XII
BÁIXO LA NÉU
BAJO LA NIEVE
El viaje en tren y autobús desde Madrid hasta Pasolobino no era cómodo, pero desde luego le permitía tener una amplia visión del país que había alterado las costumbres del suyo.
Laha tenía muchas ganas de volver a ver a Clarence, pero, sobre todo, estaba expectante por conocer su entorno y pasar unos días con una familia española. Sin saberlo, su nueva amiga había despertado en él unos nuevos y sorprendentes sentimientos de curiosidad, que podía calificar incluso de levemente morbosa. Ahora tendría la posibilidad de imaginarse cómo hubiera sido su vida en el caso de que su padre blanco se hubiera hecho cargo de él. ¿Por qué habría de ser descabellado suponer que su padre era español y que en algún lugar de esas tierras que recorría por primera vez respiraran personas con las que compartía genes?
Que Laha fuera uno más de muchos no significaba que hubiera llevado bien la ausencia de un padre. Iniko, por lo menos, sabía que el suyo había muerto en un accidente y podía nombrarlo. Él no. Cuando era un niño, cualquier mentira lo hubiera consolado. ¿Cuántas veces había fantaseado con que su padre era un explorador devorado tras una terrible pelea con un león, o un hombre que había tenido que partir a alguna misión secreta tras la cual volvería a buscarlo? A medida que se convertía en adulto y empezaba a comprender las realidades de otros jóvenes como él, sus preguntas se habían vuelto directas e incisivas. Había intentado que su abuelo le hablase de su origen, pero él se negaba y lo remitía a su madre, quien se había mostrado inflexible y le había repetido cientos de veces que él solo era hijo de Bisila.
Recordó cómo había registrado la casa de su madre en busca de algún recuerdo o de alguna pista. Su única y frágil recompensa había sido el fragmento de la foto borrosa de un hombre blanco apoyado en un camión, junto a las escasas imágenes de la juventud de Bisila. Ella nunca descubrió que él había apartado esa foto de las demás el tiempo justo para hacer una copia que, desde entonces, llevaba siempre en la cartera. Era una tontería, pero durante mucho tiempo había elevado a ese hombre sin rostro a la condición de padre posible.
Con el paso de los años, había logrado aceptar que la historia de su madre no difería de la de Mamá Sade y de la de tantas otras, y que su padre los había abandonado sin miramientos ni cargo de conciencia. No era ni el primero ni él último, lo cual no suponía ningún consuelo, pero sí reducía a la nada el interés por su identidad. ¿Para qué buscar o conocer a quien no le importaba su propio hijo? Laha se había olvidado de él y de todo lo que pudiera tener que ver con él, y había continuado con su vida felizmente…
… hasta que Clarence apareció en su vida.
Miró el reloj. Llevaba dos horas en el autobús, que en ese momento cogió un desvío y dejó la tierra llana en dirección a las montañas. De los campos llenos de surcos que se asemejaban a la tela de pana, donde las cepas se encogían por el frío, pasó casi sin aviso a una zona intermedia de suaves colinas, algún pantano y poblaciones cada vez más pequeñas. Poco a poco, la arquitectura iba cambiando. En lugar de grandes edificios de pisos, veía casas de ladrillo de no más de tres o cuatro alturas, algunas viejas, otras muy nuevas, y otras con la grúa preparada para intervenir. Tuvo la impresión de que todos esos sitios llevaban años en plena transformación: mostraban el aspecto risueño de los lugares pequeños que han deseado durante siglos la llegada de la civilización, con todas sus consecuencias.
Sin embargo, cuando el autobús emprendió la marcha hacia la última parte del viaje, el corazón de Laha se encogió. La carretera se estrechó tanto que tuvo la sensación de que no había espacio entre el precipicio sobre el río y la montaña a su derecha para que cupiese el vehículo. Durante cuarenta minutos, el autobús luchó contra las cerradas curvas ganadas a la roca del estrecho cañón antes de encontrar un respiro. Entonces, el paisaje cambió y los pueblos que vio por la ventanilla también.
¿Qué demonios había sacado a unos hombres de allí y los había enviado a un lugar tan diferente como Guinea Ecuatorial? ¿Había sido solo la necesidad o también esa tenue sensación de asfixia y oclusión que las cumbres imprimían en el ánimo?
El valle donde estaba ubicado Pasolobino estaba rodeado por enormes y abruptas montañas de bases cubiertas de prados y bosques y crestas rocosas que competían por llegar al cielo. Las pequeñas aldeas diseminadas por las faldas y las laderas de las montañas ofrecían una doble lectura: las oscuras casas de piedra, con empinados tejados de pizarra y recias chimeneas, se mezclaban con edificios de nueva construcción, también de piedra y pizarra, pero sin el sabor de lo viejo.
Cuando ya parecía que no había más montaña en la que adentrarse, el autobús se detuvo en una población llamada Cerbeán, más grande que las que había dejado atrás, y Laha llegó, por fin, a su destino la víspera de Navidad, una tarde en que nevaba todo lo que un cielo puede nevar. Caían copos del grosor de las avellanas después de un día en que la paz y la quietud habían preludiado la nieve.
Una mujer enfundada en un anorak, con gorro de lana, guantes, bufanda y unas botas altas de gruesa suela de goma agitaba la mano para llamar su atención. Su rostro, la única parte visible de su cuerpo, mostraba una sonrisa inconfundible. Sintió una alegría especial al reconocer a su amiga y tuvo la seguridad de que iban a ser unas vacaciones inolvidables.
Clarence pensó que Laha estaba estupendo. Llevaba un abrigo de lana oscura, una bufanda y unos botines marrones de piel que le daban un aspecto de hombre de ciudad. Se dieron un cariñoso abrazo que ella mantuvo unos instantes de más pensando que eran otros brazos los que la rodeaban.
«No —se dijo—. Iniko era más grande».
—No sabes cuánto me alegro de verte. —Clarence se separó de él y le dedicó otra sonrisa—. ¡Espero que lleves bien lo de la nieve! Si uno no está acostumbrado, puede resultar un poco molesta.
—En Bioko no para de llover durante seis meses al año. —Laha le devolvió la sonrisa—. ¡Creo que podré resistir algo de nieve!
Clarence condujo tras la huella abierta por la máquina quitanieves sobre la estrecha, ascendente, nevada y serpenteante carretera desde la que se divisaba el peculiar contorno ovalado de Cerbeán. Aprovecharon el recorrido en coche hasta Casa Rabaltué para ponerse al día.
—¿Qué tal tu hermano? —preguntó ella de la forma más casual que pudo. Se sentía incapaz de pronunciar su nombre.
—Iniko sigue con su rutina diaria, su trabajo, sus hijos, sus reuniones… —repuso Laha—. Cuando te marchaste volvió a su estado taciturno. Ya sabes que no es muy hablador.
«Conmigo era muy hablador —pensó ella—. Y se reía mucho».
—Me envía muchos recuerdos para ti.
A medida que se aproximaban a su destino, Clarence empezó a ponerse nerviosa. Había hablado a su familia de Laha y de las demás personas que había conocido en Guinea, pero no sabían que él era el invitado de las fiestas navideñas. ¿Cómo reaccionarían?
—Ya casi estamos llegando… —anunció con voz aguda—. ¡Prepárate para no moverte de la mesa hasta mañana por la tarde! Y te daré un consejo básico: dudar cuando mi madre te ofrece más comida equivale a decir que quieres más.
Dentro de Casa Rabaltué, Carmen abría y cerraba la puerta del horno continuamente, esperando esa pequeña variación que le indicase que el asado estaba listo entonces y no un minuto antes. Que Clarence hubiera invitado a un amigo a pasar las navidades con ellos era algo absolutamente novedoso y ella tenía el firme propósito de, además de someterlo a un riguroso examen, causarle una buena impresión, empezando por sus habilidades culinarias.
Kilian había estado intranquilo todo el día, como si algo extraño fuera a suceder. En un principio lo había achacado a esa inquietante sensación de quietud interior que percibía poco antes de una gran nevada o de un tornado, pero esa tarde sentía algo diferente, más intenso y difícil de explicar, como si una corriente de aire silenciosa pero vibrante lo atravesase por dentro en forma de ráfagas intermitentes que le provocaban escalofríos.
Miró a Jacobo, que mostraba un entusiasmo inusual por el discurso de Nochebuena del rey en la televisión. Todavía no se habían atrevido a comentar a solas las novedades que Clarence les había traído de Guinea, pero Kilian sabía que en la cabeza de su hermano los recuerdos tenían que hervir como en la suya. Habían pasado tantos años actuando como si nada de aquello hubiera sucedido que ninguno quería arriesgarse a romper su pacto de silencio. ¿Y si estuvieran a punto de enfrentarse a su pasado? Jacobo tenía por fuerza que ser tan consciente como él de que Clarence sospechaba algo. ¿Cuánto sabría? ¿Le habría contado algo Bisila?
Jacobo se giró y su mirada se encontró con la de Kilian. Frunció el ceño. ¿Por qué estaba tan extraño? ¡No era su hija la que había elegido esas fechas para presentar a su amigo especial! Le hacía gracia la expresión. Como si los padres fueran tan tontos que no supieran el significado de la palabra especial delante de la palabra amigo. Carmen estaba muy ilusionada, porque si Clarence lo había invitado a conocer a la familia, eso quería decir que la relación iba en serio y requería una presentación oficial. A diferencia de su mujer, él había tenido sentimientos encontrados ante la noticia. Por un lado, le daba pereza tener que esforzarse en causar una buena impresión a un extraño que podía o no acabar formando parte de la familia. Por otro lado, la proximidad temporal de una nueva generación en la casa le hacía sentir más viejo de lo que ya era y eso no le gustaba nada. Suspiró. En fin, era ley de vida y se alegraba por su hija, a quien quería más que a nadie en el mundo. Se prometió causarle una buena impresión al joven.
—¡Familia! —La puerta se abrió de golpe y entró Clarence—. ¡Ya estamos aquí!
Antes de que los otros pudieran responder soltó:
—Os presento a Fernando Laha, pero todo el mundo le llama Laha, pronunciado con «x» y tono grave… —Soltó una risita, se hizo a un lado, tragó saliva, nerviosa, y se concentró en estudiar las reacciones de los otros, sobre todo las de su padre y su tío.
Los demás dejaron de hacer lo que estaban haciendo para dar la bienvenida a ese hombre alto y atractivo que les ofrecía una franca y formidable sonrisa y que, a pesar de estar en una casa extraña, transmitía seguridad y confianza en sí mismo.
Carmen frunció los labios en un silbido mudo de sorpresa. Jacobo apartó la vista de la televisión y se levantó de un salto, como si hubiera visto un fantasma. Kilian permaneció inmóvil, observándolo con mucho detenimiento, y se le empañaron los ojos. A Daniela se le cayó la caja de estrellitas doradas con las que estaba adornando el mantel de la mesa. Las estrellitas se desparramaron y convirtieron el suelo en un cielo fugaz. Se apresuró a recogerlas mientras se sonrojaba por su torpeza.
Carmen fue la primera en saludarlo. Laha le entregó una caja de bombones.
—Hay una tienda en Madrid —dijo en tono cómplice— que se llama Cacao Sampaka. No tiene nada que ver con la finca, pero me han dicho que tiene los mejores bombones del mundo. Pensé que sería una buena ocasión para comprobarlo.
Carmen le dio las gracias mientras por el rabillo del ojo observaba el rostro de su marido palidecer por momentos.
Jacobo acababa de apartar mentalmente de un manotazo sus buenas intenciones de unos minutos antes. ¿Fernando Laha? ¿Uno de los hijos de Bisila? ¿Esa era la persona de la que se había enamorado su hija? No era posible. ¡Por todos los santos! ¡Si Carmen supiera…! Maldijo por lo bajo la mala suerte que había puesto en contacto a su hija con las únicas personas de toda la isla que no debería haber conocido. ¿Sabría él lo que había sucedido con su madre…? Kilian y él habían conseguido vivir con ello. Todo olvidado. Entonces, ¿cómo era posible que percibiera en los ojos de su hermano un brillo de expectación, incluso de ilusión? A no ser que Kilian supiera de la existencia de ese joven… ¿Y no le había dicho nada? A su mente acudieron las palabras de un fragmento de carta que había leído hacía muchos años, mientras buscaba una escritura en el armario del salón. Entonces no les había dado mayor importancia; ahora cobraban un nuevo significado. ¿Clarence y Laha, juntos? Presa de una gran confusión, Jacobo sacudió la cabeza. No sabía todavía cómo, pero ya se encargaría él de evitar que su hija se involucrara demasiado con ese hombre.
Laha se acercó para saludarle. Jacobo apenas murmuró algo al estrecharle fríamente la mano. Carmen se acercó a su hija.
—Es un hombre muy guapo, Clarence —susurró con cuidado de que nadie más la oyera—, pero deberías habernos advertido de sus características especiales. ¿Has visto la cara de tu padre?
Clarence no respondió porque ahora estaba concentrada en el saludo entre Kilian y Laha. Su tío sostuvo la mano del hombre afectuosamente entre sus enormes manos durante varios segundos, como si quisiera asegurarse de que era real, y no dejó de mirarle a los ojos. ¡Tantos años preguntándose por su aspecto y ahora tenía la respuesta ante él! Su presentimiento había resultado cierto. Todo estaba empezando a encajar. Oyó que Jacobo murmuraba algo por lo bajo.
Kilian soltó la mano de Laha y se acercó a su hermano mientras Clarence presentaba a Daniela, quien pareció sopesar durante unas décimas de segundo la manera más adecuada de saludar al joven. Finalmente extendió la mano, que Laha estrechó justo cuando ella se ponía de puntillas para darle dos besos. La escena terminó en risas.
Carmen intervino para anunciar que la cena estaría lista en unos minutos. Clarence acompañó a Laha a la habitación de invitados para que deshiciera el equipaje. Cuando al poco tiempo entró en el comedor, Clarence acababa de dejar la caja de bombones en el centro de la mesa preciosamente adornada por Daniela. El nombre de Sampaka escrito con letras doradas les acompañaría en todo momento, no solo durante la cena, sino también a lo largo de toda la velada —desplazando por primera vez en esa casa a los turrones— hasta que se retiraran a dormir, llevándose algunos, a la imposible tranquilidad de su dormitorio, los atronadores ecos de las palabras que hubieran deseado ser pronunciadas.
Todos coincidieron en que Carmen se había esmerado muchísimo en preparar una cena inolvidable. De primero ofreció sopa de fiesta, con tapioca y caldo cocinado durante horas a fuego lento; de segundo preparó huevos rellenos de foie sobre virutas de jabugo, acompañados de langostinos y habitas tiernas; de tercero, los sorprendió con el mejor asado de cordero acompañado de patatas panaderas que habían comido en años; y, de postre, consiguió que la isla de clara de huevo batida flotase perfecta sobre el lago de natillas caseras.
Con el estómago lleno y el buen vino corriendo por las venas, la sorpresa y la ligera tirantez inicial del momento de las presentaciones se habían relajado bastante.
—Clarence nos contó muchas cosas de su viaje a Guinea —dijo Kilian, reclinándose en la silla.
Ese gesto indicaba que, después de las conversaciones superficiales que tenían lugar durante la comida o la cena, se pasaba a los temas más serios, que comenzaban inmediatamente después de los postres.
—Fue muy agradable para nosotros —hizo un gesto hacia su hermano— tener noticias de primera mano después de tantos años. Sin embargo, puesto que estás aquí, me gustaría que nos contases tú cómo van las cosas por allá.
Kilian le había causado una grata impresión a Laha. Debía de tener más de setenta años, pero la energía no lo había abandonado y parecía más joven. Gesticulaba con pasión cuando daba su opinión y su risa era siempre franca y oportuna. Jacobo se le parecía mucho físicamente, pero había algo en su mirada que lo desconcertaba. No era exactamente por esa mácula, como una gruesa telaraña, que cubría parcialmente su ojo izquierdo, sino porque no lo miraba de frente. Jacobo era amable, pero lo justo. Se mantenía al margen de la conversación, como si no le interesase lo más mínimo.
Daniela y Clarence observaban a sus progenitores con asombro. Esa noche algo no encajaba. Era Kilian el que contaba anécdotas, como hacía antes, como si hubiese regresado de un sueño. Y Jacobo estaba más enfurruñado que nunca. Probablemente el exceso de vino fuera el causante de ese repentino cambio en ambos.
—En realidad —dijo Laha—, no sé qué más podría añadir que no os haya contado Clarence. Supongo que os diría que la vida no es fácil allí. Faltan infraestructuras, buenos empleos, legislación laboral, cambios en todo, en la Justicia, en la Administración, en las condiciones sanitarias…
Daniela se interesó por este punto porque era enfermera. En realidad, estaba comenzando a interesarse por todo lo que dijera o hiciera Laha. Y empezaba a comprender por qué Clarence había sufrido en silencio la separación de ese hombre y se había alegrado tanto al saber que vendría a visitarla. ¿Cómo podía haberle ocultado ese secreto? ¡Ni siquiera había querido enseñarle una foto! Si ella se hubiera enamorado de alguien así, lo habría pregonado a los cuatro vientos. ¿Por qué razón se había mostrado tan reacia a hacerla partícipe de esa relación? ¿Realmente mantenían una relación o el enamoramiento de su prima no era correspondido? No había dejado de observarlos desde que llegaran. Clarence lo trataba con exquisita deferencia, incluso con complicidad, y lanzaba miradas de Laha a Jacobo de manera alterna, como si estuviera pendiente de la impresión que el joven causaba en su padre. Jacobo, por su parte, no parecía muy contento con el acompañante de su hija. ¿Sería por el color de su piel? ¿Su hija liada con un negro? «Pobre tío Jacobo», pensó. ¡Seguro que nunca se lo hubiera imaginado! Daniela se mordió el labio inferior. Iba demasiado deprisa. A Laha y a Clarence se les veía muy contentos juntos, pero ella todavía no había presenciado ningún gesto que demostrase que allí había algo más que una buena amistad. O eso era lo que quería creer.
De fondo, oyó que Laha criticaba la carencia de recursos y personal cualificado no solo en los centros médicos de las poblaciones más grandes, sino en las áreas rurales, por lo que la tasa de mortalidad infantil seguía siendo muy alta… Daniela lo escuchaba sin perderse ni una sola de sus palabras, sin perderse ni uno solo de sus gestos. Laha llevaba una camisa blanca y se había puesto corbata. Tenía el pelo rizado, con mechones rebeldes que caían sobre su ancha frente. Su nariz era fina. La piel, tostada. Echaba la cabeza para atrás cuando se reía, y le brillaban los ojos de una forma que le resultaba cercana y familiar.
Daniela no quería que Laha dejase de dirigirse a ella. Sintió un pinchazo de culpabilidad por su prima, pero a ella no parecía importarle que acaparase su atención…
—Pero ¿cómo puede un pequeño país con tanto petróleo estar en esas condiciones? —preguntó.
Laha se encogió de hombros.
—Mala gestión. Si hubiese una explotación conscientemente programada y controlada, sería uno de los países con la renta per cápita más alta del continente africano.
—Clarence nos dijo que, en gran parte, es culpa de la enemistad entre fang y bubis —comentó Carmen, con las mejillas sonrosadas por el vino y la satisfacción de que la cena hubiese salido perfecta.
Laha suspiró.
—Yo no lo creo. Mira, Carmen. Yo tengo muchos amigos fang que entienden el malestar de la población bubi. Pero los bubis no son los únicos marginados. Hay muchos fang que no están entre los privilegiados de pertenecer a los círculos de poder. Lo que pasa es que el conflicto entre etnias muchas veces sirve de excusa. Si un bubi es detenido o asesinado, sus familiares incluyen en el mismo saco a todos los fang. Y así se perpetúa la enemistad entre las etnias. Una enemistad a veces muy oportuna para el régimen.
Kilian se levantó para rellenar las copas. Jacobo se incorporó en su silla y lanzó una pregunta en tono jocoso:
—¿Y qué es eso que nos contó Clarence de que todavía hay algunos que piden la independencia de la isla? —Se frotó la cicatriz que tenía en la mano izquierda—. No se quedaron contentos con tener la independencia de España… ¡y ahora quieren la independencia de la isla!
Clarence le lanzó una dura mirada, pero Laha no pareció irritarse ni cambió el tono de voz.
—Aquí también tenéis grupos independentistas, ¿no? En Bioko, el movimiento que pide la independencia no puede conseguir siquiera ser considerado partido político. Y eso que defiende la no violencia, el ejercicio del derecho a apoyar la libre determinación, y la posibilidad de debatir ideas y opiniones libremente, como en cualquier democracia.
Se hizo un breve silencio que interrumpió Daniela. Clarence se sorprendió de lo habladora que estaba esa noche.
—Supongo que será cuestión de tiempo. Las cosas no se cambian de hoy para mañana. Clarence también nos contó que se veían muchas obras en marcha y que la universidad no estaba tan mal como pensaba… Eso es buena señal, ¿no?
Laha la miró. Daniela parecía muy joven, ciertamente más que Clarence. Llevaba un vestido negro de tirantes y se cubría los hombros con un chal de lana. Se había recogido el pelo castaño claro en un pequeño moño sobre la nuca. Tenía la piel muy blanca, casi de porcelana, y unos expresivos ojos marrones que lo habían escrutado toda la noche. Al sentirse ahora observada, Daniela parpadeó, desvió la vista hacia la mesa, se centró en la caja de los bombones y dedicó unos segundos a elegir su favorito. Laha se percató de que, en realidad, no le apetecía el chocolate porque dejó el bombón y retiró la mano lentamente para que nadie se diera cuenta de que simplemente se había puesto nerviosa.
—Sí, Daniela. —Laha continuó mirándola—. Tienes toda la razón. Yo opino lo mismo. Por algo se empieza. Tal vez, algún día…
—¡Escuchadme todos! —interrumpió Carmen, con voz cantarina—. ¡Esta noche es Nochebuena y nos estamos poniendo muy serios! Tenéis muchos días para debatir y solucionar los problemas de Guinea, pero ahora vamos a hablar de cosas más alegres. Laha, ¿te apetecen más natillas?
Laha dudó mientras se frotaba una ceja y Clarence se echó a reír.
La misma imagen se repitió al día siguiente, solo que el menú y la conversación fueron diferentes. Se habían levantado muy tarde, excepto Carmen, quien una vez más desplegó todas sus artes y sorprendió a todos con una maravillosa comida de Navidad en la que el protagonista fue un enorme pavo relleno de frutos secos. Los cielos habían concedido un breve respiro antes de volver a nevar y los tejados y las calles acumulaban casi medio metro de nieve, por lo que era difícil salir a pasear. Clarence, Daniela y Laha ayudaron en la cocina y pusieron la mesa. Jacobo y Kilian aparecían, prestaban atención a la conversación entre las mujeres y el invitado, y desaparecían. La casa era tan grande que había muchos lugares donde poder esconderse con los recuerdos.
Carmen le preguntaba por la Navidad en su tierra. Laha respondía preguntando a su vez que en qué tierra, la africana o la americana. Carmen decía que la americana se la podía imaginar por las películas, que tenía más interés por la africana. Laha se echaba a reír y Daniela detenía unos segundos su actividad para mirarlo disimuladamente.
A pesar de la inquietud sobre la identidad de Laha, que ocupaba continuamente sus pensamientos, Clarence se sentía feliz porque le gustaba mucho esa época del año, con el fuego siempre encendido, el paisaje blanco, las luces adornando las calles, los niños ocultos bajo sus gorros, y la cocina llena de cacerolas, platos y sartenes con una cosa u otra.
La cocina era grande, muy grande, y aun así, Daniela y Laha parecían elegir siempre la misma dirección al ir y regresar del comedor, y se chocaban y se pedían perdón cortésmente.
Laha le contó a Carmen que la de Pasolobino sí que era una Navidad según los tópicos que tanto gustaban a Clarence. En Guinea era la época seca y lo que más apetecía era refrescarse en la ducha —quienes tenían ducha—, en los ríos o en el mar. Había luces de Navidad en las ciudades, que a veces se apagaban por un corte en el suministro eléctrico, pero los poblados permanecían en la oscuridad. Resultaba extraño ver adornos y escuchar villancicos con tanto calor, pero se veían los unos y se escuchaban los otros. Los niños no eran bombardeados por la publicidad de juguetes porque apenas había juguetes y no se regalaban cosas. Por último, también se bebía para celebrar las fiestas, no sabía si tanto como en Casa Rabaltué —las tres se rieron—, ya que el alcohol era barato y la gente bebía por las calles en manga corta.
Laha les había traído regalos a todos y preguntó cuándo sería buen momento para entregarlos. Carmen admitió para sus adentros que cuanto más conocía a ese joven, más le agradaba y que no le importaría nada tenerlo de yerno. Daniela se preguntó qué podía haberle traído a ella si no la conocía de nada. No le quedó más remedio que esperar a los postres para saberlo.
Las mujeres recibieron perfumes, anillos, bolsos y otros artículos de cosmética femenina. Jacobo recibió un jersey. Kilian, una cartera de bolsillo de piel. Después llegó el turno de los regalos que había traído Laha. A Carmen le entregó tres libros: uno sobre costumbres y rituales de su tierra, una antología de la literatura guineana y un pequeño libro de recetas. A Jacobo, unas películas que un director de cine español había filmado en Fernando Poo entre 1940 y 1950 y que había conseguido en Madrid. A Clarence, música de grupos guineoecuatorianos que habían grabado discos en España. Y a Daniela, sentada junto a él, un precioso chal que colocó con delicadeza sobre sus hombros. Daniela no se lo quitó en toda la tarde, ni siquiera para recoger la mesa porque Laha había tocado ese chal que ahora acariciaba su piel.
Por último, Laha entregó un pequeño paquete a Kilian, sentado en el extremo de la mesa, y antes de que lo abriera dijo:
—Me quedé sin ideas. Pedí consejo a mi madre y… ¡espero que te guste!
Kilian desenvolvió el paquete y extrajo un pequeño objeto de madera con forma de campana rectangular de la que colgaban no uno, sino varios badajos.
—Es un… —se dispuso a explicar Laha.
—… elëbó —terminó la frase Kilian, con voz ronca—. Es una campana tradicional que se utiliza para ahuyentar a los malos espíritus.
Todos mostraron su sorpresa por el hecho de que Kilian supiese con tanta seguridad qué era ese objeto. Clarence apoyó la barbilla en un puño y entrecerró los ojos. ¿Qué había dicho Simón en Sampaka sobre ese instrumento? Que si los ojos no le daban la respuesta, que buscase un elëbó como ese. ¿Dónde debía buscarlo? Primero el salacot, y ahora esa campana… ¿Por qué Bisila le había sugerido a Laha que comprase precisamente ese regalo? Que ella supiera, Simón y Bisila no tenían relación. Bueno, tampoco lo había preguntado.
—Muchas gracias —añadió su tío, pálido—. Me gusta mucho más de lo que puedas imaginar.
Daniela cogió el objeto y lo observó detenidamente.
—¿Dónde he visto yo esto antes? —se preguntó, frunciendo el ceño—. Me recuerda a…
—Daniela, hija —la interrumpió Kilian bruscamente—. ¿Dónde están esos bombones tan buenos que comimos anoche?
Daniela se levantó para ir a buscarlos y se olvidó de su pregunta.
—Últimamente —dijo Carmen—, en esta casa se están recibiendo unos regalos muy especiales.
Laha ladeó ligeramente la cabeza.
—Se refiere a un salacot que tu madre pidió a Iniko que me entregara —explicó Clarence.
—¿Un salacot? —Laha la miró con extrañeza. No recordaba haber visto ese objeto en su vida. Se giró hacia Kilian—. ¿Dónde lo guardaría mi madre? Cuando yo tenía unos siete u ocho años, Macías ordenó registrar todos los domicilios particulares del país para requisar y destruir cualquier objeto que tuviera que ver con la época colonial española. Comenzó una etapa de destrucción de la memoria.
Kilian parpadeó. Finalmente dijo:
—Aquí pasó algo parecido. Con la ley franquista de materia reservada, estuvo prohibido hablar y ofrecer información sobre Guinea hasta finales de los setenta. Fue como un sueño, como si no hubiera existido. No se podía saber nada sobre la pesadilla que estabais sufriendo algunos.
—¿Tan terrible fue, Laha? —preguntó Carmen dulcemente.
—Afortunadamente, yo era un crío —respondió Laha—. Pero sí, fue terrible. Aparte de las represiones, acusaciones, detenciones y muertes de cientos de personas, os podría dar ejemplos concretos de la locura de ese hombre.
Daniela se sentó a su lado.
—No podía soportar que alguien estuviera mejor preparado que él, así que arremetió contra aquellos que pudieran hacerle sombra intelectualmente. La posesión del libro de texto de los padres del Corazón de María Geografía e Historia de Guinea Ecuatorial se castigaba con la muerte. En su lugar, impuso otro libro de texto obligatorio en el que insultaba a España, aunque por otro lado no hacía más que pedir ayuda económica. Aparecieron panfletos diciendo que era un asesino y requisó todas las máquinas de escribir. Ordenó quemar todos los libros. Mandó a los becarios guineanos en España que regresaran si no querían perder la beca y a su regreso, algunos fueron asesinados. Prohibió usar la palabra intelectual. Organizó la invasión de la isla por parte de guineanos continentales fang. Eran gente joven sin formación ni cultura ni trabajo que provenían de los poblados más profundos, y les entregó armas. Acabó con la prensa. Prohibió tanto el catolicismo como las consultas a nuestro gran Morimó del Valle de Moka. —Laha se frotó los ojos—. En fin, ¿qué se podía esperar de un hombre que alababa públicamente a Hitler?
Todos permanecieron en silencio un buen rato.
Daniela aprovechó para verter más vino en la copa de Laha.
—Pero, Laha —empezó a decir Jacobo—, ¿no fue Macías elegido y votado democráticamente?
—Estaba continuamente en la televisión —musitó Kilian, como si recordara claramente lo que decía—. Era muy popular porque sabía cómo camelarse a las personas utilizando fáciles palabras de libertad. Prometía devolver al negro lo que pertenecía al negro.
Laha carraspeó.
—Los españoles se equivocaron de persona al confiar en él y dejar la isla en sus manos. Había aprendido muy bien la técnica de la poda, no sé si me entendéis…
—¿Y cuánto duró ese horror? —preguntó Daniela, que lo miraba con los ojos abiertos por la mezcla de incredulidad, sorpresa e indignación que le producía lo que escuchaba.
—Once años —respondió Laha—. De 1968 a 1979.
—El año que nací yo —murmuró Daniela.
Laha sacó cuentas mentalmente. Daniela era más joven de lo que había calculado al conocerla.
—¿Sabes, Daniela? Era tal el terror que despertaba entre los nativos que ningún soldado de Guinea se atrevió a formar parte de su pelotón de ejecución, por lo que tuvieron que ser soldados marroquíes los que dispararan.
Se acercó a ella y bajó el tono de voz:
—La leyenda también dice que asesinó a los amantes que una de sus mujeres tuvo antes de conocerlo, y que, cuando lo iban a fusilar, colocó los brazos extendidos hacia atrás, con las palmas de las manos hacia el suelo, preparado para echarse a volar…
Daniela dio un respingo y Laha sonrió maliciosamente.
Clarence aprovechó ese instante para relajar la situación. Recordaba perfectamente adónde podían conducir las conversaciones sobre espíritus y se llevó la mano al cuello para acariciar el collar que le había regalado Iniko.
—Bueno, chicos —dijo con voz alegre—. Laha todavía no ha abierto sus regalos.
Le entregó primero un gorro de lana a juego con unos guantes y después un ejemplar de un libro recién editado titulado Guinea en pasolobinés.
—Es un libro escrito por una persona de nuestro valle —explicó Clarence—, sobre los vecinos que vivieron años en la Guinea de la época colonial. Claro que solo ofrece este lado de la historia, el de los blancos, pero bueno, puede resultarte interesante conocer el contexto que explica… —comenzó a pensar que igual no había sido tan buena idea regalarle ese libro precisamente—. ¡Y salen fotos de Jacobo y Kilian!
Laha la ayudó.
—¡Claro que me parecerá interesante, Clarence! —dijo, con una sonrisa—. No se puede negar lo que sucedió…
Abrió el libro y empezó a pasar páginas, fijándose con detenimiento en las fotografías. En ellas se veía a hombres blancos enfundados en ropas de algodón y lino blancas, con sus inseparables salacots, y en muchos casos, sujetando un rifle. También se veía a hombres negros con ropas viejas trabajando en las plantaciones. Cuando los hombres negros no aparecían trabajando, sino posando para el fotógrafo, en muchas ocasiones lo hacían sentados a los pies de los hombres blancos, y no era excepcional que un blanco tuviera la mano apoyada en la cabeza de un negro, como si fuera un perro, pensó con desagrado. También, fotos de hombres sosteniendo largas pieles de boas y las entradas a las diferentes fincas. Intentaba buscar en su mente recuerdos de su temprana infancia, pero no encontraba nada de lo que veía en las fotos. O no había nacido, o era muy pequeño cuando las últimas imágenes habían sido tomadas. Tal vez Iniko aún pudiese reconocer algunas de esas imágenes.
También Kilian y Jacobo comentaron en voz alta los edificios emblemáticos de la Santa Isabel colonial, como la Casa Mallo en la antigua avenida Alfonso XIII, o los coches de aquella época, o los nombres de los barcos: Plus Ultra, Dómine, Ciudad de Cádiz, Fernando Poo, Ciudad de Sevilla… Kilian se abstrajo al escuchar el nombre de este último. ¡Cuántas veces había creído que la vida de ese barco había transcurrido paralela a su propia vida! El lujoso y elegante buque insignia de la Trasmediterránea, después de recorrer medio mundo, había sido desguazado a mediados de los años sesenta. Después de ser restaurado, un día se quedó a la deriva cerca del puerto de Palma, con peligro de partirse en dos. Posteriormente, sufrió dos graves incendios por los que tuvo que ser restaurado una vez más… Pero, a pesar de todo, a sus setenta y seis años de existencia, todavía seguía por ahí, aguantando los embates de la vida.
Cuando ya no quedaba ninguna foto que comentar, Kilian sacudió la cabeza y suspiró:
—¡Cómo han cambiado los tiempos! Me parece mentira que hayan pasado tantos años y que nosotros estuviésemos en Fernando Poo.
Jacobo asintió.
—Pero, por lo que cuentan Clarence y Laha, no parece que hayan cambiado a mejor.
Laha levantó la vista y arqueó una ceja.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
Jacobo se tomó su tiempo antes de responder. Bebió un sorbo de café, se limpió los labios con la servilleta, puso las manos sobre la mesa y miró a Laha con arrogancia.
—Entonces salían de la isla unas cincuenta mil toneladas de cacao, y solo de Sampaka, seiscientos mil kilos, gracias a nosotros. Y ahora, ¿qué sacarán? —Se dirigió a su hermano—: ¿Tres mil quinientos kilos? Todo el mundo sabe que desde que nos fuimos, el país no ha levantado cabeza.
Se dirigió a Laha directamente.
—Vivís peor ahora que hace cuarenta años. ¿Es o no cierto lo que digo?
—Jacobo —respondió Laha en tono neutral—, creo que pasas por alto que ahora Guinea es un país independiente que intenta salir adelante después de siglos de opresión.
—¡Cómo que opresión! —atacó Jacobo gesticulando exageradamente—. ¡Pero si os llevamos nuestros conocimientos y nuestra cultura! Tendríais que estar agradecidos de que os sacáramos de la selva…
—¡Papá! —exclamó Clarence, furiosa, mientras Carmen apoyaba una mano en el muslo de su marido para indicarle que había ido demasiado lejos.
—Dos cosas, Jacobo. —Laha se incorporó en su silla. Su tono de voz ya no era tan calmado como antes—. Una: asimilamos vuestra cultura porque no nos quedó más remedio. Y dos: a diferencia de otras colonizaciones españolas, los conquistadores en Guinea no se implicaron tanto como para mezclar su sangre con la del conquistado. ¡Hasta ese punto se nos consideraba inferiores!
Kilian observaba a los dos sin intervenir.
Jacobo abrió la boca para rebatirle, pero Laha lo detuvo extendiendo las palmas de sus manos hacia él.
—No me des lecciones de colonización, Jacobo. El color de mi piel delata que es evidente que mi padre fue blanco. ¡Podríais ser cualquiera de vosotros!
Se hizo un incómodo silencio.
Clarence agachó la cabeza y se le llenaron los ojos de lágrimas. Si por una remota casualidad Laha fuera su hermanastro, no podría haber tenido un encuentro más desagradable con su posible padre biológico. La actitud de Jacobo resultaba imperdonable. ¿Por qué no podía comportarse como Kilian?
Daniela apoyó la mano en el hombro de Laha para tranquilizarlo. Laha se giró hacia ella y la miró con tristeza. Acababa de dejar claro que llevaba una espina clavada en el alma, y no era algo de lo que solía hablar.
—Es un tema difícil —dijo Daniela con voz cálida y apaciguadora—. También ahora, aunque no nos demos cuenta, todos estamos siendo continuamente colonizados, de manera sutil, por redes tejidas por intereses económicos, políticos, culturales… Son otros tiempos.
Esa era Daniela, pensó Clarence. Nunca se alteraba, ni se ponía furiosa. Siempre intentaba expresarse en el mismo tono, dulce, tranquilo, racional.
—Siento haberme enfadado —dijo Laha, mirando a Carmen, quien hizo un gesto con la mano como queriendo quitar importancia a lo que había sucedido. Estaba más que acostumbrada a las discusiones acaloradas.
Daniela sacó la cucharilla de su taza, dio unos pequeños golpecitos en el borde para que las últimas gotas de café se desprendieran del metal, bebió un sorbo, dejó la taza en el plato, frunció el ceño y dijo por fin:
—Para mí la colonización es como la violación de una mujer. Y encima, si la mujer se resiste y se niega, el violador tiene la desfachatez de decir que la mujer no hablaba en serio, que en el fondo estaba disfrutando, y que él lo hacía por su bien.
Todos se quedaron de piedra al escuchar semejante comparación. Se produjo un incómodo silencio. La joven agachó la cabeza, un poco avergonzada por su franqueza.
Clarence se levantó y comenzó a retirar platos de la mesa. Jacobo le pidió otro café en tono brusco. Kilian daba golpecitos con los dedos en la mesa. Carmen comenzó a hojear el libro de recetas que le había regalado Laha y le hizo un par de preguntas que él respondió amablemente.
—Bien —dijo Kilian por fin—. Es Navidad. Dejemos los temas complicados.
Se dirigió a Laha.
—Cuéntanos, ¿cómo terminó uno de Bioko en California?
—Creo que la culpa la tuvo mi abuelo —dijo pensativo, sujetándose el mentón con la mano derecha—. Estaba obsesionado por que sus descendientes estudiasen. Siempre nos repetía lo mismo, una y otra vez. Mi hermano Iniko se enfadaba mucho, porque lo interpretaba a su manera.
Levantó el dedo índice en el aire, a la vez que parodiaba la voz de un hombre mayor:
—«Lo más sabio que le he escuchado decir a un hombre blanco, gran amigo mío, es que la mayor diferencia entre un bubi y un blanco es que el bubi deja crecer el árbol del cacao libremente, pero el blanco lo poda y educa y así se saca más provecho de él».
Entonces, Kilian se atragantó con un trozo de turrón. Se puso muy rojo y comenzó a toser.
El veintiséis de diciembre amaneció con un cielo limpio y un sol brillante que cegaba la vista al reflejarse sobre la nieve. Tras dos días encerrados en casa por culpa de la gran nevada, y con la única ocupación de comer, Laha, Clarence y Daniela pudieron ir a las pistas de esquí.
Las chicas habían conseguido un traje de esquiar para Laha, que se sentía ridículo y torpe con las rígidas botas. Daniela le daba las instrucciones básicas para caminar sobre la nieve helada y procuraba estar cerca de él por si resbalaba. A su lado parecía más pequeña. Cuando lograron que se calzara los esquís, Laha no dejó de mirarla con ojos aterrados y de sujetarse a sus hombros mientras ella lo hacía por la cintura.
Clarence los observaba divertida.
Hacían muy buena pareja.
Su prima estaba concentrada en dar las instrucciones correctas como ella sabía, con determinación y amabilidad a la vez. Laha intentaba confiar en ella, pero su mente iba por un lado y el cuerpo por otro.
Después de un largo rato de sufrimiento, Laha decidió que necesitaba un café. Daniela se ofreció a acompañarlo mientras Clarence aprovechaba para realizar unos descensos por las cotas más altas. Cuando se sentó en el telesilla se despidió de ellos con la mano. Casi agradecía la posibilidad de estar a solas un tiempo disfrutando de la sensación de libertad que la contemplación del paisaje nevado le producía. Mientras ascendía por la montaña, podía percibir cómo el silencio absorbía las voces y las risas de los esquiadores y las transformaba en un siseo continuo que calmaba el ánimo. La brillante y blanca llanura bajo ella, el reflejo de las cercanas cumbres, el creciente frío sobre las mejillas y el leve balanceo de la silla le producían una sensación de lentitud, de vértigo, de irrealidad.
Durante esos momentos de somnolencia, en su mente se mezclaron fragmentos de conversaciones e imágenes que, como piezas de un rompecabezas, buscaban dónde encajar. Se resistía a creer que Jacobo se hubiese enamorado de Bisila y la hubiese abandonado con un niño pequeño. De ser cierto, su tío Kilian tenía que haber sido cómplice de la situación. Un cómplice con cargo de conciencia, porque sus reacciones habían tenido lugar de forma paralela a las de Jacobo, y habían sido incluso más intensas que las de este. ¿Cómo podían haber guardado un secreto de semejante magnitud? ¿Se acercaba, por fin, el momento de la verdad? ¿Era por eso que se sentía tan nerviosa?
La única forma de liberarse de la congoja que atenazaba su pecho era deslizarse a gran velocidad por una pista de máxima dificultad y llevar su cuerpo hasta el límite mientras los otros dos, completamente ajenos a sus sospechas, se relajaban en la cafetería.
Más que relajado, Laha se sentía feliz conversando con Daniela. Le gustaba estar con ella. Le gustaba cómo sostenía la taza con ambas manos para calentárselas y cómo soplaba al café con leche para enfriarlo. Daniela hablaba y a la vez controlaba todo lo que pasaba a su alrededor. Sus expresivos ojos iban y venían del café a él, a los de la mesa de al lado, a los que se quitaban los esquís en la puerta de la cafetería y a lo que sucedía en la barra. Laha dedujo que no era cuestión de nerviosismo, sino de capacidad de observación y análisis. Qué diferente era de su prima, pensó. Aparte de ser más baja y delgada, Daniela parecía mucho más sosegada, tranquila y racional que Clarence, con la que sí compartía la cualidad de Carmen —que él valoraba especialmente— de intentar complacer y hacer sentir bien a las personas cercanas. Tal vez por ese motivo no se había sentido como un extraño en ningún momento desde que llegara a Pasolobino. A solas con Daniela, además, el tiempo dejaba de ser una mera sucesión de acciones para detenerse en un fascinante punto de insospechado entusiasmo. ¿Qué le estaba pasando? ¡La acababa de conocer!
—Estás muy callado —comentó Daniela—. ¿Tan abatido te ha dejado tu primera experiencia en la nieve?
—¡Me parece que el esquí no es lo mío! —respondió Laha, en tono lastimero—. Y francamente —bajó la voz para que solo ella pudiera oírle—, tampoco entiendo mucho el furor que produce este deporte. ¡Las botas me aprietan tanto que la circulación no me llega a los pies!
—¡Serás exagerado! —Daniela se rio abiertamente y su rostro se iluminó.
—¿Te apetece otro café? —preguntó él, poniéndose de pie.
—¿Crees que podrás caminar hasta la barra?
Laha simuló concentrarse en la difícil tarea de colocar muy lentamente un pie tras otro y Daniela, divertida, lo siguió con la mirada. Se sentía muy cómoda con Laha, demasiado cómoda. Se mordió el labio. Era Clarence la que tenía que aprovechar todos los minutos del día la compañía de Laha y no ella. Entonces, ¿por qué los había dejado solos? Clarence la tenía desconcertada. Ella y Laha se comportaban como dos buenos amigos, quizá con un afecto especial, pero ni se habían cogido de la mano, ni se habían lanzado miradas apasionadas. ¿Y si…? ¿Y si Clarence estuviera enamorada de Laha y este no correspondiera a sus sentimientos? Le costaba creer que alguien como él hubiera actuado de manera irresponsable y egoísta al aceptar compartir unos días con toda su familia… También cabía la posibilidad de que él no lo supiera y Clarence esperase el momento oportuno… Lo mirase como lo mirase, la situación se complicaba por momentos. Era la primera vez en su vida que las rodillas le parecían de goma, miles de mariposas aleteaban en su estómago, un constante calorcillo se había instalado en sus mejillas, y el mundo resultaba prescindible más allá del cuerpo de Laha. Mal asunto.
Laha rozó su hombro cuando se inclinó para dejar la taza frente a ella. Luego se sentó, removió el café con la cucharilla para disolver el azúcar y preguntó sin rodeos:
—¿Te gusta vivir en Pasolobino, Daniela?
—Sí, claro. —Un débil titubeo había precedido a la afirmación—. Aquí tengo mi trabajo y mi familia. Y, como puedes apreciar, este es un lugar precioso. Soy muy afortunada de tener aquí mis raíces.
Si Laha no dejaba de mirarla tan fijamente, acabaría por sonrojarse.
—Y tú, ¿de dónde te sientes?
—No sé qué decir… —Laha, pensativo, se incorporó y apoyó su barbilla en una mano—. Yo sí que tengo una crisis de identidad: soy bubi, guineoecuatoriano, africano, algo español, europeo de padre desconocido y norteamericano de adopción.
Daniela lamentó que esa confesión hubiera cubierto su rostro con un tenue velo de tristeza.
—Es posible que en tu corazón sientas que una de las opciones destaca más que las otras —dijo, en voz baja.
Él miró hacia el exterior y recuperó su actitud risueña.
—A ver, Daniela. —Adoptó un tono intencionadamente quejumbroso, al tiempo que ladeaba ligeramente la cabeza—. ¿Cómo se puede sentir un hombre negro rodeado de tanto blanco? —Extendió una mano para señalar en dirección a la nieve—. Pues gris.
—¡Tú no eres gris! —exclamó Daniela elevando la voz.
—¿Quién no es gris? —preguntó una sonrojada Clarence, sentándose al lado de su prima—. ¿A qué viene tanto entusiasmo?
Ni Laha ni Daniela se habían percatado de su entrada en la cafetería.
Miraron el reloj y se dieron cuenta de que llevaban más de una hora conversando. Por primera vez en su vida, Daniela lamentó la inoportuna presencia de su prima.
Como ninguno le contestara, Clarence dijo:
—Bueno, Laha. ¿Estás preparado para un segundo asalto? Me refiero al esquí, claro está.
Laha puso cara de pena y extendió su brazo para coger la mano de Daniela.
—¡No, por favor! —le suplicó—. No dejes que me torture más.
Daniela aprovechó la ocasión para mantener la mano de él entre las suyas. Laha tenía las manos grandes y finas. Se notaba que no había realizado mucho trabajo físico con ellas.
—No te preocupes —dijo, clavando la mirada en sus ojos—. Yo cuidaré de ti.
Inmediatamente se arrepintió de haber dicho eso delante de Clarence, que la miró con la ceja izquierda completamente arqueada.
—Las dos cuidaremos de ti.
«Vaya, vaya —pensó Clarence mientras caminaba hacia la salida—. ¿Son imaginaciones mías o a mi querida prima le brillan los ojos cada vez que su mirada se encuentra con la de Laha? ¡Qué espíritus más traviesos! ¿Acaso reservaban a Laha para Daniela?».
Justo acababa Clarence de evocar a los espíritus en su mente cuando sucedió algo imprevisto.
Laha caminaba torpemente con sus botas y no calculó bien la altura del pequeño peldaño que separaba el interior del edificio de la nieve. Resbaló y solo tuvo tiempo de sujetarse a Clarence, que, al girarse para ayudarle, cayó de espaldas al suelo por la fuerza del empuje.
Laha se desplomó sobre ella.
Entonces, a escasos centímetros de su cara, con toda la luz del sol de ese día radiante concentrada en un único haz dirigido por una misteriosa y oportuna casualidad sobre los ojos del hombre, a Clarence le dio un vuelco el estómago y ya no tuvo más dudas…
¿Qué le había dicho Simón en la finca Sampaka?
Le había dicho que la había reconocido por los ojos, que tenía los mismos ojos que los hombres de su familia, que no eran ojos corrientes, que de lejos parecían verdes, pero de cerca eran grises…
En ese mismo instante, Clarence reconoció en los ojos de Laha sus propios ojos, y los de Kilian, y los de Jacobo. Hasta ese mismo momento hubiera jurado que eran verdes. Pero, a esa distancia, podía distinguir nítidamente las rayitas oscuras del iris que los teñían de un gris profundo. ¡Laha había heredado los ojos típicos de su familia!
La mirada del hombre le produjo el efecto de un puñetazo en las entrañas y le entraron ganas de llorar. Sintió una mezcla de alivio, alegría y temor por lo que por fin había descubierto y que no sabía ni cómo ni cuándo revelar.
Y ahora que sabía que era Laha —y no otro— a quien ella había ido a buscar a Bioko, permitió que aflorara en algún rincón de su corazón la vergüenza de ser hija de alguien capaz de abandonar a su propio hijo y privarle de su derecho a ocupar su casilla, junto a ella, en el árbol genealógico de su casa.