24
Minnie estaba arrodillada en la tierra, plantando flores en el jardín. Metía los esquejes en la tierra, la cual aplastaba con los nudillos. Se incorporó cuando pasaron Carol-Ann y Daniel, las mochilas al hombro, las camisas del uniforme por fuera de los pantalones.
—¿Todo bien, Min? —dijo Carol-Ann.
Minnie se levantó y caminó hacia ellos, limpiándose el polvo de las manos con la falda.
—¿Cómo os ha ido?
—Bien —dijo Danny, que arrojó la mochila sobre la hierba—. Pero hay otros cinco la semana que viene.
—Pero éstos salieron bien —señaló Minnie, que agarró a Blitz por el pescuezo para que dejase de olisquear a Carol-Ann—. Tenéis confianza.
—Quién sabe —dijo Daniel. Ya era más alto que Minnie, pero, aun así, aunque ella tenía que alzar la vista al hablarle, todavía se sentía pequeño a su lado—. Ha salido bien. Pronto lo sabremos.
—Eso es bueno. Carol-Ann, ¿te vas a quedar a cenar, cielo? Es viernes, he comprado pescado.
—Sí —dijo—. Me encantaría, Min.
La pareja, charlando y bromeando, se tumbó sobre la hierba, al lado de Minnie, que siguió plantando flores. Daniel se había cambiado de ropa. Carol-Ann dio un gritito cuando Daniel le hizo cosquillas y Minnie los miró sonriendo. Una vez más, se dejaron caer sobre la hierba. Carol-Ann giró y puso una pierna sobre Daniel. Se inclinó sobre su rostro y le sujetó ambas muñecas contra el césped.
—¿Soy tu prisionero? —preguntó Daniel.
—Ni más ni menos —dijo ella, intentando hacerle cosquillas. Daniel se llevó los brazos a los costados y le apartaba las manos.
Una mariposa blanca, ciega y encantadora, pasó flotando sobre la cara de Daniel, que observó su vuelo embriagado.
—¡Quieto! —gritó Carol-Ann de repente—. La tienes en el pelo. Quiero cogerla. Te la voy a regalar.
Daniel yacía inmóvil, mirando a Carol-Ann, que pasó los brazos por encima de su cabeza y ahuecó las manos alrededor de la mariposa.
—¡Basta! —alzó la voz Minnie, de pie junto a ellos.
Daniel se sintió confundido. Se incorporó, apoyado en los codos, y Carol-Ann, aún sentada a horcajadas sobre él, con las manos alrededor de la mariposa, se giró.
—Suéltala ahora mismo —dijo Minnie.
Carol-Ann abrió las manos de inmediato. Se puso en pie y posó una mano sobre el brazo de Minnie.
—Lo siento, Min —se disculpó—, no quería molestarte.
—Yo también lo siento —dijo Minnie, que se alejó con una mano en la frente—. Es que, si la coges, le puedes quitar el polvillo de las alas. Entonces no podría volar y se moriría.
Carol-Ann rebozaba un abadejo mientras Daniel cortaba las patatas en trozos gruesos, los pasaba por el tamiz y los echaba a la freidora. Minnie dio de comer a los animales y luego se sentaron a la mesa de la cocina, donde aclararon un espacio entre periódicos viejos y tarros de espaguetis. Daniel acababa de cumplir dieciséis años.
Carol-Ann se quedaba a cenar dos o tres noches a la semana. Habían llegado los exámenes finales y Minnie había estado tensa durante semanas: le preguntaba si no debería estudiar antes de salir a jugar al fútbol, le compró un nuevo escritorio para la habitación y le decía que tomase baños largos para relajarse y acostarse temprano.
—No te das cuenta y no lo parece —le decía una y otra vez, mordiéndose el labio superior entre frase y frase—, pero esta es una época importante. Estás en el umbral entre una vida y otra. Eres tú quien debe decidirlo, pero yo quiero que vayas a la universidad. Quiero que tengas opciones. Quiero que veas tus posibilidades.
Le ayudó con la biología y la química y le dijo que comiese más para alimentar su cerebro.
—Está muy rico, Minnie —dijo Carol-Ann, que se echó ketchup en el plato. Blitz los observaba atentísimo y de su boca pendía un hilillo de saliva.
—Entonces come, cariño. —Le dio una patata a Blitz, que se la arrebató de entre los dedos, hambriento.
Daniel comía con un codo en la mesa y los dedos de la mano derecha en el pelo.
—Entonces, en resumen, lo que decís es que no os ha dado problemas. No había nada que no pudieseis responder y tuvisteis tiempo de comprobar las respuestas antes de salir, ¿verdad?
—Sí, eso es —dijo, con la boca llena y la mirada clavada en el trozo de pescado clavado en el tenedor.
—¿Qué pasa, cariño? —dijo Minnie, que le apartó el pelo de los ojos con la mano izquierda.
Daniel se incorporó y se apartó de ella con delicadeza. No le gustaba que lo acariciase así cuando sus amigos estaban delante. Cuando estaban a solas, no le molestaba.
—Te he dicho que nos ha salido bien —dijo, no en voz alta, pero sí sosteniéndole la mirada.
—No me mires así con esos ojitos tuyos. —Miró a Carol-Ann—. Solo preguntaba, nada más. —Le sonrió desafiante y le dio otra patata al perro.
Más tarde, cuando Carol-Ann se fue a casa, Daniel sacó los libros y se sentó frente al escritorio de roble que le había regalado Minnie. Ella le trajo chocolate caliente y bollitos de melaza caseros.
—No te quedes hasta tarde, cariño —le dijo, frotándole la espalda, entre los omóplatos—. No te canses mucho.
—Estoy bien.
—¿Te preparo un baño? Ponte a remojo y luego ven a hablar conmigo.
—Muy bien.
—Yo sé que hoy lo has hecho muy bien.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque lo sé. Mi sexto sentido irlandés. Este es el comienzo de algo grande para ti. Tuviste mala suerte de pequeño, pero ahora vas por el buen camino. —Alzó el puño ante el rostro y sonrió—. Ya te veo en un traje elegante un día de estos. Quizás en Londres o quizás en París, donde sea, ganando un dineral. Y yo iré a visitarte… ¿Me llevarás a comer por ahí?
—Sí, supongo. Un almuerzo con las sobras, lo que te apetezca.
Minnie echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. A Daniel le gustaba esa risa. Surgía del estómago. Minnie puso una mano en el escritorio para no perder el equilibrio.
—Eres un figura, claro que sí, pero te voy a hacer cumplir tu palabra.
Una vez más le apartó el pelo y le plantó un beso en la frente. Daniel sonrió y se volvió a apartar.
—Tu baño estará listo en diez minutos. Acaba pronto o se va a enfriar.
Daniel la oyó bajar. El suelo y el pasamanos protestaban bajo su peso. Blitz ladró cuando se acercó al pie de las escaleras, molesto por haber estado tanto tiempo solo. Oyó el chirrido de la puerta al cerrarse y el sonido apagado de la televisión que llegaba de abajo. Fuera aún había luz y las aves estivales revoloteaban de árbol en árbol. En parte, aún se sentía fuera de lugar: anhelaba la ciudad, con toda su desconfianza y su libertad sin pretensiones. Pero, al mismo tiempo, se sentía en casa a su lado.
Habían pasado más de tres años desde la adopción, y sí, se sentía diferente. Se sentía cuidado. Esto, quizás, era lo que le resultaba más extraño. Cuando dejó de enfrentarse a ella, Minnie derrochó atenciones sobre él. Incluso cuando lo avergonzaba, al besarlo frente a Carol-Ann o al elogiarlo frente a los otros vendedores del mercado, su afecto lo arropaba. Minnie le decía que lo quería y Daniel la creía.
En la bañera se dejó resbalar hasta que sus hombros se sumergieron bajo el agua. Medía un metro sesenta y cinco, era un poco más alto que Minnie. Ya no podía estirarse del todo en el baño. No obstante, era demasiado delgado. Cerró el puño y flexionó el brazo para observarse el bíceps. Además de los entrenamientos de fútbol, había comenzado a hacer pesas. La televisión sonó más fuerte cuando se abrió la puerta del salón. Oyó a Minnie caminando de un lado a otro de la cocina. El cuarto de baño estaba cubierto de vapor, aunque la ventana estaba entreabierta, así que podía ver el patio. El serbal era una mano esquelética llena de tendones que se alzaba de la tierra contra el cielo nocturno.
En el estante del cuarto de baño estaba la mariposa, a un lado, como a Minnie le gustaba. Se limpió el sudor de la frente y observó la mariposa, imaginando a la pequeña que la había colocado en ese estante. Daniel tragó saliva y apartó la mirada.
Se secó y se puso unos pantalones de chándal y una camiseta. Se secó el pelo con la toalla y se lo apartó del rostro. El flequillo empezaba a estar demasiado largo. Se pasó una mano por la mandíbula, en busca de barba incipiente. Estaba suave, limpia, sin rastro de vello.
En la cocina se preparó una tostada y se sirvió un vaso de leche. Fue a la sala de estar a sentarse junto a Minnie.
—¿Quieres una tostada? Te la preparo si quieres.
—No, cariño, estoy bien. ¿Tienes hambre otra vez? Tienes un estómago que es un saco sin fondo, vaya que sí. Ojalá pudiese comer como tú.
Intentó apoyar el codo en el brazo del sillón, pero se trastabilló y derramó parte de la bebida.
—Vaya, otra vez —dijo, frotando cuidadosamente la mancha con el talón del calcetín.
Daniel le dio a Blitz el último trozo de tostada y se terminó la leche mientras escuchaba a Minnie, que despotricaba ante las noticias. El primer ministro, John Major, hablaba de las posibilidades de la recuperación económica.
—¡Embustero vendepatrias! —soltó Minnie a la pantalla—. No van a parar hasta acabar con este país… Dios, cómo odié a esa mujer, pero éste no es mucho mejor.
No esperaba que Daniel respondiese, así que Daniel no dijo nada. Echó un trozo de carbón al fuego.
—¿Qué tal tu baño, cariño? —preguntó, con las mejillas húmedas, como si hubiese llorado. Se apoyó en el brazo del sillón, sonriendo, los ojos felices—. ¿Has terminado los deberes?
—Sí.
—Qué bien.
—¿Estás bien? —preguntó, al ver que se limpiaba la cara de nuevo.
—De maravilla, cariño. Es solo ese capullo, que me hierve la sangre al verlo. Quita las noticias. Quítalas. Me pongo mala solo con verlo.
Daniel se levantó y cambió de canal. Echaban deportes y miró de reojo a Minnie, para saber si le dejaría verlos. Solía pedirle que los viese en la televisión en blanco y negro de la cocina, o le decía que sí, pero se le acababa la paciencia enseguida. Esa noche sus ojos vacilaron ante la pantalla y se cerraron un momento.
Cuando Daniel se sentó a ver el partido, los ojos de Minnie se cerraron y su cabeza se meció de repente, despertándola. Cuando sus ojos empezaron a cerrarse una vez más, Daniel se levantó y le quitó el vaso de la mano con delicadeza y lo llevó a la cocina. El perro quería salir, por lo que abrió la puerta trasera. Lavó los platos de la cena y limpió la parte de la mesa donde habían comido.
Cuando Blitz volvió, Daniel cerró las ventanas y echó el cerrojo a la puerta de atrás. El perro se tumbó en su cesta, mientras la casa se iba llenando de los ronquidos de Minnie.
Tenía la cabeza echada hacia atrás. Los dedos de la mano aún parecían sostener el vaso que Daniel se había llevado.
Daniel se quedó con las manos en la cadera por un momento y suspiró. Apagó la televisión y colocó el guardallamas frente a la chimenea. Apagó la luz que había al lado del sillón, le cogió la mano y la ayudó a incorporarse hasta que pudo pasar el brazo bajo su hombro.
—No, déjame, cariño, déjame —se quejó.
Pero la levantó, se pasó el brazo de ella sobre el hombro y se la llevó, con una mano en la cintura, a la planta de arriba. Tuvo que detenerse dos veces para no perder el equilibrio, con un pie firme en el escalón de abajo, cuando ella se apoyó demasiado en él, pero logró subir y la dejó en la cama, donde se quedó con la boca entreabierta y el torso torcido de tal modo que sus pies estaban en el suelo.
Daniel se arrodilló, desató los cordones de las botas, se las quitó, y también le quitó los enormes calcetines de lana. Siempre le asombraban esos pies pequeñísimos. Le aflojó la blusa y le arrancó la rebeca. Tras coger el broche del pelo, su melena rizada y cana se derramó sobre la almohada.
Agarró sus pies y los metió bajo la colcha, la levantó de los hombros un poco y la dejó en el centro de la almohada, antes de cubrirla con la manta.
—Qué bueno eres —le susurró Minnie cuando aún estaba inclinado sobre ella. Siempre lo hacía: sorprenderlo cuando creía que dormía—. Te quiero, te quiero mucho.
La tapó y apagó la luz.
—Buenas noches, mamá —susurró, en la oscuridad casi completa.