CAPÍTULO 6
El mayor Magruder aguardaba a Cole en lo alto de la escalera, con las manos unidas en la espalda y las piernas separadas. Era evidente que había estado observando.
—Vaya palomita la que se ha conseguido, capitán Latimer.
—La señorita Craighugh — le informó Cole con sequedad.
—Una moza sureña, supongo.
—¡Difícilmente una moza! Sureña, sí. Es prima de Al y yo escogería los adjetivos con más cuidado si hay peligro de que el chico nos oiga. El jovencito sabe replicar con palabras muy ácidas. — Cole sonrió al pensar en un enfrentamiento del bajo, más bien gordo mayor con el pequeño y flacucho Al.
—¡Hum! — dijo Magruder—. Un pequeño mendigo altanero.
—No es un mendigo — corrigió Cole—. Viene de una granja en algún lugar río arriba. Perdió a sus padres en la guerra.
—Usted es muy rápido en defender a los rebeldes — dijo el mayor en tono desdeñoso—. Pronto estará sintiendo pena por Lee.
Cole miró de frente al mayor.
—Simpatizo con todos los hombres cuando sufren. Por esa razón me hice médico. y considero sagrado mi juramento.
—¡Hum! — dijo otra vez Magruder y siguió a Cole al cuarto de oficiales, donde éste vertió agua en una jofaina y empezó a lavarse las manos—. Debería tener alguna experiencia de combate, hijo. — Humedeció sus propias manos en la jofaina y se pasó los dedos mojados por el pelo canoso mientras se miraba en el espejo. — Catorce años he pasado como militar. Fui con el ejército a México. Ocho años de teniente. — Miró las insignias de Cole. — y aquí está usted, capitán después de dos años. — Se apoyó en la cómoda y cruzó los brazos como si estuviera a punto de transmitir al joven algo de vital sabiduría. — Su juramento no le serviría de mucho en el calor de la batalla con hombres cayendo a su alrededor. Uno elige aquellos a quienes les puede hacer algún bien, y al demonio con la ética. Al resto se les da un poco de láudano y se los pone a la sombra. Si todavía están vivos cuando uno regresa a ellos, entonces trata de remendarlos.
Cole meneó la cabeza, rechazando el consejo. Era consciente de su propia falta de experiencia en el campo, pero dudaba de que pudiera adoptar una actitud tan endurecida si la ocasión llegaba a presentarse.
Magruder se enderezó.
—Estaba buscándolo para invitarlo a que se uniera a nosotros. — Cuando el capitán lo miró algo sorprendido, el mayor se encogió de hombros. — Fue sugerencia de Mitchell, no mía. El resto de los médicos irán a Sazerac's para celebrarlo. Se ha enterado de la derrota de los confederados en Broad Run, ¿verdad?
—¿Derrota? ¡Hum! También me enteré de la… ¿cómo la llamaría usted? ¿La retirada estratégica de Old Rosey en Chickamauga?
—Sólo celebramos las victorias. — El mayor arrugó la nariz. — Antes que termine esta guerra les haremos pagar diez veces a esos malditos rebeldes.
—Ahora una cosa es segura. — Cole habló entre sus manos mientras se echaba agua en la cara. — Cualquier bando que gane, todavía habrá mucho derramamiento de sangre.
—¿Acobardado, capitán? — preguntó Magruder, enarcando una ceja.
Cole tomó una toalla.
—No, mayor. Sólo lo veo como un desperdicio lamentable, eso es todo.
—¿Entonces se niega a celebrarlo con nosotros? — Magruder esperó como un halcón la respuesta del capitán.
—Ahora mismo voy a llevar al muchacho ciego a cirugía y veré qué puedo hacer por él. Después, si todavía tengo tiempo, pienso ir a cenar con la señorita Craighugh y sus padres.
—Pierde su tiempo con ese muchacho — dijo Magruder—. Morirá antes que pase otro día. Le convendría marcharse temprano y disfrutar de la compañía de la dama.
Cole colgó la toalla y tomó un guardapolvo limpio.
—De todos modos, mayor, estoy todavía atado por mi juramento. Lo menos que puedo hacer es intentarlo.
—Como guste, capitán, pero sólo le causará más dolor antes que muera. Además, es una tarea que requiere por lo menos dos médicos.
Un ordenanza abrió la puerta.
—Tenemos al último en la sala de cirugía, capitán, y hemos empezado con el cloroformo.
Cole asintió y se volvió a Magruder cuando se cerraba la puerta.
—El doctor Brooks ya ha aceptado ayudarme.
—¡Brooks! ¿Ese viejo rebelde? Tendrá que vigilarlo atentamente. Es probable que le rebane la garganta al muchacho.
—El hizo el mismo juramento que yo. — La voz de Cole fue firme.
—Y lo toma tan seriamente como yo. — Apoyó una mano en el tirador de la puerta y continuó, pensativo: — No es un rebelde, ¿sabe usted ? En realidad, perdió muchos amigos cuando habló oponiéndose a la Secesión. — Abrió la puerta. — Ahora, mayor, si me disculpa, tengo que empezar a trabajar.
Magruder lo siguió malhumorado. Siempre se sentía agraviado cuando los jóvenes tontos no escuchaban sus consejos. En el camino vio al muchachito de la limpieza, con un estropajo en la mano y una expresión de preocupación. Ello acentuó la irritación de Magruder, quien consideraba malgastados los dólares de la, Unión que sostenían la irresponsabilidad del jovencito.
—Continúa con tu trabajo — ordenó con un gruñido—. Ya has holgazaneado lo suficiente.
Cole miró hacia atrás y contuvo un comentario cáustico. A la mirada inquisitiva de Al, respondió con un movimiento de cabeza y el muchachito empezó a trabajar con rapidez.
—Parece tener inclinación a recoger pequeños descarriados — dijo Magruder—. En adelante, resista la tentación de traerlos entre nosotros. Ese pequeño mendigo no es de confiar.
Cole sonrió con benevolencia.
—No sé nada de eso, mayor. Nunca temí volverle la espalda. — Se encogió de hombros. — Vaya, no puede hacer mucho daño. Si apenas es más grande que un gorgojo.
—¡Ja! — exclamó Magruder—. Los más pequeños son los dañinos. Golpean donde duele más.
Cole rió del humorístico, aunque no intencionado, comentario del otro.
—Lo tendré presente, mayor.
Casi tres horas pasaron antes que la camilla con el soldado ciego fuera sacada de la sala de operaciones.
—Tengan cuidado — les advirtió Cole a los camilleros—.Tiene más puntadas que una colcha de retazos y es mucho más delicado.
El doctor Brooks se secó las manos con una toalla.
—¿Cree que lo consiguió todo?
Cole suspiró y se quitó su guardapolvo ensangrentado. — Pronto lo sabremos. En este momento, sólo podemos esperar y rogar que no se presente una peritonitis.
—Fue afortunado para el muchacho que usted estuviese aquí para atenderlo. En mis años he visto médicos menos dotados y menos pacientes.
Cole se encogió de hombros, rechazando el cumplido.
—Si uno se propone hacer el esfuerzo, es mejor hacerlo lo mejor posible.
El doctor Brooks sacó su reloj y miró la hora.
—Casi las seis. Haré una última gira por la sala de arriba y después iré por algo de comer. Supongo que un joven como usted no querrá reunirse a cenar con un viejo tonto.
—Ya le he prometido esta noche a una joven — sonrió Cole.
Brooks rió por lo bajo.
—Será una compañía mucho mejor que yo. — El anciano se acercó a la escalera y se detuvo, volviéndose a medias. — Ese muchacho de limpieza que he visto por aquí… seguramente a usted no le interesa compartirlo.
—¿Se refiere a Al?
—No sé su nombre. Ni siquiera sé qué aspecto tiene. Cada vez que paso por el hospital, está fregando el piso, arrodillado. Si alguna parte de él puedo reconocer es el trasero.
—No estoy seguro, pero lo pensaré — repuso Cole.
El viejo médico asintió, comprensivo.
—Bueno, si se decide por la afirmativa, tráigamelo.
Cuando Cole abandonó el hospital y fue a desatar su roano, encontró a Al encaramado en la baranda donde se ataban los caballos.
—Pensé que ya te habrías marchado. ¿Qué haces aquí, tan tarde? — Cole miró los caballos atados a la baranda. — ¿Dónde está ese jamelgo que tú llamas caballo? No me digas que te ha derribado.
—Hoy no lo tengo. — La respuesta fue breve. Alaina rompió una ramita en pedazos que arrojó al suelo. — Roberta tomó el carruaje y tío Angus tuvo que enganchar a OI'Tar para usarlo él.
—De modo que tienes que regresar andando.
—No es tan grave. Voy a tomar el próximo tranvía hasta la tienda. Tío Angus todavía debe de estar allí.
—¿Y si no está?
—¡No he venido aquí para rogarle que me llevara! — declaró Alaina con energía.
—¿Entonces qué estás esperando aquí? — preguntó Cole. — Estaba preguntándome… — Le resultaba difícil admitir que estaba afligida por un yanqui. — Estaba preguntándome si… si ese último soldado soportó bien la operación. — Cole miró fijamente al desaseado jovencito.
Por fin, Al se encogió de hombros. — Tengo mis momentos de debilidad como cualquiera.
Cole rió por lo bajo.
—Al, tú me sorprendes.
—No sobrevivió, ¿verdad? — Protegiéndose los ojos del sol poniente, Alaina trató de ver la cara del capitán.
—Bobby Johnson sobrevivió — dijo Cole—. Si sobrevive los próximos días podrá regresar a su hogar.
—Es todo lo que quería saber. — Al se enderezó para bajar de la baranda, pero en el proceso sintió que perdía sus pesadas botas. En un intento de impedirlo, levantó las piernas. No fue, seguramente, el descenso más gracioso de su vida, pero pudo ser el más rápido. El suelo duro estaba allí para recibir a su blando trasero cuando aterrizó. Sin ceremonia en el polvo. Su grito de dolor asustó al caballo de Cole. De pronto, al ver que la enorme bestia podía pisotearla, Alaina olvidó Su dolor, se puso de pie y se olvidó de sus botas. Fue demasiado para el control de Cole, quien estalló en carcajadas, ganándose una mirada de odio de Al.
—‘Lo lamentas, yanqui! ¡Hubieras preferido que esa mula pisoteara en el suelo!
—Vamos, Al. — Cole rió por lo bajo. — Yo sólo estaba mirándote bajar de esa baranda. Fuiste tú quien asustó a Sarg. No me culpes a mí.
Alaina se frotó el trasero y hubiera querido poder quejarse en sus tonos naturales.
—Quedarás dolorido. — Cole ofreció libremente su sabiduría. — Si quieres aceptar el tratamiento de un médico yanqui, yo tengo un linimento en la sala de médicos con el que podría darte masajes.
—¡No, señor! — Alaina meneó la cabeza. — ¡No voy a bajarme los pantalones delante de ningún yanqui!
Cole estuvo seguro de que la voz de Al llegó de un extremo a otro de la calle. Suspiró y cerró los ojos.
—¿Ahora que tienes a todo el mundo mirando y pensando lo peor seguramente estarás satisfecho?
Al rió regocijado y enganchó sus pulgares en la cuerda que le servía de cinturón.
—Lo asusté, ¿eh, yanqui? Por una vez lo asusté. ¿Y sabe una cosa? — Se acercó, con gesto arrogante. — Reiré con ganas cuando lo cuelguen.
—El mayor Magruder me previno contra ti — comentó Cole secamente—. Debí haberlo escuchado.
—Sí, claro, a mí él tampoco me gusta.
—Si quieres regresar a tu casa — dijo Cole amablemente, y se preguntó por qué tenía que molestarse —, yo iré para allí en un momento. Puedes esperar en mi apartamento mientras me cambio el uniforme…
Alaina lo miró con recelo.
—¿Irá a visitar a Roberta?
—Ella me invitó a cenar. — Cole enarcó lentamente una ceja. — No necesito pedirte tu opinión. Tus sentimientos son evidentes.
Al cruzó los brazos con irritación.
—No me importa la gente que Roberta invite a cenar. De todos modos, no es mi mesa. No piense que estaré allí, eso es todo. Yo no como con yanquis a menos que no pueda evitarlo.
—¿No quieres venir, entonces? — preguntó Cole con impaciencia. — No me interesa viajar montado en ancas de ese caballo — replicó
Al, frotándose el trasero dolorido.
—Yo había planeado tomar un calesín desde mi apartamento. — Cole se encogió de hombros. — Pero haz como quieras. Creo que cuando un muchacho es tan blando como tú, también podría usar vestidos de mujer. En cuanto a eso — señaló los delgados pies descalzos — he visto escarpines de mujer más grandes que tus pies.
Alaina flexionó incómoda los dedos de sus pies.
—¿Va a buscar un calesín para viajar hasta su casa?
Cole asintió.
—¿Quieres venir?
—Me reuniré con usted frente a su apartamento — dijo Al dócilmente. No le gustaba aceptar favores de los yanquis, pero podía ahorrarse un penique o dos y ahora los peniques parecían una fortuna.
—Si no estás allí cuando yo salga — dijo Cole, mientras montaba —, no te esperaré.
Alaina recuperó sus botas.
—Allí estaré, yanqui.
Y allí estuvo, y tan temprano que debió aguardar unos momentos hasta que él apareciera. Pronto oyó ruido de cascos, se volvió y reconoció al capitán en el asiento del calesín.
—Estaba preguntándome si llegarías a tiempo — dijo él.
Alaina vio ese rostro iluminado por los colores del crepúsculo y el suave resplandor amarillo de los botones de su uniforme. A veces le sorprendía lo apuesto que era él.
—¿Está seguro de que esto es gratis?
Cole sacó de su chaqueta un largo y delgado cigarro.
—Me parece, Al — dijo mientras encendía un fósforo —, que tú sabes cuándo debes guardarte esa lengua filosa que tienes, especialmente cuando podrías perder lo que deseas.
Al protestó con indignación.
—¡Fue usted quien se ofreció! ¿Acaso yo se lo pedí?
Cole levantó las riendas para agitarlas sobre el lomo del caballo. — Si no quieres venir…
—¡Espere! — Alaina se mordió el labio mientras Cole se echaba atrás sobre el asiento y sonreía. Cedió. — Quiero ir con usted.
—Sube.
Dio un paso hacia la parte posterior del calesín donde pensaba encaramarse en el lugar para el equipaje, pero la pregunta de Cole la detuvo.
—¿Adónde vas?
Cuando ella se encogió de hombros y señaló la parte posterior, él golpeó con la palma el asiento a su lado.
—Ven aquí donde pueda vigilarte. De ahora en adelante, creo que seguiré el consejo de Magruder.
Aún dudosa, Alaina se sentó junto a él. No le gustaba estar tan cerca, especialmente ahora que él olía a limpio y que ella apestaba a la grasa rancia con que se embadurnaba el pelo. Avergonzada, tiró del ala de su sombrero y guardó silencio durante casi todo el camino. El contraste entre los dos era doloroso cuando se permitía olvidar que él era un yanqui y recordaba que era un hombre, y ella una mujer joven.
La noche vibraba con el canto de ranas y cigarras y desde el salón subían voces mezcladas con una risa masculina grave y profunda. Una brisa fresca y lánguida mecía suavemente las ramas de los enormes robles y llevaba la fragancia de las magnolias hasta el dormitorio de Alaina, las puertas de cuyo balcón estaban abiertas. La luz suave y plateada de la luna tocaba las facciones delicadas pero pensativas de la joven de pie en la puerta del balcón. Era una prisionera en su propio cuarto debido a la presencia del yanqui. Y se sentía sola, tan sola y abandonada que un agudo dolor se clavaba en su pecho. Nunca había estado confinada en esa forma y el brillo argentino de la risa de Roberta le hacía sentir que las paredes la oprimían.
Alaina se volvió y miró el alto espejo que había en la habitación. No encontró consuelo en lo que vio. Pese a la presencia del capitán Latimer en la casa, había podido bañarse en la despensa y después llegó a su habitación por la escalera llevaba a la galería alta. La solitaria figura en el cristal plateado se veía más parecida a una mujer joven de lo que le permitía su atuendo habitual, pero su pelo oscuro y suavemente rizado estaba demasiado corto y el camisón, flojo y raído, nada la favorecía.
Alaina posó su mirada en el armario que contenía sus escasas pertenencias y sintió un extraño deseo de vestirse con algo bonito y femenino, de ser tratada como una mujer, de poder sonreír y reír con su alegría propia de muchacha en vez de tener que disimular su apariencia y hablar con una voz tan grave que le causaba dolor de garganta.
Se veía obligada a continuar con la comedia del muchachito, pero se le hacía cada vez más difícil ponerse esas ropas andrajosas y asumir la personalidad que le resultaba más repugnante cada mañana. Poco a poco, el disfraz iba privándola de su feminidad.
Alaina salió al balcón. La duda lanzaba fuertes golpes al las paredes ya agrietadas de su confianza. No podía esperar nunca ser una mujer como Roberta, una mujer que atraía a los hombres dondequiera que fuese. Estaba condenada a ser solamente Al, un muchachito. Su futuro parecía destinarla a fregar pisos mientras Roberta no tenía que hacer más que sonreír y todo el mundo se le ofrecía a sus pies.
Lentamente, Alaina bajó la escalera de la galería hasta que pudo mirar la galería inferior. Un rayo de luz salía del salón e iluminaba los escalones inferiores, de modo que no se atrevió a avanzar más por temor a que la vieran. En el extremo de la galería estaban el banco y las sillas alrededor de los cuales, en aquellas raras visitas a la ciudad, ella y sus hermanos habían — jugado de niños mientras Roberta vestía incansablemente sus muñecas de porcelana con primorosos vestidos y gorros de encaje.
La risa de Roberta sonó en la quietud de la noche junto con la risa profunda y rica del capitán y el cloqueo renuente de tío Angus.
—Capitán, parece que usted ha estado en todas partes — ronroneó Roberta—. Además de su hogar ¿cuál es su sitio favorito? ¿París, quizá?
Alaina espió por la ventana del salón y observó a Cole que respondía con una galante declaración.
—En París no hubo ninguna más hermosa que la que ahora tengo frente a mí, señorita Craighugh.
Alaina elevó los ojos al cielo y pensó seriamente en rezar por el alma del capitán. En ese momento Angus se aclaró fuertemente la garganta y el capitán se puso de pie.
—Sin embargo, pese a que he disfrutado mucho de su encantadora compañía — tomó decorosamente la mano de Roberta —, es tarde y debo marcharme. Depositó un leve beso en la mano blanda y pálida. Alaina apretó entre sus rodillas sus manos enrojecidas por el trabajo. Estaba demasiado abstraída observando la partida del capitán Latimer para pensar en escapar.
—Espero que nos visite otra vez — murmuró coquetamente Roberta, deslizando un brazo debajo del de Cole y acompañándolo hasta la puerta principal. Alaina se encogió en un pequeño nudo cuando comprendió que el capitán estaba abriendo la puerta para salir. Roberta lo siguió y no estaba tan oscuro como para que Alaina no pudiera ver que su prima acariciaba al capitán en el pecho y se apoyaba en él en forma provocativa.
—¿Volverá, Cole?
Alaina enrojeció al convertirse en testigo involuntaria de la apasionada respuesta del doctor, quien estrechó a Roberta contra su pecho y la besó en la boca, con un ardor que hizo que Alaina, sólo por mirar, quedara sin aliento. Nunca en su vida había visto a un hombre besar así a una mujer. De pronto pensó que Cole Latimer podía besarla así también a ella y se sintió acalorada y mareada.
—¿Vendrás mañana, Cole? — susurró Roberta con tono implorante—. No me dejarás aquí sola todo el día, ¿verdad?
—Tengo un deber que cumplir — repuso él, mientras sus labios le rozaban la mejilla.
—¿Deber? — La voz de Roberta era suave y queda. — ¿No puedes olvidar por un rato tu deber, Cole? Mañana estaré sola aquí. Mamá irá a la tienda y Dulcie tiene que ir al mercado. ¿Vendrás? ¡Por favor! Tendremos toda la tarde para los dos.
A Alaina la sorprendió que Roberta pudiera mantenerse tan fiel a sus propósitos pese a las caricias de él, cuando ella, con sólo observar, temblaba de pies a cabeza. En eso se oyeron pasos y Roberta se apartó y se alisó el cabello.
—Debo marcharme — susurró Cole—. Tu padre se está impacientando.
—Mañana esperaré tu llegada — sonrió Roberta tiernamente. Cuando se volvía, Cole se detuvo y dijo:
—Lo siento, Roberta. De veras tengo que hacer.
En seguida se marchó, dejando a Roberta con expresión de fastidio. Quedarse sola con el capitán en la casa hubiera sido una forma segura de convertir este espasmódico galanteo en un rápido casamiento, y su madre hubiese sido probablemente la que los descubriera, pues había manifestado su intención de ausentarse sólo por una o dos horas.
—¿Papá? — dijo, volviéndose hacia la puerta—. Necesito un vestido nuevo, algo realmente bonito.
—¡Roberta! ¡Debo protestar! — Angus apareció en el vano de la puerta. — Sabes que nos es muy difícil sostenernos con el poco dinero que obtenemos en la tienda. No tengo para esos gastos.
—Oh, papá, no seas tan malo. Alaina te pagará mañana y estoy segura de que madame Henri esperará por el resto del dinero si tú le prometes pagarle todas las semanas.
—¡Roberta! ¡No puedo! ¡No sería correcto!
—Papá, voy a atrapar a un hombre rico — dijo la joven con seguridad—. Y necesitaré toda la ayuda que pueda conseguir. Si visto pobremente, él creerá que yo lo busco sólo por su dinero.
—Si estás pensando en ese yanqui… — La reacción de Angus fue sincera. — ¡Rico o no, no lo quiero más en esta casa! Esta velada ha perturbado a tu madre. y además, ¿qué pensarán los vecinos?
—Oh, ¿qué me importan ellos? Son unos viejos anticuados.
—Deberías mostrar más respeto, Roberta — dijo Angus.
—Lo sé, papá. — Suspiró hondamente. — Pero estoy cansada de tener que cuidar los centavos.
—Entra y ve a acostarte, criatura. Es inútil que tortures a tu linda cabecita.
—Entraré en un momento, papá. Aquí afuera está tan agradable que me gustaría disfrutar de la noche un ratito más.
—Está bien, pero no te demores.
Roberta tarareó suavemente un vals y giró danzando por la galería. Podía imaginarse a sí misma en un gran baile militar como el que se proponía ofrecer Banks, luciendo el vestido más hermoso y, por supuesto, teniendo por compañero al hombre más guapo.
De pronto ahogó una exclamación y se detuvo asustada ante la blanca aparición en forma humana en el arranque de la escalera.
—¡Al! — siseó al reconocer la pequeña figura—. ¿Qué haces aquí? Creía que estabas en tu habitación.
—Mi nombre es Alaina — dijo la jovencita y se volvió, descalza, para subir la escalera—. ¿Te importaría usarlo?
Roberta se enfureció al pensar que su prima había estado escuchando.
Siempre pareces más Al que Alaina, de todos modos.
La prima más joven giró al oír el cáustico comentario, miró la cara de Roberta y en seguida continuó subiendo, al tiempo que decía:
—Por lo menos yo no me arrojo en los brazos de un yanqui. — ¡Estás celosa! — acusó Roberta, siguiéndola—. Estás celosa porque nunca podrás atrapar a un hombre como Cole Latimer. Tú y tu escuálido cuerpo… ¡Vaya, él te echaría a carcajadas de su cama!
Alaina dio un respingo ante la crueldad de las palabras de su prima, casi convencida de que lo que Roberta decía era la verdad.
—Y te diré algo más, Alaina MacGaren — continuó Roberta enfáticamente—. Voy a conseguir que Cole Latimer se case conmigo.
Alaina se volvió a medias y Roberta sonrió triunfalmente hasta que su prima preguntó en tono sereno :
—¿Y qué excusa le darás cuando él descubra que no eres virgen? Roberta quedó paralizada.
—¿Cómo lo supiste? — Su voz se convirtió en un susurro. — ¿Cómo lo supiste?
Alaina se encogió de hombros.
—Oí a Chad Williamson jactarse ante los hermanos Shatler. Por supuesto, ahora todos están muertos, de modo que supongo que soy la única que lo sabe.
Amenazante, Roberta agitó un puño delante de la cara de su prima. — ¡Si se lo cuentas a Cole, juro que él se enterará de tu pequeño secreto! — Roberta se calmó levemente, reclamando su poder sobre la otra. — Además, eso fue hace mucho tiempo. Yo tenía sólo quince años… y fue la única vez. — Hizo una mueca de disgusto. — De todos modos, no me gustó. Todo ese jadear y agitarse. Después quedé completamente agotada y no pude sentarme adecuadamente por una semana.
—El capitán Latimer es médico. Quizá se dará cuenta…
Roberta la interrumpió.
—Inventaré algo para convencerlo. ¡Haré que me crea!
Alaina entró en su habitación, diciendo por encima de su hombro: — No creo que él sea inexperto con las mujeres.
Roberta dijo a sus espaldas:
—¡Yo haré que él me crea, te digo!
Alaina la miró calmosamente y dijo :
—Pero primero tendrás que hacer que él quiera casarse contigo. — Eso es tan fácil como chasquear mis dedos. En realidad, probablemente ya está pensando en eso…
Alaina asintió, pensativa.
—Es posible que te salgas con la tuya, Roberta. Es posible que lo engañes en la cama, como dices. Pero me pregunto, Roberta, si alguna vez tú serás feliz… quiero decir realmente feliz.
—¡No seas absurda! Por supuesto que lo seré. El tiene dinero…
Alaina rió despectivamente.
—Tú crees que eso hace la verdadera felicidad. Una esposa compartir el lecho de su marido con alegría, darle hijos…
—¡Eso es lo que tú sientes! ¡Y tú, pobre gansita, serás afortunada si un hombre alguna vez te mira!
—Si has terminado con tus insultos — murmuró Alaina, incapaz de encontrar firmeza en su voz —, ahora me gustaría acostarme. Espero estar temprano en el hospital.
—¡Por supuesto! Tienes que descansar para poder fregar todos esos pisos. Cole mencionó que lo haces realmente bien.
Sintiendo que su dardo había dado en el blanco, Roberta giró graciosamente y se marchó. Alaina quedó con los ojos llenos de lágrimas. Herida por el ataque de Roberta, apagó la lámpara y en la oscuridad miró el rayo de luna que entraba en su habitación. Los insultos de su prima habían llegado a lo más profundo de su ser y resultaban más inquietantes porque esos mismos pensamientos no encontraban desmentida en su propia mente.