XIII

BOMS DE LLUM

POZOS DE LUZ

—¿Estás segura de que no quieres venir? —Daniela se ajustó el anorak. El invierno no era la mejor época del año para hacer excursiones, y menos caminando, pero una vuelta en coche por el valle podría ser una buena alternativa a los paseos por el pueblo y al esquí, que poco o nada le había gustado a Laha.

—Todavía me duele un poco la cabeza —respondió Clarence, colocando un dedo para marcar la página del libro que estaba leyendo.

Laha la miraba afligido.

—No sabes cuánto lamento lo de la caída.

Daniela frunció el ceño. El golpe en la cabeza tenía que haber sido fuerte porque desde entonces su prima no se encontraba muy bien. Deseaba fervientemente que sus dolores tuviesen una razón única y exclusivamente física, pero, como enfermera, lo dudaba. Cuando Clarence estaba tumbada en el suelo, con el enorme cuerpo de Laha aprisionándola y sus caras tan cerca la una de la otra, Daniela había sentido una repentina punzada de celos. Las miradas de Laha y Clarence habían permanecido fijas una en la otra más tiempo del necesario para recuperarse de una caída. Y su prima seguía aturdida y confusa. Incluso le parecía percibir que esquivaba a todo el mundo.

Desde la cocina llegaron voces y risas. Clarence puso los ojos en blanco.

—Aunque tengáis que dar la vuelta a la casa hasta el coche, yo que vosotros saldría discretamente por la puerta del patio.

—Ya me extrañaba a mí que tardaran tanto… —Daniela resopló.

Laha no entendió el comentario. Abrió la boca para preguntar algo, pero Daniela le hizo un gesto para que guardara silencio. Escucharon claramente cómo las vecinas sometían a Carmen a un interrogatorio sobre Laha.

Daniela tiró a Laha del brazo.

—Será mejor que nos vayamos —susurró—. ¡No hagas ningún ruido! Hasta luego, Clarence.

Laha ahogó una risa y, de puntillas, siguió a Daniela. Clarence intentó en vano concentrarse de nuevo en la lectura, pero la conversación de las vecinas continuaba. La capacidad de comentar y criticar en un lugar pequeño, donde todo el mundo se conocía, no había desaparecido con la venida del progreso; simplemente, se había transformado. Del cotilleo enfermizo, acusador, dañino e incluso demoledor se había evolucionado al comentario informativo con el que amenizar las veladas. Esa benevolencia pertenecía a la generación de Clarence y Daniela, que habían tenido la suerte de crecer en un ambiente más relajado. ¿Cómo hubiesen reaccionado los habitantes de Pasolobino si su padre se hubiera traído a su hijo africano décadas atrás? Y ahora… ¿Qué pasaría cuando supieran que era uno más de la familia?

Fernando Laha de Casa Rabaltué.

Suspiró.

Se sentía incapaz de volver a mirarle a los ojos por temor a que él pudiera intuir lo que la atormentaba. Se sentía incapaz de explicar lo que quizá no fuese sino una casualidad. ¿Cómo iba a interrogar a su padre? Si no fuese verdad, estaría insultando a Jacobo y heriría los sentimientos de Laha por ofrecerle la posibilidad de descubrir al padre que nunca había tenido. Y si fuese verdad, no podía imaginar cómo enlazar una palabra tras otra para contar su versión y pretender obtener una confirmación.

Su posición era difícil. Si se arriesgaba, mal y si no, también.

Y encima esos dos, Laha y Daniela, parecían entenderse a las mil maravillas. Recordó la broma de Daniela sobre el permiso papal que se necesitaba en tiempos para casarse con un primo…

El corazón le dio un vuelco.

Pero ¿en qué estaba pensando? ¡Daniela era la primera a quien debería contar sus sospechas! ¡Tenía que saberlo! ¿A qué esperaba para avisarla? Con su pasividad estaba dando alas a que…

Cerró los ojos y, sin poder evitarlo, su mente se desplazó a una playa bañada de forma apasionada por aguas de color cian. Un hombre y una mujer yacían sobre la arena disfrutando de sus cuerpos sin prestar atención a los cientos de tortugas que se desviaban para no interrumpirles. A lo lejos se oían los cantos de los pájaros y el parloteo de los loros de colores que repetían insistentemente que eso no era así, que lo que era de un azul claro intenso no era el mar, sino el cielo, que lo que era blanco era el manto de nieve que cubría los prados, que las tortugas no eran sino enormes piedras sobre las que sentarse a descansar, y que los cuerpos que deseaban caricias no eran los de Clarence e Iniko, sino otros.

La ruta del sol recibía ese nombre por la docena de aldeas que se habían construido a lo largo de los siglos en la parte más alta de la ladera sur de una montaña bañada por el sol desde el primer rayo del amanecer hasta el último del atardecer. Las casas de cada pueblo habían sido dispuestas de forma escalonada de manera que todas pudieran disfrutar del privilegio del rey de la luz, lo cual suponía el regalo más preciado en un lugar tan frío.

Una estrecha carretera, mal asfaltada y poco transitada, comenzaba en la vía principal del valle, ascendía serpenteante la ladera hasta llegar a la primera aldea, desfilaba por delante de las demás trazando una recta cicatriz en la montaña, y volvía a descender con sus curvas hasta que la última, la más cerrada, arrojaba al viajero de nuevo a la carretera general.

Durante todo el trayecto por la zona más virgen del valle de Pasolobino, era imposible librarse de la sensación de haber abierto un paréntesis en el tiempo. Laha se maravilló ante las iglesias románicas, los portalones blasonados, las casas con portadas doveladas de medio punto y jambas y dinteles trabajados y los pórticos con cruces labradas en piedra. Le resultaba increíble que, a escasos kilómetros, la vorágine turística estuviese completamente activa.

—No pensaba que viviera tanta gente en estos pueblos —comentó Laha.

—Muchas casas son segundas residencias rehabilitadas por los descendientes de los antiguos dueños —explicó ella—. Yo los llamo los hijos pródigos.

—¿Y eso por qué?

—Pues porque cuando vienen, llegan con muchas ganas de hacer muchas cosas, de enterarse de los cambios durante su ausencia, de hacer reuniones para sugerir ideas o protestar por lo que se ha hecho. A medida que pasan los días y las vacaciones se acercan a su fin, las energías se van debilitando hasta que han desaparecido por completo en el mismo instante que sus coches enfilan hacia la ciudad. Y así hasta las próximas vacaciones.

Laha permaneció pensativo unos segundos. Las palabras de Daniela le habían afectado.

—Entonces yo también soy uno de ellos —murmuró apesadumbrado.

Cuando él llegaba a Bioko, lo primero que hacía era conversar con su hermano sobre las últimas novedades. Luego se marchaba a California y retomaba su cómoda vida. Desde la distancia, a veces tenía la sensación de que Iniko le recriminaba en silencio que el día a día de un lugar lo construían quienes vivían allí.

Daniela detuvo su Renault Megane en una pequeña plaza rodeada casi por completo de coquetas casitas de puertas y maderas teñidas de oscuro. Miró el reloj y calculó que aún les quedaba un rato hasta que anocheciera.

—En la parte alta hay una ermita preciosa. —Señaló una estrecha callejuela empedrada que ascendía hacia el bosque y le indicó que siguiera sus pasos—. Está abandonada, pero vale la pena visitarla.

Mientras Laha merodeaba por los alrededores, ella se entretuvo contemplando el paisaje nevado. Al cabo de un rato, él la llamó de manera insistente. Parecía un niño emocionado por el descubrimiento de un tesoro.

—¡No me lo puedo creer! —La cogió del brazo y la guio con apremio hacia el interior de la ermita—. ¡Mira! —Señaló una piedra en la que aparecía tallada una fecha.

Daniela no acababa de comprender el entusiasmo de Laha.

—Sí —confirmó—. Es una piedra con una fecha.

—Mil cuatrocientos setenta y uno —leyó—. ¿Y qué tiene de especial?

—¡Es la cosa más antigua que he tocado en toda mi vida! —Daniela no parecía muy impresionada, así que él añadió—: La fecha es la del año que el portugués Fernando de Poo descubrió la isla de Bioko. ¿Has visto qué casualidad? ¡Mientras un cantero tallaba su piedra, un marinero descubría una isla! ¡Y ahora estamos tú y yo aquí, más de quinientos años después, unidos por el destino! ¡Si ese hombre no hubiera descubierto la isla, no estaríamos aquí en este momento!

—¡Vaya una manera de resumir la historia! —exclamó Daniela, divertida y halagada a la vez por el hecho de que Laha se sintiera eufórico en su compañía—. Solo te falta decir que el destino se ha encargado de unirnos.

Laha se acercó. Extendió su mano hacia ella y le apartó un mechón cobrizo que le cubría parcialmente la cara. Daniela dio un respingo por la imprevista reacción de él.

—¿Y por qué no? —dijo él, con voz ronca.

Al atardecer de un manso, claro y frío día de invierno, en el interior de una decrépita y ruinosa ermita construida siglos atrás, al abrigo de un único e intenso rayo de sol que se filtraba por una rendija de la pared, Laha inclinó su cuerpo sobre Daniela y la besó.

Todos los sentidos de la joven, hasta hacía unos segundos helados por el frío y por el tiempo transcurrido desde la última vez que había deseado un beso como lo deseaba desde que Laha entrara en su casa la víspera de Navidad, despertaron de su letargo en el mismo instante en que los labios de él se posaron sobre los de ella, de forma suave, amoldándose blandamente primero y ganando piel poco a poco hasta cubrirlos por completo. Concentró toda su atención en esos labios carnosos, calientes y seductores que se apoderaban de los suyos con maestría y dulzura a la vez. ¡Cielo santo, ese hombre realmente sabía lo que hacía! Quiso que ese beso no terminara nunca y abrió ligeramente la boca para que él pudiera saborearla mejor, para que sus lenguas se rozaran con la promesa de otro encuentro más profundo, para que sus alientos se fundieran en un único vaho ardiente en medio del frío.

Alzó los brazos para rodear el cuello de Laha e indicarle así que no parara. El beso se prolongó hasta que el rayo de luz que entraba por la rendija de la pared languideció y desapareció. Laha separó su boca de la de Daniela, se apartó unos centímetros y clavó su mirada en la de ella.

—Me alegro —dijo, con voz entrecortada— de no haber podido evitarlo.

Se humedeció los labios, todavía sorprendido por la intensidad de ese primer acercamiento. Daniela parpadeó como si regresara de un plácido sueño. Sonrió con expresión golosa y lo empujó con suavidad para que se apoyara sobre la piedra del altar.

—Yo también me alegro —dijo presionando su cuerpo contra el de él y sujetándose a las solapas de su abrigo—. En estos momentos solo lamento una cosa.

Laha arqueó las cejas en actitud interrogante.

—Lamento —continuó ella, lanzándole una mirada sensual— no estar en la cómoda habitación de un hotel…

Laha emitió un sonido de sorpresa porque no se esperaba una respuesta tan directa de una mujer varios años más joven que él. Se sintió cómodo, halagado y contento de haberse atrevido a besarla.

—Vayamos a uno —propuso, estrechándola más fuerte entre sus brazos. Daniela encajaba perfectamente entre ellos. Se sintió como un veinteañero impaciente. «¿Por qué había tardado tanto en conocerla?».

—¡No puedo hacer eso! —exclamó ella—. Mañana lo sabría todo el valle…

—¿Aún no hemos hecho nada y ya te avergüenzas de mí? —preguntó él, aflojando su abrazo y fingiendo enfadarse.

—¡No seas tonto! —Daniela le lanzó los brazos al cuello—. Por el momento tendremos que conformarnos con esto.

Laha volvió a estrecharla con fuerza y comenzó a mordisquearle el cuello.

—¿Con esto? —murmuró.

—Sí.

Laha introdujo las manos con dificultad bajo las capas de ropa de Daniela y acarició con delicadeza su espalda con movimientos ascendentes y descendentes.

—¿Y con esto?

—Sí, con esto también.

Daniela deslizó los dedos entre el cabello de Laha y echó la cabeza hacia atrás para que él pudiera ampliar el recorrido de sus labios por su cuello, por su garganta, por sus mejillas y por sus sienes antes de regresar a los labios. Después de unos deliciosos minutos, suspiró con resignación.

—¿Qué te parece si llamamos a casa para decir que no nos esperen a cenar? —propuso. Quería aprovechar al máximo las escasas ocasiones que tenían de estar a solas, aunque, al mismo tiempo, se sintió un poco culpable al pensar en Clarence—. Donde hemos aparcado, hay un restaurante muy bueno.

Volvieron a la plaza, que se abría a modo de mirador sobre la ladera de una colina y se detuvieron unos instantes para contemplar cómo la luna recién aparecida producía sobre la nieve el hipnótico efecto de las noches blancas típicas de invierno. Daniela se acercó más a Laha para sentir su calor. Sería una velada deliciosa. Cada segundo que pasaba con él estaba más convencida de que había encontrado su sitio en el mundo. Laha la estrechó entre sus brazos y respiró hondo. El pueblo estaba en silencio y las luces de las viviendas y farolas eran demasiado tenues. Junto a esa mujer, no existían ni la soledad ni la oscuridad. Se inclinó sobre ella y la besó una vez más.

Si los habitantes de ese pueblo hubiesen mirado a través de las ventanas en ese momento, se habrían sorprendido de la intensidad con la que un hombre y una mujer se besaban a pesar del frío. No habrían sido capaces de criticar su actitud. Al contrario: habrían envidiado con toda su alma el calor, la insistencia y la urgente necesidad con la que ese beso desafiaba el espacio y el tiempo.

Como si el espacio pudiera estrecharse y el tiempo agotarse.

Daniela se separó aturdida. Entonces, escuchó el motor de un vehículo e, instintivamente, se apartó de Laha. Un Volvo aparcó junto a su coche y alguien la llamó.

—¡Qué casualidad! —Julia llegó hasta ellos seguida de una mujer de su edad.

—¡Julia! —Daniela le dio dos besos con pereza—. ¿Qué haces por aquí en estas fechas? ¿No las sueles pasar en Madrid?

Julia contestó sin dejar de lanzar miradas al acompañante de la joven:

—Uno de mis hijos ha decidido pasar la Nochevieja aquí y me he animado a subir con una amiga.

La mujer se acercó. Tenía el cabello de un rubio tan claro que parecía blanco.

—Ascensión, esta es la hija de Kilian. —Ascensión abrió los ojos tan sorprendida como Daniela, y Julia explicó—: Ascensión y yo somos amigas desde los tiempos de Guinea. Se casó con Mateo, uno de los compañeros de tu padre que falleció hace un par de meses…

—Lo siento mucho —dijo Daniela, y se acercó también para darle dos besos.

—Gracias —dijo Ascensión, con sus azules ojos velados por las lágrimas—. Con Mateo todos los años decíamos de subir al valle de Pasolobino, pero por una cosa u otra no lo hicimos…

—La he convencido para que pasara tres o cuatro días conmigo, a ver si se anima un poco.

Daniela se percató de que, a la vez que hablaba, Julia lanzaba miradas a Laha. No le quedó más remedio que presentárselo. Mentalmente maldijo su mala suerte. No quería que nada estropease el hechizo de esa noche.

Laha se acercó y saludó a las mujeres.

—¿Así que las dos vivieron en mi país? —preguntó con una cordial sonrisa.

Ascensión asintió apretando los labios para controlar el llanto. Julia entornó los ojos.

—Laha… —murmuró.

—Sí —dijo Daniela, sin ganas de dar muchas explicaciones. Lo que menos le apetecía era otra conversación sobre Guinea—. Está pasando unos días en casa. Clarence lo conoció durante su viaje.

—Me lo contó, sí… —Julia sintió una fuerte opresión en el pecho. Se ajustó los guantes con movimientos repetitivos y nerviosos—. Que había conocido a una familia, a Laha, Iniko y Bisila… —Se arrepintió inmediatamente de haber sido tan explícita.

—¿Bisila no…? —empezó a decir Ascensión enarcando una ceja.

—Bisila no es un nombre corriente, ¿verdad? —continuó la pregunta Julia—. ¿Y dónde está Clarence?

—No se encontraba bien y ha preferido quedarse en casa.

—Ah.

Julia no podía dejar de mirar a Laha. Su abundante pelo, su frente ancha, su mandíbula marcada, su barbilla redondeada, sus ojos… Era él. Tan claro como la nieve que cubría los prados. Clarence lo había encontrado, pero ¿tendría la certeza absoluta? Miró a Daniela. La muchacha tenía las mejillas sonrosadas y un brillo especial en sus grandes ojos marrones. ¿Lo sabría ella?

Se hizo un breve silencio. Daniela temió que, ya fuera por cortesía o verdadera curiosidad, Laha empezara un diálogo interminable sobre el pasado de las mujeres.

—¿Y estáis de visita turística? —preguntó, por decir algo.

—Tenemos reserva en este restaurante. —Julia señaló con el dedo el edificio a sus espaldas y miró a Laha—. Espero que disfrutes de tu estancia en nuestro valle.

Laha curvó los labios en una sonrisa maliciosa y miró a Daniela por el rabillo del ojo.

—Le puedo asegurar que estoy empezando a hacerlo. —Daniela se mordió el labio inferior para contener la risa.

Esperaron a que las mujeres entraran al restaurante y Daniela sacó las llaves del coche de su bolsillo.

—¿Pero no íbamos a cenar aquí también? —preguntó Laha.

—Es que se me ha ocurrido otro sitio mejor… —repuso ella.

Con Julia y Ascensión ahí dentro no podría ni rozar a Laha con las yemas de los dedos sin que se dieran cuenta. De pequeño, romántico y acogedor, el restaurante de sus sueños había pasado a ser agobiante y frío.

Julia encontró la excusa perfecta para pasarse al día siguiente por Casa Rabaltué y saciar su curiosidad.

—Se está organizando en Madrid una reunión de antiguos amigos de Fernando Poo para Semana Santa —anunció—. De nuestro grupo faltarán Manuel y Mateo, pero puede ser algo muy bonito. Podríais venir. —Se dirigió a Carmen—. Tú también, por supuesto.

—Demasiados recuerdos… —dijo Jacobo antes de dirigirse a su hermano—. ¿A ti te gustaría ir?

Kilian se encogió de hombros.

—Ya veremos.

—¿También los descendientes estamos invitados? —preguntó Clarence.

—Claro que sí, pero te aburrirías, Clarence —dijo Ascensión—. ¿Qué harías con un montón de vejestorios recordando su juventud?

—Oh, a mí me encanta descubrir cosas del pasado de mi padre…

Daniela tenía claro que ella no pensaba ir. Hacía rato que había desconectado de la conversación. Casi todas las preguntas de esa tarde comenzaban con un «¿te acuerdas cuando…?» que terminaba con un profundo suspiro. Tanto Ascensión como Julia echaban mano del pañuelo en ocasiones mientras Jacobo y Kilian apretaban los labios y mecían suavemente la cabeza. A Daniela le intrigaba cómo podía soportar Carmen anécdota tras anécdota de un pasado con el que no compartía nada, pero ahí estaba ella, con una sonrisa amable fijada en el rostro. Igual que Clarence, que no se perdía ni un solo detalle de las palabras y los gestos de los otros. Estaba convencida de que si le pusiera un cuaderno al lado, su prima tomaría notas. Bostezó y concentró su mirada en las llamas. Ya no quedaba nada de la pila de leña que había preparado Kilian y nadie parecía tener prisa.

Sintió que alguien la miraba fijamente. Levantó la vista y sus ojos se toparon con los de Laha. Un placentero escalofrío la recorrió de manera tan evidente que decidió aprovechar la ocasión para escapar. ¿Captaría Laha el mensaje?

—Voy a buscar leña antes de que se apague el fuego —dijo ella, poniéndose de pie.

—¿Necesitas ayuda? —Sí, lo había captado.

En cuanto entraron en el pequeño cobertizo, los besos de Laha hicieron que se olvidase de todo el aburrimiento de las últimas horas. De momento, se tendrían que conformar con esos encuentros fugaces.

Dentro de la casa, Clarence tomaba nota mental de todo. No le interesaba tanto lo que decían como lo que callaban. O ella se había vuelto enfermizamente suspicaz o sus gestos realmente ponían de manifiesto que todos sabían algo que no decían. Julia no había dejado de deslizar su mirada continuamente de Jacobo a Laha y de este a Jacobo. ¿Acaso los comparaba? Y ahora que Laha había salido, la atención de la mujer seguía centrada en Jacobo, como si no hubiera nadie más en la estancia. Hasta le había parecido percibir que su madre fruncía el ceño en un par de ocasiones…

—Ascensión… —Clarence decidió guiar la conversación—. ¿Qué es lo que más te dolió dejar atrás cuando te tuviste que marchar?

—Ay, hija. Todo. El color, el calor, la libertad… Noté mucho cambio cuando volvimos a España. —Ascensión sonrió por primera vez esa tarde—. Recuerdo que cuando, a veces, contaba con toda naturalidad alguna cosa de…, bueno, de cómo vivían los morenos, en nuestro círculo de amistades muchas me miraban escandalizadas. Luego Mateo me reñía por ser imprudente.

—Debían de pensar que habíamos crecido en el peor de los lugares. —Julia soltó una risita.

—Me imagino que sería duro… —Clarence carraspeó— despedirse para siempre de tantos amigos que dejaríais allí…

Julia entornó los ojos ante la pregunta de la joven. Seguía con sus pesquisas… Captó cómo Kilian y Jacobo cruzaban una rápida mirada y comprendió que todavía no habían revelado la identidad de Laha. Esperaba que Ascensión fuera prudente con sus comentarios. La noche anterior le había costado un gran esfuerzo quitarle importancia con naturalidad al hecho de que un hijo de Bisila se alojara en casa de Kilian y Jacobo. Lo achacó a la casualidad, pero no estaba segura de haberla convencido.

—En realidad, nuestros amigos eran extranjeros como nosotros —estaba diciendo Ascensión—. Aunque sí que me he preguntado alguna vez qué sería de la cocinera de casa y de su familia…

Clarence decidió derivar la pregunta hacia los hombres con el tono más inocente que pudo:

—¿Y vosotros? ¿Echasteis de menos a alguien cuando os fuisteis? ¿A alguien en particular?

Kilian cogió un fino palo de hierro y atizó la brasa. Jacobo miró a Carmen, esbozó una débil sonrisa y respondió:

—Como ha dicho Ascensión, nuestras verdaderas amistades eran todas blancas. Hombre, sí que me he preguntado alguna vez por el wachimán Yeremías, o por Simón, del que nos trajo noticias Clarence, o por algún que otro bracero… Supongo que tú también, ¿verdad, Kilian? —Este hizo un leve gesto con la cabeza.

«¿Y por Bisila, papá? —pensó Clarence—. ¿Nunca te preguntaste por ella?».

La puerta se abrió oportunamente y entraron Laha y Daniela portando varios trozos de leña cada uno. Clarence se percató de que su prima tenía las mejillas sonrosadas y los labios ligeramente hinchados.

—¡Hace un frío terrible! —exclamó Daniela en respuesta a la mirada escrutadora de Clarence—. Y se está levantando aire del norte.

Julia miró su reloj.

—Será mejor que nos vayamos. Se ha hecho tarde.

Carmen insistió en que se quedaran un poco más con débiles expresiones forzadamente corteses que no podían engañar a su hija. Estaba claro que no había disfrutado mucho de la conversación. Afortunadamente para ella, las invitadas optaron por marcharse.

Kilian, Jacobo y Clarence las acompañaron hasta el coche. Clarence cogió a Julia del brazo y caminaron tras los demás.

—Dime una cosa, Julia. —Ella se puso tensa—. ¿Cómo has encontrado a mi padre?

—¿Cómo… qué…? —preguntó a su vez Julia con extrañeza—. Pues no sé, Clarence… ¿Cómo estarías tú en esta situación tan complicada?

Clarence buscó una respuesta para la pregunta de Julia. ¿Cómo se sentiría ella si hubiera abandonado a un hijo a miles de kilómetros de distancia y, por casualidades de la vida, más de treinta años después, se viera obligada a compartir unos días con él en la misma casa con el resto de su familia? Pues nerviosa, malhumorada, irritada, inquieta y fácilmente excitable.

Exactamente como estaba Jacobo desde que Laha llegara a Pasolobino.

Un golpe de viento fuerte y repentino las empujó con violencia hacia atrás. La mente de Julia se trasladó a otra época, a una noche en la que el desbocado ímpetu de un tornado cubrió de agua los lamentos de un trágico suceso. Recordó el rostro compungido de Manuel cuando le dio la noticia y su conmoción al escucharla; la rapidez con la que se tapó y olvidó la acción de Jacobo, a quien ella había querido tanto…

—¡Métete en el coche, rápido, Julia! —Jacobo se acercó—. Este tiempo solo sirve para coger una neumonía.

—Sí, sí, ya voy. —Julia, aturdida por los recuerdos, se sujetó con fuerza al brazo de Clarence, quien aún aprovechó el momento de abrir la puerta del coche para susurrar una última pregunta a su oído:

—¿Cómo pudo hacer papá algo así?

Julia parpadeó, perpleja. ¿Acaso le había leído Clarence el pensamiento? Se sentó frente al volante con lentitud y murmuró, con voz apagada:

—Él también lo pasó mal.

Julia puso el coche en marcha y un par de segundos después, el Volvo ascendía por la pista de tierra hacia la carretera principal.

Clarence observó el vehículo hasta que desapareció en la fría noche. ¿Debía entender la frase de Julia como una confirmación de sus sospechas? Lejos de sentirse reconfortada, una punzada de amargura tembló en su pecho. ¿Cómo que él también lo había pasado mal? Hizo un repaso mental a la vida de Jacobo desde que ella podía recordar y no encontró ninguna señal evidente de sufrimiento, a no ser que su mal genio fuera consecuencia de un pasado no cicatrizado.

En cuanto pasó Nochevieja, Clarence decidió que no debía esperar ni un solo día más para hablar con Daniela. Después del largo interludio desde su regreso de Bioko hasta la llegada de Laha, ahora las cosas iban demasiado deprisa. Las señales eran más que obvias. Daniela se sonrojaba cada vez que sus manos se chocaban por casualidad con las de Laha y él sonreía con la facilidad de un tonto enamorado. Era imposible que el resto de la familia no se percatara. Y ese brillo en los ojos de Daniela… Era la primera vez que lo percibía en su prima.

Miró su reloj. Era casi la hora de la cena y no había nadie en casa. Carmen había conseguido convencer a Kilian para que los acompañase a ella, a Jacobo y a unos vecinos a tomar un chocolate caliente. Laha y Daniela se habían ido de compras. No había forma de tener un rato a solas con su prima. En cuanto todos se retirasen a dormir, decidió, se colaría en su habitación y le contaría su descubrimiento.

Con cierta pereza se dispuso a preparar algo de cena. Carmen enseguida resolvía esos asuntos con diligencia, ya fueran dos o dieciséis los comensales. A Clarence le costaba mucho esfuerzo siquiera pensar por dónde comenzar. Solo se le ocurrían cosas básicas como una ensalada y una tortilla de patata. Cogió la cesta, se sentó en la mesa de la cocina y empezó a pelar los tubérculos. La casa estaba en silencio. Oyó voces que provenían de la calle. Serían turistas. Las voces aumentaron de volumen y distinguió la voz fuerte de Jacobo:

—¡Abre la puerta, Clarence!

Clarence se asomó a la ventana. Abajo, Kilian y Jacobo portaban a su madre casi en volandas. Corrió al patio y abrió la gruesa puerta para que entraran. En el rostro de Carmen se reflejaba el dolor. Un hilillo de sangre le nacía en la frente y se deslizaba por la sien hasta la mejilla.

—¿Qué ha pasado? —gritó Clarence, nerviosa.

—Se ha resbalado en una plancha de hielo —respondió su padre jadeando por el esfuerzo de subir la escalera con el peso de su mujer—. ¡Si es que no mira por dónde va!

Carmen soltó un quejido. Entre lamentos y comentarios alterados la sentaron por fin en un sillón frente al fuego. Clarence no sabía qué hacer. Maldijo la ausencia de Daniela. Ella sabría por dónde empezar. Fue a buscar gasas para taponar la herida, que cada vez sangraba más.

—¿Dónde te duele, Carmen? —preguntó Kilian.

Con los ojos cerrados, su cuñada respondió:

—Todo… La cabeza… El tobillo… El brazo… Sobre todo el brazo… —Intentó moverse y su rostro se contrajo.

—¿Se puede saber dónde está Daniela? —bramó Jacobo.

—Ha salido con Laha —respondió Clarence—. No creo que tarde.

—¡Es que ya no existe en esta casa otra cosa que no sea ese Laha!

—¡Papá!

—Habrá que llamar al médico —dijo Kilian con calma.

Oyeron risas y la puerta trasera de la cocina, la que daba a los huertos, se abrió. Daniela entró seguida de Laha y se detuvo en seco al darse cuenta de la situación. Rápidamente se puso manos a la obra. Con gestos tranquilos y seguros y frases cariñosas limpió la herida, palpó el cuerpo de su tía y emitió su diagnóstico:

—Se ha roto el brazo. No es grave. Eso sí, hay que bajarla al hospital de Barmón. Le pondré una venda para que el viaje no le resulte muy penoso, pero cuanto antes os marchéis, mejor.

Clarence se apresuró en organizar sus cosas y las de sus padres. Laha cogió a Carmen en brazos y la llevó hasta el coche. La despedida entre unos y otros fue rápida, aunque Clarence aprovechó el abrazo de su prima para susurrarle:

—Tengo algo importante que decirte. Tiene que ver con Laha.

Daniela frunció el ceño. ¿No había tenido tiempo todos esos meses como para elegir el momento menos oportuno?

—¿Nos vamos ya o qué? —gritó Jacobo, impaciente, a través de la ventanilla de su Renault Laguna plateado.

Daniela abrió la puerta del coche para que Clarence entrara.

—¿Es Laha a quien has estado echando de menos todos estos meses? —preguntó en voz muy baja con el corazón en un puño.

—¿Cómo? —Clarence parpadeó. Le costó unos segundos comprender lo equivocada que estaba Daniela. ¡Creía que estaba enamorada de Laha!—. Eh, no, no. No es eso.

Daniela reprimió un suspiro de alivio.

—Entonces, todo lo demás puede esperar.

Daniela preparó una rápida y ligera cena para los tres. Laha le preguntó cosas a Kilian sobre el valle, que este adornó con numerosas y divertidas anécdotas de tiempos pasados que su hija no escuchaba desde su infancia. Después de la cena, se sentaron junto al fuego esperando la llamada de Clarence que no llegaba. A Kilian se le cerraban los ojos.

—Vete a la cama, papá —le dijo Daniela—. Si hay algo importante yo te avisaré.

Kilian accedió. Dio un beso de buenas noches a su hija y palmeó el hombro de Laha.

—Disfrutad del fuego.

Daniela sonrió. Esa era una frase típica en su casa cuando uno se iba a dormir y los demás apuraban la velada en compañía de las llamas y las gruesas brasas. En esos momentos, su padre no podía ser consciente del doble significado de sus palabras. Se levantó y fue a buscar dos copitas en las que vertió vino rancio.

—Esta bebida solo se sirve en ocasiones especiales —susurró.

La casa era muy grande y la habitación de Kilian estaba en la parte más alejada. No podría oírles a menos que hablaran a gritos, pero la voz baja camuflaba el pudor que le producía saber que, en menos de dos minutos, estaría en los brazos de Laha bajo el mismo techo que su padre.

—Se guarda en una pequeña cuba donde reside la misma madre desde hace decenas de años. Apenas se consiguen unos pocos litros cada año.

—¿Y cómo de especial es esta ocasión? —Laha humedeció los labios con el líquido y un sabor dulzón e intenso parecido al del coñac se pegó a ellos.

—Ya lo verás.

El teléfono sonó y Daniela corrió a contestar. Al cabo de unos minutos, Laha escuchó pasos por la escalera que conducía al piso superior. Cuando Daniela regresó, el último tronco de fresno se acababa de partir sobre una cama de ascuas lamidas por minúsculas y parpadeantes lenguas de fuego.

—Carmen tendrá que ir escayolada tres semanas, así que se quedarán en Barmón. Clarence subirá a por sus cosas.

—Siento no poder despedirme de tus tíos.

—Bueno, espero que los vuelvas a ver. —Hizo una breve pausa antes de preguntar—: ¿Te gustaría?

—Sí, porque eso significaría volver a verte a ti.

Daniela rellenó las copas. Iba a sentarse de nuevo en el sillón al lado de Laha, pero este la sujetó por la muñeca y la atrajo hacia sí para que se sentara en sus rodillas.

Laha tomó un sorbo de vino y miró a Daniela con ojos de deseo. Ella se inclinó sobre él y bebió de sus labios. Succionó con lentitud y repasó con la punta de la lengua el contorno de su boca para no perderse ni una gota de ese sabor fuerte, aunque dulce y levemente afrutado. Laha entrecerró los párpados y su garganta emitió un ronroneo de placer al sentir el calor de las manos de Daniela por su cara, por su pelo, por su nuca. Apoyó una mano en la cadera de ella para sujetarla con más fuerza, metió la otra por debajo de su jersey y comenzó a masajearle el vientre con suaves movimientos ascendentes hasta que llegó al pecho. Daniela se separó unos centímetros y lo miró expectante. Cuando él comenzó a acariciarla lentamente con movimientos circulares, primero un pecho, después el otro, se mordió el labio inferior y su respiración se aceleró. Laha clavó la mirada en su rostro. Sus mejillas de porcelana estaban teñidas de un rosa intenso. Sus enormes ojos lo miraban con una mezcla de deseo, ilusión y seguridad. En condiciones normales, la mirada de la joven era capaz de perturbar a cualquiera. En esos momentos, una fuerza misteriosa surgía de las profundidades de aquellas fuentes de luz para atraerlo como a un indefenso insecto. Solo quería revolotear eternamente alrededor de aquellos focos, disfrutar del desafío y la tentación antes de rendirse a una muerte certera…

Pocos minutos después, en la habitación de invitados, Daniela contemplaba con atención el torso desnudo de Laha. Había una gran diferencia entre los jóvenes con los que había tonteado y ese hombre hecho y derecho con quien pensaba pasar el resto de su vida. Lo tenía claro aun sin haberse acostado con él. Mucho tendrían que torcerse las cosas para cambiar de opinión. Laha se acercó hasta pegar su cuerpo al de Daniela y no fueron necesarias más palabras. No hubo nervios, ni risas incómodas, ni pausas superfluas, ni pensamientos confusos. Sus manos sabían lo que querían sentir. Sus labios y sus lenguas no ignoraban cómo calmar la avidez por recorrer todos los centímetros de sus pieles. Bastaba mirarse a los ojos cada vez que sus caras se encontraban frente a frente para asegurarse de que uno percibía la misma íntima voracidad que el otro.

Laha tenía que hacer verdaderos esfuerzos por retrasar el momento de introducirse en ella. Quería disfrutar de cada segundo de exploración. No era ningún niño; sabía perfectamente las partes del ritual amoroso. Pero eso no era un ritual preparado y preciso. Era la celebración suprema de todos los sentidos. Había viajado por medio mundo, había dormido con muchas mujeres, pero nunca había disfrutado como lo estaba haciendo con esa joven a quien acababa de encontrar en un punto perdido de las montañas más frías que había conocido. Si en algún momento había temido que la diferencia de edad fuera un obstáculo, ya tenía claro que se había equivocado por completo. Su cuerpo ya no le pertenecería nunca más. Ya no podría sentir nada lejos de las caricias de ella. De eso estaba seguro.

Daniela se movió bajo él. Estaba más que preparada para recibirlo. Si no entraba en ella pronto se pondría a gritar, aunque despertase a medio pueblo. Laha se situó entre sus piernas y con toda la dulzura de la que fue capaz comenzó a acoplarse mientras le acariciaba el pelo con las manos. Daniela gimió y se arqueó para acelerar la anhelada invasión de su cuerpo. Necesitaba sentirlo en lo más profundo de su ser, mecerse con él, fundirse en esa unión completa, explotar a la vez que él para liberarse del insoportable y gozoso delirio que los había poseído de manera implacable e indescifrable.

Laha se tumbó de espaldas con el corazón latiéndole a una velocidad vertiginosa y la respiración entrecortada. A su lado, Daniela permaneció un buen rato con los ojos cerrados hasta que se giró hacia él y apoyó una mano en su pecho. Laha la acomodó entre sus brazos.

—No me había pasado esto nunca —dijo él con voz queda—. Ha sido como si…

Prefirió no terminar la frase en voz alta.

Pero ella sí lo hizo, antes de sumergirse en un profundo sueño:

—… Como si alguien nos manejara a su antojo, ¿verdad?

Clarence regresó dos días más tarde. Las vacaciones llegaban a su fin y se le iba a juntar la convalecencia de su madre con el comienzo de las clases, así que tardaría en regresar a Pasolobino. Y, encima, no había hecho ningún progreso en la confesión del asunto de Laha. Por una cosa u otra nunca era el momento oportuno. A su padre solo le faltaría escuchar una acusación semejante por parte de su hija, cuando ya se le hacía difícil atender a su mujer en el piso de Barmón. En cuanto a Daniela, no iba a esperar ni un minuto más: en el mismo instante en que Laha subiera al autobús se lo contaría todo.

Clarence observó que la tranquila, cómoda y afectuosa despedida entre los sonrientes Laha y Daniela en la parada de Cerbeán no se parecía en nada a su complicada despedida de Iniko en Bioko. ¿Quería eso decir que Daniela y Laha no tenían intención de separarse de forma definitiva?

Cuando le llegó el turno, Laha la abrazó con fuerza.

—Querida Clarence. ¡Gracias por todo! ¡He pasado unos días maravillosos!

Clarence sintió un súbito arrebato de sinceridad y no pudo evitar contestarle:

—¡Ay, Laha! Hace unos meses ni tú, ni Bisila ni Iniko existíais para mí. ¡Ahora es como si nos conociéramos de toda la vida! ¡Como si nuestras vidas se empeñaran en entrelazarse!

—¿Quieres decir —le susurró él al oído, en tono bromista— que tienes la extraña sensación de que no se puede luchar contra los espíritus?

Clarence aflojó el abrazo dando un respingo y se apartó. Laha depositó un rápido beso en la mejilla de Daniela y subió al autobús. Daniela no dejó de sacudir la mano en el aire hasta que el vehículo se perdió de vista.

—Y ahora tú y yo nos tomaremos una cerveza —dijo Clarence. Aquello era una orden más que una sugerencia—. ¿Cuánto hace que no tenemos un rato a solas?

Cuando acabó de contar su versión de los hechos —ocultando su especial relación con Iniko—, Clarence bajó la vista y resopló. En algunos puntos de su narración, a Daniela se le habían inundado los ojos de lágrimas que en ningún momento permitió que rodaran por sus mejillas. Su prima escuchó atentamente, frunció los labios, arqueó las cejas, apoyó la barbilla en las manos, arrancó la etiqueta de la botella y la desmenuzó en miles de pedacitos, pero no dijo absolutamente nada.

—Hasta la nota que encontré tiene ahora más sentido que nunca —terminó Clarence—. Decía: «El uno trabajando y el otro aprovechando los estudios». Está claro. Los dos hermanos, Iniko y Laha. —Se encendió un cigarrillo. Las manos le temblaban—. Lo único que no acabo de entender es qué tiene que ver la relación del Dimas de Ureka con Manuel en todo esto… ¿Y bien? ¿No tienes nada que decir?

—¿Y qué podría decir? —respondió Daniela, todavía aturdida—. Tú misma me acabas de asegurar que no tienes pruebas concluyentes, aparte de la coincidencia de nombres y otros detalles…

Repasaron una vez más todas las fechas y todos los datos, pero siempre llegaban al mismo punto. Era muy probable que Laha y Clarence fueran hermanos, pero no tenían la certeza absoluta que solo Jacobo podía confirmar.

«Y aunque fuera cierto —pensó Daniela—, no cambiaría en nada lo que siento por él».

Se produjo un largo silencio. Ambas estaban absortas en sus propios pensamientos.

«Y yo que creía que mi prima estaba celosa…», se dijo Daniela.

—¿Y ahora qué? —preguntó Clarence, liberada ya del secreto que la había atormentado los últimos meses y agradecida de poder comentarlo con alguien.

—No me lo puedo creer… —A Daniela se le escapó una risita nerviosa—. Laha podría ser mi… ¡primo!

De pronto, una idea descabellada surgió súbitamente en su mente y sintió una fuerte opresión en el pecho.

—¿Qué te pasa? —preguntó Clarence—. Te has puesto muy pálida.

—Oh, Clarence… ¿Y si…? ¿Estás segura de que no existe la más mínima posibilidad de que el padre de Laha pudiera ser… —le faltaba el aliento para terminar la pregunta— Kilian?

Los labios de Clarence se curvaron hacia abajo y sacudió la cabeza con convicción.

—Julia prácticamente me confirmó la paternidad de Jacobo. Además, ¿tú te imaginas a tu padre ocultando algo tan grave?

—Mucho me tendría que haber engañado. —Daniela tomó otro trago de cerveza. La opresión en el pecho desapareció con la misma rapidez que había surgido—. Papá está más callado de lo normal, sí, incluso melancólico, pero está tranquilo. Si fuera su hijo, tendría que estar nervioso.

—Y el que lo está es mi padre, ¿no? Entonces… ¿Cuándo contamos lo que sabemos?

Daniela meditó su respuesta. La confesión del hallazgo de Laha iba unida a la confesión de su relación con él. Demasiada información junta.

—De momento, no diremos nada en casa. Antes me gustaría hablar con Laha.

Durante los primeros meses de 2004, aparte de las largas ausencias de Jacobo y Carmen y el exceso de trabajo de Clarence en Zaragoza, el mayor cambio que se produjo en Casa Rabaltué fue el número de viajes que Daniela tuvo que realizar a Madrid cada tres o cuatro semanas. El hecho de vivir en un entorno aislado favoreció que la excusa de un curso de reciclaje profesional tuviera sentido. Clarence no podía comprender cómo los demás —especialmente su tío Kilian— no se daban cuenta del cambio que había experimentado su prima. También era cierto que ella era la única que sospechaba que Laha y Daniela seguían viéndose. ¿Cómo lo hacían a pesar de la distancia? Solo se le ocurría que Laha hiciera escala en Madrid cada vez que iba de California a Bioko y viceversa.

Después de cada fin de semana de cursillo intensivo en la capital, Daniela llegaba a casa extenuada pero radiante. Clarence pensaba, con cierta envidia, que si Laha era la mitad de buen amante que Iniko, Daniela tenía sobradas razones para estar tan feliz. Pero esos pensamientos no hacían sino aumentar la preocupación por su prima porque tanto viaje solo podía significar una cosa: que Daniela y Laha habían superado con éxito la fase más apasionada del principio de la relación y, lejos de mostrar signos de desgaste, estaban descubriendo que lo único que querían era compartir todos los momentos de su vida, conocer todos los detalles del pasado de cada uno y plantearse la posibilidad de vivir juntos el resto de sus días.

Eso estaba claro.

Lejos de Pasolobino, lo que Laha y Daniela no sabían todavía era cómo, dónde y cuándo.

La situación no era fácil. Bioko, California y Pasolobino formaban un triángulo de ángulos muy lejanos. Uno de los dos tendría que sopesar la posibilidad de seguir al otro por el mundo. O Laha se instalaba en España, o Daniela se repartía entre California y Bioko. Laha argumentaba que la gran ventaja de ser enfermera era que podía ejercer su trabajo en cualquier sitio. Concretamente en Guinea tendría la posibilidad de trabajar en lo que le gustaba, aunque cobrase menos sueldo. Bisila sería una gran ayuda para encontrarle algo. ¡Qué coincidencia que las dos mujeres más importantes de su vida fuesen enfermeras!

Pero a Daniela no le preocupaba tanto su futuro laboral como otras cuestiones. Por un lado, aún no le había confesado a Laha sus sospechas sobre su posible identidad. Estaba siendo muy egoísta, pero temía que una noticia tan impactante interrumpiera la intensidad de sus encuentros. Por otro lado, no se atrevía a hablar con su padre.

Kilian y ella siempre habían estado tan unidos que le estaba costando un gran esfuerzo no contarle lo feliz que se sentía de haber conocido a alguien como Laha. Nunca habían vivido separados, como mucho de lunes a viernes durante sus estudios en la universidad. Jacobo, Carmen y Clarence completaban la familia, sí, pero la relación entre Kilian y Daniela era especial, como si sintieran que solo se tenían el uno al otro. ¿Cómo le iba a decir que quería volar lejos, justo en el momento que más la necesitaba?

A la velocidad que iba su relación con Laha, más pronto que tarde tendría que elegir y ella quería demorar al máximo ese momento. No la estaban ayudando mucho ni su carácter práctico, ni su lógica, ni su capacidad organizadora, ni su determinación. Una historia de amor con un hombre tan diferente, unos años mayor que ella, y con el que existía la posibilidad de que compartiera genes, francamente, no había formado nunca parte ni de sus sueños ni de sus planes.

Y tampoco la ayudaban mucho a encontrar el camino adecuado ni las caricias de Laha, ni la deliciosa obsesión que tenía por mordisquearle el pecho.

—Estás muy callada, Daniela —dijo Laha—. ¿Te encuentras bien?

—Estaba pensando en mi padre —respondió ella, incorporándose para apoyar su espalda contra el cabecero de la cama—. ¡Tendré que decírselo!

Laha se tumbó de lado junto a ella, que se abrazaba las rodillas flexionadas contra el pecho en actitud pensativa.

—¿Crees que le importará el color de mi piel?

Daniela se giró hacia él como movida por un resorte. La había malinterpretado.

—¡En ningún momento se me ha ocurrido pensar algo semejante!

Laha le acarició un pie.

—Esto es algo completamente nuevo en la tradición de Casa Rabaltué.

A Daniela le brillaban los ojos de furia.

—¡Pues ya iba siendo hora de que algo nuevo perturbara la paz histórica de mi casa!

Bajó el tono antes de continuar:

—Es posible que a mi tío Jacobo le dé un soponcio… ¡Un negro en la familia! —Torció el gesto. Un negro que además podría ser su hijo…—. Pero mi padre es diferente. Él respetaría mi decisión por encima de todo.

—Entonces, ¿qué es lo que te preocupa?

Daniela inspiró profundamente.

—Cualquier decisión de vivir tú y yo juntos implica dejarlo solo en Pasolobino. —Cogió la camisa de Laha, se la puso sobre los hombros y se sentó al borde de la cama—. Igual es pronto para decírselo. No hace ni tres meses que nos conocemos.

—Para mí es suficiente tiempo. —Laha se arrodilló detrás de ella y la abrazó—. ¿Sabes, Daniela? Da igual a la velocidad que vayamos. Hay un proverbio popular africano que dice que por mucho que madrugues, antes se habrá levantado tu destino.

Ella se recostó contra su pecho y cerró los ojos.

Aquella noche, en un hotel de Madrid, le costó más que nunca conciliar el sueño. En su mente se sucedían imágenes de su vida, de su infancia, de su padre y de una madre a la que reconocía gracias a las fotografías. También visualizaba a Clarence, a Carmen y a Jacobo. Pensaba en sus amigos, vecinos y compañeros; en las personas a quienes saludaba cada día de camino al trabajo, o al realizar sus compras. Pensaba en el entorno privilegiado en el que había tenido la suerte de nacer y vivir.

Al igual que Clarence, ella formaba parte de los prados surcados por arroyos, de los ibones y lagos glaciares, de los bosques de pinos negros, fresnos, nogales, robles y serbales; de los prados moteados de flores silvestres en primavera, del olor de la hierba segada en verano, de los colores del fuego del otoño, y de la soledad de la nieve.

Ese había sido su mundo.

Clarence no comprendería que fuese capaz de abandonarlo.

Recordó otro proverbio africano que le había explicado Laha en una de sus muchas conversaciones sobre su tierra.

«La familia es como el bosque —le había dicho—. Si estás fuera de él, solo ves su densidad. Si estás dentro, puedes ver que cada árbol tiene su propia posición».

Su familia no entendería que un árbol adulto desease ser trasplantado. «Daniela —le dirían—, no se puede trasplantar un árbol de tronco grueso, ni una flor crecida. Se moriría». «A no ser que caves un enorme agujero —les respondería ella— y permitas que las raíces arrastren la mayor cantidad de tierra posible y las riegues continuamente. Además —añadiría—, las raíces de una persona no son objetos físicos que se agarran a la tierra como las de los árboles. Las raíces se llevan dentro. Son los tentáculos que se extienden a lo largo de nuestras terminaciones nerviosas y nos mantienen enteros. Van contigo a donde tú vas, vivas donde vivas…».

Cuando el sueño llegó, Daniela continuó viendo imágenes.

Las aguas del deshielo de los glaciares de su valle formaban un gran caudal que discurría por un llano hasta caer en forma de cascada en una profunda sima. Allí desaparecía por completo. Por arte de magia.

Por un capricho de la naturaleza, al pie de las cumbres más altas de Pasolobino, tenía lugar un excepcional fenómeno cárstico.

El río era engullido y conducido por un recorrido subterráneo natural robado a la roca. El agua ácida del deshielo era capaz de disolver las rocas. Las aguas subterráneas iban creando nuevas galerías y cuevas a través de las cuales el río fluía ajeno a la luz del sol. Después de varios kilómetros, el río volvía a aparecer en otras tierras, en otro valle. Resurgía adoptando la forma de una enorme fuente que acrecentaba el caudal de otro río, para, una vez juntos, desembocar en la costa francesa, muy lejos de su lugar de nacimiento.

En el sueño aparecían Kilian y Daniela asomados al abismo de la sima donde desaparecía el caudal del deshielo.

Daniela estaba feliz por el misterioso recorrido que las aguas iban a emprender hacia un final feliz.

Y, de manera extraña, en el sueño de Daniela, Kilian no estaba triste. Al contrario: mostraba una sonrisa triunfante.

Él sabía que la misma agua que se adentraba en las oscuras cuevas y permanecía oculta a la vista del mundo exterior, después de erosionar y disolver el interior de la roca, encontraba la manera de llegar a la superficie y hacerse visible.

Al final encontraba una salida.