El conejo del Templo


Era Nochevieja y Hanson había aparcado en el extremo sur del estacionamiento del templo mormón. Las nubes se habían disipado y allá a lo lejos la bahía resplandecía como el acero pulido. Aquel templo quedaba fuera de su distrito, pero tenía una salida directa a la autopista en caso de que recibiera un aviso a última hora y era un buen lugar en el que terminar de redactar los informes. Se alegraba de haberlo encontrado. Había dejado el coche patrulla junto a una tapia de media altura, en un talud de seis metros en el que no había peligro de que apareciera nadie por su espalda mientras escribía. Por encima del coche, el templo llenaba todo el espacio con sus contrafuertes de mármol iluminados por los focos y con unos resplandecientes pináculos dorados que se elevaban desde las colinas de Oakland, como si fuera la ciudad de Oz. El enorme estacionamiento se hallaba vacío, los miles de farolas que lo iluminaban, en tonos pastel azules y verdes, daban la impresión de flotar por encima del asfalto como si fueran ovnis en formación militar, aguardando.

En aquel ambiente frío y silencioso terminó de redactar el informe de agresión y resistencia a la detención. Le temblaba la rodilla, pero por lo menos no se le había hecho un jirón en aquel pantalón de lana de noventa dólares. Se habían filtrado unas gotas de sangre a través de la tela, pero nada que no pudieran solucionar en la tintorería.

Mientras escribía, escuchaba lo que iba emitiendo la centralita, las voces que se oían por la radio. La mayoría de las noches no veía ningún otro coche patrulla hasta que regresaba a Transporte al finalizar su turno. Cuando era policía en Portland, en el corazón del gueto del distrito norte, tenía un compañero. El mismo compañero todas las noches, y realizaban la misma ronda, de tal modo que acabaron conociendo a la gente que vivía allí y esa gente acabó conociéndolos a ellos. Nadie les tenía ningún cariño, pero sabían quiénes eran y también sabían que podían fiarse de que iban a ser justos, o por lo menos coherentes. No eran simplemente dos tíos blancos de uniforme anónimos.

Los policías de calle del Departamento, como iban cambiando de una ronda a otra, rara vez llegaban a conocerse entre sí y mucho menos a los ciudadanos de color a los que —para eso les pagaban— debían proteger y servir, o, visto de manera más realista, les pagaban para que los contuvieran dentro de las autopistas del este y el oeste de Oakland y les impidieran entrar en el centro y en los distritos blancos. Los policías vivían en diversas urbanizaciones periféricas bien comunicadas, situadas a una distancia de entre treinta y ochenta kilómetros de los límites urbanos, y desplazarse a Oakland para trabajar era igual que fichar en la fábrica envasadora de carne al finalizar su turno, darse una ducha, dejar la ropa del trabajo manchada de sangre en el vestuario y hacerse una hora de autopista para llegar a su hipoteca de treinta años. Sin apenas contacto durante el trabajo, y ninguno en absoluto fuera de él, los agentes eran mayormente desconocidos. Si alguno de ellos necesitaba refuerzos, acudía el coche más cercano, por supuesto.

Cuando un policía era asesinado, se interrumpía todo lo demás hasta que el sospechoso moría resistiéndose a la detención, se suicidaba o, si los medios de comunicación llegaban a la escena antes de que esta fuera acordonada, era detenido, condenado y enviado a prisión. Y por lo general acababa muerto antes de que transcurriera un año: por múltiples puñaladas, arrojado desde algún lugar elevado o prendido fuego en su propia celda a manos de agresores desconocidos, porque era necesario que la gente de la calle supiera que si mataban a un policía ellos también acabarían muertos. Era un tema de trabajo, nada personal.

Oakland, que tenía la tasa más alta de expresidiarios de todas las ciudades de California, desplegaba coches patrulla en los que iba un solo agente, y nunca había suficientes para cubrir las treinta y cinco rondas en cinco distritos y trescientos sesenta mil habitantes. Hanson no lo sabía, pero muchas noches él era el único policía que estaba de servicio para veinte mil personas.

Todavía era capaz de convencer a la gente para que fuera al calabozo, como hacía en Portland, pero en Oakland resultaba más difícil. Y algunas noches tenía la sensación de que iba volviéndose más malvado. Tenía que andarse con cuidado, se dijo, o de lo contrario acabaría convirtiéndose en lo que quería el Departamento antes de darse cuenta de lo que estaba sucediendo. Todas las noches se planteaban situaciones de vida/muerte/vida/muerte, pero eso era lo que le gustaba: era en aquellos momentos cuando le parecía que todas aquellas luces se encendían para él.

Recorrió el aparcamiento con la vista, echó la cabeza hacia atrás, respiró hondo, esperó unos instantes y luego fue soltando el aire muy despacio. Feliz Año Nuevo. Llevaba como mínimo una hora fuera de las calles, atendiendo el aviso cuyo informe ahora acababa de redactar, y gran parte de ese tiempo lo había pasado esperando en la sala de urgencias del hospital Alameda County mientras un médico indio le cosía el corte del ojo a su detenido y le taponaba la nariz rota, para que cuando Hanson se lo llevase al calabozo lo aceptasen sin problemas.

Echó un último vistazo a los formularios del informe, se cercioró de que había rellenado todos los apartados pertinentes y lo firmó: Hanson/7374P. Luego miró el espejo retrovisor y observó las filas de luces blancas y rojas que iban y venían a toda velocidad, como si fueran ríos, por la autopista que se distinguía a lo lejos.

Lo único que había entre la autopista y él era el corazón de las tinieblas, en el que todo el mundo era sospechoso, incluso las víctimas, o incluso los policías, que no eran más que otra pandilla callejera, igual de brutal —acaso más— que cualquiera de ellas, tan sobrepasados en número que se veían obligados a usar la fuerza bruta para poder sobrevivir. Al final, la brutalidad organizada y superior era lo que les permitía aplicar las leyes de otro país.

En el espejo lateral apareció una sombra nueva, encajada entre la tapia y el asfalto del aparcamiento, que cambiaba de forma a medida que se iba acercando al coche patrulla. Parecía tener un núcleo macizo que se alargaba y se encogía, que extendía unos tentáculos y a continuación los replegaba, que se movía de un lado a otro. Nada más verla sufrió un sobresalto, incluso quizá se asustó durante un momento, pero después obligó a su corazón a calmarse. Sería algún otro juego de luces y sombras, otro espejismo, presagio o alucinación. Tal vez fuera una amenaza, o tal vez no. Apoyó la palma de la mano sobre la pistola y cambió de postura en el asiento para cerciorarse de que la funda no pegara contra el asiento y tener así libertad de movimiento. Luego se inclinó hacia la ventanilla del pasajero para ver mejor.

Vio un conejo de color negro azabache y orejas caídas que salvó la tapia de un brinco y salió a campo abierto. Era, de verdad, el conejo más grande que Hanson había visto en toda su vida. Dio otro salto y se acercó otro poco más. Hizo un alto, ladeó la cabeza y observó a Hanson con un ojo negro y brillante como una perla, directamente a la cara, iluminado de lleno por las luces del templo.

Es el conejo del templo, se dijo Hanson. Como aquellos monos que eran los dueños de los templos hindúes de la India. Le vino a la mente el médico indio de la sala de urgencias; ¿existiría alguna relación entre ambas cosas?

—Hola —le dijo a través de la ventanilla abierta—. Hola, amiguito. ¿Es eso? ¿Eres el conejo del templo?

El ojo continuó fijo en él.

—¿Hablas mi idioma?

Debía de ser la mascota de alguien. O tal vez venía del patio trasero de algún vecino que criaba conejos para su consumo. Nada más. No era nada sobrenatural, pero aun así resultaba raro ver a un conejo negro en la zona este de Oakland.

El conejo dio otro salto y se acercó otro poco más. Esta vez, para poder verlo, Hanson tuvo que sacar la cabeza por la ventanilla y mirar hacia abajo. El conejo ladeó la cabeza y lo miró a su vez. Estaba hecho polvo, igual que un gato callejero, pero parecía sano. Tenía un mechón desigual de pelo blanco que le nacía debajo de un ojo y discurría a lo largo del hocico, como si hubiera tenido allí un corte que se le había curado y el pelaje le hubiera vuelto a salir, pero de color blanco. Hanson se retiró, abrió la portezuela tan suavemente y en silencio como le fue posible y salió del coche. Fue despacio hasta la parte de atrás, con naturalidad, sonriendo, tranquilo y sin hacer movimientos bruscos, como si se dirigiera a un narcotraficante. Luego se arrodilló muy despacio. Le crujieron las rodillas.

—Hola, conejito —dijo en voz baja, acercándose con andares de pato—. No se mueva, policía…

Estaba a punto de echarse a reír cuando de pronto el conejo dio un brinco delante de él, se giró en el aire y desapareció al otro lado de la tapia. Hanson cayó hacia atrás y se sostuvo con ambas manos. El corazón le retumbaba en el pecho. Volvió a ponerse en pie de un salto, corrió hacia la tapia y se asomó. Unos tres metros más allá vio el jardín trasero de una vivienda. Una sombra, el conejo negro, iba comprimiendo la hierba conforme saltaba, como si fueran las huellas que iba dejando un gigante invisible. Rodeó la casa, echó a correr como una flecha por Lincoln Avenue y se perdió de vista. Un conejo negro en Nochevieja, en el templo de los mormones. Era un presagio demasiado complejo para estudiarlo en aquel momento.

Al otro lado de la tapia, allá a lo lejos, autopista adelante, en las llanuras del este de Oakland, se oyó el estampido de varios disparos de armas de fuego. Un ruido distante que pudo discernir a pesar de los acúfenos. Cientos de ciudadanos estaban dando la bienvenida al año nuevo con pistolas, rifles y escopetas disparando al cielo de la noche. De los patios y ventanas se elevaban resplandores amarillos y anaranjados. Antes del amanecer, dos personas resultarían heridas y una muerta a causa de las balas que caían de nuevo a tierra. La primera muerte del nuevo año. Miró la hora. Las doce de la noche. Hora de entrar. Ya iba tarde.

Hanson vivía en Oakland, encima de Grand Avenue. Su casa se encontraba a pocas manzanas de la frontera con Piedmont, una pequeña localidad limítrofe que contaba con su propio departamento de policía y su propio servicio de bomberos. Una pequeña isla de blancos ricos rodeada por el oscuro océano de Oakland.

Nada más pasar el Safeway, torció para salirse de Grand, enfiló Sunny Slope Avenue y giró a la izquierda para tomar Jean Street. Pasó de largo su casa y aparcó unos cuantos números más allá, al otro lado de la calle. No había ningún coche desconocido en las inmediaciones ni nadie andando por las aceras. Se apeó del Travelall, se echó la bolsa sobre el hombro derecho y metió la mano dentro para asir la empuñadura de caucho de la Browning Hi-Power de 9 mm. Acto seguido cruzó la calle para entrar en su piso alquilado, la planta principal de un elegante edificio construido en 1907 tras el terremoto y el incendio que sufrió San Francisco, una auténtica belleza en aquella época, supuso, mucho antes de que el propietario actual lo transformara en tres apartamentos. Una nube de partículas de polvo flotaba inmóvil en el aire del vestíbulo. Recorrió el pasillo, examinó las ventanas y las cerraduras, y llegó hasta la cocina. Una vez allí, volvió a ponerle el seguro a la Hi-Power y se la guardó en el bolsillo de la cadera.

Sirvió tres dedos de tequila verde en un alto y grueso tarro de mermelada y se lo echó al gaznate. Le chamuscó la garganta y le explotó en el estómago. Levantó el tarro hacia la luz y estudió las burbujas en forma de lágrima que tenía, aire que había quedado atrapado cuarenta o cincuenta años antes. Se tomó otro, volvió a llenarlo y después fue por el pasillo hasta el dormitorio. Una vez allí, se descalzó y se tendió en la cama con las manos debajo de la nuca, contemplando el techo, y se quedó dormido con la ropa puesta.


Hanson está durmiendo.

No le importa mucho dormir de día, después de haber pasado la noche entera trabajando en las calles. Los sonidos amortiguados de otras personas que salen de casa para ir al trabajo, como el abrir y cerrar de las portezuelas de los coches y el ruido de los motores al arrancar y marcharse, le resultan tranquilizadores. Se siente a salvo, y durante el día rara vez sueña. Hay veces que incluso se despierta a mediodía sin ninguna sensación de miedo y sin el menor rastro de resaca.

Le da lo mismo vivir que morir. Cuando la gente descubre eso en sus ojos, titubea, se piensa las cosas dos veces, intenta explicarse. Cuando no hablan con él o no pueden… En fin, él ha sobrevivido tantas veces, mientras que otros no han podido, que su reacción a cualquier amenaza es instintiva, más rápida que el pensamiento, una fuerza vital que escapa de su control. Hay noches en las que sabe que no pueden matarle. Le preocupa vivir eternamente.