Todo va bien
Ya casi eran las doce de la noche cuando Asuntos Internos le dijo a Hanson que podía marcharse a casa, pero que querían verlo a primera hora de la mañana. Había hecho un buen trabajo, lo cual resultaba fácil dado que todo el tiempo había dicho la verdad, salvo cuando dijo que había temido por su vida, y como prácticamente todo el mundo habría temido por su vida, era una mentira fácil, casi a prueba de idiotas. La parte más difícil del interminable interrogatorio fue la de no perder los nervios, pero aquello llevaba formando parte de su vida cotidiana desde que volvió de la guerra. En cambio, describió lo ocurrido exactamente del mismo modo todas las veces y respondió a todas las preguntas concretas de la misma manera, casi con las mismas palabras, aunque eso al principio levantó suspicacias entre sus interrogadores. En las preguntas trampa se contradijo a sí mismo en unas cuantas ocasiones, pero era lo que tenía que hacer, lo que querían ellos, formaba parte del proceso. Podría haberse mostrado, en fin, más simpático, o haber intentado ser más simpático, aunque ellos habrían utilizado eso como recurso para pillarlo en un renuncio. Eran unos hijos de puta.
Le ofrecieron hacer una llamada telefónica, como a cualquier delincuente, pero él sabía que grabarían todo lo que dijera. La única persona a la que deseaba llamar era Libya, y no quería que ellos supieran nada de Libya, aunque seguramente ya lo sabían. Aun así, no quería darle su número de teléfono.
Recogieron su Travelall y lo registraron, y después se lo dejaron en Transporte junto con todos los coches patrulla. Fue una imagen cómica, pero nadie se rio de ello ni le dirigió la palabra a él. Venir de Asuntos Internos era como ser portador de una enfermedad.
Lo mejor sería irse a casa y emborracharse. Allí no había ninguna sorpresa.
De camino a casa, vio que la pequeña tienda de comestibles coreana en la que solía detenerse de camino al trabajo para comprar media pinta de vodka todavía estaba abierta. A lo mejor le permitían usar el teléfono. O a lo mejor no. ¿Por qué iban a permitírselo? No lo conocían, no sabían quién era, aparte del hecho de que cinco días por semana compraba media pinta del vodka más barato que vendían. De todas formas, menudos cabrones los coreanos. Eran buenos soldados, pero unos brutos hijos de puta. Tendría buena suerte si no se encontraba con un teléfono que no estuviera destrozado. Si se marchaba a casa, podría llamar desde allí, pero lo más seguro era que Asuntos Internos le hubiera pinchado el teléfono.
Se metió en el pequeño y cutre centro comercial, cuyo aparcamiento estaba sembrado de cristales rotos. Por lo general aquel lugar estaba lleno de borrachos, drogadictos y cabrones que intentaban reunir suficiente valor para entrar a robar. No se podía reprochar a los coreanos que se enfrentaran al mundo con agresividad, nunca se había parado a pensarlo. Sin embargo, aquella noche no había ni un alma.
Iba a tener que suplicar que le dejaran usar el teléfono y luego suplicar a Libya… ¿qué? ¿Que accediera a hablar con él? ¿Que le dijera «pobrecillo»? ¿Que le dijera que estaba solo? Supéralo, se dijo. Luego podrás comprarte una botella entera de licor y llevártela a casa. De todas formas, ¿qué era lo que pensaba? ¿Qué era lo que esperaba?
Se quedó sentado dentro del coche, contemplando la basura que estaba a la venta en el escaparate de la tienda, protegido con barrotes. Luego apagó el motor y se quedó mirando por la ventanilla. Joder, pensó. Aquí no hay ninguna buena noticia que dar. Arrancó de nuevo para irse a casa, pero se le caló el motor cuando intentaba meter la primera marcha. No logró arrancarlo de nuevo.
Las luces de la tienda de comestibles empezaron a apagarse. Se apeó y fue hasta la puerta. Los escaparates tenían barrotes. Vio unas lucecitas rojas parpadeantes que podían estar conectadas o no a una alarma. Cámaras en lo alto de unos postes que podían ser auténticas o no. La puerta blindada estaba cerrada con llave, como siempre. Era necesario que abriera el dueño pulsando un botón. Hanson llamó al timbre. La mayoría de las luces ya estaban apagadas. Llamó otra vez, miró a través del escaparate, habló al micrófono.
—Hola —dijo sin esperar nada bueno—. ¿Hola?
—Estamos cerrando —contestó una mujer desde el interior de la tienda.
—Señora…
—Está cerrado. Lo siento. Vuelva mañana.
—Disculpe, señora, que la moleste a estas horas… —Tomó aire para terminar la frase—. ¿Me permite usar el teléfono, por favor? Será solo un minuto. Le pagaré. Es que no me arranca el coche.
Cuando la puerta se abrió con un zumbido, Hanson dio un respingo como si se hubiera electrocutado. Entró y cerró la puerta.
—¿Hola? —La única persona que vio fue a sí mismo, en los espejos convexos repartidos por todo el local.
—Yo le conozco —dijo la voz—. Viene todos los días a comprar botellas pequeñas de vodka. Está bien. Es policía, sí. De acuerdo, use el teléfono. Está en el mostrador. Úselo.
Era la voz procedente del interior de la tienda.
—Gracias —respondió Hanson.
Aquel viejo aparato de color negro debía de pesar tres kilos. Marcó el número de Libya, el cual había escrito en un trozo de un parte de servicio que se había guardado en la cartera. Cuando Libya contestó, empezó:
—Hola…
—Has sido tú, ¿verdad?
—¿Libya?
—El del tiroteo en el cementerio. Fuiste tú.
—Sí. Seguramente os he despertado a Weegee y a ti, ¿verdad? Lo siento…
—Estábamos despiertos, no pasa nada. ¿Tú te encuentras bien?
En la tienda se apagó otra luz más.
—¿Te encuentras bien? —volvió a preguntarle Libya—. Lo hemos visto en la televisión. ¿Estás bien?
Tan solo quedaba ya una luz, al fondo de la tienda.
—Estoy bien —respondió Hanson—. Sí, sí, estoy bien. Pero tengo que irme, aquí están cerrando. Saluda a Weegee de mi parte. Háblale de lo nuestro. Dile que… Bueno, id los dos a dormir, ya volveré a llamar por la mañana. Todo va bien. Ya hablaré contigo cuando salga el sol. Te echo de menos.
Colgó el teléfono en medio de la débil iluminación que provenía del fondo del local.
—Gracias, muchas gracias —dijo—. Le agradezco mucho su ayuda. Buenas noches —se despidió.
Decidió irse a casa andando. Solo eran un par de kilómetros, y sería todo un espectáculo ver amanecer.
—Buenas noches —repitió, y salió por la puerta.
No se sorprendió cuando vio al conejo del templo observándolo desde la franja de césped llena de basura y malas hierbas que había entre el aparcamiento y la calle.