13
Daniel miró el reloj y vio que eran cerca de las tres. Una luz azul y fría se filtraba en la habitación. No habría sabido decir si era la luna o las farolas las causantes de esa iluminación austera y gélida. Había trabajado hasta las diez, había comido en su escritorio y se había pasado por The Crown para tomar una cerveza de camino a casa. Lo acosaba un deseo indefinido, pero el estrés del día lo había dejado vacío y se sintió ligero dando vueltas y vueltas desvelado.
En la oscuridad casi completa, yacía bocarriba con las manos detrás de la cabeza. Pensó en los años de furia contra Minnie que se habían convertido en años de desprecio. Comprendió que ésa había sido su defensa contra ella: furia y desprecio. Ahora que había muerto la furia persistía, pero a la deriva. Medio dormido, la observó flotar y girar.
Había elegido abandonarla muchos años atrás y ahora era difícil llorar su pérdida. Para llorarla necesitaba recordar, y eso era demasiado doloroso. En la penumbra parpadeó al rememorar su graduación y los primeros años de abogado en Londres. Había hecho todo eso sin ella. Se había sentido orgulloso de su independencia. Tras romper los lazos, se había pagado los estudios y consiguió un trabajo en un bufete de Londres, apenas tres meses después de graduarse. Se había atribuido el mérito a sí mismo, pero ahora, en la oscuridad casi completa, fue lo suficientemente sincero como para preguntarse si hubiera ido a la universidad de no ser por Minnie.
La oscuridad que lo rodeaba se posó en su pecho, encapuchada, traviesa, negra y brillante como un cuervo. Daniel puso la palma de la mano sobre el pecho desnudo, como para aliviar el escozor de sus garras.
Fue él quien la había abandonado, pero ahora se adentraba en un abandono más intenso. Mientras daba vueltas y más vueltas percibió la muerte, ajena al abandono que lo acosaba. La muerte de Minnie era pesada y oscura, como un ave de presa contra el cielo nocturno.
Las tres y diez.
Con la boca y los ojos abiertos, Daniel recordó la muerte de la gallina. Recordó las manos del niño que estrangularon el ave que ella tanto estimaba. Se sentó y sacó las piernas de la cama. Se quedó ahí sentado, en la penumbra, el cuerpo inclinado sobre las rodillas. Como nada podría evitarlo, se puso los pantalones cortos, las zapatillas de deporte y se fue a correr.
Eran las cuatro de la mañana cuando miró el reloj. Era una mañana cálida y fresca de principios de otoño. Olió el agua de la fuente al pasar corriendo y el rocío en las hojas de los árboles. El golpeteo de los pies contra el suelo y los músculos entrando en calor le dieron energía y corrió más rápido de lo normal, alargando las zancadas, dejando que el torso lo impulsase. Incluso a este ritmo, las imágenes lo acechaban, así que perdía la concentración: volvía a ver el ataúd; a Minnie con las botas puestas y las manos en la cadera, con las mejillas sonrojadas por el viento; a Blitz agachando la cabeza, obediente, cuando ella entraba en la habitación; el puesto del mercado repleto de huevos frescos; la habitación de su infancia y las rosas del papel pintado.
Había sido un salvaje. ¿Quién sino Minnie habría acogido a un niño así? Su asistente social se lo había advertido. Minnie lo cuidó cuando nadie más lo habría hecho.
A pesar de que ya le costaba respirar, Daniel corrió más rápido. Sintió calor en los abdominales y los muslos. Una punzada le recorrió el costado y disminuyó la velocidad para recuperarse, pero el dolor no cesó. Respiró más hondo y despacio, como le habían enseñado, pero la punzada persistía. En la oscuridad del parque, los indigentes cambiaban de postura en los bancos fríos, cubiertos con periódicos. Su mente se debatía entre el dolor en el costado y el sufrimiento que, muy a su pesar, sentía al pensar en Minnie. Ella había sido la culpable, pero ahora, tras ser acusado en el funeral, se planteaba si él tenía parte de responsabilidad en su muerte. Al fin y al cabo, había querido hacerle daño. Había sido consciente de estar castigándola. Se lo había merecido.
«Merecido». Daniel se tambaleó y comenzó a caminar. Todavía estaba a ochocientos metros de su casa. La noche cedía ante un fulgor tímido y reluctante procedente del este. El amanecer. Daniel creyó que era apropiado que el nuevo día fuese una pequeña violencia. El cielo azul oscuro comenzaba a ensangrentarse. Caminó con las manos en las caderas. Le costaba respirar, el sudor descendía entre sus hombros. No estaba preparado para comenzar el día. Estaba agotado incluso antes de llegar a su inicio.
Cuando regresó al piso, estaba sudando muchísimo. Bebió medio litro de agua y se duchó, quedándose bajo el chorro más de lo normal, dejando que el agua corriese sobre su rostro. Sintió el pulso lento en las venas debido al ejercicio y, sin embargo, por una vez, eso no lo relajó. Se había pasado toda la vida corriendo. Había salido corriendo de la casa de su madre y de sus novios. Había salido corriendo de los hogares de acogida, de vuelta junto a su madre; había salido corriendo de la casa de Minnie, hacia la universidad, hacia Londres. Aún quería seguir corriendo (todavía sentía la necesidad, esa hambre furiosa de los músculos), pero ya no había ningún lugar al que ir. Y no quedaba nada de lo que escapar corriendo. Su madre estaba muerta, y ahora Minnie también; ambas, a quien había amado y quien lo había amado, se habían ido, y con ellas su amor y la prueba de que podía ser amado.
Mientras se vestía, abrió la caja que Minnie le había dejado y sacó la fotografía de su familia. Se preguntó por qué le habría dejado esa fotografía. Comprendía que le dejara las fotografías en las que él y Minnie estaban en la playa, las del puesto del mercado o las de la granja. Esta fotografía siempre le había llamado la atención, pero solo porque mostraba a una Minnie joven: una buena madre junto a su familia perfecta. Las familias perfectas habían obsesionado a Daniel desde niño. Solía verlas en autobuses y parques y estudiaba con ansiedad la relación entre padres e hijos y entre padre y madre. Le gustaba ver aquello de lo que carecía su infancia.
Con el ceño fruncido, Daniel colocó la fotografía en la repisa, junto a la jarra del Newcastle United.
Se abotonó la camisa, desayunó y a las cinco y media ya estaba listo para salir. Llegaría al trabajo a las seis. Se le ocurrió, tras cepillarse los dientes y guardar unos archivos en el maletín, sacar la mariposa de la caja. No sabía por qué, pero también la guardó en el maletín.
Daniel compró un periódico al salir del metro en Liverpool Street. Rara vez había llegado a trabajar tan temprano. Incluso el periódico parecía fresco, cálido como pan recién hecho. Conocía un café que estaría abierto, junto a la estación. Compró café y, en lugar de llevarlo a su oficina, se quedó y se permitió el lujo de leer el periódico mientras saboreaba el líquido caliente.
En la página cuatro del Daily Mail, Daniel vio el titular «Ángel de la muerte» y suspiró.
Un muchacho de once años permanece detenido por el terrible asesinato de Ben Stokes, de ocho años, hallado muerto a golpes en Barnard Park (Islington), hace más de una semana.
La fiscalía afirmó que había aconsejado a la policía de Islington Borough presentar cargos por asesinato contra el niño, quien al parecer reside en el barrio. Ben Stokes fue hallado muerto oculto en un parque infantil.
Jim Smith, jefe de servicios del Tribunal de la Corona, dijo: «Hemos autorizado a la policía a presentar cargos contra un crío de once años por el asesinato de Ben Stokes».
El niño, cuyo nombre no puede divulgarse por razones legales, compareció en un tribunal de menores en Highbury Corner el viernes por la mañana y permaneció junto a un agente de seguridad. El muchacho llevaba camisa y corbata y un jersey verde cuando se leyeron los cargos contra él. No mostró emoción alguna durante la audiencia. El niño se encuentra en prisión preventiva y comparecerá de nuevo ante el tribunal el 23 de agosto.
El muchacho, que vive con sus padres en un próspero barrio de Angel, era muy conocido en la escuela primaria de Islington por su conducta violenta y perturbadora. La madre del muchacho se negó a recibir a la prensa el jueves pasado. Los padres de Ben Stokes estaban demasiado afectados para hablar con los periodistas, pero publicaron una declaración que decía: «Nos invade el dolor por la muerte de nuestro querido Ben. No podremos descansar hasta que la persona responsable sea llevada ante la justicia».
La agresión, que presenta semejanzas con el asesinato del niño James Bulger a manos de dos niños de diez años en 1993, ha horrorizado a la nación. Tanto el primer ministro, David Cameron, como la ministra del Interior, Theresa May, lo han calificado de «atroz».
Daniel se aflojó la corbata y guardó el periódico bajo el brazo. El café se estaba quedando frío y dio sorbos mientras caminaba a la oficina. Había habido otros artículos: notas breves en la prensa local que informaban de la audiencia preliminar. Este artículo era diferente. Estaba en la primera plana.
«Está comenzando —pensó—. Ya está comenzando». Ya había muchísima luz, pero el día aún olía a joven. Su estómago gruñía agotado y Daniel sabía que se podría acostar en la acera, apoyar la mejilla sobre el suelo sucio y dormir.
Fue el primero en llegar al trabajo. Los trabajadores de la limpieza aún estaban vaciando papeleras y limpiando escritorios. En su despacho, Daniel terminó el café mientras leía los documentos de la fiscalía acerca del caso de Sebastian. Había varias fotografías del maltrecho cuerpo de Ben. La primera mostraba la escena del crimen, con la cara de Ben enterrada bajo el ladrillo y los palos empleados para agredirlo, como si el asesino hubiese querido hacer un santuario de su pequeño cuerpo. Otras fotografías tomadas durante la autopsia mostraban el alcance de las lesiones del rostro: las fracturas de la nariz y la cuenca del ojo. No parecía la cara de un niño, sino más bien la de un muñeco roto, estrujado, deforme. Daniel frunció el ceño al mirar las fotografías.
Justo antes de las nueve sonó el teléfono y Daniel respondió.
—Es Irene Clarke —dijo Stephanie.
—Muy bien, pásamela.
Daniel esperó a oír su voz. Aparte de un breve encuentro durante su fiesta de promoción a abogada de la corona, en marzo, había pasado casi un año sin verla. Habían salido la noche de la condena de Tyrel. Recordó esa boca pequeña y sarcástica y sus cejas arqueadas.
—Hola, Danny, ¿cómo estás?
—¿Cómo estás tú, que es lo importante? ¿Qué tal tu vida como abogada de la corona? Enhorabuena por el nombramiento.
Irene se rio.
—¿Mañana vienes conmigo a ver a la patóloga? —preguntó Daniel—. Justo ahora estaba mirando los informes.
—Sí, claro que sí. Iba a llamarte para decir que deberíamos quedar en Green Park o por ahí… para ir juntos.
—Claro —dijo Daniel—. Y después quizás hasta te invite a tomar una copa… para brindar por tu éxito, vaya. —Intencionadamente, habló con un acento más marcado. Sonrió, esperando que mordiese el anzuelo, que ofreciese su mejor imitación.
—He estado trabajando tantísimo —dijo— que casi se me había olvidado. Pero qué alegría volver a verte. Ha pasado mucho tiempo.
—No sé cómo decirte lo mucho que me alegra que aceptaras el caso. —La sinceridad lo sonrojó por un momento.
—Tenía que hacerlo. Me toca la fibra sensible… —dijo.
—Lo sé. A mí también.
Irene lo esperaba en Green Park cuando llegó, a última hora de la tarde. Estaba pálida y cansada, el cabello aplastado sobre la frente y las sienes como si acabara de quitarse la peluca de abogada, pero su rostro se iluminó en cuanto lo vio. Daniel la besó en las mejillas y ella le dio un apretón en la parte superior del brazo, tras lo cual bajó la mano hasta su muñeca, que sostuvo durante un segundo antes de soltarla.
—Danny, muchacho. Tienes buen aspecto.
—Tú también —dijo Daniel, sinceramente. A pesar del pelo rubio aplastado por la peluca y los ojos cansados, destacaba en la calle, con la barbilla inclinada a un lado para admirarlo. La presencia de Irene siempre lo motivaba a ponerse derecho y enderezar los hombros.
Bajaron por Piccadilly, pasaron junto al Ritz y llegaron a Carlton House Terrace, donde se encontrarían con la patóloga, Jill Gault, en su oficina, con vistas a Saint James’s Park.
Daniel olía el perfume de Irene al caminar, incluso cuando los autobuses dejaban a su paso cálidas ráfagas de humo. Llevaban el mismo paso y Daniel se distrajo un momento por el sencillo ritmo de su caminar.
Era tarde pero el sol brillaba implacable, en lo alto del cielo, como un ojo crítico. El despacho de la patóloga fue un alivio: no disponía de aire acondicionado, pero era fresco, pues el calor del día no podía traspasar las gruesas paredes de piedra. Estaba sentada detrás de un amplio escritorio, con gafas de carey en el pelo rojizo y rizado.
—¿Les gustaría tomar té o café? —dijo la doctora Gault.
Tanto Daniel como Irene rechazaron el ofrecimiento.
La doctora Gault abrió una carpeta marrón y se bajó las gafas hasta la punta de la nariz para poder revisar el informe patológico de Ben Stokes.
—Su informe es muy interesante, doctora Gault —dijo Daniel—. ¿Tiene absoluta certeza de que la causa de la muerte fue un hematoma subdural agudo causado por un golpe en la sien derecha?
La doctora Gault dejó una placa de rayos X sobre el escritorio, frente a ellos. Con el bolígrafo, señaló el alcance de la hemorragia.
—¿Está segura de que el arma que causó la muerte fue el ladrillo hallado en la escena del crimen? —preguntó Irene.
—Sí, el contorno encaja a la perfección.
—Ya veo. Corríjame si me equivoco —continuó Irene—, ha calculado que la muerte ocurrió aproximadamente a las siete menos cuarto de la tarde, pero no ha podido establecer el momento de la agresión… ¿Es lo habitual con este tipo de heridas?
—Eso es —dijo la doctora Gault, que soltó el bolígrafo sobre el escritorio y se reclinó en la silla, con las manos entrelazadas sobre el estómago—. Con este tipo de lesiones, es casi imposible determinar la hora de la agresión. La hemorragia ejerce presión sobre el cerebro, pero pueden pasar minutos o hasta diez horas antes de que sea fatídico.
—¿Significa eso que la agresión podría haber ocurrido en torno a las seis de la tarde? —preguntó Daniel, con una ceja arqueada.
—Correcto, y también podría haber ocurrido algunas horas antes.
Daniel e Irene se miraron el uno al otro. Daniel ya podía ver a Irene mencionando este hecho ante el tribunal.
No hacía tanto calor cuando salieron del despacho, pero las calles de Londres seguían sucias, ruidosas y sofocantes. Eran las cinco pasadas y estaban abarrotadas: la gente avanzaba como peces; los coches pitaban a los ciclistas; los transeúntes hablaban por móviles invisibles. Las puertas de los taxis se cerraban de golpe; los autobuses inspiraban y espiraban pasajeros sobre las aceras; por encima de todos, los aviones cruzaban en silencio el cielo azul.
—Bueno, ha sido útil —dijo Irene, que se puso las gafas de sol y se quitó la chaqueta.
Tenía hombros fuertes y anchos, como los de una jugadora de tenis, y Daniel los admiró. Se quitó la corbata y la guardó en el bolsillo.
—Entonces, ¿me permites que invite a una copa a la flamante abogada de la corona?
Era buena hora para encontrar una mesa al aire libre. Se sentaron uno frente al otro, bebiendo a sorbos sus cervezas mientras las sombras se alargaban y las agotadas avispas estivales flotaban perezosas sobre los vasos vacíos.
—Por ti —brindó Daniel, entrechocando el vaso con ella.
—Bueno —dijo Irene, que se apoyó en el respaldo y observó a Daniel—. ¿Crees que Sebastian lo hizo?
—Insiste en que no lo hizo. —Daniel se encogió de hombros. El sol le bañaba la frente—. Es un niño raro, pero creo que dice la verdad. Es solo que está hecho un lío.
—A mí me pareció inquietante, pero… casi no hablé con él.
—Es muy inteligente. Hijo único. Creo… que muy aislado, probablemente. Me ha dicho algunas cosas sobre que su padre maltrata a su madre. Son ricos, pero no creo que sea un hogar feliz.
—Me lo creo. El padre parece un misógino… No nos quería en el caso porque soy mujer.
—¡No! —dijo Daniel—. Era por mí. Piensa que soy demasiado joven y no tengo experiencia.
Irene suspiró, se encogió de hombros y luego pareció más seria:
—Por lo que nos ha dicho Gault, es fácil que hubiese habido otro agresor, ¿sabes? Sebastian tiene coartada desde las…
—Desde las tres en punto…, y la declaración del hombre que afirmó haber visto a Sebastian peleando más tarde parece confusa o inducida por la policía. No hay nada distintivo en su descripción de Sebastian… y con la distancia y las plantas (he ido al parque) seguro que podemos socavarlo. Ojalá pudiéramos encontrar algo útil en las grabaciones.
—He ido a ver las cintas por si se nos había pasado algo. Qué típico, claro, que la policía solo solicitase las del Ayuntamiento…
—¿Es que hay otras?
—Bueno, dos pubs del barrio tienen cámaras de seguridad. Aún estamos viendo las cintas en busca de los muchachos, pero también en busca de esta supuesta aparición tardía de Sebastian…
—Ya lo sé, si en las cintas apareciese otra persona en lugar de Sebastian en ese parque y a esa hora…
Irene apoyó la barbilla en la mano y su mirada se perdió en la lejanía, al otro lado de la calle, en los autobuses y los ciclistas. A Daniel le agradaba su rostro, que tenía la forma de una semilla de melón. La miró pasarse un mechón de pelo detrás de la oreja.
—Todavía estoy dolida por la última vez —dijo al fin—. ¿Alguna vez piensas en ello?
Daniel suspiró y asintió. Se pasó la mano por el pelo. Ambos se habían sentido devastados por una condena que devolvió al adolescente al sistema que le había criado. Los dos se habían encariñado de ese muchacho alto, que tenía una piel tersa y morena como una castaña y una sonrisa resplandeciente y súbita como la inocencia. Había nacido en la cárcel. Su madre era adicta al crack y lo criaron en un centro de acogida. Se habían dejado la piel por él, pero era culpable y lo declararon culpable.
—Si te soy sincera, una de las razones por las que quería este caso fue la condena de Tyrel —añadió.
—Fui a verlo hace cosa de un mes. Estaba esperando un recurso… Fui a decirle que no lo iba a haber. Está muy delgado. —Daniel apartó la vista.
—Y este otro… —continuó Irene—. Ya sé que tiene once años, pero es que es tan pequeñajo… ¿O los niños de once años son así? No sé nada de niños… Es decir, Tyrel por lo menos parecía un chaval joven.
—Tienes que olvidar —dijo Daniel, tras tomar un largo trago—. Seguro que las abogadas de la corona no tienen que preocuparse de estas cosas. —Le guiñó un ojo y sonrió, pero ella no le devolvió la sonrisa. De nuevo Irene miró a otro lado, recordando—. Dios, cómo nos emborrachamos esa noche.
Cerca del final de la noche, Irene se había puesto chapas de botellas de cerveza en los ojos para imitar al juez que condenó a Tyrel.
—Mi hermana no podía comprender por qué estaba tan deprimida —continuó Irene—. Me decía una y otra vez: «¡Pero era culpable…!», como si eso importase, como si invalidase lo que estábamos tratando de hacer. Aún recuerdo esa terrible mirada de pavor que tenía cuando lo encerraron. Qué jovencito era. Sentía con claridad entonces, y lo siento ahora, que necesitaba ayuda, no un castigo.
Daniel se pasó ambas manos por el pelo.
—Tal vez nos hemos equivocado de trabajo. —Se rio levemente—. Tal vez deberíamos ser asistentes sociales.
—O políticos, y arreglarlo todo. —Irene sonrió y negó con la cabeza.
—Eres una magnífica abogada, pero serías una porquería de política. No te callarías ni debajo del agua. ¿Te imaginas en un telediario? Te pondrías a despotricar. Jamás te pedirían que volvieses.
Irene se rio, pero su sonrisa no tardó en apagarse.
—Que Dios ayude a Sebastian si es inocente. Tres meses en prisión preventiva, hasta el juicio, ya es muy duro para un adulto.
—Es duro incluso si es culpable —dijo Daniel, que se acabó la cerveza.
—Ni siquiera soporto pensarlo —prosiguió Irene—. En general me parece bien la administración de penas. En nuestro ámbito son necesarias, ¿no crees? Pero cuando se trata de niños, incluso niños crecidos tan maleados como Tyrel, no dejo de pensar: «Dios, tiene que haber otra manera».
—Y la hay, Inglaterra y Gales están atrasadas respecto a gran parte de Europa. En la mayoría de los otros países europeos los niños menores de catorce años ni siquiera comparecen ante un tribunal penal. —Daniel apoyó las manos sobre la mesa al hablar—. Para los niños se sigue un proceso civil en juzgados de familia, generalmente privado. Sé que cuando se trata de crímenes violentos el resultado a menudo es el mismo: una detención prolongada en centros de seguridad, pero forma parte de un centro de atención, no de… un castigo.
—En comparación con Europa, parecemos medievales…
—Lo sé, a los diez años ya vas a un tribunal penal. Imagina… ¡A los diez años! Me parece absurdo. En Escocia era a los ocho hasta este año. Dios, puedo recordarme a los ocho, a los diez años… La confusión, el ser tan pequeño y tan… inmaduro. ¿Cómo es posible ser penalmente responsable a esa edad?
Irene suspiró, asintiendo.
—¿Sabes cuál es la edad de responsabilidad penal en Bélgica?
—¿Catorce?
—Dieciocho. ¡Dieciocho! ¿Y en los países escandinavos?
—Quince.
—Exacto, quince. Y nosotros, ¡diez! Pero lo que realmente me molesta es que no se trata de dinero ni de recursos o esa mierda. Aproximadamente, ¿qué porcentaje de las personas que defiendes tienen orígenes problemáticos: drogas, violencia doméstica…?
—No lo sé. Diría que un ochenta por ciento, por lo menos.
—Yo también. La inmensa mayoría de los clientes han crecido en situaciones muy difíciles… ¿Sabes cuánto le costará al Estado a lo largo de su vida un niño en el sistema penitenciario?
Irene entrecerró los ojos, pensando, y se encogió de hombros.
—Más de medio millón de libras. Un año de terapia individual costaría una décima parte, como mucho. La encarcelación es anticuada, pero además carísima. Las matemáticas por sí solas deberían convencerlos.
—Vaya, ¿quién está despotricando? Creo que me llevarían a un telediario antes que a ti. —Irene lo miró con afecto y tomó un sorbo de cerveza—. Te gusta ejercer la defensa, ¿no? Es algo natural en ti.
—Sí, me gusta estar a este lado —dijo Daniel, que se apoyó en los codos—. Incluso si me cae mal la persona a la que defiendo me obligo a adoptar su perspectiva. Tiene que existir la presunción de inocencia. Me gusta esa imparcialidad…
—Lo sé; es una de las razones por las que todos nos dedicamos a esto. Es una lástima que no siempre parezca justo.
Observaron el tráfico y las decenas de personas que se apresuraban en volver a casa, y guardaron silencio por unos momentos.
—La prensa se va a volver loca con esto, ya lo sabes. Va a ser mucho peor que con Tyrel. Lo sabes, ¿verdad? —dijo Irene.
Daniel asintió.
—¿Te han molestado ya? —preguntó.
—No, ¿y a ti?
Irene se encogió de hombros e hizo un gesto con la mano, dando a entender que sí pero que prefería no hablar de ello.
—Es él quien me preocupa. La prensa lo retrata como un monstruo, aunque no digan su nombre… ¿Dónde está la imparcialidad en eso? Ni siquiera ha ido a juicio aún.
—Lo vas a sacar a colación, ¿no?
—Sí —Irene suspiró—, podemos solicitar una suspensión alegando que el jurado ha sido influido por el circo mediático, pero ambos sabemos que es inútil. La prensa es perjudicial, pero lo es en todos los casos. ¿Y de qué serviría una suspensión si el niño está encerrado de todos modos…?
Miró a lo lejos, como si imaginara los argumentos ante un tribunal. Daniel observó su mirada fría y azul.
—Debes de ser una de las abogadas de la corona más jóvenes, ¿no?
—No, no seas tonto, la baronesa de Escocia tenía treinta y cinco.
—¿Cumples cuarenta este año?
—No, treinta y nueve, ¡capullo!
Daniel se ruborizó y apartó la mirada. Irene lo miró entrecerrando los ojos.
—Irene —dijo Daniel a los coches que pasaban—. Irene. Parece un nombre demasiado anticuado para ti.
—Me lo puso mi padre —comentó ella, con la barbilla inclinada—. Por Irene de Roma, ¿te lo puedes creer?
—Me lo creo.
—Casi toda mi familia me llama René. Solo la gente del trabajo me llama Irene.
—¿Eso es lo que soy para ti, entonces? ¿Alguien del trabajo?
Irene se rio y se acabó la cerveza.
—No —dijo, los ojos resplandecientes pero evasivos—, tú eres el encantador abogado del norte.
Daniel deseó que se hubiese sonrojado, pero podría tratarse de la cerveza.
—¿Cómo va tu acento norteño últimamente? —preguntó.
—Muy bien, vaya —imitó Irene, sonriendo.
Daniel se rio de su forcejeo con las consonantes. Hablaba como si fuese de Liverpool.
—Me alegra trabajar contigo de nuevo —dijo en voz baja, dejando de sonreír.
—A mí también —contestó Irene.