Lei sólo necesitó un pensamiento para tejer fuego frío en su guante y conjurar una débil luz para hacer que a las sombras retrocedieran. Sus ojos se abrieron como platos cuando vio la inmensa boca que había en el suelo. Través estaba sobre un diente y resultaba demasiado fácil imaginar a la boca abriéndose y tragándoselo entero.
Daine le dedicó una mirada inquisitiva, y Lei se puso los anteojos y escudriñó la sala. Esos lentes eran una herramienta diseñada para localizar y analizar auras mágicas. Si había defensas mágicas en el lugar, los anteojos la ayudarían a encontrarlas. Los lentes eran, sin duda, un regalo inesperado por parte de una reina hada. Llevaban las marcas de un diseño Cannith y parecían haber sido muy utilizadas. Naturalmente, Lei había visto unas idénticas hacía menos de un día, después de caer en el río de la verdad y contemplar a su joven madre en Xen’drik. ¿Podían haber pertenecido a la madre de Lei? ¿Cómo habían ido a parar a manos de la reina del Ocaso y por qué se las había devuelto a Lei?
Esas preguntas no podían ser respondidas en Dal Quor, y Lei centró toda su atención en la tarea que tenía delante. No vio indicios de glifos ni guardas y le hizo a Daine la señal de que todo estaba en orden. Éste, a su vez, le hizo un gesto a Través, y los dos guerreros subieron por las inquietantes escaleras.
Lei esperó al pie. Por muy útil que su guante iluminado pudiera ser en esa oscuridad, sin duda llamaría la atención de cualquier criatura que se encontrara en el segundo piso. Tenía que dar a Través y Daine la posibilidad de alejarse de las escaleras antes de seguirlos. Miró a Jode, y éste le sonrió. A pesar de todo el horror que les rodeaba, Lei no podía evitar una cierta sensación de calidez. Los cuatro volvían a estar juntos y sentía que nada podía detenerlos.
«Ya ha pasado tiempo suficiente», pensó. Empezó a subir por las traicioneras escaleras, tratando de mantener el equilibrio. Tendió un brazo para apoyarse en la pared, pero encogió los dedos cuando unos pequeños dientes afilados se los mordieron. Paso a paso. Poco a poco.
Llegó a la cima de las escaleras. Fue un cambio agradable después de la carne y los huesos del piso inferior. La piedra negra era confortablemente estable bajo sus pies. Y había una luz que se filtraba desde los faroles de fuego frío del gran salón. Un pasillo demasiado largo para caber en la torre, al menos tal como parecía desde el exterior. Miró el farol más cercano y un estremecimiento recorrió su columna.
Estaba en León negro. Las escaleras a su espalda habían desaparecido y no había ni rastro de Jode, Daine ni Través.
—Esto es un sueño —dijo—. No estoy loca. Nada de esto es real. Sólo estás viendo imágenes de tu mente.
«¿Lei?».
¿Era un sonido? ¿O sólo un pensamiento presionando su mente?
—Esto es un sueño —repitió Lei.
Recordaba lo que Jode les había dicho acerca de la naturaleza de ese lugar y trató de imaginar muros de piedra negra desvaneciéndose. Pero oyó pasos, lejos, en el pasillo, la débil risa de una niña. Y un frío susurro resonando en la piedra.
«Tendremos que destruirla».
Era la voz de su padre y no pudo reprimir un estremecimiento.
—Muy listo —gritó—. Pero empecé a trabajar con ilusiones cuando era una niña. Tendrás que hacer algo más para impresionarme.
«No pretendemos impresionarte».
El fuego frío brillaba en un millar de pedazos del cuerpo de Harmattan y la capa de cuchillas que le rodeaba. Como cuando le había visto por primera vez, tenía la cabeza envuelta en una nube de bruma. Ahora que la oscuridad se posaba sobre su cuerpo, revelaba la cabeza con cicatrices de un forjado…, los maltrechos restos de su cuerpo original.
«Sólo pretendemos destruirte, hermanita».
—Entonces, ¿por qué no lo hacéis? —dijo Lei—. Estás tratando de provocarme. Evocándome recuerdos. Mostrándome a la criatura que mató a mi padre. Si quieres destruirme, podrías golpearme sin decir una palabra.
«No he dicho que quiera matarte, Lei. He dicho que quiero destruirte. No tienes ni idea de los problemas que has causado. Dejarte morir rápida e inconscientemente… El tiempo de esa piedad pasó hace mucho tiempo».
Lei luchó contra la duda. ¿Podía estar diciendo la verdad? Sabía muy poco de Harmattan. ¿De qué era capaz?
—¿Dónde están los demás? —dijo—. ¿Daine? ¿Través?
«Allí —dijo Harmattan—. Eso bastará. Muere ahora sin conocer su destino».
Había olvidado lo rápido que podía moverse. Su puño fue un borrón y sintió que la carne se le partía y las costillas se le rompían cuando impactó contra ella. La fuerza física la arrojó hacia atrás, pero había algo más, un terrible calor que le quemó la piel.
Harmattan alzó su puño para otro golpe, pero antes de que pudiera atacar, Lei saltó y le hundió las manos en su pecho. No tenía ni idea de si podía herirle de ese modo, pero de todas formas seguía siendo un forjado. Sintió la red vital ante ella y descargó toda su energía, tratando de hacer añicos a Harmattan una vez más. Sólo entonces se dio cuenta: el patrón que percibía era muy familiar.
«¡Lei!».
Era Través quien ardía ante sus manos. Lei le soltó, la cabeza le daba vueltas a causa de sus terribles heridas y sintió que caía contra el suelo de marfil.