizá la aparición de un bardo ciego corriendo enloquecido por los campos y tropezando en los surcos llamó la atención de alguien. No lo sé. Pero lo cierto es que oí un grito, y Llew se giró en su silla; no me vio pero sus ojos escudriñaron el prado.

–¡Llew! – grité yo.

Entonces me vio corriendo y gritó algo a Bran. Yo tomé aliento y grité con todas mis fuerzas:

–¡Calbha!

Creo que me oyó, porque se detuvo y se separó de los guerreros.

–¡Es Calbha! – grité señalando con mi bastón al solitario jinete-. ¡Calbha!

Y eché de nuevo a correr.

–¿Qué pasa? – gritó Rhoedd a mi espalda.

–¡Un error! – respondí yo precipitándome hacia el arroyo.

Con cuatro zancadas salvamos el arroyo. Al llegar a la otra orilla, oí el largo y estridente sonido del carynx de Emyr. Un segundo toque bastó para detener a los Cuervos que se disponían a atacar de nuevo.

Llew galopó hacia mí.

–¡Tegid! – gritó-. ¿Estás seguro?

–¡Es Calbha! – repetí señalando con mi bastón al guerrero que se aproximaba-. ¡Su caballo! ¡Mira su caballo! ¡Habéis atacado a un amigo!

Llew se dio la vuelta en la silla y miró hacia donde yo señalaba.

–Clanna na cù! – exclamó-. ¿Qué estará haciendo aquí?

Llew tiró de las riendas tan violentamente que su caballo piafó y casi lo derribó. Luego lo lanzó al galope entre los juncos y corrió a detener el ataque de Cynan. Bran salió a su encuentro. Llew aminoró el galope para gritarle algo al Jefe de Batalla de los Cuervos y después lo espoleó otra vez. Bran dio una orden a Emyr, quien al instante hizo sonar el cuerno con todas sus fuerzas.

Miré hacia donde la banda de Cynan cargaba contra los enemigos en desbandada. Vislumbré un relámpago de rojos cabellos y mi visión interior se desvaneció de golpe. Me había quedado ciego otra vez.

–¡Rhoedd! – grité-. ¿Dónde estás?

–Aquí, señor -respondió muy cerca de mí.

–¡Rhoedd, no puedo ver! Mira bien y dime lo que está sucediendo.

–Pero, yo creí que…

–¡Deprisa, hombre! ¿Qué está sucediendo? ¿Sigue avanzando Cynan?

–Sí, señor, sigue avanzando. No… ¡Se han detenido!

–Habla, Rhoedd. Cuéntame lo que pasa…, como aquella otra vez.

–Cynan se ha empinado en los estribos. Mira a un lado y a otro. Grita algo; veo que mueve la boca. Me parece que está impartiendo órdenes a sus guerreros. Lo están escuchando… y ahora… Cynan avanza solo. Cabalga hacia Llew, creo… Sí, en efecto.

–¿Qué hay del jinete enemigo? El que monta sobre un caballo pío… ¿Qué hace?

–Se ha detenido. Sigue a caballo, como esperando algo.

–¿Qué aspecto tiene? ¿Puedes verlo bien?

–No, señor, está demasiado lejos.

–¿Qué más?

–Ahora Llew y Cynan avanzan uno hacia otro. Llew está haciendo con la mano el signo de la paz… Señala hacia su banda de guerreros. Los galanaes están quietos, y Cynan cabalga al encuentro de Llew.

–¿Qué hace Bran?

–Los Cuervos se han dado la vuelta -respondió Rhoedd-. Se dirigen hacia los caídos en el campo de batalla. – Luego miró hacia Cynan y Llew-. Los dos señores se acercan al lugar donde aguarda el extranjero.

–¡Llévame con ellos! – le ordené tirándole de la manga-. ¡Deprisa!

Rhoedd echó a andar, y yo me agarré a su siarc.

–Cabalgan hacia el extranjero. Cynan lleva la lanza en ristre. El extranjero los está aguardando.

El terreno ascendía hacia el risco. Rhoedd se detuvo.

–Un enemigo caído. – Se inclinó hacia el cuerpo y añadió-: Está muerto, señor.

Seguimos adelante e insté a mi guía a que me contara lo que pasaba.

–Se han encontrado. Parece que están hablando…

–¿Qué más? – El guerrero se detuvo-. Rhoedd, ¿qué sucede? Cuéntame…

–No puedo creerlo, bardo -respondió asombrado.

–¡Habla de una vez! ¿Qué ocurre?

–Los dos hombres… han…, han… -Se interrumpió.

–¿Qué? ¿Qué?

–Han extendido los brazos… ¡Se están abrazando!

Exhalé un suspiro de alivio.

–Vamos, Rhoedd, deprisa.

Llew y el extranjero habían desmontado y estaban hablando cuando llegamos junto a ellos.

–Aquí, Tegid -gritó Llew guiándome hacia él.

Seguí el sonido de su voz y sentí que su muñón me rozaba el brazo por el codo.

–¡Salud, Calbha! – dije-. Si hubiéramos sabido que eras tú, nos habríamos ahorrado una batalla… y la vida de muchos hombres valientes.

–Tus palabras me resultan muy amargas, Tegid Tathal…, sobre todo porque están cargadas de razón. Sólo yo tengo la culpa; mía es la deuda de sangre.

Su dolor era genuino; ante nosotros teníamos a un hombre derrotado y abatido.

–Lo siento -añadió-. Aunque soy un rey sin reino ni riquezas, os juro que os compensaré como juzguéis conveniente.

–Calbha -repuso Llew-, no hables de compensaciones. No hemos sufrido hoy ningún daño irreparable.

–No hemos perdido ni un hombre -intervino Cynan-. Nadie ha resultado ni siquiera herido.

–Busca consuelo para tu pueblo -le dijo Llew-. Has sufrido muchas bajas y lamentamos habértelas causado.

–Calbha -hablé yo-, estás muy lejos de tu casa.

–Ya no tengo casa -murmuró el rey en tono lúgubre-. He perdido mis tierras y mi reino. Me han arrebatado mis tierras y mi reino, han aniquilado a mi pueblo. – Con voz quebrada como un roble hendido, añadió- Mi reina…, mi esposa ha muerto.

–Meldron lo atacó -me explicó Llew, aunque yo había adivinado ya lo que había ocurrido.

–Sí, Meldron me atacó, como atacó a los demás señoríos de Liogres explicó el rey cruino-. Resistimos todo lo que pudimos, pero sus fuerzas están mejor armadas y son muy numerosas. Se le ha unido mucha gente. Los que no han querido perecer bajo su espada se han visto obligados a aliarse con él. Resistimos algún tiempo, pero todo fue inútil.

–¿Cómo se te ocurrió venir aquí?

–Oímos decir que había un refugio seguro en el norte, en Caledon.

–Entonces ¿por qué nos atacaste? – preguntó Cynan, exasperado-. Mo anam!

–Ahh… -gimió Calbha-. Tenía miedo… Obré precipitadamente.

–Estúpidamente -susurró Rhoedd a mi lado.

La llegada de Bran fue un verdadero alivio para Llew.

–Ocho muertos -informó el Jefe de Batalla- y seis heridos, que ya están recibiendo atención.

–Mía es la deuda de sangre -musitó Calbha-. Estoy avergonzado.

–¿Cuántas personas traes contigo?

–Trescientas, sin contar los niños.

–¡Trescientas! – repitió, aturdido, Rhoedd.

–¿Dónde están? – inquirió Llew.

–Aguardan en el bosque -respondió Calbha.

–Reúnelos y llévalos hasta el lago. Los acogeremos.

–¿Qué vamos a hacer con tanta gente? – se preguntó Rhoedd en voz alta-. Trescientos…

–No son sólo cruinos -se apresuró a añadir Calbha-. En el camino encontramos muchos fugitivos. Addanos y mereridos. Se han quedado sin señor y sin protección. También hay mawrthonos, catrinos y neifionos vagando por las montañas… Los hemos visto. – Calló abrumado por el dolor-. La desgracia se ha abatido sobre todo el territorio de Llogres… Nadie está ya a salvo en su hogar.

Recordé la profecía de la banfáith.

–«Llogres se quedará sin señor» -musité para mí mismo.

–Recordad lo que voy a deciros -dijo Calbha en tono lúgubre-. Cuando Meldron haya acabado con Llogres atacará Caledon. Nada puede colmar su insaciable deseo de lucha. Pretende dominar toda Albión.

Tras estas palabras, el rey cruino montó a caballo y regresó al bosque para reunir a su gente. Y así comenzó la invasión de Dinas Dwr.

20

EL SALVAJE SABUESO DE

DESTRUCCIÓN

Calbha desapareció en la espesura y nosotros regresamos al lago para aguardar allí la llegada de los refugiados. No tardaron mucho en comenzar a aparecer entre la arboleda. Eran muchísimos: tribus, clanes y familias enteras que habían sobrevivido a los desenfrenados estragos de Meldron. Llegaban exhaustos, rendidos por el largo viaje, cansados de huir y de esconderse. Pero el sol poniente iluminaba sus ojerosos semblantes y llenaba sus ojos de luz.

–Rhoedd tiene razón -comentó Bran contemplando la creciente riada de refugiados- Son demasiados. ¿Cómo vamos a darles de comer?

–En el bosque hay caza abundante -observó Llew-. Y el lago está plagado de peces. Sobreviviremos.

Cynan tenía sus dudas al respecto.

–No pueden quedarse aquí -protestó-. No…, déjame hablar. He estado pensando y es evidente que no tenemos medios para hacernos cargo de ellos.

–Le dije a Calbha que podían quedarse -repuso Llew.

–Clanna na cù -murmuró Cynan-. Un día…, dos a lo sumo. Después tendrán que marcharse. No me gusta tener que decírtelo, hermano, pero alguien tiene que hacerlo: tu generosidad es quizá digna de encomio, pero es una insensatez.

–¿Has terminado?

–Lo que intento decirte es que si se quedan nos moriremos de hambre. Así de sencillo.

–Si nos morimos de hambre -replicó Llew con firmeza-, nos moriremos todos juntos. ¿De acuerdo?

Cynan tomó aliento para seguir discutiendo. No lo veía, pero me lo imaginaba sacudiendo la cabeza o pasándose sus enormes manazas por los rojos cabellos con aire exasperado.

–Todo saldrá bien, hermano -aseguró Llew, y oí que le palmoteaba el hombro-. Para esto hemos fundado este lugar. ¡Trescientos! Piensa en todo el trabajo que pueden hacer tantos pares de manos. ¡Dinas Dwr puede acabarse en quince días!

–Si no se hunde bajo su propio peso -murmuró Cynan.

Más tarde, cuando hubimos instalado a los recién llegados en campamentos a la orilla del lago, nos sentamos en torno al hogar del crannog con un sombrío y silencioso Calbha y sus taciturnos Jefes de Batalla. Nos habíamos retirado allí para conferenciar en paz sin que nadie pudiera oírnos. Comimos pan y carne y pasamos de mano en mano la copa a la espera de que Calbha nos contara lo que ansiábamos oír…, lo que llevaba clavado en lo más profundo de su alma.

Nos fuimos pasando en silencio la copa, y poco a poco la lengua de Calbha se fue desatando. Fue cobrando confianza y nosotros fuimos llevándolo al meollo de la cuestión.

–Meldron ha asesinado a los bardos de Caledon y de Llogres -dije yo-. Ha superado en maldad a Nudd, que se limitó a matar a los bardos de Prydain.

–También intentó matarnos a nosotros -añadió Llew-. Por eso yo perdí la mano y Tegid los ojos.

–Meldron está loco -gruñó Calbha-. Se apodera de las tierras y roba el ganado; quema lo que no puede llevarse. Va sembrando la destrucción y a su paso sólo quedan cenizas. He visto un montón tan grande de cabezas de guerreros que me llegaba hasta la barbilla, y otro de manos que me llegaba hasta el cinturón. He visto niños con la lengua cortada… ¿Qué le habían hecho para ser tratados con tanta crueldad? – preguntó ahogado por la cólera.

Su pregunta no tenía respuesta y nadie le brindó ninguna; nos limitamos a beber un trago de cerveza y escuchamos en silencio el chisporroteo de las llamas.

–Cuéntanos lo que sucedió -pidió Llew con tono amable.

Calbha bebió un poco, se secó el bigote en la manga y comenzó su relato.

–Cayó sobre nosotros sin previo aviso. Yo había enviado jinetes para que patrullaran mi reino, pero creo que los mató, porque ninguno de ellos regresó. También había apostado centinelas. Desde el día en que os marchasteis, establecí una vigilancia constante; de no ser así nos habrían aplastado en un abrir y cerrar de ojos. Ojalá os hubiera hecho caso… Si hubiera atacado a Meldron como me sugeristeis, habríamos acabado con él sin darle tiempo a que se hiciera tan poderoso.

–¿Cuántos guerreros tiene a sus órdenes? – inquirió Bran.

–Doscientos jinetes y trescientos guerreros de a pie. – Calbha hizo una pausa y con una voz preñada de rencor añadió-: La mayoría de los jinetes son rhewtanos. Ellos y su señor cabalgan a las órdenes de Meldron. Siento decírtelo, pero me lo has preguntado.

–Cuando reina la injusticia -repuso Bran-, todos los hombres deben cargar con el peso del deshonor. Sé muy bien el lastre que me corresponde arrastrar.

Uno de los hombres de Calbha dijo:

–Pero ¿sabes lo que significa ver a un hijo destrozado bajo los cascos de los guerreros rhewtanos?

Su voz sangraba como una herida abierta.

–Lo siento -dijo Bran Bresal con pesar.

–Todos lo sentimos -murmuró Calbha.

Bebió otro trago y continuó su relato.

–Defendimos las puertas y las murallas todo un día; no fui tan insensato como para enfrentarme a él en el campo de batalla. Nos sobrepasaban en número y sabía muy bien que no podría vencerlo. Pero creí que podríamos resistir. Apenas sufríamos bajas, las provisiones eran abundantes y no podrían romper los muros por muchos caballos que tuviesen. Así resistimos tres días y habríamos podido resistir más tiempo. Pero Meldron atacó los poblados e hizo prisioneros. Llevó a los rehenes hasta Blár Cadlys y comenzó a matarlos ante las puertas. Y no se conformó con matarlos simplemente.

Su voz se quebró.

–Hizo calentar barras de hierro en una enorme hoguera. Cogió las barras ardientes y las apagó en la carne de los prisioneros. A algunos se las metía por la garganta, a otros por el vientre. Los gritos…, los gritos… ¿Imagináis lo que es morir de ese modo? ¿Tenéis alguna idea de cómo debe de ser?

–¿Qué hiciste entonces? – preguntó Llew con suavidad.

–¿Qué podía hacer? – replicó el rey cruino-. No podía permitir que mi pueblo sufriera. Di la orden de ataque. Seguramente íbamos a morir todos, lo sabía, pero por lo menos moriríamos luchando.

Cynan alabó su decisión.

–Era mejor morir honrosamente como mueren los hombres que permitir que os mataran como a bestias.

–Jamás las bestias fueron sacrificadas de forma tan ignominiosa afirmó Calbha-. Y no penséis que se contentó con torturar sólo a los hombres. También martirizó a mujeres y a niños.

–¿Qué hiciste? – preguntó otra vez Llew.

–Atacamos -contestó uno de los Jefes de Batalla de Calbha-. Mór Cù nos abatió como si fuéramos arbolitos.

–Mór Cù? – musitó Llew-. ¿Por qué lo llamas el Salvaje Sabueso?

–Ese maldito Meldron es como un perro enloquecido -repuso el hombre-. Se lanza sobre la tierra y devora todo lo que encuentra… Es un Salvaje Sabueso de Destrucción.

–Nuestras pérdidas fueron muchas -siguió contando Calbha-. No podíamos vencerlos, pues eran muchos y resueltos a destruirnos.

–¿Cómo escapasteis?

–Se puso el sol; estaba demasiado oscuro para seguir luchando. Así que reuní a los que podían caminar o montar a caballo y huimos aprovechando la bendición de las tinieblas. – Calbha hizo una pausa; hacía enormes esfuerzos por mantener la voz firme-. El Salvaje Sabueso no iba a concedernos siquiera el deshonor de la huida. Nos persiguió toda la noche a la luz de las antorchas. Nos acosaron como si fuéramos animales, matando a los que caían: los afortunados eran atravesados por las lanzas; los desafortunados eran despedazados por los perros.

La voz de Calbha se había ido apagando en un susurro.

–Mi esposa, mi bien amada reina…, no estuvo entre los afortunados.

El viento soplaba en el lago. Se oía el rumor del oleaje lamiendo los troncos del crannog. Mi corazón estaba abrumado por la pena y el dolor; parecía que una piedra me estuviese aplastando el pecho.

El rey cruino tardó bastante tiempo en reanudar su relato.

–No sé cómo pudimos soportar aquella noche -dijo recuperando una cierta compostura-. Pero cuando amaneció nos reagrupamos y descubrimos que el Salvaje Sabueso había cesado de perseguirnos. Si hubiera persistido en su acoso, ninguno de nosotros habría podido sobrevivir -añadió tragando saliva.

–Y os dirigisteis hacia el norte.

–Sí, nos dirigimos hacia el norte. Ya no había ningún lugar seguro en Llogres. Pero pensé que si llegábamos a las desiertas montañas de Caledon podríamos escapar. Viajamos por la noche para evitar las patrullas de Meldron. Y por el camino fuimos tropezando con otros fugitivos…, clanes y tribus que habían podido escapar o que habían preferido refugiarse en montañas y cañadas a aguardar a que Meldron los atacara y aniquilara.

Aprovechando otra pausa de Calbha, Llew le preguntó:

–¿Cómo te enteraste de la existencia de este lugar?

–Los catrinos y algunos otros habían oído hablar de un lugar al norte de Caledon en el que se podía hallar refugio. Y decidimos buscarlo.

–Entonces ¿por qué nos atacaste? – inquirió Cynan; había cierto resentimiento en la pregunta, pero sobre todo una viva curiosidad-. Si era un refugio lo que querías, tienes una forma bien extraña de buscarlo.

Los Jefes de Batalla de Calbha reaccionaron con murmullos de desaprobación ante la pregunta por considerarla una afrenta contra la dignidad y el respeto de su rey. Pero Calbha les impuso silencio.

–Fue una equivocación de la que me arrepiento sinceramente -dijo-. Me he deshonrado a mí y a mi pueblo. Cargaré con esta vergüenza toda la vida.

Luego enderezó los hombros y con voz grave añadió:

–Solicito de vosotros naud.

La petición de naud era la más solemne apelación al perdón y a la absolución que podía hacerse, y sólo un rey podía concederla. Llew le respondió con gran delicadeza.

–Te lo concedería gustosamente, pero no está en mi mano hacerlo, porque no soy rey. Fue una equivocación, hermano. Nadie de los presentes pretende condenarte por ello.

–Hombres de mi clan…, parientes… yacen esta noche bajo tierra sollozó Calbha-. La sangre de esos hombres valientes me condena.

–Rey Calbha -tercié yo-, nosotros te prometimos paz pero te ofrecimos guerra. También nosotros cometimos una equivocación y por tanto nos corresponde una parte de culpa.

El rey cruino tardó en contestarme.

–Gracias, Tegid Tathal -dijo al fin-, pero sé muy bien lo que hice. Vi el poblado y vi los caballos, y recelé de cuál sería vuestro recibimiento. Tuve miedo y ataqué por miedo. Nada de lo que puedas decirme hará cambiar los hechos. – Hizo una pausa y añadió- Perdí la esperanza.

–Ahora estás aquí -dijo Llew-. Todo ha terminado.

–Todo ha terminado -asintió Calbha en tono fúnebre-. Ya no soy digno de seguir siendo rey.

–¡No digas eso, señor! – exclamó uno de los jefes cruinos-. ¿Quién otro sino tú habría podido guiarnos y ponernos a salvo?

–Cualquier cobarde lo habría hecho, Teirtu -respondió Calbha.

–Tú no eres un cobarde, señor -declaró el hombre.

–Todos somos unos cobardes -repuso Calbha con voz débil-, si no Meldron no habría podido hacerse tan poderoso. Le entregamos por miedo lo que debíamos haber protegido con valentía.

Aquella noche dormimos al amparo de las estrellas, y también otras muchas noches desde entonces. Hacía falta mucho tiempo para construir un techo para nuestro numeroso clan, que además crecía día a día. En efecto, tal como nos había dicho Calbha, las montanas se llenaron de fugitivos. Eran malos tiempos para Albión; los hombres abandonaban sus tierras en busca de refugio y consuelo. Los clanes del sur de Caledon y de Llogres huían como ovejas ante el acoso del Salvaje Sabueso. No me cabía duda de que todos se dirigirían a Dinas Dwr, el seguro refugio del norte.

Fueron llegando durante el largo mafflar, la estación del sol. Los mawrthonos, los catrinos y neifionos que Calbha había visto fueron los primeros en llegar. Luego arribaron otros muchos: del sureste llegaron dencanos, saranaes y vynios; de la costa este llegaron iucharos, y de las montañosas tierras del norte de Llogres llegaron goibnuos, taolentanos y oirixenos.

Interrogábamos a todas las tribus y clanes que llegaban, y las respuestas eran siempre igualmente trágicas. Los relatos se repetían con escasas variaciones: Meldron, el Salvaje Sabueso de Destrucción, había invadido sus tierras con asesina ferocidad. Con él cabalgaban la muerte y la ruina; a su paso sólo dejaba desolación.

Muchos nos dijeron que habían oído hablar de nuestro refugio en el norte. Cuando les preguntábamos cómo nos habían encontrado, todos contestaban que alguien se lo había dicho. Al parecer, la noticia se propagaba como el viento; las tribus errantes oían el rumor y emprendían nuestra búsqueda. Deliberamos acerca de las medidas que debíamos tomar, porque era evidente que sólo era cuestión de tiempo que Meldron se enterara de nuestra existencia y acudiera a destruirnos.

–No podemos escondernos de él siempre -dijo Cynan-. Nos atacará, sin duda. Pero si construimos una serie de almenaras en el risco, por lo menos nos enteraremos de cuándo va a hacerlo.

Así lo hicimos.

Pero al final no fue ninguna almenara lo que nos anunció el avance de Meldron. La alerta llegó con los supervivientes de un pequeño clan de la costa este, cinco hermanos y su madre moribunda; ellos nos trajeron la noticia de que barcos llenos de guerreros se dirigían a Ynys Sci.