CAPÍTULO 15
La presencia de Cole Latimer traía a la casa de Craighugh una abundancia que todos, quizá con la excepción de Roberta, habían olvidado hacía tiempo. Las comidas mejoraron notablemente y Dulcie ya no tenía que afanarse para conseguir cosas como salo azúcar. Hasta Angus se ablandó un poco cuando una buena provisión de whisky de centeno y de brandy llenó una vez más su gabinete de bebidas. Cole compró a una de las viejas familias de la ciudad una elegante calesa y varios buenos caballos, y al día siguiente fue entregada en los establos una abundante provisión de avena. Cole se mostró con esto menos tacaño de lo que había sido Angus aun en sus épocas de prosperidad. El caballo de tiro adquirió un nuevo brillo y hasta OI'Tar perdió algo de su aspecto lastimero.
La queja más grande y ruidosa de Roberta era que ahora que tenía el dinero para comprarlos eran pocos los vestidos realmente extravagantes que se podían conseguir. Sin embargo, era raro el día que no saliera para regresar por lo menos con un sombrero nuevo o un par de escarpines elegantes, que no bien llegaba Alaina eran probados y exhibidos.
Fue a causa de su propia inquietud en las largas horas de la noche que Alaina supo que Cole también sufría de insomnio. Mientras Roberta dormía tranquilamente, él solía pasearse por la casa como si buscara algo más que el dulce refugio de su lecho conyugal. Ciertamente, sus pensamientos estaban perturbados. Roberta aceptaba sus caricias con un mínimo de respuestas y no bien empezaba parecía apresurada por terminar. No tenía nada del fuego y el espíritu que Cole recordaba de la fatídica noche. Hasta la pasión que había fingido antes de su casamiento se había enfriado en cuanto ella llevó el apellido de él.
—Dios mío, Cole — exclamó indignada Roberta cuando él le pasó posesivamente la lengua por los labios—. No pensarás que una dama debería besar así, ¿verdad? ¡Es repugnante!
Cole la miró ceñudo.
—Pero hubo una vez en que te gustó. Roberta lo miró pasmada.
—¡Jamás!
Cole se pasó una mano por la nuca y sintió sus músculos tensos.
Con Roberta no lograba sentirse cómodo, ni siquiera durante la plática más informal.
—¿Qué se hizo del medallón que te di? Lo echo mucho de menos. — ¿Medallón? — repitió Roberta sin entender.
Cole abrió una ventana.
—Ya lo sabes, el que te di aquella noche. — Arrugó la frente, furioso con su incapacidad de recordar con nitidez. Empezaban a aclararse fragmentos sueltos de aquello que parecía un sueño lejano pero no en una secuencia ordenada, y como ahora, no hallaba explicación racional a lo que recordaba. Le parecía que se había quitado el medallón porque estaba sin dinero. Pero eso no era lógico. No podía creer que Roberta se hubiera vendido por una chuchería de oro, pese a lo mucho que le gustaba gastar el dinero de él. — Por lo menos, creo que te lo di.
—Debiste haberlo perdido. — Roberta se encogió de hombros. — Si está en la casa yo lo encontraré.
Al día siguiente, cuando Alaina regresó del hospital, encontró su habitación toda revuelta. Cada rincón había sido registrado minuciosamente, el colchón y las sábanas habían sido arrancados de la cama y ahora estaban amontonados en el suelo. Alaina contempló atónita ese caos y ni por un instante dudó de quién era la culpable.
—Por lo menos, hubiera podido ser más cuidadosa — dijo entre dientes, y empezó a poner un poco de orden, pero el ruido de las botas de Cole sonó en el pasillo, fuera de su habitación. Antes que ella pudiera cerrar la puerta, él pasó y se detuvo. Un largo silencio siguió a su abrupta detención. Cuando dio un paso atrás, había en su rostro una expresión de incredulidad.
—¡Al! ¡Esto es una vergüenza!
Alaina cerró lentamente los ojos y se tragó todos los insultos que acudieron a su boca.
—¡Sólo porque usted compra raciones del ejército para que nosotros llenemos nuestras barrigas — gritó — no piense que tiene derecho a dirigir esta casa! Yo mantengo mi habitación como quiero y la limpio cuando se me ocurre. ¡No voy a tolerar que un barriga azul vigile todos mis movimientos en esta casa! ¡Ahora, márchese!
Le cerró la puerta en la cara y quedó temblando, mientras las pisadas de Cole se alejaban por el pasillo. Con dedos trémulos, aferró el medallón que colgaba entre sus pechos. Era el único objeto que Roberta pudo estar buscando. Eso significaba que Cole empezaba a recordar más de aquella noche. Con el tiempo acabaría recordándolo todo, ¿y qué sería entonces de ellos? ¿Qué sería de su criatura, si efectivamente se hallaba encinta?
La tensión entre Alaina y su tío aflojó un poco, sin duda ayudada por el hecho de que ella pasaba gran parte de su tiempo en el hospital y en la casa de la señora Hawthorne. Por lo menos en esos lugares podía escapar a las agudas miradas de Roberta y de sus comentarios supuestamente inocentes, pero que dolían como un aguijón. Pero la vida en casa de los Craighugh estaba lejos de ser tranquila.
Después de unas pocas semanas de cuestionable felicidad conyugal, las discusiones empezaron a hacerse frecuentes entre la joven pareja. Habiendo reunido un considerable guardarropa de ricos vestidos y otros accesorios, Roberta deseaba ahora exhibirlos en las ocasiones sociales y los bailes elegantes de los federales. Angus, con firme terquedad sureña, se había negado a abrir su casa para recibir a los yanquis y Roberta se sentía frustrada.
Se rumoreaba que la esposa del general Banks y de muchos de los oficiales lucían vestidos a la última moda y Roberta ansiaba desesperadamente deslumbrarlas con su propia colección. Estaba cansada de las miradas de desaprobación de las damas sureñas. Además, no era nada estimulante exhibir sus vestidos ante viudas de negro y esposas de hombres que luchaban en lugares lejanos. Ella sabía que si pudiera asistir sólo a una de esas importantes recepciones sería consagrada como la mujer mejor vestida de Nueva Orleáns. Y asistir a esas reuniones sociales del brazo de un apuesto oficial federal sería como un broche de oro. El mayor problema era que la profesión de Cole le dejaba poco tiempo libre y Roberta tenía que contentarse con las escasas salidas que ello le permitía.
Se había fijado una fecha para que los federales vendieran Briar Hill y Alaina empezó a inquietarse. Se juró que de alguna manera compraría la propiedad, pero con su modesto salario eso parecía imposible. Una vez más vio la necesidad de ponerse sus ropas de viuda y salir. Pero primero tendría que convencer a Cole de que le diera un día libre, y esto era lo que planeaba hacer esta mañana. Empezó a vestirse y protestó en silencio cuando tuvo que luchar con la ceñida camisa. La suerte la había acompañado y ya no tenía que afligirse por la posibilidad de haber quedado encinta. Sin embargo, cada vez era más difícil ocultar las femeninas redondeces de sus pechos. Era un trabajo arduo y largo ponerse la vieja camisa y esta mañana le pareció aun más difícil porque tenía prisa para alcanzar a Cole antes que se marchara.
Excepto Dulcie, Cole Latimer era el primero en levantarse en la casa. Alaina era la siguiente y por lo general ambos habían partido cuando se despertaba el resto de la familia. Roberta era la última, por supuesto, y siempre se quejaba de que los otros se habían comido lo mejor de lo que traía su marido. Ciertamente, eso había sido origen de varias discusiones, pues Dulcie aprovechaba la abundante despensa como si perteneciera a todos. Fue necesario que Cole declarara firme de manera que efectivamente era así para que Roberta cediera de mala gana.
Alaina entró en la cocina con sus pechos bien ceñidos y arrastrando por el suelo las pesadas botas. Cole estaba sentado a la mesa comiendo el abundante desayuno que Dulcie le había preparado. Después que Cole declaró que lo que él proveía tenía que ser compartido por todos, Dulcie empezó a regañadientes a reconsiderar su opinión de los yanquis y ahora admitía que éste en especial no era del todo despreciable. Aunque todavía se mostraba algo reservada hacia él, el silencio que recibió a Alaina era un silencio basado casi en el respeto mutuo, que de parte de Dulcie había sido ganado con reticencias.
Alaina se sentó en la leñera junto al fogón y saludó a Dulcie. Después de un momento, Cole levantó la vista y vio que el muchacho lo observaba con curiosidad. Dulcie los miró a los dos, tratando de adivinar qué estaba sucediendo de malo ahora.
—¿Te pasa algo? — preguntó Cole y aguardó hasta que Alaina se encogió de hombros.
Alaina acercó una silla y se sentó a horcajadas con el mentón apoyado en el respaldo.
—Tengo todo mi trabajo en el hospital bien adelantado y estaba preguntándome si podría tomarme el día libre — dijo por fin.
Cole se puso ceñudo.
—¿Qué tienes que hacer que es tan importante? — Levantó rápidamente la mano para detener una respuesta insolente. — ¡No me lo digas, ya sé! Vas a darte un baño y necesitarás todo el día para sacarte la mugre.
Los hombros de Dulcie se sacudieron con una risa mal contenida.
—Tengo cosas que hacer — dijo Alaina y miró al techo para no encontrarse con la expresión divertida de Cole—. Podría comprarme un nuevo par de botas. Tengo un poco de dinero ahorrado y debo comprar algunas otras cosas. Tengo un par de amigos que visitar. Además, apenas he tenido un día para mí desde que vine.
—¡Botas nuevas! — Cole se hizo atrás, sorprendido—. ¡Ropas nuevas! ¿Quizá una pastilla de jabón y una esponja? Ven aquí, déjame ver si estás enfermo. — Tendió una mano para tocar la frente de Alaina.
—No me toque, barriga azul — le advirtió ella secamente—. No estoy enfermo. Es sólo que hoy no tengo trabajo que hacer, nada más.
—Creo que te lo has ganado. — Cole se puso de pie. — Tengo que marcharme. — Se puso los guantes y fue hasta la puerta trasera. Allí se detuvo y se volvió. — Si te decides a bañarte, pasa por el hospital antes de ensuciarte otra vez. Me gustaría ver cómo eres cuando estás limpio.
Un joven empleado del banco estaba absorto en copiar entradas en un libro de contabilidad cuando oyó el sonido de tacones altos que se detenían frente a su escritorio. Apartó la pluma de la página y levantó la mirada para atender a la intrusa. Su respiración se detuvo en su pecho porque la figura que estaba frente a él era bien formada y esbelta hasta el grado del cual los hombres hablan pero que raras veces tienen la suerte de contemplar. Las ropas eran demasiado familiares en todo el sur, ropas de viuda, de color gris oscuro o negro y de corte severo. Lo que él podía ver era un rostro pequeño y grandes ojos con largas pestañas a través del velo.
—¿En qué puedo servirla, señora? — dijo el empleado con empalagosa amabilidad.
—Señor, me han dicho que puedo acudir a usted para que me ayude. — La voz era suave como la seda e hizo estremecer al empleado.
—Por supuesto, señora. — Se puso de pie, buscó una silla para la recién llegada y volvió a sentarse. — ¿Y qué puedo hacer por usted esta mañana?
Alaina levantó cuidadosamente su velo y lo miró con expresión de desamparo.
—Mi padre ha muerto, señor, y me ha dejado una pequeña herencia — dijo en tono apenado—. He estado considerando la posibilidad de alejarme de Nueva Orleáns, quizás a un distrito río arriba, y me pregunto si habrá algunas propiedades en venta que sean adecuadas para una viuda de medios limitados. Tengo que ser cuidadosa con mi dinero porque es lo último que me queda. Usted debe comprender que no puedo permitirme nada que sea demasiado caro. — Sonrió en forma seductora. — Ahora me pregunto si usted sabría de algún lugar, digamos al norte de aquí, que esté en venta. He oído hablar de una plantación abandonada cerca de Alexandria. Me pareció que estaba junto al río. A mí me gustan mucho los ríos, ¿y a usted? Cualquier río.
—Oh, sí… sí, por cierto que sí, señora. — El hombre asintió vigorosamente con la cabeza. — Ahora, déjeme ver. — Revisó una pila de papeles. — Había un lugar que fue puesto en venta no hace mucho, pero usted no lo querrá.
—Dios mío, señor, ¿por qué no? — Agitó las pestañas y se mostró inocentemente confundida. — ¿Tiene algo de malo ese lugar?
—¡Vaya, no! Pero perteneció a la familia de esa renegada, Alaina MacGaren.
Alaina se sintió transida por una corriente de excitación y tuvo que esperar un momento para poder hablar con calma.
—Me pregunto cuánto costará un lugar como ése. ¿Es terriblemente caro?
—Oh, no señora, realmente no — dijo el hombre y rió por lo bajo. Esta dulce cosita necesitaría de toda la ayuda que él pudiera ofrecerle y en estos tiempos crueles una joven debía contar con un hombre fuerte en quien apoyarse—.Esta propiedad es ofrecida en subasta por los yanquis y el mínimo que piden son solamente cinco mil dólares. Hum. Dólares yanquis.
Alaina tragó con dificultad y sus esperanzas se derrumbaron. ¡Solamente cinco mil dólares yanquis! A ese precio, y considerando su salario del hospital, quizá podría comprar el poste para atar los caballos.
—Esta propiedad se vende por el sistema de ofertas en sobre cerrado y la última fecha para recibirlos es, déjeme ver… el doce de abril, señora. Los resultados serán anunciados por medio de carteles en todos los bancos del territorio bajo control de la Unión en esta región.
—Dios mío. — Alaina dejó que su desaliento se trasluciera en su voz. — Creo que no puedo permitirme pagar eso. ¿Quizá hay algo más barato?
El rostro del cajero mostró su decepción.
—No, señora, no hay nada más barato. El resto se vende en subasta pública y usted tendría que probar suerte allí.
—Tendré que hablar de esto con mi tío — murmuró Alaina y se levantó. Sonrió con timidez—. Gracias por su ayuda, señor.
Con el corazón apesadumbrado, Alaina se alejó del escritorio del empleado. La suma de dinero estaba tan por encima de sus posibilidades que parecía un sueño. En realidad, la única persona que ella conocía y que podía tener tanto dinero era Cole Latimer, y no se le ocurría cómo podría plantearle el asunto.
Ansiosa de alejarse para pensar, Alaina salió del banco demasiado absorta en su problema para notar al hombre que se le interpuso en el camino. Levantó la vista, sorprendida, y se encontró ante Jacques DuBonné que la miraba con ojos brillantes.
—¡Mademoiselle! — DuBonné hizo una reverencia y cuando se irguió una sonrisa relampagueó malignamente en su cara morena. Por fin encontraba a la viuda que había estado buscando. — ¡Volvemos a encontrarnos !
Alaina bajó su velo y se hizo a un lado para seguir su camino, pero el hombre volvió a interponérsele.
—Perdóneme, mademoiselle. — Extendió las manos en un gesto de impotencia. — No me atrevo a dejarla escapar otra vez. En la oportunidad anterior no encontré huellas de usted. Fue como si usted hubiera desaparecido de esta tierra.
Alaina dirigió al hombre una mirada glacial.
—No puedo imaginar sus motivos para buscarme, señor, pero me parece que ha perdido su tiempo. Yo no lo conozco y no deseo corregir esa situación. Ahora, si me permite pasar.
—Ma cherie! — Jacques era rápido para reaccionar. — ¿No adivina que estoy enamorado de usted? Ahora que he vuelto a encontrarla no la dejaré ir hasta tener la promesa de su compañía. Quizás esta noche…
—¡No sea absurdo! ¿No ve que llevo ropas de viuda? Su invitación es muy inapropiada, señor, y si no me deja pasar no tenga dudas de que gritaré.
El atrevimiento de este hombre cito empezaba a impacientarla. Trató de seguir su camino pero él la tomó firmemente de un brazo.
—Este lugar es demasiado público para hablar de cosas delicadas, querida mía. Tengo mi carruaje y mi sirviente al otro lado de la calle. La llevaré dondequiera que usted desee y en el camino podremos tener un poco de intimidad.
Jacques levantó una mano y le hizo una señal al negro que estaba en el pescante del ornamentado landó. De inmediato el negro agitó las riendas y empezó a acercarse.
—¡Usted presume demasiado, señor! Yo no ofrezco mi compañía a desconocidos. — Alaina estaba cansada de las obstinadas imposiciones del hombre y ansiosa por seguir su camino. Varias personas se habían detenido para mirar y si ello no alteraba a Jacques, por cierto que inquietaba a Alaina, que no tenía ningún interés en llamar la atención. Liberó su brazo y le lanzó una mirada fría y penetrante que atravesó el velo. — Hágase a un lado.
—Ven, mi pequeña, no seas terca — rió él rechazando despreocupadamente sus protestas. Acostumbrado a mujeres fáciles que se le entregaban por un puñado de monedas, y como nunca había estado relacionado con una dama, no tenía la menor idea de un galanteo caballeresco. Con grosera familiaridad, pasó un brazo alrededor de la cintura de la joven y dijo —: Te llevaré a dar un paseo en mi carruaje y entonces podremos… ¡Aaaayyy!
La exclamación salió de su garganta cuando un agudo tacón se clavó en su empeine. Retiró el pie dolorido y volvió a tomarla de un brazo pero sólo por un instante. Retrocedió tambaleándose, con los oídos zumbándole por el golpe que Alaina le propinó con su delicada mano. DuBonné no imaginó que una persona pequeña pudiera tener tanta fuerza. ¡Pero esto fue demasiado! Su cólera le hizo perder el juicio. ¡Ninguna hembra maltrataba a Jacques DuBonné! Recuperó el equilibrio y se adelantó para aferrarla con rudeza, con la intención de hacerle pagar la osadía.
En el instante siguiente el hombre soltó una exclamación y sintió que la tomaban del cuello y lo levantaban con tanta fuerza que su sombrero cayó al suelo. El hombrecillo trató de sacar su puñal pero la mano que lo sujetaba de la nuca se lo impidió. De pronto sintió que la delgada hoja hacía presión entre sus propios omóplatos cuando su chaqueta fue retorcida hacia atrás. Conocía el bien afilado acero y temió que el arma pudiera zafarse y clavarse en su propia carne. Sus pies apenas rozaban el suelo y como lo sujetaban con fuerza, no pudo volverse para ver a su atacante.
El enorme negro detuvo el landó y se preparó a bajar para intervenir. Pero quedó paralizado y boquiabierto cuando el cañón de un Rémington 44 giró hasta quedar apuntándole al centro del pecho. Lentamente, con cuidado, el negro volvió a sentarse en el pescante.
Cole Latimer depositó en el suelo al hombrecillo llamativamente vestido y le dio un empujón.
—Parece, monsieur DuBonné — dijo arrastrando las sílabas mientras sus ojos azules adquirían una dureza de pedernal —, que siempre tengo que encontrarlo atacando a mujeres o niños.
Jacques enderezó su chaqueta con un movimiento airado y recuperó su sombrero, le sacudió el polvo con el puño de su chaqueta y dirigió a Cole una mirada cargada de odio.
—Ha interferido en mis asuntos tres veces, capitán doctor. — Se caló el sombrero en su cabeza oscura. — No soy hombre de dejar que esas cosas queden demasiado tiempo sin arreglar.
Cole metió su arma en la pistolera con deliberada lentitud. Se tocó el ala de su sombrero y miró a la mujer de negro.
—¿Está usted bien, señora?
La cara era apenas visible detrás del denso velo. Un casi imperceptible movimiento de cabeza le respondió.
—¿Desea denunciar a este hombre por haberla molestado?
La cabeza cubierta por el sombrero negro indicó una negación.
—Entonces daré este asunto por concluido.
Alaina arriesgó una respuesta.
—Se ha hecho merecedor de mi eterna gratitud, capitán.
La voz suave y aterciopelada despertó algo en la memoria de Cole pero él no tuvo tiempo de pensar en ello porque Jacques habló en tono rencoroso:
—Tenga cuidado, capitán. No estoy acostumbrado a que interfieran en mis asuntos. La próxima vez será diferente.
Cole cerró su pistolera.
—Y usted, señor DuBonné, cuídese mucho. Según mi experiencia, las heridas de bala son más difíciles de reparar que los cortes de sable.
Jacques soltó un resoplido y miró a su alrededor.
—Creo, señor, que ambos hemos perdido nuestras causas. — Señaló calle abajo hacia la figura de la joven viuda que se alejaba a toda prisa. Cole la vio desaparecer en una esquina y no advirtió el gesto que Jacques le hizo a un hombre alto y flaco que había salido de un edificio del otro lado de la calle. El individuo empezó a caminar a paso rápido y pronto corrió detrás de la viuda.
Con aparente indiferencia, Jacques caminó hasta su carruaje y se volvió para mirar al oficial federal.
—Buenos días, capitán doctor Latimer. Otra vez, quizá.
Cole se tocó el ala de su sombrero.
—Quizá.
El carruaje dio la vuelta y Cole quedó pensativo. Su conversación con la viuda había sido demasiado breve. Como Jacques, quería saber más acerca de ella. ¡Y esa voz! Algo había en esa voz que era como un humo picante dentro de su cabeza, evasivo como el viento. Pero la había oído antes en alguna parte y no quedaría satisfecho hasta que averiguara dónde había ocurrido.
Alaina entró en la casa de Craighugh sin advertir que había sido seguida por un hombre que más tarde informó a DuBonné que la dama misteriosa vivía en la misma casa donde se sabía que residía el médico federal. Esta información dejó confundido al cajun y paralizó cualquier plan que hubiera podido tener en la mente. Pero aun más desconcertante fue el hecho de que la dama no volvió a ser vista saliendo de la casa, aunque el hombre alto estuvo espiando varias semanas.
Alaina se recogió la falda y subió corriendo la escalera. En el rellano se encontró con Roberta, quien pese a que era media tarde todavía vestía camisón y bata.
—¿Dónde has estado así vestida? — preguntó la prima mayor. Alaina pasó junto a ella quitándose el sombrero.
—Fui al banco para preguntar sobre Briar Hill.
—¡Qué! — gritó Roberta y entró en el dormitorio detrás de Alaina—. ¿Nos pones a todos en peligro por esa miserable granja? ¡Cómo te atreves!
La mujer más joven giró sobre sus talones y sus ojos se convirtieron en dos abismos oscuros y tormentosos.
—Esa granja miserable, querida — dijo en tono grave y llano —, fue mi hogar. Es el lugar que mi familia trabajó para construir. En ese suelo descansan los huesos de mi madre. Cuando me hables a mí de esa granja será mejor que uses un tono más reverente, o algo terrible te sucederá.
—¡Te atreves a amenazarme! Si no fuera por ti no tendríamos motivos para preocuparnos. Tienes que tener cuidado para que no te expulsemos de esta casa.
—Si no hubiera sido por mí, querida, nunca te habrías casado con tu precioso Cole — le recordó Alaina en tono mordaz—. ¿Eso no vale la pena correr algún peligro?
—Algún día Cole y yo nos marcharemos para siempre.
Alaina se volvió y habló por sobre su hombro mientras se quitaba un delicado zapatito.
—Esa señora Mortimer que estaba aquí ayer cuando yo volví de trabajar… te oí hablar con ella sobre Washington. ¿Es allá donde piensas llevarte a Cole?
Roberta sonrió desdeñosamente.
—Tienes orejas grandes, querida.
—Cuando tu recibes a yanquis en la casa tengo que mantener mis oídos abiertos. — Las comisuras de la boca de Alaina subieron brevemente en un remedo de sonrisa cuando miró de frente a su prima. — Llámalo autoconservación.
—La señora Mortimer es la esposa de un oficial de la Unión.
—Una yanqui, como dije.
—Ella va a hablar con su marido acerca de enviar a Cole a Washington. Quizás él hasta llegue a integrar la comitiva personal del presidente. Tiene la inteligencia…
—¡Vaya, vaya! Sin duda tienes grandes ambiciones para él. ¿Has hablado con Cole de todas esas cosas?
—No es necesario por el momento. Muy pronto será debidamente informado.
—Qué buena eres. Sin duda él te quedará eternamente agradecido por haber ayudado al adelanto de su carrera.
—No seas sarcástica — replicó Roberta—. Lo hago por su propio bien. Por lo menos, es más de lo que tú hubieras hecho si hubieses podido llevar a cabo los planes que tenías para atraparlo. Lo mejor que hubieras podido darle hubiese sido una bandada de chiquillos para que se colgaran de los faldones de su chaqueta.
—Tienes razón — admitió Alaina, levantando las manos en dramático gesto—. ¡Como siempre!