VI

INSIDE THE BUSH

EN LA SELVA

1955

El último camión cargado de sacos de cacao se dirigió hacia la salida de la finca por el camino de las palmeras reales en dirección al puerto de Santa Isabel. Kilian lo vio partir con alivio, orgullo y satisfacción. Había finalizado con éxito su primera campaña completa en la isla. Después de veinticuatro meses se consideraba todo un experto en el proceso de producción del cacao. El de Sampaka era famoso en todo el mundo porque se elaboraba de manera meticulosa para conseguir la máxima calidad, con lo cual se vendía cinco pesetas más caro por kilo en producciones de toneladas. Eso suponía una verdadera fortuna que Kilian había ayudado a conseguir tras interminables horas en los secaderos: noche y día comprobando con sus propias manos la textura de los granos, vigilando que se hinchasen sin descascarillarse y se tostasen al punto —ni un segundo antes ni un segundo después— para que no se volvieran blancos. El cacao seco y bien fermentado que llenaba los sacos, listo para su embarque, era grueso, de color marrón o chocolate, quebradizo, de sabor medianamente amargo y aroma agradable.

Cerca de él, con gestos de cansancio, Jacobo y Mateo se sentaron en un muro bajo y se encendieron sendos cigarrillos. Marcial se quedó de pie.

—Estoy reventado —resopló Mateo—. Tengo polvo de cacao hasta en el bigote.

Jacobo sacó un pañuelo del bolsillo y se lo pasó por la frente.

—Garuz estará contento con esta cosecha —dijo—. La mejor en años. ¡Nos tendría que dar una paga especial!

También Kilian estaba agotado. Más de un día le había tentado imitar a algún que otro bracero y aprovechar el jaleo de las fiestas navideñas para escaparse del trabajo. Se sentó junto a los otros y aceptó el pitillo que le ofrecía su hermano. Inspiró profundamente. Un fino polvillo de color chocolate se colaba hasta el último poro de su piel. Cuando cesase del todo la actividad de los secaderos, aún persistiría el olor a cacao tostado. El sol ya descendía, pero el calor horroroso no remitía. Todavía resonaban en su cabeza los ecos de los villancicos y las fiestas cargadas de alcohol de su segunda Navidad lejos de casa y aún le resultaba extraño sentir la ropa pegada al cuerpo por el sudor en enero. Recordó la misa del veinticinco de diciembre en manga corta, las pieles curtidas por el sol y los chapuzones de madrugada en la piscina de la finca. Esa estación seca estaba siendo más calurosa de lo normal y en Sampaka los chubascos ocasionales no conseguían mitigar el bochorno.

—Seguro que en las montañas de Pasolobino hace un frío de mil demonios, ¿eh, chicos? —dijo Marcial desabrochándose los diminutos botones de la camisa con dificultad.

Kilian imaginó a sus padres y a Catalina frente al fuego del hogar mientras el ganado se alimentaba tranquilamente en los establos y la nieve cubría los prados con un grueso manto. Los echaba de menos, pero con el paso de los meses la terrible nostalgia de sus primeras semanas en la isla se había debilitado o, al menos, no le atenazaba el pecho de manera insoportable.

—La verdad es que ya tengo ganas de cambiar de aires —comentó Kilian.

—Pues ya te queda poco. En cuanto vuelva papá, porque me apuesto lo que quieras a que vuelve, te irás de vacaciones a España. ¡Qué envidia!

Antón se había despedido de sus hijos como si no fuera a regresar nunca a la finca. Kilian no tenía que apostarse nada con Jacobo porque también estaba convencido de que, al igual que el año anterior, regresaría, descansado y un poco más grueso.

—Oye, no te quejes —le recriminó Kilian a su hermano—, que luego irás tú.

—Me fastidia decirlo en voz alta, pero reconozco que te has ganado el primer turno, ¿verdad, Mateo? —Este asintió—. ¡Quién lo hubiera dicho! Si hasta te ha cambiado el aspecto… Cuando llegaste estabas todo flaco… ¡Y mírate ahora! ¡Tienes más músculos que ese Mosi!

Kilian sonrió por la exagerada comparación, pero lo cierto era que había dado lo mejor de sí mismo para que su padre, su hermano, sus compañeros y el propio gerente se sintieran orgullosos de él, y en parte también para expiar su culpa tras el incidente con Umaru y Gregorio. No le había resultado difícil porque estaba acostumbrado a trabajar y a hacer lo que se esperaba de él. Recordó sus primeros días en la isla y se sorprendió de lo bien que, a pesar de todo, se había instalado en la rutina diaria marcada por el sonido de la tumba o de la droma y los cantos nigerianos. Pronto comenzaría una vez más el trabajo al aire libre en los cacaotales, junto a la fascinante selva, horas y horas en las que el cutlass sería el protagonista, el machete cayendo implacable sobre el bicoro, el caldo bordelés rociando los tiernos brotes…

—Al final tendré que daros la razón a todos, a papá y a ti, y a Julia… Sí, me he acostumbrado a la isla. Pero no me irá nada mal un descanso largo en casa.

Percibió por el rabillo del ojo que Jacobo apretaba los labios al oír el nombre de Julia. El noviembre anterior, contagiados por el ambiente festivo de bailes, conciertos y carreras de cayucos de las fiestas de Santa Isabel, Julia y Manuel habían hecho oficial su noviazgo. A partir de entonces, siguieron organizando su tiempo libre a su manera, pero ya sin la presión de la clandestinidad, recorriendo la isla en busca de plantas para los estudios de él, merendando en el parador de Moka, o disfrutando de una buena película o de un buen baño en la piscina del casino. Emilio y Generosa estaban encantados con Manuel porque, además de ser un hombre educado y respetuoso, era médico. Su hija era la novia de un médico. Jacobo pareció aceptar la noticia de buen grado, aunque, en el fondo, su orgullo hubiera resultado levemente herido. Fue plenamente consciente de que su negativa a comprometerse tan pronto había sido aprovechada sin demora por otro hombre para ganarse el corazón de una mujer extraordinaria. Para superar la transitoria pena, continuó con su metódica existencia entre Sampaka y las noches de Santa Isabel, y de lo único que se lamentaba abiertamente era de la ausencia de compañeros para sus juergas. Bata no estaba tan cerca como para que Dick y Pao fuesen a la isla con regularidad, y Mateo y Marcial alternaban sus libertinos escarceos con encuentros —cada vez más frecuentes— con las amigas de Julia en el casino.

—La que sentirá tu marcha será esa preciosidad de… —Mateo entrecerró maliciosamente los ojos—. ¿Cómo se llama? ¡Siempre se me olvida…!

—¿Cuál de ellas, si las tiene a todas locas? —Marcial frunció sus gruesos labios en un beso—. Cuidado, Jacobo. Tu hermano te está ganando terreno.

—¡Pues no tiene faena ni nada para alcanzarme! —rio este—. Si parece más un claretiano que otra cosa… ¿Sabéis qué me dicen las chicas de la ciudad? —Se dirigió a Kilian directamente—. Que se te va a contagiar el aspecto de bruto de los finqueros que viven desconectados del mundo…

—Bueno, bueno… No es para tanto. Y vosotros dos —Kilian contraatacó con guasa señalando alternativamente a Mateo y Marcial—, tenéis memoria para lo que os interesa. Me figuro que con Mercedes y Ascensión os olvidáis de las amigas del Anita.

—Totalmente —accedió Mateo con cara de pillo—. Y al revés, también.

Los cuatro estallaron en carcajadas.

—Sí, sí, reíros —dijo Jacobo con retintín—, pero os veo como Manuel, haciendo oficial el compromiso en cualquier momento y merendando en el parador.

—A todos nos llega la hora, Jacobo. —Marcial encogió sus anchos hombros y una sonrisa de resignación se dibujó bajo su gran nariz—. Antes o después, pero llega. Los años pasan y habrá que formar una familia, digo yo.

—Me voy a la ducha. Es hora de cenar. —El aludido se puso en pie de un salto y comenzó a caminar hacia el comedor seguido de los otros.

—¡Hay que ver lo que le gusta a este la carne negra! —susurró Mateo a Marcial sacudiendo la cabeza—. No sé yo si se acostumbrará ya a otra…

Kilian hizo un gesto de desagrado por las palabras y el tono de Mateo. Siempre le sucedía lo mismo: después de un rato de risas compartidas con los demás hombres, al final le quedaba un regusto agrio. Se encendió un cigarrillo y dejó que los otros se adelantaran. Le agradaba ese momento en que, casi sin previo aviso o tras un breve preámbulo, con el mismo ímpetu de las hierbas en los cacaotales, el día se convertía en noche, todos los días a la misma hora. Se recostó contra una pared a la espera de las sombras y pensó en Sade.

Con la mente dibujó la figura esbelta de la mujer, sus piernas largas, su piel tersa, sus pechos generosos y sólidos, su cara larga y estrecha en la que unos ojos almendrados y oscuros rivalizaban en hermosura con unos labios carnosos. Como el polvillo oscuro que impregnaba el ambiente, la vertiginosa sucesión de días de los últimos meses también había sido amargamente dulce; una combinación de ríos de sudor y esfuerzo recompensados con una cosecha excelente y de breves y escasos —pero bien aprovechados— momentos de respiro con ella. Los otros tenían razón. A medida que el cuerpo y las extremidades de Kilian se volvían más musculosos por el esfuerzo físico y su piel lucía un atractivo y permanente bronceado, percibía que tenía el mismo éxito que Jacobo cuando acudían a un baile. Acicalados con sus blancas camisas de lino, perfectamente planchadas, sus anchos pantalones beis y sus cabellos oscuros engominados, las mujeres —blancas y negras— competían por llamar la atención de los hermanos. Kilian sabía sobradamente que salir con Jacobo significaba terminar bastante ebrio de whisky en brazos de una hermosa mujer, pero él hacía meses que se había cansado de tanto alcohol y tanto baile. Por eso, había optado por restringir sus salidas a la ciudad a aquellos esporádicos encuentros con la hermosa Sade, absolutamente necesarios para mantener a raya su fogosidad de hombre joven. Ella jamás le pedía nada ni le reprochaba nada. Acudía al club y allí estaba su Sade, siempre dispuesta a unirse a él después de semanas sin verlo. A Kilian esa situación le resultaba muy cómoda. Disfrutaba de los ocasionales momentos con ella y se reía con su fresco sentido del humor y su actitud mundana y cariñosa.

Al final, no había podido evitar que todos supieran de su relación, y tenía que soportar los mismos comentarios jocosos que antes había escuchado sobre otros. Procuraba aguantar el tipo con frialdad, e incluso respondía con ingenio a las bromas, pero, en el fondo de su corazón, sentía algo de desprecio por su comportamiento porque, en apariencia, él no era tan distinto a los demás. La diferencia con su hermano estribaba en la cantidad de mujeres con las que yacían, no en su actitud hacia ellas. Había llegado a preguntarse si algún día podría pensar en Sade como una mujer con la que planificar un futuro o formar una familia…

La respuesta daba vueltas por su estómago hasta que se confundía con el gusanillo que pedía otro cigarrillo y allí se quedaba, agazapada y cobarde como una rata de bosque, sin hacer ademán de salir a la luz.

Pocos días después, Jacobo lo abordó para enseñarle un telegrama que había recibido desde Bata.

—Es de Dick. Nos invita a otra cacería de elefantes en Camerún y, de paso, a disfrutar de unos días en Duala. Garuz está satisfecho con nosotros. Seguro que nos da el permiso. La pena es que coincide con la fiesta de la cosecha en el Club de Pesca, el próximo sábado. Irá todo el mundo. Y encima tengo entradas para la velada de boxeo en el estadio de Santa Isabel. Slow Poison contra Bala Negra. —Soltó un juramento—. ¡Nos tiramos meses sin nada y luego coincide todo! ¿Qué hacemos?

Kilian no tenía intención de asistir a ninguno de los tres eventos. Después de escuchar la descripción de la cacería de labios de Dick y Pao en el casino, tuvo claro que él no participaría en algo así. Otra fiesta multitudinaria no le apetecía lo más mínimo. Y en cuanto al boxeo, no entendía la afición por ver a dos hombres golpeándose hasta desfallecer.

—Yo a Camerún no iré —respondió, sirviéndose de una excusa muy simple y lógica que su hermano comprendería—: Eso tiene que costar mucho dinero y me lo guardo para el viaje a España. Pero tú puedes ir sin mí.

—Sí, pero… —Jacobo arrugó la nariz y chasqueó la lengua—. ¿Sabes qué te digo? Que otra vez será. Entonces, elegimos la fiesta… Podemos ir después del boxeo.

Kilian no dijo nada.

A unos metros, José entró en su campo de visión portando un montón de sacos vacíos que habrían sobrado del envasado de cacao. Se detuvo y le indicó a un trabajador que barriese mejor y que no desaprovechase ni una sola corteza de los restos del secado, que también se vendían para hacer cacao de baja calidad.

Kilian sonrió. ¡Menudo era José! No había conocido a otra persona más meticulosa. En los últimos meses había pasado tantas horas con él que lo conocía mejor que a los demás empleados de la finca. Y lo cierto era que se encontraba a gusto en su compañía. Era un hombre pacífico —sus infrecuentes enfados duraban segundos—, ordenado y dotado de una sabiduría innata que manifestaba con sencillez en cualquier conversación.

—No me digas que tienes otros planes con José —dijo Jacobo mirando en la misma dirección que su hermano.

—¿Por qué dices eso?

—Vamos, Kilian, que no me chupo el dedo. ¿Te crees que no sé que en cuanto puedes te escapas con él a Bissappoo? No puedo comprenderlo.

—Solo he subido tres o cuatro tardes.

—¿Y qué haces allí?

—¿Por qué no vienes un día y lo ves?

—¿Subir a Bissappoo? ¿Para qué?

—Para pasar la tarde. Para charlar con los familiares de José… ¿Sabes, Jacobo? Me recuerda a Pasolobino. Cada uno hace lo que tiene que hacer y luego se juntan a contar historias, como hacemos en casa al lado del fuego. Hay muchos chiquillos jugando, riendo y haciendo trastadas, y sus madres se enfadan. Ya he aprendido algunas cosas de su cultura, que me resulta muy misteriosa y atractiva. Y también les cuento cosas de nuestro valle y me preguntan…

Jacobo lo interrumpió moviendo una mano en el aire con gesto de enfado.

—¡Por Dios, Kilian! ¡No me compares! —dijo con cierto desprecio—. ¿Cómo puedes preferir ese poblado a la vida social de Santa Isabel?

—No he dicho que los prefiera —rebatió su hermano—. Hay tiempo para todo.

—¡Me puedo imaginar las inteligentes conversaciones que mantenéis!

—Oye, Jacobo —Kilian estaba empezando a irritarse—, que tú también conoces a José. ¿Tan diferente lo ves?

—Aparte de ser negro, quieres decir…

—Sí, claro.

—Con eso ya es suficiente, Kilian. Somos diferentes.

—¿Para hablar sí, pero para acostarte con ellas no?

Jacobo entornó los ojos.

—¿Sabes qué te digo? —dijo en voz alta—. ¡Pues que creo que las vacaciones te van a sentar muy bien!

Se marchó enfadado con paso rápido. Kilian no se inmutó. Jacobo tenía esos prontos. Se le pasaría en un rato y por la noche volvería a ser el mismo.

Buscó de nuevo con la mirada a José, que en ese momento se dirigía a uno de los almacenes, y caminó hacia él mientras lo llamaba empleando su nombre en bubi:

—¡Ösé! ¡Eh, Ösé!

José levantó la cabeza, dejó lo que estaba haciendo y se reunió con el joven.

—¿Qué planes tienes para el fin de semana que viene? —preguntó Kilian.

—Nada especial. —José se encogió de hombros. Cada vez que Kilian le hacía esa pregunta quería decir que necesitaba una buena excusa para librarse de algo—. Se casa una de mis hijas.

—¡Vaya! ¿Y eso no es especial? —preguntó Kilian—. ¡Enhorabuena! ¿Cuál de todas?

Kilian conocía algunos detalles de la vida de José. Su madre era bubi y su padre fernandino, nombre empleado para referirse a los descendientes de los primeros esclavos liberados por los británicos durante el siglo anterior, que provenían sobre todo de Sierra Leona y Jamaica, y que se mezclaron con otros emancipados africanos y cubanos. Por lo que contaba José, en tiempos habían formado una burguesía influyente, pero cuando los españoles adquirieron la isla perdieron su estatus. De su padre aprendió José el inglés y el inglés bantú, y gracias, también a su padre, que lo había enviado junto con sus hermanos a las misiones católicas, era de los pocos indígenas de su edad que sabía leer y escribir. José se había casado con una mujer bubi con la que tenía varios hijos. Continuando con la tradición de su padre, los había enviado también a la escuela católica. No todos los bubis aprobaban esto: los más reaccionarios creían que la cultura blanca ofendía a sus espíritus y a sus tradiciones, pero lo cierto es que no les quedaba más remedio que obedecer a los colonizadores.

—La última —respondió José.

—¡La última! —exclamó maliciosamente Kilian, afectando escandalizarse—. ¡Por Dios, Ösé! Pero… ¿no tiene cinco años?

Kilian sabía que las jóvenes bubis se solían casar a partir de los doce o trece años, y por lo tanto la novia tendría como mínimo esa edad, pero también sospechaba que la niñita que lo abrazaba de forma afectuosa cada vez que iba al poblado era la más pequeña de los numerosos hijos que debía de tener su amigo. La poligamia no estaba bien vista por los católicos españoles, así que José nunca hablaba de sus otras esposas, si es que las tenía, y mucho menos delante de los misioneros y sacerdotes como el padre Rafael, que todavía intentaban liberar a los indígenas de sus antiguas costumbres.

José hizo caso omiso del comentario. Miró a su alrededor para comprobar que todo estaba recogido antes de ir a cenar y comenzó a caminar, ignorando al otro. Cuando ya llevaba recorridos unos metros, se giró y preguntó, por fin, lo que Kilian estaba esperando escuchar:

—¿Tal vez le gustaría asistir a una boda bubi, massa Kilian?

A Kilian le brillaron los ojos con entusiasmo.

—¡Te he dicho mil veces que no me llames así! Acepto tu invitación si me prometes no emplear más la palabra massa conmigo.

—De acuerdo, ma… —Se corrigió esbozando una amplia sonrisa—: Está bien, Kilian. Como quiera.

—¡Y tampoco quiero que me hables de usted! Soy mucho más joven que tú. ¿De acuerdo?

—No le llamaré massa, pero mantendré el usted. Me cuesta acostumbrarme…

—¡Oh, vamos! ¡A cosas más difíciles te habrás tenido que acostumbrar!

José se lo quedó mirando y no respondió.

Waldo los llevó en camión hasta el límite sureste de la finca, justo donde terminaban los caminos transitables para los vehículos. A partir de allí, José y Kilian continuaron el trayecto a pie por una estrecha senda atravesada por cientos de ramas, lianas y hojas que tamizaban y, en ocasiones, impedían la entrada del sol. El ruido de sus pisadas era amortiguado por la mullida alfombra de hojarasca salpicada de pepitas del fruto de la palmera cuya pulpa se había podrido o había sido comida por los monos. Kilian disfrutaba escuchando los trinos y gorjeos de los mirlos, ruiseñores y filicotoys, el parloteo de los loros y el zureo de alguna paloma silvestre que rompían intermitentemente la solemne calma y el grave silencio bajo la verde bóveda, blanda y viva, por la que caminaban con dificultad. El paisaje y el sonido de la isla eran muy hermosos. No era de extrañar que su descubridor, el portugués Fernando de Poo, la hubiera llamado Formosa siglos atrás.

Se entretuvo imaginando a otros hombres como él recorriendo esa misma senda desde hacía siglos. Era la misma senda, sí, se dijo, pero siempre parecía diferente por culpa de la tenaz vegetación. ¿Cuántos machetes habrían segado las plantas que se regeneraban indolentes ante el avance humano? En sus viajes anteriores a Bissappoo, y en respuesta a sus numerosas preguntas, José le había contado cosas de la historia de la isla, con lo cual Kilian se había ido haciendo una idea de la cantidad de anécdotas que atesorarían las longevas ceibas en sus troncos rugosos, además de los muchos idiomas que habrían escuchado a lo largo de los años.

La isla había sido portuguesa hasta que Portugal se la cambió a España por otras islas; y a España le interesaba el cambio para tener su propia fuente de esclavos que transportar a América. En esa parte de la narración, Kilian siempre se estremecía al imaginarse a José, a Simón, a Yeremías o a Waldo capturados para ser vendidos igual que animales enjaulados. Como los españoles no se hacían cargo real de la isla, los navíos de guerra y mercantes ingleses la aprovechaban para procurarse agua, ñames y ganado vivo de cara a sus viajes científicos, comerciales y exploradores al río Niger, en la parte continental, y controlar y atajar, de paso, el mercado de esclavos, puesto que Inglaterra había abolido la esclavitud. Kilian se imaginaba entonces a Dick, el único inglés que había conocido personalmente en su vida, vestido con ropas antiguas de marinero y liberando a sus conocidos bubis, pero la imagen le resultaba extraña porque Dick no tenía aspecto de héroe.

Durante mucho tiempo se habló inglés en Fernando Poo. Inglaterra quería comprarla y España se resistía, así que, a mediados del siglo XIX, la armada inglesa optó por trasladarse a Sierra Leona después de vender sus edificios a una misión baptista. A partir de entonces, los españoles volvieron a intentar ocupaciones más efectivas con expediciones más completas, incentivando a los colonos y enviando muchos misioneros para convertir a los indígenas de las aldeas, más fáciles de convertir que los baptistas de la ciudad como los antepasados paternos de José, hasta que finalmente consiguieron dominarlo todo.

Kilian se veía a sí mismo como uno más en esa cadena de hombres que, por una razón u otra, habían hecho del trópico su hogar provisional, pero agradecía vivir en una época más tranquila, cómoda y civilizada que las anteriores, aunque en esos momentos, en plena selva salvaje, pareciera todo lo contrario.

Después de un rato abriéndose paso con los machetes y sorteando grandes troncos caídos, encima de los cuales tenían que subirse en ocasiones para continuar, decidieron descansar en un claro. A Kilian le escocían los ojos del sudor y los brazos le sangraban ligeramente por pequeños cortes producidos por las ramas. Se lavó y se refrescó en un riachuelo y se recostó sobre un cedro, cerca de José. Cerró los ojos y respiró el olor acre de las hojas muertas y el aroma de frutas maduras y tierra húmeda que una brisa, apenas perceptible, guiaba por los huecos de los árboles.

—¿Quién va a ser tu futuro yerno? —preguntó al cabo de un rato.

—Mosi —respondió José.

—¿Mosi? ¿El Egipcio? —Kilian abrió los ojos de golpe. Recordó el aspecto del coloso en los trabajos de deforestación. Cuando tensaba los músculos, las mangas de la camisa se le estiraban hasta reventar. Llevaba la cabeza afeitada, lo cual resaltaba aún más la magnitud de sus ojos, labios y orejas. Era fácil recordarlo. Mejor no llevarse mal con él.

—Sí. Mosi el Egipcio.

—¿Y a ti te parece bien?

—¿Por qué no habría de parecerme bien? —Kilian no respondió—. ¿Por qué le sorprende?

—Oh, no me sorprende. Bueno, sí… Quiero decir… Me parece un magnífico trabajador. Pero no sé por qué pensaba que preferirías que tu hija se casase con uno de los tuyos.

—Mi madre era bubi y se casó con un fernandino…

—Ya lo sé, pero tu padre también era de Fernando Poo. Me refería a que los braceros nigerianos vienen aquí a ganar dinero para luego regresar a su país.

—No se ofenda, pero, aunque ganen menos, en eso hacen igual que los blancos, ¿no le parece?

—Ya, pero los blancos no se casan con tu hija, ni se la pueden llevar lejos.

—Mosi no se la llevará. —José parecía un poco molesto—. Usted sabe que los contratos de los nigerianos les obligan a regresar a su país al cabo de un tiempo. Pero si se casan en Guinea, pueden establecerse bien, montar un bar, una tienda, o cultivar un pequeño terreno… Sobre todo, aquí pueden conseguir para sus hijos una educación y unos cuidados hospitalarios que no tienen en su tierra. ¿No le parecen estas buenas razones? Por eso, algunos trabajadores ahorran para pagar la dote y casarse con una de nuestras mujeres, que es lo que ha hecho Mosi.

A Kilian, lo de pagar la dote le trajo recuerdos de viejas anécdotas de su tierra. Solo que en su valle la mujer era la que aportaba una asignación al matrimonio y no al revés: no pagaban a la familia por separarse de ella, sino que era la familia la que debía hacerlo.

—¿Y cuánto te va a dar Mosi por ella? —preguntó por curiosidad.

José se molestó un poco más.

White man no sabi anything about black fashion —murmuró entre dientes en pichinglis.

—¿Cómo dices?

—¡Digo que los blancos no tienen ni idea de las costumbres negras!

Se levantó de un salto y se situó frente a Kilian:

—Mire, massa. —Empleó la palabra con inofensivo retintín—. Le voy a decir algo. Por más que le explique, hay cosas que no puede entender. A usted le parece que no quiero a mis hijas y que las vendo como si fueran sacos de cacao…

—¡Yo no he dicho eso! —protestó Kilian.

—¡Pero lo piensa! —Vio decepción en la mirada del joven y adoptó un tono paternal—: Me parece bien que mi hija se case con Mosi porque Mosi es buen bracero y podrán vivir años en la finca. Cuando son niñas, las mujeres bubis disfrutan mucho y se divierten, pero, en cuanto se casan, no hacen otra cosa que trabajar para su marido e hijos. Se encargan absolutamente de todo, de la leña, del campo, de acarrear agua…

Con el pulgar y el índice de la mano derecha fue cogiendo uno por uno los dedos de la mano izquierda para acompañar su argumentación:

—Ellas plantan, cultivan, cosechan y almacenan la malanga, preparan el aceite de palma, cocinan, crían a los hijos… —hizo una pausa y levantó un dedo en el aire— mientras sus maridos se pasan el día… —el dedo bailó en el aire— de aquí para allá, bebiendo vino de palma o conversando con otros hombres en la Casa del Pueblo…

Kilian permaneció en silencio, jugueteando con una ramita.

—Casarse con Mosi es bueno para ella —continuó José, ya más tranquilo—. Vivirán en uno de los barracones para familias de Obsay. Mi hija va bien en los estudios. Podría ayudar en el hospital y prepararse para ser enfermera. He hablado con massa Manuel y me ha dicho que le parece bien.

—Es una buena idea, Ösé —se atrevió a intervenir Kilian—. Lo siento si te he molestado.

José comprendió por el tono de voz del joven que este lo decía de verdad e hizo un gesto con la cabeza. Kilian se levantó y dijo:

—Será mejor que continuemos la marcha.

Bissappoo estaba emplazada en una de las partes más elevadas de la isla, así que aún quedaba un buen trozo antes de llegar a la parte más pesada del viaje, que era cuando comenzaba la pendiente en ascenso. Kilian cogió su mochila y su machete, se puso el salacot y comenzó a andar tras José. Caminaron en silencio un buen rato, mientras se adentraban aún más en el bosque. Los troncos se sucedían cubiertos de plantas parásitas y acompañados de helechos y orquídeas sobre los cuales se posaban multitud de hormigas, mariposas y pajarillos.

Kilian se sentía un tanto incómodo por el silencio. Muchas veces habían trabajado juntos sin intercambiar palabra, pero en esa ocasión era diferente. Lamentaba que José pudiera haber malinterpretado sus comentarios, surgidos de la curiosidad y no de la descortesía. Como si le hubiera leído el pensamiento, José se detuvo haciendo ver que necesitaba descansar, y con los brazos en jarras, con la misma naturalidad que emplearía para referirse al tiempo, comentó:

—Esta tierra perteneció a mi bisabuelo. —Dio una pequeña patada al suelo—. Justamente esta. La cambió por una botella de licor y un fusil.

Kilian parpadeó varias veces sorprendido, pero enseguida respondió con un gesto risueño a lo que supuso era una broma de José.

—¡Venga ya! ¡Me estás tomando el pelo!

—No, señor. Lo digo muy en serio. Esta tierra es buena para cafetos, por la altura. Algún día aquí habrá una plantación. Los dioses sabrán si la veremos. —Miró de reojo a Kilian, que aún tenía el entrecejo fruncido en un gesto de incredulidad y, con una mueca irónica, se atrevió a preguntarle—: ¿Cómo cree que consiguieron los colonizadores sus tierras? ¿Ha conocido a algún bubi rico?

—No, pero… Vamos, que no me creo que todo se hiciera así, Ösé. Lo de tu bisabuelo sería un caso aislado. —Buscó un razonamiento para defender a los hombres que con tanto esfuerzo habían convertido a la isla en lo que era—. Además, ¿no recibe cada indígena que nace una asignación de cuatro hectáreas para su propio cultivo?

—Sí, unas hectáreas que ya eran suyas —respondió José con sarcasmo—. ¡Muy generoso por parte de los blancos! Si no hubieran derogado la ley hace pocos años, usted mismo podría haber optado a una finca de treinta hectáreas en diez años, o incluso en menos con ayuda de conocidos…

Kilian se sintió como un idiota. En ningún momento había pensado en los indígenas como los propietarios de la isla. Bueno, sí lo había pensado alguna vez, pero por lo visto no lo suficiente como para que fuese innecesario preguntar lo obvio. Seguía siendo un colono blanco que repasaba la historia de Fernando Poo según las hazañas de portugueses, ingleses y españoles, sobre todo estos últimos. Lamentó haber tenido tan poco tacto con José, precisamente José, el hombre a quien debía la vida.

—Bueno, yo…, en realidad…, lo que quería decir es que… —Soltó un bufido, rodeó al otro para continuar viaje, y la emprendió a machetazos con las plantas que se empeñaban en cerrar el sendero—. ¡Está claro que hoy no hago más que meter la pata!

José lo siguió con un brillo divertido en la mirada. Era imposible estar mucho tiempo enfadado con Kilian. A diferencia de otros blancos, ese joven nervioso y enérgico quería aprender algo todos los días. Aunque lo había pasado muy mal al principio, pocas veces se había adaptado tan rápidamente un europeo a la dureza del trabajo en la finca. Además, el joven no era de los que se limitaban a dar órdenes. No. Él era el primero en subirse a un andamio, cargar con sacos, conducir un camión o sacarse la camisa para cavar un hoyo o plantar una palmera. Esa actitud tenía un poco desconcertados a los braceros, acostumbrados a los gritos y a los melongazos. José creía que, en parte, hacía todas esas cosas para complacer a su padre, aunque no fuera consciente de ello. Buscaba su reconocimiento y, por extensión, el de toda su familia. Tenía que demostrar continuamente lo fuerte y valiente que era. Y más ahora que Antón mostraba evidentes signos de desgaste físico.

Sí. Hubiera sido un buen guerrero bubi.

José decidió no hacer sentir mal a Kilian, que seguía dando machetazos a derecha e izquierda con gran ímpetu.

—¡Hay que ver cómo chapea! Con hombres como usted, Kilian, la colonización completa se hubiera hecho en dos años, y no en décadas. ¿Sabía que los miembros de las primeras expediciones morían todos como moscas en pocas semanas? En los barcos mandaban dos capitanes para que siempre hubiera uno de reserva…

—Pues no entiendo por qué —replicó Kilian con fingida arrogancia—. Tampoco resulta tan difícil adaptarse.

—¡Ah! Pero es que las cosas son diferentes ahora. Cuando no había blancos, los bubis sabíamos cómo vivir plácidamente en la isla. Los trabajos duros, lo que hacemos ahora los negros, los hacían ustedes, los blancos: cavaban bajo los ardores del calor tropical y en los lugares más indicados para coger la malaria. ¡Y entonces no había quinina! En menos de cien años, la isla virgen llena de caníbales que, según me contaba mi padre, describían los primeros europeos se ha convertido en lo que ahora ve usted.

—No te imagino comiéndote a nadie —bromeó Kilian.

—¡Le sorprendería saber de lo que soy capaz!

Kilian sonrió por fin: no había conocido a persona menos agresiva y más amable que José.

—¿Y de qué vivíais antes sin nosotros y nuestras plantaciones? Que yo sepa, hasta los huertos que cultiváis han salido de nuestras semillas…

—¿Acaso no es evidente? Esta tierra es tan rica que se puede vivir con poco. Los dioses la han bendecido con su fertilidad. ¡Todo nos lo da la tierra! Los árboles frutales salvajes producen naranjas, limones, guayabas, mangos, tamarindos, plátanos y piñas… El algodón crece silvestre… ¿Y qué me dice del árbol del pan, con sus frutos más grandes que los cocos? Con esto, algo de ganado y cultivando nuestra patata, el ñame, teníamos más que suficiente.

—Está claro, Ösé —dijo Kilian, secándose el sudor con la manga—. ¡No nos necesitabais para nada!

—¡Ah! ¡Y las palmeras! ¿Conoce algún árbol del que se aproveche todo? De las palmeras obtenemos topé o vino, aceite para guisos, condimentos y alumbrado doméstico; con las hojas techamos las casas; con las cañas fabricamos desde casas a sombreros; y las partes tiernas nos las comemos como verdura. Dígame, ¿tienen en Pasolobino algún árbol como las sagradas palmeras?

Se detuvo y cogió aire.

—¿Se ha fijado en cómo se levantan hacia el cielo? —Dibujó unas figuras en el aire con las manos y su voz se volvió ceremoniosa—. Parecen columnas que sostienen al mundo, coronadas por penachos de guerrero. Las palmeras, Kilian, estuvieron aquí antes que nosotros y aquí seguirán cuando nos hayamos ido. Son nuestro símbolo de la resurrección y de la victoria sobre el tiempo. Pase lo que pase.

Kilian alzó los ojos a lo alto, sorprendido y conmovido por las palabras de José. De pronto, las copas de varias palmeras juntas se le antojaron una bóveda celeste en la que los frutos y racimos palpitaban como estrellas y constelaciones. En las alturas, una suave brisa mecía las ramas en dirección al cielo, como si fueran brazos extendidos en un gesto frondoso hacia la eternidad.

Cerró los ojos y se dejó inundar por la paz de ese momento. Todo lo lejano le resultó cercano. El tiempo y el espacio, la historia y los países, el cielo y la tierra se fundieron en un mágico instante de sosiego anímico.

—¡Ya estamos en la böhabba!

Las palabras de José, que se había adelantado, rompieron el divino hechizo. A unos pasos, el sendero se abrió y Kilian vislumbró el llano cercano a la población que los habitantes de Bissappoo destinaban a plantar ñames. Hacia la derecha distinguió el cobertizo donde elaboraban el rojo aceite de palma de manera tradicional. En un viaje anterior, José le había mostrado con detalle cómo se hacía. Unas mujeres arrancaban la nuez de los pétalos y formaban un montón que otras cubrían con hojas de palma para que fermentasen; otras las molían con una gran piedra en un agujero con forma de mortero, hecho en el suelo, cuyo fondo estaba cubierto de piedras; y otras quitaban las pepitas interiores y ponían la pulpa macerada a hervir al fuego en una olla para extraer el aceite.

—¡Ya verá qué gran fiesta! —dijo José con voz alegre por estar con los suyos—. En las celebraciones especiales, las mujeres siempre preparan abundante comida y bebida.

Kilian asintió con la cabeza. Estaba tan ansioso como si fuera la boda de un familiar suyo. En el fondo era un poco así. Había pasado más horas con José en los últimos dos años que con muchos de su propio pueblo. Con él trabajaba, conversaba y compartía inquietudes. Y además, le había invitado a conocer su entorno fuera de los límites de Sampaka. José tenía un carácter fácil que, a primera vista, contrastaba con el de la mayoría de sus vecinos de Bissappoo, una aldea que el padre Rafael describía como una de las más retrógradas y reacias al progreso y a la religión católica. José había cultivado la habilidad de convivir igualmente entre blancos y negros, adaptándose a la civilización impuesta sin olvidarse de sus tradiciones, y permitiendo que un extranjero como él pudiera compartir momentos tan familiares como el de la boda de una hija.

Kilian carraspeó. Le daba vergüenza decirle lo que sentía, pero creía que se lo merecía después de todo. Hasta entonces no había encontrado otro momento más adecuado para agradecerle lo que una vez hizo por él.

—Escucha, Ösé —dijo mirándolo directamente a los ojos. Su tono fue cercano y afectuoso—. Quiero que sepas una cosa. No te lo había dicho antes, pero sé lo que hiciste por mí la noche de Umaru y quiero darte las gracias. Muchas gracias, amigo.

José asintió.

—Dime una cosa, Ösé. Lo que hice no estuvo bien y me ayudaste. ¿Lo hiciste por mi padre?

José movió la cabeza a ambos lados.

—Lo hice por usted. Esa noche lo escuché. Era todo un hombre y lloraba como un niño. —Se encogió de hombros y levantó las palmas de las manos—. Se arrepintió porque el espíritu de su corazón es bueno.

Dio unos golpecitos en el brazo del joven y le susurró en actitud confidente:

—Los espíritus saben que todos nos equivocamos alguna vez…

Kilian agradeció sus palabras en lo más profundo de su corazón.

—También quiero que sepas que, aunque yo sea blanco y tú negro, con todo lo que eso significa…, cuando te miro yo no veo a un negro, sino que veo a José…, quiero decir, a Ösé. —El joven bajó la vista, un poco avergonzado por su arranque de sinceridad, y se rascó un brazo, nervioso—. Tú ya me entiendes.

José se lo quedó mirando, emocionado, y sacudió la cabeza como si no se creyera lo que acababa de oír.

—Si no hubiera caminado todo el tiempo con usted —dijo—, pensaría que había abusado del topé. ¡Ya veremos si opina lo mismo pasado mañana después de sufrir en sus carnes la celebración de una boda bubi!

Levantó un dedo para amenazarle cariñosamente:

—¡Ah! ¡Y se lo advierto! ¡Si pone sus manos en alguna de mis hijas o sobrinas, soltaré al salvaje que llevo dentro!

—¿Harías eso? —Kilian recuperó el tono bromista—. ¿No te gustaría como yerno?

José no respondió a su pregunta. Miró a las mujeres que fabricaban el aceite de palma, emitió un prolongado silbido y comenzó a caminar hacia ellas.

Cuando pasaron junto a los cuencos de agua de las fuentes perennes, con la que los bubis de Bissappoo pedían por la fertilidad del poblado, y cruzaron el arco de madera, a cuyos lados se erguían dos Ikos, o árboles sagrados, para evitar la entrada de los espíritus malignos, Kilian recordó la primera tarde que acompañó a José al poblado. Enterados por los silbidos de que se acercaba un hombre blanco, hombres, mujeres y niños habían empezado a salir y lo habían contemplado con curiosidad y cierto recelo, sin acercarse mucho. Él también los había observado con curiosidad, y en algunos casos, tenía que admitir, con cierta repulsión, sobre todo a los hombres mayores. Algunos mostraban grandes hernias y llagas y otros tenían la cara picada de viruela o marcada con incisiones profundas. Por indicación de José, por fin varios hombres lo habían saludado con gestos serios y respetuosos y lo habían invitado a entrar en su mundo.

Recordó también que la visión de los amuletos que colgaban del arco —colas de oveja, calaveras y huesos de animales, plumas de gallina y de faisán, cuernos de antílope y conchas de caracol— no le había sorprendido tanto por su significado como por su variedad. En Pasolobino también colgaban patas de cabra sobre las puertas de las casas y calzaban piedras de formas curiosas en los tejados, sobre las bocas de las chimeneas, para espantar a las brujas. El miedo a lo desconocido era el mismo en todas partes: en África temían a los espíritus malignos y en los Pirineos, a las brujas. Sin embargo, una vez dentro del poblado, las diferencias entre Pasolobino y Bissappoo no podían ser más evidentes. El pueblo español consistía en pieles blancas, cuerpos tapados y sólidas construcciones cerradas para protegerse del exterior; el africano, en pieles negras, cuerpos semidesnudos y frágiles viviendas abiertas a una plaza pública. Aquella primera vez que Kilian subió al poblado de José ni se podía imaginar que ambos mundos, tan distantes entre sí, irían convergiendo en su corazón, lenta y persuasivamente, a medida que la sencilla desnudez de uno comenzara a suplir la sobria ornamentación del otro.

Unos chiquillos se abalanzaron sobre sus bolsillos esperando encontrar alguna golosina. Kilian los complació entre risas y repartió pequeños dulces y caramelos que había comprado en la factoría de Julia. Dos o tres mujeres que acarreaban cestos de ropa limpia y comida lo saludaron con la mano. Varios hombres detuvieron su andar pausado, se acercaron, dejaron en el suelo el arco con el que trepaban a las palmeras y estrecharon su mano como ellos lo hacían, sosteniéndola afectuosamente entre las suyas y llevándosela al corazón.

—Ösé… ¿Dónde están todas las mujeres? —preguntó Kilian—. ¡Me parece que no podré poner a prueba tu amenaza!

José se rio.

—Estarán terminando de preparar la comida y adornándose para la boda. Quedan pocas horas. A todas las mujeres les cuesta un buen rato pintarse con ntola.

—¿Y qué hacemos mientras tanto?

—Nos sentaremos en la riösa con los hombres a esperar que pase el tiempo.

Se dirigieron a una plaza cuadrada donde los muchachos jugaban y se celebraban las asambleas. En el centro, a la sombra de árboles sagrados, había unos arbustos con unos cuantos pedruscos que servían de asiento a un grupo de hombres que los saludaron agitando la mano. Unos pasos más allá se levantaban dos pequeñas cabañas donde adorar a los espíritus.

—¿No tienes que cambiarte de ropa? —Kilian dejó su mochila en el suelo junto a los otros hombres.

—¿Es que no voy bien así? —José llevaba pantalones largos y una camisa de color blanco—. Llevo lo mismo que usted…

—Sí, claro que vas bien. Es que pensaba que, como eres el padre de la novia, te pondrías algo más… más… de los tuyos…

—¿Como plumas y conchas? Mire, Kilian, a mi edad ya no tengo que demostrar nada. Todos me conocen bien. Yo soy el mismo aquí que abajo, en la finca. Con camisa o sin ella.

Kilian asintió, abrió la mochila y sacó tabaco y licores. Los hombres agradecieron los presentes con gestos de alegría. Los más jóvenes hablaban español y los más ancianos, que en realidad tendrían la edad de José y Antón, intentaban con gestos entenderse con el öpottò o extranjero. Cuando veían que la comunicación era imposible, entonces recurrían a los traductores. Kilian se mostraba siempre respetuoso y si tenía alguna duda, ahí estaba José para ayudarle. Se sentó en el suelo y se encendió un cigarrillo mientras esperaba a que los hombres terminaran de analizar y comentar sus presentes y centraran su atención en él.

Se fijó en que la piel de serpiente, cuyo nombre —boukaroko— le costaba repetir, colgaba con la cabeza mirando hacia arriba de la rama más baja de uno de los árboles, en vez de estar en las ramas altas, como la recordaba. Supuso que la habrían bajado para que los bebés alcanzaran a tocarla desde los brazos de sus madres. Los bubis creían que esa serpiente era como su ángel guardián, árbitro del bien y del mal, que podía proporcionarles riquezas o causarles enfermedades. Por eso, una vez al año se le rendía respeto llevando a los niños nacidos durante el año anterior para que tocaran con sus manos la cola de la piel.

No se veía movimiento en el exterior de las viviendas, dispuestas alrededor de la plaza. Todas eran chozas exactamente iguales, del mismo tamaño y protegidas por una barricada de estacas. Consistían en un rectángulo de paredes laterales de unos dos metros escasos de alto y paredes delanteras y traseras un poco más altas para el tejado. Las paredes estaban hechas de estacas atadas con lianas; los tejados, de hojas de palma atadas con ratán a la estructura. Kilian solo había entrado una vez en la de José porque la vida se hacía casi siempre en el exterior. Se había tenido que agachar mucho —la puerta era demasiado baja para él—, y se sorprendió de que solo tuvieran dos estancias separadas por una puerta de tronco de árbol, una con un fuego y la otra para dormir.

—¿Qué está mirando tan serio? —preguntó José.

—En realidad, estaba pensando que mi casa de Pasolobino es tan grande como cuarenta de estas viviendas.

Un hijo de José, un niño de unos diez años con ojos repletos de curiosidad llamado Sóbeúpo en el poblado y Donato en el colegio, tradujo sus palabras al bubi, y los hombres mayores emitieron sonidos de admiración.

—¿Y para qué necesita una casa tan grande? —preguntó el niño con extrañeza.

—Para todo. En una habitación se cocina, en otra, se habla, en otras, se duerme, y en las demás se almacena la leña o la comida para el invierno, el vino, las manzanas, las patatas, las judías, la carne de cerdo y vaca en sal… Cada cosa en su sitio. En el piso de abajo —le indicó a Sóbeúpo que le acercara un palito e hizo un dibujo en la tierra—, y en otros edificios, duermen los animales en invierno y se almacena la hierba seca para que coma el ganado cuando hay nieve…

En cuanto dijo la palabra nieve, comenzaron las risas y los diálogos en bubi y español entre los jóvenes y los ancianos. Kilian supuso que el resto de la tarde seguiría, como las otras veces, con un bombardeo de preguntas sobre las descripciones de la nieve y el frío helador. En efecto, a los pocos minutos volvieron a preguntarle por los esquís, esas tablas de madera que se ataban a los pies con las que los habitantes de Pasolobino se deslizaban para bajar a otras aldeas o, simplemente, para divertirse a través de los campos. Puso los ojos en blanco y con resignación se levantó para ofrecerles una nueva demostración de cómo funcionaban. Juntó los pies, flexionó las rodillas, levantó las manos con los puños cerrados y los codos doblados pegados a la cintura, y movió las caderas de un lado a otro. Un coro de risas, sonidos de asombro y palmadas acompañó su actuación.

—Perdone, Kilian… —José se enjugó los ojos mientras intentaba contener una nueva carcajada—. Comprenda que nunca hemos visto la nieve. ¡Ni siquiera existe una palabra en bubi para nombrarla!

Moviendo los brazos desde el cielo hasta el suelo, los jóvenes continuaron improvisando traducciones para los mayores —agua blanca, gotas heladas, copos blancos, cristales de espuma, polvo frío…— y estos movían la cabeza con el entrecejo fruncido, las comisuras de los labios curvadas hacia abajo y sujetándose la barbilla con la mano, mientras intentaban entender ese prodigio de los espíritus de la naturaleza.

Así se pasaron un par de horas. Era cierto, pensó Kilian. Los hombres no tenían nada mejor que hacer que conversar.

Por fin, al caer la tarde, empezó el movimiento entre las frágiles casas y en un momento la plaza se llenó de gente.

—Va a comenzar la ceremonia —avisó José poniéndose en pie—. Yo me tengo que sentar con mi mujer, Kilian. Nos vemos luego.

Varias mujeres jóvenes se agruparon y se dirigieron cantando y bailando a la choza de la novia. Cuando esta apareció por la puerta, se produjo un murmullo de aprobación. Kilian también emitió un sonido de admiración. No podía distinguir el rostro de la joven por culpa del ancho sombrero que llevaba, aparejado con muchas plumas de pavo real y sujeto al cabello con una púa de madera que lo atravesaba de parte a parte, pero era imposible que no guardase relación con la armonía de su cuerpo, del color del cacao más puro. Sobre su torso delgado, unos pechos pequeños y firmes surgían entre dibujos rojos de ntola y collares de tyíbö, cuentas de cristal y conchas que también adornaban sus estrechas caderas y sus proporcionados brazos y piernas. Toda ella parecía delicada y, sin embargo, su porte erguido, carente de toda timidez, y sus gestos resueltos lo atrajeron con la fuerza de un imán.

Mientras la gente la aclamaba y algunos se situaban tras ella, la muchacha dio unas vueltas por la plaza, cantando y bailando con las cuentas de cristal acariciando su piel, hasta que se sentó en un sitio preferente de la plaza donde la esperaban sus padres y su futuro marido. Al igual que Kilian, Mosi destacaba por su estatura sobre todos los demás, pero el sombrero de paja con plumas de gallina que lucía lo hacía parecer más alto todavía. Sus enormes brazos y piernas estaban adornados con pedazos de conchas y vértebras de serpiente, y de su cuello colgaban unos grasientos collares hechos con tripas de animal. No dejaba de sonreír y, al hacerlo, mostraba unos perfectos dientes blancos. Cuando la joven se acercó, la saludó con un movimiento de cabeza y su sonrisa se amplió aún más.

Un hombre que parecía el presidente de la asamblea se dirigió hacia la novia y comenzó a hablarle en un tono entre el consejo y la amenaza. A Kilian, situado respetuosamente en las últimas filas de los presentes, una voz familiar le explicó que el hombre instaba a la novia a serle siempre fiel a su esposo. Se giró y se alegró de ver a Simón.

—Me he tenido que escapar, massa Kilian —dijo el muchacho con una sonrisa nerviosa y humilde—. Massa Garuz traerá invitados después de la fiesta de la cosecha y nos quería a todos allí… Pero yo no me podía perder la boda, no, massa, eso sí que no. La novia y yo nos conocemos desde niños. Aquí casi todos somos familia…

—Está bien, Simón —lo tranquilizó Kilian—. Has llegado justo a tiempo.

—Entonces, ¿no le dirá nada al big massa?

Kilian negó con la cabeza y al muchacho se le iluminó la cara.

—He subido deprisa porque seguí la senda que usted y José abrieron. —Señaló sus ropas, las mismas de siempre: camiseta blanca, pantalones cortos, calcetines hasta la rodilla y gruesas botas—. Pero no me ha dado tiempo a cambiarme.

Se quitó la camisa y se liberó los pies.

—¡Así está mejor! —Señaló con el dedo hacia los novios y exclamó—: ¡Mire! ¡Esa es la madre de mi madre!

Una anciana se acercó a la pareja y les indicó que unieran las manos. Entonces les habló en tono suave. Simón le explicó que les estaba dando consejos. Al hombre le pedía que no abandonase a esa esposa a pesar de las muchas más que pudiera tener, y a la mujer, que no olvidase su deber de cultivar las tierras de su marido, elaborar su aceite de palma y serle fiel. Cuando terminó de hablar, unas voces emitieron un grito:

¡Yéi’yébaa!

Y todos, incluido Simón, que abrió la boca más que nadie, contestaron:

¡Híëë!

Kilian no necesitó al chico para entender que esos gritos de júbilo equivalían al ¡hip, hip, hurra! de su tierra. A la tercera vez, contagiado por el alborozo de las decenas de gargantas, él también se atrevió a repetir la respuesta.

Todos los presentes comenzaron a desfilar uno a uno ante los novios para dar la enhorabuena y expresar sus mejores deseos a la novia mientras los otros seguían con sus gritos. Ella respondía con una sonrisa y una leve inclinación de cabeza.

Kilian se vio empujado por los demás y no tuvo más remedio que permanecer en la fila para presentar sus respetos a la recién casada. Buscó en su mente las palabras apropiadas para felicitar a una novia desconocida, en ese caso, a una novia bubi de un poblado indígena de la isla de Fernando Poo, situada en ese recóndito lugar del mundo. Enseguida rectificó: ella no era una desconocida, sino la hija de un amigo. La felicitaría de la misma manera que a la hija de cualquier amigo. Levantó la vista en busca de la mirada de José y este le sonrió desde la distancia e hizo un gesto con la cabeza en señal de asentimiento.

Sintió un agradable cosquilleo en el estómago. ¡Así que ahí estaba él! ¡Un blanco en medio de una tribu de indígenas africanos en plena algarabía de fiesta! Si había deseado conocer las costumbres auténticas de ese país, lo había logrado con creces…

¡Cuando se lo contase a sus nietos, probablemente no le creerían!

A pocos pasos de la novia, pudo observarla de perfil con algo más de detalle, pero el sombrero seguía tapándole la cara. Le pareció muy joven, quizá tendría unos quince años.

«Demasiado joven para casarse —pensó—. Y más con Mosi».

Quedaban tres o cuatro personas antes de que le tocara el turno. Simón, que no se había despegado de su lado, le traducía lo que decían:

Buë palè biuté wélä ná ötá biám.

—No te adentres en regiones desconocidas.

E buarí, buë púlö tyóbo, buë helépottò.

—Mujer, no salgas de la casa, no vagues por las calles, ni vayas a los extranjeros.

Buë patí tyíbö yó mmèri ò.

—No rompas las frágiles conchas de tu madre.

Absorto como estaba intentando comprender el significado de esas felicitaciones, no se dio cuenta de que ella levantaba las manos para sujetarse el sombrero con una y liberarlo de la púa con la otra. Se encontró de repente frente a ella. Se puso nervioso y solo acertó a decir lo que decían en su pueblo:

—Yo… esto… ¡Enhorabuena! Espero que seas muy feliz.

Y entonces ella dejó caer el sombrero a un lado, levantó la cabeza hacia él y lo miró a los ojos.

Fue tan solo un instante, pero el mundo se detuvo y los cantos enmudecieron. Unos grandes e inteligentes ojos inusualmente claros lo atravesaron como dos lanzas. Se sintió un pequeño insecto en las redes de una enorme y pegajosa tela de araña esperando, con la tranquilidad que produce la certeza final de la cercanía de la muerte inminente, ser devorado en medio del clamoroso silencio de la selva.

Todas las facciones de su rostro redondeado estaban en equilibrio: su frente, amplia; su nariz, ancha y pequeña; su mandíbula y su barbilla, perfectamente acabadas para acompañar a unos labios del color de la mezcla más acertada de carmín y azul… Y sus ojos, grandes, redondos, más claros que el ámbar líquido más transparente, diseñados para fascinar al mundo solo con su existencia, y que en ese momento, fugaz y transitorio, le pertenecían solo a él y le hablaban, afligidos, del etéreo velo que los cubría.

Sus ojos no eran los de una novia enamorada. No tenían esa chispa que debería iluminar la expresión de una mujer el día de su boda. Su tímida sonrisa complacía a los asistentes, pero su mirada reflejaba tristeza, miedo y determinación a la vez, como si aceptase pasar por una situación que no aceptaba en el fondo de su ser.

¿Cómo no se había fijado antes en ella? Era de una hermosura hipnótica. No pudo evitar permanecer más tiempo frente a ella.

—¿Qué tienes que tus ojos están empañados en un día tan especial? —se preguntó en un susurro apenas audible.

La muchacha se estremeció levemente al escucharlo.

—¿Lo entenderías si te lo explicara, massa? —preguntó a su vez ella en perfecto castellano. Su voz era suave, ligeramente aguda—. No creo. Eres blanco y eres hombre.

—Lo siento —se disculpó Kilian, con el gesto somnoliento de quien despierta de un hechizo—. Por un momento he olvidado que hablas mi idioma.

—No es extraño que te haya sucedido. —Kilian se dio cuenta de que la muchacha lo tuteaba y sintió una extraña cercanía—. Es la primera vez que me preguntas algo.

Estaba a punto de responderle que esa no era la razón, pero, justo entonces, Simón le dio un golpecito con el codo y con gestos y susurros le indicó que Mosi comenzaba a dar muestras de impaciencia al ver que el blanco se demoraba más de lo necesario para felicitar a su joven esposa y que ella le sostenía la mirada. Kilian levantó la cabeza hacia el novio y Mosi le pareció más grande todavía. Intentó encontrar algunas palabras apropiadas. No sabía qué decirle.

Gud foyún —dijo finalmente en pichi—. Buena suerte.

Tènki, massa clak —respondió el coloso.

Cuando terminaron las felicitaciones individuales, el nuevo matrimonio comenzó a pasear por la población seguido de personas que tocaban unas campanas de madera con varios badajos y que cantaban de manera solemne.

Así terminó la procesión nupcial y comenzó la fiesta y la libación del vino de palma, que consistía en derramarlo por todas partes en honor de los espíritus. La bebida lechosa regó también el banquete nupcial a base de arroz, ñame, pechuguitas de paloma silvestre, guisos de ardilla y antílope, lonjas de culebra curada al sol y frutas variadas. Desde las nueve de la noche hasta el amanecer no cesó la danza, y, de cuando en cuando, se servían más licores para recuperar fuerzas y mantener el ánimo entusiasta.

José se encargó de que el cuenco de Kilian estuviese siempre lleno.

—Ösé…, tu hija, la novia… ¿cuántos años tiene? —preguntó Kilian, todavía impresionado por el efecto que la joven había producido en él.

—Creo que pronto cumplirá dieciséis.

—¿Sabes, Ösé? Nos pasamos tantas horas con los hombres en la riösa que no sé si he conocido a todos tus hijos.

—Dos mujeres se casaron en otros poblados —empezó a explicar José con algo de esfuerzo—, y dos en la ciudad, donde trabajan con sus maridos en casas de unos blancos de dinero. Aquí, en Bissappoo, tengo dos varones cultivando tierras…

—Pero… ¿cuántos tienes? —Contando a Sóbeúpo, a Kilian no le salían las cuentas.

—Entre hijos y nietos, muchos de los que ves hoy son parte de mi familia. —José soltó una risita—. Para el padre Rafael, tengo cuatro hijas y dos hijos. Pero a ti te puedo decir la verdad…

Con los ojos entrecerrados y la voz pastosa por el efecto del alcohol, causante también del imprevisto tuteo, confesó:

—La novia nació antes de Sóbeúpo, y después llegaron tres más… con otra mujer…

Apretó los labios y balanceó la cabeza. Un tanto abstraído comentó:

—Los dioses bubis me han favorecido, sí, ya lo creo. He tenido muchos y buenos hijos. Y muy trabajadores. —Señaló en dirección a los recién casados, luego se llevó el dedo a la frente y añadió con devoción—: Ella es muy inteligente, Kilian. ¡La más lista de mis diez hijos! En cuanto puede, coge un libro. Con massa Manuel aprenderá muchas cosas, sí, me alegro de que se instale en la finca.

—La verdad es que nunca me había fijado en ella… —dijo Kilian con voz neutra.

¿Cómo era posible que un hombre de color negro acharolado, casi azulado, como José, tuviera una hija de color caramelo oscuro?

—Los blancos siempre os quejáis de que todos los negros os parecemos iguales. —José se rio divertido—. No te creas… ¡A nosotros nos pasa lo mismo con vosotros!

«Si la hubiera conocido antes —pensó Kilian—, te aseguro que me resultaría imposible confundirla con otra».

La buscó con la mirada.

¿Eran imaginaciones suyas o ella hacía lo mismo?

Mosi bebía y bebía y la sujetaba con fuerza para mostrar a todo el mundo que era suya. Kilian intentaba en vano borrar de su mente la imagen de Mosi apoderándose de su cuerpo desnudo.

—¿En qué piensas, amigo? —preguntó José.

—En nada… —Kilian volvió a la realidad—. ¿Sabes, Ösé? Las celebraciones son las mismas en todas partes. En mi pueblo también comemos, bebemos y bailamos en las bodas. Mañana habrá pasado la euforia y todo será igual.

—Nunca es nada igual, Kilian —comentó José, en tono sentencioso—. No hay dos días iguales, como tampoco hay dos personas iguales. ¿Ves a este hombre? —Hizo un gesto con la cabeza en dirección a su derecha—. Yo soy negro, sí, pero este aún lo es más.

—Tienes razón, Ösé. Nunca es nada igual. La prueba está en ti mismo… —José ladeó la cabeza con curiosidad y Kilian hizo una intencionada pausa para terminar su topé de un trago—. ¡Ya me estás tuteando…! ¿A que no era tan difícil?

Kilian cerró los ojos. Podía escuchar el silencio de su interior. Todo el bullicio del poblado sonaba como un murmullo lejano. El alcohol le producía una sensación plácida de flotabilidad y levedad.

Hay un breve instante, antes de caer en el sueño, en el que el cuerpo sufre los mismos síntomas que se sienten cuando uno se asoma a un precipicio.

Es vértigo.

Es una sensación que dura apenas un segundo. No sabes si vas a dormir o si vas a morir y no despertarás jamás. Es solo un momento. Una leve náusea. Una parada de la conciencia. Un vahído.

Luego la percepción del exterior se detiene por completo y se adueñan de ti las intermitentes imágenes de la noche.

Aquella noche, Kilian soñó con cuerpos desnudos bailando alrededor de una hoguera al ritmo de tambores endemoniados. Una mujer de enormes ojos claros, casi transparentes, y mirada inquietante y profunda lo invitaba a bailar. Sus manos se adueñaban de su cintura y subían hasta sus pequeños pechos, que vibraban incesantemente con la música. La mujer le susurraba al oído palabras excitantes que no comprendía. Luego se apretaba contra él. Podía sentir la suave presión de sus pezones contra su torso desnudo. De súbito, su rostro era el de Sade. Reconocía sus ojos almendrados y oscuros, sus pómulos altos, su fina nariz y sus labios carnosos como las frambuesas de otoño. A su lado, hombres enormes cabalgaban sobre mujeres mientras los cantos se hacían cada vez más agudos e intensos. Cuando volvía a mirarla, la mujer ya no era Sade, sino una figura borrosa que no lo dejaba marchar. Sus caricias eran cada vez más intensas. Él se resistía; ella le obligaba a mirar a su alrededor.

«Escucha. Mira. Toca. ¡Déjate llevar!».

Se despertó mojado.

Le dolía la cabeza por efecto de la bebida. Tenía el cuerpo lleno de manchas rojas por las picaduras del minúsculo jenjén. Por culpa del alcohol, se había olvidado de poner la mosquitera.

Le pareció escuchar música, pero al asomarse a la puerta de la choza que le habían preparado vio que el poblado estaba desierto.

Recordó la larga e intensa fiesta de la que había formado parte. José le había explicado que en la tradición bubi había dos tipos de boda: ribalá rèötö, o matrimonio para comprar la virginidad, y ribalá ré rihólè, o matrimonio de amor mutuo. El primero era el único y verdadero ante la ley, aunque se hubiera obligado a la mujer a contraerlo.

El comprador pagaba por la virginidad de la novia, pues se consideraba que una mujer que la hubiera perdido carecía de todo su valor y su belleza. El segundo, el matrimonio de amor mutuo, se consideraba ilegítimo y sin valor ante la ley. No había celebración, ni solemnidad, ni fiesta.

A esas horas…

¿Habría perdido ella su valor y su belleza?

Lo dudaba.

Hacía una mañana espléndida. La temperatura era deliciosa. Una fresca brisa refrescaba el bochorno de la noche.

Pero a Kilian le ardía el cuerpo.