Una confesión

—¿Qué edad tienes?

—Cuarenta y seis años, señor.

—¿Es verdad que eres el capataz de los obreros en la Constructora Suzuki?

—Sí, es verdad.

—¿Cuánto ganas por eso?

—Cuando hay mucho trabajo, alcanzo a ganar doscientos o trescientos yenes.

—Eso es un sueldo muy bueno. ¿Por qué puedes ganar tanto?

—Bueno, es porque, aparte del jornal fijo, me quedo con cierto porcentaje de la comisión de lo que ganan los cien peones bajo mi comando.

—Si tienes tan buenos ingresos, ¿por qué te arriesgas a cometer actos criminales? Ya te han agarrado tres veces por apuestas ilegales, dos veces más por robo y otras tres por asaltos violentos. Dime por qué.

—Lo siento mucho, señor.

—Contesta mi pregunta: ¿por qué te dedicas al crimen? Tienes un salario mensual de doscientos a trescientos yenes, pero igual tratas de ganar más por medio de robos y atracos. ¿Para qué quieres tanto dinero?

—Todo lo gasto en mujeres. Todo lo malo que hay en mí se lo debo a las mujeres.

—A tu esposa, querrás decir.

—No, mi esposa no tiene nada que ver. La culpa es de mis amantes…

—Parece que tuviste muchas, ¿no es cierto?

—Bueno, sí, he tenido bastantes.

—¿Con cuál de tantas te encariñaste más?

—La verdad, siempre he sido muy apasionado, y en algún momento me enamoré de cada una como un loco, pero mis predilectas fueron Kikuei y Osugi.

—¿Cuándo conociste a Kikuei?

—Creo que fue alrededor del primer año de Taishô [—1911—]. Cuando la conocí, trabajaba de geisha en Morigasaki.

—¿Y cuándo la mataste?

—Fue la noche del dos de diciembre del año 3 de Taishô.

—¿Por qué la mataste?

—Porque estaba saliendo con otro tipo sin mi permiso.

—A ver, cuéntame en detalle cómo fue que la mataste.

—En esa época, Kikuei acababa de mudarse a Omori. La estuve esperando cerca de donde vivía, y fue después de las once cuando por fin apareció de regreso de su trabajo, luego de haberse despedido de los clientes. Le hablé para invitarla a un paseo nocturno por la playa, y de repente, con un …………… hice …………… Ella se resistió forcejeando y empujando con todo el peso de su cuerpo, pero no podía gritar, pues yo estaba …………… y …………… como si fuera ……………, murió en unos minutos. Con el …………… que había traído …………… el cadáver ……………, y con …………… de …………… terminé de …………… todo lo que me pudiera comprometer. Lo hice con tanta perfección que hasta ahora nadie ha comprobado absolutamente nada en mi contra.

—¿Cómo se te ocurrió esa forma de asesinar?

—Desde hacía tiempo había venido reflexionando a profundidad sobre cómo podría matar a una persona con eficacia.

—¿Cuándo conociste a Osugi?

—Fue en enero, al año siguiente del homicidio de Kikuei, cuando fui con algunos amigos a Shinjuku. Osugi trabajaba en esa temporada con el nombre de S en el centro C. Después de un año, me encargué de ella para sacarla de ahí, y monté un local de pollo asado para que me lo cuidara. La hice mi amante.

—¿Todavía la quieres?

—Por supuesto que la quiero, y mucho. Era una mujer tan caprichosa y vagabunda como Kikuei, que en lugar de conformarse con sacarme dinero tantas veces como podía, no perdía la oportunidad de ponerme los cuernos. Solía regañarla con furia, pero la quería tanto que le aguantaba todo. Un par de veces mi paciencia llegó al límite y me dieron ganas de matarla de verdad, pero como era una mujer tan singular, se me ocurrió que no tendría otra igual en mi vida y, al pensar lo que perdería matándola, me contuve.

—A ver, si la querías tanto, ¿por qué abusaste de la chica de la Casa Mikawa?

—No sé, señor. Yo soy así. Estaba bastante borracho esa noche, y al ver a la chica, se me calentó de repente el cuerpo.

—¿No la conocías antes, entonces?

—Bueno, sí la conocía y no niego que me hubiera fijado secretamente en ella, pues era en verdad muy bonita. Pero se trataba de una mujer seria y nunca pensé que podría haber algo entre nosotros. Esa noche me favoreció la situación por una mera coincidencia, y la aproveché.

—¿Cuándo fue eso?

—Fue la noche del diecinueve de abril del año 6 de Taishô, si mal no recuerdo.

—Cuéntamelo en detalle.

—Esa noche estuve bebiendo hasta después de las diez en un bar llamado X, ubicado en la Cuesta XX. Luego, para dirigirme a la Cuesta Dogen donde trabajaba Osugi, fui hasta la estación de Shinjuku, y ahí mismo encontré a la chica. Debo hacer notar que andaba sola. Parecía que estaba en camino a casa después de haber hecho compras en algún lado. Se me ocurrió viajar en el mismo tren para seguirla, y compré un pasaje para Mejiro, pues estaba casi seguro de que la chica regresaba a su casa de Mejiro. Cuando llegué a Mejiro, sin haber perdido de vista a la muchacha, pensé seriamente en volver enseguida, pero como sabía que ella regresaría por un camino solitario, caí en la tentación de seguirla. Después de haber caminado unos setecientos u ochocientos metros, entramos a un sector desierto y aproveché el momento para abordarla bruscamente. A lo mejor se había dado cuenta de mi presencia desde antes, porque trató de huir cuando le hablé, pero yo le hice rápido …………… «No grites, o te mato», le dije, pero aun así la chica …………… Como ……………, me quedé atontado. Traté de convencerme de que no estaba muerta sino solamente desmayada, pero en realidad estaba bien muerta y ya no tenía remedio. Como no podía dejar el cadáver botado por ahí, lo llevé hasta la orilla de la línea del tren ……………, y acabé de ……………

—Al ver la noticia sobre la muerte de la chica en los periódicos del día siguiente, ¿qué pensaste?

—Estaba seguro de que nadie podía sospechar de mí. Andaba muy confiado después de haber salido airoso del asunto aquel con Kikuei. Más confiado no hubiera podido estar al ver que efectivamente nadie logró aclarar nada.

—¿Nunca le has hablado a alguien de estos homicidios hasta ahora?

—Bueno, sí, se lo he contado a mi esposa.

—¿Cuándo?

—No me demoré mucho para revelárselo, ni en el caso de Kikuei ni en el de la otra chica.

—Pero ¿por qué se te ocurrió contárselo? No me parece que hubieras tenido necesidad de hacerlo…

—No creo que sea cuestión de necesidad, sino que simplemente hay cosas que se hablan entre las parejas.

—A ver, pero ustedes no llevaban una vida conyugal normal, ¿no es cierto? Dizque te la pasabas donde Osugi todo el tiempo, y te portabas, más bien, como marido de Osugi. ¿Por qué se lo contaste a tu esposa legal en lugar de a Osugi?

—Jamás se puede confiar en una tipa tan frívola como Osugi. Que además no tiene ningún sentido de lo humano.

—¿Y tu esposa, sí?

—Sí, señor, mi esposa es muy humana.

—Entonces, ¿por qué no le dabas un trato más humano, en lugar de las palizas y patadas que le propinabas a cada rato? Dicen que la tratabas de una forma por demás cruel, como si fuera una perra o una gata.

—Aunque la tratara como una perra o una gata, ella sí que era humana, de verdad. Yo confiaba plenamente en mi esposa, porque sabía que, si se lo advertía, no revelaría bajo ninguna circunstancia nada que fuera capaz de comprometerme.

—Pero, según dice tu esposa, en una oportunidad, cuando le contaste lo sucedido, la amenazaste con matarla si te delataba. ¿Eso no indica que no confiabas del todo en ella?

—Eso fue un chantaje sin importancia. Obviamente no tenía intenciones de matarla, y confiaba en ella, por supuesto.

—En estos tiempos, aun cuando confíe de manera absoluta en su pareja, un hombre difícilmente se animaría a revelar secretos de esa naturaleza. La verdad, no dejo de sospechar que había alguna razón especial para que te confesaras con tanta facilidad. Me informaron que alguna vez le dijiste, henchido de orgullo: «A mí no me importa matar gente. Al que no me respete, lo mato, sea quien sea». ¿Cómo pudiste estar tan orgulloso al decirlo?

—Ni yo mismo me puedo explicar cómo me sentía, pero seguramente me parecía algo digno de orgullo.

—¿No te daba pena matar gente?

—Claro que sí, señor, me daba pena.

—¿Ves? Seguro que ese remordimiento hizo que acudieras a tu esposa para utilizarla como confidente.

—No niego que no tuviera remordimientos, pero no tanto como para no poder soportarlo sin contárselo a nadie.

—O sea que se lo contaste a ella simplemente por vanidad.

—Bueno, se puede decir que sí.

—¿Qué te dijo tu esposa cuando le confesaste tus crímenes?

—Como es una mujer mansa y miedosa, se puso pálida y empezó a temblar, lo que me pareció muy gracioso, tanto que le dije en tono de amenaza: «A ver, no empieces a decir tonterías, que, si no, serás tú la próxima víctima». Entonces la muy idiota me dijo: «Mátame a mí, antes que a cualquier otra. Mátame, y entrégate de una vez a la policía». Me pareció tan insolente y fuera de lugar esa actitud, que le contesté: «Qué chiste hay en matarte. No me vengas con tus sermones, que yo mato a quien sea cuando me dé la gana». Y ahí mismo se soltó a llorar y siguió con su retahíla: «Cómo es posible que no te arrepientas de lo que has hecho». Cuanto más lloraba, más me envalentonaba, y le decía: «De nada sirven tus llantos. Por más que llores, jamás me arrepentiré de nada. Mientras que no me pillen, seguiré matando a quien se me antoje».

—Pero, a ver, dizque después de envalentonarte así, tú también te ponías a llorar con tu esposa. ¿Es verdad?

—Sí, es cierto. Pero eso no quiere decir que estuviera arrepentido.

—Entonces, ¿por qué llorabas?

—Quizá le parezca extraño, pero cuando veo llorar a mi esposa, también comienzo a llorar, es como un hábito. No me puedo resistir. Me gustaba verla llorar. Me parecía hermosa sólo cuando lloraba, por lo tanto, hacía todo lo posible para que se pusiera a llorar, pero al verla llorar se me contagiaba su llanto. Me sentía extrañamente dichoso al llorar a su lado.

—Parece que en el fondo estabas enamorado de tu esposa.

—No creo que se hubiera tratado de eso.

—Pero me informaron que le respondiste con un «no» rotundo a Kikuei cuando te pidió que te separaras de tu esposa. Y como no le hiciste caso, Kikuei se buscó otro hombre, más por desesperación y despecho que por otra cosa. ¿Cómo fue eso?

—Eso es cierto, señor, pero sentía un cariño muy especial por mi esposa, y no fui capaz de dejarla.

—Si sentías tanto cariño por ella, ¿por qué la tratabas tan mal?

—Empecé a encariñarme con ella precisamente porque la trataba mal.

—Eso es una falacia. Estás diciendo que seguiste con ella sólo para tratarla mal. Hubiera sido mucho mejor que te hubieras divorciado para dejarla tranquila. ¿Por qué no lo hiciste si ella era de buena familia y tenía buen corazón; además era mucho más joven que tú? Tu esposa habría podido ser feliz en lugar de soportar tus crueldades y malos tratos.

—Bueno… quizás usted tenga razón, pero yo quería tener a mi lado una mujer que llorara por mí. Cada vez que cometía algún crimen, mi esposa lloraba por mí, diciéndome: «Por favor, por lo que más quieras, pórtate bien, te lo suplico». Eso me ponía triste pero, a la vez, me hacía sentir un placer inenarrable.

—O sea que te dedicabas al crimen por el placer de hacer llorar a tu esposa.

—No, señor, no es eso. Me dedicaba al crimen por mi propia voluntad, pero al ver llorar a mi esposa después de haber cometido algún crimen, podía sentirme un poco redimido. Es decir, ella me facilitaba el camino del crimen al aliviarme el sentimiento de culpa. A un criminal como yo le hace falta la compañía de una mujer así.

—¿Estás diciendo que si no hubieras estado casado con tu esposa habrías dejado de ser criminal?

—Ésa es una forma demasiado ingenua de pensar. Pero, seguramente, sin mi esposa no habría disfrutado tanto de los crímenes.

—¿Disfrutas más de tus crímenes si ello conlleva al sacrificio de tu esposa? Entonces, si te hubieras divorciado de ella, a lo mejor habrías podido ser un hombre más decente.

—No lo creo, señor. Es que nunca podré dejar de hacer cosas malas. Aunque pudiera ser un hombre bueno, no me agradaría serlo. Me gusta más vivir dedicado al mal. Por eso, para vivir feliz como un criminal, me hacía falta la compañía de mi esposa.

—Si te hacía tanta falta tu esposa, ¿por qué no la trataste con más delicadeza?

—Qué podía hacer si no sentía ningún cariño por ella. Además, si la hubiera tratado bien, no habría llorado. Y sin sus lágrimas, cómo me iba a sentir redimido.

—¿Qué? ¿Encuentras alguna forma de expiación en las lágrimas de tu esposa?

—Podría decirlo así.

—¿Crees en serio que, después de haber asesinado a dos personas, te puedes salvar de tus pecados con un acto tan sencillo? ¿Nunca se te ocurrió que te podrían arrestar y condenarte a la pena de muerte?

—Por supuesto que sí. Siempre pensé que algún día me iban a detener, y que una vez que esto sucediera ya no tendría yo ninguna esperanza de disfrutar de una muerte tranquila. Justamente por eso era que necesitaba más la expiación.

—O sea que cuando hablas de la expiación, ¿te refieres a la vida después de la muerte?

—Sí, señor, ya que no hay ninguna esperanza en esta vida, al menos quería salvarme en la otra.

—A ver, ¿qué quieres decir con la otra vida? ¿Acaso tu esposa cree en algún dios o en Buda?

—No creo que ella sea muy creyente. Suele dudar de la existencia de dios o de Buda.

—Entonces, ¿por qué se te ocurrió la idea de la otra vida?

—Siempre creí vagamente en la existencia de algo como la otra vida.

—Explícame bien por qué crees que te puedes redimir de tus pecados en la otra vida cuando llora tu esposa.

—No sé explicarlo. Es pura intuición.

—¿Y sigues pensando de semejante manera?

—Sí, todavía creo en eso. Me siento fortalecido al pensar que, en este mismo momento cuando estoy siendo interrogado, mi esposa está llorando por mí. La hice llorar tantas veces con actos violentos y palabras crueles, pero estoy seguro de que ésa era la forma correcta de actuar.

—Y ahora, ¿no piensas en Osugi?

—Bueno, sí, pienso en ella. Ni un solo día la he olvidado, y me sigue pareciendo la mujer más hermosa del mundo.

—Puede ser que tu esposa esté llorando por ti en algún lugar, como tú dices, ¿pero qué crees que está haciendo Osugi?

—Me estará poniendo cuernos con algún tipo que le caiga en gracia. Me desespera pensar que se está acostando con otro.

—¿En quién piensas más, en Osugi o en tu esposa?

—En las dos. Pero la que más me preocupa es Osugi. Mi esposa no me causa ningún tormento porque sé que ella siempre estará pendiente de mí.

—Qué forma tan egoísta de pensar. ¿No crees?

—Lo sé, pero qué se puede hacer.

—Dices que te sientes absuelto de tus pecados al ver llorar a tu esposa, pero ¿no piensas acaso que el mismo hecho de maltratar a una mujer tan cariñosa hasta hacerla llorar es un pecado?

—Puede que sí, pero me parece que hay algo rescatable en mis actos. Al hacerla llorar, siento una ternura extraña que me proporciona un placer inexplicable, y me puedo sentir, aunque sólo sea momentáneamente, regenerado. Y esto, para mí, no puede ser algo perjudicial. Algo perjudicial no me podría ofrecer un placer tan agradable, y aunque fuera algo malo, no puedo negar el hecho de que, al llorar yo mismo viendo llorar sin parar a mi esposa, me puedo sentir tan limpio e inocente como si me liberara de mis pecados. Sé que suena ilógico, como si no tuviera sentido, pero es así como sucede, de verdad. Un hombre malo por naturaleza como yo no está destinado a realizar ninguna buena acción, y si de todas maneras tiene que seguir dedicándose al crimen, de vez en cuando necesita encontrar en los actos criminales algo que le proporcione cierto alivio placentero, porque si no la vida se haría insoportable. De manera que un dios generoso —yo pienso así—, si es que realmente existe algún dios en este mundo, nos otorgó a los criminales un remedio por medio del cual podemos alcanzar algo de sosiego en esta vida llena de tribulaciones. Que yo maltrate a mi esposa me parece una providencia para poder sentirme aliviado de los crímenes. Para que uno encuentre placer en hacerle daño a alguien, tiene que haber alguna razón que lo justifique. Así que no responde a la misma lógica el hecho de matar a Kikuei o a la muchacha de la Casa Mikawa que lastimar a mi esposa. Creo que ella, por su parte, también encuentra cierto consuelo al ser maltratada. Ya que estamos casados y de alguna manera unidos por un lazo conyugal, ella puede consolarse con la idea de que asume los pecados de su esposo para salvarlo del infierno en la otra vida, no importa que para ello tenga que soportar malos tratos y tragarse lágrimas con resignación.

—¿Le has contado todo eso a tu esposa?

—No. Yo mismo nunca me había podido explicar qué es lo que sentía con aquella actitud. Ahora es cuando comienzo a entenderlo.

—¿No se lo piensas contar cuando la veas la próxima vez?

—No, no quiero.

—¿No crees que a tu esposa le daría placer que se lo contaras?

—Sí, seguro. Pero temo que, al confiarle algo tan importante, me vuelva débil de carácter y que tal vez me sienta impotente para seguir dedicándome al crimen.

—Mejor para ti si dejas de llevar esa vida criminal.

—No, no es posible, porque yo vivo siempre con deseos de hacer cosas malas. Estoy seguro de que dios me destinó a esta vida criminal, y no hay remedio.

—Dijiste que, al ver llorar a tu esposa, encuentras placer sintiéndote un hombre bueno, ¿no es cierto? ¿Eso no quiere decir que te arrepientes, aunque sea de manera momentánea, de lo que has hecho?

—No, eso no implica arrepentimiento alguno, que a mi juicio no sirve para nada. Pero sí experimento una forma de placer, y no puedo renunciar a él, por efímero que sea, ya que funciona como una tregua para continuar luego con mi vida criminal.

—A ver, ¿cómo es ese placer en concreto? Explícamelo de la forma más detallada posible.

—No sé explicarlo bien, pero, como ya le he dicho, en esos momentos siento un inmenso cariño por mi esposa, una especie de ternura que me colma de placer, algo imposible de sentir en la vida cotidiana.

—¿O sea que sólo en esas ocasiones sientes más cariño por tu esposa que por Osugi? ¿No es así?

—Sí… bueno, mentira… Es que son dos cariños distintos. Siento cariño por mi esposa cuando llora por mí, pero el cariño que siento por Osugi es de carácter diferente, y los dos no son compatibles. Mi esposa no es bonita de cara, para nada, con su piel oscura y la nariz chata, ni tampoco de cuerpo, además su forma de hablar es demasiado meticulosa y desagradable, mientras que Osugi, con su figura sensual y seductora, sí que es atractiva de verdad. Para mí, mi esposa, en estado normal, es la mujer más desabrida del mundo. Su rostro me causa tanta repugnancia que no aguanto su presencia más allá de un minuto y termino yéndome con Osugi. Aunque, a veces, sí, me da pena actuar de esa manera. Pero esa repugnancia, digamos congénita, se convierte en algo totalmente distinto cuando mi mujer se echa a llorar, y así su piel morena y otras fealdades suyas terminan siendo, ¿cómo decirlo?, de una belleza suprema, a la que una mujer como Osugi jamás podrá aspirar.

—Bueno, ¿cómo es esa belleza? ¿Cómo cambia tu esposa? A lo mejor será difícil de explicar, ¿pero no me puedes describir lo que sientes cuando estás delante de ella en ese estado que tú llamas supremo?

—Bueno… veamos, por ejemplo, sus ojos, que en estado normal están nublados y carentes de vitalidad, se iluminan de repente con las lágrimas, se animan y resplandecen cuando empieza a llorar. No sería exagerado decir que lucen tan bellos como cristales. Los ojos de Osugi también son encantadores, pero nunca alcanzan a tener un brillo tan puro como los de mi esposa cuando se inundan de lágrimas. Me lleno de tristeza ante los ojos de mi esposa, pero es una tristeza tan agradable que me purifica el cuerpo y el alma.

—Dices entonces que, más que bellos, son puros.

—Exactamente, son puros. No sé por qué, pero siempre asocio esos ojos con dios, es como si ellos me aseguraran que dios existe. Yo me imagino que dios es algo tan puro y supremo como los ojos de mi esposa. Bueno, supremo sonaría un poco extraño para ella, que es una persona ordinaria, pero sus ojos sí me parecen supremos. Mi esposa, a diferencia de las personas malvadas, como Osugi y yo, es de buen corazón y, en ese sentido, está más cerca de dios, y creo que, justamente por eso, aparece un elemento divino en sus ojos cuando se desbordan de lágrimas. Y aquel toque de divinidad transforma, para bien, todo lo demás. Su rostro y su cuerpo, que en estado normal carecen de encanto, se embellecen, y curiosamente todos sus defectos se convierten en virtudes. Ante aquella mudanza me quedo maravillado. Imagínese además que de esa figura de belleza suprema sale su voz velada por el llanto, con un tono de tristeza tan fino y elegante, totalmente distinto al de su voz normal, que me hace vibrar las entrañas, y me dice: «Arrepiéntete y conviértete en un hombre bueno. Te lo pido por favor». ¿Cómo no voy a sentir que aquel ser maravilloso me enternece y me purifica el corazón?

—¿Y tú, qué le dices cuando llora por ti?

—Siempre le digo: «Qué fastidio con esa lloradera. No me jodas». A veces le doy unas cuantas cachetadas y le digo: «Deja esa mierda de chillidos». Insisto en tratarla así porque se vuelve realmente insoportable, pero al mismo tiempo sé que eso la hace llorar más. Ni yo mismo estoy seguro si lo hago para hacerla llorar más o para callarla.

—¿Tú también empiezas a llorar cuando la maltratas?

—Ella no para de llorar y aguanta cualquier clase de maltratos, y por si fuera poco comienza a recriminarme, con su voz quebrada y gangosa a causa de su nariz obstruida por el llanto. Y me angustia todavía más cuando me dice con los ojos inundados en lágrimas, que me lanzan miradas penetrantes: «Pégame todo lo que quieras, mi amor, si eso te sirve de algo, pero, por favor, te suplico que dejes esa vida de criminal». Sus ojos, que en esas ocasiones me parecían de una belleza suprema, me infunden tristeza y horror, y para superar tales sentimientos la agarro de repente por su cabello suelto y la arrojo contra el piso. Tumbada ahí, sigue llorando sin parar. Su llanto persistente, con esa vocecita débil como el chillido de una rata, me deja en un estado de embriaguez inexpresable, y ahí es cuando comienzo a llorar conmovido, a pesar de que trato de controlarme diciéndome a mí mismo que no debo llorar.

—En esas ocasiones, ¿te quedas llorando en silencio o le dices algo cariñoso a tu esposa?

—Le digo: «Deja de llorar, que me haces llorar también. Aprecio tus lágrimas y también tus consejos, pero qué se puede hacer si yo he sido destinado para ser un criminal. Sé que vas a sufrir mucho, pero resígnate, no queda otra, que por algo eres mi esposa. Lo siento». Entonces ella me responde con monosílabos, y luego reanuda su llanto, cada vez más dolida. Cuanto más trato de decirle algo, más lágrimas me salen sin cesar, y terminamos llorando juntos casi en un estado de euforia.

—¿Y todavía no te arrepientes? Podrías ser un hombre bueno si lograras mantenerte en ese estado.

—Es que eso no dura nada. Aunque experimente una conmoción momentánea, pronto se me olvida, y de nuevo me dedico al crimen. Llorar no me sirve para cambiar de vida. Estoy segurísimo de que, mientras viva, seguiré haciendo cosas malas hasta el final, y que mi esposa nunca dejará de llorar por mí. La vida seguirá de la misma manera.

—A ver, ¿tu esposa sí tiene esperanzas de que algún día dejes tu vida de criminal? ¿O llora totalmente resignada sin esperanza alguna?

—Seguro que tiene esperanzas de cambiarme la vida con sus empeños. Si no, no lloraría con tanta insistencia y paciencia, reprochando mi conducta con el caudal de sus lágrimas. Ésa es su virtud, que me conmueve tanto.

—Pero esa conmoción tuya, que no sirve para que te arrepientas, no te redime de ninguna manera de los pecados. ¿Para qué sirve tanta euforia, si no conlleva ningún cambio en tu vida?

—Claro que sirve para algo, pues peor sería carecer por completo de ternura. Al menos esa euforia, como usted la llama, me permite abrigar cierta esperanza de cara a mi salvación en la otra vida. Aunque soy un malvado sin remisión, me importa no olvidar, aun cuando no me arrepienta, que soy un criminal responsable de una barbaridad de crímenes, y poder así creer a la vez que estoy en manos de dios gracias a mi esposa que llora por las maldades que he cometido. Un malvado como yo debe recordar siempre y en todo momento que es un malvado. Si no lo hiciera, no podría nunca expiar sus pecados. En este sentido, mi esposa me importa mucho, aunque la trato como si fuera una bestia, puesto que mi salvación podría depender de su existencia.

—Entonces, tu esposa sólo ha vivido para ti, mientras tú vives como te da la gana. ¿No piensas en su felicidad?

—Creo que a ella también le sirve de algo cumplir con la misión de redimirme. Vivir con un esposo de buen corazón le aliviaría el peso del sufrimiento, pero mi esposa, por su naturaleza bondadosa, prefiere asumir una vida de angustias y sobresaltos, en lugar de una vida tranquila, si así logra salvar a un malvado como yo. Es natural que un ser humano sufra. Yo tampoco soy la excepción.

—Dijiste que no querías confesar ese sentimiento a tu esposa, ¿pero no crees que te pueda llegar el momento de contarle todo esto?

—Yo creo que sí, ese día llegará. Pero sospecho que no va a ser en esta vida.

—¿Tú crees firmemente en la otra vida?

—No estoy muy seguro, pero mi vida en este mundo sería insoportable si no existiera.

—¿Por qué?

—Porque así me seguirían atormentando para siempre los remordimientos, con alguien en particular. Con dios, con mi esposa, o acaso conmigo mismo. De verdad no lo sé, señor.