Una flor azul
—Has adelgazado aún más en estos días, pero ¿qué te pasa? Te ves pálido.
Al oír hablar así a su amigo T, con quien se encontró de casualidad en la esquina de Owari, se sintió más cansado de lo que estaba para seguir su camino, recordando lo que había hecho la noche anterior con Aguri. Desde luego, T no podía saber nada cuando le hizo aquel comentario. La relación que sostiene con Aguri se ha vuelto tan pública que a T no le hubiera extrañado si los hubiera encontrado caminando juntos por la avenida Ginza. Sin embargo, este comentario fue como una puñalada para un hombre tan pretencioso y, a la vez, nervioso, como Okada. Recientemente todo el mundo le ha estado repitiendo la misma frase: «Has adelgazado». De hecho, ha adelgazado en el tramo de un año de una forma tan notoria que ya comienza a sentir miedo. Especialmente en estos últimos seis meses, la carne y la grasa que lo cubrían con holgura se le han ido despegando cada día, como si lo hubieran estado esculpiendo. A veces se le notaba la diferencia en un mismo día. Se había acostumbrado a revisarse el cuerpo ante el espejo a diario después del baño para cerciorarse de su grado de deterioro, pero ante la velocidad de la decadencia ya estaba perdiendo las ganas de mirarse. Hacía tiempo, mejor dicho apenas un par de años atrás, le decían que su cuerpo era afeminado. Cuando estaba en el baño público con sus amigos, presumía de su cuerpo bromeando: «Mira, con esta postura parezco una mamacita, ¿verdad?, ten cuidado, no te vayas a calentar». Especialmente se veía muy femenino de las caderas hacia abajo. Hasta se embelesaba largamente ante el espejo, acariciándose las nalgas redondas y blancas, tan tiernamente pronunciadas como las de una adolescente. Con esas formas grasientas que le desfiguraban los muslos y las pantorrillas, disfrutaba, cuando se bañaba con Aguri, comparando sus piernas, tan feas como las de un cerdo, con las de ella. Ambos se sentían muy contentos al observar que, en contraste con esas piernas, parecidas a las de una granjera, destacaba la belleza de las piernas, tan esbeltas como las de las mujeres occidentales, de Aguri, quien por aquella época apenas tenía quince años. Tan traviesa todavía aquella niña, que a veces lo incitaba a acostarse boca abajo para pisotearle los muslos, como si fueran pelotas de goma, o caminaba balanceándose sobre sus piernas o se le sentaba encima. Pero ahora, da lástima ver estas piernas tan enflaquecidas. Si antes se le formaban hoyuelos, lindos como nabos atados fuertemente por un cordón, alrededor de los tobillos y las rodillas, ahora se le notan, quién sabe desde cuándo, huesos filudos que se mueven lentamente debajo de la piel. Las venas resaltan como lombrices. Las nalgas se le han puesto tan planas que, al sentarse en algo duro, siente un golpe fuerte como el choque de dos tablas de madera. Las costillas, que no se le veían hasta hace apenas unos meses, ahora empiezan a revelar su presencia una por una desde el vientre hasta el cuello, y se horroriza ante su pecho casi traslúcido que le recuerda la maqueta de un esqueleto en el curso de fisiología de su época escolar. Hasta la enorme panza, que había cultivado por su hábito de comer en abundancia, se le ha vuelto cada día más cóncava, y parece como si muy pronto dejara ver el estómago. Los brazos afeminados, de los cuales presumía cada vez que podía, por haber sido tantas veces objeto de elogio incluso entre las mujeres, ahora parecen tan asexuales —ni femeninos ni masculinos—, que ya ni sirven para hacer bromas con su amada, como lo hacía antes con esta frase: «Estos brazos te conducen al insondable misterio de la feminidad». Son más bien un par de palitos. Un cuerpo andante del cual cuelgan dos lápices. De cada uno de los huesos y de cada una de las coyunturas, se van perdiendo interminablemente músculos y grasa, a tal grado que le parece un milagro, o mejor dicho, una bondad inmerecida, seguir todavía vivo y de pie con este cuerpo tan horriblemente enflaquecido. Pensar de esta manera le trastorna los nervios, amenazándolo con un vértigo repentino. Se siente como si se desplomara de espaldas, víctima de una parálisis cerebral, temblando de las rodillas hacia abajo. Obviamente, no se trata tan sólo de problemas de sentimientos o de nervios, que ciertamente lo ponen peor. Sabe sin lugar a dudas que ése es el precio que está pagando por los placeres y lujurias de que ha gozado sin freno hasta ahora, pero le está saliendo muy caro, pues hasta tiene que aguantarse una diabetes. No le sirve de nada arrepentirse, pero le parece demasiado cruel que la cuenta le haya llegado tan temprano y, para colmo, que hayan empezado a aparecer síntomas, no en el interior, sino en el exterior del cuerpo que tanta confianza le inspiraba. Le dan ataques de llanto cuando se le ocurren ideas tristes: «Sin haber cumplido siquiera cuarenta años, ¿por qué tengo que ponerme tan débil?».
—Mira, ¡ese anillo, que es de aguamarina! ¿No es cierto? Ay, me quedaría muy bonito.
Aguri se detuvo de repente halándolo con fuerza por la manga y contempló el interior de la vitrina.
—¿No crees que me quede bien? —le dijo al tiempo que extendía la mano hacia la nariz de Okada, abriendo y cerrando los cinco dedos delante de sus ojos. Posiblemente por el efecto de un rayo solar que se refleja brillantemente en la atmósfera luminosa de la avenida Ginza en aquella tarde de mayo, los dedos, tan tiernos y esbeltos, destacan por su tono particularmente sensual, como si nunca hubieran tocado objetos más duros que las teclas de un piano.
Cuando visitó un cabaret de Nanking en su viaje a China, Okada tuvo, por casualidad, la oportunidad de observar los dedos, colocados encima de la mesa, de una dama china, de cuyo nombre ya no se acuerda. Al tener ante sus ojos esa mano, tan elástica y hermosa, que la asociaba en su mente con una flor de invernadero, se le ocurrió que las manos de las mujeres chinas representaban la belleza suprema, que poseían una delicadeza imposible de comparar con ningún otro objeto del mundo. Pero la mano adolescente que tiene ahora allí delante sería idéntica a la mano de la dama china si no fuera por su tamaño y por unos toques más humanos. Más que flores de invernadero, las manos de esta niña parecen hierbas silvestres debido a su calidez humana que, en lugar de corromper, las vuelve más familiares que las de la dama china. Cuán lindo sería ver estos dedos criados en una macetita como si fueran pensamientos…
—Mira, ¿qué te parece? ¿No me quedará bien?
Al decirlo, coloca su mano sobre el pasamano de la vitrina, y estira sus dedos hacia arriba. Su atención se desvía de la aguamarina para posarse en su propia mano.
Okada no puede recordar cómo le contestó. Mirando el mismo punto que Aguri, sintió que su mente se llenaba espontáneamente de imágenes ilusorias que giraban en torno a esta mano tan bonita. Se acuerda que siempre jugueteaba en los momentos más íntimos con esas manos —ramitas carnales que le inspiran una profunda ternura—, aplastándolas sobre la palma de su propia mano como si fueran de arcilla, guardándolas sobre su pecho debajo del vestido, tragándoselas con gula, tocándolas con sus brazos o con la barbilla; y se acuerda también que, mientras él mismo ha venido envejeciendo sin remedio, las manos de la chica han rejuvenecido extrañamente año tras año. A los catorce o quince años, lucían marchitas con un tono amarillo oscuro y llenas de arrugas finas, pero ahora su piel muestra una tersura impecable de blancura seca con una tenue humedad que inunda, aun en el pleno frío y duro invierno japonés, todos los poros, de una forma tan suave y viscosa que hasta parece empañar el anillo de oro. Las manos cándidas, las manos pueriles, las manos tan débiles como las de un bebé, pero a la vez tan sensuales como las de una prostituta… ¿Cómo es posible que, ante estas manos tan juveniles que no han dejado de procurarme dichas y placeres, haya yo envejecido tanto? De tan sólo verlas, se me revuelve la cabeza en un torbellino de imágenes que acuden a mi mente al recordar los juegos secretos que esas bellas manos guardan celosamente. Cuando las mira con atención, esa pequeña parte del cuerpo de Aguri se convierte en la mente de Okada en otras cosas: a pleno día en la avenida Ginza, ya no son solamente las manos las que resplandecen en su desnudez, sino también los hombros, los senos, el vientre, las caderas, las piernas… Cada una de estas partes toma formas extrañamente sugestivas en su imaginación viciosa y veloz. No sólo se ven, sino que también se hacen sentir con su peso ligero de cuarenta kilos… Okada experimenta un repentino mareo, siente que se encuentra al borde mismo de un desmayo, y se mantiene firme para no caer de espaldas… ¡No seas idiota! —se dice a sí mismo para liberarse de sus ilusiones—. Endereza los pies tambaleantes…
—Entonces, ¿me acompañas a Yokohama para hacer compras?
—Por supuesto.
Empezaron a caminar, al tiempo que conversaban, en dirección a Shinbashi. De modo que ahora están camino a Yokohama.
Aguri ha de estar feliz hoy, ya que recibirá muchos regalos. En Yokohama se consigue cualquier cantidad de cosas, que seguramente le quedarán bien, en sitios como Arthur Bont, Lane Crawford del barrio Yamashita, o en esa joyería del comerciante indio con un nombre complicado, o incluso en la tienda de ropa de los chinos.
—Tú eres la belleza exótica, a ti no te sientan los vestidos tradicionales, que son totalmente ordinarios e innecesariamente caros. Mira a las europeas o a las chinas, que saben sacar el mayor provecho de su color de piel o de la fisonomía de sus rostros, sin gastar tanto dinero. Debes aprender de ellas.
Estas palabras emocionaron a Aguri con una ingenua expectativa. Mientras camina, piensa que pronto su piel blanca, que ahora despide con aliento sereno un tenue sudor tibio bajo el bochorno del incipiente verano, se va a desprender de este kimono «ordinario» de franela para sentir la suave textura del vestido occidental encima de la carne trémula de sus piernas y de sus brazos, y se imagina a sí misma vestida con una blusa semitransparente de seda o de lino, calzada con zapatos finos de tacón alto, adornada con aretes en sus orejas y collares en su cuello para exhibirse en las calles de Yokohama, como si fuera una europea. Cada vez que se cruza con una mujer occidental que coincide con la imagen de sí misma que guarda en su mente, Aguri no la pierde de vista y acosa a Okada con preguntas insistentes: «¿Qué tal ese collar? ¿Y ese sombrero?». Okada la comprende perfectamente, y cada una de las jóvenes occidentales que pasa se le asemeja sin ninguna duda a Aguri vestida al estilo occidental… Le dan ganas de comprar cualquier prenda para ella… Y entonces, ¿por qué se siente tan deprimido? Pronto comenzará una serie de juegos divertidos con Aguri. Este clima tan agradable, con viento calmado y el cielo transparente de mayo, hace feliz a uno donde sea. «Las cejas pintadas de negro, con calzado rojo, de cuero»… Sí, la vestiré con ropa nueva y ligera, combinándola con zapatos de cuero rojo, y lucirá como un pájaro maravilloso. La conduciré al viaje en tren en busca de un nido secreto para gozarla a solas. Puede ser algún balcón con una hermosa vista al mar profundo y azul; o bien una cabaña cerca de las aguas termales, desde donde se pueda apreciar a través de la ventana el paisaje de montañas con árboles reverberantes; o puede ser también un hotel escondido de la colonia extranjera. Ahí comienza el juego, que nunca ha dejado de soñar despierto… podría afirmar que sólo ha vivido para disfrutar de ese juego enloquecedor… Allí yace tendida como un jaguar… sí, como un jaguar con aretes y collares. Aunque está tan domesticado desde que era un cachorro y conoce cabalmente los gustos extraños de su amo, este jaguar suele fastidiarlo con su vitalidad y ligereza. Manosea, araña, golpea, brinca… hasta lo destroza con sus colmillos para chuparle los huesos… Ah, ¡la delicia de ese juego! Sólo de pensarlo, su alma se trastorna en un éxtasis exquisito. Tan excitado se siente, que le tiembla el cuerpo sin poder controlarlo. De repente, tiene un nuevo y fuerte ataque de vértigo y casi se desmaya… Se le ocurre que, ahora, a sus treinta y cinco años, cae muerto aquí en esta avenida para no levantarse nunca más…
—¿Cómo? ¿Estás muerto? Ay, qué lástima…
Al ver el cadáver tirado a sus pies, Aguri se siente como atontada. Sobre el cadáver cae el sol vertical de las dos de la tarde, formando sombras negras debajo de los pómulos que sobresalen por su delgadez.
—Ay, por qué no siguió viviendo, en lugar de morirse tan de repente, al menos medio día más para que pudiéramos hacer las compras aquí en Yokohama…
Sintiendo que una ráfaga de odio crece en su interior, Aguri se ve dominada por el resentimiento. Preferiría evitar el asunto, pero tampoco puede dejarlo así… Y en su bolsillo tiene un fajo de billetes, que iban a ser míos —si hubiera dejado dicho siquiera que me los iba a regalar— ya que el tipo estaba locamente enamorado, no me regañaría si sacara ahora el dinero de su bolsillo para comprar mis cosas o para andar con algún otro galán. Él sabía perfectamente que soy una caprichosa y siempre me lo permitía, y hasta se alegraba por eso. Valiéndose de este argumento convincente, Aguri le saca el dinero del bolsillo. Aunque me persiguiera convertido en un fantasma por causa del rencor, no me asustaría mucho, porque este hombre tan manso terminaría obedeciéndome hasta después de muerto. Todo será arreglado a mi favor…
—Oye, señor fantasma, compré con tu dinero este anillo y esta falda tan linda con encajes, mira nomás (se levanta la falda para mostrar las piernas) mis piernas que tanto te gustan… mira estas piernas hermosas, estas medias blancas de seda, estas ligas con cintillas rosadas que sostienen las medias por debajo de las rodillas, todo esto lo compré con tu dinero. ¿Ves que tengo buen gusto para elegir mis prendas? ¿Verdad que parezco tan divina como un ángel? Tú ya estás muerto, pero yo me visto con las prendas que me hacen lucir más linda, como desearas, y ando de un lado a otro en este mundo flotante para disfrutar de esta vida tan llena de gracias. Estoy feliz, tan feliz como una lombriz, todo gracias a ti, tú también has de estar feliz viéndome así. Tu sueño se ha concretado en mi belleza, y ahora puedo llevar una vida tan plena… Anda, fantasma, sé que te gusto, cariño, ríete conmigo, que ni muerto vas a estar tranquilo.
Mientras habla, Aguri abraza fuertemente el cadáver frío, con tanta fuerza que los huesos y la piel empiezan a crujir como ramas secas, que parecieran soltar un grito lloriqueante: «Por favor, ¡ya no más!». Si no se rinde aún, lo voy a seguir seduciendo, acariciándolo hasta despedazarle la piel y exprimirle la última gota de sangre, que seguro ya no le queda, y hacerle añicos la columna vertebral. ¿De qué se podrá quejar ese fantasma?…
—¿Qué te pasa? ¿En qué estás pensando?
—Ah… Nada… —Okada balbuceó algo entre dientes.
Caminar así de relajado al lado de Aguri debería ser un placer máximo, sin embargo, a él no le complace tanto como a ella, y vislumbra la existencia de un abismo que los separa. Imágenes tétricas surgen una tras otra debilitando su cuerpo antes del preludio del juego de amor. Ha de ser algo de los nervios, sin importancia; caminando bajo este clima agradable me recuperaré pronto —se dijo para darse ánimo antes de salir de casa, pero resulta que no puede ser sólo cuestión de nervios, puesto que ha perdido todas las fuerzas de sus extremidades y se siente enormemente pesado al caminar, y de paso lo atormenta un terrible crujido en las caderas—. Esto de estar sin fuerzas podría ser una experiencia dulcemente nostálgica si fuera otra la circunstancia, pero la pesadez del cuerpo a este grado alarmante no puede ser otra cosa que un síntoma de algo grave. ¿No será que una enfermedad seria me está destruyendo sin que me dé cuenta? ¿No me quedaré de repente tumbado en mitad de la calle si sigo llevando esta vida de vago sin procurar cuidarme? Una vez caído, todas las enfermedades se me echarán encima hasta acabar conmigo… Preferiría estar tendido a la intemperie como un perro antes que soportar esta pesadez del cuerpo. Qué rico sería quedarse dormido profundamente sobre un colchón suave y mullido. Quizá mi estado de salud me esté exigiendo que lo haga de inmediato. Pero cómo es posible que andes así en la calle en ese estado deplorable. Cómo puedes aguantar semejante vértigo. Acuéstate y descansa —probablemente le diga el médico sorprendido ante la gravedad de su situación—. Al pensar así, se siente aún más deprimido y se le hace más difícil la caminata. Este pavimento, que resulta tan agradable cuando se desplaza sobre él en buen estado de salud, ahora le parece, mientras avanza, tan duro y rígido como si lo golpearan desde los talones hasta la cabeza sin piedad. Para empezar, los zapatos redondos de cuero rojo, que parecieran hechos para que la carne de sus pies encajara en una horma artificial, hoy le aprietan de una manera espantosa. El traje occidental sólo sirve para la gente llena de energías y no es más que un estorbo para un hombre debilitado. Las caderas, los hombros, las axilas, el cuello… si todas las coyunturas del cuerpo están apretadas doble o triplemente por hebillas, botones, ligas o cinturones de cuero; es como andar crucificado, qué se puede hacer. Debajo de los zapatos, una cosa llamada medias, que están correctamente sostenidas por las ligas a la altura de las pantorrillas. Además de esto, la camisa con cuello duro, los pantalones que no sólo se cierran fuertemente con un broche por encima de la cadera sino que son halados hacia arriba por los tirantes que pasan por los hombros. El cuello está hundido entre el pecho y la barbilla, y, para colmo, la corbata sujetada con un alfiler a la camisa casi me estrangula con su nudo. Si fuera un hombre gordo, me vería brioso con una fuerza capaz de reventar todo lo que me aprieta, pero un flaco como yo no aguanta esta clase de torturas. Sólo el pensar que estoy vestido con ropa tan inhumana, me hace sentir ahogado y con un tremendo cansancio en las piernas y los brazos. Tengo que seguir caminando firme con este traje occidental… Pero me siento como si fuera un hombre que, a pesar de que ya no le quedan fuerzas, está obligado a caminar erguido con las manos y los pies atados por grilletes. Si tuviera que caminar bajo el acoso constante de la voz que le dice: «Anda, ya falta poco, ¡mantente firme, no te caigas!», a cualquiera le darían ganas de llorar…
De repente, a Okada se le ocurre pensar qué sucedería si comenzara a llorar sin conciencia, como un cobarde, ante la imposibilidad de seguir esta caminata insoportable… Un caballero maduro, vestido de una manera elegante, que apenas hasta hace un minuto estaba dispuesto a dar un paseo con una jovencita para aprovechar este clima tan agradable —un hombre que parece como el tío de la señorita—, se suelta a llorar de repente con el rostro totalmente descompuesto como si fuera un niño enloquecido. «Aguri, Agurita, ¡ya no puedo caminar más! ¡Cárgame, por favor!», la fastidia con esta cantinela, parado en mitad de la calle. «Pero ¿qué te pasa? ¡Deja de molestarme, que nos están mirando todos!», Aguri le habla secamente y lo contempla con la mirada fulminante de una tía estricta que regaña a su sobrino. Ella jamás se dará cuenta de que ha enloquecido, puesto que no es nada raro ver a este hombre llorando. Aunque es la primera vez que sucede en la calle, siempre se pone a llorar de esta manera cuando están a solas. Se estará diciendo: «Qué tipo tan estúpido, que empieza a llorar en la calle. Si quiere, que llore, pero no aquí, después puede llorar cuanto quiera. Qué fastidio».
—¡Quieto! Deja de molestar, ¿no ves que me estoy muriendo de la vergüenza? —Pero estas palabras no sirven de nada, no alcanzan para consolar a Okada, que sigue llorando sin parar, y que ahora forcejea violentamente para quitarse el cuello duro y la corbata. Exhausto por el esfuerzo, al fin queda tendido en la calle respirando con dificultad. «Ya no puedo caminar más… Estoy gravemente enfermo… Libérame de esta ropa incómoda para ponerme un kimono suave, no importa que me vean, tráeme un colchón, por favor, que me quiero acostar aquí mismo», dice medio inconsciente. Perpleja, Aguri se ruboriza por la vergüenza como sintiendo un fuego en las mejillas. Ya es tarde para huir, los rodea un hatajo de curiosos, y un policía se acerca para interrogar a Aguri delante de aquel gentío. «¿Quién será esa tipa?», «¿Será una dama de buena familia?», «No puede ser», «Parece más bien una actriz de ópera», empieza a cuchichear la gente. «Por favor, señor, ¿no quiere levantarse de ahí?, que no es un sitio para dormir», dice el policía con un tono muy suave, pensando que se trata de un chiflado. «No, no puedo. ¿No ve que estoy enfermo? ¿Cómo me podría levantar?», dice Okada débilmente, negando con movimientos de cabeza, sin dejar de sollozar.
Okada imagina esta escena con nitidez, casi como si la estuviera viendo con sus propios ojos. Como si estuviera llorando de verdad, se siente miserable sin remisión al tener que soportar una afrenta tan humillante…
—Papá… Papá…
Desde algún lugar se escucha con suavidad una voz delicada y tierna, totalmente diferente a la de Aguri. Una niña de cinco años, vestida holgadamente con un kimono Yuzen de muselina, le extiende la mano a Okada como si lo invitara a entrar. Detrás se ve una mujer elegantemente peinada, que es seguramente la madre de la niña… «Teruko, Teruko, tu papá está aquí. Ah, Saki, tú también estabas acá». Aparece también su madre, muerta hace algunos años… La madre de Okada está tratando de decirle algo, pero se encuentra tan lejos que su voz se oye en sordina como si viajara a través de una niebla muy espesa… Con gestos de desesperación por no poder comunicar lo que quiere, balbucea cosas vagas, llorando sin consuelo, desbordada de lágrimas que le cubren enteramente las mejillas…
No, no pensaré más en esas cosas tristes, ni en mi madre, ni en Saki, ni en mis hijos, ni en la muerte… Pero ¿por qué me pongo tan triste sólo al evocar sin querer estos recuerdos? Seguro es porque estoy débil. Cuando estuve bien hace dos o tres años, nunca llegué a sentirme tan deprimido aun cuando recordara experiencias tristes, pero ahora mi ánimo decaído coincide con el cansancio físico para convertirse en un bloque que estorba la circulación de la sangre. Este bloque se vuelve más pesado aun cuando me acose la lujuria… Caminando bajo el sol de mayo, él no ve nada del mundo exterior, no oye nada, y de manera insistente y depresiva se sumerge en su propio interior.
—Oye, si te sobra dinero después de hacer las compras, ¿me regalarías un reloj de pulsera? —empieza a decir Aguri, totalmente relajada. Seguro que se le ocurrió porque vio el reloj grande de la estación Shinbashi, por donde caminan ahora.
—En Shanghái he visto muchos relojes bonitos, pero no se me pasó por la mente comprarte uno, qué lástima…
Ahora la imaginación de Okada vuela hacia China —sobre la superficie calmada del canal, fuera de la ciudad de Suzhou, se va deslizando un barco de colores, manejado con una pértiga, hacia la dirección de la Torre del Tigre—, dentro del barco viajan dos jóvenes sentados muy juntos como si fueran una pareja de patos, y resulta que son Aguri y él mismo, convertidos por algún milagro en una cortesana y un caballero chino…
¿Seguro que ama a Aguri? Ante semejante pregunta, Okada contestaría sin ninguna duda: «Por supuesto». Sin embargo, al empezar a pensar en Aguri, se le nubla la mente, como si estuviera en una habitación cubierta por una cortina negra de terciopelo, que sirviera perfectamente como escenario para un mago… en el centro de la habitación oscura está colocada una estatua de mármol que representa a una mujer desnuda. Quién sabe si es Aguri, pero él se la imagina como si fuera ella. Al menos, la Aguri que él ama tiene que ser esta mujer desnuda… tiene que ser esta imagen mental. Aguri es esa estatua viviente que actúa en este mundo. La mujer que camina ahora a su lado, aquí en la colonia extranjera de Yamashita. A través del vestido holgado de franela, él puede observar el arquetipo de Aguri para imaginar la esencia femenina escondida bajo la tela. Trata de describir mentalmente cada uno de los fragmentos que forman aquel cuerpo impecable. Hoy adornará esta estatua con joyas variadas, cadenas y seda. Le quitará de su piel ese feo kimono que no le sienta para nada, hasta descubrir su feminidad, y luego le dará brillo, profundidad, curvas luminosas y espléndidas ondulaciones a cada una de las partes que conforman aquel cuerpo de vestal. Para destacar la sensualidad de las articulaciones —muñecas, tobillos, nuca—, ciertamente no hay nada mejor que el vestido occidental. ¿Acaso no es un placer supremo, sólo comparable con un sueño inalcanzable, hacer compras únicamente para embellecer el cuerpo de la mujer amada?
Sueño… esto de andar caminando a lo largo de esta avenida poco transitada, en esta zona tranquila donde sólo se ven edificios al estilo occidental, y curioseando de vez en cuando en las vitrinas de las tiendas, se le hace un puro sueño. Sin los resplandores artificiales de Ginza, el ambiente de este barrio es calmado y más bien solitario, y en medio de las casas silenciosas de gruesas paredes color gris, que parecen deshabitadas, sólo las vitrinas devuelven sus reflejos luminosos al cielo azul con un brillo como de ojo de pez. Más que un barrio, parece la galería de un museo. Los objetos que se exhiben en las vitrinas de ambos lados de la calle se ven extrañamente fabulosos con sus tonos vivos, pero, al mismo tiempo, parecen curiosamente fantasmagóricos, como si se tratara de un jardín de flores construido en el fondo del mar. Se notan anuncios de antigüedades que dicen: «ALL KINDS OF JAPANESE FINE ARTS: PAINTINGS, PORCELAINS, BRONZE STATUES». El otro será el de una tienda de ropa de algún chino: «MAN CHANG DRESSMAKER FOR LADIES AND GENTLEMEN». Sigue: «JAMES BERGMAN JEWELLERY: RINGS, EARRINGS AND NECKLACES». «E & B CO. FOREIGN DRY GOODS AND GROCERIES», «LADY’S UNDERWEARS», «DRAPERIES, TAPESTRIES, EMBROIDERIES»… Estas palabras suenan a los oídos con tan solemne belleza y armonía como una música de piano. A pesar de haber viajado apenas una hora en tren desde Tokio, se siente como si estuviera en un país lejano… Ante la puerta majestuosa de la entrada y las rejas que cubren el exterior, uno vacila al entrar aun cuando haya algún objeto que nos interese. Seguramente se debe a que son tiendas destinadas a los extranjeros, puesto que nunca antes le sucedió algo parecido en los comercios de Ginza… las vitrinas de esta zona, que muestran en su interior abundantes productos de la manera más impersonal, no tienen la gentileza de decirle a los peatones: «A sus órdenes, señor». No parece haber ningún dependiente dentro, y todo se ve oscuro, y, a pesar de la variedad de artículos, el ambiente es más el de un altar de muertos… quizá sea justamente ese ambiente el que vuelve más fabulosos los productos expuestos.
Aguri y Okada dieron varias vueltas por la avenida. Él tiene suficiente dinero en el bolsillo, y Aguri su blanca piel bajo su vestido. Zapaterías, sombrererías, joyerías, misceláneas, peleteros, textiles… Desde el momento de pagar, cualquier prenda de estas tiendas se convierte en una ofrenda, que se adhiere a la piel tersa para destacar la belleza de las manos y de las piernas… las prendas de las mujeres occidentales no son «vestidos» sino otra piel, una segunda capa que se sobrepone a la original. No es que envuelvan el cuerpo desde el exterior, sino que se disuelven directamente en la superficie de la piel como si fueran tatuajes. Al contemplar las vitrinas mientras reflexiona de esa manera, cada uno de los objetos exhibidos parece un pedazo, una mancha, una gota de sangre que componen la piel de Aguri. Ella puede escoger las piezas que le gusten para hacer su propia piel. Ponte esos aretes de jade e imagina que son granos hermosos de color verde que te salieron en los lóbulos. Si te decides por ese abrigo de ardilla, que se ve en esa tienda de pieles, imagínate convertida en una bestia de pelaje terso con reflejos vidriosos. Si quieres esas medias colgadas en el interior de esa tienda de misceláneas, se te formará sobre tus pies una piel de seda y tu propia sangre caliente circulará por ellas desde el momento en que te las calces. Si te pones los zapatos de esmalte, el músculo blando de los talones te comenzará a brillar como laca. ¡Linda Aguri! ¡Muchacha preciosa! Todos estos objetos que están listos para completar el modelo, son parte del arquetipo que te habrá de transformar en una soberbia estatua de la más pura y auténtica feminidad. Sea de azul, morado o rojo, cada uno de estos objetos forma parte de tu piel, despegada de tu cuerpo. ¿Será que te han puesto en venta en este local? ¿Será que tu cuerpo deshabitado está esperando la llegada de tu alma? Si todos estos productos tan maravillosos te pertenecen, ¿qué estás haciendo entonces con ese vestido flojo de franela que no te hace ninguna gracia?
—A la orden… ¿para esta señorita?… Vamos a ver…
El dependiente japonés que había salido del fondo dirigió una mirada escrutadora a Aguri. Habían entrado a una tienda de ropa femenina ready-made. Como escogieron la que les pareció menos majestuosa, el ambiente interior no es nada elegante, pero a ambos lados del pasillo central hay vitrinas que muestran varios vestidos, ya listos para ponerse. Blusas, faldas —«los senos», «las caderas»— se pueden observar justo por encima de las cabezas, colgando de ganchos. La vitrina pequeña ubicada en el centro del local exhibe enaguas, camisetas, medias, corsettes y pedazos de encajes. De materiales todos lisos y lustrosos, tales como seda fina, que es blanda, más blanda todavía que la piel femenina, o satén. Aguri se siente avergonzada ante la mirada insistente del dependiente, al imaginarse vestida con esas telas para parecer una muñeca occidental, y se cohíbe nerviosamente a pesar de su carácter jovial y enérgico, pero, a la vez, sigue fijándose en cada uno de los objetos como si quisiera quedarse con toda la tienda.
—Ay, pero no sé cómo escoger… Oye, ¿cuál te parece bien?
Ella, perpleja, habla en voz baja y se esconde detrás del cuerpo de Okada como si estuviera esquivando la mirada del dependiente.
—Bueno, cualquiera de éstos le quedará muy bien.
Al decirlo, el dependiente le muestra un vestido blanco que parece como de lino.
—A ver qué tal le queda, ahí hay un espejo.
Aguri se para delante del espejo y sostiene el vestido blanco debajo de la barbilla. Con la cara sombría como la de un niño malhumorado, se mira a sí misma volteando los ojos hacia arriba.
—No está mal…
—Sí, puede ser éste.
—Éste no es exactamente de lino, ¿verdad? ¿Qué es?
—Es de algodón refinado. Liso y muy suave para la piel.
—Ah, ¿y cuánto cuesta?
—A ver, bueno…
El dependiente lanza un grito hacia el fondo.
—Óyeme, ¿cuánto es que cuesta este vestido de algodón refinado? ¿Ah? ¿Cuarenta y cinco yenes?
—Tendrían que hacer unos ajustes para su talla. ¿Los pueden hacer hoy mismo?
—¿Sí? ¿Hoy mismo? ¿Se van de viaje mañana?
—No, no estamos de viaje, pero tenemos prisa.
—Oye, ¿tú qué dices?
El dependiente grita de nuevo hacia el fondo.
—Que si puedes arreglarlo hoy mismo, que tienen prisa. Sí puedes, diles que sí…
A pesar del manejo rudo de la lengua, este hombre aparentemente tosco parece simpático y amigable.
—Bueno, sí, lo podemos hacer para hoy, pero necesitamos al menos dos horas.
—Está bien, no importa. Vamos a dar otra vuelta para comprar un sombrero y un par de zapatos. ¿Será que le permiten cambiarse de vestido aquí después de que esté todo listo? La verdad, es la primera vez que se pone ropa occidental, y no sabemos nada de ese asunto. ¿Qué ropa interior se debería poner debajo de este vestido blanco?
—No se preocupen. En esta tienda no falta nada. Si les parece, voy a alistar todo un juego completo. Miren, primero esta cosa (el dependiente saca ágilmente un sostén de la vitrina pequeña), y encima esa cosa que ven ahí. Abajo van ésta y ésta. Ésa también puede servir, pero no es muy práctica, porque no se abre aquí, ¿entienden?, quiero decir que ni puede orinar con comodidad. Las mujeres occidentales procuran orinar lo menos posible, ¿saben? De modo que ésta es mejor y mucho más práctica. Vean, aquí tiene un botoncito, y basta con desabotonarlo para orinar sin ningún problema… La camiseta vale ocho yenes, y esta enagua seis. Sale mucho más barata que la ropa japonesa, pero fíjense que son productos de buena calidad. Ésta también es de seda refinada… Venga, señorita, que le vamos a tomar las medidas.
Por encima del kimono de franela, el dependiente mide el cuerpo de Aguri desde varios puntos. Con cintas métricas de cuero enrolladas por debajo de los brazos o alrededor de las piernas, Aguri se deja examinar.
—¿Cuánto valdrá esta muchacha?
A Okada se le ocurre de pronto que el dependiente va a hacerle esta pregunta. Se imagina a sí mismo en un mercado de esclavos vendiendo a Aguri, a ver quién ofrece el mejor precio.
Alrededor de las seis de la tarde, volvieron a la tienda cargando varios bolsos después de haber comprado por ahí cerca muchísimos accesorios como aretes de amatista, collares de perlas, un sombrero y un par de zapatos.
—Bienvenidos de nuevo, ¿encontraron cosas interesantes?
Pregunta el dependiente, en un tono ya totalmente amistoso.
—Todo está listo. Aquí está el probador, venga, señorita, para que se vista.
Con la ropa arreglada —un bulto que pesa levemente como un bloque de nieve— en sus manos, como si llevara una ofrenda, Okada pasa siguiendo a Aguri que desaparece detrás de la cortina. A pesar de que hace una mueca al espejo de tamaño natural que tiene delante, Aguri empieza a desvestirse con calma…
Ahí en la figura de Aguri se concreta la imagen de la suprema feminidad que Okada tuvo en su mente hace un rato. Ayudándola a subir la seda fina que le deja una sensación de suavidad en las manos, le abotona la camisa, le ajusta los broches, le pone el cinturón ligero, y luego da unas vueltas alrededor de esta soberbia estatua… En ese momento, las mejillas de Aguri se encienden de repente en una risa alegre y placentera… Okada se siente de nuevo al borde de un desmayo…