18

Los Thornton incluso se negaron a llevar a Daniel de vuelta a casa de Minnie. Tricia fue a recogerlo el domingo a las tres, aunque habían planeado que Daniel se quedase hasta el lunes por la tarde.

Por la ventanilla del coche Daniel observó cómo la casa que pertenecía a sus potenciales padres adoptivos se iba volviendo más y más pequeña. Val y Jim entraron enseguida y cerraron la puerta antes de que el coche se pusiera en marcha.

—Eres tu peor enemigo, Danny —dijo Tricia—. Esta era tu gran oportunidad de tener un nuevo hogar. ¿Sabes lo difícil que es colocar a un niño de doce años? Muchísimo, permíteme que te lo diga, y lo que has hecho es una vergüenza.

—No me caían bien. Quería volver con Minnie.

—Bueno, solo ibas a pasar ahí un fin de semana. ¿No te podías portar bien un par de días?

—Solo quería volver a la granja… —Danny se quedó en silencio durante unos momentos y luego dijo—: ¿Has visto a mi madre?

Tricia se aclaró la garganta al girar en Carlisle Road. Daniel escuchó el sonido de los neumáticos sobre la carretera húmeda. Sentía una extraña calma, como después de un gran esfuerzo. Fue la impresión, la emoción, la liberación de portarse mal de verdad una vez más. Tras hacerlo se había sentido narcotizado. Apoyó la cabeza contra el asiento y dejó que esa serenidad líquida y perezosa se apoderase de él.

Había ganado. Lo que quería era volver junto a ella y ya lo llevaban de vuelta. Había presentido que lo detestarían, así que se comportó de un modo detestable.

—Jim es un buen hombre. Lo sé. Pero no le das una oportunidad a nadie.

—Lo odio.

—No se te da bien relacionarte con hombres, ¿verdad, Danny? —Tricia suspiró—. Te estabas llevando tan bien con Minnie que pensé que ya lo habrías superado. —Tricia hablaba mientras Danny miraba por la ventanilla, a los prados y algún que otro árbol solitario—. Incluso en el colegio te iba bien… Le he contado a Minnie lo sucedido y está muy dolida. Yo también lo estoy, aunque no me sorprende. Qué suerte tienes de que no te vayan a denunciar. Sigue así y estarás en un reformatorio dentro de poco, y que Dios te ayude entonces, chaval. Que Dios te ayude cuando eso ocurra, porque yo ya no podré hacer nada por ti.

Cuando llegaron, Minnie estaba junto a la puerta, con la rebeca puesta. Al verla Daniel se encorvó, avergonzado. Miró al suelo, asustado por el desafiante azul de sus ojos. Pasó junto a Minnie sin detenerse y llevó su bolsa de viaje arriba. Halló consuelo al ver las paredes azul celeste, color que había escogido él mismo, la colcha con un coche de carreras que Minnie le había regalado y la ventana, por la que se veía el patio. Daniel se quitó el collar de su madre y lo guardó en el cajón de la mesilla, junto a la cama. Ya estaba en casa, a salvo. Le habían quitado la navaja en casa de los Thornton, pero no le preocupaba. Aquí no la iba a necesitar.

Blitz se acercó a la puerta del dormitorio, la cabeza gacha, jadeante. Meneaba la cola, alegre de verlo. En cuanto Daniel se acercó, el perro se tiró al suelo y le mostró la tripa. Mientras lo rascaba, Daniel oía a Tricia y a Minnie hablando al pie de las escaleras. El olor del perro y las voces bajas le recordaron su llegada a la granja Flynn. Era un alivio oler el lugar y oír el sonido cadencioso de la voz de Minnie y, sin embargo, no se atrevía a bajar. Le alegraba haber vuelto, pero las últimas cuarenta y ocho horas le habían dejado intranquilo. Quería quedarse ahí, junto al perro, pero Blitz, que sintió su desesperación, se cansó de él y se fue. Daniel oyó que Tricia se marchaba y a continuación los sonidos de Minnie al preparar la cena. Sabía que lo estaba esperando, pero se resistió. Podía percibir su decepción, que aguardaba al otro lado de las escaleras. Se metió bajo las mantas de su cama y ahí se quedó, recordando muy a su pesar.

El primer día había transcurrido sin ningún incidente, aunque Daniel se sentía incómodo en esa casa grande, con todo tan limpio y sus alfombras claras. Se tenía que quitar los zapatos a la entrada y los vasos siempre se ponían sobre un posavasos. Su dormitorio tenía una cama doble y un televisor enorme, pero era demasiado grande y oscuro y no durmió, temeroso de su extrañeza y sus sombras.

Acostumbrado a despertarse con el gallo, a dar de comer a los animales y recoger los huevos, Daniel se levantó antes que los Thornton y bajó sin hacer ruido. La casa estaba impecable. Daniel tenía hambre, así que fue a la cocina, donde encontró pan, que untó con mantequilla. Al dejar la mantequilla en la nevera, vio mermelada de fresa, que también untó en la rebanada. Ya era de día, pero el reloj de la cocina marcaba las seis y diez. La mermelada no estaba tan buena como la de Minnie, que él ayudaba a hacer, asombrado por la rapidez del proceso: de la planta a la olla y de la olla a la boca.

Se sentó en la cocina un rato y luego llevó el plato a la sala de estar, donde encendió la televisión. Echaban dibujos animados. Estaba riéndose a carcajadas cuando se le cayó el pan. El lado de la mermelada quedó sobre la alfombra. Intentó limpiarlo con agua tibia, pero solo logró que la mancha se incrustase en la tela. Daniel dejó el plato sobre la mancha y continuó mirando los dibujos.

Fue Jim quien bajó primero, media hora más tarde, frotándose los ojos, pero ya con esa sonrisa maleable. Daniel vio que el reloj del vídeo marcaba las siete menos cuarto. Tras prepararse una taza de café en la cocina, Jim se sentó en el sofá. Daniel seguía sentado, dándole la espalda, pero ya no miraba la tele; en su lugar, observaba el pálido reflejo de Jim en la pantalla del televisor. Jim se frotó la cara, bostezó y se llevó la taza a los labios.

—Qué madrugador eres, ¿verdad?

Daniel le sonrió a medias.

—¿A qué hora te has levantado?

Daniel se encogió de hombros.

—Estás vestido y todo. Veo que ya te sientes como en casa.

—Me entró hambre.

—Está bien. Si tienes hambre, come. No se trataba de una crítica.

De repente, Daniel se sintió incómodo. Jim lo observaba de tal manera que se le erizaron los pelos de la nuca. Se volvió hacia la televisión, pero seguía observando a Jim con el rabillo del ojo.

—¿Has acabado con ese plato, hijo? —dijo Jim.

Aquel hombre estaba de pie ante él, con la mano extendida hacia el plato.

—No —dijo Daniel.

—¿Perdona?

—No me llames así.

—¿Que no te llame cómo?

—No soy tu hijo.

—Ah —dijo Jim. Daniel alzó la vista y vio que la sonrisa volvía a expandirse en su rostro—. Por supuesto, muy bien. Lo entiendo. Vamos, déjame que coja eso.

—Déjalo, ¿vale? —El corazón le latió con más fuerza.

—Por lo general, no comemos en el salón, lo hacemos en la cocina…, pero no podías saberlo. Vamos.

—Déjalo, ¿vale? —Daniel tenía la boca muy seca.

—¿Qué pasa? —se rio Jim—. Solo me voy a llevar el plato vacío.

Daniel se levantó de un salto. No sabía cuándo ni dónde su cuerpo había aprendido a ponerse en guardia frente a la furia masculina, pero lo había aprendido bien. Aunque la voz de Jim era comedida, Daniel detectó una ira ahogada.

Inclinó la cabeza. Las palabras que salían de la boca del hombre lo agredían. Eran grandes terrones de polvo arrojados contra él. Dejó de oír las palabras, de modo que la boca de Jim se convirtió en un agujero horrible y oscilante que se abría lascivo.

Daniel no podía recordar lo que sucedió a continuación; no en el orden correcto. Yacía bajo el edredón y respiraba hondo, olfateando el perro y la granja. Daniel se cubrió el rostro y sintió el calor de su aliento en la piel. Las mantas lo cubrían casi por completo.

Estaba cara a cara con Jim. Daniel estaba descalzo y estrujó los dedos en la alfombra, armándose de valor. La cara de Jim parecía alzarse ante él, con unos dientes y una nariz desmedidamente grandes. De repente, el hombre se inclinó hacia Daniel.

Daniel se apartó de un salto y sacó la navaja del bolsillo. La abrió y la alzó hasta la cara del hombre.

—¡Dios santo! —Jim saltó hacia atrás y Daniel dio un paso adelante.

—¿Qué pasa aquí? —Era Val, que iba en bata.

—Vete, yo me encargo —gritó Jim, tan alto que incluso Daniel se sobresaltó.

—Déjame en paz —dijo Daniel, que se giró, siempre con la navaja en alto, para poder alejarse de Jim, hacia la pared.

—Deja eso ahora mismo —ordenó Jim.

Daniel observó el pánico atónito de su mirada. Observó la nuez del hombre, que subía y bajaba. Daniel sonrió, mirando la luz de la navaja reflejada en la camiseta de Jim. Éste se acercó, intentando agarrarlo de la camiseta.

—¡Cuidado! —aulló Val.

Daniel atacó. Hizo un corte en el antebrazo de Jim. El hombre se retiró, agarrándose el brazo con la mano libre. Daniel vio cómo un hilillo de sangre caía entre sus dedos a la alfombra. Daniel se relajó por un momento, pero Jim se giró de repente y derribó a Daniel al suelo. Le pisó la mano y le arrebató la navaja.

Cada vez que lo recordaba, la escena era diferente. Daniel ya no estaba seguro de lo que había ocurrido en realidad. Primero, recordaba que Jim había alzado la mano y Daniel se preparó para el golpe. Pero quizás no fue así; Jim se movió un poco y Daniel vio una oportunidad.

Daniel gritó cuando lo inmovilizó en el suelo. Lanzaba patadas y arremetía contra Jim cada vez que lograba soltarse un poco. Val agarró a Jim y ambos dejaron a Daniel tirado en el suelo de la sala de estar, y cerraron la puerta tras ellos. Daniel dio patadas y puñetazos a la puerta. Se mordió el labio. Rompió todos los adornos de la repisa, tras lo cual se sentó al lado de un sofá, el pecho contra las rodillas, acariciando la inicial del nombre de su madre.

Tenía demasiado calor, así que se sentó y apartó las mantas. Hacía buen día, fresco como la leche bajo la crema, pero Daniel se sentía mal. La maldad era un peso que llevaba dentro. Podía vomitarla, pero nunca la vomitaría hasta la última gota. La maldad estaba ahí, dentro de él, y ahí se quedaría.

Se tumbó de espaldas. Podía oler el pollo que estaba cocinando Minnie. El olor del pollo asado le revolvió el estómago. Se quedó tumbado, mirando al techo, viendo las escenas aparecer y desaparecer en su mente.

Oyó los ruidos de su estómago. Oyó el cacareo de la freidora cuando Minnie metió las patatas en el aceite. Notó que su corazón latía con fuerza, como si fuese a salirse del pecho, aunque yacía inmóvil por completo. Entonces oyó a Minnie en las escaleras, los pasos ruidosos y los crujidos del pasamanos de madera al aguantar su peso. Los suspiros mientras subía.

Minnie se sentó en la cama y apartó las mantas para dejar su cara al descubierto. Al notarlo, Daniel cerró los ojos. Sintió la calidez de sus dedos en la frente.

—¿En qué piensas, Danny? —susurró.

—En lo que he hecho.

—¿Perdón?

—Estoy pensando en lo que he hecho.

—¿Por qué lo hiciste?, ¿lo recuerdas?

Daniel sacudió la cabeza sobre la almohada.

—No sé qué voy a hacer contigo, de verdad que no. No es pecado que alguien te caiga mal… Hay muchísima gente que no aguanto, pero uno no va por ahí apuñalando a la gente. Intenta reflexionar sobre por qué hiciste algo así.

Daniel se giró sobre un costado. Se volvió hacia ella, con las manos bajo la barbilla y las rodillas flexionadas.

—¿Por qué? —susurró Minnie. Sintió sus dedos entre el pelo.

—Porque soy malo —murmuró, pero ella no lo oyó.

—¿Qué, cariño? —Se acercó. La mano de ella pesaba ahora sobre su cabeza.

—Porque soy malo.

Minnie lo agarró del codo para levantarlo y Daniel apartó las piernas para sentarse junto a ella. Minnie tomó su barbilla con dos dedos. Daniel la miró a los ojos y centelleaban, al igual que cuando la conoció.

—Tú no eres malo —dijo. Los dedos le pellizcaron en la barbilla—. Eres un chico adorable y me siento muy afortunada por haberte conocido.

Era imposible, pero Daniel intentó contener las lágrimas.

En la rebeca percibió el olor del perro y de la hierba de fuera. De repente el día se convirtió en un peso terrible que lo aplastaba y se apoyó en ella, la mejilla sobre su hombro. Minnie lo estrechó entre sus brazos, apretó hasta expulsar la maldad.

—… Pero no puedes hacer daño a la gente, Danny, ni a mis animales tampoco… —Daniel se apartó al oírla, aún estaba avergonzado—. Sé que hay personas que te han hecho daño, de muchas maneras diferentes, y puedo entender que tú también quieras hacer daño, pero déjame decirte… que eso es solo para idiotas. Lo sé muy bien, tú puedes ser mucho más que eso.

Daniel trató de no llorar y se limpió los ojos y la nariz con la manga.

—¿Era necesario usar la navaja? Podrías haber hablado con él o haberle pedido que te trajera aquí. No necesitabas la navaja.

Daniel asintió, con la barbilla tan cerca del pecho que Minnie no estaba segura de haber visto el gesto afirmativo.

—¿Por qué lo hiciste? ¿Pensabas que te iba a pegar?

—Tal vez… No sé… No. —Negó con la cabeza, mirándola. Los ojos de Minnie estaban hundidos y una profunda marca se dibujaba entre sus cejas.

—Entonces, ¿por qué?

Daniel respiró hondo. Se miró los pies. Se le caían los calcetines. Giró el pie y vio el calcetín danzar por un momento.

—Quiero quedarme aquí —dijo, mirando el calcetín.

Se hizo una pausa. Miró sus manos. Estaban entrelazadas. Le daba miedo mirarla a los ojos.

—¿Te refieres a que lo hiciste para que no quisieran adoptarte? —dijo Minnie al fin. Hablaba en voz baja. Daniel no percibió ni un atisbo de crítica. Era como si solo quisiera comprender.

Le dolía la parte posterior de la garganta. Recordó las palabras de Tricia al despedirse de su madre por última vez:

Si nadie me quiere, ¿me puedo quedar aquí entonces?.

No, cariño… Minnie es una madre de acogida. Habrá otros niños o niñas que necesiten venir aquí.

—Quiero quedarme aquí —fue todo lo que atinó a decir. Apretó los puños y esperó la respuesta. El tiempo se le hizo eterno.

—¿Quieres que te adopte? Si de verdad quieres quedarte, a mí nada me gustaría más. Te adoptaría en un abrir y cerrar de ojos si me dejaran. De hecho, te adopté en cuanto te vi por primera vez. ¿Quieres quedarte? Lo voy a intentar. No puedo prometerte nada, pero lo voy a intentar.

Minnie lo miraba a los ojos. Lo tenía agarrado de los hombros, así que Daniel tuvo que devolverle la mirada. No quería decir nada porque sabía que lloraría de nuevo. Intentó asentir, pero estaba tan tenso que pareció que le temblaba la barbilla. Ella tenía el ceño fruncido y alzó una de sus cejas canas.

—Quiero… que me adoptes —logró decir.

—Quiero que sepas —los dedos de ella masajeaban sus hombros— que yo también lo quiero, pero es una cuestión legal. Tú sabes mejor que nadie que eso puede ser un obstáculo. La ley tiene sus propios caminos y yo no los entiendo, pero lo voy a intentar. No te hagas ilusiones antes de haber firmado. ¿Comprendes?

Minnie lo abrazó y Daniel tragó saliva. De nuevo sus lágrimas empaparon la lana de la rebeca. No hizo ruido alguno, pero se le estaba rompiendo el corazón. Justo en ese momento, la alegría lo desbordó, porque ella lo quería.

—¡Madre de Dios hermoso! —exclamó Minnie de repente—. Tus patatas se habrán quedado frías y el pollo estará quemadísimo.

Daniel respiró hondo, esperando con impaciencia sus patatas frías. Nada le apetecía más en el mundo.