«La transición entre planos ha sido completada con éxito, pero este vehículo ha sufrido daños considerables». En ese caso, el comentario de Shira era innecesario. Una red de pequeñas fracturas cruzaba el techo, y polvo y pedazos de cristal cubrían el suelo. Las líneas grabadas en él todavía ardían con luz mística, pero su brillo era débil y parpadeante, y muchos de los sellos de las paredes se habían apagado completamente.

«¿Cuál es el alcance del daño?», pensó Través.

«Cualquier intento de retomar el viaje acabaría con la destrucción del vehículo y de todos sus ocupantes».

Lei, aparentemente, había concluido lo mismo.

—Espero que hayamos llegado al lugar adecuado, porque no creo que este pedazo de cristal vaya a ir a ninguna parte.

—¿Qué ha sido eso? —dijo Daine, pasando un dedo por la grieta de una de las paredes.

«Un ataque de algún predador nativo del plano etéreo».

«Creía que no había ballenas etéreas comedoras de…».

«No era una ballena».

Por primera vez, Shira había interrumpido su cadena de pensamientos, y fue una sensación inquietante. Pero mientras lo pensaba, sentía que el espíritu se arrepentía.

«Hace mucho tiempo que puedo compartir mis pensamientos. No pretendo interferir tus acciones».

«Pero ¿podrías?».

No hubo respuesta. Shira no era una presencia activa en la mente de Través. Sólo la sentía cuando hablaba y, cuando ella decidía desaparecer, a él le resultaba imposible percibir sus pensamientos o emociones.

¿Estaba preocupado?

Un instante antes, le había permitido a Shira que tomara el control de su voz. Había sido Shira quien había llegado a la conclusión de que, tras sus bravuconadas, la mujer drow estaba confundida y asustada, y había sido Shira quien había hablado en la lengua de los elfos oscuros. Mientras Través centraba su atención en la ballesta, dispuesto a disparar una flecha en cuanto el peligro amenazara a Lei, Shira había hablado a través de él para tratar de calmar a la guerrera drow. Le había pedido permiso, y Través se había sentido como si estuviera al mando de la situación, pero ¿podía Shira tomar su voz en contra de su voluntad?

«Fuimos diseñados para trabajar juntos. —El pensamiento surgió en su mente—. No tengo ningún deseo de arrebatarte la libertad».

«Pero ¿podrías?».

—¿Través?

La voz de Lei sacó a Través de sus ensoñaciones. Tanto Daine como ella le estaban mirando. Normalmente, podía escuchar a Shira y otra conversación al mismo tiempo, pero esa vez se había distraído tanto con la voz interior que se había olvidado del mundo exterior.

«Daine te ha preguntado si estás preparado para explorar».

—Sí, capitán, estoy listo —dijo Través—. Mis disculpas, Lei. Últimamente he tenido muchos quebraderos de cabeza.

Daine asintió, pero Través vio la preocupación —¿o era recelo?— en sus ojos.

—Bueno, Lei —dijo Daine—, abre.

Lei puso la mano en el centro del suelo.

—Doreshk tul’kas —murmuró, invocando los poderes de la esfera.

Una luz surgió bajo la mano de Lei y se desplazó hasta la pared. Un instante después, el cristal se separó de la luz y se abrió una salida al mundo exterior.

Y la noche entró.

Sólo se oía susurrar al viento, pero el cambio en la atmósfera fue absoluto. El aire de Thelanis era húmedo e intenso, cargado con el olor de la hierba y la lluvia reciente. Karul’tash y la cápsula de cristal eran sitios secos y estériles, y sus tres compañeros se detuvieron a disfrutar de la brisa fresca. Través no respiraba. Aunque notó el cambio de temperatura y humedad, no sintió ningún placer; las sensaciones eran solamente información. Miró de soslayo a Daine y recibió un asentimiento de confirmación. Con la ballesta en la mano, Través se deslizó por la abertura y salió al mundo.

El suelo estaba frío bajo sus pies; terreno blando, juncos cubiertos de rocío. Través dio un paso a su izquierda con la espalda contra la cubierta de cristal de la esfera y contempló los aledaños. Parecían estar en mitad de una vasta y ondulada extensión de terreno. Había algunos arbustos aquí y allá, pero no se veían árboles. Lo que saltaba a la vista eran las piedras. Esas formaciones rocosas grises variaban enormemente de tamaño, e iban de guijarros más pequeños que la cabeza de Través a inmensas colinas que empequeñecían el vehículo. Débiles rastros de luz alumbraban las piedras con alguna clase de fosforescencia; parecía que fueran fantasmas encaramándose a las piedras de granito. El cielo era del negro puro de la noche, sin nubes. Una multitud de estrellas cubría la bóveda celeste y rodeaba una única luna: un orbe más grande que cualquiera de las doce lunas de Eberron. Dorada pálida, la débil radiación que emanaba cubría el páramo.

Través rodeó la esfera. Las llanuras se extendían en todas direcciones. Aunque las formaciones rocosas ofrecían una fácil cobertura a los enemigos, Través no vio ningún movimiento. Regresó a la salida de la esfera y le hizo un gesto a Daine: despejado.

Daine abandonó el orbe con las dos armas desenvainadas y preparadas. Lei le siguió blandiendo su bastón. Través oyó claramente un gemido cuando la artificiera pasó junto a él.

Cuando Través se quedó mirando el bastón de maderaoscura, un pensamiento le vino a la cabeza. «Los poderes del objeto están enmascarados y no pueden determinarse». Sintió un vago destello de frustración, y tuvo la seguridad de que aquello era un eco del orgullo herido de Shira. Al principió pensó que el espíritu no tenía emociones, que era una entidad puramente analítica, pero cuanto más se comunicaban más sentía Través que estaba comprendiendo mejor la personalidad del espíritu. Volvió a mirar el bastón de Lei. La cabeza estaba esculpida para parecer el rostro de una mujer duende con rasgos delicados, cuyo pelo largo se trenzaba alrededor del mango del bastón. La cara estaba vuelta hacia él, y Través tuvo la sensación de que le observaba.

—¡Por el martillo de Onatar! —dijo Lei entre dientes.

Le había dado la espalda al paisaje y estaba mirando la esfera. Través siguió su mirada. Nunca había adoptado la costumbre de maldecir, pero era fácil ver qué había provocado esas palabras de Lei. En la cubierta había un cráter tan grande que Través se podría haber introducido en él, y las grietas cubrían toda la superficie.

—¿Puedes explicar eso? —dijo Daine.

Lei negó con la cabeza; tenía los ojos abiertos de par en par.

—Es mi primera excursión por el éter, me temo.

—Y esperemos que la última, si siempre son así de divertidas.

—Bueno, no vamos a volver a utilizar esta esfera —dijo Lei. Pasó un dedo por la cubierta—. Francamente, me sorprende que no se hiciera añicos al impactar contra la barrera del plano.

—Las estrellas no están bien.

Ninguno de ellos había visto cómo la mujer drow había salido de la esfera, pero de alguna forma se había deslizado entre los demás. Ahora estaba a una docena de pies de distancia mirando el cielo. El viento agitaba su largo cabello plateado.

—Así es, princesa —dijo Daine—. Ya no estamos en Xen’drik.

Xu’sasar contempló las estrellas con una fiera intensidad. Finalmente, se volvió hacia ellos.

—Matemos algo —dijo.

Daine y Lei intercambiaron una mirada.

—¿Por qué íbamos a hacer eso? —dijo Lei.

Xu’sasar frunció el entrecejo, claramente confusa por la pregunta.

—Es la forma más sencilla de conocer la naturaleza de este lugar.

—¿Has oído hablar alguna vez de los mapas? —preguntó Daine, negando con la cabeza—. Través, no sé adonde vamos, pero quiero más información. Dame un círculo, una legua alrededor de nuestra posición actual. Sé rápido y silencioso, y… —dijo, y miró de soslayo a Xu’sasar— no mates nada a menos que sea imprescindible.

—Comprendido —dijo Través.

—Ve con cuidado si ves luces —dijo Lei—. Las leyendas sobre Thelanis mencionan con frecuencia faroles flotantes que tratan de llevar a los mortales por mal camino.

—Comprendido.

—Y yo te acompañaré, por si hay algo que matar —dijo Xu’sasar.

—O te quedarás aquí —repuso Daine—. Lo único que quiero es información.

—Razón por la que…

—Dejarás que sea Través quien lo haga —concluyó Daine—. ¿Quieres matar al montón de chatarra andante que hemos dejado en Xen’drik? Entonces, tenemos que trabajar juntos. Y cuando digo «trabajar juntos» quiero decir que harás lo que yo diga.

Xu’sasar no dijo nada. Volvió a contemplar las estrellas.

—Través, ya sabes lo que tienes que hacer.

—Sí.

Través se tomó un momento para contemplar las piedras que rodeaban la esfera de cristal, fijando las formas y los perfiles en su memoria. Quería asegurarse de que encontraría el camino de regreso. Después, se adentró en la oscuridad, otra sombra en la noche.

Través ya había visto que las piedras más pequeñas que había en el campo eran del tamaño de su cabeza. Sólo cuando se acercó más a uno de esos guijarros se dio cuenta de que era una cabeza…, un rostro esculpido mirando al cielo. La primera que encontró era la cara de un elfo, con rasgos delicados y largas orejas puntiagudas; los ojos de ese ídolo de piedra estaban cubiertos de musgo fosforescente, brillante en la oscuridad. La cabeza estaba medio enterrada en el suelo, y Través se preguntó si podía ser la cara de una estatua de cuerpo entero enterrada en la tierra.

«¿Algo que añadir?».

«Escóndete». El pensamiento de Shira pareció brusco y no respondió más preguntas.

El del elfo de granito fue sólo el primero de los semblantes que Través se encontró en su recorrido por la llanura. Un niño humano, un gnomo arrugado, un enano con barba luminiscente… Través no encontró un patrón en su ubicación, ningún rasgo común salvo el hecho de que todos miraban a la luna. Sólo cuando llegó a la cumbre de una pequeña colina pudo contemplar desde arriba una de las formaciones rocosas más grandes, y entonces se dio cuenta. Todas eran caras. Los rasgos de las piedras más grandes eran burdos y granulados, y parecían ser obra del viento y el clima, y no del martillo y del cincel; pero a pesar de todo eran reconocibles como cabezas humanoides con pelo trazado en el musgo brillante. El silencio reinaba en la llanura. Había una total ausencia de sonidos de insectos, de cantos de pájaros. Sólo Través caminando por un valle de caras.

Las caras no fueron lo único que Través encontró en su exploración de la llanura. La región podía ser tranquila y silenciosa, pero no estaba vacía. Los rastros en la hierba húmeda eran casi invisibles, pero Través había detectado comandos de Valenar en los bosques de Cyre y veía las huellas de su paso: grandes, caninas… Lobos, seguramente, aunque del tamaño de ponis. De manera ocasional, Través advertía huellas de caballo, pero éstas eran viejas y débiles, y estaban muy separadas entre sí, como si los caballos saltaran varios cientos de pies con cada paso.

Llevaba caminando casi un cuarto de hora cuando oyó los aullidos.

Los aullidos eran profundos, voces de perros de caza y no de lobos. El sonido procedía de un lugar más cercano de lo que Través había esperado a juzgar por la debilidad de las huellas. Al cabo de un momento de silencio, los aullidos empezaron de nuevo, más cerca todavía. Través ya tenía la espalda contra una de las grandes piedras; avanzó hasta el árido borde de la formación y encontró un saliente a buena distancia del suelo. El explorador colocó una flecha en la ballesta y esperó.

Los perros llegaron. Eran dos, ambos más grandes que cualquier perro de presa que Través hubiera visto antes. Tenían el pelo denso y brillante, del color de la sangre fresca y húmeda. El hocico, las orejas y las patas eran más oscuras y pastosas, como si la sangre se hubiera secado y apelmazado. Los ojos de los animales eran de color rubí pálido, brillantes a la luz de la luna, y de la nariz del primero salió vaho cuando olfateó el aire.

Través permaneció totalmente inmóvil. Ambos perros bajaron la cabeza y olisquearon la hierba. Estando seguro de que habían detectado su olor, Través evaluó los mejores ángulos de ataque. Tenía la confianza de que los animales no podrían alcanzarle en ese saliente, pero ignoraba qué refuerzos podrían traer si escapaban. Uno de los perros levantó la cabeza y su mirada se fijó en Través. Cuando empezó a abrir la boca para aullar, Través disparó.

Xu’sasar golpeó antes de que la flecha llegara a su blanco.

Pareció materializarse de la misma noche, dejando una estela de sombras tras su piel, como neblina. No iba armada, pero no importaba. Su codo impactó contra la garganta del perro con una tremenda fuerza, e interrumpió el aullido antes de que empezara. Sus dedos rígidos se lanzaron contra los ojos del animal y golpearon con la rapidez de un escorpión, pero Través apartó la mirada antes de que el ataque llegara a su fin; el segundo perro seguía libre. No tenía de qué preocuparse. Ese animal no era tan despierto como su compañero, y todavía estaba volviéndose hacia la drow cuando una de las flechas de Través le atravesó el cuello. La segunda flecha derribó al suelo a la bestia, pero para su sorpresa no se quedó ahí mucho tiempo. Era como si la criatura estuviera hecha de sangre. Se disolvió y fluyó por la hierba. Una mirada confirmó que la presa de Xu’sasar había tenido el mismo destino.

Través saltó del saliente y se arrodilló para observar la hierba. Todavía se estaban evaporando restos de sangre. Hasta el rastro dejado por los animales era débil, como si sus pies apenas hubieran tocado el suelo. La sangre que había quedado en las flechas desapareció rápidamente. Al cabo de un momento, no había señal alguna de la batalla.

—Daine te ha dicho que te quedaras con ellos —dijo sin mirar a Xu’sasar.

—No es de mi familia —respondió ella, encaminándose hacia él. Sus pies descalzos eran silenciosos sobre la hierba, y su voz, una canción susurrada—. Tenía ganas de cazar y encontrar información. Y he hecho ambas cosas.

—¿Qué has descubierto?

Través sentía una genuina curiosidad. La mujer drow parecía extremadamente complacida consigo misma.

—Todos estamos muertos —dijo, exultante.