26

Minnie quería llevarlo en coche a la universidad, pero Daniel sabía que le preocupaba conducir tanto. Al final fue en tren a Sheffield, así que Minnie solo condujo hasta Carlisle. Blitz había gimoteado durante todo el trayecto y los ojos de Minnie se llenaron de lágrimas cuando llegaron al andén.

—Mamá, vuelvo dentro de diez semanas. Las Navidades son dentro de diez semanas.

—Lo sé, cariño —dijo, estirando los brazos para sostener su rostro con ambas manos—. Parece como si fuera una eternidad, y ahora el tiempo que hemos pasado juntos parece demasiado breve. No me lo puedo creer.

Hacía buen día. Blitz tiraba de la correa, pendiente de los ruidos de las personas y los trenes. Daniel olió el gasóleo y sintió una mezcla de alegría y miedo al pensar que se iba de Brampton y viviría en una ciudad de nuevo. Miró a Minnie, que se estaba secando un ojo.

—¿Vas a estar bien? —preguntó.

Minnie lanzó un suspiro y le dedicó una sonrisa radiante, con las mejillas rosadas.

—De maravilla. Que te diviertas mucho. Llámame de vez en cuando para que sepa que estás vivo y no te has vuelto un borracho o un drogadicto —dijo riendo, pero Daniel vio que sus ojos resplandecían de nuevo.

—¿Me vas a llamar? —preguntó.

—Intenta impedirlo —dijo Minnie.

Daniel sonrió, el mentón casi en el pecho. Quería irse ya, pero quedaban unos minutos para que saliese el tren. Separarse de ella era más difícil de lo que había imaginado, por lo que habría preferido despedirse en la granja. Por una parte, le preocupaba que Minnie se sintiese sola; por otra, temía qué iba a ser de él. El niño que llevaba dentro no quería irse. No conocía a nadie que hubiese ido a la universidad, no sabía qué esperar.

—Y ni se te ocurra pensar que no te lo mereces —dijo Minnie, una vez más leyéndole la mente. La alegría y la sabiduría se repartían su mirada—. Solo necesitabas esta oportunidad. Aprovéchala y enséñales de qué pasta estás hecho.

Se agachó para abrazarla y el cuerpo de ella se abandonó al suyo. Blitz aulló y saltó a su lado, tratando de separarlos.

—No eres más que un tonto celoso —se burló Minnie de Blitz, dándole unos golpecitos en la cabeza.

Llegó la hora. Daniel sonrió, besó la mejilla húmeda de Minnie, acarició a un Blitz desconfiado y desapareció.

En la Universidad de Sheffield, la mayoría de los estudiantes de los que se hizo amigo eran un año mayor que él, pues habían estudiado un curso en el extranjero, pero por alguna extraña razón Daniel se sentía más adulto que ellos. Se metió en el equipo de fútbol y también en un club de atletismo y salía a beber con amigos de ambos. Carol-Ann se quedó en Brampton y se veían durante las vacaciones, cuando él regresaba a la granja, pero Daniel se acostaba con otras chicas en la universidad y no le dijo nada a Carol-Ann, quien sabía que era mejor no preguntar.

Una de las chicas con las que se acostaba se quedó embarazada y abortó a principios del segundo año. Por aquel entonces, vivía en un piso compartido en Ecclesall Road y la acompañó a Danum Lodge, en Doncaster, donde se llevó a cabo la operación. Ambos tenían miedo; ella sufrió una hemorragia y padeció dolores. Cuidó de ella pero, al cabo de unas semanas, fue como si nunca hubiese ocurrido.

Daniel no estaba seguro de que esto fuera lo que lo llevó a pensar en su madre una vez más (en su verdadera madre), pero poco antes de los exámenes de segundo de Derecho llamó al Departamento de Servicios Sociales de Newcastle y preguntó por Tricia. Le dijeron que había dejado el departamento en 1989.

Daniel recordó que le había dicho que tendría derecho a saber de su madre al cumplir los dieciocho años. Quería saber cómo había muerto, dónde estaban sus restos. Decidió visitar Newcastle de nuevo, ver qué podía averiguar acerca de su muerte. Una parte de él quería volver. No contó a Minnie lo que pretendía hacer, sabedor de que se preocuparía demasiado. No quería herir los sentimientos de Minnie, pero lejos de Brampton se sentía más capaz de hacer la llamada. Llamó a Servicios Sociales tres veces antes de encontrar a alguien que pudiese ayudarlo.

—¿Daniel Hunter ha dicho?

—Eso es.

—Y su madre se llamaba Samantha. ¿A usted lo adoptó en 1988 Minnie Florence Flynn?

—Sí.

La asistente social se llamaba Margaret Bentley. Parecía agotada, como si esas palabras le costasen toda su energía.

—Todo lo que encuentro sobre su madre es del departamento de drogas, pero nada reciente…

—Está bien, sé que está muerta. Solo quiero saber cómo murió y, si puede ser, si hay algo en su memoria. Sé que fue incinerada.

—Lo siento, no tenemos esa información, pero podría solicitarla en el Registro de Newcastle. Ahí estará su certificado de defunción. Ahí le dirán dónde fue incinerada y si hay alguna placa conmemorativa…

—Bueno…, ¿el último informe del departamento de drogas era malo?

—No podemos ofrecer ese tipo de información.

—No me va a decir nada nuevo —dijo Daniel—. Ya sé que mi madre consumía drogas. Es solo que…

—Bueno, este último informe era muy bueno. Estaba limpia.

—¿De verdad? ¿Cuándo fue eso?

—En 1988, el mismo año en que lo adoptaron.

—Gracias —dijo Daniel y colgó.

Pensó en la última vez que vio a su madre, en cómo le costaba enfrentarse a lo que estaba ocurriendo. Se preguntó si había tratado de dejar las drogas por él; si, al perderlo, el miedo la había llevado a alejarse de ellas. Pero, si no había sido una sobredosis, Daniel se preguntó por qué había muerto tan joven. Pensó en los hombres que pasaron por la vida de ella y entrechocó los dientes.

Tenía que estudiar, pero a la mañana siguiente cogió el tren a Newcastle. Volver le produjo una extraña alegría. A medida que el tren se acercaba, se quedó mirando los edificios de Cowgate. Todavía parecía llevar restos de la ciudad bajo las uñas y entre los dedos de los pies. Aquí caminaba de un modo distinto: la cabeza gacha y las manos en los bolsillos, pero él sabía por instinto dónde ir. No había estado en Newcastle desde el día en que Minnie lo adoptó. Sintió una emoción deliciosa y contradictoria, como si fuese un intruso en su propia casa.

No sabía dónde estaba el Registro, pero preguntó en la biblioteca. Se encontraba en Surrey Street y fue sin demorarse. Había escrito el nombre completo y la fecha de nacimiento de su madre, según lo recordaba.

El Registro era un edificio victoriano de arenisca descolorida. Daba la impresión de haber sobrevivido a décadas de suciedad con la resignación necesaria. Los pasillos eran los típicos de un organismo público, funcionales, mínimamente limpios. Daniel se sintió un poco cohibido al acercarse a la recepción. Le recordó al primer día en la biblioteca de la universidad, donde acudió a su primera clase particular, antes de comprender que sabía lo suficiente y tenía derecho a estar allí. Llevaba una camiseta de manga larga y pantalones vaqueros. Se detuvo en los escalones para alisarse el pelo; el flequillo empezaba a estar demasiado largo y le caía sobre los ojos. Se dirigió al baño, donde decidió llevar la camiseta por dentro y luego por fuera. Mientras esperaba en la cola, se preguntó por la razón de su ansiedad: ¿se debía a que estaba a punto de consultar sobre el reino de los muertos o porque los muertos lo habían abandonado?

«Abandonado».

Al llegar su turno, Daniel se acercó al mostrador. De repente se sintió rechazado, excluido. Recordó las uñas largas de su madre haciendo tac, tac, tac sobre la mesa.

—Sí, ¿en qué puedo ayudarle?

La funcionaria era joven. Se apoyó en el mostrador con ambos codos y sonrió a Daniel.

—Sí, quería una copia del certificado de defunción de mi madre.

Tras rellenar unos formularios, Daniel tuvo que esperar, pero al fin le dieron el certificado, doblado en un inmaculado sobre blanco. Dio las gracias a la joven y se marchó, sin osar abrir el sobre hasta haber salido, e incluso entonces dudó, entre los empujones de la gente en la calle abarrotada.

Había un tradicional salón de té en Pinstone Street y Daniel entró y pidió un café y un panecillo con bacon. Un hombre con sobrepeso y mejillas amoratadas comía una porción de empanada y dos mujeres con el mismo peinado teñido de rubio compartían un cigarrillo.

Daniel desdobló el documento con cuidado. A su boca llegaba el sabor de los cigarrillos de las mujeres. Su corazón latía desbocado, pero ignoraba el motivo. Sabía que había muerto y se podía imaginar cómo, pero aun así se sentía como si fuese a desvelar un secreto. Las letras arremetieron contra él. Sus dedos se estremecieron y el papel tembló.

Había muerto de una sobredosis, tal como dijo Minnie. Daniel se quedó mirando el documento, imaginando la jeringuilla que se separaba del brazo de su madre y el torniquete de goma azul que se desprendía, al igual que una mano se separa de otra al borde de un precipicio.

Sus ojos recorrieron una y otra vez las fechas: nacida en 1956, muerta en 1993, a los treinta y siete años.

Apartó el panecillo, dejó el café y salió corriendo al Registro, donde subió los escalones de dos en dos justo cuando estaban cerrando.

Llegó al mostrador. La joven que lo había atendido le dijo:

—Lo siento, cerramos a la hora de la comida. Si pudiese venir más tarde…

—Solo quería hacer una pregunta…, solo una, lo prometo.

Ella sonrió y volvió al mostrador.

—Me voy a meter en un lío —dijo, y sus ojos centellearon al mirarlo.

Daniel hizo lo que pudo para seguirle la corriente, aunque le habría gustado zarandearla.

—Muchas gracias, eres maravillosa. —La joven parpadeó—. Solo quería comprobar algo… Este certificado dice que mi madre murió en 1993, pero sé que murió en 1988 como muy tarde.

—¿De verdad? Qué extraño.

—¿Podría tratarse de un error? —preguntó Daniel, los ojos desorbitados por el pánico, aunque se esforzó en mantener la calma frente a ella.

—Vaya, no, es decir… Es un certificado de defunción oficial. ¿Estás seguro de que murió en 1988?

—Sí… —dijo, y añadió—: No…

—Bueno, en ese caso supongo que está bien.

—¿Cómo podría averiguar si hay algo en su memoria?

—Tienes que preguntarlo en el Ayuntamiento, ¿recuerdas?

La joven sonrió y frunció los labios para disculparse. Daniel se dio la vuelta y se marchó. Al llegar a la calle reparó en que había arrugado el certificado, sin darse cuenta.

Daniel esperó ante las puertas del Ayuntamiento. Tenía el estómago encogido, pero no le prestó atención. Se sentó en las escaleras durante diez minutos; luego paseó alrededor de la manzana antes de regresar. Leyó tres veces el cartel que anunciaba la hora de cierre: entre la una y las dos.

Cuando abrieron, tuvo que aguardar veinte minutos, a pesar de ser la primera persona en la cola.

—Me gustaría saber si hay algo en memoria de mi madre… Creo que fue incinerada… Aquí está su certificado de defunción.

—¿Cómo se llamaba?

Daniel esperó en una silla de plástico, tan tenso que le comenzó a doler el estómago. Había olvidado la universidad. Esto era lo único que le importaba.

Suponía que tendría que rellenar más formularios, mostrar su carné de identidad o pagar algo. La mujer regresó al cabo de unos minutos. Le dijo que el nombre de su madre no figuraba en las listas de incineraciones. Tras comprobarlo una segunda vez, había descubierto que su madre estaba enterrada en el cementerio de Jesmond Road.

Daniel creía que le había dado las gracias, pero la mujer alzó la voz para preguntarle si se encontraba bien. Estaba de pie, apoyado en el mostrador, con el certificado arrugado en la mano.

En Jesmond Road, Daniel vio el cementerio. A última hora se le ocurrió comprar claveles y los llevaba en una bolsa de plástico, al revés, con los pétalos hacia el suelo.

La entrada se alzó ante él: un arco de arenisca roja que era al mismo tiempo hermoso y terrorífico. Se quedó fuera un momento, dando pataditas a los guijarros del sendero. El arco rojo lo atrajo hacia sí y, una vez dentro, no pudo evitar la poderosa necesidad de adentrarse en el cementerio. No sabía dónde encontrarla, pero una paz desolada se apoderó de él. Su corazón latía en silencio. Fue de tumba en tumba, en busca de su nombre. Buscó de una forma metódica y cuidadosa, sin caer en la frustración tras recorrer otra hilera de tumbas sin ver su nombre ni sentir alivio alguno al ver un nombre al menos similar.

Al fin, justo después de las cuatro, la encontró: «Samantha Geraldine Hunter, 1956-1993. Descansa en paz».

Las letras, pintadas de negro, comenzaban a descascarillarse. Daniel trató de imaginarla, con sus hombros delgaduchos y sus uñas largas. En su ensueño, ella era una niña. Pensó en lo joven que era la última vez que la vio.

Se quedó inmóvil un instante, y después se arrodilló, notando la humedad de la hierba en las rodillas de los vaqueros. Limpió las gotas de lluvia de la lápida mientras imaginaba sus diminutos huesos ahí debajo. Dejó los claveles al pie de la cruz.

En 1993. Había fallecido apenas unos meses atrás. Él debía de encontrarse a menos de una hora de distancia cuando sucedió. Podría haber ido a su encuentro; podría haberla ayudado, pero había muerto sin saber que él estaba cerca. Había dejado las drogas el año que lo perdió. Se preguntó si lo había hecho para recuperarlo. Cada vez quedaba más lejos el día en que cumplió dieciocho años. Quizás su madre había perdido la esperanza. Quizás pensó que tendría otra familia y ya no la recordaría.

Alguien había tenido que pagar la lápida; alguien tuvo que escoger el mármol blanco y las palabras inscritas en la piedra. Recordó el nombre que figuraba en el certificado de defunción: «Informante: Michael Parsons». Daniel recordaba todos los nombres y las caras que habían pasado por la vida de su madre. Agachó la cabeza. A pesar de esa respiración trabajosa, era incapaz de llorar. El dolor que le inspiraba ella era pequeño y frágil. Era un dolor que se confundía entre muchas otras emociones. Unos pájaros invisibles hacían un ruido ensordecedor al cantar.

Daniel se levantó. Reparó en que tenía un agudo dolor de cabeza. Se volvió y salió del cementerio, los pies aplastando los guijarros rojos a propósito después de ese hallazgo paciente y parsimonioso. El sol lo deslumbraba. Sus músculos estaban tensos y sintió un hilillo de sudor descendiendo entre sus omóplatos.

Recordó el día en que Minnie le había dicho que su madre había muerto y frunció los labios. Le dolía el mentón.

Iba a regresar a Brampton y la iba a matar.