–¿Qué aspecto tiene? Descríbemelo.
–Es dos veces más alto que un hombre. Sus brazos son muy musculosos; más que brazos parecen ramas de un roble. Un espeso vello le cubre todo el cuerpo: los brazos, el pecho, las piernas, las manos y la cabeza. Lleva la barba partida en dos, muy larga; sus cabellos son negros, y los lleva anudados como un guerrero. Su cara… ¡Espera! ¡Se ha dado la vuelta y mira hacia aquí!
Llew me apretó el brazo con excitación.
–No nos ha visto.
–¿Qué más? Dame más detalles. ¿Qué aspecto tiene? ¿Qué está haciendo?
–Tiene la piel oscura, ennegrecida por el humo. Los ojos también son oscuros; las cejas, enormes y negras. Su nariz es achatada e inmensa y su bigote, impresionante; le cubre la boca y se alza hacia arriba en las puntas. Se cubre sólo con unos breecs de cuero; lleva los brazos y el pecho desnudos; unos enormes brazaletes de oro le adornan las muñecas.
–¿Qué está haciendo?
–Está sentado en un montoncillo de tierra a la entrada de su cueva. La cueva tiene una puerta: dos postes de piedra coronados por un dintel también de piedra. Hay tres nichos para calaveras en cada uno de los postes; creo que las calaveras son de pájaros y animales del bosque; en el dintel está esculpido el Nudo Sin Fin. Las calaveras y el dibujo están pintados en azul pastel. A la entrada de la cueva hay una piedra y un yunque. Junto a la piedra veo un martillo enorme, el martillo más grande que jamás he visto. Sobre el yunque reposan unas tenazas.
–Sigue -lo urgí-. ¿Qué más?
–Ante él hay una especie de horno y sostiene en su mano un larguísimo espetón con carne… de oveja o ciervo. Está clavando la carne en el espetón. Todavía no ha encendido el fuego y… está mirando hacia aquí otra vez. ¡Tegid! ¡Nos ha visto!
En ese preciso instante oí un vozarrón enérgico y autoritario, profundo como la mismísima voz de la tierra.
–Bienvenidos, hombrecillos -dijo el dueño y señor del soto-. Levantaos y venid aquí.
Aunque el tono era autoritario, no me pareció distinguir en la orden ni amenaza ni animadversión. Sin soltarme el brazo, Llew tiró de mí y avanzamos lentamente hasta detenernos ante aquel ser ancestral.
–Salud, señor -le dije-, te saludamos con profundo respeto y reverencia.
–Demuéstrame ese respeto del que hablas. ¿Qué regalo me traes?
–Gran señor -repuse hablando en dirección a la voz-, somos exiliados en busca de refugio en una tierra desconocida. Caímos en manos de enemigos que nos abandonaron a nuestra suerte. Te traemos sólo la insignificante bendición de la compañía que pueda aportarte nuestra presencia. Pero si te dignas juzgarla como un valioso regalo, te la ofrecemos con sumo placer.
–Es un extraño regalo -replicó aquel ser ancestral con suma seriedad, porque hace muchísimo tiempo que no he recibido en mi soto a ningún hombre. Aceptaré vuestro regalo con placer. Sentaos y compartid mi comida.
Llew me guió por el codo, nos acercamos más y nos sentamos en el suelo.
–¿Me conoces? – me preguntó la criatura ancestral.
–Gran señor, eres el Buscador de Secretos -repuse-. Eres el Picador del Mineral, el Cavador de Tesoros. Eres el Acrisolador y el Forjador del Metal, el Artífice de la Forja.
El vozarrón soltó un gruñido de asentimiento.
–Soy todo eso, y soy mucho más. ¿Te atreves a pronunciar mi nombre?
–Eres Gofannon -repuse con tono tranquilo, aunque estaba temblando por dentro.
–Eso es -replicó con un tono que denotaba satisfacción; al parecer estaba complacido con sus huéspedes-. ¿Cómo es que conoces mi nombre y mi naturaleza?
–Soy bardo y descendiente de bardos, poderoso señor. He sido adiestrado en los caminos de la tierra y del cielo, y en todas las cosas que les son necesarias a los hombres.
–¿Tienes algún nombre, hombrecillo?
–Tegid Tathal -contesté.
–Y el hombrecillo que te acompaña -dijo Gofannon-, ¿tiene también un nombre o compartís el mismo entre los dos?
–Tiene un nombre, señor.
–¿Y tiene lengua? ¿O es tu lengua la que habla por los dos?
–Tiene lengua, señor.
–Entonces ¿por qué no me dice cómo se llama? Me gustaría que me lo dijera, si es que nada se lo impide.
Noté un ligero cambio en la voz del gigante mientras se volvía hacia mi silencioso compañero.
–Nada me lo impide, poderoso señor -declaró Llew con voz suave-. Y no he perdido la lengua.
–Habla entonces, hombrecillo. Tienes mi permiso.
–Me llamo Llew. En otro tiempo era simplemente un extranjero en Albión, pero fui favorecido por la amistad del hombre que ves ante ti.
–Mi vista es muy buena, hombrecillo. Ya veo también que estás herido -dijo Gofannon-. Has perdido una mano; y tu amigo ha perdido los ojos. Y veo además que estas heridas os causan tremendo dolor. ¿Qué os pasó?
–Nuestros enemigos nos atacaron en un lugar sagrado -respondió Llew-. Los bardos de Albión han sido asesinados. Sólo sobrevivimos nosotros, pero nuestros enemigos nos mutilaron y nos abandonaron a la deriva en un bote.
El dueño y señor del soto sagrado meditó largamente, emitiendo una especie de sordo ronroneo en su garganta, mientras su mente sagaz iba dando vueltas a las palabras de Llew para sopesar la verdad que encerraban.
–Ahora ya sé quiénes sois -repuso al fin, y de nuevo su voz expresaba satisfacción-. Ea, comamos juntos. Pero primero necesitamos leña para el fuego. Tú, hombrecillo, la cortarás -añadió dirigiéndose a Llew.
Oí que el gigante se levantaba y se alejaba.
–Quiere que corte leña -murmuró Llew- Mi mano… ¿Cómo voy a poder manejar el hacha? No podré.
–Díselo.
–Aquí tienes el hacha -indicó Gofannon reuniéndose de nuevo con nosotros-. La leña está allá. Corta lo bastante para toda la noche; la necesitaremos.
–Me complace servirte, señor -dijo Llew con extrema cortesía-. Pero estoy herido, como ves. No puedo sostener el hacha y mucho menos cortar leña. Quizá pueda prestarte otro servicio.
Aunque Llew se negaba con exquisita delicadeza, el Artífice de la Forja permaneció inconmovible.
–Tenías dos manos y sólo has perdido una. ¿Acaso no te queda la otra?
–Sí -respondió Llew-, pero la herida…
–Pues entonces usa la única mano que te ha quedado.
Llew no dijo nada; se levantó y al cabo de unos momentos oí unos hachazos que me indicaron que había comenzado a cortar lenta y torpemente la leña. Juzgué que la exigencia de Gofannon había sido extremadamente dura, pero consideré prudente abstenerme de hacer algún comentario.
Oía los hachazos y los jadeos de Llew y apretaba los dientes compadecido, pues compartía su dolor y frustración mientras manejaba el hacha del gigante.
Cuando hubo terminado, Gofannon le ordenó que trajera la leña junto al horno. Llew obedeció sin protestar, aunque no me cabía duda de que la herida lo estaba martirizando. Hizo varios viajes para traer la leña desde el montón de madera hasta el horno, utilizando sólo su mano sana. Cuando hubo traído el último leño, se derrumbó sin fuerzas en el suelo.
Estaba cubierto de sudor y temblaba de dolor y cansancio.
–Ya está -murmuró con los dientes apretados.
–Tranquilízate -le susurré-. Descansa.
–¡Buen trabajo! – exclamó el señor de la forja-. Ahora a comer.
En cuanto hubo dicho estas palabras, el gigante dio una palmada y al instante oí el chisporroteo del fuego y poco después el olorcillo de la carne asada. Se me llenó la boca de agua y noté el vacío del estómago. Mientras Gofannon se afanaba con la comida, Llew yacía en tierra, recuperando fuerzas. Yo oía el crepitar de la grasa mientras el dueño y señor del soto iba dando vueltas al espetón y el jugo de la carne caía en las brasas.
Cuando la carne estuvo lista, yo estaba casi a punto de perecer de hambre.
–¡A comer! – exclamó el Artífice de la Forja como si él tampoco pudiese esperar más.
Luego oí un ruido seco y un sordo desgarrón, y me arrojaron a las manos una humeante anca de venado. Enseguida sonó otro ruido seco, y supe que a Llew le había correspondido una porción similar.
–¡Hay carne para una semana! – murmuró Llew.
El resto de la presa pertenecía sin duda a nuestro enorme anfitrión.
–¡Comed, amigos míos! ¡Comed y saciaos! – exclamó alegremente, y oí un ruidoso resoplido que me indicó que nuestro huésped había hincado el diente en la carne hasta el hueso.
Haciendo un esfuerzo considerable, levanté el anca hasta mi boca y comencé a comer. Desgarré la carne con los dientes y arranqué con avidez un bocado, extasiado con su calorcillo y aroma. El jugo de la grasa me resbalaba por la barbilla y el cuello hasta el pecho. No me importaba; estaba demasiado hambriento.
–Señor Gofannon -dijo de pronto Llew-, jamás había comido una carne tan sabrosa. Aunque sólo nos hubieras dado un simple bocado, te habríamos estado eternamente agradecidos.
–Cuando se come solo, las viandas no saben tan bien -respondió el gigante con afabilidad-. Pero cuando se comparten con verdaderos amigos, la comida se convierte en un festín.
El señor del soto se echó a reír y nosotros lo imitamos; las risas resonaron en el soto. Terminamos de comer y saboreamos el placer de sentir llenos nuestros estómagos.
–¡Bebed conmigo, hombrecillos! – exclamó Gofannon con un vozarrón que estremeció las ramas de los robles. Luego dio una palmada que sonó como un trueno.
–¡No puedo creerlo! – exclamó con un grito sofocado Llew.
Oí un ruido como el que produce la caída de una piedra en un estanque.
–¿Qué ha ocurrido? – pregunté.
–Ha aparecido como por encanto -susurró Llew.
–¿Qué es lo que ha aparecido? – susurré a mi vez-. Dime lo que ves.
–¡Un tonel! Un tonel de dorada cerveza… del tamaño de… -Se interrumpió, incapaz de encontrar las palabras adecuadas-. ¡Es enorme! ¡Cincuenta hombres no podrían levantarlo! ¡Harían falta trescientos!
Oí otro ruido y me encontré con una jarra entre las manos. Pero ¡qué jarra!; tenía al menos el tamaño de un balde y estaba llena de cerveza.
–¡Bebed! ¡Bebed, amigos míos! – gritó Gofannon-. ¡Bebed y regocijaos!
Alcé la jarra y bebí un sorbo de refrescante y sabrosa cerveza. Era un brebaje magnífico, agridulce y áspero a la vez, cremoso y con sabor a especias; la mejor cerveza que jamás había probado, y eso que había bebido en no pocos palacios de reyes.
Se me ocurrió que Llew no sería capaz de alzar su jarra y le ofrecí la mía.
–No te molestes, hermano -repuso agradecido relamiéndose el bigote-. He metido toda la cara en mi jarra.
Se echó a reír y reconocí en su risa el humor que en otro tiempo había tenido. Bebimos y reímos, y sentí que el tormento de mi herida y la desesperación de la ceguera se aliviaban como si fueran fardos dejados en el umbral. Sin embargo, no era sólo por la bebida, la comida y el bienestar compartido. Estábamos en presencia de alguien más poderoso aún que el señor de la fragua, en presencia de alguien cuya compañía era un suave bálsamo, un don de inestimable valor. Olvidé mis sufrimientos y mi ceguera, porque ante la presencia del Supremo Sabedor me sentía reconfortado y curado.
Cuando hubimos comido y bebido hasta la saciedad, Gofannon me dijo:
–Me has dicho que eras un bardo. ¿Qué rango tienes en tu clan?
–Soy el penderwidd de Prydain -contesté-. En otros tiempos fui el Bardo Supremo de Meldryn Mawr.
Nuestro anfitrión emitió uno de sus característicos ruidos guturales y dijo:
–Hace mucho tiempo que no he oído cantar a un bardo en mi soto.
–Si lo deseas, poderoso señor -repliqué-, cantaré para ti. ¿Qué te gustaría escuchar?
El Maestro de los Artesanos meditó un buen rato, sin dejar de rumiar.
–La historia de Bladudd el Deforme -dijo al fin.
Una elección curiosa. La Canción de Bladudd es muy antigua. Es poco conocida y se canta en raras ocasiones, quizá porque no se describe en ella batalla alguna.
Como si me leyese el pensamiento, Gofannon añadió:
–Sé que es una canción muy poco conocida. No obstante, me gustaría oírla. Un verdadero bardo debería conocerla.
–Que así sea -dije levantándome.
En cuanto estuve en pie, eché de menos mi arpa.
–Debo pediros disculpas, señor, pero no tengo arpa. Aun así, os aseguro que apenas notaréis su falta. Os lo prometo.
–¡Nada de eso! – exclamó el gigante en un tono que estremeció los árboles-. ¿Por qué conformarse con la falta de un detalle tan nimio cuando sólo tienes que pedirlo para que te sea concedido?
–Señor -repuse temblando aún por la potencia de aquel vozarrón-, si fueras tan amable, ¿podrías procurarme un arpa?
–¡Un arpa! – exclamó él-. Me pides un arpa, pero te quedas ahí con los brazos caídos. Tiende las manos si quieres una.
Tendí las manos hacia él y, en efecto, recibí un arpa. Sopesé el agradable y familiar peso y apoyé el instrumento en mi pecho y hombro. Tensé las cuerdas y emitieron un melodioso y resonante sonido. Aún más, las cuerdas estaban magníficamente afinadas. Hice vibrar una, y el aire se llenó de una esplendorosa nota. Era un instrumento magnífico, una delicia para tocar y escuchar.
Me dispuse a cantar y aguardé a que mis compañeros se instalaran cómodamente para escuchar la canción. Luego toqué un acorde y empecé a cantar:
–En tiempos muy antiguos, antes de que los cerdos fueran conocidos en Albión, cuando los reyes sólo comían carne de vaca, había en Caledon un monarca de gran renombre; se llamaba Rhud Hudibras.
Mi anfitrión emitió un gruñido de aprobación.
–Ese jefe -continué-, un hombre de gran valor, muy amado por su pueblo, tenía tres hijos. El mayor era un guerrero y un cazador astuto y hábil; el segundo era igual que el mayor. Nada les agradaba más que comer con sus valientes camaradas y escuchar las canciones de los bardos. La vida les resultaba placentera si el hidromiel colmaba sus copas y tenían una mujer en los brazos.
»Pero al hijo menor del monarca no le gustaba ni guerrear ni cazar. Se complacía sobre todo acrecentando su sabiduría. Sí, prefería el estudio a las melodías de los bardos, a la compañía de los camaradas, incluso al abrazo de las muchachas. Se llamaba Bladudd. La verdad y la sabiduría eran sus únicos deleites.
»Y sucedió que un día el rey Rhud llamó a sus hijos y les dijo: "Siempre os he complacido, hijos queridos. Os he colmado de regalos. Habladme con sinceridad; reveladme vuestros más escondidos deseos. Pedidme lo que queráis y os será concedido". Los dos hijos mayores respondieron así: "Como bien sabes, lo que más nos gusta es cazar y asistir a banquetes. Por eso no te pedimos más que veloces corceles, abundante caza, un buen fuego y sabrosa cerveza para compartir con nuestros camaradas al final de la jornada". El poderoso rey los escuchó y, como estaba dispuesto a concederles todo lo que le pidiesen, insistió: "Ya disfrutáis de todas esas cosas. ¿No deseáis nada más?". Sus hijos, hombres robustos y audaces, intercambiaron entre ellos unas palabras y le respondieron así: 'Tienes razón al decir que ya tenemos todo lo que deseamos. Sin embargo, hay algo que nos falta". "Pedid y se os concederá", dijo el sabio Rhud.
»La respuesta de sus hijos fue ésta: "Desearíamos vivir muchísimos años para disfrutar eternamente de estas cosas".
»"Si eso es lo que deseáis, es bien fácil de obtener -repuso Rhud-. ¿No queréis nada más?"
»"Tú nos has preguntado y nosotros te hemos respondido -replicaron los hijos-. No deseamos nada más."
»"Muy bien. Seguid vuestro camino. Os concedo lo que deseáis", les dijo el rey.
»Entonces el rey, un monarca muy sabio, se volvió hacia su hijo menor, que permanecía un poco aparte, sumido en sus pensamientos.
»"Bladudd, hijo querido. Siempre te he complacido. Te he colmado de regalos. Háblame con sinceridad, hijo. Revélame los recónditos deseos de tu corazón. Te concederé todo lo que me pidas", le dijo.
»Bladudd, que había estado reflexionando todo el rato, se apresuró a contestar: "Padre, puesto que eres un hombre de palabra, te contestaré con toda sinceridad. Como bien sabes, la búsqueda de la verdad y de la sabiduría es mi obsesión. No obstante, deseo algo que no sé si me reportará dolor o placer. Temo confesarlo por miedo a que me sea negado".
»Y su padre le preguntó: "¿De qué se trata, hijo mío? Habla con el corazón en la mano. Nada me está negado y nada te negaré a ti".
»Bladudd replicó: "Deseo viajar a tierras lejanas donde pueda incrementar mi sabiduría, de forma que pueda conocer la verdad de todas las cosas y, al conocer la verdad, pueda acrecentar mi sabiduría. Porque en verdad te digo que ya he aprendido todo lo que se puede saber en este reino, incluso los hechizos necesarios para cualquier encantamiento. Pero ¿qué son hechizos y encantamientos al lado de la Verdad?".
»Cuando oyó a su hijo, Rhud, que era a la vez hombre sabio y amante padre, se echó a llorar de alegría y dolor a la vez. De dolor porque sabía la dura tarea que aguardaba a su hijo querido; de alegría porque Bladudd deseaba el más preciado de los dones. Y dijo a su hijo: "¿Dónde está esa tierra? ¿Cómo se llama?".
»"Es un reino que está al oeste, más allá de donde se pone el sol allende el mar. Se llama la Tierra de Promisión, y allí cualquier criatura es más sabia que los hombres hechos y derechos de nuestro reino", respondió Bladudd.
»El rey Rhud alzó las manos y dijo: "Sigue tu camino, hijo querido. Te concedo lo que tanto deseas".
»Aquel mismo día Bladudd se hizo a la mar en un velero. Viajó lejos, lejísimos, navegando siempre hacia el oeste, hacia el lugar donde se pone el sol. Pasaron muchos, muchísimos días y no encontró aquella lejana tierra. Seis lunas se sucedieron sobre su cabeza, y después dos más. La noche en que apareció la novena luna, una noche de Beltane, lo invadió un sueño profundo. Se cubrió la cabeza con el manto, cerró los ojos y se abandonó al sueño más profundo que jamás había conocido.
»Pero a él le pareció que había transcurrido muy poco tiempo cuando oyó un sonido semejante a la voz de una pulga. Se despertó, se despojó del manto y vio una resplandeciente luz. En el aire sonaba una tenue música. Las luces brillaban en torno y procedían de las aguas del mar. Bladudd se incorporó y, agarrándose con ambas manos a la borda, se asomó para ver de dónde salía la luz.
»Si la luz que brillaba sobre el mar era espléndida, la que brillaba bajo el agua era deslumbradora. Y la música era la más bella que jamás había escuchado. Pese a ello, no fue la luz ni la música lo que llamó su atención; en modo alguno. Lo que lo hechizó por completo fue la imagen de unas verdes y redondeadas colinas cubiertas de manzanos en flor.
»Donde antes había visto peces y algas, ahora veía pájaros y flores; hermosos pájaros y suaves prados de flores azules y blancas. Los pájaros se posaron en los manzanos y comenzaron a cantar tan dulcemente que Bladudd pensó que el corazón le iba a estallar de emoción. Era como si hubiera estado sordo hasta que había comenzado a oír aquella dulce melodía.
»Cuando hizo un ademán para saludar a los pájaros, todos salieron volando con nervioso batir de alas. Y cuando se posaron en el suelo se convirtieron en cincuenta muchachas de incomparable belleza. Bladudd las contemplaba embobado y habría seguido así hasta el fin de los tiempos, si no hubiera sido porque de pronto apareció en la cima de la colina un rebaño de ciervos.
»Cuando los ciervos llegaron hasta donde aguardaban las muchachas, se convirtieron en cincuenta jóvenes tan apuestos como hermosas eran las doncellas. Todos los muchachos llevaban una gruesa torques de oro, y las doncellas una corona también de oro. Juntos comenzaron a juguetear por los prados; y sus retozos eran de una gracilidad y belleza sin par.
»Al contemplar tan hermosa raza, Bladudd sintió unos enormes deseos de unirse a ellos. Se encaramó a la baranda y saltó al agua. Con la súbita aparición de Bladudd, las doncellas se convirtieron otra vez en pájaros y los jóvenes en ciervos, y emprendieron la fuga por la colina.
»Rápidamente, Bladudd determinó lo que debía hacer. "Me ocultaré con un hechizo", pensó; y así lo hizo.
»Dicho y hecho. Así escondido, corrió hacia el lugar donde los jóvenes se habían convertido en ciervos, escogió al que iba a la cabeza y se abrazó a tan gentil criatura. De este modo, el ciervo y Bladudd echaron a correr juntos por la colina. Mas, aunque el ciervo había ocupado la cabeza del rebaño, con el peso de Bladudd en torno al cuello se quedó rezagado.
«Corrieron un buen trecho, y Bladudd vio que en la cima de la colina se alzaba un majestuoso caer. Los pájaros volaban hacia él, seguidos de cerca por los ciervos. En el centro del caer había un hermosísimo palacio. Los campos que lo rodeaban eran los más hermosos que Bladudd había visto en su vida, y el palacio del rey eclipsaba a cuantos había conocido.
»Al entrar en el caer, los ciervos y los pájaros se transformaron una vez más en elegantes donceles y bellas muchachas. Los jóvenes se burlaban del ciervo que había ido a la cabeza del rebaño y que había sido el último en llegar. Entre risas, sus compañeros le preguntaron si los juegos le habían mermado las fuerzas.
»El joven replicó: "No, pero cuando comencé a correr sentí de pronto un peso sobre el cuello. Si la muerte, que pesa tan espantosamente sobre los mortales, se me hubiera agarrado al cuello, no habría sentido un peso mayor".
»Los habitantes del mundo de las hadas entraron entonces en palacio y Bladudd tras ellos. Invisible gracias al hechizo, se situó junto a una columna y se puso la mano en la boca para no gritar ante las maravillas que contemplaba. En efecto, doquiera posaba la mirada, veía fantásticos tesoros; en todos los rincones y grietas del palacio había incontables maravillas. Y el más insignificante tesoro de los que allí había sobrepasaba en mucho cualquiera de los que hubiera visto en su mundo. Sobre un trono adornado de piedras preciosas estaba sentado el rey. Sus cabellos relucían como el fuego y su rostro resplandecía. Su belleza superaba incluso la de los hermosos jóvenes de la corte.
»Bladudd creyó que no lo descubrirían. Pero, tan pronto como se situó junto a la columna, el rey se levantó y exclamó: "¡Hay un mortal entre nosotros!".
»Bladudd, sorprendido, olvidó el hechizo y se hizo visible.
»El rey lo miró y le preguntó su nombre y su rango.
»Bladudd contestó con orgullo: "Pertenezco a una noble familia que sin duda honraría vuestra hospitalidad. Y puesto que soy un extranjero entre vosotros, reclamo la misma hospitalidad que tú me exigirías si nuestros papeles se intercambiaran: buena comida y bebida, la compañía de una hermosa mujer, arpistas para halagar los oídos, el mejor lugar junto al fuego y un buen número de suaves mantas para el lecho".
»El rey observó: "Es una audaz exigencia. ¿A qué has venido?".
»Bladudd respondió: "He venido en busca de la verdad que abre la puerta de la sabiduría. Juro por los dioses que sirven de testimonio a mi pueblo que no tengo intención de causaros daño alguno. Además, por mucho que me lleve no os empobreceré, porque lo único que deseo es un poco de vuestra sabiduría".
»Cuando el rey oyó estas palabras, echó la cabeza hacia atrás, soltó una sonora carcajada y dijo: "¿Crees que nosotros compartimos así como así nuestro saber?".
»"Nunca se pierde nada con preguntar", replicó Bladudd.
»Y el rey repuso: "Es bien cierto. De todos modos, jamás imaginé que un hombre mortal pudiera encontrar el camino que conduce hasta aquí, a excepción de Bladudd ap Rhud Hudibras de Caledon".
»"Yo soy ese hombre", confesó Bladudd, asombrado de que su nombre fuera conocido entre aquella maravillosa y poderosa gente.
»"Bueno, entonces tu ingeniosa y audaz lengua se ha ganado un puesto entre nosotros…, aunque quizá no sea el que tú has imaginado. Cuidarás de mis cerdos", fue la respuesta del rey.
»Así fue como Bladudd, que jamás había visto un cerdo y mucho menos olido uno, se convirtió en el porquero del rey de la Tierra de Promisión. Bladudd pronto se dio cuenta de que tales cerdos eran las más maravillosas criaturas que jamás hubiera visto. Su principal virtud consistía en que, aunque fueran sacrificados y devorados, al día siguiente estaban vivos otra vez. Pero el portento no paraba ahí. ¡Ni mucho menos! En efecto, el comer la carne de esos cerdos preservaba al pueblo del rey de la muerte.
»Durante siete años, según sus cuentas, cuidó Bladudd aquella maravillosa piara, aunque en todo ese tiempo no tuvo la menor oportunidad de meter su dedo meñique en la salsa de un cerdo asado, y mucho menos la oportunidad de probar un bocado de su carne. Diariamente, a mediodía, los criados del rey iban a buscar los cerdos que se necesitaban para el banquete de la noche. Y todas las mañanas los cerdos regresaban a la pocilga de Bladudd.
»El astuto Bladudd miraba y escuchaba sin cesar. Con sus cerdos recorría la Tierra de Promisión, se familiarizaba con sus habitantes, conversaba con ellos y aprendía muchísimo. Por la noche, escuchaba las canciones de los bardos en el palacio del rey y aprendía aún más. De este modo, pese a lo humilde de su situación, fue acrecentando su sabiduría, sintiéndose por eso plenamente satisfecho.
»Un día, transcurridos siete años, Bladudd estaba apacentando la piara junto a un arroyo. Oyó el sonido de un cuerno de caza y vio que un grupo de jinetes se dirigían al galope hacia el soto. En torno a los corceles corrían los sabuesos; cazadores y perros perseguían a un magnífico ciervo, blanco como la espuma del mar, con cuernos y orejas de color rojo.
»El ciervo blanco saltó ágilmente el arroyo y fue a parar a pocos pasos de Bladudd; luego sacudió las astas y desapareció en el bosque. Sabuesos y jinetes buscaron al ciervo, pero, pese a los ladridos de los perros y a las miradas escrutadoras de los hombres, era evidente que le habían perdido el rastro.
»Bladudd los miró y se dio cuenta de que los veía como reflejados en un estanque; no parecían de carne y hueso. Entonces comprendió que el arroyo era uno de esos linderos que separan un mundo de otro, y que él estaba mirando nada menos que el mundo que había abandonado. Vio los hermosos dibujos de las vestiduras de los jinetes, oyó el rítmico sonido de sus conversaciones y lo invadió una tremenda nostalgia. Los ojos se le llenaron de lágrimas y se tendió junto al arroyo llorando con nostalgia su antigua forma de vida.
»Desde ese momento, Bladudd perdió todo su deseo de permanecer en la Tierra de Promisión y deseó con todas sus fuerzas regresar a su patria otra vez. Se obsesionó con la idea de volver junto a su familia y a su clan y aguardó la oportunidad de hacerlo.
»Esperó y esperó y por fin se le presentó la oportunidad de regresar el día del samhein, cuando los caminos entre los mundos se abren y se puede atravesar de uno a otro. Reunió sus pertenencias y se dirigió al vado donde había visto al ciervo blanco. Salió a escondidas del caer del rey, sin que nadie lo detuviera o le preguntara adónde iba. Y se llevó nueve cerdos del rey, porque quería ofrecer un regalo a Albión.
»Todo iba bien hasta que los cerdos chillaron y despertaron a todos con sus lastimeros ayes. El rey lo oyó y se dispuso a perseguirlos. Bladudd huía intentando toda clase de hechizos para eludirlo.
»Al llegar al arroyo, el valeroso Bladudd pronunció un hechizo que lo transformó en salmón, y a los nueve cerdos en escamas. Pero el rey adoptó la apariencia de una nutria. Entonces el joven se metamorfoseó en una ardilla, a los cerdos en nueve piñones de una piña. Pero el rey se convirtió en un hurón. Después Bladudd tomó la forma de una garza y los cerdos fueron plumas. Pero el rey se convirtió en águila. Al final, Bladudd se transformó en lobo, y a los nueve cerdos en pelos. Pero el rey adoptó la forma de un cazador a caballo, arrojó una lanza contra Bladudd y los cerdos y les devolvió su auténtica naturaleza.
»"¡Qué porquero tan desleal!", exclamó el rey.
»Bladudd le contestó con audacia: "No es cierto, poderoso señor. Te he servido muy bien durante siete años. En todo ese tiempo no has sufrido pérdida alguna porque he preservado a los cerdos de la depredación del lobo o el águila, no se ha extraviado ninguno y he procurado y conseguido que no les sucediera nada malo. No has perdido ni un simple pelo del más pequeño de los lechones. ¡Y todo gracias al celo con que los he cuidado! Te lo aseguro: ni siquiera he metido ni el dedo meñique en la salsa del asado para luego chupármelo. Y tú ni siquiera te has dignado premiar con una simple palabra amable todo lo que he hecho por ti. Así pues, poderoso rey, me pareció justo llevarme una pequeña recompensa por haber incrementado la piara".
»"¡Pretendías robarme los cerdos!", bramó el rey.
»"No es cierto, señor. Simplemente me he propuesto honrar tu nombre y hacerlo tan famoso en mis tierras como lo es en las tuyas, regalando estos cerdos a mi pueblo en tu nombre. Lo he hecho para que nadie pueda pensar que eres pobre y avariento", fue la respuesta.
»La cólera ensombreció el rostro del rey, que rugió: "Eres un atrevido. No tienes idea del problema que tu entrometimiento habría causado si no te lo hubiera impedido. Los mortales sufriríais las más penosas tribulaciones si estos cerdos hollaran vuestras tierras. Sin embargo, lo impediré para que no se derrame sangre inocente. Ya puedes agradecerme mi bondad".
»"Gracias por nada", repuso el audaz príncipe.
»"Viniste en busca de sabiduría…", comenzó a decir el rey.
»"Y recibí sabiduría, pero no gracias a ti", replicó Bladudd.
»Y el rey dijo: "Si hubieras aprendido a dominar tu egoísmo y orgullo, habrías recibido un regalo mucho más valioso de lo que hubieras podido soñar".
»Al decir esto, el rey alzó la lanza y la dejó caer sobre la cabeza de Bladudd, quien perdió el sentido y cayó al suelo como si estuviese dormido. Cuando abrió los ojos, se encontró de nuevo en Albión y no vio rastro alguno del rey ni de los cerdos.
»Y ocurrió que el golpe propinado por el rey castigó a Bladudd despojando a su cuerpo de todo atractivo y belleza. Se le cayeron los cabellos, se le pudrieron los dientes, su piel se hinchó y sus músculos se debilitaron. Lo que en otros tiempos habían sido finos ropajes se convirtieron en harapos. Tenía el aspecto de un hombre a quien la Muerte ha llamado.
»Trató por todos los medios de recuperar su antiguo aspecto, pero no le sirvió de nada todo lo que había aprendido. No fue capaz de conjurar el encantamiento que había caído sobre él.
»Cuando Bladudd se dio cuenta de la magnitud de su desgracia, comenzó a lamentarse: 'Triste acogida me aguarda en mi hogar. No soy un hombre digno de ser agasajado por los amigos, celebrado por los bardos o amado por una hermosa mujer".
»Se envolvió lo mejor que pudo en sus andrajos y se dirigió a la fortaleza de su padre. La gente retrocedía al verlo y nadie osó detenerlo hasta que llegó a las mismas puertas de la fortaleza. Los guardianes se negaron a franquearle el paso y le preguntaron: "¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? ¿Qué te hace pensar que permitimos comparecer ante el rey a hombres con semejante aspecto?".
»El misterioso viajero repuso: "Sólo a mí me incumbe quién soy y qué hago aquí. En cuanto a vuestro rey, decidle que soy un hombre capaz de contarle inimaginables maravillas. Y, si eso no lo conmueve, decidle que traigo noticias de su perdido hijo, Bladudd".
»Tan pronto como el rey recibió tal mensaje, ordenó que llevaran al extranjero ante su presencia inmediatamente.
»"¿Quién eres, señor? Y, sobre todo, ¿qué noticias traes de mi hijo?", preguntó cortésmente Rhud.
»"Tienes ante ti a tu hijo", replicó el extranjero extendiendo los brazos de modo que sus andrajos resbalaron de su cuerpo mostrando del todo su monstruoso aspecto.
»El sabio y bondadoso rey se echó a llorar. Y también Bladudd y todos los parientes y camaradas del clan. Porque el príncipe había perdido todo su atractivo y se había convertido en un ser horripilante. Al cabo de un rato dejaron de llorar y le llevaron pan, carne y cerveza al joven, quien, mientras se recuperaba de las fatigas de su largo viaje, les contó su fabulosa historia. El rey lo escuchó con suma atención y deliberó con sus capitanes para decidir lo que se podía hacer.
»Uno de los consejeros dijo: "Es un triste caso, muy lamentable. No obstante, y perdóname por lo que voy a decir, la tradición de la dignidad real no admite excepciones: un hombre deforme no puede ser rey. Y Bladudd, tienes que admitirlo, es más que deforme. Por tanto el príncipe no puede ocupar un lugar entre los nobles con torques de plata que merecen ser reyes".
»El sabio consejero estaba en lo cierto. Incluso Bladudd tuvo que aceptar que no tenía más remedio que esconderse de la vista de los hombres. Se marchó lejos y se construyó en el bosque una casa donde nadie pudiera ver su deformidad.
»Durante siete años vivió retirado y oculto en su casa, con sólo un criado para ayudarlo. En todo ese tiempo ningún hombre se le acercó, y mucho menos la bella silueta de una mujer. Un día, transcurridos siete años, su criado le dijo: "Bladudd, levántate. Alguien ha venido a verte".
»"¡Qué maravilla!" -se alegró Bladudd, y, mirando en torno, preguntó-: ¿Dónde está esa extraordinaria persona?"
»"Ahí fuera, aguardando ser recibida, señor."
»"¡Que entre enseguida!", exclamó Bladudd.
»Así fue admitido el visitante. Cuando estuvo ante Bladudd se quitó la capucha del manto y resultó ser una mujer. Pero no poseía belleza o atractivo algunos. Tenía los ojos apagados, la boca sin dientes, los labios hinchados; era fea como el lodo. Pese a ello, a Bladudd le pareció seductora por la simple razón de que había ido a verlo y porque no pestañeó ni retrocedió de repulsión ante su aspecto, sino que sonrió como si no reparara en la grotesca apariencia del príncipe. Lo saludó cariñosamente y no mostró el menor disgusto o temor ante su deformidad.
»Bladudd, encantado e intrigado, le preguntó: "¿Quién eres, mujer? ¿Dónde está tu casa y qué estrella errante te ha traído hasta aquí?".
»"Vengo de un lugar que conoces muy bien aunque quizá no lo creas. Y he venido a verte porque tengo buenas noticias para ti", fue la respuesta.
«"Entonces ¿por qué me tienes en ascuas? Me muero por oír una buena nueva. Dime enseguida esas excelentes noticias", exclamó Bladudd.
»"He descubierto un modo de curarte, señor, si es que lo deseas."
»"¡Desear! – gritó el príncipe deforme-. Los bardos no tienen una palabra que pueda expresar la magnitud de mi deseo por ser curado. Te explicaré lo que es desear. ¿Sabías que no he visto una mujer en siete años? ¿Ni tampoco un hombre, a decir verdad, a excepción de mi criado? ¡Claro que deseo ser curado!"
»"Muy bien, ven conmigo", dijo la mujer.
»Bladudd quería irse con ella, pero dudó al pensar en el tremendo efecto que su horrible aspecto produciría entre sus parientes. Por eso preguntó: "¿Cómo sé que vas a curarme y no a dañarme aún más? Perdóname, pero quizás el irme contigo sólo me acarree humillación y desgracias".
»"Allá tú, príncipe", replicó la mujer haciendo ademán de marcharse.
»"¡Espera! ¿Adónde vas?", gritó Bladudd.
»La mujer repuso: "Procura aclarar tus ideas, Bladudd. ¿Quieres acompañarme o no?".
»"Sí", contestó él. Recogió sus andrajos y se apresuró a seguirla.
»El príncipe deforme siguió a su visitante, y ella lo condujo a una árida colina, luego a un árido páramo y por último a un estanque de negro lodo fétido y burbujeante.
»"Quítate los andrajos y métete en el estanque. El agua tiene poderes curativos", le indicó la mujer mientras se instalaba en una roca cercana.
»Bladudd miró dubitativo el hediondo cieno. La superficie del lodo se agitaba y movía exhalando un humo fétido. Le pareció más un castigo que una cura. Pero no quería ofender a su visitante, y al fin y al cabo habían recorrido un largo camino. Así pues, se metió en el estanque.
»El lodo estaba caliente y le quemaba la piel. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Pero Bladudd, que había soportado su desgracia con gran entereza, aguantó el dolor por el enorme deseo que sentía de ser curado. Cuando ya no pudo soportar por más tiempo el calor, salió del hediondo estanque y se encaró con la mujer.
»"Es muy cómodo el papel de espectador. La verdad es que esperaba algo diferente", comentó, observando indignado su cuerpo cubierto de barro.
»Ella le dijo: "Sólo por eso debería dejarte tal y como te he encontrado. Pese a ello, tu curación está casi acabada. Al pie de aquel árbol encontrarás un pilón lleno de agua. Quítate el barro y, aunque no me creas, ya verás cómo te sorprendes del resultado".
»Bladudd se dirigió hacia el pilón, se metió dentro y se lavó. El agua estaba limpia y fría; era una verdadera caricia para su embarrada piel. Se relajó dentro del agua y olvidó sus dolores. Olvidó, además, todas sus antiguas inquietudes y problemas. Cuando se dispuso a salir del pilón, su mente estaba totalmente renovada. Miró su deforme cuerpo y, ¡oh maravilla de maravillas!, vio que también estaba del todo renovado.
»Se dirigió presuroso hacia la mujer que lo esperaba en la roca.
»"¡Estoy curado! Aún más, no miento al asegurarte que me encuentro mejor ahora que cuando el rey de la Tierra de Promisión me golpeó con su lanza", le dijo, contemplando con regocijo su cuerpo.
»Como ella no le respondía, el príncipe alzó los ojos y vio que la espantosa mujer había desaparecido y que en su lugar estaba la más hermosa doncella que jamás hubiera contemplado. Sus cabellos eran de un amarillo tan pálido que parecían blancos; su piel era hermosa y suave como la leche, y sus ojos eran muy azules y brillaban como piedras preciosas; sus dientes eran finos y su nariz recta; su frente tersa, su cuello esbelto y elegante, sus dedos muy largos, sus brazos flexibles, su pecho suave y grácil. Era la mujer de los más ocultos sueños de Bladudd.
»"Señora, ¿dónde está la desdentada mujer que me trajo hasta aquí? Debo agradecerle el singular servicio que me ha prestado", dijo el príncipe con voz temblorosa.
»La gentil doncella miró a Bladudd; luego miró a derecha e izquierda.
»"No veo mujer alguna. Creo que debes de estar equivocado. ¿O acaso te parezco desdentada?", repuso ella con una voz dulce como la miel.
«Sonrió tan dulcemente que las rodillas de Bladudd se echaron a temblar, y el joven temió caer de bruces ante la muchacha.
»"Señora, no veo en ti defecto alguno", balbuceó Bladudd.
»La doncella repuso: "Ni yo en ti. Pero a lo mejor te sentirías más a gusto si te pusieras alguna ropa".
»Bladudd enrojeció y miró en torno.
»"Haces bien en recordármelo. Sin embargo, prefiero ir sin manto y sin vestidos a ponerme esos harapos", replicó mirando de reojo los andrajos que había arrojado al suelo.
»"¿Harapos? – repitió la hermosa muchacha-. Debes de estar acostumbrado a ropajes muy finos para considerarlos andrajos."
»Se inclinó y recogió el montón de ropa. Bladudd vio con asombro que sus andrajos se habían convertido en los más finos ropajes que imaginarse pueda.
»"¿Son mis vestidos? – se preguntó en voz alta con asombro, porque lo que le tendía la dama era un manto, un siarc, unos breecs y unos buskins más lujosos que los que poseía su padre el rey Rhud Hudibras-. ¿Son de verdad míos?"
»"Supongo que no imaginas que son míos -contestó la doncella acariciando con sus elegantes manos su suave manto de color blanco-. Y, en confianza, me parece que a ti te hacen más falta que a mí."
»El asombrado Bladudd se vistió rápidamente alabando la excelente hechura de sus nuevas ropas. Cuando hubo terminado, parecía un verdadero rey.
»"Te diré la verdad -le dijo a la muchacha-. Estoy acostumbrado a las cosas buenas, pero jamás he poseído unos ropajes tan finos."
»La doncella le indicó: "Olvidas tu espada".
»Bladudd la miró y vio que la joven sostenía en sus manos una espada con empuñadura de oro.
»"¿Es mía?", inquirió sospechando alguna añagaza, porque jamás había poseído un arma tan espléndida.
»La dama repuso: "No veo a ningún otro aquí; sólo a ti, y he de confesarte que en verdad me agrada lo que veo".
»Bladudd se ciñó alegremente la espada a la cintura y se sintió como un verdadero rey. Contempló con mirada amorosa a la joven.
»Luego, con el corazón henchido de amor y gratitud, dijo: "Señora, ¿cómo te llamas?".
»La muchacha miró a Bladudd a través de sus largas pestañas y preguntó: "¿No me conoces?".
»El príncipe respondió: "Si te hubiera visto antes, te aseguro que te recordaría. Si hubiera oído tu nombre una sola vez, habría grabado eternamente dentro de mí su sonido".
»La muchacha se levantó, sonrió y, tendiendo una mano hacia Bladudd, dijo: "Mi nombre es Soberanía. Hace mucho tiempo que te buscaba, Bladudd".
»"Un nombre sin igual -afirmó Bladudd ladeando la cabeza-. Te ennoblece aún más si cabe."
»Le cogió la mano, y su contacto lo llenó de placer.
»"Señora, ¿querrás acompañarme a mi casa?", añadió.
»"Empezaba a pensar que no me lo ibas a pedir jamás", repuso la gentil doncella, y señaló hacia un sauce al que estaban atados dos corceles.
«Juntos, la hermosa doncella y el apuesto príncipe cabalgaron hacia el reino de Rhud Hudibras.
»Cuando el padre vio a su hijo totalmente curado, fue tan grande su regocijo que rompió a llorar de alegría. Luego ordenó que se celebrara un banquete para festejar el regreso de su hijo en otros tiempos deforme.
»"¡Estás curado, querido hijo! Dime cómo ha ocurrido", exclamó el rey entre lágrimas.
»El feliz príncipe le contó lo que había sucedido desde la última vez que se habían visto: los siete anos de largo exilio, la llegada de su visitante, el baño en el hirviente lodo, el estanque, la aparición de la doncella, todo. El rey Rhud escuchó la historia sacudiendo la cabeza, maravillado de cuanto oía.
»"Así que le rogué a la joven que me acompañara a mi casa. Aquí la tienes", concluyó Bladudd.
»Miró amorosamente a la doncella y añadió:
«"Espero que se quede conmigo para siempre. Creo que no podría vivir ni un día si me abandonara".
»"Me quedaré contigo, Bladudd", dijo la doncella.
»"¿Querrás casarte conmigo?", preguntó Bladudd con el corazón palpitante como un tambor.
»La más hermosa de las doncellas prometió: "Me casaré contigo, Bladudd. He nacido para ti, y tú para mí…, si es que quieres saberlo".
»Así fue como Bladudd y la hermosísima muchacha se casaron aquel mismo día. Y aquel mismo día Bladudd se convirtió en rey, porque su padre, al ver la sabiduría y bondad de su hijo y la belleza y sabiduría de su esposa, renunció a la torques de oro y convocó a sus capitanes y a su pueblo. Llamó también a su Jefe de la Canción, y cuando todos estuvieron reunidos les dijo: "¡Escuchadme! Ya no quiero seguir siendo vuestro rey".
»Las tribus comenzaron a lamentarse porque había sido un rey justo y bueno.
»"A ti te corresponde elegir a mi sucesor. Elige sabiamente y habrás elegido bien", le dijo a su bardo.
»El bardo y el pueblo deliberaron un rato mientras el rey aguardaba. Cuando hubo pasado un tiempo razonable, el rey preguntó: "¿Y bien? ¿Cuál es tu decisión?".
»El bardo, en nombre del pueblo, respondió con potente voz: "Sabemos bien que jamás encontraremos a un señor tan grande y bueno como tú para que nos gobierne; pero, como has declarado que ya no deseas ser rey, lo cual lamentamos y lamentaremos amargamente, elegimos a Bladudd. Que él sea para nosotros un pilar de protección y una espada de recto juicio".
»Rhud se alegró enormemente al ver que el pueblo había sabido leer en su corazón. Y el Jefe de la Canción colocó la torques de oro, símbolo de la dignidad real, en el cuello de Bladudd. Desde aquel día, Bladudd gobernó con sabiduría y justicia. Su constante deseo por alcanzar la Verdad y su esposa, Soberanía, lo asistieron en todo y en todo prosperó Bladudd.
»Aquí termina la historia del príncipe deforme. Que la escuche quien lo desee.»
Las últimas notas del arpa se prolongaron largo tiempo en el bosque. Me senté junto al fuego, dejé a un lado el arpa y bebí de mi jarra. Oí cómo el silencio del bosque se hacía más profundo mientras la noche extendía su manto sobre nosotros, arropándonos en su corazón de tinieblas.
Al cabo de un rato, Gofannon, con su voz que resonaba como un trueno en el montículo, dijo:
–He sido bendecido con el regalo de tu canción, y también por el no menos espléndido regalo de vuestra compañía.
–Somos nosotros quienes debemos estarte agradecidos, señor repuse-. Tu comida y tu bebida han significado nuestra salvación.
–¡Bah! – exclamó el gigante con impaciencia-. La comida y la bebida sacian sólo un corto tiempo y luego desaparecen. Pero el regalo que me habéis hecho me acompañará y me sostendrá doquiera que vaya. En honor de esta verdad, quiero recompensaros: os concederé el don de tu canción.
–Gofannon, poderoso señor -contesté-, hemos gozado de la liberalidad de tu hogar, de tu amabilidad y de tu compañía. Ya nos has concedido más de lo que hubiéramos osado pedirte.
–Aun así -respondió el gigante-, os recompensaré con creces por el servicio que me habéis brindado esta noche.
Oí un crujido y me pareció que la voz del gigante sonaba desde algún lugar por encima de mi cabeza.
–Ahora, a dormir -dijo-. Descansad en paz junto al fuego. No os inquietéis por nada. Ningún enemigo interrumpirá vuestro reposo; nada os perturbará en mi soto.
La voz se fue desvaneciendo y me di cuenta de que el dueño y señor del bosquecillo se había retirado a su cueva. Mientras nos dejaba entregados al descanso le oímos decir:
–Recibiréis mi recompensa a su debido tiempo. Procurad estar preparados para recibirla.
La tentación era grande; jamás había tocado un arpa tan magnífica.
–¿Ha dejado algo más? – pregunté.
Llew se detuvo y echó una ojeada al campamento.
–No -dijo-. Sólo el arpa. No hay rastro del tonel de cerveza, ni de las jarras; ni siquiera de las sobras de la comida. Todo ha desaparecido excepto el arpa. Es tuya, créeme. Incluso tiene una correa.
Al despertarnos, la cueva estaba vacía; el señor de la fragua había desaparecido. Pero había olvidado el arpa. Quizá, como insistía en repetir Llew, Gofannon deseaba que me la quedara. Pero yo había empezado a albergar dudas acerca de nuestro gigantesco anfitrión.
–Deberías quedártela, Tegid -insistió Llew- no puedes dejarla ahí tirada.
–Tienes razón, hermano. – Cogí la correa y me cargué el arpa al hombro-. Vámonos.
Silenciosamente, para no perturbar la paz del nemeton, emprendimos el camino; Llew abría la marcha, y yo lo seguía con la mano izquierda sobre su hombro, tanteando el camino con la vara que llevaba en la mano derecha. No regresamos al campamento del día anterior, sino que seguimos el sendero que bordeaba el río. Caminamos largo rato. Llew iba sumido en sus pensamientos, y yo también tenía suficientes preocupaciones con las que entretenerme.
El día era templado. Caminábamos por la ribera del río, cosa que hacía más fácil la marcha. A mediodía nos detuvimos a beber, cogiendo el agua con las manos, y después nos sentamos en el herboso bancal a descansar.
–Anoche fue la primera vez desde que…, desde que Meldron… -Llew se interrumpió-, la primera vez que no sentí dolor.
Me di cuenta de pronto que mi herida ya no me molestaba ni me ardía. Me llevé una mano a mis destrozados ojos; aunque la herida estaba aún tierna, el dolor había desaparecido por completo.
–Al parecer Gofannon nos ha favorecido con su bendición, tal como prometió -observó Llew.
–No creo que fuera Gofannon -dije más para mí mismo que para que me oyera Llew.
–¿Qué quieres decir?
–Tomó la apariencia de Gofannon -respondí-, pero creo que no fue el Artífice de la Forja quien nos hospedó anoche.
–Entonces ¿quién era?
–Otro gran señor, mucho más poderoso y ancestral. Quizá la mismísima Mano Segura y Certera.
–Quizá -repuso Llew pensativamente-. No lo viste mientras cantaba.
Pero yo lo observé con mucha atención. Cambió por completo, Tegid. Antes tenía una apariencia salvaje, imponente, pero, mientras escuchaba tu canción, adquirió un aspecto totalmente distinto. Te lo aseguro, hermano, cambió por completo.
–¿De verdad?
–Si lo hubieras podido ver, lo creerías. Cuando terminaste de cantar, no podía ni hablar. Ni yo tampoco. Siempre has cantado muy bien, Tegid, pero anoche… -Llew hizo una pausa, como buscando las palabras más adecuadas-. Anoche cantaste como el mismísimo Phantarch.
Me quedé pensativo. A decir verdad, mientras cantaba, me había parecido que podía ver. Mientras la canción salía de mi boca y las palabras me iban fluyendo a los labios, dejé de ser ciego. Durante todo el tiempo que estuve cantando, vi el esplendor del mundo ante mí, como si mis tinieblas se iluminaran con la luz de la canción, como si la visión de la canción se convirtiera en mi vista.
Reanudamos la marcha y nos fuimos internando en las boscosas colinas de Caledon. Bajo mis pies noté que la tierra comenzaba a ascender, las colinas eran más altas y los valles más profundos a medida que nos acercábamos a los picos de las montañas. El río se fue haciendo más estrecho, más profundo, más rápido, y la corriente más ruidosa. Llew me guiaba con habilidad: se había convertido en mis ojos.
Pero, a medida que el sendero ascendía y el bosque se espesaba, nuestra marcha se hizo más lenta y se convirtió en una penosa ascensión. Para aliviar el cansancio, íbamos charlando de la tierra, de las estaciones, de los movimientos del sol en la bóveda celeste. Discutíamos el nombre y la posición de las estrellas: la Uña del Cielo, el Bendito Salvado, el Carro, el Oso y el Jabalí, las Siete Doncellas, Arianrhod con la Rueda de Plata y todas las demás. Ahondábamos en misterios a la vez antiguos y sagrados. Charlábamos de cosas secretas y de cosas conocidas, de cosas visibles y de cosas invisibles, como los poderes del aire y del fuego, de la tierra y del agua; de principios y verdades como la sinceridad, el honor, la lealtad, la amistad y la justicia. Hablábamos de grandes reyes y jefes, de líderes sabios y de líderes locos. También charlamos largamente de la dignidad real, del derecho a gobernar pueblos y naciones, de los secretos del recto juicio, de la sagrada naturaleza de la soberanía.
Como siempre, Llew mostraba gran interés por todo. Su capacidad era asombrosa. Tenía una memoria de bardo. Aprendía y recordaba. Su sabiduría crecía, como crecen los árboles cuando alcanzan con sus raíces las aguas subterráneas: a lo alto y a lo ancho, extendiendo sus ramas y sobresaliendo en la espesura. Como hubiera dicho Ollathir, se estaba convirtiendo en un roble de sabiduría.
Le dije muchas cosas que sólo conocían los bardos. Pero ¿qué importaba? Ya no había bardos en Albión, y la sabiduría, igual que el fuego, se acrecienta cuando se comparte.
Pero, aunque iban acrecentándose sus conocimientos, no vislumbré en él la menor chispa del awen, el menor destello del resplandor que se escondía en su alma. El awen de Ollathir permanecía oculto como una gema escondida, aguardando revelarse cuando y donde quisiera.
Comíamos lo poco que encontrábamos, pero el hambre era nuestra compañera inseparable. En cambio, no padecíamos sed, porque bebíamos agua del río hasta saciarnos. Nuestros cuerpos enflaquecieron por el ayuno y se fortalecieron con los rigores del camino. Las privaciones nos acercaron aún más a nuestras almas. Llew y yo nos convertimos en hermanos de corazón, porque nos unía un lazo más estrecho que el de la sangre.
Un día, después de muchas jornadas de viaje, nos despertaron la lluvia y el viento del norte. Permanecimos bajo los árboles esperando a que el temporal cesara. Llovió todo el día y, cuando finalmente cesó la lluvia y las nubes se despejaron, era ya demasiado tarde para emprender la marcha. Pero, así y todo, ascendimos hasta el final del sendero para ver el panorama.
–Estamos en la cima de una colina que se cierne sobre una cañada me explicó Llew-. La colina que se alza al otro lado de la cañada es muy alta, más que ésta.
–¿Qué hay más allá?
–No lo veo; hay una pared alta y escarpada. Será difícil escalarla. Quizá sea mejor buscar otro camino.
Asentí, tratando de grabar en mi mente el paisaje que acababa de describirme.
–¿Qué aspecto tiene el bosque?
–Abundan sobre todo los pinos, muy densos en las cañadas, pero un poco más escasos en las cimas. – Hizo una pausa para abarcar todo el panorama a izquierda y derecha-. Creo que la colina forma parte de una enorme cordillera; parece que hay un camino que la recorre de norte a sur. Si es así, podríamos seguirlo en dirección sur.
Medité unos instantes. ¿Era posible que hubiera en Caledon algún sendero antiguo? Tal vez, pero yo no sabía de ninguno. De pronto el viento arreció y cambió de dirección soplando del sur y llevándose la lluvia; el aire se llenó de un fuerte aroma a pino húmedo.
Inspiré el agradable perfume, y ante los ojos de mi mente apareció la imagen de un lago: el lago de mi visión. De pronto, vi la escarpada ladera de la cañada que se hundía en el bosque y los altos pinos que se alzaban hacia un despejado cielo azul, que se reflejaba en la límpida superficie del lago.
–¿Qué te sucede, Tegid? – preguntó Llew, que ya se iba acostumbrando a mis lapsos-. ¿Qué estás pensando?
–Subamos al punto más alto de la sierra.
Llew no dijo que no.
–Queda poco tiempo de luz; estamos lejos y se hará de noche antes de que lleguemos a la cima.
–A mí me da exactamente igual.
Llew me dio un codazo.
–¿Es un chiste, Tegid? Es la primera vez que bromeas a costa de tu ceguera.
Luego observó el camino que teníamos que seguir y suspiró.
–Vamos.
Descendimos muy deprisa, pero la ascensión de la otra ladera fue muy penosa. Llew se apresuraba todo lo que podía mientras la luz iba apagándose. Habría ido más deprisa sin mí, pero tampoco mucho más, pues, aunque los matorrales me golpeaban constantemente las espinillas, me había convertido casi en un experto en tantear el camino con mi bastón y podía andar con relativa velocidad.
A medida que la pendiente iba haciéndose más abrupta, las instrucciones de Llew fueron haciéndose más sucintas; hablaba sólo lo necesario para guiarme, y me pregunté asombrado si era consciente de lo bien que lo hacía. ¿Acaso era muy diferente guiar a un ciego que gobernar a los hombres? Escoger la dirección adecuada, elegir el sendero más seguro, advertir de las irregularidades del camino con palabras de ánimo, guiar, abrir la marcha sin alejarse demasiado… En el fondo, ¿no consistían en lo mismo el trabajo de guía y el de rey?
–Ya queda poco -comentó Llew-. Casi hemos llegado.
–¿Qué ves? – le pregunté.
–Estaba en lo cierto al pensar que se trataba de una cordillera. – Me cogió del brazo y tiró de mí hasta colocarme junto a él-. El panorama es espléndido, Tegid. El sol se ha puesto y el cielo tiene el color del brezo. Estamos en un risco muy alto. Ante nosotros se abre una vasta cañada en forma de escudilla, rodeada casi enteramente por la pared del risco. Un arroyo atraviesa la pared en algún lugar ahí abajo y desemboca en un lago que hay en el centro de la cañada. Altos árboles bordean el lago por tres lados; en el cuarto hay un hermoso prado cubierto de yerba. El lago es como un espejo; se ven las nubes reflejadas en el agua… y las estrellas que han comenzado a aparecer. Es bellísimo -concluyó-. Me gustaría poder describírtelo mejor. Me gustaría que pudieras verlo con tus propios ojos.
–Lo he visto -repliqué-. Y realmente es muy bello.
–¿Conocías este lugar?
–Nunca había estado aquí -le expliqué-, pero estoy casi seguro de que es el paraje que vi en mi visión.
–La visión que tuviste en el bote…, ya recuerdo. – Luego contempló otra vez el lago-. ¿Qué más viste, Tegid?
Reavivé los recuerdos de aquella tormentosa noche y busqué los resplandecientes destellos de mi visión.
–Vi un lago…, vi una fortaleza de enormes y robustos troncos… Vi un ejército incomparable…, centenares de guerreros reunidos en torno a un trono que se levanta sobre un montículo -le dije reviviendo las imágenes-. Vi…
–Espera; quisiera que describieras el paraje con todo detalle. Procura ser muy preciso.
Me concentré, asiendo en mi mente las imágenes.
–Veo -comencé despacio- un soto de altos pinos que asoman por el risco a nuestra derecha. La ladera es escarpada y boscosa y se levanta desde la misma orilla del lago.
–Sigue.
–El lago es más largo que ancho; ocupa casi toda la longitud del valle. Como has dicho, está bordeado de árboles por tres lados, y en el cuarto hay un prado herboso.
–¿Cómo es el prado?
–Forma una pequeña llanura entre el lago y la montaña; una llanura perfectamente resguardada porque el risco se alza desde el suelo formando una escarpada pared a modo de muralla natural.
–¿Qué más?
–El lago está rodeado por una playa rocosa; de piedras negras, del tamaño de hogazas. Del bosque salen algunos senderos de caza que van a parar al lago.
–Es increíble -asintió Llew-. Es tal y como lo describes. – Me dio una palmada en el hombro-. Bajemos al lago. Acamparemos allí.
–Pero has dicho que ha oscurecido. ¿Cómo vas a ver el camino?
–No lo veo -contestó alegremente-. Es de noche. Pero no necesito ver el camino. Tú me guiarás.
–¿Te burlas de mí?
–¿No dijiste que te daba exactamente igual? – repuso-. Tu vista interior nos llevará hasta allí. Ni tropezaremos ni nos perderemos. No daremos ni un solo paso en falso.
Se oyó el graznido de un cuervo. Agucé el oído y oí otro en respuesta, luego muchos más. Pronto la cima de la montaña resonó con los desgarrados y agudos graznidos. Los cuervos se estaban reuniendo en el risco para pasar la noche.
–¿Has oído? – dijo Llew-. Los guardianes de este lugar nos están saludando. Vamos, hermano, sin duda seremos bien recibidos en estos parajes.
Estábamos en Druim Vran, el Risco de los Cuervos… «Es sin duda el lugar que apareció en mi visión», pensé, y me pareció oír de nuevo las proféticas palabras de la banfáith. «Pero Caledon se salvará; la Bandada de Cuervos acudirá en tropel a sus umbrías cañadas, y el graznido será su canción.»
Llew estaba en lo cierto. Me sumergí de nuevo en la visión que me había sido concedida y, ¡sí!, como si estuviéramos a plena luz del día, vi el camino que se extendía a mis pies.
–Muy bien -asentí-. Probemos la exactitud de mi visión. Bajaremos juntos.
Me ajusté la correa del arpa al hombro y di un paso con alegre audacia. Mi pie se posó en el camino que había visto mi mente. Luego di otro paso y otros dos más. Ante mi sorpresa, el camino que veía con los ojos del alma iba apareciendo a medida que avanzábamos. Vislumbré el estrecho sendero que descendía ante mí, aunque más que camino era un curso seco de agua preñado de raíces y de rocas desprendidas. Peligroso incluso a plena luz del día, iba a resultar muy traicionero para Llew en plena oscuridad.
Di unos cuantos pasos más.
–El sendero desciende abruptamente ahora -indiqué a Llew describiéndole lo que veía en mi mente-. Apoya tu mano en mi hombro. Bajaremos muy despacio.
Llew obedeció, y juntos emprendimos el lento descenso hacia el lago. Me concentré con todos mis sentidos; pese al frío de la noche, el sudor me corría por la frente y por la espalda. Cada paso era una prueba de confianza, una promesa que se renovaba y nos acercaba penosamente a la recompensa final.
Así íbamos descendiendo siguiendo el tortuoso sendero. Contrariamente a la optimista afirmación de Llew, perdíamos a menudo pie: tropezábamos en las piedras y nos enredábamos con las raíces; resbalábamos en los cantos rodados y nos arañábamos con ramas y matojos. Pero seguíamos adelante haciendo caso omiso de todos esos insignificantes obstáculos.
–Tegid, eres una auténtica maravilla -jadeó Llew con alivio cuando hubimos terminado el penoso descenso.
Caminamos un poco más hasta un lugar desde el que se veía el lago. Los árboles eran muy altos; encontramos un abrigo entre las ramas y nos dejamos caer sobre un lecho de pinaza.
–Estoy rendido -añadió con un gemido.
No tardó en quedarse dormido en el mismo lugar donde se había dejado caer.
Yo también estaba exhausto. Pero mi mente ardía de agitación. Ciego, había logrado salvar aquel camino traicionero. Guiado sólo con mi visión mental, había encontrado el invisible sendero, y sentía que dentro de mí un nuevo poder surgía como la llama de un fuego recién encendido. La visión que había tenido aquella pavorosa noche de tormenta se había hecho realidad. Paso a paso, habíamos comprobado que era cierta.
Estaba ciego, pero había encontrado una nueva capacidad para ver. Y me parecía que la vista que ahora poseía era más fidedigna que la que tenía antes. ¡Podía ver! Ya no me sentía confinado en las limitaciones de la luz y la distancia. ¡Podía ver! Si podía ver más allá de los más lejanos panoramas, ¿podría también ver más allá del presente y del futuro, podría ver lo que todavía tenía que ocurrir?
No pude conciliar el sueño. ¿Cómo hubiera podido? Me arrebujé en mi manto, contemplando mentalmente el lago, tal como era, tal como quizá podría ser. Rasgué suavemente las cuerdas del arpa y me puse a cantar, expresando con mi voz la visión que ardía en mi alma. El Supremo Sabedor es el Sumo Dador; que todos los hombres honren y veneren al que sostiene todo lo creado con su Mano Segura y Certera.
Al atardecer, mientras asaba sus presas, charlamos de todo lo que nos había sucedido hasta llegar a aquellos parajes. Discutimos el significado de mi visión y cómo podría hacerse realidad; y determinamos lo que debíamos hacer. Después, con los corazones reconfortados y esperanzados, comimos los pescados y conversamos.
Más tarde, mientras rasgaba las cuerdas de mi arpa, Llew me cogió la muñeca y me dijo con tono decidido:
–Tegid, quiero hacer algo.
–¿Algo como qué?
–No podemos quedarnos aquí sentados -continuó-, o no sucederá nada. Tenemos que hacer que suceda. Creo que deberíamos intentar algo.
–¿Y qué es lo que se te ha ocurrido? Dímelo y lo haremos.
–No sé -admitió-. Pero pensaré en algo.
No dijo nada más por el momento. Pero a la mañana siguiente se levantó con el alba y abandonó el campamento. Yo me desperté más tarde y me dirigí hacia el lago, pensando hallarlo allí. Pero no había ni rastro de él.
Me metí en el agua hasta la cintura y me lavé. Al salir, oí un ruido pesado y sordo. Agucé el oído y me apresuré a vestirme.
–¿Llew? – llamé. Luego grité-: ¡Llew! ¿Dónde estás?
–¡Aquí! – respondió-. ¡Aquí!
El sonido de la voz me indicó que estaba en el vasto prado, junto al lago.
–¿Qué ha sido ese ruido que he oído? – le pregunté.
–Esto -contestó colocando en mis manos un pesado objeto, redondo, suave y frío al tacto.
–¿Para qué estás acarreando piedras?
–Estoy marcando las dimensiones de nuestro caer -repuso cogiendo otro pedrusco-. Las piedras me sirven de hitos.
Al parecer había acarreado piedras de la orilla del lago y las había apilado. Ahora estaba recorriendo el perímetro de lo que iba a ser su fortaleza utilizando las piedras para señalar las murallas. Lo acompañé en el circuito y me fue enseñando dónde había colocado las piedras.
–Está muy bien -le dije-. Pero debería ser un bardo quien eligiera el emplazamiento de una fortaleza; sobre todo si ha de ser la residencia de un rey.
–Yo no soy un rey -gruñó-. Te olvidas de un detalle, Tegid. Soy un mutilado. En este mundo, los hombres no obedecen a un manco. ¡Es la pura y dura verdad!
–Sí -asentí- ¡Esa es la costumbre! Sin embargo, el Supremo Sabedor es el Sumo Dador…
–¡Basta ya! ¡Estoy harto de oírte!
–Pues vas a tener que hacerlo -insistí-. La Mano Segura y Certera te ha señalado; te ha escogido para labrar en ti su camino. Ahora te toca elegir a ti: o seguir o dar la vuelta. No hay otro camino. Si eliges seguir, quizá se nos revelen más cosas.
–No tiene sentido que yo elija. Nada de esto tiene sentido.
–Ya te lo he dicho muchas veces: es un misterio.
–¿Todavía persistes en tu idea?
–Desde luego -repuse.
–¿Por qué? ¿Qué te hace estar tan seguro?
–No estoy seguro -confesé-. Nada es seguro. ¿Deseas una certeza?
–¡Sí!
–Entonces es que deseas la muerte.
–¡Mi situación es terrible, Tegid!
–Sí, lo es, desde luego. Y difícil. Pero es que vivir es siempre una tarea ardua y fatigosa. Tendrás que escoger al final uno u otro camino. Nadie escapa de tener que elegir.
–¡Bah! Es inútil seguir hablando contigo -gritó, y su voz resonó en el valle como el grito de un pájaro.
–El sendero se va revelando a medida que avanzamos -le dije.
–Hablas como…, como un bardo -replicó colérico.
–Un bardo que no puede dejar de creer que hemos sido conducidos hasta este lugar con un designio. Y el que nos condujo hasta aquí no verá fallido ese designio.
–¡Pero si ya lo está! ¡Yo te creí, Tegid!
Me di cuenta en ese momento de que lo atenazaba un profundo dolor, y comprendí que la pérdida de su mano era la causa. Había en él una tremenda amargura, como si un arroyo envenenado le inundara el alma. Había soportado sus sufrimientos con bravura, pero no había desterrado de su corazón ni el dolor ni la amargura. Latían tras la impaciencia que había mostrado la víspera por la noche y tras el compulsivo trabajo de trasladar las piedras.
–Sólo digo la verdad cuando te aseguro que hay un misterio…
–¡Calla! – rugió arrojando al suelo la piedra que acarreaba-. No me hables más de misterios, Tegid, y no menciones nunca más la dignidad real. ¡No quiero oír ni una palabra más!
Le hervía la sangre, y pese a la distancia que nos separaba sentí el calor de su cólera.
–¿De qué serviría? – murmuró arrebatándome con brusquedad la piedra que sostenía en mis manos-. Ni siquiera tenemos herramientas para cortar una miserable rama de sauce, y mucho menos para construir algo. Si las tuviéramos, no nos quedaríamos aquí; volveríamos a Sci, adonde pertenecemos. No hay esperanza; estoy harto.
Nos quedamos callados un rato. El sol nos calentaba la espalda, el viento meneaba los pinos. Arriba, en Druim Vran, oí el graznido de un cuervo. «Está en un error -pensé-. Pertenecemos a este lugar.»
–Hay una esperanza -dije-. Remota, pero la hay.
–¡Palabrería de bardos! – gruñó Llew con desdén-. No podemos quedarnos, Tegid. No tenemos nada que hacer aquí. Si no podemos regresar a Sci, vayamos junto a los galanaes. Puede que el pueblo de Cynan nos reciba amigablemente.
Como no contesté, insistió:
–¿Me has oído?
Me incliné hacia la piedra que había caído a mis pies; había oído su impacto contra el suelo cuando la dejó caer.
–Te he oído -repuse-. Tienes razón.
–¿En que deberíamos viajar hacia al sur?
–En que deberíamos empezar de algún modo. Pero no aquí.
–¿Qué diferencia hay? – murmuró en tono sombrío.
Me volví hacia el lago. Al hacerlo, mi visión interior se despertó y vi la fortaleza; vi dónde debería estar.
–En el lago, eso es -le dije-. Pero no aquí, allí.
–Estás loco.
–Quizás -admití acercándome al lago.
–¿Quieres decir en el agua?
–Sí.
–¿En medio del lago?
–Será un crannog-le expliqué.
–¿Un crannog?
–Es una construcción sobre una falsa isla hecha de troncos y piedras, que es…
–Sé cómo es -me interrumpió Llew con impaciencia-. Pero si no podemos levantar ni una simple cabaña de barro, ¿cómo vamos a construir una fortaleza en medio del lago?
Al oírlo, mi visión interior se reavivó y vi una imagen de cómo sería el crannog.
–No será sólo una fortaleza -repuse-, sino una verdadera ciudad.
En efecto, la fortaleza que veía era muy grande, tanto como lo había sido Sycharth. Era una isla de tierra y troncos en medio del lago; y no sólo había una isla, sino muchas otras más pequeñas unidas con puentes y diques que conformaban una enorme fortaleza, un caer construido sobre el agua: viviendas redondas hechas de mimbre y arcilla, empalizadas, graneros, almacenes, y sobre el montículo central, en medio de la isla mayor, un espacioso palacete para el jefe.
Vi el humo que ascendía de las cocinas de las casas y de la chimenea del palacio. Vi ovejas, vacas y cerdos en los rediles del crannog, y también cultivos de cereal plantados en el vasto prado junto al lago. Docenas de embarcaciones de variados tamaños surcaban las aguas en torno al caer, los niños nadaban y jugaban y las mujeres pescaban en los bajíos.
Vi todo eso y mucho más. Y se lo fui describiendo a Llew a medida que lo veía.
–Me gustaría verlo con mis propios ojos -comentó, y noté que la amargura desaparecía, se replegaba en lo más recóndito de su corazón.
Luego alzó la piedra que sostenía con su brazo herido, se acercó al lago y oí el chapoteo que producía al caer al agua.
–¡Ya está! – gritó-. Ya he puesto la primera piedra. ¿Cómo llamaremos a nuestra ciudad acuática?
–Tú mismo la acabas de bautizar -contesté reuniéndome con él-. Dinas Dwr… la Ciudad Acuática. Así se llamará.
A Llew le agradó el nombre y arrojó otra piedra al lago.
–Dinas Dwr ha comenzado a ser construida -dijo-. Espero de corazón que el Dagda Sumo Dador nos envíe un bote, o no terminaremos nunca de construirla.
–Hará falta algo más que un bote. Hará falta un ejército de obreros y artesanos. No será sólo una ciudad, hermano. Será el refugio de mucha gente, una almenara construida en el norte para toda Albión.
Permanecimos largo rato sentados en una peña junto al lago, discutiendo la construcción del crannog. Describí la forma y la manera de hacerlo, sus ventajas en tiempos difíciles y sus desventajas. Llew me escuchaba con suma atención; cuando hube acabado, se levantó.
–No podemos llevar a cabo tan duro trabajo alimentándonos sólo de raíces, cortezas, pececillos y algún que otro pájaro -declaró-. Hace falta una buena alimentación para fortalecer los brazos que deben levantar pesadas piedras y troncos.
–¿Qué propones?
–Buscar varas de fresno y fabricar algunas lanzas para cazar -repuso. En el bosque hay caza abundante; lo único que tenemos que hacer es ir tras ella.
–Sí, pero… -comencé a objetar.
–Sé lo que estás pensando -me interrumpió-. Scatha siempre repetía que un hombre que sólo es capaz de luchar con una mano es un guerrero a medias. Por eso en Ynys Sci aprendíamos a manejar las armas con ambas manos.
–Nunca he puesto en duda tu capacidad.
–Tendré que practicar, desde luego -admitió-, pero recuperaré mi habilidad, ya lo verás.
–¿Cómo cortarás y afilarás las varas de fresno? – pregunté.
–Con sílex -respondió-. Lo hay en la cima del risco y en las laderas. Lo utilizaremos para hacer rascadores, hachas y puntas de lanza.
Empleamos todo el día siguiente en coger y astillar sílex para fabricar los instrumentos cortantes que necesitábamos. Me resultó más fácil de lo que imaginaba trabajar al tacto y pronto me convertí en un verdadero experto en la fabricación de cortantes lascas de piedra tan afiladas como si fueran de hierro, aunque no tan resistentes. No teníamos cuero para atar las hojas a la madera, pero utilizamos jirones de tela que arrancamos del borde de nuestros mantos. Trencé los jirones y después procedí a trenzar otra vez las tiras resultantes: tres veces tres era un número satisfactorio y además resistente.
Mientras trenzaba las cuerdas, Llew buscó una rama resistente para hacer el mango del hacha. Encontró una bastante gruesa de roble acabada en dos puntas y yo até la lasca de sílex a la madera.
Llew probó la resistencia de la herramienta golpeando un leño.
–Servirá perfectamente -anunció sopesando la recién fabricada hacha-. Ahora sólo nos queda encontrar una buena vara de fresno.
–Hallarás las que quieras en el borde este del risco -le indiqué.
–¿Es que las has visto?
–No, pero sin duda es allí donde hay fresnos.
Regresó antes de que cayera la noche no con un par, sino con seis hermosas y flexibles varas de fresno. Cuatro estaban verdes, pero había dos secas que había arrancado de la ladera. Ya las había pelado y sólo faltaba afilarlas con el rascador de sílex que yo había fabricado.
Con una de las varas me hizo un bastón. Era más largo y más delgado que los que había usado hasta entonces, pero decidí que era muy manejable y apropiado para un bardo ciego.
–Siento que no sea un bastón de serbal -comentó Llew-. Pero te servirá hasta que encontremos algo más adecuado.
Acaricié la pulida y redondeada madera. Había hecho un buen trabajo con las rudimentarias herramientas y alabé su habilidad.
–Has hecho un magnífico trabajo, Llew. Es un excelente bastón. No podría tener otro mejor.
Al día siguiente, mientras Llew fabricaba el astil, acabé de hacer la punta de lanza y de trenzar tela para atarla. Cuando terminamos, empezaba ya a oscurecer.
–Mañana comeremos carne -afirmó Llew masticando una raíz de malva-. ¡Ojalá tuviéramos un poco de sal! – añadió.
–Estamos muy lejos del mar, pero en estos bosques abundan las hierbas aromáticas. Buscaré algunas en tu ausencia.
–Ten el fuego preparado. Traeré una buena cena -prometió.
Cumplió su promesa, sólo que en lugar de un jabalí o un ciervo, trajo tan sólo una ardilla. Volvía muy decepcionado y comentó que hubiera hecho mejor en emplear su tiempo pescando.
–Los ciervos corren demasiado deprisa -murmuró mientras aguardaba que se asara la ardilla-. Antes de que pueda ensayar un tiro decente, han desaparecido. Sin un caballo, jamás podré darles alcance. Y los jabalíes son muy peligrosos para un cazador a pie. Si quiero conseguir un ciervo o un jabalí -añadió-, tendré que subir a un árbol, y aguardar a que la presa pase por debajo.
–Convendría localizar el sendero por donde van a beber -le sugerí-. A buen seguro toda la caza que hay a este lado del risco viene a abrevar al lago. Encuentra el sitio y aguarda allí.
Al día siguiente Llew se marchó a explorar las orillas del lago en busca del abrevadero. Yo cogí el bastón que me había hecho y tanteando aquí y allá me interné en el bosque y encontré un buen puñado de nueces que envolví en unas hojas.
Llew regresó a mediodía con la noticia de que había encontrado el abrevadero y el sendero por el que a buen seguro los animales bajaban desde el bosque al lago.
–Está en la orilla oeste; el bosque es frondoso y el agua poco profunda. He visto rastros de ciervos y de jabalíes. A unos cien pasos del abrevadero hay un pino al que puedo subirme; es viejo y grande y el sotobosque poco denso. El sendero pasa justo debajo de una de las ramas del árbol y sin duda podré hacer un disparo certero desde allí. Deséame suerte, Tegid.
–Claro que te la deseo -repuse-. Pero ¿vas a ir ahora mismo?
–Creo que será lo mejor. Quiero apostarme antes de que caiga la noche para que no me olfateen.
–Vete, pues, y llévate esto -le dije tendiéndole las nueces envueltas en la hoja-. Que tengas buena caza.
Las cogió y yo me dispuse a esperar el resto del día. La luna apareció tarde, mucho después de que hubiera oscurecido. No esperaba que mi amigo regresara hasta la mañana, pero mantuve el fuego encendido durante la noche para que pudiera orientarse si volvía antes del amanecer.
Mientras caía la noche, cogí el arpa y me puse a cantar. La dulce melodía de las cuerdas se esparció por las tinieblas que me rodeaban como el resplandor de la fogata que yo no podía ver. Entoné con voz suave una melodía de paz y reposo para no perturbar la serenidad del bosque y de la noche.
Las cristalinas notas del arpa se derramaban dulcemente por el aire, las llamas crepitaban, y, de pronto, en una sutil alteración del aire, intuí la presencia de alguien. Se me puso la piel de gallina; alguien me estaba mirando.
Sentí la presencia del intruso justo fuera del círculo de luz del fuego. ¿Era un animal? No, no era un animal.
Interrumpí mi canción pero seguí rasgueando el arpa, aguzando el oído para captar hasta el más débil de los sonidos nocturnos. Al principio no oí nada, pero después capté una sofocada espiración.
Dejé a un lado el arpa y me puse en pie lentamente.
–¿Quién está ahí? – pregunté con tono amable.
No hubo respuesta, pero capté un rumor de hojas, como si alguien devolviera a su lugar una rama que había mantenido apartada.
–Ven -dije, esta vez con tono decidido y enérgico-. Te invito a compartir conmigo el fuego.
Tampoco hubo respuesta.
–No tengas miedo. No te haré daño. Ven. Charlaremos un rato.
Tampoco esta vez hubo respuesta; pero sí oí de forma clara e indistinta el crujido de una ramita y el rumor de las hojas mientras el intruso desaparecía. Esperé unos instantes: silencio absoluto. De nuevo estaba completamente solo.
Di una vuelta en torno al fuego dirigiéndome hacia el lugar donde había estado mi tímido visitante. Me apoyé en el bastón y agucé el oído, pero no oí nada. Luego, cuando me disponía a volver junto al fuego, noté algo bajo mis pies. Me incliné y lo cogí. Era un objeto plano y quebradizo, con agudas espinas unidas a un tallo de madera.
Le di varias vueltas entre los dedos antes de adivinar de qué se trataba: era una ramita de acebo.
–¡Fue increíble! – jadeó-. ¡No vas a creerlo, Tegid!
Regresaba corriendo desde el lago arrastrando la pieza cobrada y apenas le quedaba aliento.
–Tenía que mantenerme despierto… -respiró con fuerza-, para no caerme del árbol… Hacía un frío espantoso allá arriba… Así que me moví para no quedarme tieso y…
–Cálmate -le dije-. Puedo esperar.
Respiró profundamente varias veces.
–Se me cayó la lanza -continuó con voz más firme-. Justo en medio del sendero. Estaba oscuro, pero a la luz de la luna la vi perfectamente allá abajo. Bajé del árbol para cogerla… -Hizo una pausa y tomó aliento otra vez-. Y en el preciso momento en que la cogía… Tegid, te parecerá extraño, pero intuí que había alguien conmigo. Sentí sus ojos, como si me estuviera observando. Pensé que se trataba de un ciervo. Trepé otra vez al árbol con toda la rapidez y el sigilo que me fue posible y me dispuse a arrojar la lanza en cuanto el animal apareciera por el sendero.
Tragó otra vez saliva y continuó:
–Entretanto me iba maldiciendo a mí mismo por haber sido tan torpe. Estaba seguro de que había perdido la oportunidad de cobrar una buena pieza. Pero mientras me apostaba de nuevo oí un ruido en el sendero. Miré hacia abajo y de pie, justo bajo la rama en que yo estaba… -La voz le tembló de agitación-. ¡Lo vi, Tegid! ¡No vas a creerme! Al principio no sabía lo que era; parecía un oscuro amasijo, ¡pero tenía cara y distinguí perfectamente sus ojos! Tegid, sus ojos brillaban a la luz de la luna. ¡Me estaban mirando! ¡Me había visto! Era…
–Acaba de una vez, ¿qué era? – lo interrumpí-. ¿Quién te estaba mirando, hermano?
–Era… ¿cómo se dice?, ¡un árbol viviente!
–¿Un árbol viviente?
–No sé cómo se dice. ¿Cómo lo llamáis?
–No puedo saber a qué te refieres si no acabas de contarme lo que viste -repuse-. Descríbemelo.
–Era como un hombre: muy alto y delgado, cubierto de hojas y espinas. Tenía pelo, creo, aunque en realidad estaba cubierto de los pies a la cabeza de ramitas y hojas de todas clases. Sus ojos…, Tegid, sus ojos eran enormes y me miraban fijamente. Me vio. Sabía que yo estaba allá arriba. ¡Por poco me caigo del árbol al ver a aquella cosa allá abajo que me miraba! Aquella cosa…
–Un cylenchar -le dije.
–¿Un cylenchar? – repitió tratando de comprender el significado de la palabra-. ¿Un arbusto vergonzoso…, un árbol tímido?
–Un árbol, o un bosque, sí -repliqué-. Aunque no vergonzoso, sino escondido o recóndito. Es una palabra muy antigua; significa «el que se esconde en el bosque».
–Pero ¿qué es?
Le tendí la ramita de acebo. Llew la cogió.
–También estuvo aquí -le expliqué-. Creo que lo atrajo la melodía de mi arpa.
–¿A él?
–Sí, al que se esconde en el bosque, al cylenchar.
–El Hombre Verde -dijo Llew en voz baja-. En mi mundo lo llamamos el Hombre Verde. Una vez vi uno. Era…
Se quedó callado rememorando el incidente.
–¿Qué ocurre, hermano? ¿De qué te estás acordando?
–Simon y yo vimos uno…, vimos a un Hombre Verde, a un cylenchar, en la carretera. Antes de venir aquí. Viajábamos por Escocia…; por Caledon…, junto a un lago como éste.
Su voz se apagó de nuevo. Eché más leña al fuego.
–Siéntate -sugerí-. Descansa.
Tendí la mano hacia el corzo que había traído y pasé mis dedos sobre su piel; era un animal joven, pequeño y flexible. Su carne sería sin duda tierna y fácil de masticar.
–Has cobrado una buena pieza; tendremos comida suficiente para varios días.
–No fui yo quien la cazó -repuso Llew-. Me la trajo el cylenchar. Poco antes del alba, oí un ruido entre los arbustos y me dispuse a disparar la lanza. Y entonces vi… -hizo una pausa y tragó saliva- vi un confuso revoltijo verde de ramas, hojas y tallos que se quebraban y movían; poco después desapareció y vi el cuerpo del corzo en el claro bajo el árbol. Ya estaba muerto. Bajé del árbol. El animal estaba aún caliente; hacía muy poco que lo habían matado. Aguardé unos instantes, pero no sucedió nada. Así que lo cogí y lo traje.
Estuvimos un rato sentados escuchando el chisporroteo del fuego y preguntándonos si el cylenchar nos estaría observando en aquellos momentos. Sospecho que nos había visto desde el primer momento, mientras acampábamos y fabricábamos las armas. Nos había observado y nos había traído un regalo. Era su manera de damos la bienvenida.
–Los seres que se esconden en el bosque son muy antiguos -dije al cabo de un rato-. Cuando el rocío de la creación estaba aún fresco, ya habitaban en la tierra. Cuando los hombres llegaron a Albión, se retiraron a los bosques, donde aguardan y observan.
–¿Qué observan?
–Todo. Escondidos entre las hojas y las sombras se enteran de todo lo que sucede. Cuidan de los árboles y de los animales que se refugian dentro del círculo de la espesura. Son los guardianes del bosque.
–Has dicho que nos ha dado la bienvenida y nos ha acogido en estos parajes. ¿Por qué lo habrá hecho?
–No lo sé. Pero estoy seguro de que seremos observados y creo que también protegidos.
–Y alimentados.
–Sí, observados y alimentados. Cortaremos un pedazo de carne para el cylenchar, así le demostraremos nuestro respeto y agradecimiento. Si acepta la carne, sabremos seguro que nuestra presencia es bien acogida.
Llew colgó el corzo por las piernas de la rama de un árbol y le practicó un corte en la garganta para desangrarlo; después fue a buscar unas cuantas ramas de sauce y procedió a despellejarlo.
–Estás cansado -le dije-. Vete a dormir. Yo me encargaré de lo demás.
–¿Crees que podrás?
–Sí. Te despertaré para cenar -repuse.
El trabajo me resultó un poco más difícil de lo que había imaginado, más por la falta de un buen cuchillo de hierro que por la ceguera. Con una hoja de sílex y un rascador, me las apañé para despellejar al animal. Corté el cuerpo en cuatro trozos lo mejor que pude y le descoyunté las ancas. Envolví en el pellejo las porciones que consideré prudente reservar; aparté las asaduras para alimento de los pájaros y de los animales del bosque y las arrojé lejos porque no quería ensuciar el campamento con los desperdicios.
Cuando hube terminado, llevé la carne junto al fuego, avivé las llamas y clavé las dos ancas en sendos espetones que Llew había fabricado con varas de sauce. Luego procedí a asarlas mientras aguardaba que Llew se despertara.
A mediodía, saboreamos el suculento venado. Comimos hasta hartarnos y luego fuimos al lago a beber y a bañarnos. El agua estaba fría y nos provocó una saludable reacción mientras nadábamos y chapoteábamos. Echaba de menos el jabón y me molestaba la venda húmeda en los ojos. Llew se me acercó nadando al ver que me la quitaba.
–Es hora de ver cómo va cicatrizando -dije.
–De acuerdo. Yo haré lo mismo -repuso comenzando a desatarse el vendaje del muñón.
–¿Qué tal? Dime lo que veas.
Sentí que me tocaba una sien y me hacía volver la cara de un lado a otro.
–No quiero mentirte, hermano -declaró en tono solemne-. No tiene buen aspecto, aunque tampoco tan malo como sería de temer. Creo que el color ha mejorado. El corte fue profundo. ¿Ves algo?
–No. Y no creo que pueda volver a ver jamás.
–Lo siento, Tegid -añadió en un tono que no dejaba lugar a la menor esperanza.
–¿Cómo va tu brazo?
–Cicatriza. La piel está aún ligeramente inflamada, y muy roja. Pero la carne está comenzando a cicatrizar en el muñón. La herida todavía supura un líquido acuoso, pero no amarillento. Me la volveré a vendar, pero no creo que le resulte perjudicial un buen baño; el agua fría le sentará bien.
–Si tuviéramos un caldero, haría una pócima para desinflamar la carne… No había acabado de hablar cuando mi visión interior se despertó y vi con los ojos de la mente a un hombre de pie a la orilla del lago con una jofaina en las manos. La alzó por encima de su cabeza y, mientras el sol se asomaba por el risco, la arrojó al lago. Vi el chapoteo y el brillo de la
jofaina al hundirse en las aguas.
–¿Qué ocurre, Tegid? ¿Qué has visto?
–Hay una jofaina, una vasija de bronce… ahí -indiqué volviéndome hacia el lago-. Fue la ofrenda de un noble en recuerdo de un hijo muerto al nacer.
–¿Dónde está?
–En el fondo del lago -respondí señalando el lugar que había visto en mi mente-. Ahí.
–Espera -dijo Llew-. Intentaré cogerla.
Había aceptado mi visión sin hacer preguntas. Enseguida se sumergió en el lago y buscó entre las redondeadas piedras del fondo la vasija que le había descrito. Buceó una y otra vez sin resultado alguno.
–¡Aguarda! – le grité- Escúchame con atención; te diré exactamente dónde debes buscar.
Me dirigí hacia la orilla. Como antes, mientras me movía, la imagen mental volvió a aparecer. A mi derecha vi una peña enorme medio sumergida en el agua; el hombre que había visto estaba de pie en esa peña con la vasija en las manos. Tropezando en las redondeadas piedras del fondo, llegué hasta allá y me encaramé a la peña. Luego me volví de nuevo hacia el lago y extendí las manos.
–¿Dónde estás, Llew?
–Aquí -contestó-. Un poco a tu izquierda.
Localicé su situación por la voz y sobrepuse mentalmente su imagen a la que había aparecido en mi mente.
–Levanta la mano, Llew.
Levantó la mano sobre su cabeza y la imagen de mi visión interior hizo lo mismo: ambas imágenes se habían convertido en una sola.
–La vasija está detrás de ti, a la derecha -le indiqué.
–¿A qué distancia?
Calculé la distancia entre él y el lugar donde había visto el chapoteo.
–Dos pasos a tu derecha -respondí-, y unos siete u ocho pasos más atrás.
Llew se dio la vuelta, se alejó unos pasos y mi visión se desvaneció. Oí el ruido del agua mientras se dirigía al lugar que le había indicado y después un chapoteo me indicó que se había sumergido de nuevo. Buceó varias veces. Yo permanecía en guardia esperando a que emergiera. Durante unos instantes no oí nada y de pronto…
–¡Ya la tengo! – gritó Llew- ¡Aquí está! He encontrado la vasija.
Salió del agua. Yo extendí los brazos y sentí el frío y húmedo peso de la vasija en mis manos. Era ancha y honda, de macizo y bien batido bronce; en el borde tenía tres profundas incisiones.
–Es mayor de lo que esperaba -comentó Llew, y adiviné la sonrisa que le iluminaba el rostro-. Estaba boca abajo y bajo el agua parecía una roca. Pero la encontré justo donde me dijiste. – Hizo una pausa y se volvió hacia el lago-. Me pregunto cuántas otras cosas esconden estas aguas.
Iba a responderle, pero antes de que pudiera decir nada oí el relincho de un caballo.
–¡Escucha!
El relincho resonó de nuevo claramente en el silencio de la cañada.
–Viene del otro lado del lago -dijo Llew.
–¿Ves algo?
No me contestó; sentí su tensión. Oí la ligera brisa que soplaba sobre las aguas; el viento ululaba desde lo alto del acantilado por encima del lago.
–Sí -susurró Llew-. Un guerrero. Con escudo y lanza. Ha bajado hasta el lago para abrevar el caballo. Todavía no nos ha visto.
–¿Está solo?
–No veo a nadie junto a él.
–Observa bien.
–No, no hay nadie más. Está solo -repuso al cabo de unos instantes-. Se ha arrodillado. Está bebiendo. – Hizo una pausa-. Ahora se levanta. Mira hacia aquí.
Llew me asió el brazo con su mano sana.
–¡Nos ha visto! – siseó-. Ha vuelto a montar.
–¿Viene hacia aquí?
Llew pareció dudar.
–No -respondió al fin soltándome el brazo-. Se va por donde ha venido. Se marcha… Ya no lo veo -añadió poco después.
–Vamos -dije yo entregándole la vasija y bajando de la peña-. Creo que debemos prepararnos para recibir visitantes.
–¿Crees que volverá?
–Sí -le respondí por encima del hombro mientras cojeaba sobre las piedras de la playa-. Creo que tenemos que dar por sentado que volverá y esta vez acompañado.
Permanecimos en guardia toda la noche y todo el día siguiente. Y, aunque Llew escaló el risco para otear la cañada, no vio a nadie. Empecé a pensar que a lo mejor me había equivocado, que el jinete no volvería.
–He recorrido todo el acantilado -comentó cuando regresó al campamento-. No he visto ni oído nada.
Con un profundo suspiro clavó su lanza y se dejó caer al suelo.
–Estoy hambriento, Tegid -le oí decir al otro lado del apagado círculo de la fogata-. Encendamos fuego y asemos un poco de carne.
Dudé. No había encendido fuego la noche anterior por miedo a que lo vieran los intrusos.
–¿Qué te parece? – insistió Llew-. Nadie ha aparecido. Si hubiera alguien en los bosques, lo habría oído. No hay ni un alma.
Mis temores parecían, en efecto, infundados y exagerados.
–Muy bien -consentí a regañadientes-, amontona la leña. Encenderemos fuego.
Llew apiló los leños y yo encendí la llama. Poco después, lo que nos quedaba del corzo -tres porciones que aún no nos habíamos comido-estaba asándose en los espetones y el aire se iba impregnando con el agradable aroma de la carne; la grasa crepitaba mientras íbamos dando vueltas al asado.
Llew, que estaba muy hambriento, arrancó con los dedos una tira de carne y la engulló sin apenas masticarla.
–Mmm… -murmuró de gusto-, está excelente, Tegid. Todo el día he estado soñando con este momento.
Mientras la carne se hacía, acerqué la vasija de bronce al fuego. En ausencia de Llew, había preparado la pócima. En el bosque abundaban todo tipo de hierbas y, pese a mi ceguera, en poco tiempo recogí las que necesitaba. La tarea más ardua fue ir a buscar agua al lago y traerla en la vasija sin derramarla.
Eché en el agua las hierbas y las dejé en reposo para que se mezclaran. Ahora que habíamos encendido fuego, me dispuse a calentar la pócima. Mientras aguardaba a que hirviera, preparé una ramita de avellano para removerla. Llew continuaba arrancando tiras de carne del asado y chupándose los dedos, y yo removía el contenido de la vasija olfateando el aroma de las hierbas.
–¿Qué es ese mejunje? – preguntó distraídamente Llew-. Parece…
–¡Shh! – siseé.
Agucé el oído y escuché atentamente los ruidos del bosque: un pájaro trepador, un zorzal, el suave susurro de las hojas secas bajo los arbustos… y después el apagado tintineo de la brida de un caballo.
–Están a cierta distancia todavía -dije-. Alejémonos del fuego. Nos esconderemos en el bosque hasta que averigüemos lo que pretenden.
Llew se puso en pie y empuñó la lanza. Pero, antes de que pudiera dar un paso hacia donde yo estaba, se oyó una voz justo detrás de mí.
–¡Quieto, amigo!
Me volví hacia la voz.
–No cometáis ninguna locura -añadió.
–Suelta la lanza, amigo -ordenó otra voz en tono amenazador.
–¿Es ésta una bienvenida apropiada para guerreros de nuestro rango? – terció otra.
–No hagáis el menor movimiento -ordenó la primera.
Oí movimientos detrás de mí y también a ambos lados. Era obvio que habían dejado los caballos a cierta distancia y se habían acercado a nuestro campamento a pie. No teníamos escapatoria. Estábamos rodeados.
Distinguí perfectamente el tono cautamente cortante de su voz; estaba muy tenso. Me esforcé en concentrarme para despertar mi visión interior, pero los ojos de mi mente permanecieron en tinieblas.
–Suelta la lanza -ordenó con energía el primer guerrero que había hablado.
–No hasta que sepa por qué habéis irrumpido en nuestro campamento.
–No acostumbramos responder preguntas a punta de lanza -dijo una voz detrás de mí.
–Pero, en cambio, sí acostumbráis invadir un pacífico campamento con sigilo y alevosía -replicó Llew con voz clara y firme.
–¿Acaso sois los dueños del bosque -medió un guerrero con voz suave-, puesto que os arrogáis el derecho de interrogar a los que en él se internan?
Oí un rumor de pasos que me indicó que uno de los hombres se había acercado un poco más. Extendí las manos para demostrar que no iba armado.
–Paz -dije con tono enérgico pero no intimidatorio-, no tenéis nada que temer de nosotros. Acercaos al fuego.
Se hizo un silencio. Sentí que los ojos de los guerreros se clavaban en mí.
–¿Quién eres? – preguntó uno de los intrusos.
–Te lo diré cuando tú me hayas dicho por qué desdeñáis mi ofrecimiento de paz y mi invitación a que compartáis nuestra fogata.
Como no obtuve respuesta alguna, añadí:
–¿Es que pensáis que sería humillante para vosotros sentaros en nuestra compañía y compartir nuestra comida?
El guerrero que había hablado en primer lugar se apresuró a responderme.
–No pretendemos causaros daño alguno -afirmó en tono sombrío-. Rhoedd vio a unos hombres junto al lago y nuestro Jefe de Batalla nos ordenó que averiguáramos quiénes eran. Han llegado hasta nuestro rey inquietantes noticias de posibles invasores.
–¿Quién es vuestro rey?
–Cynfarch de Dun Cruach -respondió el guerrero.
–Estáis muy al norte de vuestras tierras -comentó Llew-. ¿Dónde está vuestro Jefe de Batalla?
–Nos aguarda en la cañada, junto al río -respondió el guerrero.
–Id a buscarlo -dijo Llew- Lo recibiremos con todos los honores.
El guerrero hizo ademán de protestar.
–Id a buscarlo -repetí yo-. Decidle que Llew y Tegid lo están esperando.
–Pero nosotros no…
–¡Marchaos! – ordené con una voz que resonó en el silencio del claro del bosque-. ¡No regreséis sin él!
Sin añadir ni una palabra más, los tres hombres se dieron la vuelta y se marcharon por donde habían venido. Los oímos alejarse a toda prisa entre los arbustos; Llew exhaló entonces un suspiro de alivio.
–Han estado a punto de atacarnos -observó.
–Estaban asustados.
–¿Crees que Cynan está con ellos?
–Pronto lo averiguaremos.
Me acerqué a la vasija donde hervían las hierbas.
–La pócima está lista. Veamos cómo va tu herida -dije apartando del fuego la jofaina-. Quítate la venda y lávatela.
–Está hirviendo -protestó Llew.
–Debe estar caliente para que pueda hacerte algún bien; el calor de la pócima desinfectará la herida.
Llew obedeció a regañadientes sin dejar de quejarse constantemente. Cuando el mejunje se enfrió y perdió sus poderes curativos, lo calenté de nuevo sobre el fuego. Llew volvió a quejarse. Todavía estaba haciéndolo cuando nuestros visitantes regresaron.
Esta vez llegaron a caballo hasta nuestro campamento; eran siete jinetes con las armas y los escudos preparados.
–¿Cómo osáis dar órdenes a mis guerreros? – preguntó una potente voz entre los árboles-. Levantaos, amigos, y dejad que os vea.
–¡Cynan! – exclamó Llew poniéndose en pie de un salto, pues al momento oí el siseo de la pócima al derramarse sobre las brasas.
–¡Vaya! ¡Pues era verdad! – gritó Cynan, y un crujido de cuero me indicó que había desmontado de un salto-. Me dijeron que Tegid y Llew estaban acampados al otro lado del risco, pero no lo creí. Vine a comprobarlo por mí mismo y, efectivamente, aquí os encuentro.
Durante unos instantes reinó una completa confusión. A mis oídos llegaban los bufidos y resoplidos de los caballos entremezclados con los excitados comentarios de los guerreros. Oí una sonora risotada e instantes después Cynan estaba ante nosotros.
–¡Bienvenido, hermano! – exclamó Llew-. Nuestro hogar es humilde y nuestro palacio no tiene tejado, pero tuyo es todo lo que poseemos. Me alegro de verte, Cynan.
–Yo también… -Cynan debió de descubrir la mutilación de Llew al extender las manos para abrazarlo-. Clanna na cù! – exclamó-. ¿Qué te ha ocurrido?
Cynan se volvió hacia mí.
–Tegid, ¿tú…? – Sentí arder su cólera como una antorcha-. ¿Quién ha hecho esto? Sólo tenéis que pronunciar su nombre y os vengaré diez veces. ¡Cien veces!
–Meldron -contestó Llew lacónicamente.
–Lo mataré -juró Cynan.
–Meldron merece pagar una deuda de sangre -repliqué-, pero no por nuestras heridas. Te aseguro que es el menos grave de los delitos que ha cometido.
A continuación relaté a Cynan y a sus guerreros la masacre de los bardos en el montículo sagrado.
El príncipe y sus hombres me escuchaban en estupefacto silencio. Cuando hube acabado, parecía que se hubieran fundido en las tinieblas de la noche. Sólo se oía el crujido de los leños y el suave y tenue siseo de la brisa nocturna entre los pinos.
Al cabo de un buen rato Cynan rompió el silencio con una voz quebrada por la cólera y la desesperación.
–La situación es aún peor de lo que imagináis -dijo-. Meldron ha declarado la guerra a los señores de Llogres. Ha atacado las principales fortalezas de los cruinos y de los dorathios. Muchos hombres han sido asesinados y otros muchos han huido a las montañas y los bosques.
–¿Cuándo ha sucedido todo eso? – pregunté.
–Lo supimos poco antes del Beltane. Llegaron algunos fugitivos en busca de refugio y nos comunicaron que Meldron había enviado guerreros a Caledon para localizar los puntos débiles de nuestro territorio.
–¡Ah! – exclamó Llew-, por eso estáis tan al norte.
–Eso es -confirmó lúgubremente Cynan- Hemos recorrido las cañadas y los ríos para comprobar si tienen la intención de atacarnos desde estos salvajes territorios que no tenemos protegidos.
–¿Habéis visto a alguien?
–Ni un alma, hasta que Rhoedd os vio a vosotros hace dos días respondió Cynan.
–Pero ¿por qué tardasteis dos días en aparecer por aquí?
–Estábamos acampados a una jornada a caballo de aquí -explicó Cynan-. Había dado a mis hombres la orden explícita de que regresaran al campamento en cuanto encontraran el menor rastro de extranjeros en estas tierras.
–Si Rhoedd nos hubiera dicho algo, habría sido bien recibido -aseguró Llew-. Alguien habría podido salir malparado en todo este asunto.
–Lo siento mucho -replicó Cynan con cierta rudeza- Pero si hubierais sido espías de Meldron, no me cabe duda de que habríais matado a mis hombres, incluso después de darles la bienvenida. No sabíamos que erais vosotros.
–Bueno, me alegro de veras de volver a verte. Siéntate con nosotros lo invitó Llew-. Comparte nuestra comida. Sólo tenemos un poco de carne y agua, pero eres igualmente bienvenido.
–Nosotros tenemos provisiones de sobra y, como hemos llegado por sorpresa a vuestro campamento, permitidnos que las compartamos con vosotros -ofreció Cynan con sincera alegría.
–No voy a negarme -repuso Llew, y Cynan ordenó a sus hombres que dispusieran la comida.
Nos sentamos junto al fuego, y, mientras los demás iban a buscar agua y leña y se ocupaban en hacer más cómodo nuestro campamento, Cynan y Rhoedd comenzaron a explicarnos con todo detalle lo que había ocurrido en Albión desde nuestro último encuentro en Ynys Sci. Yo escuché asombrado el relato de cómo Meldron había derrotado y vencido tribus y clanes.
–Cynan -dije-, ¿cómo es posible que Meldron haya llevado a cabo todas esas atrocidades con tanta rapidez? Cuando huimos de Sycharth sólo contaba con un centenar de hombres. ¿Cómo se las ha arreglado para vencer clanes mucho más numerosos y bandas de guerreros mucho mejor armadas?
–La explicación es sencilla -respondió Cynan con aspereza-. Se ha aliado con los rhewtanos.
Los rhewtanos eran una belicosa tribu asentada al norte de Liogres. Habían causado innumerables problemas tanto a Prydain como a Caledon hasta que Meldryn Mawr puso fin a sus incursiones con una serie de duras derrotas. Era extraño que ahora se hubiesen aliado con Meldron y prestaran apoyo al hijo de un antiguo enemigo. Me pregunté intrigado qué les habría prometido Meldron para ganarse su ayuda.
–Los rhewtanos -repetí-. ¿Alguien más?
–No tengo noticias de que se le haya unido ninguna otra tribu respondió Cynan-, pero se rumorea que algunos de los jefes vencidos han preferido unirse a él a enfrentarse a la muerte. Aunque -añadió con ferocidad- cualquier jefe que haga eso no merece tal nombre.
Hablamos de todo lo sucedido en Albión mientras esperábamos a que la comida fuera servida. Nuestros visitantes aportaron generosamente gran cantidad de provisiones y la cena se convirtió en un verdadero festín de camaradería.
–A fe mía que sois las últimas personas que esperaba encontrar por aquí -exclamó Cynan, dándose una palmada en el muslo.
–Después de que Meldron atacó el montículo sagrado -le dijo Llew-, fuimos hechos prisioneros. Nos abandonaron a la deriva para que muriéramos.
Le relató la tormenta en el mar y cómo nos internamos tierra adentro hasta llegar a aquel paraje; advertí que en su relato no hacía la menor referencia al nemeton o al cylenchar.
Cynan y sus hombres escuchaban el relato con verdadero interés. Cuando Llew hubo acabado, el príncipe dijo:
–Es extraño. Habíamos decidido regresar a casa cuando a Rhoedd le pareció ver a alguien escondido entre los árboles. – Se volvió hacia Rhoedd. Cuéntales lo que viste.
–Vi a alguien que nos observaba desde el otro lado del río -empezó Rhoedd-. Se lo comuniqué a mi señor Cynan y le pedí permiso para seguirlo. Encontré un camino que me condujo hasta la catarata. Pero, como no hallé ni rastro del hombre, decidí abandonar la búsqueda. Estaba a punto de darme la vuelta cuando vi a alguien sobre las peñas en lo alto de la catarata.
–¿Viste quién era? – le pregunté.
–No -replicó Rhoedd-, pero llevaba un manto verde; estoy seguro.
–Así que reanudaste la persecución.
–Eso es. Pero es muy difícil encontrar un camino en las cataratas y todavía estaría buscándolo si no hubiera sido porque vi una cierva escabullándose por una hendidura entre las rocas. La seguí y encontré un sendero; me trajo hasta aquí, hasta este risco. Desde el risco avisté el lago y bajé a abrevar mi caballo. Tenía in mente regresar por el mismo camino por donde había venido. Si no os hubiera visto al otro lado del lago, habríamos regresado enseguida a Dun Cruach. Ya conoces el resto de la historia.
–Una extraña sucesión de casualidades -observé-. Tuviste mucha suerte.
–Es precisamente lo que creo -admitió Rhoedd-. En realidad lo único que yo hice fue ver al hombre que me condujo hasta el camino. Sé perfectamente que jamás lo habría encontrado yo solo.
–No -respondí-, ni tampoco habrías visto al hombre que te llevó hasta allí, si él no hubiera querido que lo vieras. Porque quien te trajo hasta aquí fue el guardián de este paraje.
–¿Quién es ese hombre, señor?
–No es un hombre -repuse-. Es un ser ancestral.
Entonces les conté el episodio del cylenchar y cómo habíamos sido observados y acogidos por el guardián de aquella recóndita cañada.
Cynan y sus hombres estaban fascinados; estuvimos hablando hasta bien avanzada la noche de aquel maravilloso suceso y de todo lo que había ocurrido en Albión. Ya casi había amanecido cuando nos acostamos.
Al levantarse el día siguiente, Cynan dijo:
–Hacedme el honor de venir con nosotros; en Dun Cruach seréis recibidos como merecéis.
–Gracias, Cynan Machae -respondí-, pero debemos quedarnos aquí.
–¿Aquí? ¿Por qué? Aquí no hay nada -se dirigió a Llew-. Estáis heridos. Necesitáis comida y descanso. Estaréis perfectamente en Dun Cruach.
–Te lo agradecemos -repitió Llew-. Pero, tal como ha dicho Tegid, debemos quedarnos aquí.
–¿Y si Meldron os descubre? – preguntó Cynan poniendo el dedo en la llaga-. Estáis heridos. No podéis empuñar una espada. Venid con nosotros. Os protegeremos.
Llew no pareció ofenderse. Rechazó la bienintencionada ofensa de Cynan con amable respuesta.
–No te corresponde a ti protegernos. Sabremos protegernos el uno al otro.
–¿Cómo? – inquirió Cynan, afligido por la negativa de su amigo, pero al mismo tiempo intrigado.
–Escúchame con atención -dijo Llew en voz tan baja que todos se acercaron para oírlo; me imaginé perfectamente la escena: Cynan y sus hombres pendientes de cada una de las palabras de Llew-. Tegid ha tenido una visión…, una visión de este lugar. Ha visto una enorme fortaleza en medio del lago. Una isla…
–¿Una isla? – repitió asombrado uno de los oyentes.
–¡Pero si no hay ninguna isla! – observó otro.
–¡Silencio! Dejadlo acabar-ordenó Cynan.
–Es cierto -admitió Llew-, no hay ninguna isla… todavía. Será una isla hecha por los hombres. Una isla compuesta por muchos crannogs, una fortaleza compuesta de muchas fortificaciones: se llamará Dinas Dwr. Y será un refugio y un asilo para toda Albión.
–¿De veras has visto eso? – me preguntó Cynan apoyando su mano en mi brazo.
–Lo he visto, sí -repliqué, venciendo el deseo de seguir contando más detalles; Llew había empezado, y era mejor dejar que acabara el relato como quisiera-. Tal como os ha contado Llew.
–Dinas Dwr -musitó Cynan-. Dinas Dwr… si, es un bonito nombre.
–Con una fortaleza en el norte -siguió explicando Llew-, el sur se sentiría mucho más seguro. Seríamos como dos hermanos de armas que luchan espalda contra espalda, defendiéndose uno a otro, protegiéndose uno a otro, el escudo de uno apoyado en el hombro del otro y viceversa.
Los guerreros captaron de inmediato las ventajas de tal posibilidad. Llew se las había pintado en una simple y vivida imagen, y todos expresaron ruidosamente su aprobación.
–Meldron procurará atacarnos por nuestro punto más débil -concedió Cynan-. Yo soy un excelente luchador, pero aun así debo confesar que me sería imposible defender dos lugares a la vez.
–Nosotros defenderemos el norte -prometió Llew-. ¿Qué te parece, hermano?
–Bien -concedió Cynan-. Es un plan astuto.
–Préstame tu apoyo en este asunto, Cynan -dijo Llew con sincero fervor, aunque su tono distaba de ser suplicante- Juntos lograremos hacer realidad este sueño.
Cynan permaneció unos momentos en silencio. Luego se puso en pie gritando gozoso:
–¡Que así sea! – exclamó-. ¡Pongo por testigos a la tierra y a las estrellas que te prometo mi ayuda en tan ambiciosa empresa!
Yo me puse en pie y alcé las manos solemnemente: la izquierda, con la palma hacia fuera, por encima de mi cabeza, la derecha a la altura del hombro, empuñando con fuerza el bastón.
–«El Rey de Oro tropezará en su reino con la Roca de la Contienda declaré repitiendo la profecía de la banfáith-. El Gusano de ardiente aliento reclamará el trono de Prydain. Llogres se quedará sin señor pero Caledon se salvará.»
Los guerreros aclamaron mis solemnes palabras y corearon la promesa de su señor con juramentos. Luego todos se pusieron a parlotear a la vez con voces excitadas; y en el eco de su alegría percibí que mi visión comenzaba a adquirir solidez, que mi esperanza comenzaba a hacerse realidad.
Los escuché un rato y luego, cogiendo mi bastón, me levanté y me dirigí hacia el bosque. Quería estar a solas con mis pensamientos, quería meditar en lo que nos había contado Cynan: la derrota de los cruinos y de los dorathios; la rendición de Llogres. La mortal alianza entre Meldron y los rhewtanos.
Sopesé todas estas circunstancias pero no pude concentrarme. Oí las ramas moviéndose en las copas de los árboles y olfateé la lluvia en el viento. No podía ver el cielo, pero sabía que todavía estaba claro y que el sol aún brillaba. Llovería antes de que anocheciera, pero ante los hombres reunidos en torno a nuestro humilde hogar se abría un futuro sin nubarrones.
Hasta mí llegaban las voces de los guerreros que discutían sus planes inflamados de fraternidad: la camaradería entre hombres honrados es una poderosísima fuerza. La alianza entre Llew y Cynan, nacida de la sinceridad y el respeto, sería formidable. Para todos los que pretendieran romperla con violencia o traición resultaría también una alianza mortal.
Sin duda alguna, la Mano Segura y Certera se había puesto en movimiento: poderes largo tiempo adormecidos en la tierra se estaban despertando otra vez; espíritus benéficos se agrupaban a nuestro alrededor, fuerzas ancestrales nos conducían por inesperados caminos.
«Caledon se salvará…» ¡Que así fuera!