CAPÍTULO 14
Ahora más que nunca Alaina se sentía incómoda en su disfraz. Su nombre estaba en boca de todo el mundo y la cruel mentira manchaba el apellido familiar. Alaina MacGaren, buscada tanto por la Unión como por la Confederación. Ambos bandos deseaban verla colgada. El menor castigo, si la capturaban, sería la reclusión en Ship Island o en Fort Jackson. Pero allí eran enviados sureños leales a su causa y ella lo pasaría peor en sus manos si ellos creían que había ayudado a asesinar a los prisioneros confederados fugitivos.
Ella y los Craighugh estaban juntos atrapados en esta ironía de los acontecimientos. Alaina no podía marcharse, por el bien suyo como por el de ellos, y ellos estaban obligados a aceptar su compañía. Después de todo ella era pariente de sangre y ellos la sabían inocente. Empero, a Angus le resultaba imposible estar mucho tiempo en una habitación con su sobrina. Leala no soportaba ver herida a su sobrina, pero hasta a ella la afligía pensar lo que la presencia de Alaina en la casa significaba para el resto de la familia. Habían sufrido bastante desde la ocupación; la mujer temía tener que dar aún más. Ante los vecinos, que sabían que eran parientes de una tal Alaina MacGaren, la familia deploraba abiertamente las acciones de la muchacha. No podían correr el riesgo de negar la culpabilidad de la chica. Si todos los demás creían que era una renegada, ellos no podían expresar lo contrario.
Era la octava noche que Cole pasaba en el hospital, y por octava vez seguida, Roberta se había retirado a su habitación para llorar hasta quedar dormida, haciendo virtualmente imposible que nadie encontrase la paz del sueño antes que ella.
Con una copa de leche en la mano, Alaina cruzó pensativa el vestíbulo y se detuvo ante la puerta del salón para mirar hacia la estancia vacía. No eran más de las ocho de la noche, pero los Craighugh se habían retirado a su dormitorio, esperando quizá poder olvidar por unos momentos sus problemas o tal vez, detrás de sus puertas cerradas, reducir el ruido de los lamentos de Roberta.
Alaina se detuvo con su pie desnudo en el primer peldaño de la escalera cuando del camino privado empedrado llegó el ruido de cascos de caballo que se acercaban lentamente. Miró por la estrecha ventana junto a la puerta principal y vio el azul y dorado del uniforme de un oficial yanqui.
—¡Cole! — se dijo—. ¡Por fin viene!
Rápidamente inspeccionó su apariencia en el ornamentado espejo que colgaba en el vestíbulo. El muchacho Al le arrugó la nariz en un gesto de repugnancia y para añadir un toque más, Alaina se llevó el vaso a los labios y lo levantó hasta que tuvo un ancho bigote de leche sobre el labio superior. Sonriéndose en silencio, se desordenó el pelo y fue hasta la puerta. La abrió y se apoyó en el marco para observar al capitán, quien se apeó y ató su caballo al poste.
—Creí que nos había abandonado — comentó Al—. Y por todo el barullo que ha estado haciendo Roberta, supongo que ella pensó lo mismo.
Cole la miró en silencio, sacó las alforjas de su silla de montar y se las echó al hombro sin comentarios.
Alaina estaba decidida a fastidiarlo hasta el límite.
—Esos maullidos han estado molestándonos continuamente desde hace ocho días… días y noches. — Se encogió de hombros. — No lo he visto mucho en el hospital. Vaya, hasta pensé que se había marchado. ¡Río arriba, quizás! ¡Hasta Minnesota, tal vez!
—Límpiate la boca — dijo Cole secamente y entró en el vestíbulo.
Alaina se volvió, se apoyó en la pared y lo miró especulativamente mientras él dejaba sus alforjas en una silla.
—No puedo comprender por qué ha regresado para oír esos chillidos. — Señaló con la cabeza hacia el dormitorio de Roberta desde donde llegaban fuertes aullidos. — Pero tampoco comprendo cómo se las arregló después que lo metí en la cama aquella noche. Estaba borracho como una cuba. Vaya, casi me ahogó en el abrevadero antes que pudiera traerlo a la casa.
Cole miró de soslayo al jovencito de pelo revuelto y logró recordar algo de aquel suceso.
—Me parece que fuiste tú quien trató de ahogarme.
—¡Ja, ja! ¡De modo que lo recuerda! — Alaina rió, enganchó sus pulgares en su cinturón de cuerda y se acercó al aseado capitán. — No se lo veía tan atildado aquella noche. En realidad, según recuerdo, se veía condenadamente estúpido… para ser un matasanos yanqui.
Cole se irritó por las burlas de muchacho.
—No te has limpiado la boca — le recordó secamente.
Alaina apoyó las manos en sus caderas.
—Lo que me pregunto es si no hubiera preferido quedarse en el río ahora que lo atraparon y todo lo demás.
—¡No seas absurdo! — estalló Cole.
Alaina vio la mirada inquieta, casi imperceptible que él lanzó hacia la habitación de su novia desde la cual llegaban los gemidos de Roberta.
—Puede descansar — le aseguró con impertinencia—. Roberta casi ha terminado. No puede seguir así mucho tiempo más.
Cole se palpó los bolsillos como si hubiera olvidado algo y miró a su alrededor.
—No estará buscando una excusa para marcharse, ¿verdad? Le digo que puede quedarse tranquilo.
Cole lo fulminó con la mirada.
—¿Nunca cierras esa boca?
Al rió regocijado.
—Quisquilloso, ¿eh?
Cole abrió la boca para replicar, pero antes que pudiera pronunciar una palabra se abrió la puerta del cuarto de Roberta y la joven apareció. Al ver sólo a Alaina desde el otro lado de la balaustrada, se puso ceñuda.
—Me pareció oír voces… — exclamó.
Entonces vio a Cole. Con un grito de alegría, bajó volando la escalera, despreocupada de la sedosa transparencia de su camisón que se tensaba sobre su pecho. Se arrojó en los brazos de su marido y lo cubrió de besos extasiados.
—¡Oh, Cole, amado! Estaba tan preocupada por ti…
Penosamente, Alaina apartó la mirada de la exuberante novia que recibía a su novio. Hubiera querido hallarse a mil millas de donde estaba ahora, en cualquier parte con tal de no presenciar esto.
Cole observó al muchachito que se retiraba.
—Roberta, parece que estamos avergonzando al muchacho — dijo.
—¿Qué muchacho? — Roberta pareció perpleja hasta que Alaina se volvió y la miró. Entonces rió alegremente—. ¡Oh, él! Vaya, creo que quedé tan emocionada cuando te vi, Cole, que no me detuve a pensar. — Fingió ruborizarse y se llevó una mano al pecho, haciendo que los ojos de él se posaran en su madura, redondeada plenitud. En los últimos días un temor la había estado atormentando y era un defecto en sus votos matrimoniales, pues no habían sido consumados. Temía que Alaina le contara todo a Cole. Después de todo, la zorrita se había acostado con él cuando él estaba demasiado bebido para saber qué hacía. Pero ahora que la consumación estaba próxima, los ojos oscuros de Roberta brillaron en forma provocativa, como jactándose ante Alaina de la victoria que había conseguido. La prima más joven desvió otra vez la mirada y hundió sus manos en los bolsillos de su pantalón mientras Roberta se dirigía a Cole con voz melosa.
—Ven, querido. — Lo tomó del brazo. — Te ves agotado.
—Debo desensillar mi caballo.
—¡Tonterias! Al puede hacerlo. — Lanzo una mirada a Alaina quien se volvió y le clavó unos ojos que echaban chispas. — El es bueno para esas cosas.
Después de una noche agitada, Alaina se levantó a su hora habitual y se puso sus ropas viejas y sucias. Evitó el espejo cuando se frotó cara y brazos con hollín del hogar, pues no quiso ver sus ojos enrojecidos que le recordarían las lágrimas que había derramado durante la noche. Como una cobarde, había ocultado la cabeza bajo la almohada, temerosa de que del dormitorio de Roberta pudiera llegarle algún sonido revelador de las actividades de la pareja de recién casados.
Solemnemente, se dirigió a la cocina arrastrando sus pesadas botas. El aroma de bizcochos calientes, mezclado con el sorprendente pero profundamente apreciado olor de café fuerte, la recibió cuando cruzó la puerta. Su sorpresa aumentó todavía más cuando vio a Cole sentado a la mesa. Había creído que esta mañana él dormiría hasta tarde y que no regresaría inmediatamente al hospital. Pero Cole ya estaba vestido y listo para empezar el día. Por lo menos, esa fue la primera impresión que tuvo Alaina hasta que se acercó más. El ni siquiera había levantado la vista cuando ella entró en la cocina, y cuando se sentó frente a él vio que estaba sumido en sus pensamientos y que revolvía una taza vacía, mientras miraba sin parpadear el fuego chisporroteante que ardía en el fogón. Alaina miró interrogativamente a Dulcie, quien se encogió de hombros desconcertada.
Obviamente, Cole había traído el café y ahora parecía necesitarlo mucho. Deseando mostrarse servicial, Alaina buscó la cafetera y vertió el líquido en la taza de Cole. Pero en el instante siguiente, Cole fue arrancado dolorosamente de su trance cuando con el movimiento de su cuchara volcó la taza y el líquido hirviente se derramó sobre su regazo. Gritó, se puso de pie y se golpeó furiosamente el sitio mojado con una servilleta, mientras Alaina lo miraba boquiabierta.
—¡Qué estás tratando de hacer, jovencito tonto! ¿Quieres convertirme en un eunuco? — gritó Cole. La tela de lana de su uniforme todavía humeaba y él, muy incómodo, casi bailaba de dolor.
Como si no se le ocurriese nada mejor, Alaina tomó un cubo de agua fría y lo derramó sobre él, donde había caído el café. Pasó un momento hasta que Cole soltó su aliento. Miró a Al con expresión amenazadora mientras Dulcie emprendía una retirada táctica tapándose la boca con una mano. No era frecuente ver a un yanqui en una situación ridícula.
—Lo siento — dijo Alaina encogiéndose de hombros y tratando de volverse más pequeña—. ¡No sabía que usted iba a hacer eso! Me pareció que necesitaba un poco de café.
—No creo que pueda seguir soportando tus favores — rugió Cole y desprendió los botones de su chaqueta.
—¡Está bien! — La ira de Alaina aumentó ante la evidente ingratitud de él. — La próxima vez dejaré que se ahogue en el río.
—Podría resultar mejor para mí — murmuró Cole e hizo una mueca mientras trataba de despegar de su entrepierna el paño mojado de su uniforme—. ¡Demonios! Me he quemado hasta los…
Las mejillas de Alaina se volvieron de un color púrpura intenso.
—Creo que es hora de que me marche.
Cole levantó una mano para detenerla.
—No escaparás tan fácilmente. Sube y pídele mis alforjas a Roberta. Allí tengo un ungüento.
—¡Pero es probable que esté durmiendo! — gimió Alaina sin deseos de aventurarse en ese dormitorio—. ¡Y ella odia que la despierten!
Cole se mordió la lengua para reprimir un comentario cáustico. Después de la sumisión inicial, Roberta se había mostrado incapaz de responder en la cama. Ciertamente, él tuvo la impresión de que ella odiaba esforzarse. Sin duda era muy diferente de la criatura ardiente y embriagadora que su mente confundida recordaba de aquella noche.
Cole se puso ceñudo y Alaina, al notarlo, no se atrevió a seguir protestando. Ya lo había enfurecido lo suficiente por un día. Si insistía, las consecuencias podrían ser graves.
Llamó tímidamente a la puerta de Roberta y una voz somnolienta le respondió desde el interior.
—¿Quién es?
—Soy yo, Al. El capitán me envía por sus alforjas.
En el instante siguiente la puerta se abrió de repente y Roberta apareció en el vano vestida con un delgado camisón de seda. Entrecerró los ojos y preguntó, con voz cargada de sospecha:
—¿Por qué no vino Cole personalmente?
—Se quemó — dijo Alaina bruscamente, e hizo un gesto de impaciencia—. Necesita sus alforjas, si es que te da la gana buscarlas…
—Realmente, Al, ¿tienes que usar ese lenguaje vulgar cuando no hay ninguna necesidad? — la regañó Roberta, sin demostrar preocupación por la quemadura de Cole.
—Cuando hay un yanqui en la casa no quiero correr riesgos. Roberta sonrió con expresión burlona.
—Creo que olvidé darte las gracias, Lainie, por haberlo traído a casa. ¿Quién sabe si no me ahorraste una considerable cantidad de tiempo y esfuerzos?
Alaina la fulminó con la mirada.
—¿Tienes a mano las alforjas?
Roberta entró en la habitación y Alaina mantuvo los ojos cuidadosamente apartados de la cama mientras su prima buscaba las alforjas. Cuando las encontró, Roberta volvió a la puerta y se las entregó.
—Lo hiciste tan fácil para mí, Lainie, que no pude resistirme. y Cole nunca notará la diferencia. No lo dudes ni por un momento, te lo advierto. Si crees que podrás contárselo sin que los yanquis se enteren de quién eres en realidad, me subestimas lastimosamente… Al.
—Puedes quedarte tranquila, Robbie — dijo Alaina en tono burlón—. Como tú tampoco quieres que se sepa, será nuestro secreto mejor guardado.
—Entonces nos entendemos. — Roberta levantó una ceja y preguntó: — ¿Y té mantendrás alejada de él?
—No es probable — respondió Alaina, se volvió y corrió hacia la escalera—. No sólo trabajamos en el mismo lugar — dijo volviéndose a medias — sino que ahora vivimos en la misma casa.
El ruido de sus botas en la escalera ahogó el comentario de Roberta, y poco después Alaina estaba de regreso en la cocina. Cole se encontraba en la despensa, con la puerta cerrada, y ella gritó tratando de que su voz sonara más atrevida de lo que en realidad se sentía.
—Aquí están sus alforjas, yanqui. Las dejo junto a la puerta. Ahora tengo que marcharme antes que los barrigas azules no me peguen por llegar tarde.
Se caló su viejo sombrero y fue brincando hasta la puerta sin esperar para ver si Cole tenía algo que decir.
Cuando tiempo después Cole cruzó el vestíbulo del hospital, Alaina apoyó su brazo en el mango de un cepillo y le dirigió una sonrisa traviesa.
—Llega tarde, yanqui. El mayor Magruder ha estado preguntando por usted.
Cole lo miró con fastidio.
—No tengo ninguna duda de que tú le explicaste todo con singular placer.
—Tenga la seguridad, yanqui. — Al hizo una mueca y rió regocijado—. Creo que en adelante usted será conocido como el señor Pantalones Calientes.
Cole elevó los ojos al cielo como buscando ayuda divina para controlarse.
—Si me permito pensar en ello — gruñó — quizá llegue a sospechar que lo hiciste adrede, como travesura.
—No fui yo quien lo hizo — replicó Alaina—. Usted lo hizo por estar pensando embobado en Roberta.
—Yo no estaba embobado por Roberta — corrigió Cole secamente.
—¡Bueno, pero actuaba como si lo hubiese estado! — acusó Al—. ¡Sentado allí y revolviendo una taza vacía! ¿Qué tendría que pensar yo?
—Tengo otras cosas en mi mente además de Roberta — declaró Cole con energía—. Y nada de eso es asunto tuyo.
—¿Acaso yo se lo pregunté? ¿Eh?
—No sería necesario. Veo la curiosidad que te hace brillar los ojos. — ¡Lo que usted ve es nada más que odio, yanqui!
—Si tanto me odias — se burló Cole —, ¿por qué me sacaste del río?
—No vi quién era usted hasta que lo tuve fuera del agua. Entonces estuve a punto de devolverlo al río. Ahora que lo pienso, hubiera debido hacerlo mientras tuve la posibilidad.
Cole resopló de impaciencia y se marchó, convencido de que Al jamás admitiría tener un pensamiento amable hacia un yanqui, aun si fuera capaz de tenerlo.
Cuando terminó su jornada en el hospital, y buscando alguna excusa para demorar su regreso al hogar de los Craighugh, Alaina llevó a Tar hacia el viejo camino del río. Pero parecía que estaba condenada a sufrir la compañía de Cole por más que tratara de evitarla. Se encontraba cerca de su destino cuando un ruido de cascos la hizo volverse y en seguida reconoció al roano y su jinete.
—¡Yanqui! — gritó cuando vio acercarse a Cole—. ¿Acaso no tiene un hogar adonde ir? ¿Para qué ha venido?
—Esta es la primera oportunidad que tengo de hablar con la señora Hawthorne. ¿Te importa? — preguntó con ironía.
—La razón por la cual yo venía hacia acá era porque creí que usted estaría en casa con Roberta — se quejó Al—. ¿Ella no está esperándolo?
—No le dije a qué hora regresaría. — Cole se encogió de hombros. — Y tenía que ocuparme de esto.
Alaina llevó a OI'Tar hacia el poste para atar los caballos. Había esperado disfrutar de un poco de tiempo de libertad y de poder relajarse y ser ella misma. Esos momentos que podía pasar como mujer estaban convirtiéndose en algo cada vez más importante y le fastidiaba tener que renunciar a ello. La presencia de Cole aumentaba su irritación.
—Si se mostrara un poco más ansioso de regresar a casa, yo no me fastidiaría — gruñó, deslizándose de la silla de montar—. e visto más entusiasmo en un viejo buey que tenía mi papá.
Cole gruñó con obstinación.
—Gracias a ti, tendré que abstenerme de ser un amante esposo por unos días. Y si puedes entender lo que quiero decir… — Se puso ceñudo cuando los ojos grises se volvieron hacia él. — ¡Maldición, casi me dejaste inválido!
Alaina bajó la cabeza y corrió hacia el pórtico. Tenía la impresión de que en la casa de los Craighugh la vida sería bastante borrascosa por un tiempo, y quizá fuera prudente que esta noche se mantuviese cerca de la protección de la sombra de Cole, en caso de que Roberta estuviera aguardándola para hablar con ella. En ciertas ocasiones era mejor eludir los problemas que encararlos de frente.
Pero en el camino a casa, Cole sacó a colación un tema que Alaina hubiera preferido evitar.
—Al, ¿estás seguro de que no me llevaste a otro lugar antes de la casa de los Craighugh?
—¿En qué clase de lugar está pensando? — dijo Alaina.
Cole la miró, tratando de verle las facciones en la oscuridad, pero Alaina siguió con la cara vuelta hacia el otro lado.
—¿Qué edad tienes, Al?
—¿Cuántos años piensa que tengo, yanqui?
—Alrededor de trece, quizá.
—Más o menos. — Alaina se bajó el ala del sombrero, incómoda bajo la mirada de Cole. A veces la oscuridad resultaba más reveladora de lo que uno creía.
—¿Sabes de las casas de… mala reputación? — preguntó Cole.
Alaina se ahogó y tosió, hasta que por fin dijo:
—Quizá.
—Me parece recordar haber estado en una — dijo él de repente.
—No se inquiete, yanqui. No estuvimos en ninguna de esas casas.
—¿Estás seguro?
—Sí. Tan seguro como que estoy sentado sobre OI'Tar. — Alaina se encogió de hombros. — A menos, por supuesto, que usted haya estado antes que yo lo encontrara. Quizá fue primero allí y se dejó robar por algunas de esas señoritas.
Cole no lograba llevar paz a sus pensamientos. Todavía tenía que aclarar el asunto del medallón desaparecido, pero no podía poner nada en una secuencia lógica. Luchaba contra un conjunto de sensaciones dispersas.
Esa noche, mucho más tarde, Alaina estaba en su dormitorio aguardando que la casa quedara en silencio cuando su puerta se abrió de repente y entró Roberta.
—Pequeña bruja — dijo Roberta—. Lo hiciste adrede, ¿verdad?
Alaina vio las dagas amenazantes que surgían de los ojos de su prima y sonrió lentamente.
—Si hablas acerca de esta mañana, Robbie, de haberlo pensado yo lo habría hecho mucho mejor. Eso de tener a ese yanqui bajo un mismo techo conmigo me pone nerviosa. — Tendió las manos en un ademán de inocencia. — Ni siquiera puedo bañarme hasta que él no se haya acostado. Yeso me lo recuerda. — Se apresuró a recoger su ropa de noche. — Será mejor que me bañe ahora, aprovechando que él está acabado por esta noche.
—¡Alaina! — estalló Roberta y estiró un brazo para detener a su prima, pero de inmediato quedó como paralizada cuando vio el duro acero de esos ojos grises súbitamente oscuros.
—Di lo que quieras, Roberta. — Sin quererlo Alaina imitó el tono suavemente amenazador de Cole y miró fijamente la mano extendida de Roberta. — Pero nunca me toques.
—No te acerques a Cole — replicó Roberta con ira frustrada—. ¿Me oyes, mocosa del demonio?
—Como ya te he dicho — Alaina acentuó fríamente la última palabra —, no veo que eso sea posible ahora.
Salió dando un portazo y bajó corriendo la escalera antes que su prima pudiera alcanzarla. Una vez en el refugio de la despensa, soltó un largo suspiro de alivio.
Aunque apenas momentos antes Alaina parecía segura de sí misma, ahora su rostro revelaba incertidumbre y desazón. La atormentaba la idea de que una verdadera dama jamás se hubiera permitido participar en la vergonzosa comedia que ella había representado ante Cole, y sin duda nunca hubiera dejado que las cosas llegasen tan lejos. Pero la incapacidad de Cole de distinguir entre las dos mujeres a quienes les había hecho más recientemente el amor lograba herir su orgullo y alimentar su cólera más que las actitudes de Roberta.
Se quitó sus ropas de muchacho y las aplastó disgustada con sus pies. Un alto espejo había sido instalado en la despensa y en el mismo apareció ante los ojos de Alaina la incongruente visión del pelo desordenado y la cara sucia de Al y, debajo de todo eso, las formas en maduración de una joven vestida con ropas interiores de criatura. La larga cadena de oro brillaba alrededor de su cuello y por el peso del pequeño y reluciente medallón se introducía entre sus pechos redondeados. Con dedos trémulos, Alaina levantó el medallón y se acercó a la lámpara para examinarlo. En una de las caras había grabado un escudo de armas cuyo elemento principal eran dos cuervos. Volvió la medalla. En la superficie lisa y pulida de oro se leía, grabado en letras hermosas y ornamentadas, PROPIEDAD DE C. R. LATIMER.
Las palabras entraron en su cerebro con un impacto que la hizo tambalearse. Empero, no podía desprenderse del objeto. Si Roberta era quien había tomado la llave del apartamento de Cole, cosa que ahora Alaina sospechaba, ningún escondrijo en la casa estaría a salvo de la curiosidad de esa mujer. Si llegaba a suceder lo peor y comprobaba que estaba encinta, el niño necesitaría de un padre mientras la madre se pudría en prisión. Cole merecería saber qué había engendrado y con quién. El medallón disiparía cualquier duda que él pudiese tener. Esto sería todo lo que pediría Alaina: la certeza de que la criatura no quedaría abandonada. No pediría más.
El domingo por la mañana la familia Craighugh fue a la iglesia, y aunque Cole había trabajado hasta la madrugada, Roberta insistió en que él la acompañara. No se atrevía a dejarlo en la casa cuando estaba allí su prima menor.
La ausencia del capitán le dio a Alaina un momento de descanso que terminó bruscamente cuando la familia regresó temprano, con Roberta gritando llena de furia. Cole había tratado de prevenir a su esposa del posible desprecio de sus antiguas amistades y relaciones por haberse casado con un yanqui, pero Roberta, deseosa de exhibir sus nuevas posesiones, además de su apuesto marido, se empecinó en asistir a los servicios, y los desprecios que le hicieron sus conocidos fueron un golpe muy fuerte para su orgullo.
—¡Nunca más iré allí! — juró, arrojando su sombrero sobre la mesa de la cocina.
—Vamos, vamos, Roberta — dijo Leala en tono de consuelo y miró vacilante a Cole, quien tranquilamente encendía un cigarro junto al fogón.
—¡Ya verán! ¡Se lo haré pagar! ¡Daré el baile más grandioso, más lujoso que jamás vio esta ciudad! ¡Y no invitaré a ninguno de ellos!
Cole levantó la vista y la miró a través del humo que subía de su cigarro.
—¿Y a quién invitarás, querida?
—Bueno… — Roberta hizo una pausa para pensar. No parecía que quedaran conocidos a quienes invitar. — Vaya, invitaré al general Banks ya su esposa. — Más enfáticamente, agregó: — ¡Invitaré a los yanquis!
Leala ahogó una exclamación y al sentirse al borde de un desmayo buscó una silla, se sentó y empezó a abanicarse con energía. Dulcie se volvió desde el fogón y miró ominosamente ceñuda a la joven. Fue una bendición que Angus todavía estuviera en la cochera.
Cole examinó lentamente su largo cigarro.
—Eso impresionaría a todo el mundo.
A Roberta se le escapó la leve ironía.
—Por supuesto — dijo con expresión radiante.
—¿A qué se debe tanto alboroto? — preguntó Al desde la puerta.
—¡No te importa! — replicó Roberta.
Alaina se encogió de hombros y entró.
—Supongo que no es asunto mío, de todos modos.
—Hum — gruñó Dulcie—. A la señorita Roberta se le ha metido en la cabeza la idea de invitar a todo un regimiento de yanquis a una fiesta.
—¡Qué! — exclamó Alaina, olvidándose de adoptar un tono de voz de muchacho.
Cole se volvió y la miró con curiosidad, y ella rápidamente buscó una taza de café para beber. El primer sorbo le quemó la lengua, hizo una mueca y dejó la taza en el plato. Cole la miró sonriente y le hizo un saludo con su cigarro.
—¡Cole! ¡Arroja eso al fuego! — ordenó Roberta, furiosa porque había visto el breve saludo—. ¡Me produce náuseas!
—¿Náuseas? — Angus entró en la cocina a tiempo para oír las últimas palabras de su hija y la miró espantado. — ¿Puede ser que ya estés encinta?
Roberta abrió la boca, sorprendida, mientras Alaina trataba de que la taza y el plato no temblaran en sus manos. No era el estado de Roberta lo que la preocupaba sino el de ella misma. Asustada, miró a Cole, quien sonreía divertido. No le parecería tan gracioso, pensó Alaina, si se encontrara con el espectáculo de Al con la barriga redondeada por un embarazo.
—Papá, eres tan poco delicado — dijo Roberta. Vio que Alaina se dirigía a la puerta y no pudo resistirse a sus deseos de fastidiarla.
—Vaya, Al, no te ves muy bien. No me digas que también te sientes descompuesto.
—Sí — repuso Alaina secamente—. Pero es la idea de que tú invites a todos esos yanquis lo que me enferma.
—¿Qué yanquis? — preguntó Angus, proporcionando a Alaina una oportunidad de escapar, y se volvió ceñudo hacia su hija. De pronto Roberta pareció menos segura de su lujoso baile.