Un paseo por Piedmont


Una o dos veces por semana, Hanson echaba una carrera por las calles de Piedmont, una isla de riqueza que contaba con ayuntamiento propio, construida en lo alto de un promontorio y rodeada por la pobreza y la desesperación de Oakland. Las calles se hallaban desiertas y las enormes viviendas, construidas después del terremoto de San Francisco, se veían vacías, y Hanson imaginó que si entrase en una de ellas encontraría desayunos a medio terminar todavía calientes en la mesa o la encimera, sin habitantes, desaparecidos para siempre. Las únicas personas que se veían eran los jardineros mexicanos y, algunas veces, al cartero y algún que otro coche patrulla de la policía de Piedmont. Los jardineros, en su mayoría, fingieron no verlo.

Recorriendo las calles al azar, admiró las casas, los amplios porches con columnas dóricas, los leones de piedra sobredimensionados, las puertas de madera de roble maciza, las ventanas de cristales esmerilados, unos ventanales gigantescos desde los que los gatos que estaban sentados detrás del cristal lo seguían con la mirada. Hanson ya los conocía a todos, los señalaba y exclamaba al pasar por delante de ellos: «Hola, amigo».

La policía de Piedmont era un grupo de guardias de seguridad bien remunerados, contratados para no dejar entrar a los intrusos, pero eran policías auténticos, tipos que ya habían trabajado en las calles de Oakland y de San Francisco. Otros, venidos de Los Ángeles, Seattle y de más al este, eran tipos que querían vivir lejos de donde habían trabajado antes para no tropezarse nunca con personas a las que hubieran detenido. Llevaban a la espalda varios años de lucha en las calles y ahora solo tenían que ser educados y simpáticos, desplegar su encanto en las interacciones con los ciudadanos de Piedmont, pero también mostrarse discretos a la hora de dar una patada en el culo a un intruso si era lo bastante estúpido como para no marcharse cuando se lo pedían.

Los ciudadanos de Piedmont querían sentirse a salvo en su barrio, pero también eran buenos liberales, defensores de la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles; creían en los derechos humanos y civiles y no querían ver a la policía dando de hostias a los que robaban en las casas, los ladrones de coches y los potenciales allanadores de morada que rondaban la calle, ni tampoco que sus hijos tuvieran que presenciar cosas tan desagradables.

Al doblar la esquina de Nova Drive vio un poco más adelante a un ratero que todavía no lo había visto a él. Redujo la velocidad para seguirlo manteniendo la distancia. Era un yonqui delgado, de veintitantos años. Vaqueros negros, con los bajos deshilachados de tanto arrastrarlos por el suelo, deportivas negras y una camisa militar de color verde aceituna con unas franjas negras en los brazos donde antes había galones de sargento. Cabello pelirrojo, sucio y largo hasta los hombros, y barba pelirroja de tres días.

Estaba mirando. Se quedaba unos instantes inmóvil en la acera y estudiaba las casas por las que iba pasando, los pocos coches aparcados, los porches, los buzones, las puertas de los garajes… Tal vez algo olvidado en el patio que él pudiera robar. Comprobaba si había gente en casa, si eran jóvenes o viejos, si había una alarma, si tenían perro… Hanson fue aproximándose a él sin hacer ruido, hasta que estuvo lo bastante cerca como para echarle la zarpa encima antes de que saliera corriendo.

—Qué hay, colega. ¿Vive por aquí? —le preguntó.

—¿Quién coño es usted? —graznó el otro.

Hanson llevaba una sudadera a la que le había quitado las mangas y unos vaqueros Levi’s cortados.

Hanson lanzó una carcajada, encantado.

—Míreme, colega —susurró. Acababa de despertarse su vena agresiva—. Míreme, «sargento». —Clavó la mirada en los ojos del chico, azules y acuosos. Iba a necesitar un poco más de heroína dentro de unas horas, antes de que anocheciera—. Este no es su barrio, aquí no le dejan entrar. Vuelva allá abajo, a Oakland, que es su sitio. —Le indicó con la cabeza el camino por el que había venido.

—Solo estoy dando un paseo, tío —contestó el yonqui haciendo un esfuerzo por que no le saliera un graznido—. Estamos en un país libre.

—No es verdad. Eso es lo que dicen.

El yonqui fue a decir algo, pero le salió un tartamudeo.

—Ya nos conocemos de otra ocasión, ¿verdad? Nos vimos una noche al lado de Fruitvale, ¿a que sí?

—Joder, tío, yo qué sé.

—Váyase a casa, sargento, la guerra ya se acabó.

El otro permaneció un momento donde estaba, como si no recordase quién era; luego dio media vuelta y echó a andar.

—Eh, papanatas —le dijo Hanson, y el chico se detuvo—: si vuelvo a verle por aquí, le daré de hostias y después le diré a la policía que lo detenga por agresión. Y el destornillador que lleva en el bolsillo es un arma letal. Agresión a mano armada, sargento. Más las órdenes de detención que sé que tiene vigentes. Así es como veo yo su futuro en este barrio. ¿Vale?

—Vale.

—Genial. Adiós.

El yonqui se marchó sin mirar atrás, con el típico contoneo de recluso macarra, pasándose la mano por el pelo cada pocos pasos.

Conque un país libre, pensó Hanson.

De libre no tenía nada. Ya ni siquiera era un país, si es que lo había sido alguna vez. Era una empresa, y él a su edad había tenido la suerte de que la Policía de Oakland lo hubiera contratado como capullo profesional.

Había nubes y soplaba una brisa helada procedente del mar. Iba a ser una noche fría y húmeda. Un tiempo raro. Aquel muchacho aún disponía de unas horas para robar algo, venderlo y pillar un poco de heroína antes de que se hiciera de noche. O pasar la noche acurrucado detrás de un contenedor, colocado y bajo la lluvia. De todas formas ya no tenía salvación, se dijo al tiempo que reemprendía la carrera doblando hacia la izquierda para continuar un tramo más cuesta arriba. Ya estaba condenado desde que nació.

Media hora más tarde, empapado de sudor, medio perdido en aquel barrio, iba caminando con las manos en las caderas, resoplando, cuando reparó en el coche patrulla que había aparecido a su espalda. Sonrió. Era Knox, el policía de Piedmont del que ya se había hecho amigo.

Knox detuvo el coche junto a la acera, a su altura.

—Tanto correr va a acabar contigo, Hanson. Caerás fulminado de un infarto.

—Me mantiene en forma y me ayuda a quemar la empatía. Hace que parezca más poli.

—Hanson, para trabajar en el distrito 5, y por la noche, necesitas engordar un poco.

Knox había estado en Vietnam al principio, había pasado una temporada allí y había regresado antes de que Hanson hubiera terminado siquiera su entrenamiento en las fuerzas especiales.

—Oye —replicó Hanson—, hace un rato me ha tocado hacer tu trabajo.

Acto seguido le contó el encuentro con el ladrón pelirrojo.

Knox hurgó dentro de una caja de zapatos llena de fotos de fichas policiales, sacó una y se la enseñó.

—Es él —confirmó Hanson.

Knox asintió con un gesto, le dio las gracias y volvió a meter la foto en la caja con las demás.

—Hanson, no tienes pinta de que tu sitio esté en el agradable entorno de Piedmont. Un día de estos te vas a topar con algún poli nuevo del Departamento que no te conozca y me va a tocar ir a sacarte del calabozo.

—¿Ya puedo bajar las manos?

—Basta con que no hagas movimientos furtivos.

Hanson lanzó una carcajada.

—Derribarlos y ponerlos boca abajo —canturreó Knox—. Hanson, dime una cosa: ¿sigue siendo peligroso andar de noche allá abajo, con Tyrone? Recuerdo que antes había mucho peligro después del atardecer.

—A mí no me da miedo nada —replicó Hanson.

Knox se había criado en Boston. Lo reclutaron para servir a su país y cuando regresó de Vietnam empezó a trabajar en la policía de San Francisco y pasó allí doce años antes de trasladarse a la de Piedmont. No hablaba mucho de la guerra, pero Hanson notaba que lo había pasado bastante mal.

—Hanson, tienes cierto impulso suicida. Eres demasiado mayor para esa mierda.

—En absoluto —repuso Hanson—. A mí no pueden matarme.

Knox sonrió y negó con la cabeza.

—Hanson —empezó, metió la marcha en el coche y volvió a mirarlo—, ve con cuidado.

Hanson juntó los talones y ejecutó un saludo militar. Se sentía bien saludando a Knox de aquel modo, para eso servía un saludo, para mostrar el vínculo que uno tenía con las personas a las que respetaba, por lo menos eso era lo que se suponía.