4

Daniel se levantó por la mañana, se vistió y bajó las escaleras. Minnie no estaba y se quedó en la cocina unos momentos, preguntándose qué hacer. En realidad, no había dormido. No había devuelto la mariposa de porcelana cuando se cepilló los dientes. La había escondido en su habitación. Había decidido que no iba a devolvérsela nunca. Quería quedársela solo porque ella deseaba que la devolviese. Ni siquiera sabía por qué la había cogido, pero ahora tenía valor para él.

—Ahí estás, cariño. ¿Tienes hambre? —Arrastraba un balde de comida para animales hacia el vestíbulo—. Voy a preparar gachas y luego te enseño la granja. Y te enseño tus trabajos. Aquí todos trabajamos.

Daniel frunció el ceño. Hablaba como si tuviera una gran familia, pero eran solo ella y los animales.

Minnie cocinó las gachas y limpió la mesa para que pudiesen comer. Hacía un sonido extraño al comer, como si inhalase la comida. Después de tragar, chasqueaba la lengua para elogiar el sabor. El ruido distrajo a Daniel, que terminó primero.

—Hay más si quieres, cariño.

Una vez más, dijo que estaba lleno.

—Vale. Vayamos al grano. No tienes botas, ¿verdad?

Negó con la cabeza.

—No pasa nada, tengo de casi todos los números. Vamos.

Fuera, ella abrió el cobertizo y él entró. Olía a tierra mojada. En una de las paredes había una fila de botas de goma, grandes y pequeñas, como había dicho. Había diez o doce pares en total. Algunas eran para niños; había también unas botas Wellington verdes gigantescas.

—¿Son de todos los chicos que han vivido aquí? —preguntó mientras se probaba un par.

—Y más —dijo ella, agachándose para poner derechas las botas que se habían caído. Al agacharse, la falda dejó al descubierto unas pantorrillas blancas.

—¿Cuánto tiempo llevas acogiendo niños?

—Oh, no lo sé, cielo. Más de diez años, creo.

—¿Te pones triste cuando se van?

—No si van a un buen hogar. Un par de veces los adoptaron buenas familias.

—A veces volvemos con nuestras madres…

—Cierto. A veces, si es lo mejor.

Las botas le quedaban un poco grandes, pero servían. Siguió a Minnie cuando entró en el gallinero y el cobertizo. El interior olía a pis. Las aves cacareaban a sus pies y pensó en alejarlas a patadas, como solía hacer con las palomas en el parque, pero se contuvo.

—Yo me ocupo de Hector —dijo ella—. Es viejo y a veces tiene mal genio. Me encargo de él desde que me levanto. Tu trabajo consiste en dar de comer a las gallinas y buscar huevos. Es el trabajo más importante. Hector está aquí solo porque le quiero, pero las gallinas son las que dan dinero. Te voy a enseñar cómo darles de comer y luego podemos buscar los huevos. Es muy fácil, se aprende enseguida y así puedes hacerlo por la mañana antes de ir al colegio. Va a ser tu trabajo.

El gallinero medía unos cuarenta y cinco metros. Tenía una parte cubierta, pero el resto estaba al aire libre. Daniel la observó mientras cogía puñados de pienso y los esparcía por el camino. Le pidió que lo intentase, de modo que Daniel la imitó.

—Es maíz —dijo Minnie—. El granjero de al lado me lo da a cambio de una caja de huevos. Ojo, no eches mucho. Basta con uno o dos puñados. Se comen las sobras de la cocina y además están la hierba y las malezas que tanto les gustan. ¿Cuántas crees que hay?

—Unas cuarenta —afirmó.

Minnie se volvió y miró a Daniel de un modo extraño, con la boca abierta.

—Muy bien, sabelotodo. Hay treinta y nueve. ¿Cómo lo has sabido?

—Es la impresión que me ha dado.

—Muy bien, ahora, mientras están ocupadas comiendo, vamos a buscar los huevos. Toma… —Entregó a Daniel una bandeja de cartón—. Se nota dónde han estado sentadas —dijo—. ¿Lo ves? Mira, aquí tengo uno. Bien grande y hermoso.

A Daniel no le gustaban ni la granja ni la casa, pero descubrió que le agradaba esa tarea. Lo embargó una poderosa ráfaga de alegría según buscaba y hallaba los huevos. Estaban sucios, salpicados con excrementos de gallina y cubiertos de plumas pegajosas, pero le gustaban. A diferencia de lo que le ocurría con la mariposa de porcelana y las gallinas, no quería romperlos. Se quedó uno y se lo metió en un bolsillo a escondidas. Era pequeño y marrón, y aún estaba templado.

Tras acabar, contaron los huevos. Había veintiséis. Minnie comenzó a moverse por el patio, preparando la comida de Hector y hablando con las gallinas, que cloqueaban en torno a sus tobillos. Había un rastrillo apoyado contra la pared y Daniel lo cogió. Era casi demasiado pesado para él, pero lo alzó por encima de la cabeza como un levantador de pesos. Cayó a un lado.

—Cuidado, cielo —dijo ella.

Daniel se agachó y lo volvió a coger. Minnie estaba agachada, lo que realzaba su enorme trasero. Con el rastrillo cerca de la cabeza, dio un paso al frente y la pinchó en el culo.

—Venga —dijo Minnie, que se irguió enseguida—, deja eso. —Tenía un acento raro, sobre todo al pronunciar ciertas palabras.

Daniel le sonrió, blandió el rastrillo y dio un paso hacia ella, y otro, apuntándola a la cara con las púas del rastrillo. Una vez más, Minnie no se apartó.

Daniel sintió una súbita sacudida cuando su pelvis fue lanzada contra su columna vertebral. Soltó el rastrillo y lo sintió de nuevo. La cabra volvió a embestir en su región lumbar y él se cayó encima del rastrillo, con la cara en el barro. Se levantó de inmediato y se dio la vuelta, los puños cerrados, listo para pelear. La cabra bajó la cabeza, de modo que Daniel vio la cornamenta marrón.

—No, Dani —dijo Minnie, que lo cogió del codo y lo apartó—. ¡Ni se te ocurra! Te aplastaría. Esa vieja cabra me tiene cariño. No le ha gustado lo que has hecho. Déjala tranquila. Si esos cuernos te alcanzan, acaban contigo.

Daniel permitió que lo alejase. Caminó hacia la casa, de lado, para no perder de vista a la cabra. Al acercarse a la puerta, le sacó la lengua a Hector. La cabra embistió de nuevo y Daniel entró corriendo en la casa.

Minnie le dijo a Daniel que se lavase y se preparase para salir. Obedeció, y ella se quedó mientras tanto en la cocina lavando los huevos y colocándolos en la bandeja.

Daniel se lavó la cara en el baño, se cepilló los dientes y fue a rastras a su dormitorio. El huevo, aún entero, seguía en su bolsillo y lo guardó en el cajón de la mesilla de noche. Lo puso en un guante y colocó tres calcetines a su alrededor, como si fuese un nido, para que conservase el calor, cerró el cajón y estaba a punto de bajar cuando se le ocurrió algo. Regresó a la habitación, cogió el collar de su madre y lo dejó junto al nido, justo al lado del huevo. Comprobó si los cuernos de la cabra le habían dejado arañazos en la espalda y las nalgas. Tenía rasguños en las palmas debido a la caída.

Minnie se estaba poniendo una bufanda de lana rosa. Aún llevaba la misma falda gris y las botas del día anterior. Por encima de la rebeca, se puso un abrigo verde. Como le quedaba estrecho y no podía abrochar los botones, salió así, con el abrigo abierto y la bufanda al viento.

Minnie dijo que iban a apuntar a Daniel en el colegio y luego comprarían ropa nueva para él.

—Vamos andando —dijo cuando pasaron junto al coche. Era un Renault rojo oscuro de cuyo espejo derecho colgaban telarañas—. De todos modos, tengo que enseñarte cómo se va, ¿no?

Daniel se encogió de hombros y la siguió.

—Odio ir a la escuela —dijo—. Seguro que me expulsan. Siempre me expulsan.

—Bueno, si tienes esa actitud, no me sorprende.

—¿Si tengo qué?

—Sé optimista. Si lo eres, quizás te lleves una sorpresa.

—¿Como pensar en que mi madre va a mejorar y así se cumplirá?

Minnie no dijo nada. Él caminaba un paso por detrás de ella.

—He deseado eso durante años y nunca ha ocurrido.

—Ser optimista no es lo mismo que pedir deseos. Tú estás hablando de pedir deseos.

Caminaron unos quince metros antes de llegar a un camino de verdad. Minnie le dijo que se tardaba veinte minutos en llegar a la escuela.

Primero pasaron ante unas fincas, a continuación un parque, luego un prado con vacas. Mientras paseaban, Minnie habló acerca de Brampton, aunque Daniel dijo que no le interesaba. No iba a quedarse mucho tiempo.

Brampton estaba unos tres kilómetros al sur de la muralla de Adriano, según dijo ella. Cuando Daniel admitió que nunca había oído hablar de la muralla, Minnie dijo que lo llevaría un día. Estaba a unos quince kilómetros de Carlisle y a casi noventa de Newcastle.

«Casi noventa», pensó Daniel caminando detrás de ella.

—¿Estás bien, cariño? —preguntó—. No estás muy hablador.

—Estoy bien.

—¿Qué te gusta hacer? No estoy acostumbrada a los muchachos, no. Tienes que ponerme al día. ¿Qué te gusta, eh? ¿El fútbol?

—No sé —dijo Daniel.

Pasaron ante el parque y Daniel se volvió a mirar los columpios. En uno de ellos un hombre corpulento, solo, se dejaba mecer suavemente sobre un pie.

—¿Quieres montarte? Tenemos tiempo, ¿sabes?

—Hay un tipo ahí —dijo, con los ojos entrecerrados por el sol.

—Es solo Billy Harper. Billy no te va a molestar. Le encantan los columpios. De siempre. Es un buen tipo. No haría daño a una mosca. Por aquí, cariño, todo el mundo se conoce. Es lo peor del lugar, ya lo verás. Pero lo bueno es que una vez que sabes de qué pie cojean los demás ya no hay nada que temer. No hay secretos en Brampton.

Daniel pensó en ello: no hay secretos y todo el mundo sabe de qué pie cojeas. Sabía cómo eran los pueblos pequeños. Lo habían llevado a unos cuantos, cuando su madre estaba enferma. No le gustaban. Le gustaba Newcastle. Quería vivir en Londres. No le gustaba que la gente supiese de qué pie cojeaba.

Como si oyera sus pensamientos, Minnie dijo:

—Entonces, ¿te gusta Newcastle?

—Sí —respondió.

—¿Te gustaría volver a vivir ahí?

—Quiero vivir en Londres.

—Vaya, ¿de verdad? Londres, qué buena idea. Me encantó. Si te mudas a Londres cuando crezcas, ¿qué crees que vas a ser?

—Voy a ser carterista.

Daniel pensó que lo iba a regañar, pero ella se volvió y le dio un golpecito con el codo.

—¿Como Fagin?

—¿Quién es ése?

—¿No conoces Oliver Twist?

—Tal vez. Sí, creo que sí.

—Sale un anciano, un carterista… Acaba mal.

Daniel dio patadas a las piedras. Una vaca se dio la vuelta y se dirigió hacia él. De un salto, Daniel se situó detrás de Minnie.

—Ay, muchacho —se rio Minnie—, las vacas no te van a hacer nada. Con los toros sí has de tener cuidado. Ya aprenderás.

—¿Cómo sabes si es una vaca o un toro?

—Vaya, qué suerte tienes. Estás en Brampton, un pueblo lleno de granjeros… Aquí puedes averiguarlo.

—Pero eso es una vaca, ¿verdad?

—Sí.

—Una vaca vieja como tú.

Minnie se volvió hacia él, dejó de caminar y lo miró. Tenía la respiración entrecortada y las mejillas rojas. Una vez más, la luz de sus ojos se había extinguido. El corazón de Daniel comenzó a latir muy rápido, como cuando volvía junto a su madre tras una ausencia. El corazón se le desbocaba al tocar el pomo de la puerta, sin saber con qué se encontraría al abrir.

—¿Te he insultado alguna vez desde que llegaste?

Daniel la miró, con los labios entrecerrados.

—¿Sí o no?

Negó con la cabeza.

—Habla.

—No, no lo has hecho.

—Todo lo que pido es que me trates igual. ¿Comprendes?

Asintió.

—Y ya que estamos, pronto vas a tener que devolver la mariposa.

—¿Qué quieres decir?

—Te dije que te la podías quedar unos días, pero la necesito. Esta noche, cuando te laves la cara y te cepilles los dientes, quiero que la dejes en su sitio, ¿comprendes?

Asintió de nuevo, pero Minnie ya le daba la espalda.

—He preguntado si lo comprendes.

—Sí —dijo, más alto de lo que pretendía.

—Bien —dijo ella—. Me alegra que nos entendamos el uno al otro. Ahora, olvidémoslo.

La siguió, mirando el movimiento de sus botas en la hierba y las salpicaduras de barro de la falda. Tenía una sensación extraña en los brazos y los agitó para librarse de ella.

—¡Mira! —dijo Minnie, que se detuvo y señaló al cielo—. ¿Lo ves?

—¿El qué?

—¡Un cernícalo! ¿Ves las alas que acaban en punta y la larga cola?

El pájaro esculpió un amplio arco en el cielo y se posó en lo alto de un árbol. Daniel lo vio y alzó la mano para verlo con mayor claridad.

—Son preciosos. Hay que tener cuidado para que no se coman a los polluelos, pero qué elegantes son, ¿verdad?

Daniel se encogió de hombros.

Llegaron a la escuela, un viejo edificio rodeado de barracones destartalados. No le gustó su aspecto, pero siguió a Minnie por las escaleras. No habían concertado una cita, por lo que tuvieron que sentarse y esperar. No le gustaban los colegios y sentía que el techo lo oprimía. Una vez más, ella pareció darse cuenta de cómo se sentía.

—No pasa nada, cielo —dijo—. No tienes que empezar hoy. Solo vamos a matricularte. Cuando acabemos, vamos a buscarte ropa nueva. La puedes escoger tú mismo. Siendo razonable, claro, que no estoy forrada —dijo acercándose.

Casi olía a flores. Sin duda, el hedor de la ginebra de la noche anterior, pero también el limón y el olor húmedo de la lana, las gallinas y, por algún motivo, la hierba de verano por la que habían pasado de camino al colegio. Por un momento, al olerla, se sintió más cerca de ella.

El director del colegio estaba listo para verlos. Daniel creía que Minnie le iba a decir que esperase fuera, pero lo agarró por el codo y entraron juntos al despacho del director. Era un hombre de mediana edad, con gafas de gruesos cristales. Daniel lo odió antes incluso de haberse sentado.

Minnie tardó siglos en sentarse en la silla junto a Daniel, frente al escritorio del director. Se quitó la bufanda y el abrigo y dedicó un tiempo a alisarse la rebeca y la falda. Daniel notó que había dejado huellas de barro que iban de la sala de espera a la oficina.

—Minnie —dijo el director—, siempre un placer.

Gracias a una placa triangular en el escritorio, Daniel supo que se llamaba F. V. Hart.

Minnie tosió y se giró hacia Daniel.

—Sí —dijo Hart—. ¿Y a quién tenemos aquí?

—Este es Daniel —dijo Minnie—, Daniel Hunter.

—Ya veo. Y ¿cuántos años tienes, Daniel?

—Once —dijo. Su voz sonaba extraña en el despacho, como la de una niña. Daniel volvió a mirar la alfombra y las botas embarradas de Minnie.

Los ojos del señor Hart se entrecerraron al observar a Daniel. Minnie abrió una bolsa y puso un papel delante del señor Hart. Era un documento de Servicios Sociales. El señor Hart lo cogió y encendió la pipa al mismo tiempo, mordiendo con fuerza la boquilla y succionando hasta que el humo, sucio y pesado, flotó sobre Minnie y Daniel.

—Parece que no tenemos los papeles de su último colegio. ¿Cuál fue?

—Quizás le podrías preguntar a él. Está sentado aquí mismo.

—¿Y bien, Daniel?

—El colegio Graves, en Newcastle, señor.

—Ya veo. Se lo pediremos. ¿Qué tipo de alumno fuiste allí, Daniel, en tu opinión?

—No sé —dijo. Oyó la respiración de Minnie y pensó que quizás le estuviese sonriendo, pero vio que ni siquiera lo miraba. Hart alzó las cejas y Daniel añadió—: No el mejor.

—¿Por qué presiento que esas palabras se quedan cortas? —dijo Hart, que volvió a encender la pipa y aspiró hasta que le salió humo por la nariz.

—Esto es un nuevo comienzo para ti —dijo Minnie mirando a Daniel—. ¿No es así? A partir de ahora, piensa en ser bueno y ejemplar.

Se volvió hacia ella y sonrió, se volvió hacia Hart y asintió.

A la mañana siguiente, Daniel se despertó abrumado por el recuerdo del nuevo colegio, más pesado que las mantas de la cama. ¡Cuántos colegios nuevos! Escuchó a las gallinas del patio y el arrullo de las palomas en los canalones. Había vuelto a soñar con su madre. Estaba recostada en el sofá del viejo apartamento y no lograba despertarla. Llamó a una ambulancia, pero la ambulancia no llegaba, así que trató de reanimarla, trató de darle el beso de la vida como en la televisión.

El sueño se asemejaba a una de sus vivencias. Gary, el novio de su madre, les dio una paliza a ambos, a él y a su madre, y se llevó casi todo el dinero y una botella de vodka. La madre de Daniel se gastó lo que le quedaba del subsidio en un pico porque, según dijo, quería sentirse mejor.

Cuando Daniel se despertó en mitad de la noche, ella colgaba con medio cuerpo fuera del sofá y tenía los ojos medio abiertos. Daniel no logró despertarla y llamó a una ambulancia. En la vida real la ambulancia llegó enseguida y su madre revivió. Daniel tenía cinco años.

Una y otra vez soñaba con ella. Nunca conseguía salvarla.

Tumbado sobre un costado, Daniel metió las manos en el cajón de la mesilla. Las manos se cerraron sobre el huevo, ahora frío como una piedra. Lo calentó en la palma de la mano. Una vez más exploró el cajón, buscando con los dedos el collar barato que su madre le regaló un día por ser bueno. «Por ser bueno».

No estaba ahí.

Daniel se sentó y sacó el cajón. Puso el huevo en la almohada y buscó el collar. Dio la vuelta al cajón y sacudió el calcetín y los libros para niños, la pluma y los sellos viejos arrancados de sobres que habían dejado en el cajón los otros niños. El collar no estaba ahí.

—No puedo ir a clase —dijo. Estaba vestido con la ropa que había preparado para él: calzoncillos y camiseta blancos, pantalones grises y una camisa blanca. Se había abotonado la camisa a toda prisa y los botones no coincidían. Se plantó ante ella frunciendo el ceño, con el pelo revuelto.

Minnie le estaba sirviendo gachas y se puso una aspirina en un vaso.

—Claro que puedes, cariño. Te he preparado la comida. —Le acercó una bolsa con bocadillos.

Daniel se quedó ante ella temblando, el huevo en la mano derecha. Los calcetines limpios estaban ensuciándose en el suelo de la cocina.

—¿Has robado mi collar? —Solo podía hablar en susurros.

Minnie alzó una ceja.

—Estaba en un cajón con el huevo y ahora no está. Dámelo, ya mismo.

Daniel tiró el huevo contra el suelo de la cocina y se rompió con un ruido que envió a Blitz de vuelta a su cesta de un salto.

Minnie se inclinó y guardó los bocadillos en la mochila. Daniel le arrebató la bolsa y la arrojó al otro lado del suelo. Minnie se irguió, muy derecha, y juntó las manos frente a ella.

—Tienes que ir al colegio. Si me devuelves la mariposa, te devuelvo el collar.

—Voy a destrozar tu mariposa de mierda si no me das el collar, vieja vaca ladrona.

Minnie le dio la espalda. Pensó en sacar la navaja del bolsillo, pero el cuchillo no había surtido ningún efecto en ella. Se dio la vuelta y corrió escaleras arriba. Había escondido la mariposa bajo el colchón.

—Toma —dijo, dejándola sobre la repisa—. Aquí tienes tu estúpida mariposa, ahora dame el collar.

Minnie llevaba el collar puesto. Daniel no se lo podía creer. Se lo quitó, se lo ofreció a Daniel y se guardó la mariposa en el bolsillo.

—¿Qué hemos aprendido de esto, Danny? —dijo mientras recuperaba el aliento.

—Que eres una gorda ladrona de mierda.

—Yo creo que hemos aprendido que los dos tenemos cosas preciosas. Si tú respetas las mías, yo respetaré las tuyas. ¿Recuerdas cómo se va a la escuela?

—Vete a la mierda.

Se puso los zapatos y cerró de un portazo, arrastrando la mochila detrás de sí. Por el camino fue dando patadas a las ortigas y los dientes de león. Cogió piedras y se las tiró a las vacas, pero estaban demasiado lejos. Billy Harper no estaba en los columpios, así que Daniel se paró y les dio vueltas para que los niños no pudiesen jugar con ellos. Llegó tarde a la escuela, pero no le importó.

No le importaban las últimas oportunidades ni los nuevos comienzos. Solo quería que todo el mundo se fuese a la mierda y le dejasen en paz.

Le amonestaron por el retraso.

Su profesora era la señorita Pringle y le recordó a la mariposa. Vestía un suéter azul pálido y tenía el pelo rubio, que le llegaba a media espalda. Sus ajustados vaqueros lucían una rosa bordada en el bolsillo. Era la profesora más joven que jamás había tenido.

—¿Te importaría sentarte a la mesa azul, Daniel? —dijo la señorita Pringle, agachándose un poco para hablar con él con las manos entre las rodillas.

Daniel asintió y se sentó a la mesa, junto al escritorio de la señorita Pringle. Había dos chicos y dos chicas en la mesa. Había un papel azul pegado en medio de la mesa. Daniel se sentó con las manos bajo la mesa, la mirada perdida en un lugar del suelo cercano al escritorio.

—Muchachos y muchachas, estamos encantados de dar la bienvenida a Daniel. ¿Os gustaría decir bienvenido a clase?

—Bienvenido a clase, Daniel.

Sus hombros se encorvaron al sentir las miradas sobre él.

—Daniel viene de Newcastle. A todos nos gusta Newcastle, ¿verdad?

Hubo una serie de comentarios y ruidos de sillas. Daniel alzó la vista hacia su profesora. Parecía a punto de hacerle una pregunta, pero desistió. Daniel se sintió agradecido.

A lo largo de la mañana, la señorita Pringle le frotaba la espalda y se inclinaba junto a él para preguntarle si todo iba bien. Como no estaba haciendo la tarea, pensó que no sabía.

Los chavales de su mesa se llamaban Gordon y Brian. Gordon dijo que le gustaba el estuche de Daniel, que Minnie le había comprado. Daniel se acercó a Gordon y le susurró que, si lo tocaba, le apuñalaría. Daniel le dijo que tenía una navaja. Las chicas se rieron y él les prometió que se la enseñaría.

Las chicas se llamaban Sylvia y Beth.

—Mamá dijo que eres el nuevo niño de la Flynn —dijo Sylvia.

Daniel se reclinó contra el escritorio, frente al cuaderno que tenía cubierto con dibujos de pistolas, aunque la señorita Pringle les había pedido que escribieran acerca de su pasatiempo favorito.

Beth se inclinó y cogió el cuaderno de Daniel.

—Devuélvemelo —dijo.

—¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí? —preguntó Beth, los ojos rebosantes de alegría, sosteniendo el cuaderno fuera de su alcance.

—Cuatro días. Dame el cuaderno o te tiro del pelo.

—Si me tocas, te doy una patada en las pelotas. Mi papá me enseñó. Ya sabes que la vieja Flynn es una bruja irlandesa, ¿no? ¿Has visto ya su escoba?

Daniel tiró a Beth del pelo, pero no tan fuerte como para que llorase. Estiró el brazo y le arrebató el cuaderno.

—Ten cuidado. Echa a todos los niños al guiso. Se comió a su hija y luego mató a su marido con el atizador del fuego. Lo dejó desangrándose en el jardín de atrás y la sangre manchó toda la hierba…

—¿Qué pasa aquí? —La señorita Pringle tenía las manos apoyadas en las caderas.

—Daniel me ha tirado del pelo, señorita.

—No se dicen mentiras, Beth.

En el patio, a la hora del almuerzo, Daniel comió el bocadillo de queso y pepinillos que había preparado Minnie, mientras miraba a los chavales que jugaban al fútbol. Se sentó en el muro para mirar, husmeando el viento, tratando de llamar la atención de alguien. Cuando terminó la comida, tiró la bolsa al suelo. El viento la arrastró hacia la alcantarilla, cerca de la alambrada. Se metió las manos en el bolsillo y se arqueó. Hacía frío, pero no tenía adonde ir hasta la hora de volver a clase. Le gustaba verlos jugar.

—¿Quieres jugar, tío? Nos falta uno.

El muchacho que le preguntó era bajo, como Daniel, de pelo rojizo y pantalones grises manchados de barro. Se limpió la nariz con la manga mientras esperaba la respuesta de Daniel.

Daniel saltó del muro y se acercó con las manos en los bolsillos.

—Claro, tío.

—¿Sabes jugar?

—Sí.

Se sintió bien al jugar. Desde que se peleó con Minnie por el collar, había sentido en el estómago algo oscuro y pesado, que se desvaneció un momento mientras corría a lo largo del campo embarrado. Quería marcar, demostrar su valía, pero no se presentó la oportunidad. Jugó con intensidad, hasta quedarse sin aliento cuando sonó la campana.

El muchacho que le había pedido que jugase se le acercó al final. Caminó junto a Daniel, con el balón bajo el brazo.

—Juegas bien. Puedes jugar otra vez mañana, si Kev no viene.

—Vale.

—¿Cómo te llamas?

—Danny.

—Yo, Derek. ¿Eres el nuevo?

—Sí.

Un chaval de pelo negro trató de quitarle el balón a Derek.

—Dámelo. Es mío. Este es Danny.

—Ya lo sé —dijo el chaval de pelo negro—. Tú eres el chico nuevo de la granja Flynn, ¿verdad? Nosotros vivimos en la granja de abajo. Mamá me dijo que Minnie la Bruja tenía un chico nuevo.

—¿Por qué la llamas bruja?

—Porque lo es —dijo Derek—. Más te vale que tengas cuidado. Mató a su hija y luego a su marido en el jardín de la casa. Lo sabe todo el mundo.

«No hay secretos —pensó Daniel—. Todo el mundo sabe de qué pie cojeas».

—Mi madre vio a su marido muriéndose y llamó a la ambulancia, pero era demasiado tarde —dijo el chaval de pelo negro. Sonreía a Daniel, mostrando un hueco entre los dientes.

—¿Por qué tendría que ser bruja? A lo mejor es solo una asesina.

—¿Por qué no la acusaron nunca, entonces? Mi padre dice que basta mirarla para saber que algo no anda bien. Tal vez acabes como la última.

—¿Qué quieres decir?

—Solo estuvo en casa de Minnie un mes. En la escuela nadie sabía su nombre. Una chica tranquila, normal. Le dio un patatús en el patio y murió.

El chaval de pelo negro se tiró al suelo para imitar el ataque de la niña. Yacía con las piernas abiertas y sacudía los brazos, convulsos y electrizados.

Daniel lo observó. Sintió unas súbitas ganas de patearlo, pero se contuvo. Se encogió de hombros y los siguió al colegio.