CAPÍTULO 1

23 de septiembre de 1863
Nueva Orleáns

El ancho, turbio río lamía con pereza engañosa la base del malecón mientras un barco fluvial muy cargado se abría pesadamente camino a través de un enjambre de buques de guerra de la Unión. A unos doscientos metros, el cuerpo principal de la flota estaba anclado en medio de la corriente, separado de la ciudad y de sus a veces hostiles habitantes. Chatos, feos cañoneros con las cubiertas casi a nivel del agua chapaleaban como cerdos entre sus hermanas más graciosas de mar abierto, las esbeltas fragatas de altos mástiles. Varias de cada tipo permanecían con sus calderas encendidas, listas para la acción si la ocasión lo exigía.

Una bruma pardusca flotaba sobre la ciudad y el aire húmedo y caliente oprimía al destacamento de soldados uniformados de azul que aguardaban en el muelle el arribo del vapor de ruedas laterales. Con su pintura colorada y verde, una vez nueva y brillante, ahora saltada y desteñida, el vapor parecía una bestia soñolienta que estuviera volviéndose gris con la edad, y que venía hacia ellos batiendo el agua y escupiendo humo y llamas por sus altos cuernos negros. Se acercó aún más hasta que se recostó con cautela contra el muelle bajo donde el Misisipí tocaba la ciudad puerto. Gruesos cables saltaron como tentáculos gigantescos y poleas y cabrestantes crujieron sobre los gritos de los peones mientras la embarcación apoyaba sus hombros en el muelle.

En los últimos momentos del viaje los pasajeros habían reunido sus pertenencias y ahora aguardaban para desembarcar. Cada uno parecía tener una meta específica en la mente y todos se afanaban por alcanzarla, aunque era imposible percibir un objetivo definido en la impaciente multitud. Eran los sedientos de fortuna, las aves de presa, las rameras, la hez de la sociedad que caía sobre Nueva Orleáns para exprimir las riquezas que pudieran de la empobrecida población y sacarles lo que pudiesen a los invasores yanquis. Cuando la planchada formó un puente hacia tierra avanzaron todos a una para abandonar el barco en medio de rudos empujones y codazos, hasta que los contuvo una fila de soldados de la Unión. Una segunda fila formóse inmediatamente detrás de la primera y en seguida los soldados se separaron para abrir un corredor de la cubierta de carga a la planchada. El primer airado murmullo de protesta dejó lugar a un coro de cáusticas burlas y abucheos cuando un grupo de soldados confederados, flacos, harapientos y sucios, empezó a descender por el corredor, arrastrando al mismo tiempo los pies, única marcha que les permitían sus grilletes y cadenas.

En la mitad de la que fuera una vez la elegante escalera de la cubierta de paseo, donde había sido detenido con el resto de los pasajeros, estaba un muchacho cenceño. Debajo de un sombrero viejo y deformado calado hasta las orejas, un par de cautelosos ojos grises miraban desde una cara tiznada. Ropas demasiado grandes acentuaban la pequeñez de su cuerpo y los holgados pantalones estaban ajustados alrededor de la delgada cintura con una cuerda basta. Llevaba una floja chaqueta de algodón sobre una camisa voluminosa, y aunque las mangas largas estaban arrolladas varias veces hacia arriba todavía cubrían las finas muñecas. Una gran maleta de mimbre estaba cerca de las enormes botas cuyas puntas se doblaban hacia arriba. El rostro magro estaba sucio con el hollín de la cubierta de pasajeros, y debajo de la tiznadura advertíanse las primeras señales de una quemadura del sol sobre el puente de la nariz. Se hubiera dicho que no tenía más de doce años, pero su expresión reflexiva y su actitud reservada y silenciosa cuestionaban su aparente juventud. A diferencia de los otros viajeros, se puso ceñudo cuando vio descender del barco a sus coterráneos derrotados.

Los prisioneros fueron recibidos en tierra por el destacamento que los aguardaba. A bordo del barco fluvial, los soldados federales formaron detrás de sus oficiales y los siguieron a tierra. Los pasajeros por fin pudieron desembarcar. El muchacho apartó su mirada de los prisioneros y tomando su equipaje, empezó a bajar la escalera. La maleta era difícil de manejar y le golpeaba repetidamente las piernas o se enganchaba en las ropas de otros que bajaban con él. Evitando las miradas fulminantes que le dirigían, el muchachito luchaba por controlar su carga y avanzaba lo mejor que podía. Detrás de él, un hombre con una mujer llamativamente vestida y pintada en exceso colgada del brazo, se fastidió por la lenta marcha del jovencito y trató de adelantársele. La pesada maleta de mimbre dio contra la balaustrada y rebotó con fuerza contra la espinilla del impaciente. El hombre soltó una palabrota y giró, medio agazapado, con un cuchillo brillando súbitamente en su mano. El muchacho, sobresaltado, se apoyó en la balaustrada y miró con ojos dilatados la hoja larga y filosa que lo amenazaba.

Gauche cou rouge! — El francés del hombre era gutural por la cólera, y ligeramente desaliñado a la manera de los cajun, los nativos de Louisiana de supuesta ascendencia arcádica. Unos ojos negros e impacientes miraron despectivamente al muchachito desde un rostro atezado. La cólera del hombre se disolvió lentamente, porque no encontró nada ni remotamente amenazador en el asustado chiquillo. Con una mueca de fastidio, el hombre se irguió hasta sobrepasar apenas en media cabeza la altura del muchacho y volvió a ocultar su arma debajo de su chaqueta—. Ten cuidado con tus trastos, eh, buisson poulain. Casi me has enviado al cirujano.

Los claros ojos grises se encendieron ante el insulto y los labios se apretaron en una fina línea blanca. El muchachito entendió muy bien la desdorosa referencia a sus orígenes y ansió poder devolvérsela al otro en la cara. Aferró su maleta con más fuerza y fulminó a la pareja con una mirada cargada de desdén. La condición de la mujer era obvia, y aunque el hombre vestía una chaqueta de rico brocado, la camisa estampada y el pañuelo de hierbas colorado alrededor de su cuello lo marcaban como gentuza, cuya presencia en la ciudad debíase generalmente a un misterioso incremento de fortuna.

Picada por la expresión despectiva del muchacho, la ramera entornó los ojos, aferró nuevamente el brazo de su compañero y lo apretó contra su pecho voluminoso.

—Ah, dale un par de bofetones, Jack — pidió—. Enséñale a respetar a los mejores que él.

El hombre liberó su mano exasperado y traspasó a la golfa con una mirada llena de impaciencia.

—¡El nombre es Jacques! ¡Jacques DuBonné! ¡Recuérdalo! — dijo con calor—. Algún día seré dueño de esta ciudad. Pero nada de bofetones, ma douceur. Hay quienes están mirando… — Señaló hacia arriba donde el capitán yanqui del barco de ruedas estaba apoyado sobre la barandilla del alcázar. — y quienes recuerdan demasiado bien. Nosotros no queremos ofender a nuestros anfitriones yanquis, chere. Si el pilluelo fuese mayor quizá me gustaría golpearlo, pero apenas ha salido del cascarón. No vale la pena que nos molestemos. No pienses más en él. Ahora vamos, ¿eh?

El muchachito miró bajar a tierra a los dos, con su odio evidente en su cara ennegrecida por el hollín. Para él los dos eran peores que los yanquis. Eran traidores al Sur ya todo lo que él amaba.

El muchacho sintió la mirada del capitán y levantó los ojos hacia el alcázar. El canoso capitán lo miró con más compasión de la que el jovencito estaba dispuesto a aceptar de un yanqui y por eso no recibió ni el más pequeño gesto de gratitud. El oficial era un despreciable recordatorio de la derrota que habían sufrido los confederados en el Delta. Incapaz de soportar el peso de la mirada del capitán, levantó decidido su maleta y bajó corriendo la escalera hasta la cubierta principal.

Un desembarcadero corría a lo largo del muelle a la altura de las bajas cubiertas de los vapores de río. Unos pocos metros de espacio a ese nivel dejaban lugar para la carga y descarga y después el malecón subía abruptamente hasta el nivel del depósito principal. Su empinado frente de piedra ofrecía escalones para la gente y rampas para los vehículos de rueda. Cuando el muchacho arrastraba trabajosamente su equipaje hacia los escalones más cercanos, una corta caravana de carretas federales bajó ruidosamente una rampa adyacente. A una brusca orden de un sargento sudoroso, un puñado de soldados se apeó y se dirigió al vapor de ruedas.

El jovencito miró nerviosamente a los yanquis que se aproximaban y en seguida se obligó a bajar los ojos ya caminar con paso lento y deliberado. Pero a medida que ellos se acercaban, su vacilación aumentaba. Parecían venir directamente hacia él. ¿Acaso sabían…?

El nudo en la garganta del muchacho creció hasta que el primer soldado pasó de largo y subió por la pasarela, seguido de sus camaradas. Volviéndose furtivamente, el jovencito vio que los hombres tomaban unos pesados cajones estibados sobre cubierta y que después los llevaban a las carretas.

“Es lo mismo — pensó el jovencito—. Es mejor alejarse lo antes posible de estos yanquis.”

Al llegar al nivel superior vio una enorme pila de barriles que se apresuró a poner entre él y el barco, y de inmediato caminó de prisa hacia la protección de los depósitos. Negras cicatrices marcaban el muelle empedrado. Depósitos manchados por el fuego, algunos de los cuales exhibían la madera nueva de reparaciones recientes, eran un duro recordatorio de los millares de balas de algodón y de toneles de melaza que habían sido incendiados por los ciudadanos de Nueva Orleáns en un esfuerzo para evitar que cayeran en manos de los invasores azules. Más de un año había pasado desde que la ciudad fluvial se sometió a la flota de Farragut, y ello no era un pensamiento agradable para el jovencito que ahora debía vivir en medio del enemigo.

Una carcajada aguda atrajo su atención hacia el carruaje alquilado al que Jacques DuBonné estaba ayudando a subir a su rolliza compañera. Cuando el birlocho partió raudamente, alejándose del área de los muelles, el jovencito experimentó una intensa envidia. No tenía dinero para pagarse el viaje y había una buena distancia hasta la casa de su tío con, sin duda, más yanquis en el camino.

La opresiva presencia del azul yanqui estaba en todas partes. El no se aventuraba en Nueva Orleáns desde la rendición y sentíase un extraño. El incesante movimiento de los muelles excedía a todo lo de antes. Los soldados llevaban provisiones a los barcos o los depósitos. Abundaban las cuadrillas de peones negros y el sudor corría abundante mientras los hombres laboraban en el calor sofocante. Una grosera maldición hizo que el muchachito se hiciera a un lado de un salto, y mientras esperaba pasaron seis enormes caballos con los flancos blancos de espuma que tiraban de un gran carretón cargado de barriles de pólvora por el muelle empedrado. El carretero juró otra vez y restalló su látigo sobre los anchos lomos de los percherones. Los pesados cascos arrancaron chispas de las piedras cuando las bestias redoblaron sus esfuerzos.

Con intención de apartarse del camino de los carros, el muchachito retrocedió distraído y se encontró entre un grupo de soldados de la Unión dedicados a holgazanear. Su presencia fue advertida cuando una voz alcoholizada gritó :

—¡Eh, miren! Un mocoso del campo llegado a la ciudad.

El joven sureño se volvió y miró, medio con curiosidad, medio con odio, al cuarteto de uniformados. El mayor del grupo difícilmente hubiera podido ser llamado hombre, mientras que las mejillas del más joven todavía estaban cubiertas con el vello de la adolescencia. El que había hablado le pasó una botella vacía a su compañero y se plantó, con las piernas abiertas y los pulgares enganchados en el cinturón, ante el flaco muchachito que lo miró con recelo.

—¿Qué estás haciendo aquí, mocoso? — preguntó con burlona arrogancia—.¿Vienes a mirar a los yanquis grandes y malos?

—N… no, señor — tartamudeó nervioso el muchacho. Su voz se quebró y bajó de tono en la última palabra. Inseguro y espantado ante esta confrontación inesperada, miró inquieto a los otros. Estaban más que achispados. Tenían los uniformes en mal estado y en su mayor parte parecían estar buscando solamente algo que los sacase del aburrimiento. El muchacho pensó que debía tener mucho cuidado y trató de volverlos más cautelosos—. Tengo que encontrarme con mi tío. El debería estar aquí…

Dejó la mentira flotando y miró a su alrededor como si estuviera buscando a su pariente.

—¡Eh! — El soldado yanqui sonrió mirando por sobre su hombro. — El chico tiene un tío por aquí. ¡Eh, muchacho! — Clavó un dedo en el hombro del otro y señaló un tiro de mulas cercano. — ¿Crees que uno de esos animales podría ser tu tío?

El muchacho bajó el ala de su sombrero y se encrespó bajo las ruidosas carcajadas de los cuatro soldados.

—Discúlpeme, señor — murmuró, decidido a no seguir siendo el blanco del humor alcoholizado de los yanquis, y empezó a retirarse.

Al instante siguiente el sombrero le fue arrebatado de la cabeza, quedando al descubierto una mata de pelo castaño rojizo cortado en forma muy irregular. El muchacho se llevó las manos a la cabeza para ocultar el desparejo corte y al mismo tiempo abrió la boca para expresar su cólera. Por alguna razón, pareció pensarlo mejor y apretó con fuerza la mandíbula. Furioso, trató de recuperar el sombrero sólo para ver cómo era arrojado al aire.

—¡Vaya, hombre! — gritó el soldado—. ¡Esto sí que es un sombrero!

Otro lo atrapó y empezó a inspeccionarlo con atención.

—Eh, creo que río arriba he visto una mula con un sombrero mejor que éste. Quizá sea su primo.

Cuando el muchacho trataba de tomarlo, el sombrero voló otra vez por el aire. El jovencito se enfureció aún más, apretó sus pequeños puños y en una mueca de rabia expuso sus blancos dientes.

—¡Tú, salvaje patas azules! — chilló con voz aguda—. ¡Devuélveme mi sombrero!

El primer soldado agarró el sombrero y, con fuertes risotadas, dio vuelta a la maleta de mimbre sobre uno de los extremos y se le sentó encima; los frágiles costados de la maleta se pandearon amenazando con estallar. Las risotadas se convirtieron en gritos de dolor y furia cuando una bota bien dirigida dio contra su espinilla y otra contra su rodilla. Lanzó un rugido, se puso de pie y aferró de los hombros al delgado muchachito.

—¡Escúchame bien, mocoso del demonio! — dijo, sacudiendo al jovencito y acercándosele hasta casi ahogarlo con su aliento cargado de whisky—. Voy a darte…

—¡Atención!

Inmediatamente el muchacho sintió que lo soltaban y estuvo a punto de tropezar con la maleta. Vio el sombrero en el suelo y corrió a levantarlo, se lo puso y se volvió con los puños listos para presentar batalla. Quedó boquiabierto al ver a los cuatro soldados de pie y rígidos como palos. La botella de whisky se rompió contra el empedrado y el silencio que siguió fue ominoso. Una alta figura se adelantó, resplandeciente en su uniforme azul con botones de bronce, brillantes trencillas doradas en las mangas y charreteras de oro con insignias de capitán en los anchos hombros. Una faja roja y blanca ceñíale la delgada cintura debajo de un cinturón ancho de cuero negro, y un sombrero de alas anchas caía sobre su frente ceñuda. Cuando el hombre se adelantó, las tiras amarillas de los lados de sus pantalones relampaguearon contra el fondo de la tela azul.

—¡Soldados! — ladró en tono cortante—. Estoy seguro de que el sargento de guardia puede encontrar tareas más dignas de su atención que maltratar a los niños de esta ciudad. ¡Preséntense de inmediato en su cuartel! — Los miró con severidad mientras ellos luchaban por mantenerse en posición de firmes—. ¡Muévanse!

El oficial observó la precipitada partida de los cuatro antes de volverse hacia el muchacho, quien se encontró ante un par de brillantes ojos azules que lo miraron desde una cara de bronce dorada por el sol. Largas patillas castaño claro y prolijamente recortadas acentuaban la línea de los pómulos y la mandíbula fuerte y angulosa. La nariz era fina y bien formada, ligeramente aguileña, y debajo de la misma había una boca de labios generosos pero que, por el momento, no sonreían. Irradiaba de él un aire de soldado profesional, una cualidad que se manifestaba en sus modales precisos, en su apariencia pulcra y prolija y en el semblante más bien austero. La apostura de las facciones sugería una buena crianza, apropiada para un principesco jefe de estado, y esos ojos, bordeados de pestañas oscuras, parecían llegar hasta los secretos más íntimos del muchacho y lo hacían estremecer de miedo.

Gradualmente, la severa expresión del rostro del capitán se suavizó mientras miraba al andrajoso pilluelo. Cuando una sonrisa le curvó los labios, la eliminó tan rápidamente como llegó.

—Lo siento, muchacho. Estos hombres están muy lejos de sus hogares. Me temo que sus modales dejan tanto que desear como su juicio.

El jovencito estaba abrumado por la presencia de un oficial federal y no pudo dar una respuesta. Desvió la vista cuando la mirada del hombre subió desde sus botas demasiado grandes.

—Y tú, muchacho, ¿esperas a alguien? — preguntó el capitán—. ¿O estás huyendo de tu casa?

El chico se inquietó bajo la atenta inspección del otro pero permaneció mudo, ignorando la pregunta y mirando a la distancia. Su indumentaria y sus botas con las puntas hacia arriba sugerían una seria falta de dinero y movieron al hombre a sacar sus propias conclusiones.

—Si estás buscando trabajo, podríamos aceptarte como ayudante en el hospital.

El muchacho se limpió la nariz con una manga sucia y dejó que sus ojos recorrieran desdeñosamente el uniforme azul.

—No me interesa trabajar para los yanquis.

El oficial sonrió lentamente.

—No te pedimos que mates a nadie.

Los traslúcidos ojos grises se entornaron con odio.

—Yo no soy lacayo de nadie para limpiar las botas de ningún yanqui. Consígase a otro, señor.

—Si insistes. — El hombre sacó un largo cigarro y se tomó su tiempo para encenderlo antes de continuar. — Pero me pregunto si todo ese orgullo tuyo sirve para llenarte la barriga.

El jovencito bajó la vista, demasiado consciente de los dolorosos calambres de su estómago para ensayar una negativa.

—¿Cuándo fue la última vez que comiste? — preguntó el capitán. La respuesta del chico siguió a una mirada penetrante.

—No veo que sea asunto suyo, piernas azules.

—¿Tus padres saben dónde te encuentras? — El hombre observó pensativo al jovencito.

—Se revolverían en sus tumbas si lo supieran.

—Entiendo — dijo el oficial, con más comprensión. Miró a su alrededor hasta que sus ojos dieron con un pequeño establecimiento de comidas ubicado cerca del muelle, y después miró nuevamente al muchacho—. Me disponía a comer algo. ¿Quieres acompañarme?

El muchacho elevó sus ojos fríos y brillantes a la cara del alto capitán.

—No necesito de limosnas.

El yanqui se encogió de hombros.

—Considéralo un préstamo, si lo prefieres. Podrás reembolsármelo cuando mejore tu fortuna.

—Mi madre me enseñó a no seguir a desconocidos y a yanquis. El oficial respondió con una risita divertida.

—No puedo negar lo último pero por lo menos puedo presentarme. Soy el capitán Cole Latimer, destinado como cirujano en el hospital.

Ahora los claros ojos grises revelaron una gran desconfianza cuando miraron al oficial.

—Nunca vi cirujanos de menos de cincuenta años, señor. Creo que usted miente.

—Te aseguro que soy médico. Y en cuanto a mi edad, probablemente tengo la suficiente para ser tu padre.

—¡Bueno, seguramente usted no es mi padre! — exclamó airado el jovencito—. ¡Un maldito carnicero yanqui!

Un dedo largo y delgado se acercó a la cara del muchacho y casi tocó la punta de la pequeña y arrogante nariz.

—Escucha bien, muchacho. Aquí hay algunas personas que no recibirían muy bien tu elección de calificativos. Ten la seguridad de que usarían medios más severos para obligarte a moderar tu lengua. Yo te he sacado de un apuro pero no tengo intención de hacer la niñera de ningún mocosito de mal carácter. Así que cuida tus modales.

Las sucias mejillas se encendieron de irritación.

—Puedo cuidar de mí mismo.

El capitán Latimer resopló con incredulidad.

—Por el aspecto que tienes se diría que necesitas de alguien que te vigile. A propósito, ¿cuándo te bañaste por última vez?

—¡Usted es el barriga azul más entremetido que vi jamás!

—Chiquillo terco y grosero — murmuró Cole Latimer e hizo un ademán—.Toma tu maleta y ven conmigo. — Dejó al muchachito mirándolo sorprendido y se dirigió resueltamente al establecimiento de comidas que había visto antes. Dio unos pocos pasos cuando su voz se hizo más enérgica, y sin volverse, ordenó: — ¡Date prisa, muchacho! No te quedes ahí con la boca abierta.

El pequeño hundió el sombrero en su cabeza y siguió al oficial, luchando con su pesada maleta. Al llegar a la entrada del edificio de madera, Cole Latimer se detuvo. El joven lo seguía de cerca y se detuvo abruptamente cuando los inquisitivos ojos azules se volvieron hacia él.

—¿Tienes un nombre?

El muchacho se removió inquieto y miró a su alrededor.

—Tienes un nombre, ¿verdad? — repitió Cole Latimer con un asomo de sarcasmo.

Un breve, renuente movimiento de cabeza le dio una respuesta afirmativa.

—Hum… ¡AI! Al, señor. — El movimiento de cabeza se hizo más vigoroso.

El capitán arrojó su cigarro y miró atentamente al muchachito. — ¿Sucede algo con tu lengua?

—N… no, señor — tartamudeó Al.

Cole miró con escepticismo el maltratado sombrero y procedió a abrir la puerta.

—Recuerda tus modales, Al, y encuentra para esa cosa un lugar que no sea tu cabeza.

El muchacho hizo un tímido intento de sonreír, clavó los ojos en la espalda del yanqui y lo siguió. La fornida matrona dueña del establecimiento interrumpió su trabajo para observar a los dos que cruzaron el salón y se instalaron en una mesa pequeña junto a una ventana. Su rostro no reveló emoción alguna cuando vio el pulcro uniforme del yanqui y las ropas demasiado grandes del muchacho, pero no bien volvió a su tarea de cortar verduras, su ceño se ensombreció.

Copiando de mala gana los modales del capitán Latimer, Al se quitó el sombrero y lo puso sobre una silla. Con una expresión de total incredulidad, Cole miró la mata de cabello de color caoba, irregularmente cortado, y su expresión se volvió evidentemente dolorida.

—¿Quién te cortó así el pelo, muchacho? — preguntó. No vio el temblor del labio superior del jovencito y sólo percibió la voz ahogada que le respondió.

—Fui yo. Cole rió.

—Tus talentos deben de estar en otra dirección.

Le respondió el silencio, y la flaca carita se volvió a la ventana mientras los ojos grises se llenaban de lágrimas. Sin notar la desazón del muchacho, Cole llamó a la mujer, quien se acercó a la mesa y esperó con los brazos en jarras.

—Hoy tenemos camarones — dijo la mujer arrastrando las palabras—. Guisados a la pepitoria o a la criolla. Tenemos cerveza o café, o leche de vaca. ¿Que prefiere usted, señor? — preguntó la mujer, acentuando la última palabra.

Cole ignoró la inflexión satírica de la voz: ya se había acostumbrado al desdén que demostraban los sureños hacia él o hacia cualquier soldado de uniforme azul. Había llegado a Nueva Orleáns cuando el general Butler gobernaba la ciudad y la animosidad del público era peor entonces. El general había tratado de gobernar a la ciudad como a una guarnición militar, emitiendo órdenes y decretos que se suponía que resolverían cualquier situación. Incapaz de comprender o dominar el terco orgullo de la ciudadanía, fracasó lamentablemente. Por cierto, la ciudad se encontraba en un estado cercano a la revuelta cuando él fue enviado a otro destino. Sin embargo, el hombre fue igualmente severo con sus propias tropas y hasta hizo colgar a unos cuantos que fueron sorprendidos robando a los civiles. Nueva Orleáns no era una ciudad fácil de gobernar y menos aún para los de voluntad débil. Debido a que Butler fue muy duro en sus medidas se hizo doblemente impopular, pero los sureños hubieran odiado a cualquier yanqui ubicado en el cargo del general.

—Yo quiero el guisado y cerveza fría — decidió Cole—. Y para el muchacho, cualquier cosa que desee con excepción de la cerveza.

Cuando la mujer se marchó, el capitán estudió nuevamente a su joven compañero.

—Nueva Orleáns no parece un destino adecuado para un muchacho que odia a los yanquis tanto como tú. ¿Tienes parientes aquí, o alguien con quien ir a vivir?

—Tengo un tío.

—Eso es un alivio. Temí que tendría que dejarte que compartieras mi alojamiento.

Al se ahogó y tuvo que toser para aclararse la garganta.

—No dormiré con ningún yanqui, téngalo por seguro.

El capitán suspiró con impaciencia y volvió al tema del trabajo. — Yo supongo que tú necesitas ganar algo para sostenerte, pero la mayoría de los civiles se encuentran en una situación muy mala. El ejército de la Unión es prácticamente la única fuente de ingresos que podría darte un empleo, y el hospital me parece una buena elección para alguien como tú. A menos, por supuesto, que desees unirte a las cuadrillas de limpieza y prefieras barrer las calles.

Al apenas pudo controlar su ira.

—¿Sabes escribir y hacer cuentas?

—Un poco.

—¿Eso qué quiere decir? ¿Puedes escribir tu nombre, o puedes hacer algo más?

El muchacho miró al oficial con creciente ira y su voz sonó inexpresiva cuando respondió.

—Más, si tengo que hacerlo.

—En el hospital teníamos unos negros que hacían la limpieza, pero se han incorporado al ejército — comentó Cole—. No contamos con un verdadero cuerpo de inválidos, pues los heridos en condiciones de moverse son devueltos a sus unidades o enviados a sus hogares para que se recuperen.

—¡Yo no voy a ayudar a sanar a ningún yanqui! — protestó enérgicamente el muchacho. Un asomo de lágrimas dio brillo a sus ojos cuando habló—. Ustedes han matado a mi padre y mi hermano y llevaron a mi madre a la tumba con sus robos infernales.

Cole sintió una punzada de lástima.

—Lo siento, Al. Mi tarea es salvar vidas y curar a los hombres, lleven el uniforme que lleven.

—Ja. Todavía no he visto a un yanqui que no prefiera atravesar nuestras tierras saqueando e incendiando…

—¿De dónde eres tú para haberte formado tan alta opinión de nosotros? — lo interrumpió bruscamente el capitán.

—De río arriba.

—¿Río arriba? — la voz del capitán sonó cargada de sarcasmo—. ¿No de Chancellorsville o de Gettysburg? Has oído mencionar esos lugares, ¿verdad? — Pese a que el otro apretó la mandíbula y bajó los ojos, no atenuó su tono burlón. — Vaya, de tu respuesta yo podría inferir que eres un maldito barriga azul como yo y que has visto algunos de esos Johnny Rebs asolando nuestras tierras. ¿Qué tan lejos río arriba quieres decir, muchacho? ¿Baton Rouge? ¿ Vicksburg? ¿Quizá Minnesota?

Los tormentosos ojos grises se elevaron para lanzar chispas al rostro del oficial.

—¡Sólo un asno vendría de Minnesota!

Un dedo amonestador apareció debajo de la nariz del muchacho. — ¿No te advertí que cuidaras tus modales?

—Mis modales son correctos, yanqui. — El muchacho apartó la mano del oficial. — Son los suyos los que me enfurecen. ¿Nunca le dijeron que no son buenos?

—Ten cuidado — le advirtió el oficial, casi con gentileza—. O te bajaré los pantalones y te dejaré el trasero ardiendo.

Con una exclamación, Al medio se levantó de su silla y después se agazapó como un animal salvaje a la defensiva. Ciertamente, un brillo feroz apareció en las transparentes profundidades de sus ojos. Tomó su sombrero y volvió a ponérselo sobre su pelo desparejo.

—Póngame un dedo encima, yanqui — dijo con voz grave, áspera —, y tendrá que atenerse a las consecuencias. No aceptaré amenazas de un maldito piernas azules…

Ante esta amenaza directa Cole Latimer se levantó y se inclinó deliberadamente hacia adelante hasta que sus ojos azules quedaron a pocos centímetros de los grises del muchacho. Los ojos del capitán se volvieron duros como el pedernal. Sin embargo, cuando habló, su voz sonó suave y serena.

—¿Me desafías, muchacho? — Antes que el jovencito pudiera hablar, su sombrero le fue arrebatado de la cabeza y depositado sobre la mesa. los ojos grises se dilataron en repentino disgusto. Cole continuó, sin cambiar de tono: — Siéntate. Cierra la boca, o lo haré ahora y aquí mismo.

El muchacho tragó con dificultad y no encontró dentro de sí cólera suficiente para revivir su claudicante coraje. Rápidamente se sentó, y Con mucho más respeto, observó cautelosamente al yanqui.

Cole volvió a sentarse y sin dejar de observar al muchachito habló en tono claro y cuidado.

—Nunca he maltratado a los niños ni a las mujeres. — El muchacho siguió con la vista fija en el capitán, sin alterar su postura erecta—. Pero si sigues tentándome, podría cambiar mi manera de ser.

El muchacho, súbitamente inseguro, adoptó sus mejores modales. Bajó los ojos ante la mirada del hombre, cruzó las manos sobre su regazo y permaneció en dócil silencio.

—Así está mejor. — Cole asintió aprobando. — Ahora dime, ¿qué tan lejos río arriba?

—Unas pocas millas al norte de Baton Rouge — fue la respuesta apenas audible.

La boca del capitán Latimer se suavizó en una lenta sonrisa mientras el muchacho seguía evitando mirarlo a los ojos.

—Espero que en el futuro revisarás tu opinión de mí, Al. — El muchacho levantó la vista y pareció algo desconcertado, hasta que el oficial explicó: — Mi casa está más lejos río arriba… Minnesota.

En el rostro del muchacho se combinaron el embarazo y la confusión. Fue rescatado de su situación por la corpulenta matrona que regresó a la mesa, trayendo en equilibrio en su mano una enorme bandeja. Con una total ausencia de aparato, depositó grandes y humeantes tazones del sabroso guisado ante los dos. A esto le siguieron un plato de bizcochos calientes y otro de barbo empanado y frito hasta adquirir un rico tono dorado. La mujer apenas se había alejado de la mesa cuando el muchacho empezó a masticar un trozo de pescado ya llevarse a la boca cucharadas del sustancioso caldo. Cole observó divertido por un largo momento hasta que el famélico jovencito se dio cuenta de la atención del oficial. Súbitamente avergonzado, Al dejó el pescado y redujo la velocidad de la cuchara. El capitán Latimer rió por lo bajo y volvió a concentrar su atención en la deliciosa comida.

Aunque al principio el muchacho comió con avidez, pareció satisfacer rápidamente su apetito y pronto empezó a demorarse con el resto de su comida mientras Cole consumía sus porciones más lentamente, saboreando plenamente cada bocado. Cuando terminó de comer, el capitán se echó hacia atrás y se limpió la boca con la servilleta.

—¿Sabes dónde vive tu tío?

Un rápido movimiento de cabeza le respondió afirmativamente y Cole se levantó, arrojó varios billetes sobre la mesa y recogió su sombrero. Le hizo al muchacho una seña para que lo siguiera.

—Ven. Si mi caballo está todavía afuera, veré si puedo llevarte hasta la casa de tu tío.

El jovencito tomó rápidamente su maleta y corrió hacia la puerta tras el oficial. No podía rechazar el ofrecimiento del capitán, pues cabalgar era infinitamente mejor que caminar. Luchando con la maleta y con el peso de las enormes botas, siguió de cerca a su guardián. La insólita procesión de un sucio pillete y un oficial impecablemente vestido se dirigió hasta donde un alto roano de largas patas estaba atado en la sombra. Cole tomó las riendas y se volvió para mirar al flaco muchacho ya su carga.

—¿Crees que podrás cabalgar detrás de mí y sostener tu equipaje?

—Sí. — El muchacho se tambaleó un poco. — Cabalgo desde que era pequeño.

—Entonces, monta. Yo te alcanzaré la maleta.

Cole sujetó al animal mientras el muchacho intentaba pisar en el alto estribo, pero una vez que lo logró, no pudo pasar su otra pierna sobre la silla.

—Desde pequeño, ¿eh?

Con un sobresalto de sorpresa, Al sintió que una mano fuerte se apoyaba en sus nalgas y lo empujaba hacia arriba. Los ojos grises se agrandaron visiblemente y algo de desazón se traslució en su cara cuando quedó acomodado sobre el lomo del animal. Furioso, se volvió para insultar al yanqui, pero el capitán ya estaba levantando la maleta. La depositó delante del joven con un comentario casual.

—Diría que has tenido hasta ahora una vida fácil, Al. Eres blando como una mujer.

Sin más comentarios, el capitán acomodó las riendas y saltó a caballo, pasando la pierna sobre el arzón de la silla. Por un momento acomodaron las cosas y después el capitán preguntó, volviéndose a medias:

—¿Todo listo? — Sí.

Cole hizo que el animal se volviera en dirección opuesta a los muelles. El roano era magnífico y bien entrenado, pero no estaba acostumbrado a la carga adicional, pese a que la misma era ligera. El jovencito era orgulloso pero tenía que luchar con la gran maleta que tenía entre sus brazos, las ancas resbaladizas del animal y su renuencia a tocar al capitán. Sus esfuerzos inquietaron aún más al caballo. Por fin, Cole perdió la paciencia y dijo secamente:

—Al, acomoda de una buena vez tu trasero y quédate quieto, o ambos terminaremos en el suelo. — Se volvió, tomó la mano pequeña del muchacho en la suya y la apretó firmemente contra su costado. — Así, aférrate de mi chaqueta. Ahora cógete con ambas manos y quédate quieto.

Con recelo, el muchacho se aferró a la chaqueta y se sujetó. El caballo se tranquilizó un poco y la marcha se hizo más fácil. La maleta de mimbre quedó entre ellos, sostenida por los brazos de Al. El muchacho se sentía contento. Por lo menos, no tenía que rozarse Contra esa odiada chaqueta azul.