IX
TIEMPOS DIFÍCILES
Observó con detenimiento a la mujer. Calculó que tendría alrededor de sesenta años y resultaba realmente hermosa. Era un poco más baja que ella y muy delgada, y tenía unos increíbles e inusuales ojos claros, grandes y expresivos. Llevaba un largo vestido sobre unos pantalones, ambos de color azul turquesa, con los puños de las mangas bordados de igual manera que los bajos de los pantalones. Un pañuelo de seda del mismo color le cubría el pelo, que se intuía levemente mechado por cabellos grises. Con el pelo así recogido, sus ojos resaltaban con una intensidad inquietante. Clarence pensó que esa mujer habría sido muy guapa en su juventud.
Se llamaba Bisila, en honor a la Madre Bisila, patrona de la isla de Bioko, referente cultural y espiritual de la etnia bubi. Clarence supo entonces que la talla de la Virgen triste de la catedral representaba a Bisila y que, para los bubis, significaba la madre originaria y creadora de vida en honor a la cual continuaban festejando celebraciones, aunque de manera discreta, pues —según le contaron—, desde hacía unos años, la fiesta estaba prohibida en Guinea por el régimen político, en manos de la etnia mayoritaria fang.
La cena que preparó Bisila fue la de una auténtica fiesta, con platos típicos que Clarence encontró deliciosos elaborados con aceite de palma, ñame, malanga, böka’ó de vegetales —una mezcla de verduras y pescado, algo picante— y antílope. Clarence no sabía si en esa casa trataban a todo el mundo igual, pero lo cierto era que se sentía como una invitada especial gracias a Laha y su madre.
Por supuesto, de nuevo le pareció que Iniko era el único a quien su presencia molestaba.
Estaba sentada frente a los hermanos, así que podía observarlos bien. A primera vista, la diferencia más notable y evidente entre ellos era la envergadura física. Iniko era mayor que Laha, pero su cuerpo conservaba la marcada musculatura de un joven. Intentó encontrarles algún parecido y pronto se dio por vencida. Iniko llevaba la cabeza rasurada y Laha lucía unos recios y largos mechones de pelo rizado. La piel de Iniko era mucho más oscura que la de su hermano, quien a su lado parecía mulato. Los ojos de Iniko eran grandes como los de su madre, aunque muy negros y ligeramente almendrados; los de Laha eran verde oscuro y se escondían entre minúsculas arrugas cuando sonreía, lo cual sucedía con mucha frecuencia.
Concluyó que los hermanos se parecían únicamente en el gesto instintivo de acariciarse una ceja con el dedo índice cuando reflexionaban. Miró a Bisila. ¿Cómo podía una mujer tener dos hijos tan opuestos? No le extrañaría nada si le revelaran que uno de los dos era adoptado. En esos momentos, le costaría adivinar cuál de los dos.
En cuanto a sus caracteres, Laha era elegante, simpático y hablador. Era evidente que su estancia en Estados Unidos le había contagiado de la gesticulación propia de los norteamericanos. Iniko, por el contrario, era rudo y callado, rozando la hosquedad. Ni siquiera se molestaba en prestar atención a lo que ella contaba sobre España o a las preguntas que hacía sobre los biokeños y sus costumbres. Clarence intentó en varias ocasiones hacerle partícipe de la conversación, preguntando sobre su trabajo y su vida, pero sus respuestas eran cortas y secas, incluso desdeñosas.
Bisila se percató de sus intentos frustrados y aprovechó que tenía que ir a la cocina a por café para decirle algo a su hijo en su lengua bubi que, para sorpresa de Clarence, le hizo reaccionar un poco. A partir de ese momento, Iniko simuló algo de interés por las inquietudes de una descendiente de colonizadores que no tardó en dirigir la conversación hacia el tema que le interesaba.
—¿Puedo preguntarle algo, Bisila? —La mujer giró la cabeza en su dirección y esbozó una sonrisa de asentimiento—. Tengo entendido que usted y sus hijos vivieron en Sampaka. ¿Podría precisarme cuándo fue eso?
Bisila parpadeó y a Clarence le pareció que tenía que hacer esfuerzos para mantener la sonrisa.
—Me gustaría saber si coincidió usted con mi padre. Él trabajó en la finca entre los cincuenta y los sesenta, más o menos.
—La verdad es que los negros no nos mezclábamos con los blancos. Te habrá contado que en la finca había cientos de personas. Era como un gran pueblo.
—Pero blancos no había muchos. —Clarence frunció el ceño—. Me imagino que todos los conocían, o por lo menos sabían quiénes eran.
—En realidad —dijo Bisila un poco tensa—, yo pasaba más tiempo en mi poblado que en la finca.
Laha e Iniko cruzaron una rápida y significativa mirada. Ambos sabían que a su madre no le gustaba hablar de su época en Sampaka. La conocían muy bien y sabían que estaba procurando eludir de manera educada las preguntas de Clarence.
—¿Sabes, mamá —comenzó a preguntar Laha con intención de desviar la conversación—, que Clarence vive en el norte de España?
—Bueno —se dispuso la joven a matizar—, el norte de España es muy grande y mi valle natal es tan pequeño como esta isla.
—Y nieva y hace mucho frío, ¿no? —añadió Laha.
—Yo no podría vivir en un lugar frío —intervino Iniko, mientras hacía deslizar entre sus dedos una pequeña concha que colgaba de una tira de cuero anudada a su cuello.
—Tú no podrías vivir en otro lugar que no fuera Bioko —le recriminó Laha, divertido.
—No me extraña nada —comentó Clarence, encogiéndose de hombros—. A mí me pasa lo mismo. A veces me quejo del clima y de las incomodidades, pero no puedo soportar estar mucho tiempo lejos de mi tierra. Es una curiosa relación de amor y odio.
Iniko levantó su mirada hacia ella.
Esos enormes ojos la miraron con tal intensidad que se sonrojó.
Definitivamente, ese hombre la ponía nerviosa.
—¿Y cómo se llama tu pueblo? —preguntó Bisila, que se había levantado para servirles otro café.
—Oh, es muy pequeño —respondió Clarence—, aunque ahora lo conoce mucha gente porque hay una estación de esquí. Se llama Pasolobino.
El ruido de la taza de café rebotando contra la mesa y estrellándose en el suelo sobresaltó a todos. Bisila reaccionó rápidamente y, pidiendo disculpas, se retiró a la cocina para traer algo con que limpiar los restos de loza y líquido. Los demás intentaron quitar hierro a la situación.
—La verdad es que el nombre da miedo —bromeó Laha.
—Dicen que todos los nombres significan algo. —Iniko la miraba y sus ojos parecían sonreír por fin—. En este caso es fácil: tierra de lobos.
Arqueó la ceja izquierda.
—Pues tú no tienes aspecto de asustar mucho. —Era la primera vez que la tuteaba.
—Eso es que no me conoces —respondió una inusualmente atrevida Clarence, sosteniendo su mirada.
—Si hay una estación de esquí —intervino Laha—, debe de ser un sitio rico, ¿no?
—Ahora sí —respondió Clarence—. Hace unos años, el valle estuvo a punto de quedarse vacío. La gente se iba a vivir a la ciudad. No había trabajo, solo frío y vacas. Ahora todo ha cambiado. Mucha gente de fuera se ha instalado allí, otros han vuelto y han mejorado los servicios.
Laha se giró hacia su hermano.
—¿Ves, Iniko? El progreso no es tan malo.
Iniko se entretuvo unos instantes removiendo el café con la cucharilla.
—Eso habría que preguntárselo a los nativos de allí —dijo.
—¿Y yo que soy, entonces? —Clarence se sintió ofendida.
—Para Iniko, tú eres como yo. —Laha empleó un tono sarcástico—. Perteneces al bando enemigo de la tierra.
—Eso es una simplificación ridícula —protestó ella, con las mejillas encendidas. Extendió la mano sobre la mesa hasta Iniko para llamar su atención y elevó un poco la voz—. Es muy fácil sacar conclusiones sin molestarse en preguntar. ¡Tú no sabes nada de mí!
—Sé lo suficiente —se defendió él.
—¡Eso es lo que tú te crees! —saltó ella—. Que mi padre fuera un colonial como tantos otros no implica que tenga que andar por ahí pidiendo perdón… —Se detuvo en seco. Por un momento se preguntó si algún día tendría que retractarse ante un hermano biológico.
Iniko torció el gesto, miró a Laha y emitió un silbido.
—Bueno, tengo que reconocer que carácter sí que tiene…
Lo dijo en plan conciliador, pero a Clarence le irritó que se refiriese a ella como si no estuviera presente. Se recostó en la silla. No tenía intención de seguir con la discusión. Afortunadamente, Bisila regresó de la cocina con una escoba y un recogedor. Parecía muy cansada. Laha hizo ademán de encargarse de la tarea, pero su madre se negó. Permanecieron callados mientras Bisila amontonaba los pedacitos de la taza hasta que preguntó, con voz temblorosa:
—¿Cómo se llamaba tu padre?
Clarence se incorporó rápidamente en la silla y apoyó los brazos en la mesa.
—Jacobo. Se llama Jacobo. Vive todavía. —El nuevo interés de Bisila avivó su ilusión. El nombre de su padre no era tan común como para pasar desapercibido. ¿Eran imaginaciones suyas o Bisila se había quedado de piedra? Esperó unos segundos antes de preguntar—: ¿Le resulta familiar?
Bisila sacudió la cabeza y terminó de limpiar con movimientos bruscos.
—Lo siento.
—Vino aquí con mi tío, mi tío Kilian. Es un nombre muy raro. No creo que se pueda olvidar fácilmente. —Bisila detuvo sus movimientos—. Mi tío también vive…
—Lo siento —repitió Bisila con voz apagada—. No, no los recuerdo.
Se dirigió a la cocina murmurando:
—Cada vez tengo peor memoria.
Laha frunció el ceño.
Se produjo un breve silencio que rompió Iniko al levantarse y servir unas copitas de aguardiente de caña de azúcar.
Clarence se mordió el labio en actitud pensativa. Todo lo que tenía que ver con Sampaka terminaba siempre en un punto muerto. Si alguien como Bisila decía que no recordaba a su padre, ya solo le quedaba poner un anuncio en el periódico nacional. Recordó la visita al cementerio y decidió agotar su último cartucho. Esperó a que Bisila regresara y se sentara de nuevo junto a ella y entonces les contó la extraña sensación que le había producido leer el nombre de Pasolobino escrito en una lápida en África.
—Me gustaría saber —pensó en voz alta— quién se toma la molestia de llevarle flores a mi abuelo…
Bisila mantuvo la cabeza baja y las manos cruzadas sobre su regazo. Era evidente que su expresión había cambiado. Probablemente no estuviera acostumbrada a acostarse tarde.
—Bueno. —Clarence miró su reloj—. Muchas gracias por la cena, Bisila. Y por su hospitalidad. Espero volver a verla antes de regresar a España.
Bisila hizo un leve gesto con la cabeza, pero no dijo nada.
Laha entendió que Clarence se estaba despidiendo con intención de regresar al hotel, pero él tenía otra idea.
—¿Qué estilo de música prefieres —preguntó, poniéndose de pie—, africana o anglosajona? —Clarence se sorprendió por la inesperada pregunta, pero él balanceó el cuerpo con los puños cerrados y comprendió que le estaba proponiendo ir a una discoteca—. ¿Te apuntas, Iniko? He pensado llevarla a nuestro local favorito.
Su hermano titubeó primero y luego chasqueó la lengua. Clarence interpretó ese gesto como una muestra de fastidio por que Laha la hubiera invitado.
—Igual le molesta que una extranjera le dé lecciones de baile —dijo ella en tono mordaz mirando a Laha.
Iniko frunció sus gruesos labios, apoyó las manos en la mesa y se levantó con lentitud.
—Ya veremos quién da lecciones a quién —dijo, con un brillo burlón en sus ojos.
Después de despedirse de Bisila, cogieron el todoterreno de Iniko y fueron a una discoteca llamada Bantú, como el hotel, en la que se podían escuchar soukouss, bikutsí y salsa antillana o antillesa, como la llamaban allí. Nada más entrar, varias personas saludaron a los hermanos, que se dirigieron hacia las mesas donde estaban sentados.
—¡Pero si es Tomás! —exclamó Clarence al reconocer a su taxista, que se levantó para estrechar su mano—. ¡No me digas que os conocéis!
—¿Y quién no conoce en la isla a Iniko? —bromeó él, empujando las gafas hacia arriba cada segundo. En el local hacía calor y sudaba mucho.
Se sentaron todos juntos y, después de las presentaciones, el grupo de hombres y mujeres, bebida en mano, compartieron risas, cigarrillos y comentarios sobre la novedad de la noche, que era ella. Algunos de los nombres eran sencillos, como el de una guapa chica con el pelo recogido en diminutas trencitas llamada Melania que insistió hasta que Iniko se sentó a su lado. Pero le costó memorizar los nombres de las otras dos —Rihéka, bajita y regordeta, y Börihí, alta y musculada como una atleta, y pelo cortísimo— y del otro hombre del grupo, un joven con una enorme nariz llamado Köpé.
Al principio, Clarence se sintió cohibida, aunque la compañía de los hermanos le infundía seguridad. Cada poco rato, uno u otro se levantaba para bailar en la pista rodeada de espejos, pero ella prefirió seguir sentada cerca de Laha —que admitió que no era buen bailarín—, y de los cubatas —que nada aliviaban el calor—, moviendo los pies de manera tímida al ritmo repetitivo y alegre de la música. Observó a los demás bailarines en la pista y se preguntó cómo demonios podían moverse como lo hacían. Aquello era la locura.
Dedicó gran parte de su atención al grandullón de Iniko, quien, para su asombro, agitaba todos sus kilos de músculo ante Melania con la misma delicadeza que si estuviese relleno de plumas. Sus hombros, levemente encogidos, y sus caderas se contoneaban siguiendo el ritmo como si notas misteriosas salieran de dentro de su cuerpo a través de los dedos de las manos y de los pies. De cuando en cuando, cerraba los ojos y se transportaba a algún espacio místico que disolvía su rudeza y lo impulsaba a esbozar sonrisas de verdadero placer. La música cambió. Melania decidió regresar a la mesa, pero él se quedó en la pista.
Clarence no podía apartar los ojos de ese hombre. Como si fuera plenamente consciente de ello, Iniko se giró y clavó una desafiante mirada en ella. Levantó una mano y, sin dejar de moverse, le hizo señas para que acudiera a la pista de baile. Ella sintió vergüenza y con un gesto de la mano rechazó su oferta. Le había quedado claro que su comentario en casa de Bisila cuestionando las aptitudes de baile de él carecía de todo fundamento. Iniko se encogió de hombros y continuó bailando de manera más sugerente aún. Clarence se arrepintió de no haber aceptado el reto. Apuró su bebida de un trago y se situó frente a él.
Iniko se rio e imitó los rígidos y bruscos pasos de europea de la joven, que optó por darse la vuelta y marcharse. Él la sujetó por la muñeca y se acercó a su oído.
—¿No quieres aprender de alguien como yo? Soy todo un experto.
Iniko se acercaba, la rodeaba, le indicaba que se dejara llevar, que se relajara y ablandara, que dejara la mente en blanco. No la rozó en ningún momento, pero ella lo sentía como si hubiera invadido todos los poros de su piel. Allá donde mirase, los espejos que la rodeaban comenzaron a reflejar la excitante imagen de una mujer que iba abandonando su vergüenza inicial y se dejaba guiar por los hilos invisibles de un hombre que irradiaba calor.
Clarence cerró los ojos y trató de olvidarse por una noche de todo, de sus miedos, de sus inquietudes, de Pasolobino y Sampaka, de sus deberes y obligaciones, de la razón de su viaje, de su pasado y de su futuro. El único pensamiento que se permitió fue el que le repetía una y otra vez que hacía siglos que su cuerpo pedía a gritos la cercanía de un hombre como ese.
La música se detuvo. Clarence abrió los ojos y se encontró con el rostro de Iniko a escasos centímetros de su cara. Por primera vez desde su encuentro en Sampaka le pareció que la miraba con curiosidad y extrañeza. Tal vez, como ella, se sintiera un poco desorientado al regresar del estado de abandono en que el baile los había sumido.
—¿Contento con tu alumna? —preguntó ella por fin.
—No está mal —repuso él—. Pero todavía es pronto para evaluaciones.
«No me importaría nada —pensó ella— repetir el examen».
—¡Hacía años que no pasaba tanto sueño! —protestó Clarence, y los demás se rieron.
Acababa de cenar con sus nuevos amigos en un restaurante de mesas con hules de colores y paredes embaldosadas que ofertaba una curiosa mezcla de comida española, italiana y estadounidense. Todas las tardes surgía un plan u otro que se alargaba hasta la madrugada.
Clarence se preguntaba cómo podían ellos aguantar ese ritmo y seguir con sus trabajos. La atractiva pero difícil Melania trabajaba de conserje en el Instituto Cultural de Expresión Francesa; la pequeña Rihéka tenía un puesto de artesanía bubi en el mercado de Malabo; el simpático y narigudo Köpé se encargaba del mantenimiento de instalaciones eléctricas; y la atlética Börihí, que se acababa de marchar, era administrativa en una empresa de construcción.
—La única que tiene algo de sentido común es Börihí —añadió—. A los demás, acabarán despidiéndoos. A ti el primero, Laha. ¿No trabajas con materiales peligrosos…?
Pensaba seguir con la broma cuando Melania señaló algo que sucedía en el exterior. Todos se giraron para mirar.
Varios coches oscuros indicaron el comienzo de una larga comitiva oficial escoltada por policías en moto. A su paso, numerosas personas se fueron agolpando en las calles para curiosear. La mayoría eran nativos, aunque se veía algún occidental. Al otro lado de la calle, una mujer blanca se olvidó de la prudencia y comenzó a hacer fotografías de todo. Cuando la comitiva terminó de pasar, un coche también oscuro se detuvo ante la mujer y salieron dos hombres que le quitaron la cámara de malos modos, la empujaron contra el coche y la cachearon sin compasión. Desde el restaurante, vieron cómo la mujer gritaba y lloraba.
—¡Pero qué hacen! —Clarence se puso en pie de un salto completamente indignada.
Iniko la cogió del brazo y la obligó a sentarse.
—¿Estás loca? ¡Haz el favor de no decir ni una palabra! —Su cara y su voz evidenciaban un intenso enojo. Melania rodeó el hombro de Iniko con un brazo y lo acarició.
Clarence apretó los labios enfadada por la reacción del hombre y miró a Laha, quien comprendió que ella estaba pensando en su encuentro frente a la catedral.
—No, Clarence —dijo sacudiendo la cabeza—. Hoy no puedo hacer nada.
—¡Pero…!
—Ya has oído a Iniko. —Su tono fue duro esta vez—. Será mejor que te calles.
Clarence vio con horror cómo los hombres esposaban a la mujer y la introducían en el coche, que se alejó a gran velocidad ante las miradas resignadas, incluso acostumbradas, de los presentes.
—¿Y qué le pasará ahora? —preguntó en un susurro.
Nadie respondió.
—¿Y si nos vamos ya? —preguntó Rihéka, con la preocupación reflejada en su redonda cara.
—Mejor no. Se notaría mucho. ¿Qué tal si hablamos con normalidad? —sugirió Köpé—. Al fondo, a la derecha, detrás de mí, hay… espectadores. No miréis.
—¿Tienen pinta de antorchones? —preguntó Rihéka.
—¿Y eso qué es? —preguntó a su vez Clarence.
—Jóvenes espías a las órdenes del partido —explicó Tomás.
—Creo que no lo son —dijo Köpé—, pero, por si acaso…
Tomás empezó a contar un chiste absurdo que los demás corearon con risas forzadas. Clarence aprovechó para lanzar ojeadas a la extraña pareja de la mesa del fondo. La mujer era una gruesa anciana de pecho abundante y flácido, como sus labios, y pelo completamente blanco. Iba exageradamente maquillada y enjoyada. Frente a ella, y de espaldas a Clarence, se sentaba un mulato flaco y huesudo mucho más joven que ella.
—La mujer no deja de mirarnos —informó.
—No me extraña —dijo Melania con irritación—. Un poco más y por tu culpa nos detienen a todos.
—¿Pero qué dices? —protestó Clarence.
De todo el grupo, Melania era la que peor le caía. No desperdiciaba la ocasión para meterse con ella. Era como la versión femenina del Iniko de los primeros días. Desde aquella noche en la discoteca, la actitud de él hacia ella había cambiado visiblemente, pero cuando Melania andaba cerca y lo atosigaba con gestos cariñosos, se volvía taciturno. Miró a Laha y este corroboró las palabras de la mujer con un leve gesto de la cabeza.
—Hay que tener cuidado, Clarence —dijo Laha en tono amable—. Aquí las cosas no funcionan como en España o en Estados Unidos.
—Cualquiera te puede acusar de ir contra el régimen —intervino Tomás en voz baja—. Cualquiera…
Clarence comprendió entonces la situación. Por un momento había olvidado en qué país estaba.
—Lo siento mucho —se disculpó.
Köpé se levantó para pedir otra ronda de las enormes y populares cervezas 33. Cuando se sentó de nuevo, comentó:
—Creo que podemos estar tranquilos. ¿A que no sabéis quién es la mujer? —Tomás e Iniko se giraron disimuladamente y esbozaron sendas sonrisas—. Pues sí, la misma.
—¿La conocéis? —quiso saber Clarence.
—¿Quién no conoce a Mamá Sade? —Tomás puso los ojos en blanco.
—¡No me digas que es ella! —Laha entornó los ojos—. Ha envejecido mucho desde la última vez que la vi.
—Yo pensaba que ya no salía de casa —comentó Melania.
—¡Y yo que se había muerto! —rio Rihéka.
Clarence estaba muerta de curiosidad.
—Para nosotros, Mamá Sade es como una ceiba —empezó a explicar Laha al ver su expresión—. Siempre ha estado allí, al menos desde los tiempos coloniales de nuestra infancia. Dice la leyenda que comenzó a trabajar de…, bueno, con su cuerpo. Era tan guapa que todos se la rifaban. Hizo mucho dinero y lo invirtió en un club y luego en otro hasta que no había local nocturno de éxito en esta ciudad que no dirigiese ella.
Tomó un sorbo de su cerveza y Tomás aprovechó para añadir:
—Y continuó haciendo dinero cuando Macías. Un misterio. Decían que solo ella sabía cómo complacer los gustos de los hombres importantes. Y que contrataba a las mejores chicas…
—¿Y el que está con ella quién es? —preguntó Clarence.
—Su hijo —respondió Köpé—. Ahora es él quien se encarga de los negocios.
—Parece mulato. —Clarence se llevó la botella de cerveza a los labios sin dejar de mirar en dirección a la pareja.
—Lo es. —Rihéka se inclinó hacia delante y adoptó un tono confidencial—. Según cuentan, se enamoró de un blanco que trabajaba en las plantaciones que la dejó embarazada y luego la abandonó. —Clarence se atragantó, se puso colorada y comenzó a toser. Rihéka le dio unas palmaditas en la espalda—. Después de eso, no quiso tener más hijos.
—Yo hubiera tenido decenas —comentó Melania en tono vengativo—. Ese hijo único le habrá recordado todos los días al cobarde de su padre.
El corazón de Clarence comenzó a latir con fuerza. Se sintió tentada de levantarse y caminar hacia la mesa para ver el rostro del hijo de Mamá Sade. ¡Qué estupidez! ¿Y qué haría? ¿Preguntarle si por casualidad se llamaba Fernando? Rihéka tenía razón. Probablemente su historia fuese la de muchas otras mujeres. A su lado, notó que Laha estaba un tanto abstraído mientras estrangulaba la botella de cerveza con las manos. Tenía el ceño fruncido. Él era el único de su grupo de amigos que no tenía la piel completamente oscura.
Laha se levantó, dijo que tenía que eliminar la cerveza y salió. Clarence dirigió la atención de nuevo a la mesa del fondo.
—Y si creéis que no es peligrosa, ¿por qué no deja de mirarnos?
—Más bien parece que te mira a ti —dijo Iniko, con una sonrisa burlona—. Igual te propone trabajar para ella. Mamá Sade siempre ha tenido muy buen ojo…
Clarence sintió que un brote de calor sonrojaba sus mejillas.
—¡Vaya! —dijo con sorna ladeando la cabeza—. Me lo tomaré como un cumplido.
Todos se rieron menos Melania, que torció el gesto.
—¿Y por casualidad no sabréis cómo se llama su hijo? —Clarence enseguida se arrepintió de haber formulado en voz alta esa pregunta.
—¿Y qué más te da cómo se llama? —quiso saber Melania, pegando su cuerpo al de Iniko—. ¡Ah, bueno! ¡Es verdad! ¡Ahora los negocios los lleva él!
Se produjeron nuevas risas y Melania aprovechó para meterse con ella.
—Una blanca le daría prestigio, aunque me parece que a las blancas no os hierve la sangre como a nosotras.
Clarence la fulminó con la mirada. Tomás, Köpé e Iniko ahogaron unas sonrisas tras las botellas y Rihéka regañó a Melania.
Iniko se percató de que Clarence estaba intentando mantener los modales y, aunque no le hubiese importado escuchar una réplica mordaz al atrevido comentario de Melania, decidió reconducir la conversación.
—A Clarence le interesan los nombres de los niños nacidos en época colonial —dijo recostándose en la silla de modo que su brazo derecho pasó por detrás del cuerpo de Melania—. Es para su estudio. Publica artículos de investigación.
Clarence lo miró, sorprendida. Por lo visto, Iniko le prestaba más atención de lo que ella creía. A su lado, Melania hizo un leve gesto de extrañeza y se acercó más al hombre.
«Vale, vale —pensó Clarence, sorprendida por una insignificante punzada de envidia—. Un poco más y te sientas encima de él. Ha quedado claro que te gusta».
—Pues en eso sí que te podemos ayudar —dijo Tomás—. Ya puedes sacar ese cuaderno que llevas a todas partes.
Tomás comenzó a repasar en voz alta los nombres de todas las personas que conocía, desde los miembros de sus familias a sus vecinos y amigos. Los demás lo imitaron. Clarence aprovechó ese breve espacio de tiempo para analizar por qué le molestaba que Melania estuviera tan pegada a Iniko. ¿Era posible que sintiera…? ¿Celos? ¿De Melania? ¿Por ese hombretón reservado, desconfiado y retrógrado? Era ridículo. Completamente ridículo… Entonces, ¿por qué no dejaba de lanzarles miraditas para comprobar si Iniko respondía a los gestos de Melania? Para su alivio, él no lo hacía. Iniko no parecía ser de los que expresaban sus sentimientos abiertamente en público, pero estaba claro que si no se apartaba de Melania era porque le agradaba estar junto a ella. Melania era muy guapa, tenía carácter, era bubi y vivía en Bioko. Los ingredientes perfectos para que a Iniko le gustara. Reprimió un suspiro.
—Cuando publiques tus conclusiones —dijo entonces Köpé, entregándole el cuaderno—, nos tendrás que enviar una copia.
Clarence echó un vistazo a los listados. En unos minutos habían apuntado más de cien nombres. Se sintió un poco culpable por engañarlos. No estaba acostumbrada a mentir y desde que había llegado a Guinea no había hecho otra cosa. Nunca escribiría tal artículo. A ella solo le interesaba un mulato llamado Fernando. O igual ni siquiera se llamaba así. Tal vez Julia había querido referirse a Fernando Garuz, pero para lo que le había servido…
Laha entró y se quedó de pie junto a la mesa.
—¿Y si cambiamos ya de sitio? —sugirió—. ¿Qué tal nuestra discoteca favorita?
A todos les pareció muy buena idea.
—¿Pero no dices que no te gusta bailar? —se rio Clarence mientras se levantaba.
Entonces se percató de que Mamá Sade y su hijo caminaban hacia ellos. Aprovechó el ruido de sillas y el movimiento de los componentes del grupo hacia la salida para quedarse rezagada fingiendo que buscaba algo en el bolso y poder así fijarse en la pareja. En comparación con su madre, entrada en carnes, el hombre era flaco y huesudo. Por fin pudo ver su rostro. Individualmente, sus facciones eran agradables. Tenía los ojos oscuros un poco almendrados, la nariz y los labios finos, y la barbilla marcada. Pero, en conjunto, su expresión era fría y un tanto desagradable. Sintió un estremecimiento.
—¿Hay algún problema, blanca? —El hombre se detuvo a su lado y la miró fijamente—. ¿No te gusta lo que ves?
—Eh, no, disculpe, yo… —Una mano le sujetó el brazo y la voz grave de Iniko dijo:
—¿Nos vamos, Clarence?
—¡Tú, bubi! Dile a tu novia que aprenda a ser más educada —dijo con desdén. Iniko se puso tenso—. No me gusta que me miren así.
A su lado, Mamá Sade empezó a decir con voz autoritaria:
—No pierdas el tiempo… —Levantó la vista hacia Clarence, frunció el ceño y emitió un ruido áspero con la garganta. Empujó a su hijo a un lado y se situó frente a ella. A pesar de su edad, continuaba siendo una mujer alta. Levantó una mano arrugada hacia la cara de la joven y, sin tocarla, recorrió sus facciones, desde la frente hasta la barbilla. Clarence dio un paso atrás e Iniko presionó su brazo para conducirla hasta la puerta.
—¡Espera! —rugió Mamá Sade, con una boca desdentada—. ¡No voy a hacerle daño!
Clarence indicó con una seña a Iniko que iba a esperar a ver qué más decía la mujer.
Mamá Sade repitió la misma acción mientras murmuraba frases incomprensibles en otra lengua. Tan pronto asentía como reía como una loca. Cuando estuvo satisfecha sacudió la cabeza.
—¿Y bien? —preguntó Clarence, irritada, pero también intrigada por la situación.
—Me has recordado a alguien.
—¿Sí? ¿A quién? —De pronto, lamentó haber formulado la pregunta con tanto interés. ¿Sería posible que la única que se acordara de su padre fuera una prostituta jubilada con aspecto de bruja? Ni le gustaba la mujer ni le gustaba su hijo, quien miraba continuamente su reloj con exasperación.
—A alguien que conocí hace mucho, mucho tiempo. A alguien de tu país. Eres española, ¿verdad? —Clarence asintió—. ¿Desciendes de coloniales? —Clarence volvió a asentir, pero esta vez de manera vaga—. ¿De dónde eres? ¿Del norte o del sur?
—De Madrid —mintió.
Estaba completamente arrepentida de no haberse marchado a tiempo del restaurante. No quería ni imaginarse que pudiera existir una conexión entre esa pareja y ella. En ningún momento se había imaginado una situación en la que rechazara de manera contundente a un posible pretendiente a hermano por no ser de su agrado. ¡Vaya coherencia la suya! Empezó a sentir mucho calor, un calor asfixiante. Se sujetó al brazo de Iniko con fuerza.
—Me habrá confundido. Lo siento, pero tenemos prisa. Nos están esperando.
Su hijo la cogió del brazo con una mueca de fastidio en el rostro.
—¡Una pregunta más! —casi gritó la mujer—. ¿Cómo se llama tu padre?
—Señora, mi padre murió hace muchos años. —Aquello pareció calmarla.
—¿Cómo se llamaba? ¡Dímelo!
—Alberto —mintió Clarence una vez más. La vista se le empezó a nublar. Estaba al borde de un ataque de ansiedad—. ¡Se llamaba Alberto!
La mujer frunció los labios. La observó unos segundos más y finalmente agachó la cabeza, aunque mantuvo un porte digno y orgulloso mientras balanceaba una mano en el aire en busca del brazo de su hijo.
Clarence suspiró aliviada al verlos salir por la puerta. Se apoyó en la mesa. Aún quedaba algo de cerveza en su botella. Tomó un largo trago. Estaba caliente, pero no le importó. Tenía la boca tan seca que hasta un tazón de caldo recién hecho la hubiera podido refrescar.
Iniko la miraba con el ceño fruncido y los brazos cruzados sobre el pecho.
—¿Dónde están los demás? —preguntó ella.
—Se han adelantado.
—Gracias por esperarme.
—Me alegro de haberlo hecho.
Ninguno de los dos se movió.
—A ver si lo comprendo —dijo Iniko finalmente acariciándose una ceja con el dedo—. No eres de Pasolobino. Tu padre no se llama Jacobo y además está muerto. ¿Qué eres? ¿Una antorchona?
Esbozó una sonrisa.
«Eso mismo —pensó ella—. La espía más valiente del mundo. En cuanto descubre algo que no le gusta, le da un ataque de ansiedad».
—No quería darle información de mi vida —dijo—. Vosotros me habéis insistido en que fuera prudente.
Salieron del restaurante. Clarence alzó la vista. La luna alumbraba como un potente faro en medio de retazos de nubes con formas caprichosas.
—¿Sabes, Iniko? Aquí la luna es bonita, pero en mis montañas, ni te cuento.
—¡Ah! Entonces Pasolobino sí que existe. Ya me siento mejor…
Clarence le dio una palmadita en el brazo. Al final resultaría que Iniko tenía sentido del humor. Vaya descubrimiento.
—¿Y cómo es que me has esperado tú y no Laha? —En realidad, hubiese querido preguntar: «¿Cómo es que Melania te ha dejado libre para esperarme?».
—Me gustaría proponerte algo.
¿Qué le diría?
El tiempo se acababa y solo le quedaba un último cartucho: Ureka.
¿Cómo podía rechazar una ocasión como esa?, pensó Clarence.
Y más ahora, cuando ya había abandonado casi todo. A los de la universidad que había conocido la primera semana les había mentido diciendo que el trabajo de campo consistente en grabar testimonios orales para su posterior análisis la tenía muy ocupada. En cuanto a sus progresos en la resolución del misterio familiar, se habían reducido a conversaciones inocentes y casuales, gracias a la excusa de la grabadora, con aquellos mulatos un poco mayores que ella a los que entrevistaba con verdadero interés hasta que revelaban que no se llamaban Fernando o que sus escasos recuerdos infantiles de la época colonial no tenían ninguna relación con Sampaka.
En varias ocasiones, se había topado con hombres que se habían negado a responder ni una sola pregunta y que incluso le habían soltado frases como: «¡No me molestes!» o «¡No pienso decirte nada!», acompañadas de la palabra blanca pronunciada en tono de insulto. Y eso que a todos les había enseñado el documento que demostraba que su trabajo estaba respaldado por la universidad.
Deslizó su mirada por las tranquilas aguas del mar. Laha y ella estaban sentados en la terraza del Hotel Bahía, desde cuyas mesas y sillas blancas se podía divisar un enorme buque anclado a pocos metros. Laha la había recogido en su hotel un poco antes que otros días. Iniko aún tardaría un rato en llegar.
¿Qué le diría?, se preguntó de nuevo.
—Por lo visto —dijo Laha, de forma casual, mientras removía el café con la cucharilla—, le has caído bien a mi hermano. Y no es fácil. Suele rechazar todo lo que tiene que ver con el exterior.
Clarence no pudo evitar sonrojarse, complacida por esa afirmación.
—Es extraño que, siendo hermanos, llevéis vidas tan distintas…
—Yo siempre digo que Iniko nació demasiado pronto. Los seis años que nos separan fueron cruciales en la historia de la isla. A él le tocó la ley que obligaba a todos los mayores de quince años a trabajar en las plantaciones del Estado porque se había expulsado a todos los trabajadores nigerianos de la isla.
Laha se interrumpió de pronto y la miró extrañado de la atención con la que ella escuchaba.
—Supongo que Iniko ya te habrá contado todo esto.
En realidad, Iniko le había hablado mucho de la historia reciente de Guinea sobre la que Clarence ya sabía algunas cosas, pero evidentemente ni de lejos con los detalles de alguien que la había vivido. Después de la independencia, obtenida en 1968, el país había sufrido los peores once años de su historia a manos de Macías, un cruel dictador por cuyas acciones Guinea fue conocida como el Auschwitz africano. Iniko había vivido su adolescencia en ese contexto: no había prensa de ningún tipo; todos los nombres españoles fueron renombrados; se cerraron hospitales y escuelas; se acabó con el cultivo de cacao; el catolicismo estaba prohibido, llevar zapatos estaba prohibido, todo estaba prohibido. Las represiones, acusaciones, detenciones y muertes alcanzaban a todos —bubis, nigerianos, fang, ndowé de Corisco y de las dos islas Elobeyes, ámbös de Annobón, y kriós—, por cualquier cosa.
Pensó en el comentario de Laha y en el hecho de que solo al cabo de unos días había sabido que Iniko era viudo y que tenía dos hijos de diez y catorce años que vivían con los abuelos maternos. Finalmente dijo:
—Iniko habla mucho de todo, pero poco de él.
Laha asintió con la cabeza y tomó un sorbo de café. Permanecieron unos segundos en silencio. Clarence decidió aprovechar ese momento de tranquilidad para curiosear en su vida.
—¿Cómo podían tus padres costearte los estudios en Estados Unidos?
Laha se encogió de hombros.
—Mi madre siempre ha sido una mujer de recursos, tanto a la hora de trabajar como de conseguir becas y ayudas. Al quedarse Iniko aquí, me ayudaron mucho entre los dos para que yo siguiese adelante con mis estudios, puesto que me gustaba estudiar y se me daba bien.
—¿Y vuestro padre? —se atrevió a preguntar ella al percatarse de que no lo mencionaba—. ¿Qué pasó con él?
Laha soltó algo parecido a un bufido.
—En realidad deberías decir vuestros padres. El padre de Iniko murió cuando él era un niño y yo nunca he conocido a mi padre, ni mi madre me ha hablado nunca de él.
Clarence se sintió un poco estúpida por haber preguntado.
—Lo siento —fue lo único que acertó a responder, un tanto avergonzada.
Laha hizo un gesto con la mano como quitándole importancia.
—No te preocupes. No es nada raro en este lugar.
Ella se sintió un poco incómoda por haber provocado esa expresión de tristeza en su amigo. Decidió continuar con otra pregunta que consideró más inofensiva.
—¿Y en qué líos se metía Iniko en su juventud?
—En su juventud… ¡Y bien mayor también! —Laha se incorporó en su silla, miró a su alrededor y bajó el tono de voz—. ¿Has oído hablar de Black Beach o Blay Beach?
Clarence negó con la cabeza, intrigada.
—Es una de las prisiones más famosas de África. Está aquí, en Malabo. Es conocida por el maltrato que sufren sus presos. Iniko estuvo allí.
Ella abrió la boca. No se lo podía creer.
—¿Y qué hizo para ser encarcelado?
—Simplemente ser bubi.
—Pero… ¿cómo es posible?
—Ya sabes que desde que Guinea obtuvo la independencia en 1968, los miembros del poder pertenecen mayoritariamente a la etnia fang. Hace cinco años ocurrieron unos graves incidentes en la ciudad de Luba, que tú conocerás como San Carlos. Un grupo de personas encapuchadas y armadas asesinaron a cuatro trabajadores y las autoridades acusaron a un grupo que apoya la independencia y autodeterminación de la isla. Como consecuencia hubo una gran represión del ejército sobre la comunidad bubi. No quiero entrar en detalles, pero se cometieron auténticas barbaridades.
Laha se detuvo.
—Yo… —Clarence tragó saliva— no recuerdo haber escuchado ni leído nada en la prensa de mi país…
Laha tomó otro sorbo de café y sacudió la cabeza como para apartar los terribles incidentes de esos días antes de continuar:
—Detuvieron a cientos de personas, entre ellos a mi hermano. Yo tuve suerte, estaba en California. Mi madre me hizo jurar que no volvería a pisar Bioko hasta que los ánimos se hubiesen calmado.
—¿Y qué le pasó a Iniko? —preguntó ella con un hilo de voz.
—Estuvo dos años en Black Beach. Él nunca habla de ello, pero yo sé que sufrió tortura. Luego lo enviaron con otros a la cárcel de Evinayoung, en la parte continental de Mbini, que tú debes conocer como Río Muni, para ser sometidos a trabajos forzados. Uno de los compañeros de mi hermano tenía ochenta y un años, ¿qué te parece? —Laha no esperaba una respuesta, y Clarence tampoco hubiera sabido qué decir—. Ten en cuenta que las dos partes de Guinea, la isla y la parte continental, están separadas por más de trescientas millas marítimas. No es solo una separación geográfica, sino cultural: los bubis somos como extranjeros en Muni. Los enviaron allí para alejarlos de sus familias y hacer que su encarcelamiento fuera aún más doloroso.
—Pero… —interrumpió ella suavemente— ¿de qué se les acusaba?
—De cualquier cosa. De traición, terrorismo, tenencia ilícita de explosivos, introducción clandestina de armas, atentado contra la seguridad nacional, intento de golpe de Estado, secesión… Surrealista, ¿verdad? Afortunadamente, hace dos años varios prisioneros fueron indultados, entre ellos Iniko. Era una libertad condicionada, pero por fin pudo salir de ese infierno. Igual que Melania. Se conocieron allí.
Clarence estaba aturdida. ¿Esas cosas pasaban en el siglo XXI? A alguien como ella, acostumbrada a disfrutar de las ventajas de un Estado democrático por el que habían luchado sus antepasados no hacía tanto tiempo —pero sí el suficiente como para que jóvenes como ella lo hubiesen olvidado—, le resultaba difícil asimilar todo lo que Laha le había contado. Comprendió la pasividad y nerviosismo del grupo ante la detención de aquella extranjera.
¡Pobre Iniko!
Entonces, recordó la proposición que le había hecho Iniko y sintió un pinchazo de desazón en el pecho. Se había sentido tentada de aceptar, pero ya no estaba tan segura después de lo que Laha le había contado.
Esa noche le costó conciliar el sueño.
Finalmente había aceptado la invitación de Iniko. Recorrería parte de la isla con él. Conocería poblaciones que solo por el nombre ya le evocaban historias o anécdotas de Jacobo y Kilian. Dos o tres días. A ella se le acababan las vacaciones, había argumentado él, y no había salido de Malabo. El viaje incluía una visita a un lugar especial llamado Ureka y una parada rápida en Sampaka. Le había prometido que no olvidaría ese viaje, que Bioko era una isla preciosa y que con él llegaría a lugares que pocos conocían.
¿Y si los detenían en algún control?
Otra vez el miedo…
Iniko era un conocido representante de empresas de cacao y se encargaba de pagar a los agricultores bubis. Además, se conocía la isla como la palma de su mano.
Nadie, excepto Laha, sabría de su paradero. Si le pasara algo, tardarían días en echarla de menos desde España.
Por otro lado, ¡qué oportuno que Iniko tuviera que hacer ese viaje! De alguna manera, esto la obligaba a agotar los últimos cartuchos relacionados con su familia. Sintió una súbita y renovada excitación. ¿Cómo era posible que hubiera abandonado la investigación sobre su presunto hermano tan deprisa?
La respuesta era simple. Cada vez que se recriminaba su cobarde renuncia a encontrar respuestas, se le aparecían las imágenes de Mamá Sade y su hijo. Tal vez no fuese buena idea remover el pasado. Igual había cosas que era mejor no descubrir. Todas las familias guardaban secretos y no pasaba nada. La vida seguía…
Suspiró sonoramente.
Recorrer la isla con Iniko…
Era ridículo. El sueño no llegaba y ella permitía que su mente diseñara absurdas conspiraciones amorosas. ¡Como si tuviera quince años!
Vaya, vaya, pensó: la miedosa de Clarence se iba a la selva con una mole de hombre que había estado en prisión y que probablemente tuviera novia.
Iniko.
Tenía que reconocerlo. Le resultaba enormemente atractivo.
Unos días con él. Solos.
Un hombre inteligente, sensible, comprometido, buen conversador, atento y amable.
Quizá le faltase un poco más de sentido del humor…
A las siete en punto estaba en la recepción del hotel y cuál fue su sorpresa al descubrir que Bisila los acompañaría durante la primera parte del viaje. En cierta medida agradeció su presencia, pues así no tenía que estar completamente a solas con Iniko. Una cosa era la libertad de los pensamientos azuzados por la complicidad de la noche y otra muy distinta la realidad.
Clarence se acercó a Bisila y le dio dos afectuosos besos. Aprobó mentalmente su vistoso vestido fruncido bajo el pecho, de la misma tela anaranjada que el pañuelo que cubría su cabeza a modo de tocado africano.
Subieron al Land Rover blanco de Iniko, quien le explicó que, aunque las dos principales carreteras de la isla, la que llevaba a Luba por el este y la que conducía a Riaba por el oeste, estaban perfectamente asfaltadas, toda Bioko estaba comunicada por otras carreteras secundarias llenas de obras cada pocos kilómetros, detenciones, baches, desviaciones provisionales de firme polvoriento, y pistas de tierra difíciles de recorrer sin un coche apropiado. En concreto, la parte sur era la más aislada no solo por la ausencia de población, sino por las características naturales del relieve, que dificultaban un acceso que empeoraba en la época de lluvias.
Y estaban en época de lluvias. De hecho, el día había amanecido bastante nublado y desapacible. Unas ligeras brumas se paseaban sobre la cima del majestuoso pico Basilé, a cuyos pies se extendía la ciudad de Malabo. Clarence había tenido suerte en los días anteriores, impropios del mes de abril, pues había hecho un calor bochornoso. Esa mañana el tiempo era más fresco y el cielo amenazaba lluvia.
Miró por la ventanilla del vehículo y mentalmente rogó para que no tuviera que vivir la experiencia de un tornado.
Iniko la tranquilizó:
—Iremos por zonas conocidas. Esta isla se recorre rápido y la mayor parte del tiempo estaremos en aldeas donde nos podremos cobijar si llueve.
—De acuerdo. ¿Y cuál será nuestro primer destino? —preguntó, dando por sentado que sería Sampaka.
—He pensado viajar siguiendo la dirección de las agujas del reloj. Empezaremos por Rebola.
—¡Ah! Como está tan cerca de Malabo, creí que tu primera parada sería Sampaka.
—Bueno, si no te importa, dejaremos la finca para el final del viaje. —Iniko se giró un poco para mirarla—. Prefiero ir antes a los otros sitios. Además, a mi madre no le gusta ir a Sampaka.
Clarence dirigió su atención hacia Bisila, que, sentada a su lado en los asientos traseros, la observaba en silencio. No sabía si eran imaginaciones suyas o realmente la mujer analizaba cada uno de sus movimientos, como deseando encontrar algún gesto familiar. Tenía una mirada intensa. A la luz del día todavía le pareció más hermosa. Bisila le sonrió con timidez, esperando su aprobación por el cambio de ruta.
—Claro que no me importa —dijo Clarence con una sonrisa.
Sentía verdadera curiosidad por saber más cosas de la mujer, pero no le pareció el momento oportuno para comenzar un interrogatorio.
A medida que se alejaban de la ciudad hacia el este, la imagen del pico le trajo recuerdos de su valle, presidido también por una enorme montaña que se divisaba desde todos los pueblos de los alrededores. El paisaje le recordaba al que estaba acostumbrada en sus montañas, solo que en Bioko la vegetación era mucho más verde, y, sobre todo, más densa.
—El pico Basilé es impresionante —murmuró, dirigiéndose a Bisila.
Ella asintió con la cabeza.
—Es la cima más alta de la isla —explicó—. Desde lo alto se ve toda la isla cuando está despejado. En realidad es un antiguo volcán hoy extinguido. La última erupción conocida fue en 1923.
—Tiene que ser impactante presenciar un volcán en acción —comentó Clarence ensimismada—. Me lo imagino como un derroche de pasión. Durante un tiempo permanece dormido, contenido, oculto ante el exterior… Solo él sabe lo vivo que está por dentro… —Se dio cuenta de lo seria que se había puesto y se rio—: En fin. No me extraña que las tierras volcánicas sean extraordinariamente fértiles. Bueno, eso dicen, ¿no?
Iniko la miró por el espejo retrovisor con tal intensidad que se sonrojó.
—Me ha gustado tu descripción —dijo—. Creo que encaja muy bien con nuestra forma de ser. En todos los sentidos.
—No te ofendas —replicó ella con ironía—, pero yo creía que los de tu pueblo teníais fama de tranquilos.
—Hasta que explotamos… —Iniko esbozó una sonrisa maliciosa.
Bisila carraspeó para interrumpir el diálogo, que tomaba una dirección peligrosa.
—¿Sabes que este pico del que hablamos tiene cinco nombres? —preguntó.
—Yo sé dos: Basilé y Santa Isabel. Mi padre y mi tío siempre se referían a él como pico Santa Isabel. ¿Y los otros tres?
—En bubi se llama Öwassa —respondió Bisila—. Los nigerianos lo conocían como Big Pico. Y los británicos lo llamaron Clarence Peak.
—¡Vaya, vaya! —exclamó Iniko con sarcasmo—. ¡El volcán de Clarence! No te ofendas, pero a mí me pareces una mujer muy tranquila.
Los tres estallaron en carcajadas. Poco a poco, hasta Bisila parecía más relajada. Continuaron hablando de cosas triviales hasta que llegaron a Rebola, un pueblo formado por casitas bajas de tejados rojos y marrones construidas en la ladera de una pequeña colina y a los pies de una preciosa iglesia católica. Iniko fue a visitar a unas personas y, mientras, las dos mujeres pasearon por las calles hasta llegar a la parte alta del pueblo, desde la cual tenían una vista impresionante de la bahía de Malabo. Era la primera vez que Clarence estaba a solas con Bisila y, aparte de la curiosidad que sentía por su pasado, no sabía muy bien de qué hablar.
—Me resulta extraña la combinación de iglesias como las de mi pueblo en un lugar lleno de espíritus…
Bisila le explicó brevemente por qué la religión católica había arraigado tanto entre ellos. Clarence la escuchó, sorprendida por las similitudes entre la creación según la tradición bubi y la que ella había aprendido desde niña.
—No hay tanta diferencia —añadió Bisila— entre nuestro Mmò y el Espíritu Santo, entre nuestros bahulá abé y los malos espíritus o demonios, entre nuestros bahulá y los espíritus puros o ángeles, o entre Bisila y la Virgen María…
—Se parece bastante, pero, desde luego, vosotros tenéis fama de ser mucho más supersticiosos que nosotros. Por todas partes hay amuletos, huesos de animales, conchas y plumas…
Bisila la miró con una expresión divertida.
—¿Y qué me dices de vuestras reliquias, huesos de santos, estampas y medallas…?
Clarence no supo cómo rebatir ese argumento, así que decidió preguntar por qué los bubis honraban tanto a las almas de los muertos. Bisila le explicó que el mundo no consistía solo en lo material, sino que también incluía la región etérea o de los espíritus. Los espíritus puros o bahulá se encargaban de las leyes físicas del mundo. Pero de las almas humanas se encargaban los baribò, o almas de los diferentes cabezas de las familias que componían la etnia bubi. Al ver que Clarence fruncía el ceño sin comprender, dijo:
—Me pondré de ejemplo. Dios creó mi alma, pero se la cedió o vendió al morimò o alma de uno de mis antepasados, que la ha protegido y protegerá toda mi vida a cambio de que yo lo honre como es debido. Y yo, como una heredera más de mi familia o linaje, me esfuerzo en rendir homenaje tanto a mi espíritu protector como a los del resto de mi familia para que velen por la prosperidad de todos los míos, tanto en la tierra como cuando me haya ido de ella.
—Quiere decir cuando se haya… muerto.
—Lo dices como si fuera algo terrible —dijo Bisila, enarcando las cejas.
—Es que lo es.
—Para mí, no. Cuando nos vamos de aquí, el alma sobrevive la muerte del cuerpo y pasa a un mundo mucho más cómodo. Precisamente, para evitar que el alma de un cuerpo muerto se pierda por el camino, vague atormentada y se convierta en un espíritu malvado, es necesario realizar funerales de duelo y adoración a nuestros ancestros.
La cabeza de Clarence intentaba procesar esa información. Podía entender el respeto por los antepasados, pero creer en espíritus le resultaba un tanto infantil.
—Por tanto —dijo, procurando que su rostro no reflejase ningún gesto ofensivo hacia las creencias de Bisila—, usted cree que es posible que aquí y ahora haya uno o varios espíritus errando, tal vez buscando su camino.
—Si sus familias no los han honrado bien —repuso Bisila con convicción—, sí, claro.
Clarence, pensativa, deslizó su mirada por los tejados rojos de las casitas de la ladera y se detuvo en la preciosa imagen del mar que se perdía en el horizonte. Una débil brisa comenzó a mover las hojas de las palmeras. A su lado, Bisila se frotó los antebrazos.
De repente, algo corrió hacia ellas y se detuvo en seco a pocos pasos. Clarence emitió un grito. Instintivamente, se aferró al brazo de Bisila, que no mostraba ningún signo de miedo.
—¿Qué es eso? —preguntó.
Bisila soltó una carcajada.
—Es solo una lagartija, Clarence. No te asustes.
—Querrá decir un lagarto o un cocodrilo de colores —dijo Clarence, observando al enorme animal verde, rojo y amarillo.
—Se marchará enseguida.
El reptil no hizo tal cosa. Las miraba con curiosidad, moviendo su corto y rugoso cuello de una a otra hasta que pareció elegir a Clarence y salió disparada hacia ella. La joven se quedó todo lo quieta que pudo, dispuesta a darle una patada en cuanto tuviera ocasión, pero la lagartija no parecía agresiva. Se detuvo a pocos centímetros de ella y, como si le hubiera dado un ataque de locura, empezó a dar vueltas intentando morderse la cola. Así estuvo un buen rato hasta que lo consiguió. Entonces se paró, miró a las mujeres, primero a una, luego a la otra, liberó la cola, dio varias vueltas alrededor de Clarence, y desapareció con la misma rapidez con la que había llegado.
Clarence estaba perpleja. Se giró hacia Bisila y comprobó que la mujer se había tapado la boca con una mano. Parecía más sorprendida que ella.
—¿Suelen moverse así estos bichos?
Bisila negó con la cabeza.
—Es un mensaje —dijo con voz profunda—. Algo va a pasar. Y no tardará mucho…
Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Clarence. Afortunadamente, una voz familiar interrumpió la conversación.
—¡Listo para continuar! —exclamó Iniko a sus espaldas.
Cuando llegó a su lado, la miró y preguntó con gesto preocupado:
—¿Has visto un fantasma? ¡Tienes cara de susto!
—¡Pobre Clarence! —explicó Bisila—. Hemos estado hablando sobre nuestra religión y creo que la he asustado un poco con tanto espíritu y tantas almas de muertos.
—¡Menos mal que es mediodía! —bromeó la joven—. Si llegamos a hablar de esto por la noche, me muero de miedo…
Iniko se giró y se plantó frente a Clarence, haciendo que esta se detuviera. Bisila continuó caminando hacia el coche.
—Creo que tengo el remedio para tus miedos —dijo él.
Se llevó las manos al cuello y se desató el cordel de cuero del que pendía una pequeña concha. Se situó detrás de ella y extendió los brazos para colocarle el collar. Con cuidado, le apartó el pelo de la nuca y anudó el cordel.
Clarence podía sentir las manos de Iniko sobre su piel y experimentó un nuevo escalofrío, pero esta vez de placer.
Se giró para mirarlo a los ojos.
—Gracias —dijo—. Pero… ¿quién te protegerá ahora a ti?
—Tengo dos opciones —susurró él—. Puedo comprarme otro en cualquier poblado o puedo estar muy cerca de ti para que el mismo amuleto nos proteja a los dos.
Clarence agachó la cabeza.
En ese momento, sintió cómo el Bioko real y tangible y el Fernando Poo etéreo e imaginado comenzaban a fundirse en su corazón.