La creación
1
—¡Hermano! ¡Cuánto tiempo! He venido a saludarte. ¿Puedo pasar?
—¡Vamos, Ayako! Pasa, pasa. ¿Y ese milagro?
—Acabo de regresar de un viaje al norte con mi marido. Ya es plena primavera aquí en Tokio, ¿verdad?
—Bueno, sí, ya estamos a mediados de marzo.
—Y te quedas en este cuarto con todas las ventanas cerradas a pesar del clima tan agradable. ¿Tienes tanto trabajo, hermano?
—Sí, más o menos.
—Pero no te veo tan ocupado.
—Necesito pensar antes de comenzar mi labor. Aun cuando parezca desocupado, se me puede ocurrir una idea genial al encerrarme así en este estudio, cavilando de una u otra manera. Justo ahora, antes de que entraras, estaba comenzando a planear algo interesante.
—A ver, ¿cómo es eso?
—Es que no es fácil de explicar. Ten un poco de paciencia, necesito tiempo para llevarlo a la práctica como una verdadera obra de arte. Va a ser un trabajo de gran envergadura que requiere mucha dedicación.
—Ojalá que así sea. Como no has exhibido ninguna obra en estos cuatro o cinco años, andan diciendo por ahí que Kawabata ya es demasiado viejo para estar al corriente de la vanguardia. Me da rabia tener que soportar esas críticas mordaces sobre ti.
—Deja esa estupidez. Qué te importa que hablen mal de mí si confías en mi vocación. Sólo tengo treinta y seis años. ¿Cómo es posible que sea demasiado viejo? A otro perro con ese hueso. Bueno, pero si tú tampoco tienes capacidad para comprender mi arte, como cualquiera de esos tipos, qué le vamos a hacer. Ya verás cuando culmine mi obra.
—Se nota que tienes mucha confianza en tu proyecto. Ojalá se trate de una obra maestra.
—Será una obra nunca antes vista en Japón. Estoy seguro del éxito impresionante que tendrá, porque se trata de una creación en el sentido original de la palabra.
—Aun así, ¿no puedes superar el arte occidental?
—Ninguna creación mía será superior al arte occidental. Por los momentos no va a surgir ningún japonés capaz de vencer a los occidentales en cuanto a la calidad artística de sus obras. Estoy segurísimo de ello aunque parezca un mero prejuicio.
—Y la vas a presentar en la exposición de otoño cuando la termines.
—No, no es un trabajo que pueda terminar tan rápido. Será la obra de mi vida, y no sé cuánto tiempo voy a emplear en ella. De todas maneras, no se trata de una obra para ser presentada en una exposición.
—Si es así, qué se puede hacer. No tengo más remedio que esperar con paciencia. Mira, hermano, hablando de la obra de tu vida, hoy he venido a proponerte una de la mía, de mi vida, quiero decir.
—¿Cómo así?
—Espero no fastidiarte con el asunto, pero se trata de tu…
—Quieres hablar del matrimonio.
—Adivinaste. Es que he conocido una mujer ideal para ti. Por favor, no pierdas esta oportunidad, que no habrá otra mejor, te lo digo de verdad. Ya sé muy bien que no eres un viejo, pero a los treinta y seis años deberías pensar en vivir definitivamente con alguien.
—Te lo agradezco mucho, pero no pienso hacerte caso. Ni esta vez ni nunca, ya no me ofrezcas ninguna clase de matrimonio. Con mi primera esposa aprendí la lección.
—Bueno, pero ya no eres el mismo, ni es con la misma mujer. La nueva candidata no es comparable con T, te lo aseguro.
—La mujer será diferente, pero yo no creo haber cambiado, para nada. Al separarme de T, me convencí de que un artista, especialmente uno tan singular como yo, no se debe casar nunca.
—Pero, seguramente, mientras sigas viviendo sólo tendrás momentos de tristeza. ¿No es verdad?
—Sí, cierto. Sin embargo, en esos momentos no tengo ninguna necesidad de esposa. Con un par de mujeres que te acompañen de vez en cuando, no se sufre nunca. Amigas, sí, pero esposas, no, gracias, que son sólo estorbos para mi trabajo.
—¿Cómo se te ocurre hablar así si no has producido nada en estos cinco o seis años que llevas viviendo solo?
—Eso ha sido por el daño que me hizo el matrimonio con T. Antes de casarme poseía una fuente inagotable de inspiración, pero la vida conyugal que tuve que soportar me bloqueó por completo la imaginación. Apenas ahora me estoy recuperando de aquella desgracia, y me dispongo a recomenzar una nueva etapa en mis actividades creativas.
—¿Qué tal si te enamoras de alguna mujer en el futuro? ¿Igual no te casarías?
—No creo que me vuelva a enamorar. Mejor dicho, estoy enamorado del arte. No quiero nada más que mi arte. Para mí la mujer no es sino la fuente que satisface el deseo sexual.
—Pero dijiste una vez algo totalmente distinto: que el amor, la mujer y el arte son una sola cosa; que lo noble de la labor artística consiste en representar la vida en estado puro. ¿Me equivoco?
—Creo que sí lo dije.
—O sea que has cambiado de opinión sobre el arte.
—Tienes razón. Mira, en el fondo mi posición artística sigue siendo la misma, pero al enfrentarme con mi vocación y la circunstancia que me ha tocado vivir, he tenido que renunciar a la idea de convertir mi vida en una obra de arte. Ya estoy convencido de que mi arte no debe tener nada que ver con mi propia persona. Por más que viva como un ser humilde, puedo hacer que mis obras sean de una belleza suprema.
—No entiendo muy bien el punto, pero tu arte, ¿no tendría entonces ningún vínculo con tu vida cotidiana o con tus sentimientos?
—Vínculo sí, desde luego. Lo verás cuando la obra esté consumada: mi arte, entre todas las artes posibles, es la más arraigada en la vida humana. Lo que estoy negando es la búsqueda de una relación directa entre mi vida y mi labor artística. Yo soy feo, de cara y de cuerpo. Y para colmo, ni siquiera soy rico. Un hombre sin ninguna cualidad positiva como yo no tiene derecho a aspirar a una vida artística.
—Parece que de pronto te hubiera llegado una iluminación. No eres tan feo de cara ni tampoco de cuerpo. No creas que te lo digo por ser tu hermana. Sí, luces bastante bien, créemelo. En cuanto a riqueza, tampoco estás tan mal, aunque no seas millonario. Tienes lo suficiente como para provocar envidia a mucha gente.
—Bueno, eso sí, algo tengo, lo sé, aunque no creo que me sirva de mucho. Lo más triste de todo es esta cara tan fea que no puedo esconder. Y este cuerpo miserable… Mira cómo me veo en el espejo: las pupilas descoloridas, sin ningún brillo. ¿Y qué tal mi nariz, desproporcionada y tan vulgar? ¿Y la textura de la piel, ni amarilla ni blanca ni morena, opaca y desagradable? Fíjate en los pómulos, demasiado agudos y salientes. Los hombros, carentes de gracia. El talle, frágil y como desgonzado. Los brazos enjutos. Las piernas, demasiado flacas y cortas. ¿Encuentras belleza en alguna de las partes que componen mi figura? Ni de broma. Para un artista es una vergüenza ofrecer una apariencia tan fea, que incluso llega a causar repugnancia.
—Si empiezas a discutir tales asuntos como cuerpo pequeño, nariz chata o piel amarilla, no se salvaría ningún japonés.
—Exactamente, la mayoría de los japoneses somos feos. Tienes razón al decir que estoy bien, pero estar bien entre los japoneses no me salva de ninguna manera. Para convertir la misma vida en una obra de arte, casi todos tendríamos que transformar radicalmente la naturaleza de nuestros cuerpos. Fíjate, los periódicos y revistas publican de vez en cuando fotos con muchos japoneses reunidos en filas. Al ver esas fotos se me ocurre que no hay ninguna raza tan deprimente, humilde y desgraciada como la nuestra. Al agruparse en un conjunto grande, cualquier especie revela una cierta belleza. Y esto sucede no sólo entre los seres humanos, con los occidentales a la cabeza, sino también entre animales como leones, ovejas, avestruces, palomas o garzas. Pero nosotros, los japoneses, curiosamente nos volvemos más feos cuanto más nos reunimos. Suponiendo que la belleza artística se produzca en medio de una naturaleza auténticamente bella, no tengo más remedio que concluir que no somos capaces de producir pinturas o esculturas de calidad artística.
—Mira, nos estamos desviando demasiado. Dejemos por el momento esta discusión para otra oportunidad y retomemos el tema de tu matrimonio.
—Es que este asunto tiene que ver con el matrimonio. No me lo saqué de la manga. Te acordarás, querida, que yo confiaba en mi vocación artística antes de casarme con T. Creía que mi apariencia aceptable, aunque no tan hermosa, y el poder económico del que disponía, eran suficientes para crear a partir de mi propia vida obras de arte en torno al amor. Si mi matrimonio con T me hubiera conducido a una vida ideal, es decir a la vida que se merece un artista, ya no habría tenido necesidad de dedicarme a la pintura, pues mi única actividad habría consistido en seguir con mi propia vida. Pero muy pronto T me abandonó para irse a vivir con S, y hasta el día de hoy sigue con él. El asunto me sentó mal, no lo puedo negar, pero al recordarlo ahora puedo afirmar que T hizo lo justo al abandonarme. Es cierto que S no es tan rico como yo, pero su apariencia… ¿Qué tal ese cuerpo tan hermoso? Por aquí hay una foto suya en la que resaltan sus ojos brillantes. Observa esos brazos fuertes y esos labios de un rojo encendido. Mira esa nariz tan noble y majestuosa. Él es una de las pocas excepciones que existen entre los japoneses. Entonces hay que comprender y perdonar a T, porque eso de escoger al hermoso S como su pareja en lugar de a un hombre tan feo como yo, sólo prueba que T tiene muy buenos ojos para la estética, al igual que los míos.
—Pero te has vuelto demasiado cínico, hermano. Puede ser, como tú dices, que el rostro encantador de S haya deslumbrado a la señora T, pero había otra razón más importante para que esa mujer se enojara contigo… Según me insinuó en una ocasión, tú le exigías estímulos totalmente anormales, o mejor dicho patológicos, y tus inclinaciones sexuales le daban pavor. Sugirió también que su vida corría constante peligro mientras viviera contigo.
—Eso sucedía justamente porque soy feo, mi apariencia física carece de encanto para atraer a las mujeres. Si hubiera contado con una figura como la de S o con una superior a la suya, T habría aceptado mis exigencias sin rechistar, y no le habría preocupado para nada la posibilidad de una muerte cercana… Al pensar de esa manera, perdí al mismo tiempo la esperanza y la autoestima. Un hombre físicamente tan feo como yo, difícilmente logra convertir el amor hacia una mujer en obras maravillosas, como las que aspiro crear. Sólo hay dos opciones: renacer con cualidades perfectas o aceptar ser como uno es y mediante el arte producir seres humanos ideales. Estoy totalmente convencido de que si no adopto una de estas dos medidas no sería capaz de crear un mundo adecuado a mis ilusiones: es decir, un mundo en que florezcan cuerpos fabulosos, se permitan amores extravagantes, floten corrientes luminosas llenas de colorido. Yo carezco de la valentía que se requiere para amar a las mujeres. Me conformo con utilizarlas como utensilios para satisfacer mis deseos sexuales.
—Bueno, hermano, si es así, pues ya no te digo que ames a las mujeres. Pero mira, también te puedes casar con alguien sólo para satisfacer tus necesidades económicas, dejando de lado el amor.
—¿Estás loca? ¿Para qué me voy a casar por una razón tan estúpida si llevo muy bien mi vida de soltero?
—Disculpa que te contradiga, hermanito, pero yo sí creo que casarse por interés es una razón tan válida como cualquier otra. Además, hay otro motivo muy importante. Mira, ¿quién sería el sucesor de la fortuna y la sangre de los Kawabata, de ese patrimonio que nuestro padre supo mantener tan bien? Yo, tu única hermana, me fui de la familia al casarme con mi marido, y si tú no logras tener hijos, nuestra familia se va a extinguir. Así que, tienes una obligación familiar ante nuestro padre: deberías casarte y engendrar hijos.
—Lo lamento, pero a mí me basta con dejar mis obras de arte para la posteridad. ¿Por qué habría de tener hijos?
—¿O sea que no te importa que nuestro linaje desaparezca?
—Quizá sí, pero ¿por qué lo tomas tan en serio? Para mí, el matrimonio podría ser tal vez tolerable, pero eso de tener un hijo me parece algo insoportable. Soy un artista profesional, eso soy, y no quiero seguir poblando este mundo de seres tan feos como yo. Más bien, aniquilaría con gusto todo el semen que ofrezca una apariencia tan abominable como la mía. Me indigno al ver que en nuestra sociedad hay tantos feos que se aman entre sí, y que ni siquiera se avergüenzan cuando deciden casarse. No entiendo cómo esas parejas tan horribles se atreven a engendrar hijos todavía más feos que ellos, que ya es mucho decir, y por añadidura los miman como si se tratara de un valioso tesoro. Con parejas tan estúpidas como ésas, los japoneses no vamos a poder mejorar la raza.
—¿Qué tal esa forma de pensar tuya? Yo también tengo hijos, ten un poco de respeto.
—No me estoy refiriendo a ti, lo que quiero decir es que en este país abundan los niños feos y me cuesta imaginar cómo sus padres no se aburren de ellos. No entiendo por qué los padres comunes quieren más a sus propios hijos feos que a los niños ajenos mucho más hermosos. Yo, siendo padre, sacrificaría a mis propios hijos para consentir a los niños bellos, incluso llegaría a adoptarlos.
—Bueno, eso no lo sabrás hasta que llegues a ser padre de verdad.
—Por eso te digo que no quiero ser padre. Ser padre es algo feo y vergonzoso. No es compatible con el hecho de ser artista.
—Ya deja a los padres normales en paz.
—Y tú, déjame en paz a mí, no insistas con esa historieta del matrimonio.
—Qué se puede hacer si te empeñas tanto en rechazarlo. Pero, por favor, ahora que ya decidiste no tener hijos, piensa en nuestro linaje y en nuestra fortuna.
—Estoy pensando en adoptar un hijo.
—Eso podría ser una buena solución. ¿Pero de dónde? ¿De los parientes?
—Estás loca.
—¿No te parecería mejor esa posibilidad que buscar entre los niños ajenos? Al menos, podríamos mantener nuestro linaje.
—Insisto en que esa patraña del linaje no me importa para nada.
—¿O sea que ya tienes algún candidato?
—No, todavía, pero no voy a escatimar esfuerzos para encontrar el más adecuado.
—¿Y cuál sería para ti el hijo más adecuado? Me gustaría saberlo. De todas maneras, procuraré ayudarte.
—No creo que tu ayuda me sirva de nada, ya que voy a ser muy exigente. Esto tiene mucho que ver con el proyecto de creación del que te estaba hablando hace poco.
—Qué historia tan curiosa. ¿Acaso piensas hacer el retrato de tu futuro hijo?
—Ahora no te puedo dar muchos detalles. Ya verás. Mi próxima obra consiste en la creación de vida verdadera según mis ideales. Vida hecha carne y no un simulacro. ¿Comprendes?
—No comprendo nada.
—Entonces, ten un poco de paciencia, que pronto lo sabrás todo.
2
(Conversación sostenida en otoño del mismo año)
—Maestro, entonces, de ahora en adelante, le tengo que llamar padre.
—No te preocupes, sígueme llamando maestro. Vas a ser el sucesor de la familia Kawabata, pero entre nosotros no existe ningún lazo ni nada que te obligue a llamarme padre. Sería demasiado injusto que un hombre con un rostro tan noble y con una figura tan estilizada como la tuya tuviera que llamar padre a un ser tan feo como yo. Ni siquiera tus verdaderos padres, a quienes debes tu existencia, tienen derecho a considerarte como su propio hijo.
—¿Por qué razón?
—¿No ves que tus padres dejaron que te adoptara, no ofrecieron ninguna resistencia para entregar a su hijo, para colmo el más bello de todos? Ésa es la mejor prueba de que no merecen ser tus padres.
—Pero eso fue porque usted insistió mucho en adoptarme y mis padres no tuvieron más remedio que ceder. Además, recientemente he desilusionado a mis padres. A pesar de que querían que escogiera derecho o ingeniería al acabar mis estudios en el colegio, me rebelé empeñándome en estudiar literatura. Les dije que detestaba a los empresarios como mi padre. Seguro que por eso acabaron hartándose de mí. Tengo muchos hermanos: cuatro varones y tres hembras. Supongo que no les debe haber dolido mucho perder uno de los ocho.
—Pero tú eres, sin lugar a dudas, el más bello de todos. Ni tus hermanos ni tus padres se parecen a ti. ¿De dónde proviene ese cuerpo tuyo tan puro y firme? ¿A quién debes esa textura luminosa, como teñida de rosa, de tu piel? Tú no tienes absolutamente nada que ver con tu familia, ya que tu figura se compone de partes tan perfectas como si fueran las piezas de una hermosa escultura. Estoy seguro de que te engendraste solo. Es realmente un milagro que tus padres hayan tenido un hijo como tú.
—Maestro, no puedo creer que mi rostro y mi cuerpo valgan tanto como dice usted.
—¿Dudas de mí? Ven acá y párate frente al espejo. Desnúdate y observa con atención tu propia apariencia. Eso, así. Mira qué figura tan hermosa. Tu pecho y tu cintura, de músculos tan marcados, me recuerdan el retrato de Adán pintado por Miguel Ángel. Date la vuelta para que muestres tu espalda. Levanta los brazos hasta la altura de los hombros para que tus músculos se estiren al máximo. Mira, esta postura tan llena de majestuosidad masculina parece un símbolo de buena salud. Al ver estas extremidades tuyas tan desarrolladas, se me ocurre que tienes sangre de león… ¿Qué te pasa? ¿Estás temblando? ¿Tienes frío porque estás desnudo?
—No, no tengo frío, maestro. Como me mantengo firme de pie, el cuerpo me tiembla automáticamente. Al esforzarme de esta manera me he puesto rojo.
—Tu cuerpo es tan resistente como el de un león. Pero, ah, qué bello es tu rostro. Tan refinado y majestuoso, de una serenidad absoluta, que pareciera haber salido de la fachada del Partenón de Grecia. Al contemplarte así, no pareces un niño de dieciséis años. Tu cuerpo luce como el de un adulto de veintidós o veintitrés. ¿No te parece? ¿Acaso no te embelesas ante tu propia figura? ¿No te da tristeza tener que vestirte para ocultar ese cuerpo tan hermoso?
—¿Está diciendo que la belleza de mi cuerpo es impecable?
—Desde luego, aunque puede que tengas algunos defectos. Así como se puede detectar una que otra imperfección en cualquier obra maestra de la pintura o la escultura, tú tampoco eres perfecto. La textura y la calidad de tu piel guardan un hermoso equilibrio, pero en conjunto dan la impresión de indiferencia. Tu cuerpo está muy bien formado, pero es demasiado fuerte. Careces casi por completo de ternura. Es decir, sólo tienes la belleza masculina y nada de la femenina.
—Pero, maestro, soy hombre.
—La belleza se manifiesta en su máximo esplendor sólo cuando un hombre asimila la ternura sensual de la mujer. Ya que en este mundo no hay nada que sea puramente masculino o femenino, la belleza del cuerpo humano no se realiza plenamente mientras no se combinen las virtudes de ambos sexos. Te acabo de decir que tu cuerpo se asemeja al del cuadro de Miguel Ángel, pero eso no es en realidad un elogio. Para comenzar, Miguel Ángel era un hombre sexualmente anormal que nunca conoció la belleza femenina. Y jamás utilizó modelos femeninos para sus pinturas, lo cual explica por qué todas las mujeres pintadas en sus cuadros tienen rasgos masculinos. Justamente, Miguel Ángel no me satisface en ese sentido, y creo que los defectos de tu cuerpo tienen mucho que ver con esa misma sensación de insatisfacción. Mira, hace un tiempo tuve un amigo guapo que se llamaba S. De apariencia era muy inferior a ti, pero se destacaba por poseer unos gestos extrañamente femeninos, muy sensuales y tiernos. Fíjate que sólo por eso lo consideraban hermoso.
—Pero no se puede verter belleza femenina en mi cuerpo, a menos que renazca.
—No te preocupes. Te buscaré una pareja adecuada a tu amor. Al mezclar tu sangre con la de tu pareja, tendremos un niño ideal. Es decir, tu belleza se va a perfeccionar en la de tu hijo. Tu verdadero arte no consiste en pintar o componer poesías sino en hacer un hijo perfecto. Sólo para eso te adopté a ti.
—Si me caso con la mujer que usted me indique y si tengo con ella un hijo idealizado según su pensamiento, ése no será mi arte sino el suyo.
—Bueno, digamos que será un arte de los dos.
—Yo sólo le sirvo como materia prima de su arte, como si se tratara de pinturas o de mármol. Me tengo entonces que sacrificar para la creación del niño perfecto.
—¿Te disgusta que sea así? ¿No quieres enamorarte de la mujer ideal?
—Supongo que enamorarse sería una labor agradable, y con mucho gusto me sacrificaría con tal de enamorarme. Sólo que me parece poco probable que llegue a enamorarme de una mujer seleccionada por usted. ¿Quién podría enamorarse de una mujer, por más bella que fuera, si se la imponen por encima de su voluntad?
—Te equivocas. Al buscar tu pareja, no estoy ignorando tu voluntad, pues bien sé que puedes rechazar cierto tipo de mujeres. Te aseguro que te conseguiré una novia auténtica, de la que estarás destinado a enamorarte. Creo que sólo existe una mujer que puede ser tu novia, sólo una y nadie más.
—No lo puedo creer.
—No importa si lo crees o no. No sé cuánto tiempo voy a necesitar, quizá uno o dos años, y está bien que sigas desconfiando hasta que al fin me aparezca con esa mujer. Oye, ¿tú has leído a Platón?
—No, maestro.
—En El banquete de Platón hay una escena en la que Aristófanes hace un discurso sobre el amor. Según éste, en sus orígenes los humanos tenían dos caras, cuatro manos y cuatro piernas, con un cuerpo redondo como una gran bola. Eran seres tan poderosos que incluso despreciaban a los dioses, por lo que fueron castigados por Zeus, quien, iracundo, les partió el cuerpo en dos. En ese momento aparece Apolo, que intenta estirar la piel desgarrada de aquellos seres escindidos y atarla por arriba del estómago, y de ahí surge el ombligo. De modo que las dos mitades, tristes y abatidas por la separación, comenzaron a anhelar, cada una a su manera, la unión con la otra mitad y ése fue el comienzo del amor mundano. Cada uno de los seres humanos es como un lenguado, según Aristófanes.
—¿Lenguado? ¿Cómo?
—El lenguado es un pez que tiene los dos ojos en un lado y nada en el otro. Se asemeja a los humanos, separados de su otra mitad, en la medida en que parece ser el producto de una separación ajena a su voluntad. Esto quiere decir que ninguno de los seres humanos es completo por sí solo. Todos estamos a la espera de la otra mitad. Y esa otra mitad es nuestra verdadera pareja, ¿comprendes? Bueno, puede que te parezca absurdo el argumento, pero estoy seguro de que el mito de El banquete contiene una profunda sabiduría.
—Me parece una historia interesante, de todos modos. Casi me ha convencido de la validez de su argumento. O sea que a mí también se me puede aparecer mi otra mitad.
—Es justamente la que estoy buscando para ti.
—Se lo agradezco mucho. Me dan ganas de conocerla pronto.
3
(Conversación sostenida en la primavera del año siguiente)
—¿Cuántos años vas a cumplir, niña?
—Dieciséis, señor.
—¿Cómo te llamas?
—Ai, señor.
—¿Qué ha sucedido con tus padres?
—Nací cuando mi padre tenía diecisiete años y mi madre dieciséis. No sé absolutamente nada de mi padre: ni de dónde era, ni cómo se llamaba, ni si vive aún. Mi madre trabajó durante un tiempo como geisha en el centro de Tokio, pero murió hace dos años. Soy huérfana, señor.
—¿Quieres conocer a tu padre?
—Me gustaría, si fuera posible.
—¿Crees que tu padre también te busca?
—Según mi madre, él fue un hombre hermoso en extremo, pero terriblemente frío. Aunque todavía esté con vida, no creo que se acuerde siquiera de haber tenido una hija en alguna etapa de su vida.
—Bueno, me estoy convenciendo de que eres una niña muy avispada y sagaz. Me caes bien. Te cuento que andaba preguntando por ti, en lugar de tu padre, desde hace mucho tiempo.
—¿O sea que conoce a mi padre? ¿Me dejará verlo?
—Siento decirte que no puedo. Hay otras personas a las que debes conocer, y te voy a presentar a una de ellas.
—¿Qué clase de persona es?
—Al igual que tu padre cuando te engendró a ti, es un muchacho que va a cumplir diecisiete años. Un joven mucho más hermoso que tu padre. Casi tanto como tú.
—No tengo ganas de conocer a alguien así.
—Aunque no lo quieras, no lo podrás evitar. Este joven es mucho más importante que tu padre para tu vida, porque va a ser tu verdadero novio.
—Todavía no conozco el amor. No creo que llegue a tener novio.
—En el momento en que conozcas a la persona de la que te estoy hablando, conocerás el amor. Ése es tu destino.
—Si es así, menos aún me interesa conocerlo. Al contrario, tengo miedo de verlo. Mi madre me dijo que el amor es algo terrible. Y me advirtió también que los hombres guapos son poco cariñosos.
—Mira, tu padre abandonó a tu madre por la sencilla razón de que nunca fueron auténticos amantes. Pero tú jamás serás abandonada por este chico, que ha estado esperando desde su nacimiento, con los brazos abiertos y el corazón dispuesto y entregado a ti, el momento en que aparezcas en su vida. Él está destinado a enamorarse de ti, a mezclar su sangre con la tuya y así procrear un hijo bello. Así como los rayos del sol llegan siempre a la tierra, el corazón de este muchacho llegará a tus manos.
—No merezco ser novia de un joven tan hermoso.
—Deja a un lado la humildad. Sabes muy bien cuánto vale tu belleza. Encuentro misterio en cada una de las partes de tu cuerpo. Veo brotar desde el fondo de tus pupilas una fuente inagotable de ternura y sensualidad. En la comisura de tus labios florece la mala hierba que seduce a los hombres como si se tratara de una flor carnívora. Lo que toques con tus manos o con tus pies se ilumina de júbilo, así como se va purificando el suelo al paso de los dioses. Alrededor de la silla donde te sientas, encima de la mesa donde colocas tus manos, donde sea que estés, flota un misterio nunca antes conocido en esta habitación. Tus mejillas son tan tiernas como el cuerpo de una paloma. El talle de tu cuerpo es tan elástico como una serpiente. La textura de tu piel es tan tersa y sensual que embriaga a los hombres como una dulce melodía… ¿Cómo podrías no desear un hijo que heredará ese cuerpo tan hermoso?
—No puedo dejar de sospechar que usted me está tomando el pelo, señor.
—Te juro que no te estoy tomando el pelo, sé muy bien lo que digo.
—Pero ese novio auténtico, del que tanto me ha hablado, ha de ser mucho más hermoso que yo.
—Cierto, el chico posee algunos encantos de los que tú careces, pero eso no quiere decir que sea más hermoso que tú. Si acaso hay alguien que los pueda superar a ambos en cuanto a la belleza física, ése será el hijo que habrán de tener.
—¿Dónde está ese muchacho que me está esperando?
—¿Ves la ventana cubierta por una cortina verde a la sombra de aquel jardín de flores? Él te está esperando adentro. Anda, vamos hasta allá.
—…
—La habitación es muy linda. Todo ha sido arreglado, a propósito, para cuando llegues. En la pared está pintado un paisaje de fantasía. El piso está cubierto por una alfombra de piel. La silla donde te vas a sentar ha sido tapizada con un tejido exótico. La columna sobre la que te apoyarás desprende un rico aroma a incienso. El armario está surtido de vestidos, joyas y pulseras que te sentarán bien. Si dejas de temer al amor, todo cuanto haya en ese cuarto será tuyo. Te convertirás en la dueña de ese palacio porque te voy a adoptar como mi hija…
—Mire, señor, se está moviendo la cortina verde que cubre la ventana. Alguien nos está observando detrás de la cortina.
—Fíjate en el rostro del hombre… Ése es tu novio. ¿No ves cómo nos está mirando con atención mientras asoma su cabeza fuera de la ventana?
—…
—No pienses más. Anda, vamos ya.
4
(Conversación sostenida en primavera del mismo año)
—Como había profetizado el maestro, al fin me enamoré de ti. Me crees, ¿verdad?
—Siempre he confiado en ti desde el momento en que te conocí.
—Resultaste ser la mujer de mi vida, mi gran amor.
—Soy más feliz de lo que fue mi madre.
—¡Qué hermosa eres!
—¡Y tú eres divino!
—Dame lo que no tengo, y te doy lo que te falta. Vamos a hacer un hijo perfecto, para así cumplir la voluntad del maestro.
—Le voy a dejar como herencia este cabello liso y negro y estas largas pestañas, que son los rasgos de los que careces.
—Y yo esta apariencia firme y la fuerza de mi cuerpo, atributos que te faltan a ti.
—Entonces, yo le aportaré la piel tersa y perfumada que tú no tienes.
—Y yo mis dientes sólidos y mis gruesas cejas, porque las tuyas son demasiado finas.
—Yo la hermosa comisura de mis labios y la franja de mi frente como dibujada con un buril.
—Yo esta nariz erguida y mis músculos sanos.
—Y tus senos tan bien delineados y esos brazos tuyos tan elásticos.
—Y tus talones redondos, tus dedos, tus uñas.
—¿Falta algo?
—El resto lo tenemos los dos. Fina sensualidad, malicia, pasión abrasadora…
—Y todo se lo dejaremos a nuestro hijo.
5
(Conversación sostenida en primavera, quince años después)
—Papá, ésta es la foto de mi abuelo, ¿verdad?
—Sí, hijo. ¿Ya no te acuerdas de tu abuelo?
—Sí, lo recuerdo muy bien. Murió cuando yo tenía nueve años. Pero no soy su verdadero nieto, ¿verdad?
—¿Quién te contó eso, hijo?
—Me lo contó mi madre hace poco. Mi nariz la heredé de usted y mis labios de ella, pero ninguno de ustedes se parece al hombre de esta foto. Usted no es hijo de mi abuelo, ¿no es cierto?
—No soy hijo del abuelo, pero tú sí que eres su hijo.
—No es verdad. ¿Su hijo, el verdadero, el que heredó ese rostro firme y las extremidades finas de mi madre? No es posible que mi abuelo haya engendrado un hijo tan hermoso como yo.
—Pero, aun así, no dejas de ser el hijo de tu abuelo. Tu madre y yo fuimos elegidos por él para procrear un hijo divino, y ése eres tú. Le ofrendamos a tu abuelo lo que tenemos, cada uno aportando sus propias cualidades, y así te creamos a ti. En tu cuerpo no corre ni una gota de sangre de tu abuelo, pero tu apariencia es una obra de arte, la que él quiso que quedara en este mundo como síntesis de su sensibilidad y de su alma de artista.
—¿Cómo, papá? ¿Yo, una obra de arte?
—Has visto las esculturas y pinturas que hizo tu abuelo en su juventud. Su profesión, que comúnmente se conoce como artista, consistía en hacer esas obras.
—Pero ninguna de esas pinturas y esculturas fueron hechas después de mi nacimiento. ¿No es verdad?
—Ciertamente. Pero te creó a ti en su lugar. Tu abuelo nunca llegó a estar del todo satisfecho de sus propias creaciones, ni con sus esculturas ni con sus pinturas, que tampoco fueron muy bien acogidas a nivel popular. Fue por eso que quiso crear un arte mucho más vital que la pintura o la escultura, y te creó a ti. Realmente eres una creación perfecta, a tal grado que casi me das miedo.
—¿La gente me considerará como una creación perfecta?
—Por supuesto que sí. Pronto va a haber un escándalo, vas a ver. Dentro de uno o dos años, cuando hayas madurado un poco, pero no…, me horrorizo al pensarlo.
—¿Qué le causa tanto horror?
—Me horrorizo ante el hecho de que eres una creación que tal vez supere el límite de lo divino. Cuando andaba entre los diecisiete y los dieciocho años, me dijeron que mi hermosura era en verdad incomparable, y eso me permitió tener una amada ideal como tu madre. Sin embargo, tú nunca llegarás a tener una verdadera novia, puesto que ninguna mujer podrá aspirar a relacionarse contigo. Hombres y mujeres se enamorarán locamente de ti, pero tú no les harás caso, te burlarás de ellos con frialdad. Adondequiera que vayas despertarás deseos sangrientos, se sembrará cizaña a tu paso y una red pecaminosa se tejerá a tu alrededor.
—¿Todo eso forma parte del arte que nos dejó mi abuelo?
—Exactamente. Todo lo que se relacione contigo es consecuencia de las artes de tu abuelo. Seguramente acabarás con el linaje y la fortuna de los Kawabata, pero, de cualquier manera, pronto podrás contar con la herencia familiar que pondré a tu disposición.
—¿Y usted, padre, qué piensa hacer?
—Tu madre me está esperando allá adentro. La vi por primera vez bajo la sombra del balcón verde. Esa habitación está repleta de la alegría y felicidad de mi vida, y a partir de hoy me voy a retirar a ese lugar soñado para pasar ahí, al lado de mi amada, mi única y querida mujer, los días de eterna primavera que me restan por vivir.
—Me alegra que usted y mi madre hayan encontrado la felicidad que tanto se merecen, para el resto de sus vidas. Y yo quiero decirle que estoy muy agradecido a usted y a mi madre por haber dedicado sus vidas a mí… por lo que soy.
—También debes agradecérselo a tu abuelo.