CAPÍTULO 31
Las brumas de la mañana todavía envolvían el valle cuando Alaina se levantó y se vistió con cuidado. Tenía la intención de preguntar a Cole acerca de sus votos matrimoniales. Serían una pareja de casados o no lo serían, pero ella no viviría pendiente de los cambios de ánimo de él.
Cuando bajó la escalera, Miles se acercó corriendo del fondo de la casa. Alaina se dirigió hacia la puerta cerrada del estudio, pero el sirviente se interpuso con decisión.
—Buenos días, señora. — Todavía estaba anudándose la corbata.
Alaina le sonrió.
—Iba a ver si mi marido está despierto.
Miles le impidió el paso.
—Le pido perdón, señora, pero el doctor me dio órdenes estrictas de que nadie lo molestara. Y — tragó nerviosamente — vuelvo a pedirle perdón, señora… — se aclaró la garganta — especialmente usted.
En el breve silencio que siguió Alaina pudo oír el rítmico golpear del bastón de Cole en el interior del estudio. Tan graciosamente como le fue posible, dijo.
—Comprendo, Miles.
Desayunó sola con la silla en un extremo de la mesa conspicuamente vacía. Salió del comedor y en ese momento vio a la señora Garth que levantaba la mano para llamar a la puerta del estudio. El ama de llaves se detuvo cuando Alaina pasó y bajó lentamente el brazo. En su otra mano traía una bandeja de plata con una botella de brandy sin abrir. Con silenciosa dignidad, Alaina fue hasta la escalera y subió. Antes de llegar a su habitación oyó la leve llamada de la señora Garth en la pesada puerta de roble del estudio.
Alaina arrugó la frente. Parecía como si en la casa todo el mundo supiera lo que pasaba y estuviese decidido a mantenerla alejada de él. Si Cole pensaba disolver sus problemas en licor, entonces los sirvientes habían recibido sus órdenes: no había que molestarlo.
¡Bueno! Eso también pasaría. En algún momento él tendría que salir.
Por la tarde, Olie llevó una silla junto a la puerta del estudio y se sentó como un guardián mientras Miles se ocupaba de otros menesteres. A través de la gruesa puerta se oía la voz de Cole cantando una canción muy desentonado y con voz pastosa.
Más tarde Peter se hizo cargo de la guardia ya la mañana siguiente Miles se levantó más temprano y ya estaba en el vestíbulo cuando ella bajó. Alaina no intentó acercarse a la puerta, pero respondió al saludo de Miles con una inclinación de cabeza y fue a desayunar. Alrededor del mediodía Peter regresó para montar guardia. Durante la cena, ningún sonido salió del estudio aunque Olie cumplía su turno de guardia.
A la tercera mañana Alaina bajó un poco más tarde que lo habitual. Había puesto un cuidado especial en su tocado. Su cabello brillaba y sus mejillas lucían un hermoso color. Seguramente, pensó ella, Cole ya habría obtenido suficiente solaz de la botella. Pero la puerta seguía cerrada, el estudio estaba silencioso y Miles, como de costumbre, se encontraba allí. Annie sirvió el desayuno a Alaina y otra vez la dueña de casa comió sola. Alaina suspiró profundamente y fue con una taza de café hasta la ventana desde donde se disfrutaba de una vista espléndida del río. Toda su determinación de encararse a Cole había dejado lugar a un simple deseo de verlo. Pero hasta eso parecía imposible.
La primera sensación de que la observaban fue el erizamiento de los cabellos de su nuca, aunque esta vez Alaina siguió bebiendo su café hasta que pasó el primer estremecimiento de miedo. Aquí no había amenaza alguna; eso lo intuyó. Sin dar ninguna indicación de sus intenciones, se volvió. La puerta de la cocina crujió al cerrarse.
¡Había alguien allí! Alaina corrió, dejó la taza sobre la mesa y abrió la puerta. Dio un paso, se detuvo, escuchó atentamente. No había nadie en la habitación pero oyó un suave tarareo, una canción sin palabras que se acercaba. Se abrió la puerta que llevaba al sótano y Annie apareció en la cocina apretando contra su pecho varias jarras de barro. Cuando vio a la nueva ama en la cocina se detuvo sorprendida y cesó de canturrear.
—¿Vio a alguien pasar por aquí? — preguntó Alaina, confundida.
—No, señora. — La robusta cocinera soltó un suspiro y dejó su carga. — Como puede ver, yo me encontraba en el sótano donde fui a buscar algunas cosas. ¿Cómo podría saber si alguien pasó por aquí?
—Creo que tiene razón. — Alaina se mordió el labio y regresó al comedor. Se sintió molesta consigo misma porque parecía que hubiera empezado a perseguir sombras por la casa. Casi dudó de su cordura.
Con cierta irritación, comprendió que últimamente pasaba demasiado tiempo sentada y pensando. Si esto era lo mejor que podía hacer para ocupar su tiempo, pronto necesitaría un poco del brandy de Cole para fortificar su espíritu. El interior de la casa estaba bien cuidado, pero el exterior pedía muchas cosas en silencio. Allí estaba el jardín de rosas, esperando. Su humor cambió rápidamente cuando encontró algo para distraerse y no pensar en Cole. Subió a su habitación, no pensó en la desaprobación de él y se puso su vestido más modesto, el de viuda, sin los puños ni el cuello de encaje. Encontró un par de zapatos viejos que había traído consigo y un pañuelo para cubrirse el pelo. Puso otro en su cinturón y sacó un par de guantes viejos.
Alaina se acercó con cautela al jardín de rosas hasta que estuvo segura de que las cortinas del estudio de Cole seguían bien cerradas. Con una azada y un rastrillo que tomó del cobertizo de herramientas del fondo de la casa se puso a trabajar con diligencia, de rodillas, y empezó a arrancar puñados de hierbas y hojas secas ya poner nuevamente con cuidado las pequeñas piedras que marcaban los bordes de los arriates y que se habían caído. Necesitaba aflojar las tensiones que se habían acumulado en ella durante los últimos días y además quería mejorar el aspecto del pequeño jardín.
La tibieza del día de otoño y el trabajo empezaron a apoderarse de ella. Se irguió para aflojar el cuello del vestido negro y desprender los botones que llegaban hasta el codo, a fin de poder arremangarse. Usando la azada, removió la tierra hasta que quedó fresca y oscura debajo de los espinosos arbustos. El trabajo era duro y después de un tiempo hizo una pausa, tanto para recuperar el aliento como para observar los resultados. La tierra se adhería a la delantera de su falda y resistió sus esfuerzos por quitarla. Sacó el pañuelo de su cinturón y se secó la transpiración que corría entre sus pechos. Después, cuando se secaba el cuello, levantó la cabeza y quedó inmóvil. Cole estaba observándola desde la ventana abierta de su dormitorio. Se veía prolijamente vestido, con una camisa impecable, y aquí estaba ella, transpirada, sucia y con el vestido que él detestaba.
Cole se quitó lentamente el cigarro de la boca y lanzó hacia ella una larga nube de humo. Alaina bajó la vista y gimió interiormente de frustración. ¡Tres mañanas levantada! ¡Tres mañanas impecablemente vestida! ¡Dos días esperando que apareciera su amo! ¿Y de qué le había servido? La ventana se cerró con un ruido seco y cuando ella volvió a mirar, Cole había desaparecido.
—¡Oh! ¿Por qué tuvo que sorprenderme así? — dijo en voz alta.
—¡Mil perdones, señora! — respondió una voz desde el frente de la casa. Alaina se volvió y vio a Braegar montado en uno de sus caballos de largas patas.
—¿Sería suficiente — dijo él, apeándose — si me volviera y prometiera no mirar esta vez?
Alaina sacudió su falda sucia de tierra y deseó que su rubor no fuera demasiado evidente.
—¡Doctor Darvey! ¡No esperaba visitas!
—No tiene importancia. — Braegar se inclinó para recoger el pañuelo que ella había dejado caer. — Simplemente, tendré que conformarme con la belleza que encuentre a mano. — Con la última palabra, extendió una mano para ayudarla a ponerse de pie.
Por un breve momento Alaina lo miró confundida, después rió al advertir.el cumplido y aceptó la mano ofrecida. Hizo un graciosa reverencia.
—Usted es muy gentil, señor, y ha hecho mucho por levantar mi ánimo en este hermoso día. — Levantó una mano para señalar el vibrante azul del cielo y los ricos colores otoñales de las laderas de las colinas. — Si sus inviernos son todos como éste, creo que podré tolerarlos.
—¡Invierno! — replicó Braegar—. Mi querida e inocente Alaina, tendré que advertirle que esto es sólo el breve veranillo indio. Será mejor que se prepare porque el invierno está en camino. — Señaló los rosales. — Sepa que en primavera estarán muertos si los deja así.
—¿Cómo? — Alaina se sintió desalentada al pensar que todo su trabajo había sido para nada.
Braegar adoptó un tono profesional y aprovechó la oportunidad de decir un discurso.
—Quizá si los cubre con tierra y encima una gruesa capa de hojas, sobrevivan.
—¿Eso es todo?
—Creo que sí. — De pronto pareció dudar. — En los nuestros parece dar resultado.
Alaina sonrió.
—¿Y ha recorrido toda esa distancia para ayudarme a cuidar las rosas? ¡Realmente, usted es todo un caballero!
El se quitó el sombrero.
—¡Señora! ¡Viajaría un millón de millas para ver su hermoso rostro!
Ella rió regocijada.
—Señor, debo decirle que nunca había oído lisonjas tan exageradas como las suyas.
—¡Señora! — Braegar se fingió ofendido—. ¿No cree en mi sinceridad?
—Soy algo desconfiada, señor, de los irlandeses y de los yanquis — repuso ella con intención.
Braegar la miró con ojos luminosos de risa.
—¿Y ha venido para domesticarnos a todos, Alaina?
Ella asintió con energía.
—Hasta donde me sea posible, doctor Darvey.
—¡Y juro que lo conseguirá! — Braegar se inclinó con jovialidad.
Alaina se quitó los guantes y los metió en su delantal.
—Creí que no volvería a verlo después de la otra noche.
Braegar se puso serio.
—Cole y yo hemos tenido antes nuestras diferencias. — Supiró profundamente. — Vine… — El hombre habitualmente locuaz quedó — se un momento sin palabras. — Sentí… la necesidad de alguna clase de disculpas.
Alaina meneó lentamente la cabeza.
No puedo darle ninguna, señor. Tendrá que venir de Cole.
No… no. — El agitó la mano en un gesto de fastidio. — Me refería a disculpas mías. Creo que yo tuve la culpa. Cualquiera que sea el tema digo lo incorrecto. No sé qué me pasa. — Empezaron a caminar juntos hacia el frente de la casa. — Podría haber sido él, podría haber sido yo. Si yo soy la causa, no sé qué he de hacer. Pero Cole es diferente desde que volvió de la guerra. — Con evidente agitación Braegar miró a la distancia. — El se ofreció voluntariamente, lleno de patriotismo y lealtad, de coraje y de indignación. Pero yo no vi motivos para arriesgar mi vida en esa estupidez llamada guerra, de modo que pagué para que fuera otro en mi lugar.
Braegar tomó las riendas de su caballo y caminaron en silencio mientras Alaina pensaba en su padre y sus hermanos. Por fin ella se detuvo y lo miró con sus firmes ojos grises.
En un sentido, usted tiene razón — dijo bruscamente—. Se necesita una clase especial de hombre con una clase especial de causa para ir a la batalla. No puedo sentirme de acuerdo con usted. No puedo aprobar sus acciones. — Se encogió de hombros. — Pero tampoco puedo condenarlo. En varias ocasiones, yo hubiera huido de haber tenido la oportunidad.
Braegar la estudió un largo momento.
Usted es una clase especial de mujer, Alaina Latimer, y es más buena que la mayoría. ¿Es eso lo que tiene Cole contra mí? ¿Que yo estoy intacto mientras él está medio lisiado?
—Creo que no — murmuró ella—. Por alguna razón, eso no parece encajar.
Braegar se sintió totalmente perplejo. Pasó las riendas sobre el cuello del caballo y se puso el sombrero.
—Quizás algún día averiguaré qué le está pasando a él y entonces lo solucionaremos. — Se tocó el ala del sombrero en un rápido saludo y montó. — Con algo de suerte, volveré a verla. Transmítale mis disculpas a su marido. Tengo un paciente rico, enfermo de gota, que me está esperando.
Alaina estaba de pie en el pórtico viéndolo alejarse cuando a sus espaldas se abrió la puerta. Segura de que era Cole, esperó hasta que él estuvo a su lado y sólo entonces habló.
—No tienes por qué preocuparte. Se ha marchado. — No obtuvo respuesta y después de una larga pausa, suspiró y dijo. — Vino a disculparse. — Miró de frente a su marido. — Por cualquier cosa inapropiada que haya dicho.
Cole siguió sin responder y Alaina bajó los ojos al verlo impecablemente vestido con una camisa de seda blanca, un chaleco rayado oscuro y pantalones haciendo juego. Se le veía cansado, pálido, demacrado, y Alaina pensó que era una pena que se descuidara tanto. — Estaba esperando poder discutir unos asuntos contigo —dijo Alaina con suavidad pero sin vacilar.
—Lo siento. — La miró fugazmente. — Estuve indispuesto.
—Así lo he notado — replicó ella secamente y en seguida se mordió el labio. No había querido que su comentario sonara tan cáustico.
Cole se limitó a mirar las colinas iluminadas por el sol.
—Habíamos llegado a un entendimiento — empezó ella, pero perdió parte de su determinación cuando él se puso ceñudo. Terminó en un susurro apenas audible: — Me acosas cada vez que sientes el impulso y yo deseo conocer tus intenciones.
Cole hizo una breve reverencia.
—Vaya, por supuesto que honorables, señora. ¿No fue eso parte de los votos que intercambiamos? Creo que algo se dijo en el sentido de que… para bien o para mal, hasta que la muerte nos separe.
Alaina sintióse herida en su orgullo por la manera brusca en que él se desentendió de sus acciones. Ella hubiera podido ser Al por la importancia que él daba a sus sentimientos. Quizá, una vez más, tenía dificultad en pensar en ella como en una mujer.Ya había admitido la existencia de ese problema cada vez que ella se ponía sus ropas de viuda.
Irritada, desenrolló una manga del vestido negro y empezó a abotonarla. No pudo encontrar motivos al resentimiento que sentía hacia él en ese momento.
—Teníamos un convenio, señor — insistió en la esperanza de provocar una respuesta que pudiera calmar su orgullo herido—. Usted prometió… y ha roto su promesa…
—He prestado muchos juramentos, señora — la interrumpió él —, uno como médico, uno a mi país, dos como esposo… y he llegado a. comprender que al formularlos he cometido muchas contradicciones.
El conflicto se había hecho evidente para él cuando le ordenaron abandonar a los heridos y retirarse de Pleasant Hill. En franca desobediencia a esa orden, él decidió quedarse. Las consecuencias de ese desafío poco hicieron para calmar su dolor, aunque fue honrado como héroe. Empero, sintió que su obligación era quedarse y encontrar medios de transporte para los heridos.
Su juramento como médico había entrado en conflicto con su casamiento con Roberta. Ella mintió repetidas veces a los pacientes que vinieron a consultarlo y los hizo marcharse. El último caso fue el de una niñita gravemente enferma que fue traída a la casa por sus padres. Roberta vio venir a la familia y los recibió en el pórtico, donde les dijo que él estaba muy lejos, aunque sólo se encontraba en el cottage. En aquel momento Braegar estaba atendiendo a una paciente hermosa y no se encontraba disponible. La niña, según él supo después, murió esa misma tarde, pero Roberta, al ser confrontada con la verdad, se encogió de hombros y dijo que el mundo estaría mejor sin esos seres despreciables semisalvajes.
Así, parecía que todos los juramentos que había hecho se volvían contra él y este último lo hizo con más fuerza que los otros.
—Mencionas el honor — dijo Alaina, arrancándolo de sus pensamientos—. Pero el voto fue triple. ¿Qué hay del amor y del cariño?
Siguió una breve pausa hasta que Cole decidió responder.
—Yo te estimo.
Ella no quedó satisfecha con la respuesta.
—¿Y el amor?
Cole se movió, inquieto.
—Siempre he sospechado de esa cosa ardiente que ocurre a primera vista — murmuró—. Le dirigió una rápida mirada y continuó, con deliberada lentitud. — ¿Cómo puedo determinar qué es el amor? Cuando un hombre y una mujer empiezan a entenderse, el amor comienza pequeño y crece con el paso del tiempo. Después florece con toda su plenitud.
—Con todo respeto, Cole — repuso Alaina —, ¡creo que eres un tonto maldito y ciego! ¡Un bebé empieza en unos instantes fugaces, pero dura toda una vida! Una bellota puede estar años en la grieta de una roca, pero cuando el viento la lleva a terreno fértil, germina con los primeros calores y la humedad de la primavera para convertirse en un poderoso roble que durará aproximadamente un siglo. El amor es la única cosa que uno debe entregar para conservarla. ¡Tiene que ser compartido, o se marchita! — Sus ojos relampaguearon y sus expresiones se sucedieron en su cara mostrando un variado panorama de emociones. — Tú eres como una enorme nube negra en un caluroso día de verano. Truenas y relampagueas y llenas el aire con grandes sonidos. Tus relámpagos asustan a las pequeñas, indefensas criaturas. Pero hasta que caiga la lluvia, hasta que eso que tú retienes sea compartido, la tierra y la vida seguirán secas y agostadas como antes.
Antes que Cole pudiera enarcar una ceja en divertida condescendencia, Alaina se volvió y se retiró.
Cuando Cole entró en la casa, dijo a Miles.
—Que Peter le lleve agua a la señora. Sin duda querrá bañarse.
—Sí, señor. ¿Y usted tomará ahora el desayuno?
El gesto afirmativo de Cole pareció aliviar algunas de las preocupaciones del sirviente.
—Annie se alegrará mucho, señor.
Cole se sentó a la mesa del comedor y aceptó una taza de café con brandy de la señora Garth. Luchó para librarse de una sensación que le era familiar desde su infancia. Lo único con lo que su padre era intolerante era la terquedad tonta y Cole había aprendido de pequeño que si insistía en una obvia tontería, habitualmente su padre buscaba una flexible varita de sauce y enseñaba a su hijo las consecuencias de semejante conducta. Después, el hijo había sufrido profunda desazón por haber probado los límites del decoro con tonto atrevimiento. Era esta misma desazón con lo que Cole luchaba ahora. Lo único que le faltaba era el dolor que causaba la varita de mimbre y, sin embargo, le era imposible determinar sinceramente la línea que había sobrepasado.
Terminó su desayuno, prefirió ignorar el plato de patatas fritas y se dispuso a saborear la segunda taza de café a la que olvidó añadir el chorro de licor. Deseó haber prestado más atención a las palabras de Alaina. Le había costado un esfuerzo extremado mantener una actitud severa y disimular su fascinación por el escote abierto de ella. Esos pechos habían subido y bajado con cada respiración mientras esos labios suaves lo regañaban.
Del pasillo llegó un grito de Alaina, y Cole, sorprendido, dejó la taza sobre el plato, empujó la silla hacia atrás y se dispuso a ponerse de pie. En ese momento entró ella desde el vestíbulo. Hubo un relámpago amarillo y negro cuando el vestido de noche de ella fue arrojado al regazo de él. Cole empezó a levantarse, pero advirtió que súbitamente ella es tuba cerca, casi sobre él, agitando un pequeño puño.
—¡Rata de pantano, barriga azul! — siseó ella como un gato salvaje deseoso de pelear. — ¡Iré desnuda antes de usar una sola de las ropas que compraste!
—Eso no me importaría — dijo él con calma—. Pero ¿a qué viene todo esto?
Alaina tomó el vestido.
—¡No me trates como a una idiota, maldito yanqui! — Sacudió el vestido hasta que por fin él vio grandes agujeros quemados en el corpiño y la falda.
—¿Crees que yo hice esto? — La miró, ahora él también encolerizado. — ¡Maldición, mujer! ¡Yo no fui!
Alaina tocó los bordes quemados mientras recordaba sus deseos de complacerlo y no pudo contener las lágrimas.
—Alaina. — La ira de Cole se apagó cuando vio esa mirada llorosa. Le puso una mano en la cintura e intentó consolarla. — No puedo imaginar quién en esta casa haría una cosa semejante. ¿No es posible que una ráfaga de viento lo hubiera arrojado sobre el fuego?
—No había fuego — murmuró suavemente Alaina. Su ira había sido remplazada por una creciente tensión en su pecho. — Alguien encendió la leña menuda en el hogar y arrojó el vestido encima.
—Te pido que creas — intentó Cole otra vez — que yo no haría una cosa así. Pero ¿quién, entonces? ¿Puedes nombrarme a alguien?
—No importa. — Habló tan suavemente que Cole tuvo que hacer un esfuerzo para escucharla. — Era uno de mis mejores vestidos. La señora Hawthorne me ayudó a obtenerlo. — Su voz empezó a quebrarse. — Yo quería que estuvieses orgulloso de mí, no por lo que me habías dado sino por lo que yo podía traerte.
Cole había afrontado las pataletas de Roberta hasta que se convirtieron en otra realidad de la vida, pero se sentía impotente e inseguro ante las lágrimas de esta joven.
«¡Ah, maldición — pensó—. ¡Regáñala un poco! ¡Que se encolerice! Cualquier cosa será mejor que esto…"
—¿Qué estoy viendo? — dijo en un tono levemente burlón—. ¿Esta es la persona que arrojó un estropajo a un hombre? ¿Es la que me sacó del río y me salvó la vida en medio de una guerra? ¿Esta persona que ahora veo que llora por un vestido estropeado? ¿Este es Al?
Alaina lo miró y en el mismo momento Cole comprendió su fracaso. Ahora las lágrimas fluían abundantes y dejaban huellas más claras en la cara sucia de tierra. Alaina habló y la voz le tembló con sollozos contenidos.
—Yo era una joven con el pelo que me llegaba más abajo de la cintura, criada en una buena familia para ser una dama distinguida. — Suspiró profundamente. — Los vi irse a todos, uno por uno. Enterré a mi madre y después tuve que cortarme el pelo. Tuve que frotarme la cara y el pelo con tierra. Tuve que ponerme unas ropas viejas y malolientes. Tuve que aprender a caminar como un muchacho. Tuve que escuchar toda tu cháchara acerca de darme un baño — ahora sollozaba en voz alta — mientras me sentía tan sucia que hubiera podido morirme. — Se inclinó hacia adelante y lo miró a los ojos. — ¿Comprendes? ¿No comprendes ahora? — Su voz se quebró en un gemido lastimero. — ¡No había ningún Al! ¡Siempre fui yo! —Se golpeó el pecho con el puño apretado. — ¡Siempre he sido Alaina! ¡Nunca… jamás… nunca existió un Al!
Los sollozos se quebraron y Alaina huyó, todavía aferrando el vestido amarillo. El sonido de su llanto siguió oyéndose hasta que se cerró la puerta de su dormitorio, dejando a Cole solo para soportar el opresivo silencio.