Introducción a la
narrativa japonesa:
Tanizaki, el paradigma
I. Espejos y espadas
La introducción de la escritura en la cultura japonesa es relativamente tardía y coincide con la unificación política y territorial del país en un gobierno centralizado bajo la figura del Emperador, a finales del siglo III y comienzos del IV de nuestra era. Espejos y espadas ofrecen los vestigios iniciales de escritura japonesa, alrededor del siglo V. Sin embargo, los primeros documentos escritos que se conocen son muy posteriores. El Kojiki (Anales de hechos antiguos, 712), redactado por O no Yasumaro por iniciativa del emperador Temmu y la emperatriz Gemmei, está concebido como una extensa crónica sobre la era de los dioses, que luego relata la historia del Japón desde su creación mítica hasta el reinado de la emperatriz Suiko (628). El Nihon Shoki (Crónicas del Japón, 720) sigue el modelo establecido por el Kojiki, concediendo menor importancia a los mitos, y termina con el reino del emperador Jito (696). Estas primeras crónicas de carácter histórico fueron escritas en chino y en una mezcla de chino y japonés. Y tenían, como es de suponer, un marcado interés por la fundación de una ideología nacional.
En lo que se refiere a la literatura propiamente dicha es la poesía la que predomina desde el principio. La primera gran antología poética, Manyoshu (Colección de las diez mil hojas, 759), compilada por Otomo no Yakamochi (716-785), reúne cerca de cinco mil poemas antiguos. Durante el periodo Heian (794-1192), caracterizado por el refinamiento cortesano, la composición de un waka, poema de 31 sílabas, era una actividad prestigiosa en la corte y estaba asociada a la vida cotidiana. Habrá que destacar, entre las varias antologías recopiladas durante ese periodo, el Kokin-shû (Colección de poemas antiguos y modernos, 905), encargada por el emperador Daigo a cuatro eminentes poetas de la época.
La primera obra narrativa que se reconoce como tal es el Taketori monogatari (El cuento del cortador de bambúes), de autor desconocido y probablemente de la primera mitad del siglo X. En ese mismo siglo aparece el Ise monogatari (Cuentos de Ise), atribuido a Ariwara no Narihira, que reúne 125 cuentos breves combinados con poemas, que narran aventuras galantes y cortesanas teñidas de humor y desencanto.
Luego, en la primera década del siglo XI ocurre una verdadera eclosión con la aparición del Genji monogatari (Historia de Genji), que se considera como la primera novela moderna japonesa. Escrita por una dama de mediana nobleza, Murasaki Shikibu (circa 978-1014), esta obra monumental, de miles de páginas, narra las aventuras del príncipe Hikaru (El resplandeciente), un genji, es decir descendiente del emperador pero sin las prerrogativas reales de sucesión. La narración abarca la vida de Hikaru y la de un supuesto hijo suyo, y está tejida como una serie de intrigas palaciegas y aventuras amorosas, así como también de usos y costumbres de la época, sin olvidar las recurrentes evocaciones a la naturaleza. El estilo de la narración es ágil y desenvuelto, mostrando la autora una gran sensibilidad estética así como un consumado dominio de las técnicas narrativas. Temas como la condición de la mujer en la sociedad y reflexiones acerca del arte de novelar le imprimen a esta obra un aire de modernidad sorprendente. El Genji monogatari es una obra maestra, a la altura de las mejores realizaciones de la literatura occidental, que no ha dejado de fascinar a generaciones de lectores. Uno de sus numerosos méritos es el hecho de que fue compuesta en japonés, pues las damas de la corte utilizaban este tipo de literatura como divertimento, lo que contribuyó al fortalecimiento del idioma escrito que en esa época todavía era un híbrido con el chino.
Por si fuera poco, por esas mismas fechas otra dama de la corte Heian, rival de Muraski Shikibu, Sei Shonagon (966-?) escribe el afamado Makura no Soshi (El libro de la almohada), constituido por una serie de ensayos breves acerca de aspectos de la vida cortesana con observaciones muy agudas, críticas, frívolas, a veces hirientes y divertidas. A lo largo del libro aparecen listas de cosas agradables o desagradables, hermosas, raras, espléndidas, vergonzosas, que servirían para conocer los gustos de la época, con el encanto y sofisticación de la óptica femenina. Un verdadero retrato del fasto imperial y una lección de estilo. Este libro se sigue leyendo en la actualidad con curiosidad e interés.
II. Edad media
Tal vez por establecer un paralelismo con Occidente, se denomina Edad Media la época que va de 1192 hasta 1603, caracterizada por la inestabilidad política y por la guerra de los clanes. La actividad literaria más prestigiosa continuó siendo la poesía, que al lado de la narrativa reflejarán el espíritu de aquellos tiempos signados por la violencia y la fragilidad de la existencia. Continuaron las recopilaciones de poesía, siendo una de las más importantes por su espíritu tradicional y al mismo tiempo innovador el Shinkokin-shû (Nuevo Kokin-shû, 1205), inspirada en el citado Kokin-shû del siglo X, y ordenada por el emperador retirado Gotoba (1180-1239). Los letrados y las damas de la corte mantuvieron la tradicional redacción de diarios. Algunos llegaron a gozar de gran popularidad y difusión, tal es el caso del Towazugatari (1303-1313), escrito por Nijô, concubina de Gofukakusa, un emperador retirado, que luego de una vida muy agitada se hizo monja y se dedicó a recorrer los templos budistas del Japón. Esta obra, de una franqueza admirable, es además una meditación sobre lo precario y fugaz de la existencia.
Con el tema de las continuas disputas entre clanes rivales fueron numerosos los relatos de carácter histórico que se redactaron. Entre todos destaca por su eficiente composición y por lo riguroso de su narración el Heike monogatari (Cantar de Heike). De origen incierto y compuesto para ser recitado, existen numerosas versiones que van desde principios del siglo XIII hasta el XVI. La versión clásica se debe a Kakuichi, un monje muerto en 1371. La obra narra las rivalidades del clan Genji (o Minamoto) y el Heike (o Taira), al estilo de los recuerdos de guerra, en tono oral, con peripecias novelescas de gran colorido y precisión. Asimismo se ilustran los vaivenes de la fortuna de los contendientes y sus familias, dentro de una visión budista del mundo signada por la inestabilidad de las cosas.
III. Osaka
Con el triunfo rotundo de Tokugawa Ieyasu en 1603 comienza un periodo de estabilidad política en el Japón que se prolongará hasta la llamada Restauración Meiji en 1868. Ieyasu funda el shogunato de Edo (actual Tokio), que se convierte en un centro urbano importante, y al mismo tiempo el clima de paz y seguridad crean prosperidad, y surge un relevante puerto comercial: Osaka. La ciudad se convierte en el centro de las actividades artísticas relacionadas con «el mundo flotante», que giran alrededor del teatro y las diversiones nocturnas. En Osaka florece el teatro en sus tres variantes principales: Kabuki, Bunraku (conocido en Occidente como teatro de marionetas) y el Nô, así como la música, la pintura y la literatura. Durante este periodo, en el cual Japón se había aislado deliberadamente del resto del mundo, se consolida la cultura japonesa con valores propios que le dan la fisonomía tan particular que aún conserva. Es sorprendente que en Osaka y más o menos por la misma época coincidan tres de los más importantes exponentes de la literatura japonesa de todos los tiempos: Ihara Saikaku, Chikamatsu Monzaemon y Matsuo Bashô.
Ihara Saikaku (1642-1693) es considerado como el inventor y principal exponente del ukiyo-zôshi («cuentos del mundo flotante»), relatos sobre las costumbres de la época, en los cuales se respiraba un aire de libertinaje combinado con dosis de cinismo. El estilo de Saikaku es por demás original, caracterizándose por la precisión, la agilidad de la narración, el encanto de unas anécdotas casi siempre galantes y desencantadas, que muestran, sin embargo, cierta vivacidad y la alegría de vivir. De su extensa obra destacan: Kôshoku ichidai-otoko (Hombre lascivo y sin linaje, 1682), Kôshoku Gonin-onna (Cinco mujeres enamoradas, 1686), Kôshoku ichidai-onna (Vida de una cortesana, 1686) y Nanshoku ôkagami (Cuentos de amor de los samuráis, 1687).
Chikamatsu Monzaemon (1653-1724) es un dramaturgo excepcional, considerado por algunos críticos como el Shakespeare japonés. Escribió numerosas obras de carácter histórico (jidai-mono) para el Kabuki, que es el teatro tradicional, destacando el Heike nyogo no shima (1719), basado en un episodio del Heike monogatari, y Kokusenyakassen (Las batallas de Coxinga, 1715). Pero tal vez el mayor aporte de Chikamatsu a la dramaturgia fue el descubrimiento de un nuevo género, el sewa-mono (teatro sobre temas de actualidad), que permitía en un formato más ligero y en un tiempo breve la exposición de temas de la vida cotidiana, que eran comunes a los espectadores, de ahí su asombrosa popularidad. Estos sewa-mono, de los cuales Chikamatsu escribió más de un centenar, resultaban ideales para ser representados en el ningyô-jôruri (teatro de marionetas), más tarde conocido como Bunraku. Aquí también nuestro autor innovó a placer, creando un subgénero con el tema recurrente del doble suicidio (shinjû). Una de sus piezas más celebradas fue Shinjû Ten no Amijima (Los amantes suicidas de Amijima, 1720).
Aunque a Matsuo Bashô (1614-1694) no se le puede ubicar con exactitud en la alegre y bullanguera Osaka, pues estudió en Kioto y en Edo, y pasó gran parte de su vida peregrinando por todo Japón, es importante señalar la coincidencia generacional con Saikaku y Chikamatsu en una época considerada por algunos como «El siglo de oro japonés». Bashô es el maestro indiscutible del haiku, una forma poética breve (poemas de apenas 17 sílabas), que gozaba de gran prestigio en la sociedad japonesa. Bashô transformó el haiku, sacándolo de una especie de juego verbal para convertirlo en una forma poética pura, asociada a la meditación zen y a un estilo de vida regido por la contemplación de la naturaleza. Su obra más famosa y perdurable es Oku no Hosomichi (Sendas de Oku, 1694).
Un siglo después aparece, también en Osaka, otra figura cimera de la literatura japonesa: Ueda Akinari (1734-1809). Aunque incursionó en diversos géneros, desde lo clásico hasta lo satírico, la posteridad lo recuerda por su original aporte a la literatura fantástica, que condensa en un estilo de una admirable perfección formal los mitos y creencias populares enraizados en la tradición. Sus dos colecciones de cuentos: Ugetsu monogatari (Cuentos de lluvia y de luna, 1776) y Harusame monogatari (Cuentos de las lluvias de primavera, 1809), siguen encantando a los lectores.
IV. Meiji
En 1868 finaliza en el Japón el largo periodo de dominación de los shogunes y se restablece el poder del emperador en lo que se denominó la Restauración Meiji. La capital del imperio es trasladada a Edo, actual Tokio. Durante el shogunato, por más de dos siglos y medio Japón permaneció completamente aislado del mundo exterior. La Restauración Meiji, entre muchas otras reformas, abrió las puertas del país a la influencia extranjera, en especial a los occidentales. Las consecuencias culturales de esta apertura son incalculables. La literatura occidental hace su entrada en el país de una forma abrumadora y espectacular, ejerciendo una influencia determinante en una élite muy culta y refinada (que había permanecido volcada sobre sí misma), curiosa y ávida de novedades.
La literatura japonesa en el momento de la Restauración Meiji se dividía en tres géneros: el diario, que incluía el diario propiamente dicho, aquel que daba cuenta de la existencia cotidiana, y los diarios de viaje; los cuentos, generalmente de corte fantástico y la poesía, que incluía el tanka y el haiku. No existía la novela tal como se concebía en Occidente. El descubrimiento de la narrativa occidental significó una revelación para los escritores japoneses, que muy pronto se plegaron a las técnicas y procedimientos de los occidentales en los que predominaba el gusto por el realismo. Los nuevos tiempos exigían una escritura que se acercara a la lengua hablada y a la inclusión de unos valores que expresaran los sentimientos humanos. El autor que mejor supo interpretar aquellas inquietudes fue Tsubouchi Shôyô (1859-1935) en el ensayo Shasetsu Shinzui (La esencia de la novela, 1886). Según Tsubouchi, la novela no debería limitarse a divertir o enseñar, sino que debería buscar en los sentimientos del hombre y en el contexto social su propia esencia artística y humana. Fueron numerosos los escritores que atendieron estos reclamos, y entre una auténtica pléyade destacamos a tres de ellos: Natsume Sôseki, Mori Ôgai y Ryûnosuke Akutagawa.
Natsume Sôseki (1867-1916), gran conocedor de la literatura occidental, vivió un tiempo en Inglaterra y expresó en sus novelas con sutileza y humor los cambios bruscos en las costumbres que se dieron en Japón como producto de una excesiva occidentalización. Entre sus novelas sobresalen: Wagahai wa neko de aru (Yo, el gato, 1905-1906), Botchan (Hijito, 1906), Mon (La puerta, 1910) y la inolvidable Kokoro (Corazón, 1914). Sôseki es considerado en Japón como el escritor clásico por excelencia; como dato curioso, su figura aparece en los billetes de mil yenes, todavía en circulación.
Mori Ôgai (1868-1922), un médico formado en Alemania, abordó al principio de su carrera en un tono coloquial temas de la vida sexual, con desparpajo y sin prejuicios. Ita sekusuarisu (Vita sexualis, 1910) es quizá su obra más representativa de esa época. La muerte del emperador Meiji en 1912, seguida del suicidio ritual del general Nogi, conmocionaron a Ôgai, que dio un vuelco radical a su escritura volcándose hacia los valores tradicionales del bushido. En esa línea realizó extensas reconstrucciones históricas así como notables biografías.
Ryûnosuke Akutagawa (1892-1927), alucinado y genial, admirador de la literatura francesa e inglesa, se dedicó básicamente al cuento convirtiéndose en un renovador del género, adelantándose a maestros de lo sintético como Hemingway y Borges. En Akutagawa destaca su afán de exactitud y sus rigurosas búsquedas formales, impregnadas de cierto humor negro y de una inquietante angustia existencial. Su primer libro de cuentos, Rashômon (1915), contiene dos de los relatos que inspiraron el inolvidable film de Kurosawa, y es ya un clásico de la literatura universal. A éste siguieron Hana (La nariz, 1916), Jigokuhen (El biombo del infierno, 1918), entre otros, para culminar con las novelas cortas Kappa (1927), una fábula en la tradición de Swift, y Haguruma (Los engranajes, 1927), que es una premonición de su suicidio, cumplido ese mismo año.
La modernidad de estos autores reside no tanto en la adopción de técnicas occidentales como en su perfecta adaptación a temas de la tradición japonesa. Y si nos hemos limitado a pocos nombres es porque nuestro trabajo se basa en lecturas directas, no referenciales, es decir es una visión de la literatura japonesa in translation. De cualquier manera, la crítica japonesa coincide en que estos tres autores son los más representativos de su época, y no es entonces casualidad que sean también los más difundidos en Occidente. Como apuntamos más arriba, la era Meiji acaba en 1912 con la muerte del emperador, y da paso a la era Taishô, pero para los efectos de este prólogo destinado a lectores de habla hispana, tales divisiones no resultan muy útiles, y como veremos más adelante, un autor como Tanizaki aparece en varias épocas. Por estas razones, al próximo apartado le daremos un título más bien genérico, que pretende abarcar el siglo XX en su conjunto, con todas sus complejidades, concentrado en un puñado de autores.
V. Tiempos modernos
Japón se incorporó de una forma por demás dramática a la modernidad. Un país «medieval» pasó en muy poco tiempo a ser una potencia mundial, con un papel protagónico en Asia y el mundo, liderazgo que aún conserva y que tiende a consolidarse. En este sentido, el aporte japonés a la literatura mundial ha sido preponderante. Por supuesto que para un país con tradiciones arraigadas durante siglos, el proceso no fue sencillo. Desde un principio se planteó un dilema muy complejo, que simplificamos como tradición vs. modernidad.
Dentro de ese contraste surge la figura cimera de Yasunari Kawabata (1899-1972), primer Premio Nobel de Literatura del Japón (1968), considerado como el más japonés de los novelistas modernos. Su obra se caracteriza por la sutileza con que aborda sus temas, la calidad de su pensamiento que expresa un profundo conocimiento de lo humano y la inmensa riqueza de un lenguaje sugerente, esotérico y poético. Es notable también la sensualidad, el manejo del silencio y la profundidad y el dramatismo de los temas de sus narraciones. Su primera novela Izu no Odoriko (La bailarina de Izu, 1926) es una especie de canto a la belleza juvenil. Y son varias las obras en las que profundiza en los temas de la existencia y el deseo: Yukiguni (País de nieve, 1935), Senbazuru (Mil grullas, 1949) y Yama no oto (El rumor de la montaña, 1949-54). Su novela de madurez, Nemurero Bijo (La casa de las bellas durmientes, 1961) es un condensado de erotismo y sutileza difícil de superar.
A lo largo del siglo XX varios narradores japoneses alcanzaron fama y notoriedad en su país, y algunos fueron ampliamente conocidos y divulgados en Occidente. Tal vez el caso más palpable sea el de Yukio Mishima (1925-1970), que en Japón era un personaje muy conocido y polémico por sus opiniones políticas radicales, y que se hizo archifamoso luego de su espectacular suicidio. Mishima, un verdadero genio, dejó una obra vasta y memorable, entre la cual destacamos su novela inicial e iniciática Kamen no kokohaku (Confesiones de una máscara, 1949) y su tetralogía Hojo no umi (El mar de la fertilidad), conformada por Haru no yuki (Nieve de primavera, 1968), Honba (Caballos desbocados, 1969), Akatsuki no tera (El templo del alba, 1970) y Tennin gosui (La corrupción de un ángel, 1970). En la actualidad, Mishima continúa siendo una figura un tanto incómoda en la cultura japonesa, y a decir de su paisano Kenzaburô Ôe, en los momentos de crisis reaparece como un fantasma siniestro despertando ideas extremas y nacionalistas.
Osamu Dazai (1909-1948) es el caso más típico de enfant terrible de la literatura japonesa. Admirador de Ryûnosuke Akutagawa, al que idolatraba, quedó profundamente marcado por su suicidio. Y él mismo, Dazai, luego de varios intentos fallidos se suicidó en compañía de su amante. Dejó una obra atrevida e inquietante, marcada por lo que algunos críticos han llamado una autodestrucción demente, que se sigue leyendo en Japón con cierto fervor especialmente entre los jóvenes, para los cuales Dazai es un ícono al estilo Jim Morrison. Shayo (El ocaso, 1947) y Ningen Shikkaku (Más que humano, 1948) son dos de sus obras más conocidas.
Kôbô Abe (1924-1993) es un narrador exigente y profundo a quien se le suele emparentar con Kafka y Samuel Beckett. Escribió numerosas obras de ciencia ficción y novelas desoladas acerca de la condición humana como: Sunna no onna (La mujer de la arena, 1962), de la cual existe una inolvidable versión cinematográfica dirigida por Teshigahara; Tanin no kao (El rostro ajeno, 1964), que plantea un caso extremo de pérdida de identidad y Hako otoko (El hombre caja, 1973), que recuerda a los personajes marginados de su admirado Beckett. El estilo de Kôbô Abe es denso e incluso sofocante, apoyado en una prosa analítica y envolvente, en la cual todos los elementos están correlacionados.
Kenzaburô Ôe (1935), premio Nobel de Literatura (1994), se ha convertido en una especie de conciencia de su país. Es de los pocos autores que intenta mantener la memoria de los ataques nucleares a Japón al final de la Segunda Guerra Mundial, constituyendo ese hecho uno de los ejes de sus narraciones, al lado de su tragedia personal por ser padre de un hijo disminuido. De su vasta obra, signada por la ética y la reflexión, destacamos: Shiiku (La presa, 1958), que marcó su exitoso debut, Kojinteki na taiken (Una cuestión personal, 1964), novela desgarrada donde el autor conjura los demonios de la culpa en relación con la tragedia de su hijo, Man’en Gannen no Futtoboru (El grito silencioso, 1967), una aproximación magistral a los valores más tradicionales de la cultura japonesa, en particular el honor y la vergüenza, y su más reciente, Chûgaeri (Salto mortal, 1999), donde se adentra en los problemas muy actuales planteados por el terrorismo fundamentalista.
Hacia finales del siglo XX han surgido en Japón varios autores que han copado una escena muy competitiva. Los que se han dado a conocer con bastante vigor en Occidente han sido Haruki Murakami, Ryû Murakami y Banana Yoshimoto. La obra de Ryû Murakami (1952), también cineasta destacado, está marcada desde su primera novela, Kagirinaku tômeini chikai burû (Azul casi transparente, 1976), que constituyó un éxito de crítica y de público, por la violencia, el sexo desaforado, las drogas y los dramas de la vida urbana. Banana Yoshimoto (1964) se dio a conocer desde muy joven con su novela Kitchen, 1988, en la cual explora el mundo de lo femenino desde una perspectiva ligera, muy acorde con los tiempos, y que ha logrado encontrar un eco sorprendente entre la juventud de todo el mundo.
El caso de Haruki Murakami (1949) merece una atención especial, y aunque me atrevería a considerarlo más como un escritor del siglo XXI que del anterior, no es posible obviarlo en este breve paseo por la narrativa japonesa del siglo XX (recuérdese bien, un paseo in translation, sin intérprete). Después de haber publicado con una acogida más bien modesta sus primeras narraciones, Murakami irrumpe de forma espectacular en el panorama de la literatura japonesa con Noruwei no mori (Tokio blues, 1987), las memorias de un adolescente de los años sesenta, que rompe todos los récords de venta para este tipo de literatura en Japón. En menos de 20 años y a raíz de la traducción de sus novelas y cuentos a numerosos idiomas, Haruki Murakami se ha convertido en uno de los escritores más populares del mundo y en un fenómeno de culto entre los jóvenes, sólo comparable al resonante éxito alcanzado en su época por Hermann Hesse. En español, donde se viene traduciendo sistemáticamente desde hace algunos años, destacamos Hitsuji o meguru bôken (La caza del carnero salvaje, 1982) y la espectacular Nejimaki-dori Kuronikuru (Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, 1992-95) y su más reciente y polémica Umibe no Kafuka (Kafka en la orilla, 2002). Y por encima de todas Kokkyô no minami, taiyô no nishi (Al sur de la frontera, al este del sol, 1992). Murakami, un genio de la composición y la elaboración de personajes, logra combinar su admiración por la cultura occidental y por las manifestaciones del arte pop, con las más arraigadas tradiciones de su país.
VI. Tanizaki, el paradigma
Si hubiera que elegir un autor emblemático y representativo de la novela moderna japonesa, aquel que mejor expresara los diversos cambios que se operaron en el siglo XX, muchos de ellos inducidos por razones históricas, políticas y estéticas, éste sería sin ninguna duda Jun’ichirô Tanizaki (1886-1965). Tanizaki, un escritor multifacético y dotado de un talento excepcional, se mantuvo activo durante casi seis décadas, realizando un recorrido magistral de su obra en paralelo con la serie de acontecimientos que marcaron la vida del pueblo japonés en un siglo convulsionado que cambió para siempre el rostro de un país. La relevancia de la obra de Tanizaki no reside tanto en la longevidad del autor ni en las miles de páginas que escribió; se basa en la conciencia hipercrítica que le permitió cuestionar, cambiar e incluso dar una vuelta de tuerca a sus escritos en los momentos clave, manteniendo siempre ese carácter arriesgado, experimental, reflexivo e innovador que es propio de la modernidad.
De temprana vocación literaria, su primera colección de cuentos Shisei (Tatuaje o El tatuador), data de 1910 y en ella se muestra la influencia de Edgar Allan Poe y Oscar Wilde, influencia que derivará en sus escritos posteriores hacia una temática netamente nacional que critica la fascinación de los japoneses por los valores recién llegados de Occidente: modas, vestidos, peinados, culinaria, expresiones idiomáticas y la concepción misma de la belleza. Durante esos años, Tanizaki escribe numerosos relatos en los cuales predominan los temas relacionados con la sensualidad, la búsqueda de la belleza, las costumbres de una sociedad refinada y cosmopolita y algunos directamente escabrosos que van desde el fetichismo (que, de hecho, recorre toda su obra), cierto animalismo e incluso la necrofilia con un toque de gourmet.
El terremoto que devasta Tokio en 1923 tiene una influencia determinante en Tanizaki, quien no sólo abandona la ciudad sino que cambia radicalmente su forma de escribir, vale decir sufre una mudanza en su visión del mundo. Desde la región de Kansai (Kioto-Osaka), donde fija su nueva residencia, comienza una nueva etapa en su carrera literaria, quizá la más prolífica e intensa. Bastará con citar su extraordinaria novela Tade kuu mushi (Hay quien prefiere las ortigas, 1929), que plantea, dentro de una contenida tragedia familiar los conflictos de una sociedad en vías de transformación; su exquisito ensayo In’ei raisan (El elogio de la sombra, 1933), considerado por la crítica japonesa como el ensayo más importante de cualquier época publicado en Japón, y que es una visión del ser esencialmente japonés en todas sus dimensiones; su extraña novela de carácter histórico Bushûkô Hiwa (La vida enmascarada del señor de Musashi, 1935), para culminar, luego de las vicisitudes de la Segunda Guerra Mundial, con su obra cumbre Sasameyuki (Las hermanas Makioka, 1947), que es un ambicioso fresco, a la manera de las grandes novelas rusas, sobre la vida cotidiana en el Japón de la década del treinta. Ya en su madurez se inclina por temas de un erotismo refinado y decadente en obras inolvidables como Kagi (La llave, 1956) y Fûten rôjin nikki (Diario de un viejo loco, 1962).
La obra de Tanizaki es vasta y reveladora de las múltiples facetas de una cultura con valores propios enraizada en siglos de tradición, que intenta sobrevivir a la avalancha tentadora de nuevas ofertas, adoptando las más convenientes y reivindicando sus logros más valiosos, aquellos que la definen como una cultura única, refinada y auténtica. Tanizaki representa, como ningún otro artista de su tiempo, el espíritu y la esencia del Japón.
Tanizaki gozó en vida de una fama muy merecida y recibió las más altas distinciones en su país y en el extranjero. En 1949 recibe el Premio Imperial, el máximo reconocimiento que se concede en Japón a un artista. Fue elogiado por escritores como Henry Miller, y a principio de los sesenta su nombre sonó en varias oportunidades como un sólido candidato al Premio Nobel. No se puede decir que haya caído totalmente en el olvido, pero creo que en la actualidad flota en ese limbo donde los clásicos parecieran purgar el hecho de su misma consagración. Un crítico tan exigente como Donald Keene, probablemente el mayor especialista extranjero en literatura japonesa, por allá en 1953 escribió que Tanizaki era el máximo novelista moderno del Japón. ¿Habrá sido superado? Eso tal vez no importe. Existen numerosas traducciones de Tanizaki en inglés y francés. En Francia, donde lo han adoptado casi como propio, la famosa colección La Pléyade de la Editorial Gallimard publicó en 1959, en dos tomos, gran parte de la obra de Tanizaki. En español no ha corrido con tanta suerte, se le ha conocido más bien esporádicamente, en ráfagas, y esto tal vez se deba a las dificultades de traducción. Algunas de sus novelas han sido traducidas en los últimos años, pero hasta el presente ninguna editorial lo ha tomado como escritor bandera.
Acerca de esta traducción
El caso de la traducción de los cuentos de Tanizaki a nuestra lengua es curioso e incluso lamentable. En 1968 apareció en España un libro de Tanizaki, con siete cuentos, traducido del inglés, que no ha sido reeditado, y más recientemente en México, una pequeña editorial que pareciera especializarse en narrativa japonesa ha publicado tres relatos de Tanizaki, también traducidos del inglés. De tal manera que los siete cuentos que ofrecemos en esta selección son los primeros que se traducen directamente de su original japonés.
En Japón, desde hace unos 10 años, la Editorial Chûô Kôron de Tokio viene publicando la obra cuentística de Tanizaki en la serie «Jun’ichirô Labyrinth», y hasta la fecha ha editado 15 tomos, cerca de un centenar de relatos que suman más de 4000 páginas, un verdadero y atractivo y sugerente laberinto. En ese laberinto navega Ryûkichi Terao, doctor de la Universidad de Tokio, y conocedor de la lengua de Cervantes, pues la habla desde muy joven y además ha realizado estudios de literatura latinoamericana en México, Colombia y Venezuela durante más de siete años, habiendo sido también profesor invitado en varias universidades de esos países. Hace dos años comenzamos en Mérida algunos experimentos de traducción a cuatro manos y con el tiempo hemos logrado conformar una dupla muy eficiente. Aunque el japonés sigue siendo para mí chino, el hecho de conocer a profundidad mi propia lengua y también por estar familiarizado con la narrativa japonesa (en traducciones, como ya lo dije) desde hace unos treinta años me permite el atrevimiento de «intervenir» la traducción del doctor Terao, y de acuerdo con él, luego de interminables sesiones que solemos cerrar a lo Tanizaki, es decir con delicias de la comida japonesa regadas con sake, ofrecer estas versiones que nunca serán definitivas, pero que aspiran conquistar nuevos lectores para un autor clásico e imprescindible de la literatura universal.
Mi permanencia en Tokio, gracias a la generosa invitación de la Fundación Japón, ha facilitado esta labor, que tiene su costado divertido y que me permite descubrir algo nuevo cada día, pero que exige constancia y dedicación. Sin el apoyo de la Fundación Japón, este trabajo no habría sido posible, razón por la cual les reitero mi más profundo agradecimiento. Los lectores sabrán apreciar estos primeros frutos de un trabajo en equipo, en el cual, impulsados por nuestra común fascinación por el mundo de Tanizaki, le rendimos a ese soberbio autor un sentido homenaje, tal vez el mejor al que un escritor aspiraría: leerlo con pasión.
EDNODIO QUINTERO
Tokio, 23 de marzo de 2007