CAPÍTULO 2
—Eh chico, parece que han venido a buscarte.
Markus levantó la mirada del asiento en el que se había arrellanado cuando había terminado de prestar su declaración ante el agente de policía, había tenido que dar su versión dos veces, y esperar unas cuantas horas hasta que finalmente le habían dejado utilizar el teléfono.
Después de haberse alejado de ella había podido recuperar parte de su cordura si bien todavía sentía aquel inexplicable vacío y la imperiosa necesidad de estar junto a ella, también la odiaba, odiaba a aquella pequeña y anodina muchacha por haberse atravesado en su camino, porque ahora estaba jodido, realmente jodido y todo gracias a ella. La buscaría, sí, la encontraría y le daría exactamente lo que se merecía. Su sexo saltó en respuesta y sólo pudo gruñir.
—Pensé que me estabas vacilando.
Su mirada se estrechó sobre el hombre con una inmensa sonrisa en el rostro que se había parado ante él.
—Sí, estoy de humor precisamente para eso —masculló haciendo rodar sus hombros—. Has tardado.
El hombre arqueó una ceja en respuesta.
—Discúlpeme, su alteza, pero he tenido que coger un avión para venir a sacarte, así que, el que hayas permanecido aquí — él consultó su reloj—, cuatro horas, no me inspira arrepentimiento ninguno.
Mark gruñó y le echó un rápido vistazo a su amigo. No existía un solo día en el que no hubiese visto a Christopher con algo que no fuese ese maldito traje marrón con corbata a juego. Se conocían desde hacía varios años, de hecho, era uno de los pocos humanos que sabía sobre el Clan, trabajaba para Dimitri llevando los temas legales y acudiendo alguna que otra vez a las subastas.
— ¿Ahora vas a decirme cómo es que has terminado en la comisaría, Mark?
Pensé que esto sólo era una afición de Dimitri.
—Mi maldita compañera tiene la culpa —masculló con ironía.
El hombre se sorprendió ante tal declaración.
— ¿Tu compañera? ¿Te has emparejado?
La mirada mortal que le dedicó Markus decía claramente lo que pensaba sobre ello. — Um… así que, la has encontrado.
Markus se limitó a gruñir, pero el hombre no se amilanó. Conocía bien a aquel hombre y a su hermano, y sabía que gruñían, pero no mordían.
— ¿Y ella tiene algo que ver con el hecho de que hayas terminado aquí?
Markus ignoró la pregunta y cambió de tema.
—Necesito darme una ducha y asistir a la maldita subasta de Glendale — respondió empujando la puerta para salir a la calle—. Mitia quiere un par de piezas que se subastarán esta tarde.
El hombre arqueó una ceja en respuesta.
Era extraño que hubiese enviado a Mark cuando sabía lo mucho que odiaba las aglomeraciones y todo lo que tuviese que ver con los humanos en general. Cuando se trataba de asistir a una subasta o adquirir cierta pieza, el jefe del Clan Kenway solía llamarle a él. Christopher sonrió, estaba claro que el interés de Dimitri por la subasta iba más en consonancia con el que su hermano acabase en aquella ciudad.
— ¿Dónde te alojas?
Markus le dijo el nombre de uno de los hoteles más anodinos de la ciudad, al contrario que su hermano al que le gustaba vivir bien y darse unos lujos, el más joven de los Kenway prefería la austeridad y pasar desapercibido.
—Bueno, no queda demasiado lejos — aceptó con buen humor—. ¿Quieres compañía?
Markus miró a Christopher de arriba abajo y negó con la cabeza.
—Sólo iré a esa maldita subasta y después volveré a casa.
Um. Aquello sí que no se lo esperaba.
— ¿Y tu compañera?
— ¡No necesito a ninguna maldita mujer! —Clamó con dureza, entre los apretados dientes—. Y a ella menos que a nadie.
Christopher puso los ojos en blanco.
— ¿Realmente eres tan estúpido, gatito? —le dijo con buen humor—. No durarás ni un maldito día fuera de su alcance. La necesitarás y no podrás hacer nada para evitarlo.
Apretando los dientes, Mark ignoró a su amigo y caminó a zancadas por la acera, por mucho que lo negase, sabía que Christopher tenía razón, todo su cuerpo ya estaba protestando por la separación, tenía su olor grabado a fuego y su sabor…
No podía borrar ese sabor de su boca, la quería, deseaba hundirse en ella con desesperación, protegerla, arroparla para no volver a ver aquella mirada de temor en sus ojos.
No, no la necesito. Trató de convencerse a sí mismo. Ella es la única culpable de todo esto. No es más que una maldita bruja.
¿Cuánto podría luchar contra su atracción, contra la necesidad de buscarla, de tenerla junto a él? Él jamás había estado emparejado, si bien se había visto afectado como los demás machos sin pareja por el celo de sus hembras, había convertido en un arte el hecho de desaparecer durante todos esos días, el temor a encontrar a su compañera entre ellas había sido un buen aliciente para mantenerse alejado y ahora la venía a encontrar en una maldita humana. ¡Qué podía ser peor que aquello! Su compañera era humana, sabía que no era algo extraño, su hermano era una prueba viviente de ello, y quizás fuese mejor así, a la humana podría rehuirla.
Su polla dio un tirón y sus intestinos se encogieron ante la sola idea de mantenerse alejado de aquel pequeño caramelo, el tigre la deseaba y maldito fuera él, estaba dispuesto a obtenerla al precio que fuera.
—Demonios, empiezo a sentirme bipolar —farfulló para sí.
Ella ni siquiera era hermosa, y por su culpa había perdido el paquetito con los chocolates que había adquirido. Su adorado chocolate.
Entonces una repentina imagen de un cuerpo femenino con aquellos ojos castaños con motas doradas envuelto en chocolate, y él lamiéndolo pasó como una flecha por su mente dejándolo dolorosamente duro, si es que era posible estar incluso más duro de lo que ya estaba.
— ¡Maldición! —masculló en voz alta atrayendo la atención de su amigo, quien lo seguía tranquilamente unos pasos por detrás.
— ¿Por qué no vas a buscarla? Eso hará que se te baje la lívido.
Los ojos azules de Markus brillaron con furia animal cuando se volvió hacia su compañero, quien alzó las manos a modo de rendición.
—De acuerdo, no he dicho nada, sufre en silencio —le soltó antes de indicar el aparcamiento a final de la siguiente calle —. Vamos, te llevaré para que puedas darte una buena ducha… fría.
Un gemido mitad maullido abandonó la garganta de Markus ante la sola idea del agua fría sobre su piel, eso también se lo debía a ella. ¡Maldita fuera su compañera!
Lexa se dejó caer en el sofá envuelta en su albornoz arcoíris que había sido un regalo de Becca de las últimas navidades, tenía el pelo envuelto en una toalla a modo de turbante y mordisqueaba un bastoncillo de regaliz de fresa como si le fuese en ello la vida. Después de hablar con la policía en la parte de atrás de la ambulancia a la que casi la habían obligado a acercarse y asegurarles por millonésima vez que no conocía de nada a aquel hombre, aunque la hubiese cogido y le hubiese dado el morreo de su vida, la habían dejado marchar, quedándose con su número de teléfono y dirección en caso de que pudiesen necesitar localizarla.
Lexa dejó escapar el aire lentamente y se comió lo que quedaba del regaliz cuando oyó el sonido de la silla de ruedas de su compañera de piso moviéndose por el suelo.
— ¿Más tranquila? —sugirió Becca acercándose a su amiga con un par de latas de refrescos en el regazo.
Incorporándose, cogió uno de los refrescos de cola y suspiró nuevamente mirando a su amiga. Con veintinueve años, Becca era el prototipo de la belleza femenina. Un rostro perfecto, ojos exóticos, labios besables y una cascada de pelo envidiable, por no añadir además, una figura escultural. Pero todo aquello palidecía en comparación a la fuerza de voluntad que habitaba aquel imposibilitado cuerpo. Becca había quedado paralizada de la cintura para abajo en un accidente de tráfico, y lo peor de todo es que ni siquiera conducía el coche, ella había sido el peatón que había sido atropellado en el paso habilitado para ellos, la que había quedado tendida sin sentido en el suelo mientras el conductor se daba a la fuga. Y todo aquello había ocurrido hacía ya unos cinco años. El mismo tiempo que Lexa y ella llevaban como amigas.
Lexa había asistido en aquel entonces como voluntaria de un centro cívico donde hacía compañía a los ancianos y a la gente que solía pasarse por allí. Una de esas veces había coincidido con Becca, habían hablado y con el tiempo se habían hecho amigas inseparables y habían acabado por compartir un pequeño piso de alquiler en la tercera planta en uno de los barrios más tranquilos de Los Ángeles.
—Estaré tranquila cuando me despierte y me digas que todo esto ha sido una broma pesada.
— ¿Incluyo el morreo con el sexy y sensual hombre frente a los polis?
—Yo no le he morreado —replicó enfurruñada—. Ni siquiera le conozco, Becca.
—Um-huh —respondió la chica con una expresiva mirada de no creerse ni una sola palabra.
—Becca, me han despedido, han atracado el banco donde iba a cobrar el cheque y por si eso no fuera poco, los atracadores me utilizan de rehén, créeme, yo no morreé a ese tío por muy bueno que estuviese —aseguró ella con un bufido.
—Vamos, vamos —le palmeó la mano con simpatía—. Sólo bromeaba, Lexa.
Pero tienes que admitir que ha sido muy extraño. Él te salva y lo siguiente que sabes es que te está dando el beso de tu vida y que estás tan caliente como un cohete a reacción.
Lexa resopló y dejó caer la cabeza contra el respaldo del sofá.
—Dejó fuera de combate a los dos atracadores —respondió como si no pudiese dar crédito a lo que había hecho aquel hombre—. Y le pegó a un policía.
—Motivo por el que lo llevaron esposado —asintió Becca moviendo las ruedas de su silla con las manos para pararse frente al sofá—. No sé cómo demonios se le ocurrió tal cosa.
Lexa miró a su amiga de reojo pero no dijo nada, aquel hombre había reaccionado violentamente contra el policía que se había acercado a ella y la había cogido del brazo para llevarla a la ambulancia. En su mirada había visto un brillo de absoluta posesión. ¿Quién demonios era él? ¿Y por qué estaba pensando en un tío que posiblemente habría salido de algún sanatorio mental?
— ¿Te sientes con fuerzas para ir en mi lugar a la Subasta? —le preguntó por tercera vez desde que había llegado. Su mirada preocupada caía sobre Lexa como una losa. Odiaba preocupar a nadie, y mucho menos a su amiga.
—Ya te he dicho que sí —aseguró incorporándose—. Te lo prometí, ¿no? Becca sonrió y se llevó una mano a los labios.
—Bueno, en realidad me dijiste que ibas a conseguirme esa maldita figura aunque fuera lo último que hicieras en tu miserable vida —se rió ella—. Pero tu vida no es miserable, y odias las subastas.
—Pero odio mucho más a Bernard.
Ante la mención del nombre de su ex novio, un coleccionista de antigüedades y objetos raros, Becca hizo una mueca. Lexa había estado a su lado cuando aquel hijo de puta la había dejado con las dos últimas mensualidades del alquiler y varias facturas astronómicas para largarse con una bailarina de estriptis, la única que se había emborrachado con ella hasta que ambas prometieron que jamás de los jamases iban a volver a beber.
— ¿Crees que estará allí?
El tono de duda en la voz de su amiga, le recordó a Lexa que Becca todavía estaba enamorada de aquel hombre, a pesar de la canallada que le había hecho.
Afortunadamente su amiga era una mujer fuerte y sensata y no era de las que se echaba a llorar sobre la leche derramada.
—Si está, le quitaré de las manos la maldita estatuilla —le aseguró ella con una rebelde sonrisa—. Y luego le pegaré con ella.
—No, con la estatuilla, no —respondió Becca fingiendo un gesto de horror—. Utiliza los tacones de tus zapatos, eso le dolerá más.
Lexa no pudo evitar reír ante ello, sabía que Becca encontraba inconcebible que ella pudiera sostenerse e incluso correr encima de aquellos elevados tacones que siempre vestía.
—Um… pero si se me rompe un tacón, me comprarás unos zapatos nuevos. Becca puso los ojos en blanco ante el fetiche de su amiga.
—Anótalos en tu próximo regalo de cumpleaños. Lexa sonrió.
—Sólo faltan dos meses. Las chicas se echaron a reír.
—En serio, gracias por hacer esto por mí —aseguró Becca tomando las manos de su amiga.
—Cualquier cosa con tal de ver a Bernard rabiando y revolcándose por el suelo —le aseguró apretando sus manos —. Pero, estás segura de que quieres gastarte tanto. Becca asintió.
—Esa figura es una importante pieza para la próxima colección, si está en buen estado o por lo menos puedo restaurarla y dejarla lo más elegante posible, será la estrella central de la galería —aceptó con los ojos brillantes de entusiasmo como cuando hablaba de su pasión. Las antigüedades.
—Muy bien —aceptó con convicción —. Pues nos haremos con ella.
Markus maldijo para sus adentros una vez más mientras se paseaba por el recinto en el que se llevaba a cabo la Subasta. En una de las salas estaban expuestas unas cuantas obras que no valdrían ni para el basurero, podía aborrecer el tener que tratar con los tratantes de arte y los coleccionistas, pero era tan bueno en su trabajo como lo era su hermano Dimitri y podía reconocer una obra de primera calidad nada más verla, así como podía descubrir también una falsificación.
Tras echarle un buen vistazo a las dos piezas que deseaba Dimitri para su colección las cuales como había supuesto su hermano, eran originales, volvió a la sala principal en la que se estaban dando canapés y entrantes varios, al ver la comida no pudo evitar recordar los chocolates que se habían perdido y su humor se ensombreció aún más.
—Ah, señor Kenway —lo saludó uno de los patrocinadores del evento, al cual conocía de haberlo visto en alguna de las últimas transacciones—. Nadie me informó de su llegada… no sabía que estaba interesado en la subasta de hoy — el hombre miró disimuladamente a su alrededor en busca de Dimitri, Markus sólo pudo esbozar una irónica sonrisa ante el gesto—. ¿No ha venido el señor
Dimitri con usted?
—Mi hermano está disfrutando de una muy merecida… luna de miel… con su nueva esposa —aseguró con sencillez, quitándole hierro al asunto—. Así que he venido yo en su lugar.
Markus ya podía imaginarse al hombre frotándose las manos mentalmente y aquello no hizo sino aumentar su desprecio ante la codicia humana.
—Me quedaré simplemente para los dos lotes que busco, tengo prisa — respondió con frialdad. Al menos aquello era verdad, tenía una prisa endemoniada por largarse de aquel lugar y dejar atrás a la mujer cuya presencia ya había alterado su vida.
—Por supuesto, señor, por supuesto.
Sin importarle la cortesía o la educación, Mark dio media vuelta y se alejó del hombre en dirección a la siguiente sala, apenas había reparado en la primera de las obras expuestas cuando una repentina oleada de calor lo quemó por dentro seguido de inmediato por un cálido y dulce aroma a caramelo. Sus ojos se movieron por sí solos, buscando, indagando, su cuerpo respondiendo a aquella llamada silenciosa, su nariz se alzó en un intento de captar mejor su aroma hasta que se encontró atravesando una sala tras otra hasta llegar a una pequeña habitación donde exponían unas pequeñas figuritas carentes de interés y la vio. Ya no vestía el anodino vestido amarillo que había lucido a la mañana, ahora en cambio llevaba una falda recta de color morado que le llegaba por encima de la rodilla a juego con una blusa con un corte sencillo y austero de un tono más claro, que junto a los toscos zapatos de elevadísimo tacón y el largo pelo recogido en un sencillo moño le daban un aspecto insulso y corriente, incluso pasado de moda. Las horribles gafas de pasta volvían a cubrir los hermosos ojos, deslizándosele por el puente de la nariz cuando se agachaba solo para que ella volviese a colocarlas en su lugar con un simple deslizar de su dedo índice.
La atracción fue instantánea, su aroma lo inundó todo haciendo cortocircuito su cerebro, todos sus instintos clamaban al mismo tiempo para que la tomara y se la llevara, que la reclamara como suya y pusiese fin al ardor que quemaba sus venas cuando la veía.
Como si se sintiese observada, ella se volvió en su dirección, sus ojos se abrieron desmesuradamente bajo las gafas al tiempo que sus dedos apretaban hasta estrujar el panfleto que tenía entre las manos. Un delicado jadeo escapó de entre sus labios abiertos mientras todo su cuerpo se tensaba y relajaba en contestación al suyo. Markus sabía sin lugar a dudas que ella estaba agitada, el sonido de su respiración acelerada inundó sus oídos, el subir y bajar de sus pechos se adivinaba bajo la tirante tela de la blusa, unos pechos que prometían ser suculentos y grandes a juzgar por cómo llenaban la tela.
Haciendo acopio de toda su voluntad se obligó a mantenerse quieto, en ella también podía oler el perfume del miedo y no la culpaba, estaba seguro que su rostro debía ser una mezcla de rabia y deseo que no se merecía ninguna mujer… Bueno, quizás ella sí se lo mereciera, ya que era culpa suya que estuviese en aquel aprieto.
Ella era su compañera, su maldita compañera y se había atrevido a cruzarse nuevamente en su camino.
Como si aquel pensamiento fuera todo lo que necesitaba para romper el embrujo, Mark apretó los puños a ambos lados de su cuerpo, nunca en toda su vida le había costado tantísimo alejarse de alguien. El felino en su interior rugió de dolor por la separación, pero él no estaba dispuesto a emparejarse con nadie.
Lexa se llevó la mano al pecho tratando de recuperar el aire que le faltaba, lo había sentido casi como una caricia en la piel, como si un millón de pequeñas agujas se clavaran profundamente obligándola a volver la vista atrás y entonces lo había encontrado allí, mirándola nuevamente con aquella mezcla de odio, cruda y pasional hambre que la había dejado temblando y hecha un mar de helado derretido por dentro, incluso ahora que se había marchado podía sentir la incómoda presión sobre su bajo vientre y la naciente humedad que se había instalado entre sus piernas. ¿Pero qué diablos pasaba con ella? ¿Y quién demonios era él? ¿Qué hacía allí? ¿Lo habrían dejado en libertad?
Antes de que pudiera percatarse de lo que hacía, dejó la sala y deambuló por las distintas habitaciones buscándolo, era casi una imperiosa necesidad dar con él, una necesidad que no entendía, como tampoco comprendía el tinte de odio que había visto en aquellos ojos azules por segunda vez. ¿Cómo podía alguien desear y odiar al mismo tiempo con aquella desbordante intensidad? Había recorrido las tres primeras salas y estaba a punto de entrar en la que se celebraría la audición, cuando sintió que alguien le tiraba del brazo deteniéndola casi al mismo tiempo que oyó y reconoció su voz.
—Ésta sí que es una agradable sorpresa, Lexandra.
Lexa se volvió lentamente y compuso una irónica sonrisa en su rostro.
—Depende de lo que consideres tú por agradable, Bernard —le respondió ella suavemente, aborreciendo interiormente cada parte de aquel pedazo de neandertal.
Como siempre, vestía de manera bohemia, como si quisiese con ello consolidar su apariencia de entendido en arte.
El hombre correspondió a su irónica sonrisa e incluso se atrevió a reírse.
—Veo que sigues siendo la misma pequeña defensora de las causas perdidas.
Ella arqueó las cejas levemente y le miró con desinterés.
—Oh, no sé, a ti todavía no he llegado ni a tener el más mínimo interés de defenderte, y encabezas esa lista.
La respuesta parecía haber dado el resultado deseado, a juzgar por la mueca que esbozó él. Lexa se anotó un tanto y sonrió desenfadada.
—Discúlpame, pero hay una pieza de arte que requiere mi total atención.
Bernard se volvió con una cínica sonrisa.
—Espero que no estés aquí para conseguir la estatuilla de bronce de la Isis Alada, odiaría tener que desilusionarte, temo que tu sueldo de camarera no daría ni para la entrada.
Ella no se dejó picar, aquel hombre podría haber jugado con su amiga, haberla manipulado y engañado, pero ella ya conocía a los hombres de su mismo percal.
—Te sorprendería saber lo que un sueldo de camarera puede hacer en un sitio como éste —le respondió con una amplia sonrisa, antes de dar media vuelta y dejarlo con la palabra en la boca—.
Que te diviertas, Bernard.
Durante las dos horas siguientes, Markus tuvo que luchar con la atracción que lo empujaba hacia la mujer que permanecía sentada al otro lado de la sala de exposiciones y concentrarse en la subasta para poder adquirir los dos artículos que había venido a buscar.
Durante todo el tiempo había sentido la mirada de ella sobre él, luchando contra el impulso que corría por sus venas y que lo dejaba en tal estado de excitación que le resultaba doloroso incluso el estar sentado. Sus nudillos ya se habían puesto blancos y no estaba del todo seguro que sus dedos no hubiesen quedado grabados en el dorso de la silla en la que había estado sentado. El tiempo se había estado moviendo con demasiada lentitud, y su frustración no había hecho más que incrementarse con cada latido de corazón, ahora que por fin había adquirido las piezas que quería, habiendo invertido más dinero del que habría sido necesario si estuviese realmente atento, era hora de marcharse, pero por más que su cerebro quería obedecerle su cuerpo no respondía, permaneciendo agarrotado en aquella misma posición, no quería alejarse de ella, no podía hacerlo.
Apretó los dientes ahogando una maldición y se volvió lentamente en la dirección en la que estaba ella, su atención se había concentrado en el artículo que estaban sacando a subasta, era la misma pieza que había estado observando cuando la encontró en aquella pequeña sala. La Isis Alada.
—Y ahora seguiremos con esta pequeña pieza, una perfecta reproducción de la diosa Isis Alada hecha en bronce, de unos veintidós centímetros de altura, que sale a la venta por el irrisible valor de 200 dólares.
— ¡Doscientos dólares!
La voz femenina sonó clara y concisa al tiempo que levantaba la pequeña paleta, haciendo que cada una de las terminaciones nerviosas de su cuerpo se detuviesen y gritaran al unísono. Todo su cuerpo parecía estar gritando ¡Mía!
— ¡Doscientos cincuenta!
Markus volvió la cabeza hacia el otro lado de la sala en la que un hombre de tez clara y un engominado pelo rubio sonreía con fingida simpatía hacia su compañera.
— ¡Doscientos cincuenta y cinco! —
Clamó de nuevo ella, sus ojos habían atravesado la sala clavándose certeramente en el hombre, sólo para que éste sonriese aún más y volviese a levantar la paleta.
— ¡Trescientos dólares! —Reclamó de nuevo la atención del subastador, que parecía estar asistiendo a un juego de ping pon. Markus olió el enfado y la rabia manando de su compañera, aquella mujer permanecía sentada totalmente derecha en la silla, intentando mantener la compostura, pero por dentro parecía estar cociéndose a fuego lento.
— ¡Trescientos cincuenta! —respondió ella alzando a su vez la paleta.
—Sí… Trescientos cin… —iba a responder el subastador.
—Cuatrocientos dólares —lo interrumpió nuevamente el hombre, ganándose una nueva mirada fulminante de la muchacha, mezclada con enfado e indignación. Tal parecía que aquellos dos se conocían y que a ella el hombre no le producía gran simpatía. Markus se volvió hacia el desconocido gruñendo interiormente, aquel imbécil estaba jugando con su compañera… y maldito si le hacía la menor gracia. ¡Maldita mujer! ¿Por qué tenía que importarle tanto? Si no hacía algo pronto para sacarla de su sistema, se volvería loco, de hecho, ya estaba empezando a comportarse de manera bipolar.
—Cuatrocientos dólares… —murmuró el subastador, aclarándose la garganta para volver a repetir la cifra al tiempo que se volvía hacia la muchacha—. ¿Ofrece cuatrocientos cincuenta, señorita?
Lexa se mordió el labio inferior, podía llegar a los seiscientos, pero intuía que aquel hijo de mala madre intentaría rebasarla una y otra vez sólo por el placer de ponerla en evidencia. Ya le enseñaría ella…
—Mil doscientos dólares.
El silencio se hizo en toda la sala cuando una profunda voz masculina se elevó desde el fondo de la sala, Lexa sabía sin necesidad de volverse quien había sido, había sentido su presencia durante toda la subasta, su mirada clavada en su espalda, gran parte de su mal humor se debía a él y a la maldita excitación que su proximidad le provocaba.
— ¿Mil… doscientos… dólares? — repitió el subastador tragando con dificultad.
—Mil doscientos dólares. En efectivo o en cheque, como usted prefiera — confirmó con un leve asentimiento de cabeza.
Azorado por aquella inesperada puja, el hombre tragó saliva y se volvió hacia los dos principales pujantes, quienes también se habían quedado contemplando a
Markus.
— ¿Alguno de ustedes quiere superar la oferta? —sugirió con suavidad.
El silencio pareció ser suficiente respuesta, en pocos segundos, el subastador confirmó la compra por mil doscientos dólares. Una pequeña figurita de bronce, por la que había pagado el triple de su valor real, ya que no se trataba de otra cosa que una buena imitación. La figura original seguía embalada en una de tantas cajas en las bodegas de la propiedad de Georgia, él mismo la había adquirido en El Cairo hacía un par de años después de una larga transacción. Bien, era el dinero de Dimitri, el gasto extra en aquellas compras muy bien podía compensarle por haberlo enviado a aquella maldita ciudad donde estaba su compañera.
— ¡Dos mil doscientos dólares a las tres! Vendido al Sr. Kenway —anunció el subastador señalando a Mark con la paleta—. Si es tan amable de recoger su ticket, le haremos entrega de sus adquisiciones al pasar por caja.
Markus se limitó a levantarse, su mirada volvió hacia la muchacha cuyos ojos mantenían una ligera incredulidad la cual estaba dando paso rápidamente a una ardiente indignación, detrás de las toscas gafas, sus ojos castaños se iluminaban con la fuerza de sus emociones. Mark sonrió para sí, estaba furiosa con él. Bien, al menos no sería el único que se estuviese cociendo a fuego lento por su presencia.
Sin decir una sola palabra, inclinó ligeramente la cabeza en un mudo saludo y se dio la vuelta, recogiendo el ticket en el estrado y dirigiéndose con tranquilidad hacia la puerta.
—Bueno, parece que al final, ninguno de los dos ha podido conseguir esa pieza, una lástima.
Lexa se volvió como un resorte para ver la expresión satisfecha en el rostro de Bernard, sus ojos azul cielo brillaban con maliciosa diversión y una buena cantidad de satisfacción haciendo que le diesen ganas de lanzarle un puñetazo y borrar esa maldita sonrisa afectada de su cara.
Apretando los dientes, entrecerró los ojos y lo miró de arriba abajo, como quien mira a alguien que no merece ni consideración.
—Si vuelvo a verte interponiéndote en mi camino, no duraré en dar un volantazo para pasarte por encima —le aseguró ella hablando entre dientes—. Aunque después acabe en comisaría teniendo que explicar por qué diablos he atropellado a una comadreja.
Con esa como su última palabra, Lexa dio media vuelta, dejó la paleta sobre su asiento y recogió su bolso antes de salir taconeando en dirección a la puerta por donde había salido anteriormente el nuevo propietario de su estatuilla.